Perfil actoral de Francisco Rabal
La trayectoria teatral de Francisco Rabal, con
cerca de una treintena de funciones, tuvieron con certeza un peso
determinante en su identidad como actor, jalonada además por un
fervor crítico casi generalizado en el momento de sus estrenos. Y
si una actriz teatral consagrada como Nuria Espert recuerda con
pasión en la entrevista realizada para este portal digital las
representaciones de Edipo y Julio César en
Mérida (la primera como espectadora y la segunda como componente
del reparto), dirigidas por José Tamayo con versión de
José María Pemán y protagonizadas por Francisco
Rabal, podemos estar seguros de que constituyeron hitos importantes del
teatro español. Pero no sería honesto escribir
aquí sobre lo que no hemos visto (ahí queda abierto el
reto bibliográfico), por lo que nos ceñiremos, por tanto,
a la brillante trayectoria profesional de Rabal en la pantalla donde, en
todo caso, es difícil apreciar como compaginaba la
proyección actoral del escenario teatral con la intimidad
cinematográfica.
Cuando en 1950 interpreta sus primeros papeles
protagonistas, en España predominaba un cine folclórico,
religioso y reaccionario que alentaba una sobreactuación en la
que también caía Paco Rabal, y sólo se vislumbra un
atisbo de su talento en Hay un camino a la derecha (1953,
Francisco Rovira Beleta). Tendrían que llegar dos destacables
comedias de José Luis Sáenz de Heredia, Todo es
posible en Granada (1954) e Historias de la radio (1955), para
que pudiéramos apreciar su versatilidad de registro
interpretativo, ya que hasta entonces Rabal se distinguía
principalmente por sus dones naturales: un atractivo físico que
fue perfilando, como se puede apreciar al comparar, por ejemplo, Luna
de Sangre (1950) con la citada Historias de la radio, y una
potente y reconocible voz que aprendió a modular,
despojándola de la afectación propia de la época.
Irónicamente, su presencia en el Festival
de Venecia de 1954 para el estreno de una arquetípica
película religiosa española que protagonizaba, El
beso de Judas (Rafael Gil), le permite conocer a dos productores
italianos que posibilitarían el inicio de su carrera
internacional. Firma un acuerdo con ellos sin dudarlo, teniendo en mente
el neorrealismo de Rossellini y De Sica, y empieza a hacer…
más películas religiosas, pero italianas, como Revelación
(1955) o Serán hombres (1956). Por pura coincidencia, es
entonces cuando sus papeles protagonistas en España, como en La
gran mentira (Rafael Gil, 1956) y Amanecer en Puerta Oscura
(José María Forqué, 1957), cobran mayor
interés.
El personaje de Salvatore, el pescador comunista
de Prisionero del mar (1957, Gillo Pontecorvo) supone para Paco
Rabal un salto de calidad profesional y personal. Participar en una
película ideológicamente opuesta al tipo de cine que se
veía obligado a hacer en su país, y que además se
alejaba de planteamientos maniqueos y alentaba al espectador a tomar
partido por uno u otro personaje sin imposiciones hermenéuticas,
le abría las puertas, ahora sí, a una carrera alternativa
profesional que estaba dispuesto a explorar. De hecho, el ayudante de
dirección de esta película, Giuliano Montaldo, le
ofrecerá coprotagonizar su ópera prima cuatro años
después, Tiro al piccione, con una línea similar
de mentalidad abierta, hasta el punto de que en España es
prohibida su proyección por considerarse izquierdista mientras
que en Italia es tildada de fascista por la crítica
especializada.
La insaciable curiosidad cultural de Francisco
Rabal le había hecho beber de los conocimientos de los que
él consideraba sus maestros, como Dámaso Alonso en la
literatura, Carlos Lemos en la actuación, y José Tamayo
desde la dirección teatral. Y a finales de los 50 iba a
producirse el encuentro con el director cinematográfico que mayor
huella dejaría en su vida, Luis Buñuel, cuyas
películas Nazarín (1958) y Viridiana
(1960) tanto marcarían su trayectoria profesional. Curiosamente,
Buñuel había visto a Rabal en Prisionero del mar
sin apenas reparar en él, pero cuando le vio en Historias
de la radio en seguida decidió que ese era el actor que
necesitaba para encarnar a Nazarín. El espíritu
autodidacta de Rabal, no adscrito a ninguna corriente ni estrategia, le
permitiría incorporar esta experiencia con Buñuel a su
estado de permanente aprendizaje adulto, y tras conseguir en sus dos
películas unos elevados registros muy dispares entre sí,
ya se sentirá dispuesto a afrontar cualquier tipo de reto.
Y lo hizo. El azar de su presencia en una fiesta en casa de la actriz Anna Magnani a la que acudió la cantante Ornella Vanoni hace que esta se ponga en contacto con Michelangelo Antonioni y le diga que ha encontrado a «su Riccardo» para El eclipse (1962), culminación de la «trilogía de la incomunicación» del cineasta italiano. La contención reflejada a través de su personaje en las tensas escenas compartidas con Mónica Vitti nos revela a un actor situado ya en un estadio superior, que empieza a ser apreciado en otras cinematografías internacionales. Rabal abre un frente en Latinoamérica trabajando con directores tan interesantes como Lucas Demare, Leopoldo Torre Nilsson o Manuel Antín, mientras que, en Europa, Francia le abre sus puertas al prestigio de Claude Chabrol (Marie Chantal contra el Dr. Kha, 1965) y Jacques Rivette (La religiosa, 1966), e incluso firma un contrato con el productor de estas dos películas, Georges de Beauregard, que se convierte en su representante. Su cada vez más rica experiencia vital nutre su capacidad interpretativa, permitiéndole encarnar personajes que abarcan desde Paolo, el marido burgués de Annie Girardot, en el episodio dirigido por Luchino Visconti en Las brujas (1967), hasta el líder revolucionario El «Ché» Guevara (1968, Paolo Heusch).
En España Rabal seguía haciendo
películas tradicionales en ese pacto de fidelidad mutua que
mantenía con Rafael Gil (seis largometrajes entre 1966 y 1972),
pero también se arriesgaba con las obras de directores noveles
que pretendían hacer otro tipo de cine, como Jorge Grau, Carlos
Saura, Miguel Picazo, Jaime Camino, Jacinto Esteva o Claudio
Guerín; bajo la dirección de este último en el
episodio 1 de Los desafíos (1968) coincidiría en
el reparto con su mujer, Asunción, y su hija, Teresa, en un
tremendo relato de celos y complicidades. Su afán de riesgo le
llevaría incluso a desprenderse de su sempiterno peluquín
para protagonizar dos películas supuestamente
«rompedoras» como Cabezas cortadas (1970, Glauber
Rocha) y N.P. il segreto (1971, Silvano Agosti), que lo
único que rompieron fueron sus fundamentos actorales con unas
experiencias de rodaje de gran sufrimiento profesional y personal. Esta hipotética vanguardia de
principios de década le dejó completamente fuera de lugar,
cuestionándose su propia capacidad profesional, y
haciéndole deslizarse por una peligrosa cuesta en la que aceptaba
cualquier proyecto o género que se le pusiera por delante,
principalmente procedente de Italia, desde el spaghetti-western
hasta el giallo pasando por múltiples derivaciones de El
padrino.
El final oficial de la dictadura en España tampoco trajo el cambio de rumbo cinematográfico que Rabal esperaba, y protagoniza Emilia, parada y fonda (1976, Angelino Fons) pese a no ser en absoluto el tipo de película deseada por él en aquel momento tan crucial para la evolución del país. Se queja públicamente del aluvión de películas «de destape» que, junto a adaptaciones cinematográficas aburguesadas de obras literarias, parecen predominar en el panorama nacional, y los retos a su talento actoral siguen viniendo del exterior, al coprotagonizar películas con Vittorio Gassman y Max von Sydow (El desierto de los tártaros, 1976), Roy Scheider (Carga maldita, 1977), Claudia Cardinale (Il prefetto di ferro, 1977) o Marcello Mastroianni (Así como eres, 1978). Pero ya toca fondo con el cambio de década al participar en producciones internacionales tan infames que algunas de ellas se convierten incluso en películas «de culto» juvenil.
Sería en España donde se
cruzaría Mario Camus en el camino de Paco Rabal para darle un
necesario vuelco a su trayectoria actoral. En el quinquenio
1980-85 contó con él para absolutamente todo lo que
dirigió, dos series de televisión y tres películas,
desde Fortunata y Jacinta (1980) hasta La vieja
música (1985), y supo hacer resurgir en él todas las
maravillosas aptitudes que había ido atesorando a lo largo de su
carrera profesional para interpretar el que probablemente sea el mejor
personaje de su vida: el campesino Azarías en Los santos
inocentes (1984). Su sed de conocimiento volvía a tornarse
insaciable, y mantuvo diversos encuentros con el autor de la fuente
literaria, Miguel Delibes (de aquí surgiría una gran
amistad, como se puede comprobar en su intercambio epistolar),
además de recorrer Alburquerque y sus alrededores durante dos
meses junto a su esposa Asunción para impregnarse del habla y el
aspecto de sus habitantes más desfavorecidos. La
utilización de su cuerpo y su gesticulación facial como
manifestación de la desdichada existencia de Azarías
durante la opresión caciquil contra los campesinos en los
años sesenta sintetiza la rabia que generan novela y
película, y constituye una soberana lección de
interpretación.
Interesantemente, despojarse de todo atisbo de
esa galanura que le solía preocupar le aporta una segunda
juventud a su carrera, y crea una tipología de protagonista
otoñal, no muy habitual en la producción española
de la época, sin hacer uso de recursos naturalistas como el
carraspeo vocal o el tropiezo físico: con pequeños y casi
inapreciables gestos transmitía la esencia de su personaje. Padre
nuestro (Francisco Regueiro, 1985), junto a su querido amigo Fernando
Rey, o El disputado voto del señor Cayo (Antonio
Giménez Rico, 1986), de nuevo basada en una obra de Miguel
Delibes, pueden considerarse la demostración más
significativa de su nuevo espacio actoral, pero a nivel popular
será, sin duda, su memorable interpretación como Juncal
(1988, Jaime de Armiñán) junto a Rafael Álvarez
«El Brujo» lo que le hará regresar a la cima del
reconocimiento profesional. Pedro Almodóvar y José Luis
Cuerda le llaman, Alain Tanner y Arturo Ripstein viajan a España
para contratarle, vuelve a trabajar con Carlos Saura y con Jaime de
Armiñán, y la que para muchos es la edad de
jubilación para él se convierte en un largo y
fructífero epílogo profesional que culminaría con
el premio Goya al mejor actor por Goya en Burdeos (Carlos
Saura, 1999).
La muerte le sorprendería el 29 de agosto del 2001 apenas un mes antes de ir a recoger un premio al conjunto de su carrera en el Festival Internacional de Cine de San Sebastián, donde casi medio siglo antes había recibido el primero de los muchos galardones que jalonarían su trayectoria, el de mejor actor por Hay un camino a la derecha (1953). Fue un brillante cierre circular a su vida profesional con una representación de su vida personal sobre el escenario del auditorio Kursaal, la de su nieto y también actor Liberto Rabal, que recogía en su nombre el premio a uno de los grandes actores españoles de todos los tiempos.
John D. Sanderson