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ArribaAbajo- XIV -

La discordia sigue creciendo


Una nueva tentativa de ver a su prima Rosario fracasó al caer de la tarde. Pepe Rey se encerró en su cuarto para escribir varias cartas, y no podía apartar de su mente una idea fija.

-Esta noche o mañana -decía- se acabará esto de una manera o de otra.

Cuando le llamaron para la cena, doña Perfecta se dirigió a él en el comedor, diciéndole de buenas a primeras:

-Querido Pepe, no te apures, yo aplacaré al Sr. D. Inocencio... Ya estoy enterada. María Remedios, que acaba de salir de aquí, me lo ha contado todo.

El semblante de la señora irradiaba satisfacción, semejante a la de un artista orgulloso de su obra.

-¿Qué?

-Yo te disculparé, hombre. Tomarías algunas copas en el Casino, ¿no es esto? He aquí el resultado   —141→   de las malas compañías. ¡D. Juan Tafetán, las Troyas!... Esto es horrible, espantoso. ¿Has meditado bien?...

-Todo lo he meditado, señora -repuso Pepe, decidido a no entrar en discusiones con su tía.

-Me guardaré muy bien de escribirle a tu padre lo que has hecho.

-Puede V. escribirle lo que guste.

-Vamos: te defenderás desmintiéndome.

-Yo no desmiento.

-Luego confiesas que estuviste en casa de esas...

-Estuve.

-Y que le diste media onza, porque, según me ha dicho María Remedios, esta tarde bajó Florentina a la tienda del extremeño a que le cambiaran media onza. Ellas no podían haberla ganado con su costura. Tú estuviste hoy en casa de ellas; luego...

-Luego yo se la di. Perfectamente.

-No lo niegas.

-¡Qué he de negarlo! Creo que puedo hacer de mi dinero lo que mejor me convenga.

-Pero de seguro sostendrás que no apedreaste al Sr. Penitenciario.

-Yo no apedreo.

-Quiero decir que ellas en presencia tuya...

-Eso es otra cosa.

-E insultaron a la pobre María Remedios.

-Tampoco lo niego.

-¿Y cómo justificarás tu conducta? Pepe... por   —142→   Dios. No dices nada; no te arrepientes, no protestas... no...

-Nada, absolutamente nada, señora.

-Ni siquiera procuras desagraviarme.

-Yo no he agraviado a Vd...

-Vamos, ya no te falta más que... Hombre, coge ese palo y pégame.

-Yo no pego.

-¡Qué falta de respeto!... ¡qué...! ¿No cenas?

-Cenaré.

Hubo una pausa de más de un cuarto de hora. D. Cayetano, doña Perfecta y Pepe Rey comían en silencio. Este se interrumpió cuando D. Inocencio entró en el comedor.

-¡Cuánto lo he sentido, Sr. D. José de mi alma!... Créame Vd. que lo he sentido de veras -dijo estrechando la mano al joven y mirándole con expresión de lástima profunda.

El ingeniero no supo qué contestar; tanta era su confusión.

-Me refiero al suceso de esta tarde.

-¡Ah!... ya.

-A la expulsión de Vd. del sagrado recinto de la iglesia catedral.

-El señor obispo -dijo Pepe Rey- debía pensarlo mucho antes de arrojar a un cristiano de la iglesia.

-Y es verdad, yo no sé quién le ha metido en la cabeza a Su Ilustrísima que Vd. es hombre de malísimas   —143→   costumbres; yo no sé quién le ha dicho que usted hace alarde de ateísmo en todas partes; que se burla de cosas y personas sagradas, y aun que proyecta derribar la catedral para edificar con sus piedras una gran fábrica de alquitrán. Yo he procurado disuadirle; pero su Ilustrísima es un poco terco.

-Gracias por tanta bondad, Sr. D. Inocencio.

-Y eso que el señor Penitenciario no tiene motivos para guardarte tales consideraciones. Por poco más le dejan en el sitio esta tarde.

-¡Bah!... ¿pues qué? -dijo el sacerdote riendo-. ¿Ya se tiene aquí noticia de la travesurilla?... Apuesto a que María Remedios vino con el cuento. Pues se lo prohibí, se lo prohibí de un modo terminante. La cosa en sí no vale la pena, ¿no es verdad, Sr. de Rey?

-Puesto que Vd. lo juzga así...

-Ese es mi parecer. Cosas de muchachos... La juventud, digan lo que quieran los modernos, se inclina al vicio y a las acciones viciosas. El Sr. D. José, que es una persona de grandes prendas, no podía ser perfecto... ¿qué tiene de particular que esas graciosas niñas le sedujeran y después de sacarle el dinero, le hicieran cómplice de sus desvergonzados y criminales insultos a la vecindad? Querido amigo mío, por la dolorosa parte que me cupo en los juegos de esta tarde -añadió, llevándose la mano a la región lastimada-, no me doy por ofendido, ni siquiera mortificaré a Vd. con recuerdos de tan   —144→   desagradable incidente. He sentido verdadera pena al saber que María Remedios había venido a contarlo todo... Es tan chismosa mi sobrina... Apostamos a que también contó lo de la media onza, y los retozos de Vd. con las niñas en el tejado, y las carreras y pellizcos, y el bailoteo de D. Juan Tafetán... ¡Bah!, estas cosas debieran quedar en secreto.

Pepe Rey no sabía lo que le mortificaba más, si la severidad de su tía o las hipócritas condescendencias del canónigo.

-¿Por qué no se han de decir? -indicó la señora-. Él mismo no parece avergonzado de su conducta. Sépanlo todos. Únicamente se guardará secreto de esto a mi querida hija, porque en su estado nervioso son temibles los accesos de cólera.

-Vamos, que no es para tanto, señora -añadió el Penitenciario-. Mi opinión es que no se vuelva a hablar del asunto, y cuando esto lo dice el que recibió la pedrada, los demás pueden darse por satisfechos... Y no fue broma lo del trastazo, Sr. D. José, pues creí que me abrían un boquete en el casco y que se me salían por él los sesos...

-¡Cuánto siento este accidente!... -balbució Pepe Rey-. Me causa verdadera pena, a pesar de no haber tomado parte...

-La visita de Vd. a esas señoras Troyas llamará la atención en el pueblo -dijo el canónigo-. Aquí no estamos en Madrid, señores, aquí no estamos en ese centro de corrupción, de escándalo...

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-Allá puedes visitar los lugares más inmundos -manifestó doña Perfecta-, sin que nadie lo sepa.

-Aquí nos miramos mucho -prosiguió D. Inocencio-. Reparamos todo lo que hacen los vecinos, y con tal sistema de vigilancia la moral pública se sostiene a conveniente altura... Créame Vd., amigo mío, créame Vd., y no digo esto por mortificarle; usted ha sido el primer caballero de su posición que a la luz del día... el primero, sí señor... Trojæ qui primus ab oris...

Después se echó a reír, dando algunas palmadas en la espalda al ingeniero en señal de amistad y benevolencia.

-¡Cuán grato es para mí -dijo el joven, encubriendo su cólera con las palabras que creyó más oportunas para contestar a la solapada ironía de sus interlocutores-, ver tanta generosidad y tolerancia, cuando yo merecía por mi criminal proceder...!

-¿Pues qué? A un individuo que es de nuestra propia sangre y que lleva nuestro mismo nombre -dijo doña Perfecta-, ¿se le puede tratar como a un cualquiera? Eres mi sobrino, eres hijo del mejor y más santo de los hombres, mi querido hermano Juan, y esto basta. Ayer tarde estuvo aquí el secretario del señor obispo, a manifestarme que Su Ilustrísima está muy disgustado porque te tengo en mi casa.

-¿También eso? -murmuró el canónigo.

-También eso. Yo dije que salvo el respeto que   —146→   el señor obispo me merece y lo mucho que le quiero y reverencio, mi sobrino es mi sobrino, y no puedo echarle de mi casa.

-Es una nueva singularidad que encuentro en este país -dijo Pepe Rey, pálido de ira-. Por lo visto aquí el obispo gobierna las casas ajenas.

-Él es un bendito. Me quiere tanto que se le figura... se le figura que nos vas a comunicar tu ateísmo, tu despreocupación, tus raras ideas... Yo le he dicho repetidas veces que tienes un fondo excelente.

-Al talento superior debe siempre concedérsele algo -manifestó D. Inocencio.

-Y esta mañana, cuando estuve en casa de las de Cirujeda, ¡ay!, tú no puedes figurarte cómo me pusieron la cabeza... Que si habías venido a derribar la catedral; que si eras comisionado de los protestantes ingleses para ir predicando la herejía por España; que pasabas la noche entera jugando en el Casino; que salías borracho... «Pero señoras -les dije-, ¿quieren Vds. que yo envíe a mi sobrino a la posada?». Además, en lo de las embriagueces no tienen razón, y en cuanto al juego, no sé que jugaras hasta hoy.

Pepe Rey se hallaba en esa situación de ánimo en que el hombre más prudente siente dentro de sí violentos ardores y una fuerza ciega y brutal que tiende a estrangular, abofetear, romper cráneos y machacar huesos. Pero doña Perfecta era señora y   —147→   además su tía, D. Inocencio era anciano y sacerdote. Además de esto las violencias de obra son de mal gusto e impropias de personas cristianas y bien educadas. Quedaba el recurso de dar libertad a su comprimido encono por medio de la palabra manifestada decorosamente y sin faltarse a sí mismo, pero aún le pareció prematuro este postrer recurso, que no debía emplear, según su juicio, hasta el instante de salir definitivamente de aquella casa y de Orbajosa. Resistiendo, pues, el furibundo ataque, aguardó.

Jacinto llegó cuando la cena concluía.

-Buenas noches, Sr. D. José... -dijo estrechando la mano del joven-. Vd. y sus amigas no me han dejado trabajar esta tarde. No he podido escribir una línea. ¡Y tenía que hacer!...

-¡Cuánto lo siento, Jacinto! Pues según me dijeron, Vd. las acompaña algunas veces en sus juegos y retozos.

-¡Yo! -exclamó el rapaz, poniéndose como la grana-. ¡Bah!, bien sabe Vd. que Tafetán no dice nunca palabra de verdad... ¿Pero es cierto, señor de Rey, que se marcha Vd.?

-¿Lo dicen por ahí?...

-Sí; lo he oído en el Casino, en casa de D. Lorenzo Ruiz.

Rey contempló durante un rato las frescas facciones de D. Nominavito. Después dijo:

-Pues no es cierto. Mi tía está muy contenta de mí; desprecia las calumnias con que me están obsequiando   —148→   los orbajosenses... y no me arrojará de su casa aunque en ello se empeñe el señor obispo.

-Lo que es arrojarte... jamás. ¡Qué diría tu padre!...

-A pesar de sus bondades de Vd., querida tía, a pesar de la amistad cordial del señor canónigo, quizás decida yo marcharme...

-¡Marcharte!

-¡Marcharse Vd.!

En los ojos de doña Perfecta brilló una luz singular. El canónigo a pesar de ser hombre muy experto en el disimulo, no pudo ocultar su júbilo.

-Sí; y tal vez esta misma noche...

-¡Pero hombre, qué arrebatado eres!... ¿Por qué no esperas siquiera a mañana temprano?... A ver... Juan, que vayan a llamar al tío Licurgo, para que prepare la jaca... Supongo que llevarás algún fiambre... ¡Nicolasa!... ese pedazo de ternera que está en el aparador... Librada, la ropa del señorito... pronto.

-No, no puedo creer que Vd. tome determinación tan brusca -dijo D. Cayetano, creyéndose obligado a tomar alguna parte en aquella cuestión.

-¿Pero volverá Vd... no es eso? -preguntó el canónigo.

-¿A qué hora pasa el tren de la mañana? -preguntó doña Perfecta, por cuyos ojos claramente asomaba la febril impaciencia de su alma.

-Sí me marcho; me marcho esta misma noche.

-Pero hombre, si no hay luna...

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En el alma de doña Perfecta, en el alma del Penitenciario, en la juvenil alma del doctorcillo retumbaron como una armonía celeste estas palabras: «esta misma noche».

-Por supuesto, querido Pepe, tú volverás... Yo he escrito hoy a tu padre, a tu excelente padre... -exclamó doña Perfecta con todos los síntomas fisiognómicos que aparecen cuando se va a derramar una lágrima.

-Molestaré a Vd. con algunos encargos -manifestó el sabio.

-Buena ocasión para pedir el cuaderno que me falta de la obra del abate Gaume -indicó el abogadejo.

-Vamos, Pepe, que tienes unos arrebatos y unas salidas -murmuró la señora sonriendo, con la vista fija en la puerta del comedor-. Pero se me olvidaba decirte que Caballuco está esperando para hablarte.



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ArribaAbajo- XV -

Sigue creciendo, hasta que se declara la guerra.


Todos miraron hacia la puerta, donde apareció la imponente figura del Centauro, serio, cejijunto, confuso al querer saludar con amabilidad, hermosamente salvaje, pero desfigurado por la violencia que hacía para sonreír urbanamente y pisar quedo y tener en correcta postura los hercúleos brazos.

-Adelante, Sr. Ramos -dijo Pepe Rey.

-Pero no -objetó doña Perfecta-. Si es una tontería lo que tiene que decirte.

-Que lo diga.

-Yo no debo consentir que en mi casa se ventilen estas cuestiones ridículas...

-¿Qué quiere de mí el Sr. Ramos?

Caballuco pronunció algunas palabras.

-Basta, basta... -exclamó doña Perfecta, riendo-. No molestes más a mi sobrino. Pepe, no hagas caso de ese majadero... ¿Quieren Vds. que les diga en qué consiste el enojo del gran Caballuco?

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-¿Enojo?

-Ya me lo figuro -indicó el Penitenciario, recostándose en el sillón y riendo expansivamente y con estrépito.

-Yo quería decirle al Sr. D. José... -gruñó el formidable jinete.

-Hombre, calla por Dios, no nos aporrees los oídos.

-Sr. Caballuco -apuntó el Penitenciario-, no es mucho que los señores de la corte desbanquen a los rudos caballistas de estas salvajes tierras...

-En dos palabras, Pepe: la cuestión es esta. Caballuco es no sé qué...

La risa le impidió continuar.

-No sé qué -añadió D. Inocencio- de una de las niñas de Troya, de Mariquita Juana, si no estoy equivocado.

-¡Y está celoso! Después de su caballo, lo primero de la creación es Mariquita Troya.

-¡Bonito apunte! -exclamó la señora-. ¡Pobre Cristóbal! ¿Has creído que una persona como mi sobrino?... Vamos a ver, ¿qué ibas a decirle? Habla.

-Después hablaremos el Sr. D. José y yo -repuso bruscamente el bravo de la localidad.

Y sin decir más se retiró.

Poco después, Pepe Rey salió del comedor para ir a su cuarto. En la galería hallose frente a frente con su troyano antagonista, y no pudo reprimir la risa al ver la torva seriedad del ofendido cortejo.

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-Una palabra -dijo este, plantándose descaradamente ante el ingeniero-. ¿Usted sabe quién soy yo?

Diciendo esto puso la pesada mano en el hombro del joven con tan insolente franqueza, que este no pudo menos de rechazarle enérgicamente.

-No es preciso aplastar para eso.

El valentón, ligeramente desconcertado, se repuso al instante y mirando a Rey con audacia provocativa, repitió su estribillo.

-¿Sabe Vd. quién soy yo?

-Sí; ya sé que es Vd. un animal.

Apartole bruscamente hacia un lado y entró en su cuarto. Según el estado del cerebro de nuestro desgraciado amigo en aquel instante, sus acciones debían sintetizarse en el siguiente brevísimo y definitivo plan: romperle la cabeza a Caballuco sin pérdida de tiempo, despedirse enseguida de su tía con razones severas aunque corteses que le llegaran al alma, dar un frío adiós al canónigo y un abrazo al inofensivo D. Cayetano; administrar por fin de fiesta una paliza al tío Licurgo, partir de Orbajosa aquella misma noche, y sacudirse el polvo de los zapatos a la salida de la ciudad.

Pero los pensamientos del perseguido joven no podían apartarse, en medio de tantas amarguras, de otro desgraciado ser a quien suponía en situación más aflictiva y angustiosa que la suya propia. Tras el ingeniero entró en la estancia una criada.

-¿Le diste mi recado? -preguntó él.

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-Sí señor y me dio esto.

Rey tomó de las manos de la muchacha un pedacito de periódico, en cuya margen leyó estas palabras: «Dicen que te vas. Yo me muero».

Cuando Pepe volvió al comedor, el tío Licurgo se asomaba a la puerta, preguntando:

-¿A qué hora hace falta la jaca?

-A ninguna -contestó vivamente Pepe Rey.

-¿Luego no te vas esta noche? -dijo doña Perfecta-. Mejor es que lo dejes para mañana.

-Tampoco.

-¿Pues cuándo?

-Ya veremos -dijo fríamente el joven, mirando a su tía con imperturbable calma-. Por ahora no pienso marcharme.

Sus ojos lanzaban enérgico reto.

Doña Perfecta se puso primero encendida, pálida después. Miró al canónigo, que se había quitado las gafas de oro para limpiarlas, y luego clavó sucesivamente la vista en los demás que ocupaban la estancia, incluso Caballuco, que entrando poco antes, se sentara en el borde de una silla. Doña Perfecta les miró como mira un general a sus queridos cuerpos de ejército. Después examinó el semblante meditabundo y sereno de su sobrino, de aquel estratégico enemigo que se presentaba de improviso cuando se le creía en vergonzosa fuga.

¡Ay! ¡Sangre, ruina y desolación!... Una gran batalla se preparaba.



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ArribaAbajo- XVI -

Noche


Orbajosa dormía. Los mustios farolillos del público alumbrado despedían en encrucijadas y callejones su postrer fulgor, como cansados ojos que no pueden vencer el sueño. A su débil luz se escurrían envueltos en sus capas los vagabundos, los rondadores, los jugadores. Sólo el graznar del borracho o el canto del enamorado turbaban la callada paz de la ciudad histórica. De pronto el Ave María Purísima de vinoso sereno sonaba como un quejido enfermizo del durmiente poblachón.

En la casa de doña Perfecta también había silencio. Turbábalo sólo un diálogo que en la biblioteca del Sr. D. Cayetano sostenían este y Pepe Rey. Sentábase el erudito reposadamente en el sillón de su mesa de estudio, la cual aparecía cubierta por diversas suertes de papeles, conteniendo notas, apuntes y referencias, sin que el más pequeño desorden las confundiese, a pesar de su mucha diversidad   —155→   y abundancia. Rey fijaba los ojos en el copioso montón de papeles; pero sus pensamientos volaban, sin duda, en regiones muy distantes de aquella sabiduría.

-Perfecta -dijo el anticuario-, aunque es una mujer excelente, tiene el defecto de escandalizarse por cualquier acción frívola e insignificante. Amigo, en estos pueblos de provincia el menor desliz se paga caro. Nada encuentro de particular en que Vd. fuese a casa de las Troyas. Se me figura que D. Inocencio, bajo su capita de hombre de bien, es algo cizañoso. ¿A él qué le importa?...

-Hemos llegado a un punto, Sr. D. Cayetano, en que es preciso tomar una determinación enérgica. Yo necesito ver y hablar a Rosario.

-Pues véala Vd.

-Es que no me dejan -respondió el ingeniero, dando un puñetazo en la mesa-. Rosario está secuestrada...

-¡Secuestrada! -exclamó el sabio con incredulidad-. La verdad es que no me gusta su cara, ni su aspecto, ni menos el estupor que se pinta en sus bellos ojos. Está triste, habla poco, llora... Amigo don José, me temo mucho que esa niña se vea atacada de la terrible enfermedad que ha hecho tantas víctimas en los individuos de mi familia.

-¡Una terrible enfermedad! ¿Cuál?

-La locura... mejor dicho, manías. En la familia no ha habido uno solo que se librara de ellas. Yo, yo soy el único que he logrado escapar.

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-¡Usted!... Dejando a un lado las manías -dijo Rey con impaciencia-, yo quiero ver a Rosario.

-Nada más natural. Pero el aislamiento en que su madre la tiene es un sistema higiénico, querido Pepe, el único sistema que se ha empleado con éxito en todos los individuos de mi familia. Considere usted que la persona cuya presencia y voz debe de hacer más impresión en el delicado sistema nervioso de Rosarillo es el elegido de su corazón.

-A pesar de todo -insistió Pepe-, yo quiero verla.

-Quizás Perfecta no se oponga a ello -dijo el sabio fijando la atención en sus notas y papeles-. No quiero meterme en camisa de once varas.

El ingeniero, viendo que no podía sacar partido del buen Polentinos, se retiró para marcharse.

-Usted va a trabajar, y no quiero estorbarle.

-No; aún tengo tiempo. Vea Vd. el cúmulo de preciosos datos que he reunido hoy. Atienda Vd... «En 1537 un vecino de Orbajosa llamado Bartolomé del Hoyo, fue a Civitta-Vecchia en las galeras del Marqués de Castel-Rodrigo». Otra. «En el mismo año dos hermanos, hijos también de Orbajosa y llamados Juan y Rodrigo González del Arco, se embarcaron en los seis navíos que salieron de Maestrique el 20 de Febrero y que a la altura de Calais toparon con un navío inglés, y los flamencos que mandaba Van Owen...». En fin, fue aquello una importante hazaña   —157→   de nuestra marina. He descubierto que un orbajosense, un tal Mateo Díaz Coronel, alférez de la Guardia, fue el que escribió en 1709 y dio a la estampa en Valencia el Métrico encomio, fúnebre canto, lírico elogio, descripción numérica, gloriosas fatigas, angustiadas glorias de la Reina de los Ángeles. Poseo un preciosísimo ejemplar de esta obra, que vale un Perú... Otro orbajosense es autor de aquel famoso Tractado de las diversas suertes de la Gineta, que enseñé a Vd. ayer; y en resumen, no doy un paso por el laberinto de la historia inédita sin tropezar con algún paisano ilustre. Yo pienso sacar todos esos nombres de la injusta oscuridad y olvido en que yacen. ¡Qué goce tan puro, querido Pepe, es devolver todo su lustre a las glorias, ora épicas, ora literarias del país en que hemos nacido! Ni qué mejor empleo puede dar un hombre al escaso entendimiento que del cielo recibiera, a la fortuna heredada y al tiempo breve con que puede contar en el mundo la más dilatada existencia... Gracias a mí, se verá que Orbajosa es ilustre cuna del genio español. Pero ¿qué digo? ¿No se conoce bien su prosapia ilustre en la nobleza, en la hidalguía de la actual generación urbsaugustana? Pocas localidades conocemos en que crezcan con más lozanía las plantas y arbustos de todas las virtudes, libres de la maléfica yerba de los vicios. Aquí todo es paz, mutuo respeto, humildad cristiana. La caridad se practica aquí como en los mejores tiempos evangélicos; aquí no se conoce la   —158→   envidia, aquí no se conocen las pasiones criminales; y si oye hablar Vd. de ladrones y asesinos, tenga por seguro que no son hijos de esta noble tierra, o que pertenecen al número de los infelices pervertidos por las predicaciones demagógicas. Aquí verá Vd. el carácter nacional en toda su pureza, recto, hidalgo, incorruptible, puro, sencillo, patriarcal, hospitalario, generoso... Por eso gusto tanto de vivir en esta pacífica soledad, lejos del laberinto de las ciudades, donde reinan ¡ay!, la falsedad y el vicio. Por eso no han podido sacarme de aquí los muchos amigos que tengo en Madrid; por eso vivo en la dulce compañía de mis leales paisanos y de mis libros, respirando sin cesar esta salutífera atmósfera de honradez, que se va poco a poco reduciendo en nuestra España, y sólo existe en las humildes y cristianas ciudades que con las emanaciones de sus virtudes saben conservarla. Y no crea Vd., este sosegado aislamiento ha contribuido mucho, queridísimo Pepe, a librarme de la terrible enfermedad connaturalizada en mi familia. En mi juventud, yo, lo mismo que mis hermanos y padre, padecía lamentable propensión a las más absurdas manías; pero aquí me tiene Vd. tan pasmosamente curado de ellas, que no conozco la existencia de tal enfermedad sino cuando la veo en los demás. Por eso mi sobrinilla me tiene tan inquieto.

-Celebro que los aires de Orbajosa le hayan preservado a Vd. -dijo Rey, no pudiendo reprimir   —159→   un sentimiento de burlas que por ley extraña nació en medio de su tristeza-. A mí me han probado tan mal que creo he de ser maniático dentro de poco tiempo si sigo aquí. Con que buenas noches, y que trabaje Vd. mucho.

-Buenas noches.

Dirigiose a su habitación; mas no sintiendo sueño ni necesidad de reposo físico, sino por el contrario, fuerte excitación que le impulsaba a agitarse y divagar, cavilando y moviéndose, se paseó de un ángulo a otro de la pieza. Después abrió la ventana que daba a la huerta, y poniendo los codos en el antepecho de ella, contempló la inmensa negrura de la noche. No se veía nada. Pero el hombre ensimismado lo ve todo, y Rey, fijos los ojos en la oscuridad, miraba cómo se iba desarrollando sobre ella el abigarrado paisaje de sus desgracias. La sombra no le permitía ver las flores de la tierra, ni las del cielo, que son las estrellas. La misma falta casi absoluta de claridad producía el efecto de un ilusorio movimiento en las masas de árboles, que se extendían al parecer; iban perezosamente y regresaban enroscándose, como el oleaje de un mar de sombras. Formidable flujo y reflujo, una lucha entre fuerzas no bien manifiestas agitaban la silenciosa esfera. El matemático, contemplando aquella extraña proyección de su alma sobre la noche, decía:

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-La batalla será terrible. Veremos quién sale triunfante.

Los insectos de la noche hablaron a su oído diciéndole misteriosas palabras. Aquí un chirrido áspero, allí un chasquido semejante al que hacemos con la lengua, allá lastimeros murmullos, más lejos un son vibrante, parecido al de la esquila suspendida al cuello de la res vagabunda. De súbito sintió Rey una consonante extraña, una rápida nota propia tan sólo de la lengua y de los labios humanos. Esta exhalación cruzó por el cerebro del joven como un relámpago. Sintió culebrear dentro de sí aquella S fugaz, que se repitió una y otra vez, aumentando de intensidad. Miró a todos lados, miró hacia la parte alta de la casa, y en una ventana creyó distinguir un objeto semejante a un ave blanca que movía las alas. Por la mente excitada de Pepe Rey cruzó en un instante la idea del fénix, de la paloma, de la garza real... y sin embargo aquella ave no era más que un pañuelo.

El ingeniero saltó por la ventana a la huerta. Observando bien, vio la mano y el rostro de su prima. Le pareció distinguir el tan usual movimiento de imponer silencio llevando el dedo a los labios. Después la simpática sombra alargó el brazo hacia abajo y desapareció.

Pepe Rey entró de nuevo en su cuarto rápidamente y procurando no hacer ruido, pasó a la galería, avanzando después lentamente por ella. Sentía   —161→   el palpitar de su corazón como si recibiera hachazos dentro del pecho. Esperó un rato... al fin oyó distintamente tenues golpes en los peldaños de la escalera. Uno, dos, tres... Producían aquel rumor unos zapatitos.

Dirigiose hacia allá en medio de una oscuridad casi profunda, y alargó los brazos para prestar apoyo a quien bajaba. En su alma reinaba una ternura exaltada y profunda, pero ¿a qué negarlo?, tras aquel dulce sentimiento surgió de repente, como infernal inspiración, otro que era un terrible deseo de venganza.

Los pasos se acercaban descendiendo. Pepe Rey avanzó y unas manos que tanteaban en el vacío, chocaron con las suyas. Las cuatro ¡ay!, se unieron en estrecho apretón.



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ArribaAbajo- XVII -6

Luz a oscuras


La galería era larga y ancha. A un extremo estaba la puerta del cuarto donde moraba el ingeniero, en el centro la del comedor y al otro extremo la escalera y una puerta grande y cerrada, con un peldaño en el umbral. Aquella puerta era la de una capilla, donde los Polentinos tenían los santos de su devoción doméstica. Alguna vez se celebraba en ella el santo sacrificio de la misa.

Rosario dirigió a su primo hacia la puerta de la capilla, y se dejó caer en el escalón.

-¿Aquí?... -murmuró Pepe Rey.

Por los movimientos de la mano derecha de Rosario, comprendió que esta se santiguaba.

-Prima querida, Rosario... ¡gracias por haberte dejado ver! -exclamó estrechándola con ardor entre sus brazos.

Sintió los dedos fríos de la joven sobre sus labios, imponiéndole silencio. Los besó con frenesí.

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-Estás helada... Rosario... ¿por qué tiemblas así?

Daba diente con diente, y su cuerpo todo se estremecía con febril convulsión. Rey sintió en su cara el abrasador fuego del rostro de su prima, y alarmado exclamó:

-Tu frente es un volcán, Rosario. Tienes fiebre.

-Mucha.

-¿Estás enferma realmente?

-Sí...

-Y has salido...

-Por verte.

El ingeniero la estrechó entre sus brazos para darle abrigo; pero no bastaba.

-Aguarda -dijo vivamente levantándose-. Voy a mi cuarto a traer mi manta de viaje.

-Apaga la luz, Pepe.

Rey había dejado encendida la luz dentro de su cuarto, y por la puerta de este salía una tenue claridad, iluminando la galería.

Volvió al instante. La oscuridad era ya profunda. Tentando las paredes pudo llegar hasta donde estaba su prima. Reuniéronse y la arropó cuidadosamente de los pies a la cabeza.

-¡Qué bien estás ahora, niña mía!

-Sí, ¡qué bien!... Contigo.

-Conmigo... y para siempre -exclamó con exaltación el joven.

Pero observó que se desasía de sus brazos y se levantaba.

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-¿Qué haces?

Sintió el ruido de un hierrecillo. Rosario entraba una llave en la invisible cerradura, y abría cuidadosamente la puerta en cuyo umbral se habían sentado. Leve olor de humedad, inherente a toda pieza cerrada por mucho tiempo, salía de aquel recinto oscuro como una tumba. Pepe Rey se sintió llevado de la mano, y la voz de su prima dijo muy débilmente:

-Entra.

Dieron algunos pasos. Creíase él conducido a ignotos lugares Elíseos por el ángel de la noche. Ella tanteaba. Por fin volvió a sonar su dulce voz murmurando:

-Siéntate.

Estaban junto a un banco de madera. Los dos se sentaron. Pepe Rey la abrazó de nuevo. En el mismo instante su cabeza chocó con un cuerpo muy duro.

-¿Qué es esto?

-Los pies.

-Rosario... ¿qué dices?

-Los pies del divino Jesús, de la imagen de Cristo Crucificado que adoramos en mi casa.

Pepe Rey sintió como una fría lanzada que le traspasó el corazón.

-Bésalos -dijo imperiosamente la joven.

El matemático besó los helados pies de la santa imagen.

-Pepe -exclamó después la señorita, estrechando   —165→   ardientemente la mano de su primo-. ¿Tú crees en Dios?

-¡Rosario!... ¿qué dices ahí? ¡Qué locuras piensas! -repuso con perplejidad el primo.

-Contéstame.

Pepe Rey sintió humedad en sus manos.

-¿Por qué lloras? -dijo lleno de turbación-. Rosario, me estás matando con tus dudas absurdas. ¡Que si creo en Dios! ¿Lo dudas tú?

-Yo no; pero todos dicen que eres ateo.

-Desmerecerías a mis ojos, te despojarías de tu aureola de pureza y de prestigio, si dieras crédito a tal necedad.

-Oyéndote calificar de ateo, y sin poder convencerme de lo contrario por ninguna razón, he protestado desde el fondo de mi alma contra tal calumnia. Tú no puedes ser ateo. Dentro de mí tengo yo vivo y fuerte el sentimiento de tu religiosidad, como el de la mía propia.

-¡Qué bien has hablado! ¿Entonces, por qué me preguntas si creo en Dios?

-Porque quería escucharlo de tu misma boca y recrearme oyéndotelo decir. ¡Hace tanto tiempo que no oigo el acento de tu voz!... ¿Qué mayor gusto que oírla de nuevo, después de tan gran silencio, diciendo: «creo en Dios»?

-Rosario, hasta los malvados creen en él. Si existen ateos, que no lo dudo, son los calumniadores, los intrigantes de que está infestado el mundo... Por   —166→   mi parte, me importan poco las intrigas y las calumnias, y si tú te sobrepones a ellas y cierras tu corazón a los sentimientos de discordia que una mano aleve quiere introducir en él, nada se opondrá a nuestra felicidad.

-¿Pero qué nos pasa? Pepe, querido Pepe... ¿tú crees en el Diablo?

El ingeniero calló. La oscuridad de la capilla no permitía a Rosario ver la sonrisa con que su primo acogiera tan extraña pregunta.

-Será preciso creer en él -dijo al fin.

-¿Qué nos pasa? Mamá me prohíbe verte; pero fuera de lo del ateísmo no habla mal de ti: Díceme que espere; que tú decidirás; que te vas, que vuelves... Háblame con franqueza... ¿Has formado mala idea de mi madre?

-De ninguna manera -replicó Rey apremiado por su delicadeza.

-¿No crees, como yo, que me quiere mucho; que nos quiere a los dos; que sólo desea nuestro bien, y que al fin y al cabo hemos de alcanzar de ella el consentimiento que deseamos?

-Si tú lo crees así, yo también... Tu mamá nos adora a entrambos... Pero, querida Rosario, es preciso confesar que el Demonio ha entrado en esta casa.

-No te burles... -repuso ella con cariño-. ¡Ay!, mamá es muy buena. Ni una sola vez me ha dicho que no fueras digno de ser mi marido. No insiste   —167→   más que en lo del ateísmo. Dicen además que tengo manías, y que ahora me ha entrado la de quererte con toda mi alma. En nuestra familia es ley no contrariar de frente las manías congénitas que tenemos, porque atacándolas se agravan más.

-Pues yo creo que a tu lado hay buenos médicos que se han propuesto curarte, y que al fin, adorada niña mía, lo conseguirán.

-No, no, no mil veces -exclamó Rosario apoyando su frente en el pecho de su novio-. Quiero volverme loca contigo. Por ti estoy padeciendo, por ti estoy enferma; por ti desprecio la vida y me expongo a morir... Ya lo preveo; mañana estaré peor, me agravaré... Moriré; ¿qué me importa?

-Tú no estás enferma -repuso él con energía-; tú no tienes sino una perturbación moral, que naturalmente trae ligeras afecciones nerviosas; tú no tienes más que la pena ocasionada por esta horrible violencia que están ejerciendo sobre ti. Tu alma sencilla y generosa no lo comprende. Cedes; perdonas a los que te hacen daño; te afliges, atribuyendo tu desgracia a funestas influencias sobrenaturales; padeces en silencio; entregas tu inocente cuello al verdugo; te dejas matar, y el mismo cuchillo hundido en tu garganta te parece la espina de una flor que se te clavó al pasar. Rosario, desecha esas ideas: considera nuestra verdadera situación, que es grave; mira la causa de ella donde verdaderamente está, y no te acobardes, no cedas a la mortificación que se   —168→   te impone, enfermando tu alma y tu cuerpo. El valor de que careces te devolverá la salud, porque tú no estás realmente enferma, querida niña mía, tú estás... ¿quieres que lo diga?, estás asustada, aterrada. Te pasa lo que los antiguos no sabían definir y llamaban maleficio. Rosario, ánimo, ¡confía en mí! Levántate y sígueme. No te digo más.

-¡Ay! ¡Pepe... primo mío!... se me figura que tienes razón -exclamó Rosarito anegada en llanto-. Tus palabras resuenan en mi corazón como golpes violentos que estremeciéndome, me dan nueva vida. Aquí en esta oscuridad donde no podemos vernos las caras, una luz inefable sale de ti y me inunda el alma. ¿Qué tienes tú, que así me transformas? Cuando te conocí, de repente fui otra. En los días en que he dejado de verte, me he visto volver a mi antiguo estado insignificante, a mi cobardía primera. Sin ti vivo en el Limbo, Pepe mío... Haré lo que me dices; me levanto y te sigo. Iremos juntos a donde quieras. ¿Sabes que me siento bien?, ¿sabes que no tengo ya fiebre?, ¿que recobro las fuerzas?, ¿que quiero correr y gritar?, ¿que todo mi ser se renueva y se aumenta y se centuplica para adorarte? Pepe, tienes razón. Yo no estoy enferma, yo no estoy sino acobardada, mejor dicho, fascinada.

-Eso es, fascinada.

-Fascinada. Terribles ojos me miran y me dejan muda y trémula. Tengo miedo; ¿pero a qué?... Tú solo tienes el extraño poder de devolverme la   —169→   vida. Oyéndote, resucito. Yo creo que si me muriera y fueras a pasear junto a mi sepultura, desde lo hondo de la tierra sentiría tus pasos. ¡Oh, si pudiera verte ahora!... Pero estás aquí, a mi lado, y no puedo dudar que eres tú... ¡Tanto tiempo sin verte!... Yo estaba loca. Cada día de soledad me parecía un siglo... Me decían que mañana, que mañana y vuelta con mañana. Yo me asomaba a la ventana por las noches a la ventana, y la claridad de la luz de tu cuarto, me servía de consuelo. A veces tu sombra en los cristales, era para mí una aparición divina. Yo extendía los brazos hacia fuera, derramaba lágrimas y gritaba con el pensamiento, sin atreverme a hacerlo con la voz. Cuando recibí tu recado por conducto de la criada; cuando recibí tu carta diciéndome que te marchabas, me puse muy triste, creí que se me iba saliendo el alma del cuerpo y que me moría por grados. Yo caía, caía, como el pájaro herido cuando vuela, que va cayendo y muriéndose, todo al mismo tiempo... Esta noche, cuando te vi despierto tan tarde, no pude resistir el anhelo de hablarte, y bajé. Creo que todo el atrevimiento que puedo tener en mi vida, lo he consumido y empleado en una sola acción, en esta, y que ya no podré dejar de ser cobarde... Pero tú me darás aliento; tú me darás fuerzas; tú me ayudarás ¿no es verdad?... Pepe, primo mío querido, dime que sí; dime que tengo fuerzas y las tendré; dime que no estoy enferma y no lo estaré. Ya no lo estoy. Me   —170→   encuentro tan bien, que me río de mis males ridículos.

Al decir esto, Rosarito se sintió frenéticamente enlazada por los brazos de su primo. Oyose un ¡ay!, pero no salió de los labios de ella, sino de los de él, porque habiendo inclinado la cabeza, tropezó violentamente con los pies del Cristo. En la oscuridad es donde se ven las estrellas.

En el estado de su ánimo y en la natural alucinación que producen los sitios oscuros, a Rey le parecía, no que su cabeza había topado con el santo pie, sino que este se había movido, amonestándole de la manera más breve y más elocuente. Entre serio y festivo alzó la cabeza y dijo así:

-Señor, no me pegues, que no haré nada malo.

En el mismo instante Rosario tomó la mano del joven, oprimiéndola contra su corazón. Oyose una voz pura, grave, angelical, conmovida, que habló de este modo:

-Señor que adoro, Señor Dios del mundo y tutelar de mi casa y de mi familia; Señor a quien Pepe también adora; Santo Cristo bendito que moriste en la cruz por nuestros pecados: ante ti, ante tu cuerpo herido, ante tu frente coronada de espinas, digo que este es mi esposo, y que después de ti, es el que más ama mi corazón; digo que le declaro mi esposo y que antes moriré que pertenecer a otro. Mi corazón y mi alma son suyos. Haz que el mundo no se oponga a nuestra felicidad y concédeme   —171→   el favor de que esta unión que juro sea buena ante el mundo como lo es en mi conciencia.

-Rosario, eres mía -exclamó Pepe con exaltación-. Ni tu madre ni nadie lo impedirá.

La prima inclinó su hermoso busto inerte sobre el pecho del primo. Temblaba en los amantes brazos varoniles, como la paloma en las garras del águila.

Por la mente del ingeniero pasó como un rayo la idea de que existía el Demonio; pero entonces el Demonio era él.

Rosario hizo ligero movimiento de miedo, tuvo como el temblor de sorpresa que anuncia el peligro.

-Júrame que no desistirás -dijo turbadamente Rey atajando aquel movimiento.

-Te lo juro por las cenizas de mi padre que están...

-¡Dónde!

-Bajo nuestros pies.

El matemático sintió que se levantaba bajo sus pies la losa... pero no, no se levantaba: es que él creyó notarlo así, a pesar de ser matemático.

-Te lo juro -repitió Rosario- por las cenizas de mi padre y por Dios que nos está mirando... Que nuestros cuerpos, unidos como están ahora, reposen bajo estas losas cuando Dios quiera llevarnos de este mundo.

-Sí -repitió Pepe Rey-, con emoción profunda, sintiendo llena su alma de una turbación inexplicable.

  —172→  

Ambos permanecieron en silencio durante breve rato. Rosario se había levantado.

-¿Ya?

Volvió a sentarse.

-Tiemblas otra vez -dijo Pepe-. Rosario, tú estás mala; tu frente abrasa.

Tentola y ardía.

-Parece que me muero -murmuró la joven con desaliento-. No sé qué tengo.

Cayó sin sentido en brazos de su primo. Agasajándola, notó que el rostro de la joven se cubría de helado sudor.

-Está realmente enferma -dijo para sí-. Esta salida es una verdadera calaverada.

Levantola en sus brazos tratando de reanimarla, pero ni el temblor de ella ni el desmayo cesaban, por lo cual resolvió sacarla de la capilla, a fin de que el aire fresco la reanimase. Así fue en efecto. Recobrado el sentido, manifestó Rosario mucha inquietud por hallarse a tal hora fuera de su habitación. El reló7 de la catedral dio las cuatro.

-¡Qué tarde! -exclamó la joven-. Suéltame, primo. Me parece que puedo andar. Verdaderamente estoy muy mala.

-Subiré contigo.

-Eso de ninguna manera. Antes iré arrastrándome hasta mi cuarto... ¿No te parece que se oye un ruido?...

  —173→  

Ambos callaron. La ansiedad de su atención determinó un silencio absoluto.

-¿No oyes nada, Pepe?

-Absolutamente nada.

-Pon atención... Ahora, ahora vuelve a sonar. Es un rumor que no sé si suena lejos, muy lejos, o cerca, muy cerca. Lo mismo podría ser la respiración de mi madre que el chirrido de la veleta que está en la torre de la catedral. ¡Ah! Tengo un oído muy fino.

-Demasiado fino... Con que, querida prima, te subiré en brazos.

-Bueno, súbeme hasta lo alto de la escalera. Después iré yo sola. En cuanto descanse un poco, me quedaré como si tal cosa... ¿Pero no oyes?

Detuviéronse en el primer peldaño.

-Es un sonido metálico.

-¿La respiración de tu mamá?

-No, no es eso. El rumor viene de muy lejos. ¿Será el canto de un gallo?

-Podrá ser.

-Parece que suenan dos palabras, diciendo: allá voy, allá voy.

-Ya, ya oigo -murmuró Pepe Rey.

-Es un grito.

-Es una corneta.

-¡Una corneta!

-Sí. Sube pronto. Orbajosa va a despertar... Ya se oye con claridad. No es trompeta sino clarín. La tropa se acerca.

  —174→  

-¡Tropa!

-No sé por qué me figuro que esta invasión militar ha de ser provechosa para mí... Estoy alegre, Rosario arriba pronto.

-También yo estoy alegre. Arriba.

En un instante la subió, y los dos amantes se despidieron, hablándose al oído tan quedamente que apenas se oían.

-Me asomaré por la ventana que da a la huerta, para decirte que he llegado a mi cuarto sin novedad. Adiós.

-Adiós, Rosario. Ten cuidado de no tropezar con los muebles.

-Por aquí navego bien, primo. Ya nos veremos otra vez. Asómate a la ventana de tu cuarto si quieres recibir mi parte telegráfico.

Pepe Rey hizo lo que se le mandaba; pero aguardó largo rato y Rosario no apareció en la ventana. El ingeniero creía sentir agitadas voces en el piso alto.



  —175→  

ArribaAbajo- XVIII -

Tropa


Los habitantes de Orbajosa oían en la crepuscular vaguedad de su último sueño aquel clarín sonoro, y abrían los ojos diciendo:

-Tropa.

Unos hablando consigo mismos, mitad dormidos, mitad despiertos, murmuraban:

Por fin nos han mandado esa canalla.

Otros se levantaban a toda prisa, gruñendo así:

-Vamos a ver a esos condenados.

Alguno apostrofaba de este modo:

-Anticipo forzoso tenemos... Ellos dicen quintas, contribuciones; nosotros diremos palos y más palos.

En otra casa se oyeron estas palabras, pronunciadas con alegría:

-Si vendrá mi hijo... ¡Si vendrá mi hermano!...

Todo era saltar del lecho, vestirse a prisa, abrir las ventanas para ver el alborotador regimiento que   —176→   entraba con las primeras luces del día. La ciudad era tristeza, silencio, vejez; el ejército alegría, estrépito, juventud. Entrando el uno en la otra, parecía que la momia recibía por arte maravillosa el don de la vida, y bulliciosa saltaba fuera del húmedo sarcófago8para bailar en torno de él. ¡Qué movimiento, qué algazara, qué risas, qué jovialidad! No existe nada tan interesante como un ejército. Es la patria en su aspecto juvenil y vigoroso. Lo que en el concepto individual tiene o puede tener esa misma patria de inepta, de levantisca, de supersticiosa unas veces, de blasfema otras, desaparece bajo la presión férrea de la disciplina que de tantas figurillas insignificantes hace un conjunto prodigioso. El soldado, o sea el corpúsculo, al desprenderse, después de un rompan filas, de la masa en que ha tenido vida regular y a veces sublime, suele conservar algunas de las cualidades peculiares del ejército. Pero esto no es lo más común. A la separación suele acompañar súbito encanallamiento, de lo cual resulta que si un ejército es gloria y honor, una reunión de soldados puede ser calamidad insoportable, y los pueblos que lloran de júbilo y entusiasmo al ver entrar en su recinto un batallón victorioso, gimen de espanto y tiemblan de recelo cuando ven libres y sueltos a los señores soldados.

Esto último sucedió en Orbajosa, porque en aquellos días no había glorias que cantar ni motivo alguno para tejer coronas ni trazar letreros triunfales   —177→   ni mentar siquiera hazañas de nuestros bravos, por cuya razón todo fue miedo y desconfianza en la episcopal ciudad, que si bien pobre, no carecía de tesoros en gallinas, frutas, dinero y doncellez, los cuales corrían gran riesgo desde que entraron los consabidos alumnos de Marte.

Además de esto, la patria de los Polentinos, como ciudad muy apartada del movimiento y bullicio que han traído el tráfico, los periódicos, los ferrocarriles y otros agentes que no hay para qué analizar ahora, no gustaba que la molestasen en su sosegada existencia. Siempre que se le ofrecía coyuntura propia, mostraba asimismo viva repulsión a someterse a la autoridad central que mal o bien nos gobierna; y recordando sus fueros de antaño y mascullándolos de nuevo, como rumia el camello la yerba que ha comido el día antes, solía hacer alarde de cierta independencia levantisca, deplorables resabios de behetría que a veces daban no pocos quebraderos de cabeza al gobernador de la provincia.

Otrosí debe tenerse en cuenta que Orbajosa tenía antecedentes, o mejor dicho abolengo faccioso. Sin duda conservaba en su seno algunas fibras enérgicas de aquellas que en edad remota, según la entusiasta opinión de D. Cayetano, la impulsaron a inauditas acciones épicas; y aunque en decadencia, sentía de vez en cuando violento afán de hacer grandes cosas, aunque fueran barbaridades y desatinos. Como dio al mundo tantos egregios hijos, quería sin duda que   —178→   sus actuales vástagos, los Caballucos, Merengues y Pelomalos renovasen las Gestas gloriosas de los de antaño.

Siempre que hubo facciones en España, aquel pueblo dio a entender que no existía en vano sobre la faz de la tierra, si bien nunca sirvió de teatro a una verdadera guerra. Su genio, su situación, su historia la reducían al papel secundario de levantar partidas. Obsequió al país con esta fruta nacional en 1827 cuando los Apostólicos, durante la guerra de los siete años, en 1848, y en otras épocas de menos eco en la historia patria. Las partidas y los partidarios fueron siempre populares, circunstancia funesta que procedía de la guerra de la Independencia, una9 de esas cosas buenas que han sido origen de infinitas cosas detestables. Corruptio optimi pessima. Y con la popularidad de las partidas y de los partidarios, coincidía, siempre creciente, la impopularidad de todo lo que entraba en Orbajosa con visos de delegación o instrumento del poder central. Los soldados fueron siempre tan mal vistos allí que siempre que los ancianos narraban un crimen, robo, asesinato, violación o cualquier otro espantable desafuero, añadían: esto sucedió cuando vino la tropa.

Y ya que se ha dicho esto tan importante, bueno será añadir que los batallones enviados allá en los mismos días de la historia que referimos, no iban a pasearse por las calles, pues que llevaban un objeto   —179→   que clara y detalladamente se verá más adelante. Como dato de no escaso interés apuntaremos que lo que aquí se va contando ocurrió en un año que no está muy cerca del presente, ni tan poco muy lejos, así como también se puede decir que Orbajosa (entre10 los romanos urbs augusta, si bien algunos eruditos modernos, examinando el ajosa, opinan que este rabillo lo tiene por ser patria de los mejores ajos del mundo), no está muy lejos ni tampoco muy cerca de Madrid, no debiendo tampoco asegurarse que enclave sus gloriosos cimientos al Norte ni al Sur, ni al Este ni al Oeste, sino que es posible esté en todas partes, y por do quiera que los españoles revuelvan sus ojos y sientan el picor de sus ajos.

Repartidas por el municipio las cédulas de alojamiento, cada cual se fue en busca de su hogar prestado. Les recibían de muy mal talante, dándoles acomodo en los lugares más atrozmente inhabitables de las casas. Las muchachas del pueblo no eran en verdad las más descontentas; pero se ejercía sobre ellas una gran vigilancia, y no era decente mostrar alegría por la visita de tal canalla. Los pocos soldados hijos de la comarca eran los únicos que estaban a cuerpo de rey. Los demás eran considerados como extranjeros de la extranjería más remota.

A las ocho de la mañana un teniente coronel de caballería entró con su cédula en casa de Doña Perfecta Polentinos. Recibiéronle los criados, por encargo de la señora, que hallándose en deplorable   —180→   situación de ánimo, no quiso bajar al encuentro del soldadote; y señaláronle para vivienda la única habitación al parecer disponible de la casa, el cuarto que ocupaba Pepe Rey.

-Que se acomoden los dos como puedan -dijo doña Perfecta con expresión de hiel y vinagre-. Y si no caben que se vayan a la calle.

¿Era su intención molestar de este modo al infame sobrino, o realmente no había en el edificio otra pieza disponible? No lo sabemos, ni las crónicas de donde esta verídica historia ha salido dicen una palabra acerca de tan importante cuestión. Lo que sabemos de un modo incontrovertible es que lejos de mortificar a los dos huéspedes que les embaularan juntos, causoles sumo gusto por ser amigos antiguos. Grande y alegre sorpresa tuvieron uno y otro cuando se encontraron, y no cesaban de hacerse preguntas, y lanzar exclamaciones, ponderando la extraña casualidad que los unía en tal sitio y ocasión.

-Pinzón... ¡tú por aquí!... pero ¿qué es esto? No sospechaba que estuvieras tan cerca...

-Yo oí decir que andabas por estas tierras, Pepe Rey; pero tampoco creí encontrarte en la horrible, en la salvaje Orbajosa.

-¡Pero qué casualidad feliz!... porque esta casualidad es felicísima, providencial... Pinzón, entre tú y yo vamos a hacer algo grande en este poblacho.

-Y tendremos tiempo de meditarlo -repuso el otro sentándose en el lecho donde el ingeniero estaba   —181→   acostado-, porque según parece viviremos los dos en esta pieza. ¿Qué demonios de casa es esta?

-Hombre, la de mi tía. Habla con más respeto. ¿No conoces a mi tía?... Pero voy a levantarme.

-Me alegro, porque con eso me acostaré yo, que bastante lo necesito... ¡Qué camino, amigo Pepe, qué camino y qué pueblo!

-Dime, ¿venís a pegar fuego a Orbajosa?

-¡Fuego!

-Dígolo porque yo tal vez os ayudaría.

-¡Qué pueblo!, pero ¡qué pueblo! -exclamó el militar tirando el chacó, poniendo a un lado espada y tahalí, cartera de viaje y capote-. Es la segunda vez que nos mandan aquí. Te juro que a la tercera pido la licencia absoluta.

-No hables mal de esta buena gente. ¡Pero qué a tiempo has venido! Parece que te manda Dios en mi ayuda, Pinzón... Tengo un proyecto terrible, una aventura, si quieres llamarla así, un plan, amigo mío... y me hubiera sido muy difícil salir adelante sin ti. Hace un momento me volvía loco cavilando y dije lleno de ansiedad: «Si yo tuviera aquí un amigo, un buen amigo...».

-Proyecto, plan, aventura... Una de dos, señor matemático, o es dar la dirección a los globos o es algo de amores...

-Es formal, muy formal. Acuéstate, duerme un poco, y después hablaremos.

-Me acostaré, pero no dormiré. Puedes contarme   —182→   todo lo que quieras. Sólo te pido que hables lo menos posible de Orbajosa.

-Precisamente de Orbajosa quiero hablarte. ¿Pero tú también tienes antipatía a esa cuna de tantos varones insignes?

-Estos ajeros... los llamamos los ajeros... pues digo que serán todo lo insignes que tú quieras; pero a mí me pican, como los frutos del país. Este es un pueblo dominado por gentes, que enseñan la desconfianza, la superstición y el aborrecimiento a todo el género humano. Cuando estemos despacio te contaré un sucedido... un lance mitad gracioso mitad terrible que me pasó aquí el año pasado... Cuando te lo cuente tú te reirás y yo echaré chispas de cólera... Pero en fin, lo pasado pasado.

-Lo que a mí me pasa no tiene nada de gracioso.

-Pero los motivos de mi aborrecimiento a este poblachón son diversos. Has de saber que aquí asesinaron a mi padre el 48 unos desalmados partidarios. Era brigadier y estaba fuera de servicio. Llamole el gobierno y pasaba por Villahorrenda para ir a Madrid cuando fue cogido por media docena de tunantes... Aquí hay varias dinastías de guerrilleros. Los Aceros, los Caballucos, los Pelomalos... un presidio suelto, como dijo quien sabía muy bien lo que decía.

-Supongo que la venida de dos regimientos con alguna caballería no será por gusto de visitar estos amenos vergeles.

  —183→  

-¿Qué ha de ser? Venimos a recorrer el país. Hay muchos depósitos de armas. El Gobierno no se atreve a destituir a la mayor parte de los ayuntamientos sin desparramar algunas compañías por estos pueblos. Como hay tanta agitación facciosa en esta tierra; como dos provincias cercanas están ya infestadas, y como además este distrito municipal de Orbajosa tiene una historia tan brillante en todas las guerras civiles, hay temores de que los bravos de por aquí se echen a los caminos a saquear lo que encuentren.

-¡Buena precaución!... pero creo que mientras esta gente no perezca y vuelva a nacer, mientras hasta las piedras no muden de forma, no habrá paz en Orbajosa.

-Esa es también mi opinión -dijo el militar encendiendo un cigarrillo-. ¿No ves que los partidarios son la gente mimada en este país? A todos los que asolaron la comarca en 1848 y en otras épocas, o a falta de ellos a sus hijos, les encuentras colocados en los fielatos, en puertas, en el ayuntamiento, en la conducción del correo: los hay que son alguaciles, sacristanes, comisionados de apremios. Algunos se han hecho temibles caciques y son los que amasan las elecciones y tienen influjo en Madrid; reparten destinos... en fin, esto da grima.

-Dime, ¿y no se podrá esperar que los partidarios hagan alguna fechoría en estos días? Si así fuera, Vds. arrasarían el pueblo, y yo les ayudaría.

  —184→  

-Si en mí consistiera... Ellos harán de las suyas -dijo Pinzón- porque las facciones de las dos provincias cercanas crecen como una maldición de Dios. Y acá para entre los dos, amigo Rey, yo creo que esto va largo. Algunos se ríen y aseguran que no puede haber otra guerra civil como la pasada. No conocen el país, no conocen a Orbajosa y sus habitantes. Yo sostengo que esto que ahora empieza lleva larga cola, y que tendremos una nueva lucha cruel y sangrienta que durará lo que Dios quiera. ¿Qué opinas tú?

-Amigo Pinzón, en Madrid me reía yo de todos los que hablaban de la posibilidad de una guerra civil tan larga y terrible como la de siete años; pero ahora, después que estoy aquí...

-Es preciso engolfarse en estos países encantadores, ver de cerca esta gente y oírle dos palabras para saber de qué pie cojea.

-Pues sí... sin poderme explicar en qué fundo mis ideas, ello es que desde aquí veo las cosas de otra manera, y pienso en la posibilidad de largas y feroces guerras.

-Exactamente.

-Pero ahora más que la guerra pública me preocupa una privada en que estoy metido y que he declarado hace poco.

-¿Dijiste que esta es la casa de tu tía? ¿Cómo se llama?

-Doña Perfecta Rey de Polentinos.

  —185→  

-¡Ah! La conozco de nombre. Es una persona excelente, y la única de quien no he oído hablar mal a los ajeros. Cuando estuve aquí la otra vez, en todas partes oía ponderar su bondad, su caridad, sus virtudes.

-Sí; mi tía es muy bondadosa, muy amable -dijo Rey.

Después quedó pensativo breve rato.

-Pero ahora recuerdo... -exclamó de súbito Pinzón-. Ahora recuerdo... Cómo se van atando cabos... Sí, en Madrid me dijeron que te casabas con una prima. Todo está descubierto. ¿Es aquella linda y celestial Rosarito?...

-Amigo Pinzón, vamos a hablar detenidamente.

-Se me figura que hay contrariedades.

-Hay algo más. Hay luchas terribles. Se necesitan amigos poderosos, listos, de iniciativa, de gran experiencia en los lances difíciles, de gran astucia y valor.

-Hombre, eso es todavía más grave que un desafío.

-Mucho más grave. Se bate uno fácilmente con otro hombre. Con mujeres, con invisibles enemigos que trabajan en la sombra es imposible.

-Vamos: ya soy todo oídos.

El teniente coronel Pinzón descansaba cuan largo era sobre el lecho. Pepe Rey acercó una silla y apoyando en el mismo lecho el codo y en la mano la cabeza, empezó su conferencia, consulta, exposición   —186→   de plan o lo que fuera, y habló larguísimo rato. Oíale Pinzón con curiosidad profunda y sin decir nada, salvo algunas preguntillas sueltas para pedir nuevos datos o la aclaración de alguna oscuridad. Cuando Rey concluyó, Pinzón estaba serio. Estirose en la cama, desperezándose con la placentera convulsión de quien no ha dormido en tres noches, y después dijo así:

-Tu plan es peliagudísimo, arriesgado y difícil.

-Pero no imposible.

-¡Oh!, no, que nada hay imposible en este mundo. Piénsalo bien.

-Ya lo he pensado.

-¿Y estás resuelto a llevarlo adelante? Mira que esas cosas ya no se estilan. Suelen salir mal, y no dejan bien parado a quien las hace.

-Estoy resuelto.

-Pues por mi parte aunque el asunto es arriesgado y grave, muy grave, estoy dispuesto a ayudarte en todo y por todo.

-¿Cuento contigo?

-Hasta morir.



  —187→  

ArribaAbajo- XIX -

Combate terrible.- Estrategia.


Los primeros fuegos no podían tardar. A la hora de la comida, después de ponerse de acuerdo con Pinzón respecto al plan convenido, cuya primera condición era que ambos amigos fingirían no conocerse, Pepe Rey fue al comedor. Allí encontró a su tía que acababa de llegar de la catedral, donde pasaba, según su costumbre toda la mañana. Estaba sola y parecía hondamente preocupada. El ingeniero observó que sobre aquel semblante pálido y marmóreo, no exento de cierta hermosura, se proyectaba la misteriosa sombra de un celaje. Al mirar recobraba la claridad siniestra; pero miraba poco, y después de una rápida observación del rostro de su sobrino, el de la bondadosa dama se ponía otra vez en su estudiada penumbra.

Aguardaban en silencio la comida. No esperaron a D. Cayetano, porque este había ido a Mundo   —188→   Grande. Cuando empezaron a comer, doña Perfecta dijo:

-Y ese caballero, ese militarote que nos ha regalado hoy el Gobierno, ¿no viene a comer?

-Parece tener más sueño que hambre -repuso el ingeniero sin mirar a su tía.

-¿Le conoces tú?

-No le he visto en mi vida.

-Pues estamos divertidos con los huéspedes que nos manda el Gobierno. Aquí tenemos nuestras camas y nuestra comida para cuando a esos perdidos de Madrid se les antoje disponer de ellas.

-Es que hay temores de que se levanten partidas -dijo Pepe Rey sintiendo que una centella corría por todos sus miembros- y el Gobierno está decidido a aplastar a los orbajosenses, a aplastarlos, a hacerlos polvo.

-Hombre, para, para por Dios, no nos pulverices -exclamó la señora con sarcasmo-. ¡Pobrecitos de nosotros! Ten piedad, hombre, y deja vivir a estas infelices criaturas. Y qué ¿serás tú de los que ayuden a la tropa en la grandiosa obra de nuestro aplastamiento?

-Yo no soy militar. No haré más que aplaudir cuando vea extirpados para siempre los gérmenes de guerra civil, de insubordinación, de discordia, de behetría, de bandolerismo y de barbarie que existen aquí para vergüenza de nuestra época y de nuestro país.

  —189→  

-Todo sea por Dios.

-Orbajosa, querida tía, casi no tiene más que ajos y bandidos, porque bandidos son los que en nombre de una idea política o religiosa, se lanzan a correr aventuras cada cuatro o cinco años.

-Gracias, gracias, querido sobrino -dijo doña Perfecta palideciendo-. ¿Con que Orbajosa no tiene más que eso? Algo más habrá aquí, algo más que tú no tienes y que has venido a buscar entre nosotros.

Rey sintió el bofetón. Su alma se quemaba. Érale muy difícil guardar a su tía las consideraciones que por sexo, estado y posición merecía. Hallábase en el disparadero de la violencia, y un ímpetu irresistible le empujaba, lanzándole contra su interlocutora.

-Yo he venido a Orbajosa -dijo- porque Vd. me mandó llamar; Vd. concertó con mi padre...

-Sí, sí es verdad -repuso la señora interrumpiéndole vivamente, y procurando recobrar su habitual dulzura-. No lo niego. Aquí el verdadero culpable he sido yo. Yo tengo la culpa de tu aburrimiento, de los desaires que nos haces, de todo lo desagradable que en mi casa ocurre con motivo de tu venida.

-Me alegro de que Vd. lo conozca.

-En cambio tú eres un santo. ¿Será preciso también que me ponga de rodillas ante tu graciosidad y te pida perdón?...

  —190→  

-Señora -dijo Pepe Rey gravemente dejando de comer- ruego a Vd. que no se burle de mí de una manera tan despiadada. Yo no puedo ponerme en ese terreno... No he dicho más sino que vine a Orbajosa llamado por Vd.

-Y es cierto. Tu padre y yo concertamos que te casaras con Rosario. Viniste a conocerla. Yo te acepté desde luego como hijo... Tú aparentaste amar a Rosario...

-Perdóneme Vd. -objetó Pepe-. Yo amaba y amo a Rosario; Vd. aparentó aceptarme por hijo; Vd., recibiéndome con engañosa cordialidad, empleó desde el primer momento todas las artes de la astucia para contrariarme y estorbar el cumplimiento de las promesas hechas a mi padre; Vd. se propuso desde el primer día desesperarme, aburrirme y con los labios llenos de sonrisas y de palabras cariñosas, me ha estado matando, achicharrándome a fuego lento; Vd. ha lanzado contra mí en la oscuridad y a mansalva un enjambre de pleitos; Vd. me ha destituido del cargo oficial que traje a Orbajosa; Vd. me ha desprestigiado en la ciudad; Vd. me ha expulsado de la catedral; Vd. me ha tenido en constante ausencia de la escogida de mi corazón; Vd. ha mortificado a su hija con un encierro inquisitorial, que le hará perder la vida, si Dios no pone su mano en ello.

Doña Perfecta se puso como la grana. Pero aquella viva llamarada de su orgullo ofendido y de   —191→   su pensamiento descubierto pasó rápidamente dejándola pálida y verdosa. Sus labios temblaban. Arrojando el cubierto con que comía, se levantó de súbito. El sobrino se levantó también.

-¡Dios mío, Santa Virgen del Socorro! -exclamó la señora llevándose ambas manos a la cabeza y comprimiéndosela según el ademán propio de la desesperación-. ¿Es posible que yo merezca tan atroces insultos? Pepe, hijo mío, ¿eres tú el que habla?... Si he hecho lo que dices, en verdad que soy muy pecadora.

Dejose caer en el sofá y se cubrió el rostro con las manos. Pepe, acercándose lentamente a ella, observó el angustioso sollozar de su tía y las lágrimas que abundantemente derramaba. A pesar de su convicción no pudo vencer el ligero enternecimiento que se apoderó de él, y sintiéndose cobarde, experimentó cierta pena por lo mucho y fuerte que había dicho.

-Querida tía -indicó poniéndole la mano en el hombro-. Si me contesta Vd. con lágrimas y suspiros, me conmoverá pero no me convencerá. Razones y no sentimientos me hacen falta. Hábleme Vd., dígame serenamente que me equivoco al pensar lo que pienso, pruébemelo después, y reconoceré mi error.

-Déjame. Tú no eres hijo de mi hermano. Si lo fueras no me insultarías como me has insultado. ¿Con que yo soy una intrigante, una comedianta,   —192→   una harpía hipócrita, una diplomática de enredos caseros?...

Al decir esto, la señora había descubierto su rostro y contemplaba a su sobrino con expresión beatífica. Pepe estaba perplejo. Las lágrimas, así como la dulce voz de la hermana de su padre, no podían ser fenómenos insignificantes para el alma del matemático. Las palabras le retozaban en la boca para pedir perdón. Hombre de gran energía por lo común, cualquier accidente de sensibilidad, cualquier agente que obrase sobre su corazón, le trocaba de súbito en niño. Achaques de matemático. Dicen que Newton era también así.

-Yo quiero darte las razones que pides -dijo doña Perfecta, indicando al sobrino que se sentase junto a ella-. Yo quiero desagraviarte. Para que veas si soy buena, si soy indulgente, si soy humilde... ¿Crees que te contradiré, que negaré en absoluto los hechos de que me has acusado?... pues no, no los niego.

El ingeniero se quedó asombrado.

-No los niego -prosiguió la señora-. Lo que niego es la dañada intención que les atribuyes. ¿Con qué derecho te metes a juzgar lo que no conoces sino por indicios y conjeturas? ¿Tienes tú la suprema inteligencia que se necesita para juzgar de plano las acciones de los demás y dar sentencia sobre ellas? ¿Eres Dios para conocer las intenciones?

Pepe se asombró más.

  —193→  

-¿No es lícito emplear alguna vez en la vida medios indirectos para conseguir un fin bueno y honrado? ¿Con qué derecho juzgas acciones mías que no comprendes bien? Yo, querido sobrino, ostentando una sinceridad que tú no mereces, te confieso que sí, que efectivamente me he valido de subterfugios para conseguir un fin bueno, para conseguir lo que al mismo tiempo era beneficioso para ti y para mi hija... ¿No comprendes? Parece que estás lelo... ¡Ah! ¡Tu gran entendimiento de matemático y de filósofo alemán no es capaz de penetrar estas sutilezas de una madre prudente!

-Es que me asombro más y más cada vez -dijo el ingeniero.

-Asómbrate todo lo que quieras; pero confiesa tu barbaridad -manifestó la dama, aumentando en bríos-, reconoce tu ligereza y brutal comportamiento conmigo, al acusarme como lo has hecho. Eres un mozalbete sin experiencia ni otro saber que el de los libros, que nada enseñan del mundo ni del corazón. Tú de nada entiendes, más que de hacer caminos y muelles. ¡Ay!, señorito mío. En el corazón humano no se entra por los túneles de los ferro-carriles, ni se baja a sus hondos abismos por los pozos de las minas. No se lee en la conciencia ajena con los microscopios de los naturalistas, ni se decide la culpabilidad del prójimo, nivelando las ideas con teodolito.

-¡Por Dios querida tía!...

  —194→  

-¿Para qué nombras a Dios sino crees en él? -dijo doña Perfecta, con solemne acento-. Si creyeras en él, si fueras buen cristiano, no aventurarías pérfidos juicios sobre mi conducta. Yo soy una mujer piadosa, ¿entiendes? Yo tengo mi conciencia tranquila, ¿entiendes? Yo sé lo que hago y por qué lo hago, ¿entiendes?

-Entiendo, entiendo, entiendo.

-Dios, en quien tú no crees, ve lo que tú no ves ni puedes ver, las intenciones. Y no te digo más; no quiero entrar en explicaciones largas porque no lo necesito. Tampoco me entenderías si te dijera que deseaba alcanzar mi objeto sin escándalo, sin ofender a tu padre, sin ofenderte a ti, sin dar que hablar a las gentes con una negativa explícita... Nada de esto te diré, porque tampoco lo entenderás, Pepe. Eres matemático. Ves lo que tienes delante y nada más; la naturaleza brutal y nada más; rayas, ángulos, pesos y nada más. Ves el efecto y no la causa. El que no cree en Dios no ve causas. Dios es la suprema intención del mundo. El que le desconoce, necesariamente ha de juzgar de todo como juzgas tú, a lo tonto. Por ejemplo, en la tempestad no ve más que destrucción; en el incendio estragos, en la sequía miseria, en los terremotos desolación, y sin embargo, orgulloso señorito, en todas esas aparentes calamidades, hay que buscar la bondad de la intención... sí señor, la intención siempre buena de quien no puede hacer nada malo.

  —195→  

Esta embrollada, sutil y mística dialéctica no convenció a Rey; pero no quiso seguir a su tía por la áspera senda de tales argumentaciones, y sencillamente dijo:

-Bueno; yo respeto las intenciones...

-Ahora que pareces reconocer tu error -prosiguió la piadosa señora, cada vez más valiente-, te haré otra confesión, y es que voy comprendiendo que hice mal en adoptar tal sistema, aunque mi objeto era inmejorable. Dado tu carácter arrebatado, dada tu incapacidad para comprenderme, debí abordar la cuestión de frente y decirte: «sobrino mío, no quiero que seas esposo de mi hija».

-Ese es el lenguaje que debió emplear Vd. conmigo desde el primer día -repuso el ingeniero, respirando con desahogo, como quien se ve libre de enorme peso-. Agradezco mucho a Vd. esas palabras, querida tía. Después de ser acuchillado en las tinieblas, ese bofetón a la luz del día me complace mucho.

-Pues te repito el bofetón, sobrino -afirmó la señora con tanta energía como displicencia-. Ya lo sabes. No quiero que te cases con Rosario.

Pepe calló. Hubo una larga pausa, durante la cual uno y otro estuvieron mirándose fija y atentamente, cual si la cara de cada uno fuese para el contrario la más perfecta obra del arte.

-¿No entiendes lo que te he dicho? -repitió ella-. Que se acabó todo, que no hay boda.

  —196→  

-Permítame Vd. querida tía -dijo el joven, con entereza- que no me aterre con la intimación. En el estado a que han llegado las cosas, la negativa de Vd. es de escaso valor para mí.

-¿Qué dices? -gritó fulminante doña Perfecta.

-Lo que Vd. oye. Me casaré con Rosario.

Doña Perfecta se levantó indignada, majestuosa, terrible. Su actitud era la del anatema hecho mujer. Rey permaneció sentado, sereno, valiente, con el valor pasivo de una creencia profunda y de una resolución inquebrantable. El desplome de toda la iracundia de su tía que le amenazaba no le hizo pestañear. Él era así.

-Eres un loco. ¡Casarte tú con mi hija, casarte tú con ella, no queriendo yo!...

Los labios trémulos de la señora articularon estas palabras con el verdadero acento de la tragedia.

-¡No queriendo Vd.!... Ella opina de distinto modo.

-¡No queriendo yo!... -repitió la dama-. Sí... y lo digo y lo repito: no quiero, no quiero.

-Ella y yo lo deseamos.

-Menguado: ¿acaso no hay en el mundo más que ella y tú? ¿No hay padres, no hay sociedad, no hay conciencia, no hay Dios?

-Porque hay sociedad, porque hay conciencia, porque hay Dios -afirmó gravemente Rey, levantándose y alzando el brazo y señalando al cielo-, digo y repito que me casaré con ella.

  —197→  

-¡Miserable, orgulloso! Y si todo lo atropellaras, ¿crees que no hay leyes para impedir tu violencia?

-Porque hay leyes, digo y repito que me casaré con ella.

-Nada respetas.

-No respeto nada que sea indigno de respeto.

-Y mi autoridad, y mi voluntad, yo... ¿yo no soy nada?

-Para mí su hija de Vd. es todo: lo demás nada.

La entereza de Pepe Rey era como los alardes de una fuerza incontrastable, con perfecta conciencia de sí misma. Daba golpes secos, contundentes, sin atenuación de ningún género. Sus palabras parecían, si es permitida la comparación, una artillería despiadada.

Doña Perfecta cayó de nuevo en el sofá; pero no lloraba, y una convulsión nerviosa agitaba sus miembros.

-¿De modo que para este ateo infame -exclamó con franca rabia- no hay conveniencias sociales, no hay nada más que un capricho? Eso es una avaricia indigna. Mi hija es rica.

-Si piensa Vd. herirme con ese arma sutil, tergiversando la cuestión e interpretando torcidamente mis sentimientos, para lastimar mi dignidad, se equivoca Vd., querida tía. Llámeme Vd. avaro. Dios sabe lo que soy.

-No tienes dignidad.

-Esa es una opinión como otra cualquiera. El   —198→   mundo podrá tenerla a Vd. en olor de infalibilidad. Yo no. Estoy muy lejos de creer que las sentencias de Vd. no tengan apelación ante Dios.

-¿Pero es cierto lo que dices?... ¿Pero insistes después de mi negativa?... Tú lo atropellas todo, eres un monstruo, un bandido.

-Soy un hombre.

-¡Un miserable! Acabemos: yo te niego a mi hija, yo te la niego.

-¡Pues yo la tomaré! No tomo más que lo que es mío.

-Quítate de mi presencia -exclamó la señora, levantándose de súbito-. Fatuo, ¿crees que mi hija se acuerda de ti?

-Me ama, lo mismo que yo a ella.

-¡Mentira, mentira!

-Ella misma me lo ha dicho. Dispénseme Vd. si en esta cuestión doy más fe a la opinión de ella que a la de su mamá.

-¿Cuándo te lo ha dicho, si no la has visto en muchos días?

-La he visto anoche y me ha jurado ante el Cristo de la capilla que sería mi mujer.

-¡Oh escándalo y libertinaje!... ¿Pero qué es esto? ¡Dios mío, qué deshonra! -exclamó doña Perfecta comprimiéndose otra vez con ambas manos la cabeza y dando algunos pasos por la habitación-. ¿Rosario salió anoche de su cuarto?...

-Salió para verme. Ya era tiempo.

  —199→  

-¡Qué vil conducta la tuya! Has procedido como los ladrones, has procedido como los seductores adocenados.

-He procedido según la escuela de Vd. Mi intención era buena.

-¡Y ella bajó!... ¡Ah!, lo sospechaba. Esta mañana al amanecer la sorprendí vestida en su cuarto. Díjome que había salido no sé a qué... El verdadero criminal eres tú, tú... Esto es una deshonra. Pepe, Pepe, esperaba todo de ti, menos tan grande ultraje... Todo acabó. Márchate. Ya no existes para mí. Te perdono, con tal de que te vayas... No diré una palabra de esto a tu padre... ¡Qué horrible egoísmo! No, no hay amor en ti. Tú no amas a mi hija.

-Dios sabe que la adoro, y me basta.

-No pongas a Dios en tus labios, blasfemo, y calla. En nombre de Dios, a quien puedo invocar porque creo en él, te digo que mi hija no será jamás tu mujer. Mi hija se salvará, Pepe, mi hija no puede ser condenada en vida al infierno, porque infierno es la unión contigo.

-Rosario será mi esposa -repitió Pepe Rey con patética calma.

Irritábase más la piadosa señora con la energía serena de su sobrino. Con voz entrecortada habló así:

-No creas que me amedrantan tus amenazas. Sé lo que digo. Pues qué, ¿se puede atropellar un hogar,   —200→   una familia, se puede atropellar la autoridad humana y divina?

-Yo lo atropellaré todo -dijo el ingeniero empezando a perder su calma y expresándose con alguna agitación.

-¡Lo atropellarás todo! ¡Ah! Bien se ve que eres un bárbaro, un salvaje, un hombre que vive de la violencia.

-No, querida tía. Soy manso, recto, honrado y enemigo de violencias; pero entre Vd. y yo, entre Vd. que es la ley y yo que soy el destinado a acatarla, está una pobre criatura atormentada, un ángel de Dios sujeto a inicuos martirios. Este espectáculo, esta injusticia, esta violencia inaudita es la que convierte mi rectitud en barbarie, mi razón en fuerza, mi honradez en violencia parecida a la de los asesinos y ladrones; este espectáculo, señora mía, es lo que me impulsa a no respetar la ley de V., lo que me impulsa a pasar sobre ella, atropellándolo todo. Esto que parece desatino es una ley ineludible. Hago lo que hacen las sociedades, cuando una brutalidad tan ilógica como irritante se opone a su marcha. Pasan por encima y todo lo destrozan con feroz acometida. Tal soy yo en este momento: yo mismo no me conozco. Era razonable y soy un bruto, era respetuoso y soy insolente, era culto y me encuentro salvaje. Usted me ha traído a este horrible extremo, irritándome y apartándome del camino del bien por donde tranquilamente iba. ¿De quién es la culpa, mía o de Vd.?

  —201→  

-¡Tuya, tuya!

-Ni Vd. ni yo lo podemos resolver. Creo que ambos carecemos de razón. En Vd. violencia e injusticia, en mí injusticia y violencia. Hemos venido a ser tan bárbaro el uno como el otro, y luchamos y nos herimos sin compasión. Dios lo permite así. Mi sangre caerá sobre la conciencia de Vd., la de Vd. caerá sobre la mía. Basta ya, señora. No quiero molestar a Vd. con palabras inútiles. Ahora entraremos en los hechos.

-¡En los hechos, bien! -dijo doña Perfecta más bien rugiendo que hablando-. No creas que en Orbajosa falta guardia civil.

-Adiós, señora. Me retiro de esta casa. Creo que nos volveremos a ver.

-Vete, vete, vete ya -gritó ella señalando la puerta con enérgico ademán.

Pepe Rey salió. Doña Perfecta después de pronunciar algunas palabras incoherentes que eran la más clara expresión de su ira, cayó en un sillón con muestras de cansancio o de ataque nervioso. Acudieron las criadas.

-Que vayan a llamar al Sr. D. Inocencio! -gritó-. Al instante... ¡pronto!... ¡que venga!

Después mordió el pañuelo.



  —202→  

ArribaAbajo- XX -

Rumores.- Temores.


Al día siguiente de esta disputa lamentable, corrieron por toda Orbajosa de casa en casa, de círculo en círculo, desde el Casino a la botica, y desde el paseo de las Descalzas a la puerta de Baidejos, rumores varios sobre Pepe Rey y su conducta. Todo el mundo los repetía, y los comentarios iban siendo tantos, que si D. Cayetano los recogiese y compilase, formaría con ellos un rico Thesaurum de la benevolencia orbajosense11.

En medio de la diversidad de especies que corrían, había conformidad en algunos puntos culminantes, uno de los cuales era el siguiente:

Que el ingeniero, enfurecido porque doña Perfecta se negaba a casar a Rosarito con un ateo, había alzado la mano a su tía.

Estaba viviendo el joven en la posada de la viuda de Cuzco12, establecimiento montado como ahora se   —203→   dice, no a la altura, sino a la bajeza de los más primorosos atrasos del país. Visitábale con frecuencia el teniente coronel Pinzón, para ponerse de acuerdo respecto al enredo que entre manos traían, y para cuyo eficaz desempeño mostraba el soldado felices disposiciones. Ideaba a cada instante nuevas travesuras y artimañas, apresurándose a llevarlas del pensamiento a la obra con excelente humor, si bien solía decir a su amigo:

-El papel que estoy haciendo, querido Pepe, no se debe contar entre los más airosos; pero por dar un disgusto a Orbajosa y su gente, andaría yo a cuatro pies.

No sabemos qué sutiles trazas empleó el ladino militar, maestro en ardides del mundo, pero lo cierto es que a los tres días de alojamiento había logrado hacerse muy simpático en la casa. Agradaba su trato a doña Perfecta, que no podía oír sin emoción sus zalameras alabanzas del buen porte de la casa, de la grandeza, piedad y magnificencia augusta de la señora. Con D. Inocencio estaba a partir un confite. Ni la madre ni el Penitenciario le estorbaban que hablase a Rosario (a quien se dio libertad después de la ausencia del feroz primo); y con sus cortesanías alambicadas, su hábil lisonja y destreza suma, adquirió en la casa de Polentinos considerable auge y hasta familiaridad. Pero el objeto de todas sus artes era una doncella, que tenía por nombre Librada, a quien sedujo (castamente hablando) para   —204→   que transportase recados y cartitas a la Rosario, fingiéndose enamorado de esta. No resistió la muchacha al soborno, realizado con bonitas palabras y mucho dinero, porque ignoraba la procedencia de las esquelas y el verdadero sentido de tales líos; pues si llegara a entender que todo era una nueva diablura de D. José, aunque este le gustaba mucho, no hiciera traición a su señora por todo el dinero del mundo.

Estaban un día en la huerta doña Perfecta, Don Inocencio, Jacinto y Pinzón. Hablose de la tropa y de la misión que traía a Orbajosa, en cuyo tratado el Sr. Penitenciario halló tema para condenar la tiránica conducta del gobierno, y sin saber cómo nombraron a Pepe Rey.

-Todavía está en la posada -dijo el abogadillo-. Le he visto ayer, y me ha dado memorias para V., señora doña Perfecta.

-¿Hase visto mayor insolencia?... ¡Ah!, Sr. Pinzón, no extrañe V. que emplee este lenguaje, tratándose de un sobrino carnal... ya sabe V... aquel caballerito que se aposentaba en el cuarto que usted ocupa.

-¡Sí, ya lo sé! No le trato; pero le conozco de vista y de fama. Es amigo íntimo de nuestro brigadier.

-¿Amigo íntimo del brigadier?

-Sí, señora, del que manda la brigada que ha venido a este país, y que se ha repartido entre diferentes pueblos.

  —205→  

-¿Y dónde está? -preguntó con interés sumo la dama.

-En Orbajosa.

-Creo que se aposenta en casa de Polavieja -indicó Jacinto.

-Su sobrino de V. -continuó Pinzón-, y el brigadier Batalla son íntimos amigos, se quieren entrañablemente, y a todas horas se les ve juntos por las calles del pueblo.

-Pues, amiguito, mala idea formo de ese señor jefe -repuso doña Perfecta.

-Es un... es un infeliz -dijo Pinzón en el tono propio de quien por respeto no se atreve a aplicar una calificación dura.

-Mejorando lo presente, Sr. Pinzón, y haciendo una salvedad honrosísima en honor de V. -afirmó doña Perfecta-, no puede negarse que en el ejército español hay cada tipo...

-Nuestro brigadier era un excelente militar antes de darse al espiritismo...

-¡Al espiritismo!

-¡Esa secta que llama a los fantasmas y duendes por medio de las patas de las mesas!... -exclamó el canónigo riendo.

-Por curiosidad, sólo por curiosidad -dijo Jacintillo con énfasis-, he encargado a Madrid la obra de Allan Kardec. Bueno es enterarse de todo.

-¿Pero es posible que tales disparates...? ¡Jesús!   —206→   Dígame V., Pinzón, ¿mi sobrino también es de esa secta de pie de banco?

-Me parece que él fue quien catequizó a nuestro bravo brigadier Batalla.

-¡Pero, Jesús!

-Eso es; y cuando se le antoje -dijo D. Inocencio sin poder contener la risa-, hablará con Sócrates, San Pablo, Cervantes y Descartes, como hablo yo ahora con Librada para pedirle un fosforito. ¡Pobre señor de Rey! Bien dije yo que aquella cabeza no estaba buena.

-Por lo demás -continuó Pinzón-, nuestro brigadier es un buen militar. Si de algo peca es de excesivamente duro. Toma tan al pie de la letra las órdenes del gobierno, que si le contrarían mucho aquí, será capaz de no dejar piedra sobre piedra en Orbajosa. Sí, les prevengo a Vds. que estén con cuidado.

-Pero ese monstruo nos va a cortar la cabeza a todos. ¡Ay! Sr. D. Inocencio, estas visitas de la tropa me recuerdan lo que he leído en la vida de los mártires, cuando se presentaba un procónsul romano en un pueblo de cristianos...

-No deja de ser exacta la comparación -dijo el Penitenciario mirando al militar por encima de las gafas.

-Es un poco triste; pero siendo verdad, debe decirse -manifestó Pinzón con benevolencia-. Ahora, señores míos, están Vds. a merced de nosotros.

  —207→  

-Las autoridades del país -objetó Jacinto-, funcionan aún perfectamente.

-Creo que se equivoca Vd. -repuso el soldado, cuya fisonomía observaban con profundo interés la señora y el Penitenciario-. Hace una hora ha sido destituido el alcalde de Orbajosa.

-¿Por el Gobernador de la provincia?

-El gobernador de la provincia ha sido sustituido por un delegado del Gobierno que debió llegar esta mañana. Los ayuntamientos todos cesarán hoy. Así lo ha mandado el Ministro, porque temía, no sé con qué motivo, que no prestaban apoyo a la autoridad central.

-Bien, bien estamos -murmuró el canónigo, frunciendo el ceño y echando adelante el labio inferior.

Doña Perfecta meditaba.

-También han sido quitados algunos jueces de primera instancia, entre ellos el de Orbajosa.

-¡El juez! ¡Periquito!... ¿Ya no es juez Periquito? -exclamó doña Perfecta con voz y gesto parecida13 a los de las personas que tienen la desgracia de ser picadas por una víbora.

-Ya no es juez de Orbajosa el que lo era ayer -manifestó Pinzón-. Mañana llega el nuevo.

-¡Un desconocido!

-¡Un desconocido!

-Un tunante quizás... ¡El otro era tan honrado!... -dijo la señora con zozobra-. Jamás le pedí   —208→   cosa alguna, que al punto no me concediera. ¿Sabe usted quién será el alcalde nuevo?

-Dicen que viene un corregidor.

-Vamos, diga Vd. de una vez que viene el Diluvio, y acabaremos -manifestó el canónigo levantándose.

-¿De modo que estamos a merced del señor brigadier?

-Por algunos días, ni más ni menos. No se enfaden Vds. conmigo. A pesar de mi uniforme, me desagrada el militarismo; pero nos mandan pegar... y pegamos. No puede haber oficio más canalla que el nuestro.

-Sí que lo es, sí que lo es -dijo la señora disimulando mal su furor-. Ya que Vd. lo ha confesado... Con que ni alcalde, ni juez...

-Ni gobernador de la provincia.

-Vamos; que nos quiten también al señor Obispo y nos manden un monaguillo en su lugar.

-Es lo que falta... Si aquí les dejan hacerlo -murmuró D. Inocencio, bajando los ojos-, no se pararán en pelillos.

-Y todo es porque se teme el levantamiento de partidas en Orbajosa -exclamó la señora cruzando las manos y agitándolas de arriba abajo desde la barba a las rodillas-. Francamente, Pinzón, no sé cómo no se levantan hasta las piedras. No le deseo mal ninguno a V.; pero lo justo sería que el agua que beben Vds. se les convirtiera en lodo... ¿Dijo   —209→   usted que mi sobrino es íntimo amigo del brigadier?

-Tan íntimo que no se separan en todo el día; fueron compañeros de colegio. Batalla le quiere como un hermano, y le complace en todo. En su lugar de Vd., señora, yo no estaría tranquilo.

-¡Oh! ¡Dios mío! ¡Temo un atropello!... -exclamó ella muy desasosegada.

-Señora -afirmó el canónigo con energía-. Antes que consentir un atropello en esta honrada casa, antes que consentir el menor vejamen hecho a esta nobilísima familia, yo... mi sobrino... ¿qué digo?, los vecinos todos de Orbajosa...

Don Inocencio no concluyó. Su cólera era tan viva, que se le trababan las palabras en la boca. Dio algunos pasos marciales y después se volvió a sentar.

-Me parece que no son vanos esos temores -dijo Pinzón-. En caso necesario, yo...

-Y yo... -repitió Jacinto.

Doña Perfecta había fijado los ojos en la puerta vidriera del comedor, tras la cual dejose ver una graciosa figura. Mirándola, parecía que en el semblante de la señora se ennegrecían más las sombrías nubes del temor.

-Rosario, pasa aquí, Rosario -dijo saliendo a su encuentro-. Se me figura que tienes hoy mejor cara y estás más alegre, sí... ¿No les parece a ustedes que Rosario tiene mejor cara? Si parece otra.

Todos convinieron en que tenía retratada en su semblante la más viva felicidad.