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Capítulo II

Segundo gobierno de Alonso de Ribera. Primeros resultados de la guerra defensiva (1612-1613)


1. Llegan a Chile Alonso de Ribera y el padre Luis de Valdivia: penetra éste en el territorio enemigo a ofrecer la paz a los indios, y corre peligro de ser asesinado. 2. Trabajos preparatorios del padre Valdivia para entrar en negociaciones con los indios. 3. Canjea algunos prisioneros con los indios y se confirma en las disposiciones pacíficas de éstos. 4. Celebra el padre Valdivia un aparatoso parlamento con los indios en Paicaví, y cree afianzada la paz. 5. Contra las representaciones de los capitanes españoles, envía tres padres jesuitas al territorio enemigo, y son inhumanamente asesinados. 6. Los indios continúan la guerra por varias partes. 7. El gobernador Ribera, autorizado por el padre Valdivia, emprende una campaña contra Purén. 8. Desprestigio en que cayó la guerra defensiva entre los pobladores de Chile: los cabildos envían procuradores al Rey para pedirle la derogación de sus últimas ordenanzas. 9. El obispo de Santiago y las otras órdenes religiosas se pronuncian en contra del padre Valdivia y de la guerra defensiva.



1. Llegan a Chile Alonso de Ribera y el padre Luis de Valdivia: penetra éste en el territorio enemigo a ofrecer la paz a los indios, y corre peligro de ser asesinado

A principios de 1612 toda la población española del reino de Chile esperaba con la más viva inquietud el arribo de los dos altos funcionarios encargados de plantear la guerra defensiva; del gobernador Alonso de Ribera, que debía llegar de Tucumán, y del padre Luis de Valdivia, que se hallaba en el Perú. En esas circunstancias ocurrió, en el mes de febrero, el levantamiento de los indios de la línea del Biobío que, según contamos, produjo la muerte de algunos soldados españoles, puso en peligro los fuertes, y alarmó seriamente a todas las poblaciones inmediatas. El gobernador Jaraquemada, que estaba preparándose para entregar el mando a su sucesor, tuvo que concurrir a esos lugares, y que emplear los últimos días de su administración en reprimir el levantamiento.

Alonso de Ribera, en efecto, había recibido en la provincia de Tucumán la cédula por la cual el Rey volvía a confiarle el gobierno de Chile, junto con el encargo de trasladarse prontamente a este país. Pero se hallaba sufriendo de una molesta enfermedad que le impedía montar a caballo53, y le fue forzoso hacerse transportar en una litera, lo que prolongó de   -36-   tal manera el viaje que en vez de llegar a Santiago en enero, como se creía, sólo hizo su entrada el 27 de marzo. El día siguiente prestó el juramento de estilo ante el Cabildo, y el 2 de abril ante la Real Audiencia54. Sea por el estado de su salud o porque creyera que aquí debía reunírsele el padre Valdivia para ponerse de acuerdo en sus trabajos, Ribera permaneció en Santiago hasta fines de mayo. Desde esta ciudad expidió sus primeras órdenes para la seguridad militar de la frontera y para atender a la provisión e incremento de sus tropas.

El padre Valdivia, entretanto, salió del Callao a principios de abril en las naves que traían el situado para el ejército de Chile. Durante la navegación, se separaron esos buques, y el padre Valdivia arribó a Concepción el 13 de mayo, pocos días después que sus compañeros. Inmediatamente pudo comprender que la empresa que traía entre manos había de hallar muchas resistencias. Jara Quemada y algunos otros capitanes y vecinos de esa ciudad, impugnaban la guerra defensiva como funesta para el país; pero, aunque sobre esto tuvieron largas discusiones, se mostraron todos resueltos a obedecer las órdenes del Rey. El padre Valdivia, por su parte, asumió la dirección de los trabajos manifestando la más absoluta confianza en el resultado que esperaba obtener. Comunicó su arribo a Ribera, le envió las instrucciones que para él le había dado el virrey del Perú, y dio orden a los capitanes que mandaban en los fuertes vecinos para que suspendiesen todo acto de hostilidad contra el enemigo. Enseguida, el 19 de mayo, se puso en viaje para Arauco acompañado sólo de unos cuantos soldados y de cinco de los indios chilenos que había traído del Perú para restituirlos al goce de su libertad.

Los caminos que conducían de Concepción al fuerte de Arauco estaban entonces libres de enemigos. Sin embargo, de esta última plaza salieron destacamentos considerables para escoltar al padre Valdivia durante su marcha y para resguardar los pasos en que los indios podían tener emboscadas, de tal manera que aquél llegó al término de su viaje sin inconveniente alguno55. Las tropas españolas que allí estaban estacionadas, reconocieron su autoridad y se mostraron solícitas en cumplir sus órdenes. Sin pérdida de tiempo, el padre visitador despachó, el 24 de mayo, los cinco indios que llevaba consigo, y otros que reunió en Arauco, para que fueran a anunciar a las tribus enemigas la determinación que el Rey había tomado de cortar la guerra y de dejarlas en tranquila posesión de su territorio. Al cabo de   -37-   veinte días comenzaron a volver esos mensajeros, y con ellos otros indios que se decían dispuestos a aceptar la paz que se les ofrecía. El padre Valdivia los recibía lleno de satisfacción, aceptando con gozo manifiesto sus protestas de amistad; pero los capitanes más experimentados en aquella larga guerra, que habían visto tantas veces declaraciones semejantes, y que tantas veces también las habían visto violadas por esos bárbaros, no disimulaban su desconfianza. Así, cuando persuadido del buen éxito de estos primeros trabajos, quiso el padre visitador penetrar en el territorio de Catirai, cuyos pobladores estaban todavía con las armas en la mano, trataron aquellos capitanes de disuadirlo por todos medios de dar un paso que podía costar la vida a él y a sus compañeros.

El padre Valdivia no se intimidó, sin embargo, por tales representaciones. «Como persona que ha cuarenta años que sirvo a Su Majestad en esta guerra, y que tengo tanta experiencia de las cosas de ella y de las costumbres de los indios, refiere el capitán Luis de Góngora Marmolejo, intérprete general del reino, yo le dije que su paternidad no se metiese con aquella gente por el presente porque era gente que no sabe conocer el bien, ni jamás trató verdad, y que así convenía que se estuviese hasta ver cómo se iban poniendo las cosas. Pero de allí a cuatro o cinco días llegaron cuatro indios de guerra a caballo de la otra parte del río de Arauco diciendo a voces que querían hablar con el padre Luis de Valdivia. El cual luego se fue y habló con ellos. Los cuales quedaron con él de que fuese a Catirai, y que bien podría ir seguro de que no le harían mal, pero todo esto con cautela y traición. Y luego el padre me pidió que le diese algunos indios principales de los que estaban de paz para que le acompañasen y fuesen con él a Catirai, lo cual yo lo hice porque lo vi muy resuelto y determinado de ir con los indios de guerra que le vinieron a hablar. Y así le di caciques de respeto para que fuesen con él, y por medio de ellos no se atreviesen a desmandarse con él, encomendando a los dichos caciques la guardia del dicho padre Valdivia. Y con esto se fueron, aunque los caciques no iban con mucha voluntad porque dijeron que los indios de guerra eran muy cautelosos, y que temían los matasen»56. «Yo les volví a rogar mucho que fuesen con el dicho padre, y así lo hicieron. Habiendo llegado a Catirai en tiempo que los indios de guerra estaban en una borrachera, trataron éstos y procuraron con los caciques que iban con el padre Valdivia, les diesen la mano y suelta para matarle a él y al capitán Juan Bautista Pinto, que llevaba por lengua (intérprete) y otro soldado español que iba con ellos. Y los dichos   -38-   caciques que iban con ellos les pidieron que no los matasen porque no era razón, pues habían ido debajo de su seguro, y que mirasen que el padre Valdivia no era más que un hombre con cuya muerte iba poco; y que pues éste les había prometido que despoblaría el fuerte de San Jerónimo de Catirai y les haría devolver diez o doce prisioneros que les había cogido el capitán Suazo, que mejor era esto que matar al padre, y que mediante esto no lo mataron. Así me lo contaron los dichos caciques después que volvieron»57.

Salvado por fortuna de una muerte que parecía inevitable, el padre Valdivia pudo regresar a Concepción escoltado por los compañeros con quienes había salido de Arauco. Según había ofrecido a los indios de Catirai, al pasar por los fuertes de Talcamávida y de Jesús, hizo poner en libertad a los prisioneros que los españoles habían tomado en el último levantamiento de esta comarca. Las escenas que acababa de ver debieron producir una profunda impresión en su espíritu y hacerle comprender cuán poca confianza se debía tener en las paces que se ajustaban con esos bárbaros. Pero sea por amor propio o por un efecto de alucinación, no perdió su confianza en los resultados de la guerra defensiva. No queriendo desalentar a nadie ni desprestigiar la obra en que estaba empeñado, dio cuenta de todos estos hechos al padre provincial Diego de Torres en los términos mejor calculados para no producir alarma, haciendo comprender que su primera entrada en el territorio enemigo había sido una gran victoria alcanzada por los medios de suavidad y persuasión. Le explicaba su entrevista con los indios rebeldes como un lucido parlamento en que se debatieron las bases de la paz con gran solemnidad, y en que los indios se mostraron deseosos de aceptarla, si bien pedían ciertas condiciones que el padre Valdivia creyó al fin conveniente acordarles. En su relación no ocultaba precisamente el peligro que había corrido ni tampoco que bajo la presión de las amenazas de los bárbaros hubiese ofrecido la despoblación del fuerte de Catirai y la libertad de los prisioneros, pero refería todo esto en términos artificiosos, dando a entender que había sido en cierto modo un acto de condescendencia de su parte que debía producir buenos resultados. «La confianza que de mí se hacía, dice con este motivo, era toda para paz y quietud; y de lo contrario, perdiéndome el respeto, se siguiera daño más universal»58. En Santiago, a donde llegó la noticia de estos sucesos transmitida por la carta   -39-   del padre Valdivia, y donde sólo se hizo conocer lo que favorecía a los partidarios de la guerra defensiva, se les dio el aire de un triunfo mucho más grande y completo. El obispo Pérez de Espinoza mandó repicar las campanas de todas las iglesias, se hizo una suntuosa procesión de la catedral a la Compañía en acción de gracias, se celebró una misa solemne con asistencia de las corporaciones civiles y eclesiásticas, y se predicó un sermón en honor de los que así preparaban la pacificación del reino. A pesar de todo este aparato, y de muchas otras precauciones de que habremos de hablar más adelante, antes de mucho la verdad de lo ocurrido era conocida en todo Chile.




2. Trabajos preparatorios del padre Valdivia para entrar en negociaciones con los indios

El padre Valdivia volvió a Concepción el 1 de julio. Halló allí al gobernador Alonso de Ribera, que lo esperaba en la mayor inquietud. Recibiolo éste afectuosamente, agradeciéndole con cordialidad las diligencias que había hecho en la Corte para restituirlo al gobierno de Chile. Cualesquiera que fuesen sus opiniones acerca de la manera de hacer la guerra a los indios, el Gobernador se mostró sinceramente resuelto a facilitar la ejecución de los planes del padre Valdivia. Ribera, como todos los funcionarios del reino, quería obedecer y dar el más puntual cumplimiento a las órdenes del soberano.

Los temores que el padre visitador había abrigado en España, de no hallar la conveniente cooperación de parte del obispo de Santiago, quedaron desvanecidos antes de mucho tiempo. El adusto Pérez de Espinoza, cumpliendo el encargo del Rey, le envió el título de gobernador   -40-   del obispado de Concepción. Pudo entonces el padre Valdivia entrar, desde principios de agosto, en el ejercicio de sus funciones, nombrar por curas a algunos de los jesuitas que lo acompañaban y administrar el gobierno eclesiástico sin otro contrapeso que la presencia de un provisor con quien tuvo luego que sostener algunos choques.

La estación de invierno no era muy favorable para dar impulso a sus trabajos. Sin embargo, despachó emisarios indígenas a todas partes para anunciar hasta las tribus más lejanas los beneficios acordados por el Rey, y la cesación de la guerra. En efecto, algunos indios que tenían parientes cautivos entre los españoles, se acercaron a Concepción con el pretexto de dar la paz, pero con el propósito de reclamar la libertad de los suyos. Eran recibidos en la ciudad «con grandes regocijos y repiques de campanas y otras demostraciones de alegría que mandaba hacer el padre Valdivia». Las autoridades de la ciudad no sólo les concedían lo que pedían sino que les daban «paños, sombreros y otras cosas de que ellos (los indios) son codiciosos, prometiéndoles todas las demás piezas (cautivos) que tenían los vecinos y moradores de estas ciudades y cumpliéndola con puntualidad, dándole el Gobernador al dicho padre el favor que para ello pedía, sin ponerle embargo ni impedimento en cosa alguna»59.

Estas gestiones de apariencias pacíficas de algunos indios o de algunas tribus, eran hechos aislados que no debían tener la menor influencia en la terminación de la guerra. Mientras tanto, otras tribus, sobre todo las de más al sur, no sólo se mantenían armadas sino que inquietaban constantemente a los indios que vivían en paz en las inmediaciones de los fuertes españoles, les robaban sus ganados, les tomaban algunos cautivos, les quemaban sus chozas y los excitaban a la revuelta. Las guarniciones de los fuertes tenían orden de permanecer impasibles; pero esta actitud era para los bárbaros una prueba de la impotencia a que estaban reducidos los españoles. En esas circunstancias, un caudillo muy prestigioso de Purén llamado Tureulipe, mozo turbulento y atrevido, y diestrísimo jinete, hizo una correría en los campos vecinos de Arauco, y fue a atacar a los defensores de esta plaza, persuadido de que no podrían oponerle una seria resistencia. Un destacamento español, mandado por el capitán don Íñigo de Ayala, que salió a su encuentro, dispersó fácilmente a los indios, les quitó cuarenta caballos y apresó al caudillo Tureulipe. Sin tardanza, éste fue enviado a Concepción, donde Ribera, conociendo la importancia de semejante prisionero, se empeñó en retenerlo cautivo.

La repetición de estas correrías de los indios no hacía más que confirmar en su opinión a los que creían que la llamada guerra defensiva había de aumentar los peligros y la intranquilidad sin ningún provecho. Por todas partes se comentaban las noticias de estas ocurrencias, explicándolas como precursoras de grandes desastres; y los militares y hasta los religiosos de las otras órdenes hacían la crítica de las medidas administrativas que tendían a mantener y fortificar aquel estado de cosas. El padre Valdivia, sin embargo, desplegó una obstinación incontrastable. Numerosos documentos e informes de esa época refieren que se irritaba   -41-   sobremanera contra los que trataban de sostener una opinión diversa, y hasta contra los que le comunicaban cualquiera noticia desfavorable a sus planes. Alarmado por estas murmuraciones, el padre Valdivia creyó ponerles atajo por medio de medidas represivas. El Gobernador, siempre deferente a sus exigencias, «viendo que no bastaban las reprensiones y autos de la Audiencia notificados a los superiores de las órdenes religiosas, mandó pregonar en Santiago que nadie fuese osado a hablar contra las órdenes de Su Majestad en razón de la guerra defensiva, so pena de tantos ducados y de servir un año en el fuerte que se te señalare»60. Los parciales del padre Valdivia llegaron a sostener que algunos vecinos de Santiago, empeñados en que fracasase la empresa que aquél había acometido, escribían cartas a los indios de guerra para que no aceptasen la paz que se les ofrecía. A requisición de los jesuitas, la Audiencia comenzó una información privada, tomando al efecto declaración a los testigos que se le presentaban; pero comprendiendo que aquella acusación carecía de fundamento, mandó suspender el proceso61.

Sin duda alguna, aquellas providencias no podían ser muy eficaces para impedir las murmuraciones y las críticas de la guerra defensiva. Pero el padre Valdivia tenía que temer otro género de hostilidades que podía dañarlo mucho más. Se sabe que era práctica constante el que los hombres de alguna posición en las colonias escribieran directamente al Rey para quejarse de la conducta de los gobernadores y para darle cuenta de los asuntos de interés público o para pedirle gracias y premios en remuneraciones de sus servicios. El padre Valdivia creyó que por este medio podía ser objeto de acusaciones que desacreditasen sus trabajos y que produjesen su desprestigio. Para contrarrestarlas, hizo levantar en la misma ciudad de Concepción, a mediados de septiembre, una información de testigos acerca de todo lo que había hecho en Chile en los cuatro últimos meses. El mes siguiente, el hermano Francisco Arévalo, de la Compañía de Jesús, en el carácter de apoderado del padre Valdivia, hacía levantar otra información en Santiago, para probar los servicios que éste había prestado   -42-   a la predicación del evangelio y a la pacificación del reino desde la primera entrada de los jesuitas. Estas informaciones en que los interrogatorios estaban artificiosamente dispuestos, y en que se llamaba a declarar a los que estaban inclinados a absolverlos satisfactoriamente, era un recurso muy usado en esa época y, sin duda, se le daba gran importancia en los consejos de gobierno. El padre Valdivia creyó que ellas bastaban para justificarlo, pero quiso, además, tener en la Corte un apoderado que tomase la defensa de su conducta. Confió este encargo el padre Juan de Fuenzalida, uno de los jesuitas que con él habían venido de España, y que desplegó gran celo en el desempeño de su misión62.




3. Canjea algunos prisioneros con los indios y se confirma en las disposiciones pacíficas de éstos

Los mensajeros que el padre Valdivia había enviado hasta entonces para ofrecer la paz al enemigo eran todos indios. Las respuestas que traían los que volvieron, eran generalmente contradictorias, pero el padre visitador las interpretaba todas como favorables, recibiendo con agrado a los que les comunicaban que las tribus del interior estaban dispuestas a deponer las armas, y reprendiendo como embusteros a los que le traían noticias contrarias63. Tales agentes no podían inspirar una confianza seria; y el Gobernador quería emplear uno a cuya palabra se pudiera dar más crédito.

No era fácil hallar un español que quisiera arriesgar la vida en el desempeño de esa comisión. Pero después de la captura de Tureulipe los peligros eran mucho menores. Debía creerse que los indios no se atreverían a matar el emisario que entrase a sus tierras, desde que quedaba prisionero entre los españoles uno de sus más prestigiosos caudillos, y desde que la vida de éste respondería por la del emisario que fuese asesinado. En esas circunstancias, en efecto, se ofreció a desempeñar aquella comisión un sargento llamado Pedro Meléndez, natural de la provincia de Asturias en España, pero establecido en Chile hacía largo tiempo, por lo que conocía bastante bien las costumbres y vida de los indios. Habiéndose aceptado su ofrecimiento, Meléndez se puso en viaje para el interior del territorio enemigo el 18 de septiembre de 1612.

Sus previsiones resultaron fundadas. Aunque recibido con desconfianza y aspereza por los indios, el sargento Meléndez supo darse trazas para hacer respetar su vida. Se comunicó con algunos de los españoles que estaban cautivos, e hizo conocer a varios caciques las disposiciones pacíficas del gobernador Ribera y del padre Valdivia. Los indios recibieron   -43-   estos mensajes con gran altanería. Su natural suspicacia les hacía sospechar que si sus enemigos pensaban seriamente en suspender la guerra era por absoluta impotencia para proseguirla; pero siempre astutos y cavilosos, quisieron aprovechar aquella situación en favor de sus intereses. Así, mientras unos creían que ése era el momento oportuno para emprender operaciones decisivas que los libertasen para siempre de sus antiguos opresores, otros pensaban que por el disimulo y el engaño podrían sacar mayores ventajas. De estos últimos era Anganamón, uno de los caciques de la vecindad de Angol, enemigo implacable de los españoles y muy acreditado como guerrero entre los suyos. Pariente inmediato de Tureulipe, creyó que debía fingir que aceptaba la paz para obtener la libertad de éste64. No le fue difícil entrar en tratos con el padre Valdivia por medio de mensajeros ni hacer creer a éste que las tribus de Purén estaban determinadas a deponer las armas.

La credulidad del padre Valdivia rayaba en lo maravilloso. En Concepción había conferenciado con Tureulipe para hacerlo adherirse a la obra de la pacificación del reino; y este indio inquieto y turbulento, enemigo constante y encarnizado de los españoles, a trueque de recobrar su libertad, había protestado que nada deseaba tanto como volver a su tierra para cooperar a la paz, demostrando a los suyos las ventajas que les resultarían de aprovecharse de los propósitos generosos del rey de España. Fue inútil que Ribera y otros capitanes representasen al padre Valdivia el peligro que había en abrir las puertas de la prisión a un indio de esas condiciones. El padre visitador insistió en su parecer, hizo valer los poderes que le había conferido el virrey del Perú; y a fines de octubre salió de Concepción, llevando consigo a Tureulipe, para ir a negociar con el cacique Anganamón. Los tratos debían celebrarse en Paicaví, que era el fuerte más austral que los españoles tenían en la región de la costa. Allí los esperaba el sargento Meléndez, mediador en estas negociaciones.

El fuerte de Paicaví estaba situado en la orilla norte del río del mismo nombre y a corta distancia del mar. El 10 de noviembre se presentaron en la orilla opuesta. Anganamón y muchos otros indios de las tribus de Purén. A pesar de las representaciones de algunos capitanes que le manifestaban el peligro de fiarse en las promesas de esos bárbaros, el padre Valdivia pasó el río en una barca, seguido por unos cuantos hombres de su séquito. Allí se efectuó el canje de los prisioneros. Los indios entregaron al alférez don Alonso de Quesada y al soldado Juan de Torres, y recibieron al caudillo Tureulipe, que no cesaba de expresar sus deseos de ver establecida la paz, y al hijo de un cacique enemigo apresado hacía poco tiempo. El padre Valdivia aprovechó esta ocasión para conferenciar con los indios acerca de   -44-   la terminación de la guerra y para hacerles conocer las disposiciones que a este respecto acababa de dictar el Rey. Los indios se mostraron dispuestos a dejar las armas; pero expusieron que les era necesario ponerse de acuerdo con las tribus de la Imperial y de Villarrica para arribar a la pacificación del país. Ellos mismos se ofrecían a ir a entablar esas negociaciones, y a volver en poco tiempo más a Paicaví a perfeccionar la paz. El padre Valdivia expresó su deseo de que llevasen en su compañía a dos jesuitas para que éstos comenzasen la predicación religiosa y preparasen los ánimos de aquellas tribus en favor de los arreglos pacíficos; pero Anganamón y sus compañeros contestaron que sería mejor aplazar la entrada de los padres para cuando ellos volvieran a terminar el pacto que habían iniciado.

Durante estas negociaciones, el padre Valdivia tuvo motivos para desconfiar de la sinceridad de los indios. Con Anganamón había llegado a Paicaví un mestizo apellidado Cebes. Establecido hacía años en el territorio enemigo, había vendido una hija suya de pocos años a un cacique de Purén llamado Mancalicán, no por necesidad, sino para que éste pudiera canjearla por uno de los suyos que estaba en poder de los españoles, y venía en compañía de esa niña para recomendar que la llevasen a Santiago al lado de sus parientes. Cebes estaba resuelto a volver al territorio enemigo para sacar dos mujeres españolas que vivían bajo su protección; pero tuvo cuidado de informar al padre Valdivia que las declaraciones pacíficas de los indios eran un simple engaño, contra el cual era necesario estar prevenido. Bajo la impresión de sus ilusiones, el padre visitador trató de embustero a ese infeliz mestizo y lo despidió con la mayor aspereza sin querer prestar crédito a sus avisos y consejos65. Al dar la vuelta al norte para reunirse con el Gobernador, el padre Valdivia parecía profundamente convencido de que la pacificación definitiva de todo el país no podía tardar mucho tiempo.




4. Celebra el padre Valdivia un aparatoso parlamento con los indios en Paicaví, y cree afianzada la paz

Ribera, entretanto, había salido de Concepción y trasladádose a la plaza de Arauco para dar cumplimiento a las órdenes del virrey del Perú respecto de la línea de fronteras que se le mandaba fijar y del abandono de los fuertes que debían demolerse. Aunque en junio anterior el padre Valdivia, bajo las amenazas de los indios de Catirai, había prometido a éstos despoblar el fuerte de San Jerónimo, situado sobre las orillas del Biobío, era cosa resuelta dejarlo en pie66. Pero se creía necesario tomar una determinación acerca de los otros que el Virrey mandaba destruir.

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El 22 de noviembre celebró el Gobernador una junta de guerra. Concurrieron a ella el padre Valdivia y los capitanes más caracterizados del ejército67. Esos viejos soldados que sabían por una larga y dolorosa experiencia cuanta desconfianza debían inspirar las paces que ofrecían los indios, teniendo que aconsejar alguna determinación, se hallaban perplejos entre los dictados de su conciencia y las órdenes terminantes del Virrey. Hubo, por lo tanto, gran divergencia de pareceres, pero la opinión de la mayoría fue que se despoblase el fuerte de Angol, situado en el valle central a mucha distancia de los otros fuertes del Biobío, y que se hacía innecesario si se había de renunciar al pensamiento de seguir avanzando la conquista del territorio enemigo. Por lo que toca al fuerte de Paicaví, que también mandaba destruir el virrey del Perú, se resolvió que se demorase su despoblación hasta no conocer el resultado de las negociaciones de paz entabladas por el padre Valdivia. Aprobado este acuerdo, el Gobernador, el padre visitador y muchos de esos capitanes se trasladaron a Paicaví el 26 de noviembre con la mayor parte del ejército, para asistir a la junta que debían celebrar con los indios de guerra.

En el camino recibieron noticias diversas y contradictorias acerca de las disposiciones del enemigo. Mientras algunos mensajeros anunciaban que las tribus del interior querían la paz, otros referían que tales o cuales caciques hacían aprestos bélicos. No era difícil percibir que reinaba gran inquietud entre los indios; pero si los capitanes creían descubrir en ella un indicio de traición, el padre Valdivia, por su parte, parecía persuadirse más y más de que sus trabajos comenzaban a dar los frutos que esperaba. Durante la marcha, se apersonó a Ribera un indio mensajero de Anganamón. Refería en nombre de éste que mientras andaba en tratos para celebrar la paz con los españoles, se habían fugado de su casa dos de sus mujeres, una de ellas española y la otra india, llevándose cada cual una hija, y que habían ido a asilarse al fuerte de Paicaví. Anganamón reclamaba que se le entregasen las dos niñas y la india, pero «no pedía a la española, refiere el mismo Ribera, porque no le parecía justo que se la diesen». El Gobernador le hizo contestar que dijera a Anganamón «que viniese a tratar de la paz y a darla como tenía prometido, y que toda la comodidad que pudiese se le haría»68.

Habiendo llegado a Paicaví, los expedicionarios asentaron su campo para tratar de las paces. Se pasaron, sin embargo, algunos días sin que se presentara un solo indio. Mientras tanto, las mujeres de Anganamón y otras personas que poco antes habían salido del territorio enemigo, no cesaban de repetir que por más pacíficas que fuesen las protestas de las tribus del interior, no debía abrigarse ninguna confianza en ellas. Por fin, el viernes 7 de diciembre, como a las tres de la tarde, se avistaron en la orilla opuesta del río setenta indios de a pie que marchaban ordenadamente, precedidos por otros tres de a caballo que tenían en sus manos grandes ramas de canelo, drimys chilensis, en señal de paz. Los que se llamaban   -46-   jefes entre ellos, llevaban «bonetes redondos en las cabezas, y encima de las camisetas unas yerbas de la mar que llaman cochayuyos colgando muchas por delante y por detrás a manera de borlas y dalmáticas, las cuales son insignias que solamente usan en tiempo de paz y quietud»69. Todos los indios pasaron el río en las embarcaciones que tenían los españoles y penetraron en el fuerte ceremoniosamente y en son de amigos.

Desde luego debió llamar la atención de los españoles un hecho bastante significativo. Aunque se anunciaba que entre esos indios venían numerosos caciques y jefes de tribus, no se presentaba uno solo de los que habían adquirido algún renombre en la guerra, como Pelantaró, Ainaviló, Anganamón y Tureulipe. Sin duda, esta circunstancia hizo nacer fuertes sospechas en el ánimo de muchos de los capitanes; pero el padre Valdivia se mantuvo incontrastable en sus ilusiones, y el Gobernador tuvo que ceder a sus exigencias. En la misma tarde se dio principio a un aparatoso parlamento. Ribera comenzó por abrazar uno a uno a todos los indios que se hallaban reunidos; y cuando éstos hubieron tomado de nuevo sus asientos, un cacique viejo llamado Utablame comenzó uno de esos largos y fatigosos discursos a que eran tan aficionados esos bárbaros. Después de protestar difusamente los propósitos pacíficos de las tribus que representaba, Utablame pidió la despoblación del fuerte de Paicaví, y ofreció llevar al interior a los padres jesuitas que se confiasen a su cuidado para que hicieran conocer las disposiciones dictadas por el rey de España. Después de las contestaciones del Gobernador y del padre Valdivia, destinadas ambas a confirmar a los indios en aquellos propósitos, dieron éstos por terminada aquella primera conferencia, y se separaron ceremoniosamente también, entonando un canto de paz que nadie pudo entender.

Aquella noche debió ser de gran inquietud en el campo español. Sin duda alguna, los capitanes que sabían por una larga experiencia lo que importaban las paces que ofrecían los indios, se resistían a acceder a lo que éstos pedían. El padre Valdivia, por su parte, pasó algunas horas de la noche en oración para que Dios le inspirase la resolución que había de tomar. Al amanecer del día siguiente, se manifestó mucho más determinado. En la conferencia que celebró ese día (8 de diciembre) anunció a los indios que estaba resuelta la demolición inmediata del fuerte de Paicaví; que se les entregarían dos padres para que fuesen a predicar la paz y que podían anunciar a Anganamón que en cuanto fuera posible se atendería su reclamación respecto a la devolución de sus mujeres. Siguiéronse todas las ceremonias de estilo para la celebración de la paz. Los indios quedaron todo el día en aquel sitio en medio de las fiestas con que se festejaba el pacto. El padre Valdivia mandó que se les repartiesen abundantes provisiones y algunos otros obsequios. Para demostrarles la sinceridad de los ofrecimientos que se les habían hecho, en esa misma tarde se dio principio a la demolición del fuerte de Paicaví70.

Mientras tanto, sobraban motivos para desconfiar de la utilidad y de la eficacia de aquellos tratados. Aun, suponiendo que los indios que habían acudido a Paicaví tuvieran un   -47-   propósito serio de hacer la paz, su acción no podía ejercer una influencia medianamente decisiva en la terminación de la guerra. Como lo hemos dicho tantas veces, aquellas tribus no tenían cohesión de nacionalidad ni un centro de autoridad que fuera medianamente respetado por todas ellas. Así, pues, la paz que ofrecieran algunos caciques, aparte de que podía ser como tantas veces un simple engaño para que se les dejara hacer sus cosechas, no obligaba a las otras tribus ni ponía suspensión a sus hostilidades. En efecto, en esa misma noche del 8 de diciembre, recibió Ribera comunicaciones que le anunciaban que en Catirai los indios de guerra seguían haciendo las correrías de costumbre, y que había sido necesario reprimirlos enérgicamente. Por eso el Gobernador y sus capitanes, que conocían las condiciones y el estado social de los indios mucho mejor que el rey de España, que el virrey del Perú y que los padres jesuitas, no tenían fe alguna en aquellas paces; pero estaban obligados a obedecer las órdenes superiores que habían recibido. «Aunque yo veía que todo era engaño, dice el mismo Ribera, no pude dejar de hacerlo porque generalmente decía todo el campo (el ejército) que si no despoblaba el fuerte habían de decir que aquello había sido la causa para que los enemigos no dieran la paz»71. El padre Valdivia estaba revestido de tan amplios poderes, tenía tanta injerencia en los negocios de guerra y de gobierno, que no era posible dejar de respetar sus determinaciones.




5. Contra las representaciones de los capitanes españoles, envía tres padres jesuitas al territorio enemigo, y son inhumanamente asesinados

En la mañana del 9 de diciembre volvieron a sus tierras los indios que habían acudido al parlamento de Paicaví. El padre Valdivia había resuelto que con ellos partieran dos jesuitas, y su elección había recaído en los padres Martín Aranda y Horacio Vechi, que gozaban entre los suyos de gran reputación de virtud y de celo particular por la conversión de los indios, y que hablaban, además, el idioma de éstos72. Debía acompañarlos también un hermano coadjutor   -48-   llamado Diego de Montalván. Esta resolución hija de la más temeraria ceguera, fue combatida ardorosamente por el Gobernador y por todos sus capitanes. «La entrada de los padres fue contra la voluntad de todo el campo, dice Ribera, y no hubo hombre que no les tuviese lástima. El haber enviado a esos padres, es negocio que corre sólo por cuenta del padre Valdivia, como Vuestra Excelencia lo verá por las copias de sus cartas que envío, donde claramente dice que obedece a impulsos del Espíritu Santo, y a las órdenes de su provincial. Y si yo me opusiera a esto, dijera el padre Luis de Valdivia que yo impedía la paz y que sólo quería seguir mi opinión. Se le dieron todas las razones, sin lo que él vio por sus ojos y oyó a los indios y a las mujeres de Anganamón, y todo no fue parte para que dejara de enviar los padres, fundado en las razones que Vuestra Excelencia verá en sus cartas»73. El padre Valdivia, en efecto, estaba persuadido de que obedecía a un mandato del cielo, y usaba, además, de las amplias facultades que le dio el Virrey. Un pobre indio llamado Carampangue, que venía del territorio enemigo, se acercó al padre visitador y delante de muchas otras personas le dijo que entrando los padres en ese territorio los habían de matar los indios, porque tal era su determinación. Pero, el padre Valdivia, lejos de darle crédito, lo trató con la mayor aspereza y lo amenazó con la pena de horca. «Padre, contestó Carampangue, aquí me tienes, ponme en prisión, y si entrando los padres en tierra de enemigos no los mataren luego, córtame la   -49-   cabeza»74. Nada pudo disuadir de su propósito al iluso jesuita. «El día 9 de diciembre, dedicado a la gloriosa virgen Santa Leocadia, dice él mismo, ordené en el nombre del señor a los padres arriba nombrados, se partiesen con Utablame y los demás caciques. Tomaron esta obediencia con un gozo grande interior y exterior, y habiendo dicho misa se partieron. Mi gozo era mezclado de dolor de no acompañarles a tal jornada, y de apartarme de ellos y de quedar solo, y de que las cosas universales de este reino me tuviesen tan impedido a la obra más propia mía, y de mí más deseada. Pero consolome de que tales hijos de la Compañía de Jesús fuesen los primeros granos de la semilla que sembraba en Purén para obtener de ellos el fruto que se espera. Acompañolos el señor presidente con lo más de la caballería de este ejército hasta el vado del río, donde se quedó mirándolos hasta que desaparecieron, habiéndoles tomado a encargar mucho a los caciques, y mandado que la infantería disparase dos cargas para festejar y honrar a los caciques a la despedida. Y yo pasé el río de la otra parte de ellos, y queriendo comenzar a encargárselos mucho a los caciques, me atajó Utablame diciéndome: 'No me digas nada, padre mío, que me avergüenzas. Ya sé lo que quieres decirme. Estos padres llevo en mi corazón y son mi corazón en serlo tuyo. No te dé cuidado que yo me encargo de ellos y te los volveré a Lebu o a la Concepción como van, que ya no hay quién los ofenda a donde van'. Con esto los abracé muy apretadamente y recibí de ellos su bendición»75.

Pero el padre Valdivia no es el único responsable de esta absurda determinación. Había sido aconsejada desde Santiago por el provincial de la Compañía, y acogida con entusiasmo por los mismos padres que iban a exponer sus vidas en la empresa más inútil e infructuosa que pudieran acometer. Todos ellos parecían persuadidos de que aquella resolución era inspirada por el mismo Dios; y en corroboración de este concepto, señalaban ciertas coincidencias naturales en las cuales pretendían hallar una indicación evidente de la Providencia. «Hay en esto, escribía dos meses después el padre provincial Diego de Torres, una cosa maravillosa, y es que al mismo tiempo que Nuestro Señor movió con tanta eficacia al padre Valdivia para que enviase los padres que he dicho, en este mismo me he sentido movido interiormente a lo mismo, y que fuesen los mismos padres que él tenía señalados; y encomendándolo a Nuestro Señor, se lo escribí y las razones que me movían para ello que eran las mismas que le movieron al padre76... Éste me contestó estas palabras: 'La orden de Vuestra Reverencia está obedecida antes de mandada, porque la voz de Vuestra Reverencia, como que es de Dios, llega a mis oídos antes que salga de su boca, que parece que nos oímos y entendemos como ángeles, por los corazones en todo...'. Es verdaderamente de gran admiración que el mismo día 9 de   -50-   diciembre que en Paicaví determinó el padre Valdivia que entrasen los padres, yo junté a los padres y hermanos de este colegio de Santiago y les traté de la mucha necesidad que había de encomendar a Nuestro Señor muy de veras el negocio de las paces con los indios... Y, aunque con mucho fervor por los fines dichos habían ofrecido a Nuestro Señor ciento y dos misas, quinientas disciplinas, doscientos setenta días de cilicio, muchos rosarios, ayunos y horas de oración, de nuevo, por la necesidad presente se ofrecieron muchas ofertas»77 Este hábito de ver y de esperar en todo la intervención de un poder sobrenatural, había perturbado el criterio de esos hombres, e iba a producir las más funestas consecuencias.

Después de la partida de los padres, Ribera quedó con su ejército tres días en Paicaví ocupado en la demolición del fuerte. Los españoles tenían allí dos embarcaciones para el paso del río. Debiendo abandonar esos lugares, quisieron sacar aquellos barcos y llevarlos a la isla de Santa María, pero no fue posible ejecutar esa operación. Tratábase de entregarlos a las llamas; pero por indicación del padre Valdivia se resolvió, en una junta de guerra, dejarlos a los indios, dando el más grande de ellos a Utablame, «para que se entienda que se hace más confianza de la paz que han dado»78. Después de esto, el Gobernador se retiró con la mayor parte de sus tropas a la plaza de Arauco. El padre Valdivia se quedó en el fuerte de Lebu, que después de la destrucción del de Paicaví pasaba a ser el más avanzado en la nueva línea de frontera. Su primer cuidado fue escribir allí una prolija relación de todos los sucesos que acabamos de referir, para que en Concepción, en Santiago, en Lima y en España se conociesen las grandes ventajas alcanzadas por sus esfuerzos para llegar a la completa pacificación del reino79.

Mientras tanto, los indios de Utablame se habían dirigido a la comarca de Elicura, en las faldas occidentales de la cordillera de la Costa. Durante los primeros días de marcha todo se pasó en la mayor tranquilidad. Los padres jesuitas que iban con los indios, pudieron escribir a Lebu llenos de satisfacción por el buen recibimiento que se les hacía y por el arribo de otros indios que se decían mensajeros de las tribus vecinas, y que parecían dispuestos a dar la paz. «El contento que todos tienen de vernos en su tierra, escribían los padres, es increíble, y no lo saben explicar. Un espía que aquí hay, nos dice que toda la tierra está buena, que ya no hay persona de consideración que contradiga esta paz y asiento de la tierra, porque ya están todos desengañados que no hay fraude ninguno de nuestra parte, que es lo que se temían. Mañana acabarán de mandar mensajeros a toda la tierra. Todos están conjurados a perder las vidas en nuestra ayuda hasta ponemos en donde les dijéramos. Todo va hasta ahora muy bien, y esperamos en Nuestro Señor dará muy buenos fines»80.

Aquel contento de los bárbaros, aquel ir y venir de mensajeros, que los padres creían un signo de paz, eran, por el contrario, los aprestos para ejecutar un acto de la más feroz perfidia. En la tarde del 14 de diciembre, habiéndose reunido ya bastante gente, los indios hicieron alto cerca de las orillas del lago de Lanalhue, y pasaron la noche seguramente en una de   -51-   esas fiestas a que eran tan aficionados. En la mañana siguiente (15 de diciembre)81 llegaron al campamento muchos indios de Purén, y entre ellos los arrogantes caudillos Anganamón, Tureulipe y Ainavilu. No se hizo esperar largo tiempo la consumación del crimen que aquellos salvajes tenían preparado. Los tres padres jesuitas fueron despojados de sus vestidos y llevados a un sitio abierto y despejado dando los piqueros pudieran esgrimir cómodamente sus armas. Allí fueron alanceados inhumanamente. El padre Aranda recibió, además, un macanazo en la cabeza que, sin duda, acabó de quitarle la vida. Sus cuerpos, desnudos y cubiertos de heridas, fueron dejados en el campo. Después de esta matanza tan pérfida como brutal, los indios se dispersaron en todas direcciones para sustraerse a la persecución de los españoles que debían creer inevitable.

La historia no puede consignar más pormenores acerca de la manera como se ejecutó este inicuo asesinato. No fue presenciado por ninguna persona que tuviera deseo o interés de referir la verdad. Los cronistas de la Compañía de Jesús han contado la muerte de aquellos desgraciados religiosos con accidentes diversos que no puede aceptar el más grosero sentido común. Han referido que los padres desplegaron un valor heroico, que acribillados de golpes y de heridas predicaban a sus verdugos las verdades del evangelio; y que después de que los indios les arrancaron los corazones para comérselos a bocados, ellos siguieron «todavía predicándoles el evangelio por espacio de un cuarto de hora»82. Según los informes que las autoridades españolas recogieron, las cosas habían pasado de muy distinta manera. Los padres «rogaron con muchas veras y lágrimas que no los matasen, representando a los indios la poca gloria que ganaban en dar muerte a tres hombres rendidos y desarmados, y que por bien de ellos habían ido a ponerse en sus manos»83.




6. Los indios continúan la guerra por varias partes

El padre Valdivia permanecía entretanto en el fuerte de Lebu. Desde allí había enviado a un indio llamado Cayumari a llevar una carta para los padres Aranda y Vechi. El 16 de diciembre a mediodía, ese emisario estaba de vuelta en Lebu y refería la tragedia que el día anterior había tenido lugar en Elicura. Había hallado los cadáveres de los padres, desnudos y cubiertos de heridas, y contaba que por dos indios «supo cómo ayer de mañana, a las nueve   -52-   (15 de diciembre), vino una gran junta de enemigos a dar en Elicura, y mataron a nuestros tres padres y otros caciques de Elicura, llevándoles sus mujeres y chusmas y que pelearon con los de Purén a la vuelta. Y los de Purén despojaron a muchos de ellos quitándoles las armas y vestidos. Y han sentido mucho los de Purén esta maldad, y que están a punto de estar de parte de los españoles, y que entrando el campo nuestro en Purén ayudaran con toda su gente. Y que Ainavilu, Tureulipe y Anganamón habían traído esta junta, y para ello habían engañado a los de Elicura»84. Esta relación de Cayumari estaba artificiosamente dispuesta para justificar no sólo a los indios de Elicura sino, también, a los de Purén, y para incitar a los españoles a penetrar en los valles del interior donde se les decía que hallarían por auxiliares a sus más obstinados enemigos. El padre Valdivia, sin embargo, dio entero crédito a estas falaces explicaciones. Inmediatamente las comunicó a Ribera, pidiéndole que sin tardanza saliera con sus tropas a expedicionar al territorio enemigo. «Vamos, decía, por estos santos cuerpos por el modo que más convenga, porque agradado Nuestro Señor del sacrificio que estos santos padres han hecho a su divina majestad, los ha de castigar con su poderosa mano o ha de mudar los ánimos de estos bárbaros... Mucho conviene, le decía al concluir su carta, que entre Vuestra Señoría luego a ganar de su parte a Elicura antes que los enemigos lo ganen para sí; y si fuere tiempo para hacer un fuerte, hágase donde mejor pareciere»85.

Alonso de Ribera se hallaba entonces, como sabemos, en la plaza de Arauco. Él y sus capitanes estaban muy recelosos sobre la actitud de los indios, porque sobraban motivos para esperar un levantamiento general, aun en las provincias que estaban de paz. Después de la celebración del parlamento de Paicaví, habían huido muchos indios amigos, de tal suerte que los españoles habían tenido grandes dificultades para transportar sus bagajes a la vuelta. Cada día llegaba a su campo alguna noticia alarmante, robos de caballos, muerte de algunos sirvientes, o correrías y depredaciones ejercidas en las cercanías. En esa situación, llegó a Arauco, en la tarde del mismo día 16 de diciembre, la carta del padre Valdivia. Las graves noticias que ella comunicaba, vinieron a confirmar los recelos del Gobernador y de sus compañeros.

El siguiente día, 17 de diciembre, se celebró una junta de guerra. Ribera leyó a sus capitanes la carta del padre Valdivia y les pidió que dieran sus pareceres sobre lo que debería hacerse. «Se ha declarado y echado de ver, dijo el maestre de campo Núñez de Pineda, que todo lo que los indios han tratado ha sido debajo de fraude, cautelas y traiciones, y se presume que lo serán las que de aquí en adelante trataren; y no es necesario particularizar las muchas que han hecho en treinta años que ha que los conozco, además de lo que la experiencia enseña». Su opinión era que el Gobernador debía tomar todas las precauciones militares para la defensa de los fuertes y de los indios de paz. La entrada del Gobernador a Elicura, en esas circunstancias, y sin haber reunido más tropas para la guarnición de Arauco y de Lebu, daría origen al levantamiento de los indios de estos lugares, y a una conflagración   -53-   general. El parecer de los otros capitanes, fundado en razones análogas, fue también contrario a la expedición que pedía el padre Valdivia86. En consecuencia, el Gobernador quedó con su ejército en Arauco; pero impartió las órdenes convenientes para reforzar las guarniciones de los fuertes y para mantener la más estricta vigilancia. El padre Valdivia, por su parte, pagando valiosos premios a algunos indios amigos, hizo recoger por ellos los cadáveres de los jesuitas asesinados en Elicura, y los sepultó en Lebu en medio de las más pomposas ceremonias que fue posible organizar. Más tarde fueron trasladados a Concepción, y conservados como reliquias de santos en la iglesia de la Compañía de esa ciudad.

Pero, por más resuelto que estuviese el Gobernador a mantenerse a la defensiva, la actitud de los indios de guerra, sus audaces provocaciones y las correrías que comenzaron a hacer inmediatamente, debían obligarlo a entrar de nuevo en campaña. El mismo padre Valdivia, a pesar de su fe inquebrantable en las ventajas del sistema de guerra que defendía, y de sus ilusiones en los beneficios alcanzados en favor de la pacificación, ha consignado los hechos que revelan la inutilidad de sus trabajos y de sus esfuerzos. «Convocaron luego los enemigos, dice, una gran junta para venir a hacer mal a los indios de Catirai y de Arauco porque nos habían dado la paz. La junta que vino de toda la tierra de guerra se dividió en dos tropas. La una de 700 indios vino a dar en Arauco; pero quiso Nuestro Señor que a la sazón que ellos habían de dar en Longonaval, se situó nuestro campo allí, sin saber unos de otros, y al amanecer, cuando acometieron, salió nuestro campo y los desbarató, y les mató cincuenta gandules y les quitó cincuenta caballos ensillados y enfrenados, y les quitó más de cien piezas (personas) de indios y de indias que se llevaban, si bien es verdad que antes que nuestro campo acometiera habían ya muerto quince indios amigos que estaban descuidados, y se llevaron otras piezas de mujeres y muchachos, que por todos, muertos y vivos, fueron noventa y seis, y nosotros les cogimos seis vivos, de quien tuvimos lengua de todo lo que convino saber. Este caso pasó en mi presencia87. La otra tropa dio en el fuerte de los Lobos (del lado de Catirai) y se llevó cuatro indios y doce caballos, en la cual refriega no hubo muerte de español alguno. Pocos días antes de esta junta, y después, han venido algunas tropas pequeñas de treinta indios, y de a doce, y dado por seis veces en diversas partes y llevádose dos o cuatro o seis indias, que hallaron en sus sementeras, de las cuales se han vuelto algunas; y algunos ladrones que entran con sutileza a hurtamos nuestros caballos»88. Así, pues, la guerra defensiva, y las aparatosas proposiciones de paz, no habían producido otro fruto que envalentonar a los indios y hacer más difícil y precaria la situación de la frontera.



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7. El gobernador Ribera, autorizado por el padre Valdivia, emprende una compañía contra Purén

Ribera, entretanto, dejando a su maestre de campo Núñez de Pineda el cuidado de defender los fuertes de Arauco y de Lebu, se había trasladado a Concepción para atender al resguardo de la frontera del Biobío amagada también por la guerra. Los clamores incesantes de los indios de paz le inquietaban sobremanera. En efecto, los bárbaros de Purén atacaban sin descanso a las tribus indígenas que vivían tranquilas cerca de los fuertes, les quemaban sus chozas, les destruían sus sembrados, les robaban sus mujeres y sus hijos y creaban una situación que hacía imposible el conservar algún orden. El mismo padre Valdivia, penetrado del peligro que corría la conservación de la paz entre esas tribus, pasó también al norte del Biobío para conferenciar con el Gobernador, y buscar algún remedio contra aquel estado de cosas.

Celebrose con este motivo el 14 de febrero de 1613 una junta de guerra en la estancia del rey que con el nombre de Buena Esperanza tenían planteada los españoles en el distrito de Huilquilemu, un poco al sur de Yumbel. El Gobernador, acompañado por el padre Valdivia, recordó a sus capitanes las órdenes terminantes del virrey del Perú para poner término a las hostilidades contra los indios y reducir la guerra a puramente defensiva; pero les pidió sus pareceres acerca de cómo se debían aplicar esas reglas en aquellas circunstancias. «En caso que los indios de guerra, decían las providencias del Virrey, hicieren algún acometimiento y entraren con mano armada en la tierra de paz, tan solamente se les ha de ofender y seguir hasta echarlos de aquellas fronteras y reducciones, y luego cese el alcance por mayores que sean los daños recibidos, porque el volver a la guerra ofensiva no ha de haber lugar ni poder alguno que la haga comience ni intente sin licencia de Su Majestad o nuestra en su nombre». Esta disposición prohibía, pues, terminantemente expedicionar el territorio enemigo. Pero en la junta de guerra, con el acuerdo de todos los capitanes, y con la aprobación del padre Valdivia, se resolvió autorizar a los indios amigos a entrar en campaña contra los bárbaros de Purén, debiendo acompañarlos el ejército español como auxiliar, «lo cual juzgaron todos, dice el acuerdo, ser meramente guerra defensiva, y que no se hace por otro fin sino por la defensa y conservación de los dichos indios amigos, conforme a la voluntad de Su Majestad. Pareció a todos se tome este medio por esta vez, y que se defiendan estos indios, y que esta entrada se puede hacer hasta toda la aillaregua de Purén, que son las primeras fronteras del enemigo; y que si el enemigo viniera a Lebu, se le pueda seguir hasta Tirúa, que es una jornada larga»89.

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Autorizada así por el padre Valdivia, y mediante este curioso expediente, la expedición contra el territorio enemigo, el gobernador Ribera terminó rápidamente los aspectos para una campaña semejante a las que se hacían antes de decretarse la guerra defensiva. Veamos cómo la cuenta el mismo Gobernador. «A 23 de febrero (1613), dice, pasé el río de Biobío con el campo (ejército) de Vuestra Majestad para entrar en Purén y su provincia, donde hice los mayores daños al enemigo; y fueran mayores, mediante Dios, si salieran a pelear como lo han hecho los años pasados. Quitóseles mucha comida, y matáronse algunos indios, aunque pocos, y se prendieron cincuenta niños y mujeres, y se les tomaron algunos caballos y quemáronse muchos ranchos. De nuestra parte se perdió un español que sin mi orden se fue a comer uvas a las viñas de Angol, donde acertaron a estar unos indios emboscados y lo mataron. Fue esta jornada de gran consideración para animar a nuestra gente que estaba muy acobardada, y desanimar los enemigos y darles a entender que tiene Vuestra Majestad fuerza para castigar sus excesos, porque tenían muy creído que por falta de ellas se les ofrecían los medios que trajo el padre Luis de Valdivia. Y no solamente entendían esto los enemigos, sino los amigos también; y cuando se juntaron los de Arauco para hacer esta entrada, que estaban determinados a hacerla sin nuestra ayuda, dijo un cacique llamado Ipangui a los demás, que no pedían ayuda a los españoles porque nos sentían muy llenos de miedo; y de todo esto se han desengañado, y cada día lo estarán más»90.

Pero esta corta campaña no mejoraba considerablemente la situación creada por la guerra defensiva. «Se sabe por experiencia en este reino, decía Ribera en esa misma carta, trazando el cuadro de aquel estado de cosas, que donde no hay población de españoles, no hay paz, y que todo lo que se ha despoblado está de guerra y de lo que se ha sustentado con poblaciones y fuertes, tiene paz. Y esto se ha echado muy bien de ver el año pasado por la despoblación de Paicaví, que luego que se quitó, los pocos indios que estaban en la provincia de Tucapel se han aunado con el enemigo para hurtarnos lo que han podido; y los de Elicura, que también estaban medio de paz, están también de guerra, y las aillareguas vecinas hasta Tirúa, que también nos daban la paz mediante aquel fuerte, después que se quitó y como no se entra en su tierra, nos han venido a maloquear los indios amigos; y no es mucho que se hayan levantado habiéndoles quitado dicho fuerte, porque no pueden sustentar la paz, aunque ellos quieran, quedando desamparados de nuestras fuerzas y sujetas a las del enemigo, y necesitados a unirse con ellos, además que todos son unos y nos tienen una propia voluntad». Así, pues, el nuevo sistema de guerra, sin propender a la pacificación del país, y antes por el contrario estimulando las hostilidades de los indios, no había conseguido otra cosa que hacer retroceder algunas leguas la línea de frontera.



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8. Desprestigio en que cayó la guerra defensiva entre los pobladores de Chile: los cabildos envían procuradores al Rey para pedirle la derogación de sus últimas ordenanzas

Un año escaso llevaba de planteada la guerra defensiva, y ya había caído en el mayor desprestigio. Acogidas con desconfianza y hasta con resistencia por casi todos los pobladores de Chile, las órdenes del Rey habían sido, sin embargo, cumplidas con mucha puntualidad en la forma en que las comprendía el padre Valdivia. Nadie se había atrevido a desobedecer los mandatos de éste, hasta el punto que el impetuoso gobernador Ribera, y los capitanes que servían a sus órdenes, aun conociendo los errores que se cometían y que ellos no podían impedir, se habían convertido, por espíritu de obediencia al soberano, en ejecutores de un sistema que desaprobaban. Pero los primeros resultados de este ensayo eran de tal manera desastrosos, que por todas partes se hicieron oír las más violentas quejas, y las más ardorosas acusaciones contra los sostenedores de aquella reforma inconsulta.

El padre Valdivia estaba obligado a justificar su conducta ante el Rey, y a explicar las causas del mal resultado de sus trabajos y de la guerra defensiva. En sus comunicaciones, y en las cartas que escribían los otros jesuitas, atribuían el origen de todos los contratiempos a la fuga de las mujeres de Anganamón. Este caudillo, se decía, estaba dispuesto a dar la paz; pero después de ese accidente, se había enfurecido, y volviendo sobre sus pasos, se convirtió en el más encarnizado enemigo de los españoles y en el jefe de la resistencia. Los cronistas de la Compañía, repitiendo estas mismas explicaciones, han hecho de Anganamón, que no era más que uno de los tantos caciques rebeldes, un soberano revestido de una gran autoridad entre los suyos, y el árbitro de la paz y de la guerra91. El gobernador Ribera,   -57-   mirando las cosas con ojos menos preocupados, y juzgando aquellos negocios con su criterio seguro y con el conocimiento exacto que tenía de los indios, los explicaba de muy distinta manera. «Podrá ser que hayan informado a Vuestra Majestad, escribía con este motivo, que el no haber querido entregar las mujeres de Anganamón fue parte para que los indios matasen a los padres y no diesen la paz. Como dije a Vuestra Majestad, las mujeres de Anganamón, que son una española y una india, se le huyeron y vinieron al fuerte de Paicaví, donde las hallé... Después de esto, algunos días, entraron los padres y los mataron, y es cosa llana que si dependiera solamente de Anganamón su muerte, que hiciera paz para cobrar a sus mujeres en trueque de ellos. Pero como era trato general de toda la tierra el matarlos, no pudiera Anganamón hacer menos de venir en ello. Ni tampoco es Anganamón parte para que los demás den la paz, porque hay muchos caciques que mandan tanto como él, y más, que son más ricos y poderosos; demás de que consta con evidencia no haber sido éste el inconveniente de no dar la paz, pues se sabe que tenían tratado los indios de guerra de procurar coger allá los padres para matarlos antes que las mujeres se viniesen»92. Tal era también la opinión que acerca del desenvolvimiento de estos sucesos se habían formado todos los capitanes del ejército.

La muerte de los tres padres jesuitas había causado una profunda impresión en todo el reino. Se acusaba al padre Valdivia de haberlos sacrificado temerariamente por no querer oír los consejos de los hombres más experimentados, y por seguir sólo las inspiraciones de su propia obstinación. Mientras tanto, el mismo padre Valdivia y los otros jesuitas querían revestir la muerte de esos padres de un carácter sobrenatural, presentándola como un glorioso martirio sufrido por la causa de la fe. Contábase al efecto que el padre Horacio Vechi había dicho muchas veces «que no se convertirían aquellos gentiles hasta que se regase aquella tierra con sangre de mártires, y que él deseaba ser el primero, y que el padre Aranda había profetizado su muerte»93. Referíase que el día en que fueron asesinados, se vieron tres soles en Elicura, «que significaron sus tres almas gloriosas»94. El sacrificio de esos tres religiosos había sido revelado por una visión maravillosa, a la misma hora a que tuvo lugar, a un padre jesuita del colegio de Córdoba de Tucumán95. Decíase, como hemos referido, que a pesar de que los bárbaros les arrancaron el corazón, los padres Aranda y Vechi habían seguido predicando por un cuarto de hora96. Después de su muerte, los ángeles del cielo   -58-   habían bajado a la tierra para velar por sus cadáveres, y al efecto los cubrieron de ramas de árboles97. Esos cadáveres, se decía, habían sido preservados milagrosamente de la voracidad de las aves de rapiña y hasta de las picaduras de los tábanos y de las moscas98. Por último, contábase que poco después de su muerte, los padres «se aparecieron gloriosos en Chile al venerable padre Agustín de Villaza, vestidos de la preciosa púrpura de su sangre en el trono de Dios la primera vez, y la segunda sus almas bañadas de gloria inexplicable»99. No era posible revestir con circunstancias más extraordinarias y maravillosas aquel desgraciado acontecimiento.

La población de origen español que entonces había en Chile, estaba perfectamente preparada para dejarse dominar por este género de piadosas invenciones. Sin embargo, en esta ocasión, aunque sintiendo vivamente la muerte de aquellos religiosos, de que, como ya dijimos, se hacía responsable al padre Valdivia, todos recibieron con desconfianza y hasta con burla aquellos pretendidos milagros. El padre provincial Diego de Torres, empleando el estilo peculiar, y la aparente y artificiosa resignación que se usaba en los documentos de esa clase, refiere que sabiendo el demonio que los jesuitas eran sus más poderosos enemigos, se armó «contra los que lo querían echar de su antigua posesión, tomando todos los medios que pudo para hacerse fuerte, y desacreditando a los que él tiene por tan contrarios. Decir, añade, todo lo que ha pasado, sería materia de una larga razón, y sacaría cosas que a nuestra modestia está bien callarlas. Pero dejar de decir algo no lo tengo por conveniente. Y así digo en suma que Nuestro Señor nos ha hecho merced desde el principio, y más particularmente de diez meses a esta parte, de ponemos por blanco de todos, como lo hemos sido de cuantas conversaciones, corrillos y juntas se han hecho, diciendo en ellas que nos habían de echar de este reino como de Venecia, y mostrando a las veces su sentimiento al pasar algunos de nosotros por la plaza y calles. Creció esto tanto que no paró hasta los púlpitos, tocando en particular en el padre Valdivia»100. En efecto, a pesar de las penas decretadas por el Gobernador contra los que se atrevieran a censurar las medidas que tomaba el padre visitador para organizar la guerra defensiva, el descontento público se hacía sentir por todas partes sin que nada pudiera contener sus manifestaciones.

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Pero estas alarmas y esta general inquietud, no eran producidas solamente por los malos efectos de la guerra defensiva. Había en ellas algo mucho menos elevado que el interés público. Se trataba entonces también de dar cumplimiento a las reales cédulas que suprimían el servicio personal de los indígenas, medida que como sabemos, habían resistido siempre con gran ardor los encomenderos, persuadidos de que, dejándolos sin trabajadores para sus campos, iba a traerles la ruina de sus fortunas. Antes de esa época habían conseguido aplazar la ejecución de aquellas disposiciones; pero ahora parecía mucho más difícil dejar de darles cumplimiento. En virtud de las órdenes del Rey y de las instrucciones del virrey del Perú, el padre Valdivia en el obispado de Concepción, y el licenciado Hernando de Machado, fiscal de la Real Audiencia, en el de Santiago, habían visitado las encomiendas y los pueblos de indios para preparar la planteación más o menos inmediata de esta reforma. Estos primeros trabajos produjeron una gran excitación entre todos los que temían verse próximos a la pérdida de su posición y de sus bienes.

En esas circunstancias se creyó que era necesario recurrir al Rey para darle cuenta de lo que pasaba, para pedirle la cesación de la guerra defensiva y la suspensión o modificación de las ordenanzas relativas al servicio personal de los indígenas. Muchos capitanes, funcionarios o vecinos de prestigio, escribieron extensos memoriales para representar a la Corte los inconvenientes que se seguían de la adopción de ese sistema de guerra101. Los cabildos de Santiago, de La Serena y de Concepción formularon también extensas exposiciones de los hechos ocurridos en el último año, y acordaron que, con el carácter de apoderado suyo, fuera a Madrid a presentárselas al Rey un religioso de mucho prestigio, fray Pedro de Sosa, guardián del convento de San Francisco de Santiago. Debía éste, además, solicitar del soberano el envío de un socorro de tropas con que establecer el prestigio de las armas reales en Chile, y pedir que se siguiera pagando el situado hasta la completa pacificación del país102. Se quería también que con el padre Sosa fuese a España un militar que pudiera dar informes cabales acerca del estado y de las condiciones de la guerra y, aun, estuvo designado para ello el capitán don Pedro Lisperguer, que siendo hombre de gran fortuna, podía emprender el viaje a su costa. Pero luego, por indicación, sin duda, del gobernador Ribera, se cambió de dictamen y se confió este encargo al coronel Pedro Cortés. Era éste el militar de más experiencia de la guerra de Chile; y por la rectitud de su carácter y la importancia de sus servicios, gozaba de un alto prestigio en el país. Todo hacía creer que en la Corte sería recibido   -60-   con estimación, y que su testimonio sería decisivo en las resoluciones que tomase el gobierno del Rey. Pedro Cortés, en efecto, contaba entonces ochenta años de edad y había militado cincuenta y seis de ellos en Chile recorriendo todos los grados de la milicia, y asistiendo a ciento diecinueve combates. Aquellos dos comisionados, el padre Sosa y el coronel Cortés, se embarcaron en Valparaíso a fines de abril de 1613 para ir a gestionar en España por la derogación de las ordenanzas y cédulas que tenían alarmados a los pobladores de Chile.




9. El obispo de Santiago y las otras órdenes religiosas se pronuncian en contra del padre Valdivia y de la guerra defensiva

El aparatoso y frustrado parlamento de Paicaví y los asesinatos de Elicura, como se ve, habían echado un desprestigio profundo e irreparable sobre los trabajos del padre Valdivia y sobre el sistema de la guerra defensiva. En esas circunstancias, los jesuitas habrían debido contar al menos con el apoyo del obispo de Santiago, que había aprobado ese sistema, y con las simpatías del clero y de las otras órdenes religiosas. Pero, como vamos a verlo, en estos días de prueba tuvieron también por adversarios a los que parecían ser sus aliados naturales.

Los padres jesuitas habían cometido una grave imprudencia. Siguiendo una práctica que habían usado en otras partes103, desde que llegaron a Chile parecieron empeñados en desacreditar al clero secular y regular que hallaron en el país. Contaban, al efecto, que existía en este reino la más deplorable relajación de costumbres, que faltaban las prácticas piadosas, que la religión sólo se conocía en el nombre, y que no había sacerdotes que predicasen a los españoles ni a los indios. La conversión de éstos no había avanzado, según ellos escribían, por la falta de operarios evangélicos. En cambio, desde que ellos entraron al reino, todo comenzaba a tomar otro aspecto. Se establecían cofradías, se aumentaban las procesiones, y la piedad religiosa se robustecía con la abundancia de milagros que se operaban cada día, y con las numerosas conversiones de infieles. Los padres, proclamándose los más formidables enemigos del demonio, hacían llegar estas noticias a Europa, y sus cronistas las propagaban en sus libros. El padre Valdivia, que se daba por testigo y por actor de esas conversiones, lo había repetido así en el Perú y en España.

Cuando estas noticias repercutieron en Chile, se produjo en el clero un sentimiento de indignación. Las otras comunidades religiosas no disimularon sus sentimientos hostiles hacia los jesuitas. El cabildo de Santiago se creyó en el deber de salir a la defensa de aquéllas. «Vuestra Majestad ha sido mal informado, escribía al Rey, de que la palabra de Dios no ha sido predicada en este reino a los naturales de él, porque en la primera conquista hubo muy particulares frailes de San Francisco que con mucho cuidado y fervor les predicaban, y de Santo Domingo; y las ciudades asoladas tuvieron todos los indios sujetos así con doctrinas   -61-   más de cuarenta años, en que estaban frailes y clérigos muy ejemplares, como consta de las probanzas que enviamos... No ha sido falta de las religiones el no haber vuelto a sus tierras sino prudencia, como lo publican con su muerte los padres de la Compañía que iban a darles a entender las mercedes que Vuestra Majestad les hacía. La conquista ha de ser por armas; y para la predicación no ha menester Vuestra Majestad gastos nuevos, que las religiones de San Francisco, Santo Domingo, San Agustín y la Merced están llenas de teólogos nacidos en este reino, más idóneos por tener la lengua por materna, y son más amados de los indios, porque ha habido muchos cautivos y no los han muerto»104.

El obispo de Santiago, don fray Juan Pérez de Espinoza, religioso franciscano, ofendido también por esta conducta de los padres jesuitas, y viendo el mal éxito que tenía la llamada guerra defensiva, no vaciló en dar al Rey los informes más francos y resueltos contra el padre Valdivia. «Una (cédula) de Vuestra Majestad recibí, escribía el 1 de enero de 1613, en que me manda que dé el gobierno del obispado de la Imperial al padre Luis de Valdivia, de la Compañía de Jesús, y luego lo puse por obra puntualmente, encargándole la administración del dicho obispado. Solo resta que tenga el efecto que se desea, y que los indios de guerra vengan de paz, lo que dudo que suceda como el padre Luis de Valdivia lo prometió a Vuestra Majestad. Antes, por el contrario, se han visto y se van viendo cada día los efectos contrarios. Débenlos de causar mis pecados. En este reino gasta Vuestra Majestad cada año doscientos mil ducados cada año, y desde la venida del padre Valdivia gasta doce mil ducados cada año con el padre Valdivia y sus compañeros sin efecto ninguno»105.

Mes y medio más tarde volvía a hablarle del mismo asunto en un tono descomedido y sarcástico para el padre Valdivia, que casi parece inconcebible en una comunicación dirigida al soberano. Pérez de Espinoza, después de recordar al Rey que había servido treinta y ocho años en Nueva España y Guatemala, y trece en el obispado de Santiago de Chile, hace la renuncia de este cargo en los términos siguientes: «Suplico a Vuestra Majestad que atento lo referido, me haga merced de aceptarme esta renunciación que hago de este obispado, proveer en quien Vuestra Majestad fuere servido, pues hay tantos pretensores para él; y el padre Valdivia lo merece por haber traído a costa de Vuestra Majestad doce religiosos de la Compañía a este reino sin qué ni para qué, y por haber engañado al virrey del Perú, diciendo y prometiéndole que traería todo el reino de paz, en lo que ha gastado mucha hacienda de la real caja, dando a entender que las demás religiones, clérigos y obispos hemos comido el pan de balde, y que sólo ellos (los jesuitas) son los apóstoles del santo evangelio. Siendo esto verdad, muy bien merece que Vuestra Majestad le haga merced de este obispado, y a mí me libre de sus persecuciones»106.

Pero si los jesuitas habían perdido tanto el concepto de los pobladores españoles de Chile, conservaban en la Corte poderosos sostenedores, y, como lo veremos más adelante, pudieron resistir a esta tempestad.





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