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ArribaAbajoGaldós y los Episodios nacionales: una historia del liberalismo español53

Clara E. Lida


Cuando Galdós empieza a escribir los Episodios nacionales, España acaba de ser sacudida por el impacto renovador de la Revolución del 68. «La Gloriosa» no sólo dio impulso a los sentimientos constitucionalistas de la clase media sino que marcó un período de desarrollo técnico y auge económico cuyo mayor beneficiario fue la burguesía española.54 Hijo espiritual de esta revolución y miembro de esta clase que ocupa ya un lugar importante en la vida pública del país, Galdós comparte plenamente sus ideales: liberalismo político y económico, fe en la educación y en el progreso material, antimilitarismo y anticlericalismo tradicionales. Su misión no es sólo la de «heraldo literario de la burguesía»,55 sino también la de ser su historiador y cronista. En 1873 comienza una empresa literaria que es, a su modo, una historia del liberalismo español y una crónica de la clase media.

Cada una de las series de los Episodios nacionales adquiere este sentido si se considera como un testimonio de la vida de la burguesía española en el siglo XIX, a la vez que como una etapa en el desarrollo ideológico de esta clase dentro del marco doctrinal del liberalismo.56 Los primeros Episodios muestran la formación de una burguesía incipiente que adquiere valores políticos en su lucha contra el invasor y que se va plasmando como poderosa clase social y económica en pugna con las corrientes absolutistas y hegemónicas del primero y segundo estados.57 Esta batalla se ve coronada después de las Guerras Carlistas por el triunfo del liberalismo; al mismo tiempo, la burguesía atraviesa un momento de auge económico acentuado por las nuevas industrias, las mejoras en la agricultura y las reformas de Mendizábal. Las últimas series reflejan la afirmación definitiva de la burguesía como el segmento de más peso en el desarrollo económico y político del país. Para entonces, con la Restauración, los ideales parlamentarios se transformaron en la maquinaria perfecta del «turno pacífico». Indiferente y satisfecha, la clase media española se convirtió en partidaria de la mediocridad borbónica.58

Galdós ya está lejos del entusiasmo del 68 cuando comienza los Episodios. Las esperanzas de «La Gloriosa» de acabar con los excesos del antiguo régimen fueron pasajeras. Ni el breve gobierno de Prim ni la monarquía constitucional resolvieron los graves problemas que amenazaban al país en 1868. Los cambios logrados no favorecieron más que a la burguesía de hacendados e inversionistas, dejando insatisfecha a la pequeña burguesía urbana, y en la miseria de siempre a las grandes masas campesinas y a los obreros.59 La Revolución de septiembre no fue más que una efímera explosión de patriotismo colectivo contra la corrupción monárquica, el resultado de la profunda crisis de un sistema político y la creciente desconfianza ante la situación económica. Este entusiasmo inicial se debió, sobre todo, a los principios que alentaron   —62→   el cambio y que no eran otros que los principios teóricos de una España liberal: libertad religiosa, de pensamiento, de expresión, de comercio. El fracaso inmediato de la Revolución oscureció esta faceta central de los logros liberales y de la influencia que ejercieron hasta bien entrado el siglo XX. Fue esa incapacidad de lograr la paz social y la estabilidad política deseada por los revolucionarios del 68 lo que aceleró el proceso de desintegración y subrayó la falsa alternativa entre el caos o el retorno a la tranquilidad borbónica. El fracaso de los intentos monárquicos constitucionales, republicanos y cantonalistas y las interminables divisiones entre los jefes de la coalición opacaron el éxito fundamental de la Revolución. La incapacidad política de los distintos gobiernos de garantizar el orden y la estabilidad, aceleró el pronunciamiento de Martínez Campos y la Restauración, dando nuevo ímpetu a la reacción antiliberal, monárquica y autoritaria.

En 1873 «España con honra» es un manoseado hazmerreír de escépticos y corruptos, sólo recordada con nostalgia por los liberales que la defendieron. Galdós siente en estas circunstancias la necesidad de reavivar el sentimiento patriótico que alguna vez unió a los españoles.60 El fracaso de la monarquía constitucional de Amadeo que anuncia otra crisis política y la amenaza carlista de otra guerra civil le incitan a predicar con el ejemplo histórico ante un pueblo que él siente peligrosamente a la deriva. En los Episodios nacionales la historia se proyecta hacia adelante y más que escarbar el pasado pretende señalar los errores presentes e indicar nuevos y fértiles caminos futuros. Esto lleva al novelista a componer una obra didáctica ansiosa de ejemplaridad patriótica: en sus manos la historia se convierte en la clásica magistra vitae.61

Frente a este optimismo didáctico característico del liberalismo, está la vertiente crítica del liberal desengañado: los Episodios nacionales nacen con la historia de una derrota. La nueva historia de España comienza con un desastre que anuncia ya la triste historia de un desastre continuo. Lo que en 1805 era premonición en 1873 ya es un hecho. Trafalgar no es más que el comienzo de lo que veremos a través de los 46 Episodios: de Trafalgar a Cánovas tenemos la transformación de una esperanza en paulatino desengaño. Al final de toda la obra habremos llegado a la antítesis: el optimismo patriótico de Trafalgar se verá reducido a la aplastante mediocridad de la Restauración borbónica. En 1912 Galdós puede mirar hacia atrás con amargura, desengañado de su fe en el patriotismo, consciente del fracaso de sus ideas liberales:62

En esta tierra tuya, donde hasta el respirar es todavía un escabroso problema, en este solar desgraciado en que aún no habéis podido llevar a las leyes ni siquiera la libertad del pensar y del creer, [...] los tiempos bobos que te anuncié has de verlos desarrollarse en años y lustros de atonía, de lenta parálisis que os llevará a la consunción y a la muerte.63



Aunque al comenzar los Episodios nacionales Galdós está lejos del pesimismo de las últimas series, ya parece prever con intuición precisa los futuros dislates y torpezas de la política española.64 En 1873 todavía cree en la posibilidad de despertar un sentimiento patriótico creador y progresista. Deseo ingenuo que se traduce en un regeneracionismo primitivo que recurre al espíritu del pasado para recrearlo con proyecciones futuras. Este es el sentimiento que invoca el personaje narrador de la primera serie, Gabriel Araceli:

Cercano al sepulcro, y considerándome el más inútil de los hombres, ¡aún haces brotar lágrimas de mis ojos, amor santo de la patria! En cambio, yo aún puedo consagrarte una palabra,   —63→   maldiciendo al ruin escéptico que te niega y al filósofo corrompido que te confunde con los intereses de un día.65



Trafalgar nace de este deseo de inyectar nuevo entusiasmo patriótico y del desconsuelo que mencionamos antes, frente a la realidad española. Dada esta dualidad, no debe asombramos que Galdós se remonte a 1805 para dar comienzo a su historia de España, en vez del motín de Aranjuez, en marzo de 1808, tradicional punto de partida para la historia moderna española. Aunque comenzar con Trafalgar sea hacerlo con una derrota, 1805 adquiere en este contexto un carácter simbólico: el combate de Trafalgar debió ser, como para Gabriel Araceli, una expresión heroica del esfuerzo colectivo y patriótico del pueblo español:

Por primera vez entonces percibí con completa claridad la idea de la patria, mi corazón respondió a ella con espontáneos sentimientos, nuevos hasta aquel momento en mi alma. [...] en el momento que precedió al combate, comprendí todo lo que aquella divina palabra significaba, y la idea de nacionalidad se abrió paso en mi espíritu [...] me hice cargo de un pacto establecido entre tantos seres para ayudarse y sostenerse contra un ataque de fuera, y comprendí que por todos habían sido hechos aquellos barcos para defender la patria...66



Esta epopeya de patriotismo colectivo fue convertida en un mito de enorme trascendencia nacional67 por los mismos contemporáneos que la celebraron poéticamente y que vieron el combate, no como una derrota, sino como la heroica lucha por salvaguardar el honor patrio frente a un enemigo más fuerte y preparado.68 Dentro de esta tradición, Galdós se remonta a Trafalgar por ser allí donde surge por primera vez con todo vigor el ardor patriótico que se prolongará durante las Guerras de Independencia y que él mismo tratará de reavivar casi setenta años más tarde.

La simpatía con que Galdós ve más adelante el alzamiento popular de la Guerra de Independencia es producto de ese entusiasmo por el ideal patriótico. Aquí, el depositario del honor nacional es un pueblo abstracto e ideal, bien distinto del de carne y hueso que él ve siempre violento, cruel, canallesco y cobarde, manipulado burdamente por demagogos y ambiciosos, como la noche del saqueo de la casa de Godoy, en Aranjuez. Para Galdós, ese pueblo ideal es el que está formado por personas de ambos sexos y de todas las clases,

espontáneamente reunidas por uno de esos llamamientos morales, íntimos, misteriosos, informulados, que no parten de ninguna voz oficial, y resuenan de improviso en los oídos de un pueblo entero, hablándole el balbuciente lenguaje de la inspiración.



Es el pueblo para el cual

el sentimiento patrio no hace milagros sino cuando es una condensación colosal, una unidad sin discrepancias de ningún número y, por tanto, una fuerza irresistible y superior a cuantos obstáculos pueden oponerle los recursos materiales, el genio militar y la muchedumbre de enemigos. El más poderoso genio de la guerra es la conciencia nacional, y la disciplina que da más cohesión el patriotismo.69



Junto a la fe en esa humanidad abstracta, Galdós vuelca su entusiasmo en los hombres más representativos del liberalismo moderado -Quintana, Argüelles, Martínez   —64→   de la Rosa- y los contrapone a otros más radicales, como Marchena, Alcalá Galiano o Riego.70 En estas preferencias revela su propia inclinación política. Al atacar a las figuras más progresistas del año 12 y del 20, lo hace con antipatía hacia su exaltación y radicalismo. Ajeno a la compleja situación política y a las corrientes históricas de esa época, Galdós se adhiere a la moderación y condena a los hombres más populares y reformistas del momento.71 Su desconfianza por los movimientos radicales de origen popular no hace más que corroborar el temor tradicional de la burguesía: la moderación es el arma que esgrime la clase media en los momentos de crisis para tratar de salvaguardar sus propias conquistas. Las metas ideológicas de los liberales moderados fueron la exaltación del statu quo y la defensa del orden establecido; al rechazar los principios tradicionalistas presentan la alternativa ideal de reconciliar los opuestos irreconciliables: orden y libertad, progreso y tradición.72 No debemos extrañamos que ante estos términos insolubles los liberales más progresistas desistan de la conciliación y opten por una posición más radical y definida.73 Desde El Zurriago74, periódico popular, portavoz del grupo más exaltado de los liberales de 1820, se ataca la moderación de los viejos liberales «que han votado constantemente contra las ideas populares».

Galdós ve en todas estas manifestaciones de afirmación nacional y en los ataques al orden establecido excesos y arbitrariedades imperdonables. No comprende que todo este descontento es la expresión de una decidida conciencia política que podía pecar de apasionada pero no de arbitraria y que el temor radical era una lúcida anticipación del peligro de la invasión de Angulema y la restauración del absolutismo de Fernando VII. De ahí su desprecio por los periódicos políticos de los grupos más revolucionarios:

Poseíamos una prensa insolente y desvergonzada, cual no se ha visto nunca. Todos los excesos de hoy son donaires y galanuras comparadas con las bestialidades groseras de El Zurriago de Madrid, y El Gorro, de Cádiz. Los insultos del primero encanallaban a la plebe. Nadie se vio libre de las inmundicias con que rociaba a los ministros, a los diputados moderados, a las autoridades todas.75



Por un lado el antimilitarismo liberal le hace odiar todo aquello que signifique guerra o levantamiento armado, sin distinguir demasiado entre un levantamiento militar y retrógrado y un movimiento auténticamente popular y libertario.76 Por otra parte, la desconfianza y el horror a la violencia le hacen confundir, muchas veces, los excesos de la barbarie y la ignorancia con los levantamientos reivindicativos del pueblo.77 Él no se propone exaltar las dramáticas luchas de los liberales contra el absolutismo sino señalar los caminos que él cree más acertados para realizar una verdadera actividad patriótica. Su visión de lo que debe ser la historia política de España es pacifista, moderada: sus simpatías están contra los pronunciamientos militares o contra las sublevaciones populares. Como el de los positivistas, su lema podría ser «Orden y Progreso», como el liberal, «Moderación y Evolución». Esta actitud se manifiesta no sólo en sus ataques a los liberales radicales y en los elogios de los grandes hombres del viejo liberalismo tradicional, sino que muchos de sus tipos literarios son los pequeños héroes cotidianos nacidos de la clase media española. Ellos son los que alejados de la política han ido plasmando la historia íntima de España al dedicarse a la «vida verdaderamente fecunda». Galdós se vuelca sobre sus propios orígenes: sobre la clase media de donde él mismo salió.

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Los personajes de los Episodios nacionales no son únicamente figuras individuales y aisladas sino que forman una «casta de tipos contemporáneos», arquetipos de una especie.78 El cronista de la primera serie, Gabriel Araceli, es el cronista de las Guerras de Independencia durante las cuales se realiza el ascenso social y económico de la burguesía que él ejemplifica:

[...] desde mi alejamiento del servicio empecé a ascender de tal modo que aquello era una bendición. [...] Con esto y un trabajo incesante y el orden admirable que mi mujer estableció en mi casa adquirí lo que llamaban los antiguos aurea mediocritas; viví y vivo con holgura; casi fui y soy rico; tuve y tengo un ejército brillante de descendientes entre hijos, nietos y bisnietos.79



La aurea mediocritas se define de acuerdo a las bendiciones de la burguesía: trabajo, orden, bienestar y satisfacción familiar. Gabriel, como la burguesía que él representa, puede decir satisfecho «que nació sin nada y lo tuvo todo».80

Galdós se vale de otros personajes que tipifican también al burgués y a su clase; sus ejemplos preferidos son los Cordero -tres individuos que marcan las distintas etapas en el desarrollo de la clase media española. No es coincidencia fortuita que sea en el llamado don Primitivo, «modelo de padres y esposos», en quien se mezclen virtudes tan laudables como la «hombría de bien», «la buena fe», «el orden», «la honestidad», con las limitaciones de su escasa instrucción e inteligencia, debido a las cuales «ignora todo lo ignorable», entiende poco de sistemas políticos y se deja dominar por las personas de «más seseras dentro del partido». Por un lado,

detesta las exageraciones y el derramamiento de sangre. Ha oído hablar de una cosa nefanda, la Revolución Francesa, y le parece execrable; ha oído hablar de un hombre espantoso, Marat, y le parece un monstruo que mandaba matar gente por gusto. Él no quiere que en su país pasen estas cosas...81



Por el otro, «tiene ideas confusas, bebidas en una copla del Zurriago, en un discurso de Argüelles y hasta en una frase inspirada de Pujitos». Más que ideas tiene

un sentimiento muy vivo de la bondad de las constituciones liberales, y una fe ciega y valerosa, como la fe de los mártires, que desafía las polémicas, que desprecia los argumentos y se dispone a gritar y morir, jamás quebrantada ni disuadida.82



Frente a estos rasgos primarios de don Primitivo, resalta la figura acabada de don Benigno, trazada con la sonrisa campechana de Galdós, que entre bromas y veras da una descripción llena de simpatía hacia el representante típico de la clase media española en los años posteriores a las Guerras de Independencia. Galdós, que se sonríe ante el «nuevo Leónidas español», héroe de «Boteros, sus Termópilas», lo hace no sin admiración ante su sentido de responsabilidad y del deber. A pesar de ser un pacífico comerciante «que no había matado nunca un mosquito», don Benigno

era un hombre de honradez pura, esclavo de su dignidad, ferviente devoto del deber, hasta el martirio callado y frío; poseía convicciones profundas, creía en la libertad y en su triunfo y excelencias, como en Dios y sus atributos; era de los que preconizan la absoluta necesidad de los grandes sacrificios personales para que triunfen las grandes ideas.83



En los momentos decisivos, este hombre «que no era intrépido, ni siquiera valiente», es capaz de dejar a un lado sus pequeños intereses y obedecer al llamado del deber:

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[...] aquel hombre pequeño estaba decidido a ser grande por la fuerza de su fe y de sus convicciones [...] el hombre pequeño se transfiguró. Una idea, un arranque de la voluntad, una firme aplicación del sentido moral bastaron para hacer del cordero un león, del honrado y pacífico comerciante de encajes un Leónidas de Esparta.84



Más adelante, Galdós se volverá a acordar de don Benigno Cordero para mostrarnos cómo vivía y cuáles eran los ideales de este «acabado tipo del burgués español» que él admira:

Hombre laborioso, de sentimientos dulces y prácticas sencillas; aborrecedor de las impresiones fuertes y de las mudanzas bruscas, don Benigno amaba la vida monótona y regular que es la verdaderamente fecunda. Compartiendo su espíritu entre los gratos afanes de su comercio y los puros goces de la familia; libre de ansiedad política; amante de la paz en la casa, en la ciudad y en el Estado; respetuoso con las instituciones que protegían aquella paz; amigo de sus amigos, amparador de los menesterosos; implacable con los pillos fuesen grandes o pequeños; sabiendo conciliar el decoro con la modestia y conociendo el justo medio entre lo distinguido y lo popular, era acabado tipo del burgués español que se formaba del antiguo pechero fundido con el hijodalgo, y que más tarde había de tomar gran vuelo con las compras de bienes nacionales y la creación de las carreras facultativas hasta llegar al punto culminante en que ahora se encuentra.85



Aquí continúa con una digresión oportuna para trazar brevemente el desarrollo de esa burguesía en la que confía y que le entusiasma; Galdós se alegra, desde el presente, que la historia le haya dado la razón: «Las grandezas y defectos» se elogian o se perdonan porque han hecho una nación moderna de esa vieja España anémica, desangrada por las dos clases sociales más ociosas.

La formidable clase media, que hoy es el poder omnímodo que todo lo hace y deshace llamándose política, magistratura, administración, ciencia, ejército, nació en Cádiz entre el estruendo de las bombas francesas y las peroratas de un congreso híbrido, inocente, extranjerizado si se quiere, pero que había brotado como un sentimiento, o como un instinto ciego, incontrastable, del espíritu nacional. El tercer estado creció, abriéndose paso entre frailes y nobles; y echando a un lado con desprecio estas dos fuerzas atrofiadas y sin savia, llegó a imperar en absoluto formando con sus grandezas y defectos una España nueva.86



Nunca había sido Galdós tan definitivo ni había dejado tan en claro como ahora su adhesión a la clase media. La confianza en esa burguesía renovadora vuelve a surgir al final de la segunda serie. Frente al optimismo ingenuo y sin matices de don Benigno, que junta la fe en la libertad y el progreso con la necesidad de convencer a los más rebeldes «a palos», está Salvador Monsalud, el liberal desengañado que se escuda en la amargura de las luchas estériles para alejarse de la política y excusar su sonrisa un tanto desdeñosa ante «la angelical inocencia política» de los demás. Sin embargo, Monsalud, aunque escéptico ante el presente, tiene fe en las generaciones nuevas:

Hay mil caminos abiertos por donde pueden lanzarse los hombres nuevos. [...] Mi ideal está lejos. [...] aunque no hemos de ver esa realidad, digna de ser admirada, desde aquí nos consuela el penetrar con el pensamiento en un porvenir oscuro y contemplar las hermosas novedades de la España de nuestros nietos.87



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La España futura de este personaje de 1834 es la de Galdós. Él pertenece a esa generación que en 1879 cree haber convertido la profecía en realidad. Pero en este diálogo final entre don Benigno y Salvador Monsalud, el liberal que ha perdido su exaltación y su fe en la política y el optimismo burgués en el progreso y la paz, representan las dos caras inseparables de la clase media: la liberal y la burguesa. Galdós comparte con sus personajes las dudas y la fe, critica o alaba sin dejar de identificarse con la burguesía liberal española.

Durante los primeros años de la Restauración Galdós expresó una y otra vez sus simpatías hacia el nuevo régimen que, según él, junto con la Revolución del 68, fueron los acontecimientos «más graves quizás de nuestra historia en el presente siglo después de la guerra de independencia».88 En un artículo del 22 de mayo de 1886, dice del gobierno: «Desde la Restauración acá no ha existido un período en que los derechos políticos hayan estado más firmemente garantizados. [...] La Prensa goza de franquicias que no han tenido jamás entre nosotros, ni aun en los tiempos de anarquía».89 Y unas páginas más adelante continúa:

No creo, pues, en revoluciones próximas. Toda revolución necesita una bandera y un grito. ¿Cuál será éste? ¿La libertad? De ningún modo, porque ahora la tenemos, y en un grado tal que la misma República no nos daría más franquicias que las que hoy disfrutamos. [...] Pero la revolución meramente política es un delirio, porque los derechos políticos se conquistaron de un modo definitivo en la revolución de 1868, hecha no por el ejército, sino por el país con el instrumento del Ejército.90



En estos años, satisfecho por la tranquilidad y el orden reinantes en el constitucionalismo teórico del «turno pacífico», Galdós es un firme partidario de la situación política del país:

Es que hemos aprendido mucho en los últimos quince años; conocemos prácticamente cuán infecundos son los cambios en la forma de gobierno; hemos escarmentado en cabeza propia y desconfiamos de panaceas, lo mismo en medicina que en política.91



Él mismo ingresa en las Cortes por el partido liberal de Sagasta -«hombre de grandísimo talento político y de una penetración admirable»- y aunque su participación activa es casi nula, expresa sus opiniones políticas en artículos periodísticos.92 Coherente consigo mismo, su posición sigue siendo moderada, y esta línea es la que define sus simpatías o antipatías; de ahí su apoyo al liberalismo monárquico de Sagasta o sus elogios de la república conservadora de Castelar:

Es un republicanismo, por así decirlo, aristocrático. En él no hay masas populares. El partido es pequeño, y de un personal escogido e inteligente. [A Castelar] todo el mundo le tiene aquí por hombre de orden, enemigo declarado de bullangas. La República patrocinada por Castelar es aquí la única posible y la única probable, en caso de que la desorganización de los monárquicos trajese un cambio en la forma de gobierno. [...] La República que Castelar preconiza es esencialmente conservadora, y, por lo tanto, la única posible. Tan conservadora en su sentido que sólo se diferencia de la Monarquía constitucional-liberal en lo que atañe a la forma de gobierno y en el carácter que reviste el jefe de Estado.93



Por los republicanos federalistas y los partidos de izquierda siente, en cambio, poca atracción. No deja de reconocer la inteligencia y honradez de Pi y Margall, «filósofo de gran talento especulativo, intachable en su conducta, hombre de principios rigurosos   —68→   que sabe practicarlos con tesón en la vida privada», pero al que encuentra «divorciado de la realidad, agrupando masas numerosas y apasionadas, que de fijo no saben qué quieren ni adónde van. La República socialista y federal fundada en la teoría del pacto sinalagmático, conmutativo, bilateral, es una cosa muy bella en los ingeniosos escritos del jefe; pero un logogrifo indescifrable para los ilusos que la defienden sin saber a qué atenerse».94 Más terrible que el de Pi es el republicanismo de Manuel Ruiz Zorrilla, a quien dedica una y otra vez páginas de profunda antipatía y desagrado por sus ideales «de sectario furibundo». En estos años su desconfianza por el jefe revolucionario es comparable a la que unos años antes le impulsó a admirar a Mazzini porque había «bajado al sepulcro limpio de toda mancha de complicidad o simpatía con la salvaje escuela comunista y la Internacional [...], tan despreciable gente».95 A la «revolución permanente» y «la República a todo trance» que predica Ruiz Zorrilla, opone las ideas moderadas y liberales de Nicolás Salmerón, partidario de la evolución y del «convencimiento general y la firme garantía de todos los intereses». Sin dejar de ser monárquico, Galdós simpatiza con la república moderada de Salmerón:

La única República posible es la que arranca del convencimiento general y es impuesta por la opinión pública, la que no espante a nadie, la que tenga de su parte a todas las fuerzas vivas del país y a las clases todas.96



Lo que en realidad predica es la inutilidad de un cambio político, dadas las satisfactorias condiciones de la España del momento: «Emplear la violencia cuando la legalidad ampara a todo el mundo, cuando la tribuna garantiza todas las opiniones, y la prensa goza de amplia libertad, es criminal y contrario a toda sana política».97

Durante estos años de paz Galdós abandona los Episodios nacionales para escribir las Novelas contemporáneas y aventurarse en nuevas formas de expresión literaria.98 Cuando en abril de 1898 inicia la tercera serie, aquella tranquilidad de la Restauración se está desmoronando. La guerra de secesión de Cuba, el asesinato de Cánovas, las sucesivas crisis económicas y sociales anuncian ya los desastres del 98 y reflejan la intranquilidad general del país.99 Pocos meses antes del ultimatum norteamericano, Galdós siente todo el peso de la crisis española. Esta situación se proyecta en la trágica visión que estos Episodios nos dan de la guerra civil: a los horrores más atroces se mezcla el desgarramiento de ver a España destruida por los odios y fanatismos de las guerras fratricidas. Testigo de estas masacres, don Beltrán de Urdaneta hace un llamado a la paz, a la justicia, a la moderación y exhorta a la reflexión:

[...] os digo que no derraméis más sangre de españoles. Guardad esta sangre para mejores y más altas empresas. [...] Mientras ponéis en claro, a tiros, cuál es el verídico dueño de la corona, negáis a la nación su derecho a la vida, porque le estáis matando todos sus hijos y le destruís sus ciudades y le arrasáis sus campos. [...] Allanad y afirmad el suelo ante todo, y esto lo haréis con las artes de la paz, no con las guerras y trapisondas. Haced un país donde haya todo de lo que unos y otros, a quienes no sé si llamar guerreros o bandidos, representáis; haced un país donde sea verdad la justicia, donde sea efectiva la propiedad, eficaz el mérito, fecundo el trabajo, y dejáos de quitar y poner tronos...100



La contemplación del presente sombrío y las premoniciones de un futuro semejante convencen al viejo aristócrata de las dificultades del camino a seguir. Toda su fe se vuelca en lo que podríamos llamar su «credo liberal» -sin duda, compartido por el propio Galdós en esos meses que siguieron al Tratado de París:

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[...] Y ya no me queda qué deciros sino que seáis trabajadores, que os procuréis un modo de vivir independiente del Estado, ya en la labranza de tanta tierra inculta, ya en cualquiera ocupación de artes liberales, oficio o comercio, pues si así no lo hacéis y os dedicáis todos a figurar, no formaréis una nación sino una plaga, y acabaréis por tener que devoraros los unos a los otros en guerras y revoluciones sin fin [...] sed cultos, bien educados y emplead las buenas formas, así en el lenguaje como en las acciones, que la grosería es causante de terribles males, privados y públicos. La rudeza y los procederes ordinarios han sido aquí, bien lo veis, semilla de discordias entre los pueblos, y por esa falta de formas se hacen interminables las guerras, pues la grosería engendra el odio, y el odio lleva al salvajismo y a la barbarie...101



El malestar de Galdós ante el presente crece en las series siguientes. Ahora el desengaño es también con esa burguesía de la Restauración a la que él mismo perteneció y que tanto elogió antes. La clase media en la que alguna vez vio pujanza y futuro es ahora una burguesía sin fuerza a la que todo se le da hecho para que triunfe sin mayores esfuerzos. Pepe García Fajardo, el personaje unificador de la cuarta serie, la refleja con fidelidad: hijo de campesinos acomodados, utiliza sus méritos personales para ascender la escala social, y por medio de un matrimonio ventajoso se convierte en el Marqués de Beramendi. Este es el ejemplo típico del parvenu social que se consolida definitivamente después de las primeras guerras carlistas y que a partir de entonces desempeña un papel decisivo en la política española.102 Galdós está lejos de entusiasmarse ante estos advenedizos sociales:

El hombre que no lucha por un ideal, el hombre a quien le dan todo hecho en la flor de los años, y que se encuentra en plena posesión de los goces materiales sin haberlos conquistado por sí es hombre perdido, es hombre muerto, inútil para todo fin grande.103



Esta no es más la burguesía que admiró unos años antes; ahora, ante la autosatisfacción grandilocuente de Beramendi el tono de burla del autor no pasa inadvertido:

A mi nombre va unida, con el flamante título que ostento, la idea de sensatez; pertenezco a las clases conservadoras, soy una faceta del inmenso diamante que resplandece en la cimera del Estado, y que se llama principio de autoridad...104



A medida que la narración histórica se acerca a la revolución de septiembre, los Episodios nacionales dejan de ser pasado para convertirse en historia vivida, aunque ya está vista con treinta años de distancia. Después de la crisis del 98, Galdós ya no ve «La Gloriosa» con aquel optimismo liberal que esperaba de la revolución «todas las libertades: de cultos, de comercio, de imprenta...»105 Su decepción no está dirigida contra los hombres que la hicieron, sino contra los que olvidaron los ideales que los movieron, contra los señoritos parlamentarios que, como Tarfe, «a todos los buenos españoles quería dar abrigo y pienso en los pesebres burocráticos». El pesimismo y desengaño se refleja en su personaje, Santiago Ibero, que en un arranque de amargura exclama:

Ahora veo todo lo vulgar, todo lo indecente y chabacano de esta revolución que ustedes han hecho [...]. ¡Inmensa y ruidosa mentira! La misma Gaceta con emblemas distintos... Palabras van, palabras vienen. Los españoles cambian los nombres de sus vicios.106



Con los años, el pensamiento de Galdós se va haciendo más crítico. Sus diferencias con el partido liberal después de la aprobación de la Ley de Asociaciones religiosas lo   —70→   alejan de las Cortes. Al iniciarse los primeros signos del desastre del 98, une su voz a la de los otros críticos que culpan a los políticos de la Restauración del fracaso español. Como los jóvenes de la llamada «generación del 98» y demás intelectuales conscientes, Galdós se plantea caminos y soluciones. Con ellos asume la postura elocuente de los regeneracionistas que critican el conformismo, la retórica hueca, la ignorancia, la corrupción organizada de los partidos. Con ellos propone una «terapéutica colectiva»107 que sacuda la abulia, la pasividad y las remplace por una conciencia activa y enérgica; lo fundamental es crear una nueva política nacional frente a la vieja y desvitalizada política de la Restauración. Como la gran mayoría de los simpatizantes del liberalismo monárquico, ante el fracaso total del parlamentarismo del «turno pacífico» se ve obligado a elegir entre el viejo orden establecido y un cambio político renovador. La postura de la vieja burguesía liberal, satisfecha y apática, ya no es posible después del desastre; ahora el compromiso político se hace inevitable. Galdós une esta vez sus fuerzas a los grupos más progresistas, para defender la nueva bandera liberal de un importante segmento de la clase media. En 1905 se adhiere al partido republicano y, en 1909, pasa a formar parte de la nueva Conjunción Republicano-Socialista;108 integra así esa burguesía liberal más consciente que abandona las filas del ya caduco partido liberal y apoya al nuevo partido republicano, defensor de sus intereses. De ellos

el pueblo español espera la conservación de los bienes existentes y la restitución de los sustraídos, libertad de pensamiento y de conciencia, cultura, trabajo, equilibrio económico [...].109



En las últimas series notamos que la simpatía de Galdós por la clase media es cada vez más apagada. Ese grupo que para él fue en un tiempo el más emprendedor y activo, ahora es una clase ociosa y parasitaria, sólo comparable a la aristocracia:

Había dos noblezas, la de los pergaminos y la de los expedientes, y los puestos más altos de la burocracia se asimilaban a la grandeza de España.110



De nuevo lo vemos en busca de un ídolo en el cual concentrar sus esperanzas. Ahora el depositario de aquellos valores liberales que hicieron el poderío de la burguesía, es el pueblo. No las masas proletarias que sigue mirando con recelo y desagrado, sino «la raza», más primitiva pero más inteligente, enérgica y viva. Esta abstracción adquiere vida con la tribu de los Ansúrez:

Es indudablemente el Zuria celtíbero, conservado al través de los siglos en su prístino vigor de raza. [...] sin duda la más hermosa, la más inteligente Que en el curso de tantos siglos y con tantas alteraciones y mudanzas se mantiene pura esta soberana raza, la más bella, señor don José, la mejor construida en estéticas proporciones, señor don José, la que mejor personifica la dignidad humana, la indómita raza que no consiente yugo de tiranos [...].111



Aunque estas palabras las pronuncie el excéntrico Miedes hay una admiración y fe verdaderas en esta gente auténtica:

una capa viva, en ignición creciente, que es el ser de la Nación, realzado, con débil empuje todavía, por la virtud de sus propios intentos y ambiciones; vida inicial, rudimentaria, pero con un poder de crecimiento que pasma. Un día y otro la vemos tirar hacia arriba, dejando asomar por distintas partes la variedad y hermosura de sus formas recién creadas.112



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Esta raza, sin embargo, también se corrompe por la influencia de la mediocridad burguesa en la que ha ingresado; la Lucila Anzúrez que García Fajardo vuelve a encontrar dieciocho años más tarde, aunque sigue siendo la mujer más hermosa de España, con ese algo «de celtíbero, de aborigen, de raza madre prehistórica, engendrada por los dioses...», ahora no es más que «una buena señora del estado llano, sedentaria, honesta y de holgada posición», sólo «una vieja ilusión, mitología arcaica y madura».113 Ella es la madre del cojito, enfermizo y delicado Vicentito Halconero, ávido lector de historia. Incapacitado por sus defectos físicos para intervenir en la historia viva y creadora, Vicente entra en el engranaje de la política oficial, en el mundo de los mitos estériles y asfixiantes. Aquí aparece otro Codrero. Éste, a diferencia del don Benigno de la segunda serie, es una figura desteñida, gris, opaca de comerciante acomodado; su vida modesta y ordenada, sin inquietudes políticas que turben su vida familiar y sus rutinas cotidianas, tiene la sola preocupación del coleccionista atento a sus paraguas.

Del señor don Ángel Cordero debe decirse que era un paleto ilustrado, mixtura gris de lo urbano y lo silvestre [...] carácter y figura en que no se advertía ningún tono enérgico, sino la incoloración de las cosas desteñidas [...]. Completaban su figura su honradez parda, su opaca virtud, y aquel reposo de su espíritu que nada concedía jamás a la imprevisión, nada a la fantasía, y era la exactitud, la medida justa de todas las cosas del cuerpo y del alma. [...]. Cordero carecía de vicios; no frecuentaba casinos; permanecía en el café cortos ratos en compañía de sujetos de buena posición, aficionados a la caza, no conocía más que un lujo, y este era el de poseer buenos paraguas.114



Frente a estos personajes resalta la figura de Santiago Ibero; él ha vivido la historia que el joven Halconero sólo ha podido conocer por los libros. Desengañado por la realidad española, encuentra que la única forma de sobrevivir es alejarse de «esta triste España». Ibero es quien mejor ejemplifica los sentimientos del español desengañado que decide irse cuando estalla la revolución del 68. Galdós, que de joven también participó en este acontecimiento, en 1907 ve con tristeza la revolución fallida a través de los ojos de su personaje. El destierro voluntario de Santiago y Teresa coincide con la salida de Isabel II; ella huye del exceso de libertad mientras que Ibero y su compañera corren a París en desesperada búsqueda de horizontes más amplios.115 El novelista que relata los años de su propia juventud, aunque cuarenta años más tarde, expresa con toda claridad las ideas liberales y los valores burgueses que lo inspiran. Por un lado, admira el capitalismo burgués, en un país todavía técnicamente semi-desarrollado, un instrumento de progreso y modernización como los ferrocarriles:

¡Oh, ferrocarril del Norte, venturoso escape hacia el mundo europeo, divina brecha para la civilización!... Bendito sea mil veces el oro de judíos y protestantes franceses que te dio la existencia; benditos los ingeniosos artífices que te abrieron en la costra de la vieja España, hacinando tierras y pedruscos, taladrando los montes bravíos y franqueando con gigantesco paso las aguas impetuosas. [...] ¡oh, grande amigo y servidor nuestro, puerta del tráfico, llave de la industria, abertura de la ventilación universal y respiradero por donde escapan los densos humos que aún flotan en el hispano cerebro!116



Por otro, su entusiasmo, como el de los liberales españoles, se manifiesta sin restricciones por Inglaterra, modelo supremo de lo que debe ser un país progresista y moderno:

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¡Nación como ningúna, sólida y potente, porque en ella tiene su imperio la justicia, es respetada la ley y amada la persona que la simboliza! [...] Los que han labrado esta colmena, se dijo, son las abejas de la paz, del bienestar humano.117



Santiago Ibero, conmovido por «la pujanza y solidez del Estado británico», piensa en un arranque de patriotismo: «¡Quiera Dios que con la revolución que heremos pronto los españoles consigamos fundar un Estado tan potente, ilustrado y feliz como el de esta tierra nebulosa y fuerte!»118

No es la esperanza de Santiago Ibero la que se cumple, sino la de uno de los personajes, el Capitán Lagier; la revolución no llegará más allá de donde el fanatismo lo permita: «Avanzará un poco, hasta que al fanatismo se le hinchen las narices y diga: 'Caballeros Prim y Serrano, de aquí no se pasa'».119 Los Episodios nacionales de la quinta serie corroboran la inutilidad de los esfuerzos por salir del marasmo. La tristemente famosa frase de Cánovas, «españoles son aquellos que no pueden ser otra cosa», podría ser el lema de estas últimas novelas. Frente a esta situación desesperada, Galdós reacciona, y propone la transformación nacional. El cambio político basado en el modelo inglés y en el progreso material del resto de la Europa burguesa, son los ejemplos en los que se apoya el liberal español para predicar la renovación. Junto con estos avances, la transformación espiritual debe llegar cuanto antes por medio de la única vía posible: la educación, «la enseñanza luminosa, con base científica, indispensable para la crianza de generaciones fecundas».120 Esta misma idea se refleja en la alegoría pedagógica del subterráneo fantástico, en Cartagena, que visita Tito, guiado por Floriana:

[...] con un millón de maestras como estas que has visto, tu patria y las patrias adyacentes serán regeneradas, ennoblecidas y espiritualizadas hasta consumar la verdadera revolución social.121



Regenerar a España es inyectarle nuevos ideales. Esta es la prédica de Galdós; así deben entenderse las palabras con que concluye su último episodio:

La España que aspira a un cambio radical y violento de la política se está quedando, a mi entender, tan anémica como la otra. Han de pasar años, lustros tal vez, quizá medio siglo largo, antes de que este régimen, atacado de tuberculosis étnica, sea substituido por otro que traiga nueva sangre y nuevos focos de lumbre mental.122



Mariclío está muy lejos de predicar la revolución. Para el autor ya han pasado, casi, esos cincuenta años que debían dar lugar a una renovación fundamental. En 1912, a España no la van a curar droguistas ni curanderos; hay que acudir a un remedio efectivo. Para evitar «la atonía», la «lenta parálisis» que lleva «a la consunción y a la muerte», no es necesario tomar el término revolución en su sentido radical, sino como una afirmación de renovación, como un propósito regeneracionista.

Alarmante es la palabra revolución. Pero si no inventáis otra menos aterradora, no tendréis más remedio que usarla [...] Declaráos revolucionarios, díscolos si os parece mejor la palabra...123



La savia española debe transformarse en energía creadora; regenerar a España es rebelarse contra la apatía, contra la mediocridad, contra los «tiempos bobos».124

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Esta es la revolución que defiende Galdós: la regeneración, que predica conjuntamente con los sectores más conscientes de la intelectualidad española. A lo largo de los cuarenta y seis Episodios nacionales que historian casi todo el siglo XIX español, Galdós pasa del optimismo patriótico y la fe en las ideas liberales y virtudes burguesas al desengaño ante la progresiva decadencia de España. Sin embargo, nunca reniega de su confianza inicial; al final de su vida continúa fiel a los principios de justicia, libertad y progreso que defendió y exaltó durante cuarenta años. En 1912 estos ideales abstractos se convirtieron ya en los cimientos de un programa nacional.

Despreciemos las vanas modas que quieren mantenernos en una indolencia fatalista; restablezcamos los sublimes conceptos de Fe nacional, Amor patrio y Conciencia pública, y sean nuevamente bandera de los seres civiles frente a los anémicos y encanijados.125



Con los regeneracionistas, Galdós mira hacia el pasado español buscando aquellos elementos ejemplares que puedan contribuir a un presente mejor. Como ellos, cae dentro de la enojosa contradicción y el dilema esencial entre el deseo de universalidad, de progreso, y la simpatía por el viejo fondo nacional; entre la crítica a la decadencia y la exaltación de lo hispánico. A diferencia de ellos, su respuesta no será la incertidumbre angustiosa y contradictoria: a diferencia de los grupos que exigen una política radical, su llamado tampoco es el de la revolución. Para Galdós no hay elección: ni angustia ni radicalización.126 Para él la solución no puede ser otra que la regeneración; el regreso a los principios básicos del liberalismo tal como los había sustentado la clase media española.127

Wesleyan University. Connecticut



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