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- IV -

Manejos de Calvino para delatar a Servet a los jueces eclesiásticos de Viena del Delfinado. -Primer proceso de Servet. -Huye de la prisión.

     Terminada la impresión de su obra, la empaquetó Servet en cajas de a cien ejemplares cada una, enviando cinco de ellas a Pedro Merrin, fundidor de tipos de Lyón, y otra a Juan Frellon, para que los mandara a vender a la feria de Francfort. El resto de la edición quedó bajo la custodia de un amigo del autor, llamado Bertet, que vivía en Chatillón. [907]

     Uno de los ejemplares remitidos a Frellon llegó pronto a manos de Calvino. Imagínese el furor de éste al ver allí no sólo las herejías de su adversario acrecentadas y subidas de punto, sino todas las cartas que le había dirigido, con cuantos epítetos injuriosos y frases de menosprecio habían dictado a Servet el calor de la controversia y la destemplanza de su propia condición.

     Pero Servet no se hallaba a su alcance ni era de esperar que viniese a Ginebra; y para deshacerse de él no encontró Calvino otro medio que una delación infame y aun hecha cobardemente, tirando la piedra y escondiendo la mano.

     Necesitaba un testaferro y fácilmente lo encontró. Vivía en Ginebra un cierto Guillermo Trie, mercader de Lyón, que por adhesión a las doctrinas de la Reforma o, como otros sospechan, por una quiebra fraudulenta, en que hubo de intervenir la justicia, se había refugiado en la Roma calvinista. Un pariente suyo de Lyón, llamado Antonio Arneys, le escribía de continuo echándole en cara su apostasía y exhortándole a volver al gremio de la Iglesia. Calvino dictaba las contestaciones de Trie, y en una de ellas intercaló un párrafo del tenor siguiente: «Aquí no se permite, como entre vosotros, que el nombre de Dios sea blasfemado y que se siembren impunemente doctrinas y opiniones execrables. Y puedo alegarte un ejemplo, que bastará a cubriros de confusión. Dejáis vivir tranquilamente a un hereje que merece ser quemado tanto por los papistas como por nosotros..., un hombre que llama a la Trinidad cerbero y monstruo del infierno..., que destruye todos los fundamentos de la fe, que recopila todos los sueños de los herejes antiguos y condena como invención diabólica el bautismo de los párvulos... Ese hombre ha sido condenado por todas las iglesias; pero vosotros le habéis tolerado hasta el punto de dejarle imprimir sus libros, llenos de blasfemias. Es un español-portugués (en esto se equivocaba Calvino) llamado verdaderamente Miguel Servet, pero, que se firma ahora Villanueva y hace oficio de médico. Ha vivido algún tiempo en Lyón y ahora reside en Viena, donde su libro ha sido impreso por un quídam que ha puesto allí imprenta clandestina y que se llama Baltasar Arnoullet. Para que me des crédito, te envío como muestra el primer pliego... Ginebra, 26 de febrero de 1553» (1653). [908]

     Inmediatamente que Arneys recibió esta carta con las hojas del libro, lo puso todo en manos del inquisidor general de Francia, Mateo Ory, el cual hizo en seguida la oportuna denuncia al Sr. Villars, auditor del cardenal Tournon, que residía entonces en su quinta de Rousillon, apocas millas de Viena. En 15 de marzo el arzobispo envió, por medio del vicario de Viena, Luis Arzelier, una carta a M. de Maugiron, lugarteniente general del rey, en el Delfinado, pidiendo pronta y eficaz justicia. El día 16, Arzelier, el vicebailío Antonio de la Court y el secretario de Maugiron registraron la casa de Servet, sin encontrar otra cosa que algunos ejemplares de su apología contra los médicos parisienses. El contestó negativamente a todas las preguntas, el impresor y los cajistas lo mismo, y hubiera sido imposible probar nada si al Inquisidor Ory no se le ocurriera dictar una carta a Arneys pidiendo a su primo un ejemplar completo del Christianismi restitutio para ver si en alguna parte del libro constaba el nombre del autor. La respuesta de Calvino, bajo el nombre de Trie, es un monumento de hipocresía y perfidia, capaz de deshonrar no sólo a un hombre, sino a una secta: «Cuando os escribía mi carta pasada, nunca creí que las cosas habían de llegar tan lejos... Pero ya que habéis declarado lo que os escribí privadamente, quiera Dios que esto sirva para purgar a la cristiandad de tales inmundicias y pestes. Si tienen esos señores tan buena voluntad como dicen, la cosa no me parece difícil; pues aunque por ahora no os puedo remitir lo que pedías, es decir, el libro impreso, os enviare una prueba mucho mas eficaz,.a saber: dos docenas de cartas escritas por Servet, y que contienen una parte de sus herejías. Si se le presentase el libro impreso podría no reconocerle; pero no sucederá así con su escritura. Todavía quedan por aquí no sólo el libro impreso, sino otros tratados de mano del autor; pero os diré una cosa, y es que me ha costado mucho trabajo sacar de manos de M. Calvino lo que os envío ahora, no porque deje él de desear que tan execrables blasfemias sean reprimidas, sino porque le parece que, no teniendo él la espada de la justicia, su oficio es convencer a los herejes más bien que perseguirlos; pero tanto le he importunado, que al fin ha consentido en entregarme esos papeles... Creo que por ahora tenéis bastante para apoderaros de la persona de ese galand y comenzar el proceso. Por mi parte, sólo deseo que Dios abra los ojos a quienes discurren tan mal. Ginebra, 26 de marzo» (1654).

     El inquisidor recibió aquellos papeles, pero comprendió bien que, firmados como estaban por Miguel Servet, no servían para convencer a Miguel de Villanueva, ni probaban de ningún modo que fuera autor del Christianismi restitutio, ni que este libro se hubiera impreso en Viena. Nueva carta de Arneys a Trie sobre este punto. Nueva contestación de Trie, o sea de Calvino, [909] tan infame como las anteriores: «Veréis en la última epístola de las que os he enviado que él mismo declara su nombre, diciendo llamarse Miguel Servet alias Reves, y excusándose de haber tomado el nombre de Villanueva, que es el de su patria. Por lo demás, cumpliré, si Dios quiere, la palabra que os he dado de remitir sus libros impresos, lo mismo que os he hecho con las cartas... Y para que sepáis que no es la primera vez que ese desdichado se ha propuesto turbar la paz de la Iglesia, os diré que hace unos veinticuatro años fue expulsado de las principales iglesias de Alemania. De las cartas de Ecolampadio, la primera y segunda están dirigidas a él con este rótulo: Serveto Hispano neganti Christum esse Dei filium consubstantialem Patri. Melanchton habla también de él en algunos pasajes... En cuanto al impresor, sabemos de cierto que ha sido Baltasar Arnoullet, ayudado por Guillermo Guéroult, su cuñado, y no podrán negarlo. Es posible que la edición se haya hecho a expensas del autor y que él tenga ocultos los ejemplares. Ginebra, 31 de marzo» (1655).

     Leída esta carta, el inquisidor Ory, previa consulta celebrada en Château-Roussillon con el cardenal Tournon, el arzobispo de Viena Paulmier, los vicarios de los dos arzobispados y muchos teólogos, ordenó la prisión de Miguel de Villeneuve, físico, y de Baltasar Arnoullet, impresor, a la cual procedió el vicebailío en 4 de abril, encerrándolos en calabozos separados.

     Interrogado Servet en los días 5 y 6 de abril, persistió en ocultar su verdadero nombre y no reconocer por obras suyas más que los tratados de medicina y el Tolomeo; protestó, con lágrimas en los ojos, que «no había querido nunca dogmatizar ni sostener nada contra la Iglesia o la religión cristiana» y que su correspondencia con Calvino había sido un mero ejercicio dialéctico, hecho sub sigillo secreti, en que él había tomado el nombre de Servet, escritor conocido y español como él, aunque no se acordaba de qué parte de España.

     Las respuestas, como se ve, no podían ser menos satisfactorias, y aunque los jueces, sobre todo el arzobispo de Viena, eran hasta cierto punto favorables a la persona del procesado por su saber y facilidad en la medicina, quizá no hubieran podido salvarle. Todo induce a creer que determinaron hacerle puente de plata, y si no prepararon, facilitaron de todas maneras su evasión, permitiéndole pasearse por el jardín de la cárcel, que comunicaba con una plataforma, de donde fácilmente se podía saltar a un patio, cuya puerta estaba de continuo franca y expedita. Para no salir de Viena sin dinero, envió a su criado Perrin al monasterio de San Pablo a pedir al gran prior 300 coronas de oro, que le había entregado para el preso un M. Saint-André. Recibido este dinero, pidió al carcelero la llave [910] del jardín a las cuatro de la mañana del 7; dejó al pie de un árbol su gorra de terciopelo negro y el vestido que en la prisión usaba, saltó al patio y no paró hasta el puente del Ródano. Sólo dos horas después se tuvo noticia oficial de su evasión, y, aunque se hizo una pesquisa a son de trompetas en los lugares del contorno, todo el mundo creyó en Viena que el arzobispo y el vicebailío, a cuya hija había salvado Servet en una peligrosísima enfermedad, habían amparado su fuga.

     El proceso siguió su curso aunque el pájaro había volado. Fue descubierta la imprenta clandestina de Arnoullet, y en ella tres cajistas: Straton, Du Bois y Papillón, que lo declararon todo, aunque se defendieron con no saber latín y haber compuesto como máquinas. Fueron embargados los cinco paquetes de ejemplares remitidos a Pedro Merrin, en Lyón, y con ellos y la efigie de Servet se hizo en 17 de junio de 1533 un auto de fe a la puerta del palacio delfinal. Arnoullet no sufrió más molestias que una prisión, y no larga. Así él como su cuñado se disculparon con su ignorancia teológica y con que Servet les había engañado, haciéndoles creer que su libro era una refutación de las herejías de Lutero y Calvino.



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- V -

Llega Servet a Ginebra. -Fases del segundo proceso. Sentencia y ejecución capital.

     Escapado Servet de la prisión, pensó ante todo volver a España, donde no habían penetrado sus libros antitrinitarios; pero el temor de que le prendiesen antes de llegar a la frontera (1656) le hizo tomar, como más breve, el camino de Italia. Y como ni le sabía ni se atrevía a preguntar a nadie, anduvo errante más de cuatro meses por el Delfinado y la Bresse, hasta que su mala suerte o su ignorancia de la tierra que pisaba le llevó a Ginebra el 13 de agosto, hospedándose a la orilla del lago en la hostería de la Rose. Su intención era tomar una barca e irse a Zurich. Era domingo, y Servet, por una obcecación increíble o por no excitar las sospechas de sus huéspedes, fue por la tarde al templo en que predicaba Calvino. Este le reconoció al momento, le delató al síndico y aquella misma tarde le hizo prender.

     Esto es lo único que resulta del proceso y de los testimonios contemporáneos, debiendo rechazarse la común opinión, sostenida por Willis, de que Servet había estado cerca de un mes oculto en Ginebra y entendiéndose secretamente con los [911] enemigos políticos de Calvino; es decir, con Perrin, Berthelier y sus parciales, que formaban el partido llamado de los libertinos, adverso a aquella especie de reforma hierocrática introducida en Ginebra por el predicador francés, a quien en esto secundaban todos los extranjeros refugiados por causa de religión. Paréceme que Willis, y antes de él Saisset y otros, han dado excesiva importancia a estas disensiones políticas en la condenación de Servet, quien, como extranjero que era y, además, soñador, extravagante y dado sólo a sus teologías, ni tenía corte de conspirador ni podía ser la esperanza de ningún partido, aunque sea cierto que los perrinistas, por oposición a Calvino, o quizá compadecidos de la mala suerte del español hicieron algo por salvarle.

     Como la ley de Ginebra exigía que el acusador fuese reducido a prisión, hasta que probase su demanda, juntamente con el reo, y sujeto a la pena del talión si mentía, Calvino buscó un testaferro que se presentase como acusador, y le encontró en su cocinero, Nicolás de la Fontaine: Nicolaus meus. El y Servet comparecieron ante el lugarteniente criminal el 14 de agosto. Nicolás acusó al aragonés de haber escrito treinta y ocho proposiciones heréticas y difamado en la persona de Calvino a la iglesia de Ginebra, escandalizado las iglesias de Alemania y huido de la prisión de Viena del Delfinado.

     El 15 de agosto, comunicada la información hecha por el lugarteniente a los síndicos y al Consejo y constituido solemnemente el tribunal, La Fontaine presentó demanda formal contra Servet, y los jueces, considerando que a prima facie había evidente criminalidad de parte del acusado y que sus respuestas no eran satisfactorias, pusieron en libertad bajo fianza al acusador y mandaron comenzar los procedimientos y que uno y otro dijeran verdad bajo pena de 60 sueldos. Servet hizo una declaración bastante clara y explícita de sus doctrinas, confesó ser anabaptista y prometió hacer buenas sus palabras en una discusión pública contra Calvino con textos de la Escritura y argumentos de razón.

     El 16 de agosto La Fontaine se presentó acompañado de Germán Colladon, el alter ego de Calvino, asociado por el reformador a su cocinero para que le aconsejara y remediase su ignorancia teológica. Uno de los jueces era Filiberto Berthelier, cabeza de los enemigos de Calvino y de los defensores de las antiguas libertades de Ginebra y hombre muy respetado por lo íntegro y severo de su carácter. Entre él y Colladon pronto se encendió una violenta disputa, no teológica, sino judicial y de procedimiento, y hubo que levantar la sesión sin que aquel día se pasara de la proposición undécima.

     Al día siguiente compareció ya Calvino, muy quejoso de Berthelier, y disputó con el procesado. Se le mostraron dos cartas de Ecolampadio y dos pasajes de los Lugares comunes, de Melanchton, como en prueba de que su herejía había sido condenada [912] en Alemania, a lo cual respondió Servet que la desaprobación de esos dos teólogos no implicaba una condenación pública y oficial. Se le objetó lo de la fertilidad de la Palestina en un escolio del Tolomeo, y contestó que no hablaba de los tiempos de Moisés, sino del estado actual, y aun pudo añadir que este escolio estaba copiado a la letra del de Pirckeimer, que a nadie había escandalizado en Alemania. También fueron capítulo de acusación las notas a la Biblia de Santes Pagnino, especialmente a los capítulos 7, 9 y 53 de Isaías, cuyas profecías interpreta en sentido literal, y refiriéndolas a Ciro y no a Cristo. «Lo principal, dijo Servet, debe entenderse de Cristo; pero en cuanto a la historia y a la letra, se ha de entender de Ciro.» Pero Calvino insistía, y esta vez con plena razón: «¿Cómo han de entenderse de Ciro estas palabras: Vere languores nostros ipse tulit, dolores nostros ipse portavit, afflictus est propter peccata nostra?»

     De aquí se pasó a la cuestión de la Trinidad. Servet dijo que no admitía distinción real, sino formal, dispensaciones o modos, y no personas, en la esencia divina, y porfiaba en sostener que tal había sido la opinión de San Ignacio, San Policarpo y demás Padres apostólicos. Calvino le arguyó sobre su panteísmo: «¿Crees, infeliz, que la tierra que pisas es Dios?» Y él respondió: «No tengo duda de que este banco, esa mesa y todo lo que nos rodea es de la sustancia de Dios.» «Entonces, dijo Calvino, también lo será el diablo.» «¿Y lo dudas?, prosiguió impertérrito Servet; por mi parte creo que todo lo que existe es partícula y manifestación sustancial de Dios.»

     Los protestantes más o menos ortodoxos, que de ninguna suerte quieren panteísta a Servet, han negado la exactitud de este diálogo, fundados en que no se lee en el proceso, sino en un libro de Calvino (Declaration pour maintenir la vraye foy); pero después de tan claras y explícitas fórmulas panteístas como hemos leído en el Christianismi restitutio, ¿qué tiene de extraña ni de inverosímil esta escena?

     Calvino presentó, para que se uniera a los demás documentos del proceso, un ejemplar de sus propias Instituciones, anotadas de mano de Servet. Aquí comienza la segunda fase del proceso, pues encontrando los jueces bastante culpabilidad en Servet, levantaron la fianza a Nicolás de la Fontaine y encargaron de la prosecución de la causa al procurador general de Ginebra, Claudio Rigot.

     En la audiencia de 21 de agosto presentan los acusadores una carta de Arnoullet a su amigo Berket, en que dice haber sido engañado para la publicación de aquel libro, cuya total destrucción anhelaba.

     Calvino escribe a los ministros de Francfort para que recojan los ejemplares que allí hubiere del Christianismi restitutio, y muestra esperanzas de que el autor sea pronto condenado y muerto. El mismo día prosigue su disputa con Servet sobre la [913] inteligencia que los antiguos Padres habían dado al dogma de la Trinidad. Y como citase Servet algunos libros que no había a mano, mandan los jueces que se compren a costa del procesado, quien pide además papel, tinta y plumas.

     Servet presenta el 22 de agosto su primera reclamación a los magníficos señores de Ginebra: «Digo humildemente que es una nueva invención, ignorada de los apóstoles y discípulos de la Iglesia antigua, perseguir criminalmente por la doctrina de la Escritura o por cuestiones que dependan de ella... Por lo cual, siguiendo la doctrina de la antigua Iglesia, en que sólo la punición espiritual era admitida, pido que se dé por nula esta acusación criminal. En segundo lugar, señores, os ruego que consideréis que ni en vuestra tierra ni fuera de ella he ofendido a nadie ni he sido sedicioso o perturbador. Porque las cuestiones que trato son muy difíciles y para gente sabia, y en todo tiempo que estuve en Alemania no hablé de ellas más que con Ecolampadio, Bucero y Capitón, y en Francia, con nadie. Además, he reprobado siempre y repruebo las sediciones de los anabaptistas contra los magistrados y la opinión de que todas las cosas han de ser comunes. En tercer lugar, señores, como soy extranjero y no sé las costumbres del país ni la manera de proceder en juicio, pido que se me dé un procurador que hable por mí. Si esto hacéis, el Señor prosperará vuestra república.»Estas peticiones fueron en vano.

     El día 23 presenta el procurador general una serie de artículos, sobre los cuales desea que se interrogue a Servet, relativos casi todos más a su persona que a sus doctrinas. ¿Por qué no se había casado? (1657)¿Por qué había leído el Korán? ¿Si había sido arreglada o disoluta su vida? ¿Si había estado preso en alguna parte más que en Viena? Todo esto no podía ser más impertinente, y a Servet le costó poco trabajo responder que «pensaba haber vivido como cristiano, teniendo celo de la verdad y estudio de las Sagradas Escrituras». Y en cuanto a la opinión contra el bautismo de los párvulos, único cargo de doctrina que el procurador hacía, promete abjurarla si se le demuestra que ha errado en ella.

     La moderación de Servet y el tino con que respondía a las preguntas hicieron buena impresión en el ánimo de los jueces y contrastaban, además, con la intemperancia de Calvino y sus parciales, que en las plazas y en los púlpitos no cesaban de execrar y maldecir al pobre español. Y temiendo que sus peticiones hicieran alguna mella en el tribunal, Calvino inspiró al procurador Rigot una respuesta seca y contundente, en la cual sin ambages se defiende el derecho de castigar al hereje con la pena capital, se invoca la legislación de Justiniano y hasta se niega un abogado a Servet, como si estuviera fuera del derecho común. [914]

     Los magistrados de Ginebra habían dado cuenta a los de Viena de la prisión del reo, y éstos solicitaron que se les entregase, pero Servet se arrojó a los pies de los síndicos ginebrinos y con lágrimas en los ojos les rogó que no le enviasen a una muerte cierta. ¡Quién sabe si el ir a manos de su antiguo señor el arzobispo le hubiera salvado!

     En 1.º de septiembre se recibe una carta del lugarteniente del Delfinado, M. Maugiron, pidiendo que se interrogue a Servet sobre los deudores que tenía en Francia, porque el fisco regio se había apoderado de sus bienes y quería cobrar aquellos créditos. Servet se negó a toda declaración sobre este punto, y M. Maugiron y demás curiales no tuvieron el gusto de repartirse sus despojos.

     Crecía con esto en Ginebra la simpatía por Servet, y los jueces, inclinándose cada vez más a la tolerancia, decidieron que Calvino y otros ministros le visitasen en su calabozo y procurasen convencerle; pero tal diligencia fue inútil, porque Servet estaba furioso, y en todo pensaba menos en convertirse ni en oír a Calvino, que era para él, y con razón harta, el más antipático de los misioneros.

     Frustrado este medio, determinaron los jueces dirigir una consulta a las iglesias reformadas y a los Consejos de los cuatro cantones protestantes (Berna, Basilea, Zurich y Schaffausen), como se había hecho dos años antes en el proceso de Jerónimo Bolsec. Quizá este pensamiento nació del mismo Servet (Calvino así lo afirma), pero no sirvió mas que para precipitar su ruina. El tribunal encargó a Calvino, como trabajo preliminar para esa consulta, extractar de las obras del procesado las más notables proposiciones heréticas y calificarlas. Este trabajo duró cerca de quince días, y entretanto se detuvo el proceso; ardían las disensiones en Ginebra, y Calvino llegó a excluir de la sagrada Cena a muchos del partido de Berthelier, como impíos y excomulgados.

     Al cabo se presentaron el 15 de septiembre treinta y ocho artículos, escogidos de las obras del procesado, y que contenían sumariamente su doctrina acerca de la Trinidad, la esencia omniforme de Dios, el Logos y el Espíritu Santo, la filiación de Cristo, la Encarnación, los ángeles, el bautismo de los párvulos y la regeneración. Se dio copia de ellos a Servet, que fue contestándolos uno a uno, sazonando la réplica con injurias contra Calvino, lo cual sirvió sólo para empeorar su causa. Se ratificó pertinacísimamente en sus herejías, con entereza digna de mejor empleo, y hasta trató de justificarlas con pasajes de Tertuliano, San Ireneo y San Clemente Papa. Obstínase, sobre todo, en lo de la distinción formal o ideal, que era el núcleo de su sistema unitario, aunque procura templar algunas proposiciones panteístas.

     Calvino trabajó una Brevis refutatio errorum et impietatum Michaelis Serveti a ministris Ecclesiae Genevensis magnifico [915] Senatui, sicuti iussi fuerant, oblata. Con lo cual Servet acabó de perder el juicio, y en las notas interlineales que puso a esta refutación se desató contra el predicador de Ginebra, llamándole Simon Magus, sicophanta, impostor, perfidus, nebulo, mus ridiculus, cacodaemon. «En causa tan justa, añadía, persisto constante y no temo la muerte.» Y a mayor abundamiento, en una carta latina que por entonces se atrevió a dirigir a su mortal enemigo, le echa en cara su ignorancia filosófica, que le hacía desconocer el gran principio de que toda acción tiene lugar por contacto.

     En 15 de septiembre había escrito a los jueces: «Humildemente os suplico que abreviéis estas dilaciones y me declaréis exento de culpa. Calvino se ha propuesto, sin duda, hacer que me consuma en la prisión. Las pulgas me comen vivo, mis calzas están desgarradas y no tengo camisa que mudarme. Os presenté una demanda conforme a la ley de Dios, y Calvino os responde con las leyes del emperador Justiniano, alegando contra mí lo que él mismo no cree. Cinco semanas hace que me tiene aquí encerrado y todavía no me ha citado ningún texto de la Escritura que lo autorice. Os había yo pedido un procurador o abogado, porque soy extranjero, ignorante de las costumbres del país, y no puedo defender yo mismo mi causa. Y, sin embargo, a él le habéis dado procurador y a mí no... Os requiero que mi causa sea llevada al tribunal de los Doscientos, y si puedo apelar a él, desde luego apelo, y protesto de todo, pidiendo la pena del talión contra mi primer acusador y contra Calvino, su amo, que ha tomado la causa por su cuenta.»

     Pero ni Calvino ni los ministros de Ginebra tenían entrañas, ni son fáciles de aplacar los odios teológicos, y menos en los que blasonan de tolerancia. La única y dudosa esperanza de salvación para Servet estaba en la consulta a las iglesias suizas, y este camino cuidó de cerrárselo el implacable heresiarca escribiendo de antemano a los pastores de dichas iglesias, especialmente a Enrique Bullinger, pastor de Zurich (1658), e indicándoles los términos en que habían de responder a la consulta que, a pesar de él (nobis quidem declamantibus), les iban a hacer los magistrados. «Han llegado, dice, a tal extremo de demencia y furor, que tienen por sospechoso todo lo que decimos; así es que, aunque yo defendiera que el sol alumbra, no lo creerían.» ¡Sin duda temía aquel malvado que se le iba a escapar su presa de entre las manos! Y a Sulzer, pastor de Basilea, escribía el 19 de septiembre: «Presumo que no te será desconocido el nombre de Servet, que hace veinte años está infestando el mundo cristiano con sus viles y pestilentes doctrinas. Es aquel de quien Bucero, de santa memoria, fiel ministro [916] de Dios y hombre de apacible condición, declaró que 'merecía que le hiciesen pedazos'. Desde entonces no ha cesado de derramar su veneno, y ahora acaba de imprimir en Viena un gran volumen atestado de esos mismos errores. Cuando la impresión fue divulgada, se le encarceló allí; pero escapado de la prisión, no sé por qué medios, se dirigía a Italia, cuando su mala fortuna le trajo a esta ciudad, donde uno de los síndicos, a instigación mía, le hizo arrestar... He hecho cuanto he podido para detener el contagio y castigar a este hombre indómito y obstinado; pero veo con dolor la indiferencia de los que ha armado Dios con la espada de la justicia para vindicar la gloria de su nombre. ¡Que no se libre ese impío de la muerte que para él deseamos! (Ut saltem exitum quem optamus non efugiat.)» ¡Y lo notable, lo absurdo y escandaloso en esta carta es que Calvino la cierra quejándose amargamente de que se quemaba a los calvinistas en Lyón y otras partes de la Francia católica!

     En Neufchatel, donde era pastor Guillermo Farel, el más devoto y fiel de sus amigos, no podía dudar Calvino del resultado; pero así y todo, no se descuidó de asegurarle con otra carta: Ya tenemos un nuevo negocio con Servet, decía. (Iam novum habemus cum Serveto negotium)... Mi criado Nicolás se presentó como acusador contra él... En su interrogatorio no dudó en decir que en el diablo residía la divinidad... Espero que será condenado a pena capital (Spero capitale saltem fore iudicium); pero quisiera mitigar la crueldad del castigo (1659)

.¡Lágrimas de cocodrilo!

     Farel le contestaba: «Es particular providencia de Dios la que ha llevado a Servet a esa ciudad... Los jueces serán despreciadores de la doctrina de Cristo, enemigos de la verdadera Iglesia y de su piadosa doctrina, si aprueban insensibles las blasfemias de tal hereje... En lo de desear que se mitigue la crueldad del castigo, te muestras amigo del que siempre ha sido tu enemigo mayor. Hay algunos que dicen que los herejes no deben ser castigados: ¡como si no hubiera diferencia entre el oficio del pastor y el del magistrado!» Y sólo se mostraba algo indulgente para el caso en que Servet consintiera en abjurar su doctrina, sirviendo de edificación a los espectadores.

     Aunque el proceso se alargaba ilegalmente y contra las leyes de Ginebra, y el pobre Servet yacía sobre un montón de paja, devorado por la miseria, hasta el 21 de septiembre no se formuló la consulta a las cuatro iglesias. «Tenemos preso (eran las palabras del documento) a un hombre llamado Miguel Servet, que ha escrito y publicado ciertas obras sobre las Sagradas Escrituras que, a nuestro parecer, contienen materias nada conformes con la palabra de Dios y la evangélica doctrina. Nuestros ministros han redactado contra él ciertos artículos, a los cuales ha respondido, tornando a contestar los nuestros. Os remitimos [917] los escritos de uno y otro para que deis por el mismo mensajero vuestra opinión y juicio... No creáis por esto que tenemos desconfianza alguna de nuestros ministros.» Este último párrafo era inspirado, sin duda, por Calvino.

     Mientras venía la respuesta, Servet, cuya paciencia se iba agotando, dirigió en 22 de septiembre estas dos peticiones a sus jueces:

     «Estoy detenido en acción criminal de parte de Juan Calvino, que me ha acusado falsamente de haber escrito:

     1.º Que las almas eran mortales.

     2.º Que Jesucristo no había tomado de la Virgen María más que la cuarta parte de su cuerpo.

     Estas son cosas horribles y execrables. Entre todas las herejías y crímenes, ninguno hay tan grande como hacer el alma mortal; porque en todos los otros hay esperanza de salvación, pero no en éste, pues el que tal dice no cree que haya Dios, ni justicia, ni resurrección, ni Jesucristo, ni Sagrada Escritura, ni nada; sino que todo muere y que el hombre y la bestia son una misma cosa. Si hubiese dicho o escrito esto, yo mismo me condenaría a muerte.

     Por lo cual, señores, pido que mi falso acusador sea condenado a la pena del talión y que esté preso, como yo, hasta que la causa sea definida por mi muerte o por la de él, o por otra pena. Y me someto a la dicha pena del talión y soy contento de morir si no le convenzo de ésta y de las demás cosas que especificaré después. Os pido justicia, señores; justicia, justicia, justicia.»

     Y luego formula sus cargos contra Calvino:

     «1.º Si el mes de marzo próximo pasado hizo escribir por medio de Guillermo Trie a Lyón, diciendo muchas cosas de Miguel Servet o Villanovano. Cuál era el contenido de esa carta y por qué la escribió.

     2.º Si con la dicha carta envió la mitad del primer cuaderno del libro de Servet, en que estaba el principio y la tabla del Christianismi restitutio.

     3.º Si todo esto no fue enviado para que lo vieran los oficiales de Lyón y persiguieran a Servet, como en efecto sucedió.

     4.º Si unos quince días después de esa carta envió por el mismo Trie más de veinte epístolas en latín que Servet había escrito, y las envió para que más seguramente fuera acusado y convencido Servet, como en efecto sucedió.

     5.º Si no sabe que, a causa de dicha acusación, Servet ha sido quemado en efigie y confiscados sus bienes y hubiese sido quemado vivo si no escapa de la prisión.

     6.º Si sabe que no es propio de un ministro del Evangelio ser acusador criminal, ni perseguir judicialmente a un hombre hasta la muerte.

     Señores, hay cuatro razones grandes e infalibles para condenar a Calvino. La primera, porque la materia de doctrina no [918] está sujeta a acusación criminal... La segunda, porque es falso acusador, como lo muestra la presente demanda y se probará fácilmente por la lectura de su libro. La tercera, porque quiere con frívolas y calumniosas razones oprimir la verdad de Jesucristo. La cuarta, porque sigue en gran parte la doctrina de Simón Mago, contra todos los doctores que ha habido en la Iglesia. Y como mago que es, debe no sólo ser condenado, sino exterminado y lanzado de esta ciudad y sus bienes adjudicados a mí, en recompensa de los míos, que él me ha hecho perder.»

     Yo no veo en esta carta, por más que diga Willis, influencia de Perrin ni de Berthelier, ni un plan calculado contra Calvino, sino un grito de despecho que arrancaba del alma solitaria y exasperada de Servet, incierto de su suerte en aquellos eternos días de su prisión. Y al ver que no se daba respuesta alguna a sus peticiones, escribió, en 10 de octubre, su última y brevísima carta, capaz de arrancar lágrimas a un risco:

     «Magníficos señores:

     Hace tres semanas que deseo y pido una audiencia y no queréis concedérmela. Por amor de Jesucristo os ruego que no me rehuséis lo que no se negaría a un turco. Os pido justicia, y tengo que deciros cosas graves e importantes... Estoy peor que nunca. El frío me atormenta, y con él las enfermedades y otras miserias que tengo vergüenza de escribir. Por amor de Dios, señores, tened compasión de mí, ya que no me hagáis justicia.

     Miguel Servet, solo, pero confiado en la protección segurísima de Cristo.»

     El 19 de octubre volvió el mensajero con las respuestas de las iglesias, que eran como Calvino podía desearlas aunque no del todo explícitas, por un resto de pudor en aquellos ministros. Berna respondió: «El Señor os dé espíritu de prudencia y sabiduría para que libréis a nuestra iglesia de esa peste.» Zurich: «La Providencia os presenta buena ocasión para vindicaros y vindicarnos del cargo de ser poco diligentes en la persecución de los herejes.» Schaffausen: «No dudamos que con prudencia impediréis que las blasfemias de Servet gangrenen el cuerpo cristiano. Usar con él largos razonamientos sería lo mismo que disputar con un loco.»Y, finalmente, Basilea: «Usaréis, para curarle de sus errores y remediar los escándalos que ha ocasionado, todos los medios que la prudencia os dicte; pero, si es incurable, debéis recurrir a la potestad que tenéis de Dios para que no torne a inquietar la Iglesia de Dios ni añada nuevos crímenes a los antiguos.»

     Aunque los ministros suizos se habían resistido a pronunciar la palabra muerte, temerosos de que aquella sangre cayera sobre sus cabezas, Calvino entendió las cartas a su modo, e impuso su interpretación a los magistrados. No todos, sin embargo, asintieron a aquella infamia. La discusión duró tres días. Algunos se inclinaban al destierro o a la reclusión. El más decidido en favor [919] de Servet era el primer síndico, Amadeo Perrin, que pidió que la causa se llevase al tribunal de los Doscientos. «Nuestro César cómico (dice despreciativamente Calvino), después de haberse fingido enfermo tres días, fue al tribunal y quiso salvar a este infame -istum sceleratum- de la muerte» (carta a Farel, 26 de octubre). El partido de los clericales venció al de los libertinos y el mismo día 26 se dio la sentencia de muerte en hoguera contra Servet. Calvino quiere persuadirnos que él se opuso a la pena de fuego por ser la que usaban los papistas.

     La noticia cayó sobre Servet como un rayo: nunca había pensado él que las cosas llegasen tan lejos. Calvino, con saña de antropófago, cuenta que «mostró Servet una estupidez de bestia bruta cuando se le vino a anunciar su muerte. Así que oyó la sentencia, se le vio con los ojos fijos como un insensato, ora lanzar profundos suspiros, ora aullar como un furioso. No cesaba de gritar en lengua castellana: ¡Misericordia! ¡Misericordia!» Y aquí es ocasión de, exclamar con Castalion, en su libro contra Calvino: «También tiembla el guerrero en presencia de la muerte, y este terror no es de bestia. También suspiró Ezequías cuando se le vino a anunciar una muerte menos cruel que la que se destinaba a Servet... Y Cristo mismo, ¿no clamó desde el árbol de la cruz: «¡Dios mío, Dios mío! ¿Por qué me has abandonado?»

     Noble fue, en verdad, la muerte de Servet y digna de mejor causa. Así que recobró la tranquilidad y el dominio de sí mismo, pidió ver a Calvino, y éste se presentó en la prisión, acompañado de dos consejeros, en la madrugada del 27 de octubre «¿Qué me quieres?», le preguntó. «Que me perdones si te he ofendido», fue su respuesta. «Dios me es testigo, dijo Calvino, de que no te guardo rencor ni te he perseguido por enemistad privada, sino que te he amonestado con benevolencia y me has respondido con injurias. Pero no hablemos de mí; de quien debes solicitar perdón es del eterno Dios, a quien tanto has ofendido.» Pero Servet no pensaba en retractaciones.

     Poco después se presentó en la cárcel el lugarteniente criminal Tissot, acompañado de otros oficiales y de gente de armas, y ordenó al reo que le siguiese. Cuando llegaron delante del pórtico del Hotel de Ville, donde estaba reunido el tribunal, dióse lectura de la sentencia, que en su última parte decía así: «Nosotros, síndicos, jueces de las causas criminales en esta ciudad, visto el proceso hecho y formado ante nosotros a instancia de nuestro procurador criminal, contra ti, Miguel Servet, de Villanueva, en el reino de Aragón, en España, por el cual y por tus voluntarias confesiones en nuestras manos hechas y muchas veces reiteradas, y por los libros presentados ante nosotros, consta y resulta que tú, Servet, has enseñado doctrina falsa y plenamente herética, despreciando toda amonestación y corrección, y la has divulgado con maliciosa y perversa obstinación en los libros impresos contra Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo, [920] y contra los verdaderos fundamentos de la religión cristiana, tratando de introducir perturbación y cisma en la Iglesia de Dios, por lo cual muchas almas se han arruinado y perdido, cosa horrible y espantosa, escandalosa e infectante: sin haber sentido horror ni vergüenza en levantarte contra la Majestad divina y Sagrada Trinidad... Caso y crimen de herejía grave y detestable y que merece el último castigo corporal. Por estas causas y por otras justas que a ello nos mueven, deseosos de purgar la Iglesia de tal peste y cortar de ella un miembro podrido; previa consulta con nuestros conciudadanos, e invocando el nombre de Dios para administrar recta justicia; sentados en el tribunal donde se sentaron nuestros mayores, y abierto ante nosotros el libro de las Sagradas Escrituras, decimos:

     En el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, por esta nuestra definitiva sentencia, que damos aquí por escrito, condenamos a ti, Miguel Servet, a ser atado y conducido al lugar de Champel y allí sujeto a una picota y quemado vivo juntamente con tus libros, así de mano como impresos, hasta que tu cuerpo sea totalmente reducido a cenizas, y así acabarás tu vida, para dar ejemplo a todos los que tal crimen quisieren cometer.»

     Oída la terrible sentencia, el ánimo de Servet flaqueó un punto, y, cayendo de rodillas, gritaba: «¡El hacha, el hacha, y no el fuego!... Si he errado, ha sido por ignorancia... No me arrastréis a la desesperación.» Farel aprovechó este momento para decirle: «Confiesa tu crimen, y Dios se apiadará de tus errores.» Pero el indomable aragonés replicó: «No he hecho nada que merezca muerte. Dios me perdone y perdone a mis enemigos y perseguidores.» Y, tornando a caer de rodillas y levantando los ojos al cielo, como quien no espera justicia ni misericordia en la tierra, exclamaba: «¡Jesús, salva mi alma! Jesús, hijo del eterno Dios, ten piedad de mí!»

     Caminaron al lugar del suplicio. Los ministros ginebrinos le rodeaban procurando convencerle, y el pueblo seguía con horror, mezclado de conmiseración, a aquel cadáver vivo, alto, moreno, sombrío y con la barba blanca hasta la cintura. Y como repitiera sin cesar en sus lamentaciones el nombre de Dios, díjole Farel: «¿Por qué Dios y siempre Dios?» «¿Y a quién sino a Dios he de encomendar mi alma?», le contestó Servet.

     Habían llegado a la colina de Champel, al Campo del Verdugo, que aún conserva su nombre antiguo y domina las encantadas riberas del lago de Ginebra, cerradas en inmenso anfiteatro por la cadena del Jura (1660). En aquel lugar, uno de los más hermosos de la tierra, iban a cerrarse a la luz los ojos de Miguel Servet. Allí había una columna hincada profundamente en el suelo, y en torno muchos haces de leña verde todavía, como si hubieran querido sus verdugos hacer más lenta y dolorosa la agonía del desdichado. «¿Cuál es tu última voluntad? -le preguntó Farel-. ¿Tienes mujer e hijos?» El reo movió [921] desdeñosamente la cabeza. Entonces el ministro ginebrino dirigió al pueblo estas palabras: «Ya veis cuán gran poder ejerce Satanás sobre las almas de que toma posesión. Este hombre es un sabio, y pensó, sin duda, enseñar la verdad; pero cayó en poder del demonio, que ya no le soltará. Tened cuidado que no os suceda a vosotros lo mismo.»

     Era mediodía. Servet yacía con la cara en el polvo, lanzando espantosos aullidos. Después se arrodilló, pidió a los circunstantes que rogasen a Dios por él, y, sordo a las últimas exhortaciones de Farel, se puso en manos del verdugo, que le amarró a la picota con cuatro o cinco vueltas de cuerda y una cadena de hierro, le puso en la cabeza una corona de paja untada de azufre y al lado un ejemplar del Christianismi restitutio. En seguida, con una tea prendió fuego en los haces de leña, y la llama comenzó a levantarse y envolver a Servet. Pero la leña, húmeda por el rocío de aquella mañana, ardía mal, y se había levantado, además, un impetuoso viento, que apartaba de aquella dirección las llamas. El suplicio fue horrible: duró dos horas, y por largo espacio oyeron los circunstantes estos desgarradores gritos de Servet: «¡Infeliz de mí! ¿Por qué no acabo de morir? Las doscientas coronas de oro y el collar que me robasteis, ¿no os bastaban para comprar la leña necesaria para consumirme? ¡Eterno Dios, recibe mi alma! ¡Jesucristo, hijo de Dios eterno, ten compasión de mí!»

     Algunos de los que le oían, movidos a compasión, echaron a la hoguera leña seca para abreviar su martirio. Al cabo no quedó de Miguel Servet y de su libro más que un montón de cenizas, que fueron esparcidas al viento. ¡Digna victoria de la libertad cristiana, de la tolerancia y del libre examen!

     La Reforma entera empapó sus manos en aquella sangre: todos se hicieron cómplices y solidarios del crimen; todos, hasta el dulce Melanchton, que felicitaba a Calvino por el santo y memorable ejemplo que con esta ejecución había dado a las generaciones venideras, y añadía: «Soy enteramente de tu opinión, y creo que vuestros magistrados han obrado conforme a razón y justicia haciendo morir a ese blasfemo.» (Pium et memorabile ad omnem posteritatem exemplum!) Aquella iniquidad no es exclusiva de Calvino, diremos con el pastor protestante Tollin, a quien la fuerza de la verdad arranca esta confesión preciosa: Es de todo el protestantismo, es un fruto natural e inevitable del protestantismo de entonces. No es Calvino el culpable; es toda la Reforma (1661).

     Alguna voz se levantó, sin embargo, a turbar esta armonía, y Calvino juzgó conveniente justificarse en un tratado que publicó simultáneamente en francés y en latín el año siguiente de 1554, con los títulos de Declaration pour maintenir la vraye foy y Defensio orthodoxae fidei de sacra Trinitate contra prodigiosos [922] errores Michaelis Serveti (1662), en que defiende sin ambages la tesis de que el hereje debe imponérsele la pena capital, y procura confirmarlo con textos de la Escritura y sentencias de los Padres, con la legislación hebrea y el Código de Justiniano; y en medio de impugnar, no sin acierto y severidad teológica, los yerros antitrinitarios de Servet, prorrumpe contra él en las más soeces diatribas (chien, méchant, etc.), intolerables siempre tratándose de un muerto, y más en boca de su matador, y más a sangre fría; y se deleita con fruición salvaje en describir los últimos momentos de su víctima. No recuerdo en la historia ejemplo de mayor barbarie, de más feroz encarnizamiento y pequeñez de alma.

     Entre las voces aisladas que protestaron contra los actos y la defensa de Calvino debe citarse a David Bruck (David Joris), ministro de una congregación de anabaptistas, que tuvo valor para llamar a Servet varón bueno y piadoso en una carta a las iglesias suizas; al anónimo autor del Dialogus inter Vaticanum et Calvinum, atribuido con poco fundamento a Sebastián Castalion, ingeniosísima obrilla lucianesca; a Martín Bell, o quien quiera que sea el que, oculto con este nombre, publicó en Magdeburgo el tratado De haereticis an sint persequendi (1663), abogando por la tolerancia; y al italiano Mino Celso de Siena, que, en su elegante tratado De haereticis capitali supplicio afficientibus, excedió con mucho a todos los que habían sostenido la misma causa. Teodoro Beza respondió con poca fortuna a este Celso y a Martín Bell. Hoy hasta los más fanáticos calvinistas han abandonado por imposible la defensa de Calvino. [923]



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- VI -

Consideraciones finales.

     Tal fue Servet. Ni sobre su doctrina ni sobre su carácter han de quedar muchas dudas a mis lectores. Tollin ha hecho de él un retrato moral que ni es muy artístico ni es del todo verdadero. Le ha convertido en un santo..., un santo sociniano; no ha visto en él más que a un místico abrasado de amor divino y devorado por espirituales y suprasensibles ardores; ha querido defenderle de la nota de panteísta; le ha dado ese misticismo dulzazo y empalagoso que caracteriza a las comuniones protestantes, sobre todo en Alemania, y ha hecho de él un tipo de fantasía, soñador, melancólico, quejumbroso y profeta, siempre absorto en la lectura de la Biblia. Este Servet, así refundido y acicalado, hará, a no dudarlo, las delicias de la mujer y de las hijas del buen pastor de Magdeburgo y de la accomplished lady que le ha traducido al inglés; pero dista toto caelo del Servet de la realidad, que al cabo no había nacido en las orillas del Rhin, sino en las del Ebro, y era, en suma, un estudiante español del siglo XVI que había perdido el juicio en materias de teología, pero que conservaba muchas de las buenas cualidades y todos los defectos de la raza. Espíritu aventurero, pero inclinado a grandes cosas, pasó como explorador por todos los campos de la ciencia, y en todos dejó algún rastro de luz. Inteligencia sintética y unitaria, llevó el error a sus últimas consecuencias, y dio en el panteísmo, como todos los herejes españoles cuando discurren con lógica. Fantasía meridional, dio vivísimo colorido a sus ensueños teológicos, se creyó iluminado, pero plásticamente, y vio a Jesús cabalgando en la cuadriga de Ezequiel y entre los mirtos de Zacarías. Campeón de la libertad humana y de la eficacia de las obras, hirió de muerte el sistema antropológico de la Reforma. Aquella sombría tristeza de Witemberg no era para su alma, toda luz, vida y movimiento. Hábil en la disputa, más que paciente en la observación, corrieron sus años en el tumulto de las escuelas entre controversias, litigios y cuchilladas. Ardiente de cabeza y manso de corazón, generoso y leal con sus enemigos, hasta con el mismo Calvino, no fue ni pudo ser, sin embargo, como Tollin supone, un hombre pacífico, sabio y erudito, que prefiere el silencio de su gabinete a los ruidos de la plaza pública. Ese ideal bourgeois es el de un profesor o pastor alemán de nuestros días, pero en ninguna manera el de Miguel Servet, extremoso en todo, voltario e inquieto, errante siempre, como el judío de la leyenda; espíritu salamandra, cuyo centro es el fuego, frase feliz del mismo Tollin.

     Y si del carácter pasamos a la doctrina, ya antes expuesta con la amplitud que este libro consiente, bastará fijarnos en dos o tres puntos para comprender su verdadero alcance y la relación que tiene con más antiguos y más modernos extravíos del entendimiento humano. [924]

     Así, pues, Servet es unitario, porque para él las personas de la Trinidad no son más que modos o dispensaciones de la esencia divina, y en tal concepto desciende de las antiguas sectas gnósticas, de los sabelianos y patripassianos, que, como dice Eusebio de Cesarea, no acertaron a distinguir entre esencia y persona, entre sustancia y subsistencia; de nuestros priscilianistas, que admitían tres vocablos, pero una sola persona, y, finalmente, de Paulo de Samosata y de Fotino, con quienes le comparó Melanchton (1664).

     Más de una vez se ha notado que los italianos que abrazaron la Reforma fueron, en general, más lógicos y radicales que sus maestros, y lo que se dice de los italianos puede aplicarse, punto por punto, a los españoles. Unos y otros resucitaron en el siglo XVI las herejías antitrinitarias, muertas y olvidadas muchos siglos hacía, y con ellas inauguraron el racionalismo moderno. Así Juan de Valdés y su discípulo Ochino, así Servet y Alfonso Lingurio, y en pos de ellos, Valentino Gentilis, Juan Pablo Alciato, Mateo Gribaldi de Padua, Jorge Biandrata, Nicolás Paruta, la célebre Academia de Vicenza, establecida por los años de 1546, y los dos socinianos de Siena Lelio y Fausto, que difundieron la secta en Polonia y le dieron su nombre, secta de los socinianos o unitarios, aunque pronto, por la desastrosa fecundidad que el error tiene, se subdividió en más de treinta escuelas menores, conformes sólo en la negación de la divinidad de Cristo, que es la más grande herejía de los tiempos modernos. No sin razón acusaba Calvino a Servet de tener discípulos secuaces en Italia. Bueno será advertir, sin embargo, que, por haber sido Miguel Servet un alma naturalmente enamorada y mística, no es su unidad tan yerta, vacía y abstracta como la de los socinianos, verdaderos deístas, por no decir ateos disfrazados. Para no caer en tan fría y vulgar impiedad le sirvieron de algo sus reminiscencias neoplatónicas. Y por más que llame triteítas a los ortodoxos y diga que tenemos un Dios tripartito y que somos ateos porque cuando debíamos pensar en Dios nos divertimos a esos tres simulacros, la verdad es que en el fondo de su alma quedaban semillas cristianas, y era, más que devoto, ebrio de Cristo, y su razón le decía que la unidad de los antitrinitarios no puede ser el Dios personal y vivo, acto purísimo, sino un ente de razón, un flatus vocis, en quien no se concibe operación y energía si no se admite la distinción personal. De aquí ciertas felices inconsecuencias y contradicciones de su doctrina, que le ponen muy por cima de todos los socinianos y le hacen precursor de otras doctrinas un poco más altas, aunque no menos erradas. [925]

     Y el grande error de Miguel Servet procede de que, imbuido hasta los tuétanos de las doctrinas neoplatónicas que en la Florencia del Renacimiento se predicaban, y aun cegado por reminiscencias y vislumbres de la escuela de Elea; deslumbrado por el principio de la unidad y consustancialidad de los seres, cree con Plotino que Dios es lo Uno, la unidad universal en su simplicidad perfecta, el ente universalísimo, pero abstracto, y que de El emana el Nous, que es su especie o reflejo, y que en el Nous se transparentan las ideas, el mundo inteligible, realidad única, casi identificada con la inteligencia suprema; y que este mundo inteligible penetra el mundo material por medio del Alma universal, que en el sistema de Servet viene a ser el Espíritu Santo. Panteísmo entre emanatista e idealista, porque de todo tiene, pero no panteísmo psicológico y egolátrico a la moderna; exopanteísmo, concertado hasta cierto punto con la personalidad de Dios, y no endopanteísmo, en una palabra. La triada de Plotino había sido ya un desfigurado plagio de la Trinidad cristiana; en manos de Miguel Servet volvían las hipóstasis: neoplatónicas a confundir y embrollar el dogma, como en los días de mayor delirio de la gnosis, y todo por esa suposición absurda de la realidad primera, que no es ente ni esencia, porque está sobre la esencia y el ente y viene a confundirse con la nada; escollo en que tropezará siempre todo sistema unitario.

     Y aún más que a Plotino se parece Miguel Servet a Proclo, cuyas obras con frecuencia cita, y se parece, sobre todo, en la doble consideración de lo uno, como cosa inimaginable e inaccesible en sí, pero a la vez esencia omniforme y fondo y substratum de todos los seres. Y en Proclo está inspirada, a no dudarlo, su doctrina de los diversos grados de manifestación de Dios, o sea de la esencia unidad; especie de proceso o desarrollo, aunque en sentido inverso, al de la Idea hegeliana.

     Nadie formuló en los siglos XV y XVI con fórmulas tan crudas y precisas como Miguel Servet el misticismo panteísta de los alejandrinos. Los llamados neoplatónicos de Italia, especialmente Marsilio Ficino, eran mucho más eclécticos que él y desde luego más cristianos. Bien puede decirse que, si no desde Scoto Erígena, a lo menos desde Amaury de Chartres y David de Dinant no había aparecido en la Europa cristiana un panteísta tan cerrado y consecuente como Servet. Desde este punto de vista es un personaje aislado y solitario en nuestra filosofía del siglo de oro, aunque como neoplatónico tiene cierta lejana analogía con Judas Abarbanel, o sea León Hebreo.

     En la hoguera de Miguel Servet acaba el panteísmo antiguo; en la hoguera de Giordano Bruno comienza el panteísmo moderno. No sé qué oculto lazo une estos dos nombres y hace recordar siempre el uno cuando se habla del otro. Pareciéronse no sólo en lo aventurero y errante de su vida y en el término desastroso de ella, sino en condiciones geniales, en el poder de la fantasía, en la viveza y lucidez, mezclada con extravagancia, de [926] su entendimiento y en la tendencia sintética. Parécense también en la concepción primera de Dios como unidad vacía y abstracta, de la cual todas las cosas emanaron. Uno y otro profesan la doctrina de la sustancia única y ambos aprendieron en libros neoplatónicos. Pero la doctrina de Bruno, como eminentemente naturalista que es, difiere en su método y punto de partida, aunque no en las conclusiones, de la doctrina idealista de Servet, y «no se puede confundir con la de los alejandrinos, diremos con Mamiani, porque en éstos toda teoría se subordina al concepto de la emanación, la cual, descendiendo a nuevas creaciones, se sutiliza y corrompe como luz que cuanto más se aleja de su centro, más se pierde y mezcla con la sombra: por lo cual, en esta doctrina la materia se estima cosa vana y casi próxima a la nada». Además, Bruno ya no es cristiano, sino absolutamente racionalista, y en esto difiere también de Servet, que, a su modo, era creyente fervoroso en Cristo, y le ponía como centro de toda su concepción teológica y cosmológica. Por el contrario, el Nolano escribe: Noi non cercamo la Divinità fuor del Infinito Mundo e le Infinite cose, ma dentro queste et in quelle. Pero la fórmula última de uno y otro es la misma: esencia omniforme, unidad multímoda. Parécense, finalmente, Bruno y Servet, aparte de sus herejías, en haber sido los dos hombres de ciencia y haber dejado su memoria unida a dos grandes adelantos científicos: el uno, al descubrimiento de la circulación de la sangre; el otro, al sistema copernicano.

     Benito Espinosa se parece a Bruno y a Servet en cuanto panteísta: afirma, como ellos, que Dios es la causa inmanente de todos los seres (Deus est omnium rerum causa inmanens, non vero transiens); que no hay nada fuera de Dios; que las cosas particulares no son más que modos o manifestaciones de los atributos divinos (Res particulares nihil sunt nisi Dei attributorum affectiones); que la sustancia, en cuanto sustancia, no es divisible (Nulla substantia... quatenus substantia est, est divisibilis); que la mente humana es una parte del infinito entendimiento de Dios (Mens humana pars est infiniti intellectus Dei); pero no llega a estas consecuencias partiendo de doctrinas neoplatónicas, sino del concepto cartesiano de la sustancia, desarrollado por método geométrico. Tan cierto es que los caminos de errar son infinitos, pero todos vienen a dar al mismo punto.

     Conviene añadir, aplicadas también a Servet, estas palabras de Wagner (p.22), editor y comentador de Bruno, que marcan bastante bien la diferencia entre el espinosismo y las dos concepciones panteísticas anteriores: «La idea del alma del universo, formadora, vivificadora y artífice interno..., es un mérito de esta filosofía nolana, comparada con la de Espinosa, en cuya fría abstracción se coagula, digámoslo así, el oro liquefacto de la materia, y la individualidad se petrifica, o más bien, se pierde en la absoluta sustancia.»

     Del moderno panteísmo alemán, que desciende unas veces [927] de Espinosa y otras de Bruno, y se distingue, además, por notas y caracteres propios, no ocurre hablar aquí. Sólo apuntaré de pasada la semejanza que se advierte entre la concepción cristológica de Servet, que es lo más original de su sistema, y la del famoso teólogo (Dios me perdone la profanación de este vocablo) Schleiermacher, que en su oscurísima Dogmática (1821) habla de un Cristo que ni es el de la ortodoxia ni tampoco el Cristo puramente histórico y humano de los racionalistas, sino cierto ser superior, cuya perfección consiste en la conciencia de Dios y en ser el tipo ideal de la humanidad y en cierta comunicación primitiva de Dios. Qué quería decir con esto Schleiermacher, negador vergonzante e hipócrita de la divinidad de Cristo, ni lo sé ni pretendo averiguarlo, ni quizá lo entendía él mismo. Sus doctrinas acerca de la regeneración y la Iglesia se parecen algo también a las de Servet, a quien sigue y admira en casi todo su expositor Tollin, verdadero servetista, educado primero por su padre en la doctrina de Schleiermacher.

     Emilio Saisset ha condensado con felicidad las ideas capitales de la metafísica servetiana: «La clave de todas las dificultades que presenta está en que quiere ser a la vez cristiana y panteísta. Para resolver este problema insoluble, para reconocer en Cristo algo más que un hombre, sin ver en él a Dios misteriosamente unido con la naturaleza humana, Servet imagina un Cristo ideal..., intermedio, entre el hombre y Dios. Es la idea central, el tipo de los tipos, el Adán celeste, el modelo de la humanidad, y por ella de todos los seres. Servet coloca entre la divinidad, santuario inaccesible de la eternidad y de la inmovilidad absoluta, y la naturaleza, región del movimiento, de la división y del tiempo, un mundo intermedio, el de las ideas, y hace de Cristo el centro de este mundo ideal. Así cree conciliar el cristianismo y el panteísmo, templando el uno con el otro.»

     ¡Tentativa imposible y absurda, prueba clarísima de la condición interna que el error trae consigo y de la necesidad de escoger entre Cristo y Belial! ¡Y todavía hay doctores españoles que ponen en las nubes los delirios de Schleiermacher, que tantos siglos ha teníamos enterrados nosotros con Servet, de quien, por supuesto, no se acuerdan, y prefieren esas logomaquias y nebulosidades, peores cien veces que las brutales negaciones de los positivistas, a la fórmula admirable de los Padres de Nicea! ¡Y esto en la patria de Oslo! Concibo que un español, si tiene la horrible desdicha de perder la fe de sus mayores, se haga ateo, panteísta o escéptico; pero ¡místico a la alemana, protestante liberal, arriano, teósofo e iluminado! Esto pasa los límites de lo heterodoxo y entra en lo grotesco (1665). [928]



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- VII -

Alfonso Lingurio.

     Hay otro antitrinitario español, discípulo de Servet, según conjeturamos, y autor de una obra impresa; pero tan oscuro y olvidado, que ni aun los más diligentes historiadores de su secta hacen memoria de él. Pero la consigna Juan Cristóbal Sand en su Biblioteca con estas gravísimas palabras (p.40):

     «Alfonso Lingurio, español, tarraconense. Escribió:

     Libri quinque declarationis Iesu Christi Filii Dei; sive de unicoDeo et unico Filio eius. Le citan los ministros de Polonia y Transilvania en su confesión De falsa et vera unius Dei Patris cognitione: 'Alfonso Tarraconense, que en sus cinco libros... impugnó la doctrina comúnmente admitida de la Trinidad y censuró egregiamente la tiranía y soberbia de los modernos Aristarcos.'»

     El mismo Sand, en su curioso aunque breve artículo acerca de Servet, transcribe (p.15) unas palabras de Lingurio o Lincurio en el prefacio de su obra. Traducidas suenan así: «Miguel Servet o Reves, después de haber pasado muchos trabajos en Alemania y Francia, pensaba irse a Venecia y publicar allí comentarios al Nuevo Testamento, lo cual hubiera hecho si en Ginebra no le hubieran preso. También pensaba publicar muchos sermones con estos títulos, si mal no recuerdo: De la verdadera inteligencia de las Escrituras; De la causa de haber faltado la [929] tradición apostólica; Del poder de la verdad; Del verdadero conocimiento de Dios; Del error de la Trinidad; Del Verbo y del Espíritu Santo; De la exaltación del hombre Jesús; De la naturaleza y ministerio de los ángeles; Del celo y ciencia; De la eficacia de la fe; De la fuerza de la caridad; Del cuerpo, alma y espíritu; De los nacidos y regenerados; De la vocación y elección; De la presciencia y predestinación; De las obras y ceremonias humanas; Del bautismo de agua y espíritu; De la cena del Señor; Del pecado y satisfacción; De la justificación; Del temor y amor de Dios; De la verdadera Iglesia; De la cabeza y los miembros; Del sueño de los santos; De la resurrección de los muertos e inmutación de los vicios; Del día del juicio; De la beatitud de los elegidos

     El libro, como se ve, existe, puesto que se citan de él tan largos pasajes, pero en ninguna de las bibliotecas que he recorrido he logrado hallarle. ¿De dónde pudo sacar el autor noticias tan individuales y peregrinas acerca de las obras no publicadas de Servet? ¿Fue discípulo suyo? A Tollin pertenece poner en claro la figura de este desconocido personaje. ¿O no habrá tal español Alfonso y será seudónimo de algún sociniano polaco? El nombre Lincurio, que nada tiene de español, me da alguna sospecha. [930]



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Capítulo VII

El luteranismo en Valladolid y otras partes de Castilla la Vieja. -Don Carlos de Seso. -Fray Domingo de Rojas. -Los Cazallas.

I. Primeros indicios de propaganda luterana. Introducción de libros por Guipúzcoa y el reino de Granada. -II. Noticias de Cazalla, Fr. Domingo de Rojas, D. Carlos de Seso, el bachiller Herrezuelo, etc., antes de su proceso. -III. Descubrimiento del conciliábulo luterano de Valladolid. Cartas de Carlos V. Misión de Luis Quijada a Valladolid. -IV. Auto de fe de 21 de mayo de 1559. -V. Auto de fe de 8 de octubre de 1559. Muerte de don Carlos de Seso y Fr. Domingo de Rojas. -VI ¿Fue protestante el autor del «Crótalon»?



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- I -

Primeros indicios de propaganda luterana.-Introducción de libros por Guipúzcoa y el Reino de Granada.

     Quedan reunidas en los capítulos anteriores cuantas noticias hemos podido allegar de los primeros reformistas españoles, es decir, de los que divulgaron su doctrina o imprimieron sus obras fuera de España.

     Dentro de la Península tardó más en propagarse la herejía, y antes de los autos de Valladolid y de Sevilla poco es lo que con certeza sabemos.

     Como prueba de la vaguedad y confusión que en los primeros momentos reinaban entre los españoles acerca de las doctrinas luteranas, pueden citarse las famosas cartas de D. Juan Manuel, embajador en Roma en tiempo de León X. El cual diplomático, en 1520, cuando comenzaba la sedición luterana, aconsejó cándidamente al emperador que en sus desavenencias con el Pontífice se valiera como instrumento de un tal fray Martín Lutero, que predica y publica grandes cosas contra su poder pontificio; dicen que es gran letrado y tiene puesto al Papa en mucho cuidado, y le aprieta más de lo que quisiera (1666).

     Pero pronto llegaron las cosas a tal estado, que nadie pudo llamarse a engaño, y ya en 21 de marzo de 1521 dirigió el Papa un breve a los gobernadores de Castilla, en ausencia de Carlos V, previniéndolos contra la introducción de los libros de Lutero. En 7 de abril el cardenal Adriano dio a los inquisidores orden de recogerlos, si algunos habían llegado, providencia que se repitió en 1523, encargándose al corregidor de Guipúzcoa la más exquisita vigilancia en la frontera. El inquisidor Manrique circuló las mismas órdenes en 11 de agosto de 1530, y mandó hacer una visita en las librerías para confiscar los libros del heresiarca sajón, «que se introducían disimulados con otros títulos» (1667). [931]

     En 25 de junio de 1524, Martín de Salinas, comisario o solicitador de los negocios del infante D. Fernando en la corte de su hermano Carlos V, escribe desde Burgos a su señor el infante: «V. A. sabrá que de Flandes venía una nao cargada de mercadería para Valencia, y a vueltas de la mercadería traía dos grandes toneles de libros luteranos (sic): la nao fue pressa de franceses, y después fue recobrada por los nuestros y traída a San Sebastián, y haziendo memoria de los bienes que en ella venían fueron hallados los dos toneles de libros: los quales fueron llevados a la plaza y quemados: no pudieron dejar de ser tomados algunos libros, y hase puesto tanto recaudo en los recobrar, que certifico a V. A. que si la nao llegara a Valencia, que no pongo duda fuera peor que lo de allá, y también si en Guipúzcoa que, dará alguna simiente, sólo Dios bastara a lo remediar, porque en la verdad algo dello han usado en el tiempo pasado que era la peña de Amboto, y agora con les refrescar aquello y saber quanto allá se usa, ellos entrarán de voluntad en este negocio, porque hay tanta memoria de lo del Lutero, que en otra cosa no se habla.» (1668)

     Si el peligro era grande en las provincias Vascongadas por el recuerdo de la herejía de la peña de Amboto, no había de ser menor en el reino de Granada por la abundancia de moriscos mal convertidos y propensos a todo error y revuelta. Allí también se intentó la propaganda del modo que consta en otra epístola de Martín de Salinas al infante, fecha en Madrid a 8 de febrero de 1525. «Habrá ocho días que a S. M. vino nueva de un caso harto rezio y peligroso... Dios nos quiere hazer tan señalada merced, que no da lugar a tanto mal como hay gentes que lo quieran hazer... Los venecianos tienen por costumbre, como V. A. sabrá, de inviar sus galeazas repartidas de tres en tres por el mundo, y las tres que ora tienen por costumbre de venir cargadas de cosas que nos traen poco provecho, esta vez cargaron de mucho daño... Su mercadería era traer mucha suma de libros del Lutero, y diz que tantos que bastaban para cada uno el suyo, y para los mejor emplear acordaron de venir en un puerto del reino de Granada, donde no es menester muy gran centella para encender gran fuego, y quiso Dios que el corregidor, en siendo sabidor dello, prehendió capitanes y gente y embarazó y tomó todos los libros y los tiene a buen recaudo, y ha hecho saber a S. M. lo que sobre ello pasa: su embaxador solicita por ello: no sé el despidiente que terná: paréceme que por las dos partes más peligrosas han ya dado dos tientos, que era por Vizcaya y por el reino de Granada; plegue a Dios de nos guardar como sea su servicio.» (1669) [932]

     A pesar de los temores del agente de D. Fernando, ni en Vizcaya ni en Granada prendió el fuego. Los focos del luteranismo fueron entre nosotros Valladolid y Sevilla. Comencemos por los protestantes castellanos (1670).



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- II -

Noticias de Cazalla, Fr. Domingo de Rojas, D. Carlos de Seso, el bachiller Herrezuelo, etc., antes de su proceso.

     Valladolid era, en tiempo del emperador Carlos V, no sólo la residencia habitual de la corte y la más importante de las villas castellanas, sino una de las más ricas, industriosas y alegres ciudades de España. El discreto embajador humanista veneciano Andrea Navagiero, que la visitó en 1527, califícala de «la mejor tierra que hay en Castilla la Vieja, abundante de pan, vino, de carne y de toda cosa necesaria a la vida humana; es quizá, añade, la única tierra de España en que la residencia de la corte no basta para encarecer cosa alguna... Hay en Valladolid artífices de toda especie, y se trataba muy bien en todas las artes, sobre todo en platería. Suele estar allí la corte, y habitan de continuo muchas personas y señores, entre otros el conde de Benavente. Residen en ella muchos mercaderes, no sólo naturales del país, sino forasteros, por la comodidad de la vida y por estar cercanos a las famosas ferias de Medina del Campo, Villalón y Medina de Ríoseco... Hay hermosas mujeres, y se vive con menos severidad que en el resto de Castilla» (1671)

     Tal era Valladolid antes del terrible incendio de 21 de septiembre de 1561, que en breve espacio destruyó más de 400 casas, muchas de ellas de mercaderes, dando al traste con aquella antigua prosperidad y opulencia. Pero en sus gloriosos días juntaba cuanto puede dar animación y vida a un pueblo: el tráfago y movimiento cortesano, la asistencia de grandes señores, el bullicio de las escuelas, el esplendor de las artes suntuarias, abrillantadas por destrísimos artífices, plateros, cinceladores y hasta herreros, que con los mejores de Italia competían; y, finalmente, la circulación de la riqueza en tantos mercados y ferias y mesas de negociantes flamencos, venecianos y genoveses. El lujo, la soltura de costumbres, la afluencia de extranjeros, todo [933] debía contribuir a que se esparcieran rápidamente en Valladolid las ideas que por Europa venían haciendo su camino.

     Quién fue allí el primer propagandista y dogmatizador no puede decirse con seguridad, no sólo porque les procesados se acusan mutuamente y procuran descargar en los otros su tanto de culpa, sino porque parece muy verosímil que simultáneamente y por efecto de iguales lecturas germinasen las mismas ideas en varias cabezas.

     Dícese generalmente que el Dr. Agustín de Cazalla, canónigo de Salamanca, esparció las primeras semillas de la Reforma protestante en Castilla la Vieja. Había nacido en 1510 (1672). Era hijo de Pedro de Cazalla, contador real, y de D.ª Leonor de Vibero ricos uno y otra, aunque difamados por judaizantes en la Inquisición de Sevilla. A los diecisiete años, poco más o menos, comenzó a estudiar artes en el Colegio de San Pablo de Valladolid, bajo la disciplina de Fr. Bartolomé de Carranza, con quien además se confesaba. De Valladolid pasó a Alcalá y allí estuvo hasta los veintiséis años; en 1530 se graduó de maestro en artes, el mismo día que Diego Laínez, jesuita después, segundo general de la Orden y una de sus mayores glorias (1673). En 1542, el emperador nombró a Cazalla predicador y capellán suyo, y es unánime el testimonio de los contemporáneos en ponderar su oratoria. «Excellentissimo theólogo y hombre de gran doctrina y eloquencia», le llama Juan Cristóbal Calvete de Estrella en la Relación del felicíssimo viaje del príncipe D. Felipe a la Baja Alemania (1674). «Predicador del emperador, de los más eloquentes en el púlpito de quantos predicaban en España», dice el Dr. Gonzalo de Illescas en su Historia Pontifical y Católica. «Gran letrado, capellán del Rey y predicador», escribe Luis Cabrera de Córdoba en la de Felipe II.

     Viajó Cazalla con el césar nueve años por Alemania y Flandes, hasta 1552, en que volvió a España. Residía habitualmente en Salamanca, haciendo cortos viajes a Valladolid. Es opinión común, y a primera vista probable, que cuando vino a la Península estaba ya contagiado de la lepra luterana. Así lo afirma Cabrera: «Se estragó en Alemania cuando en ella estuvo» (1675). Pero sin negar yo que entonces comenzara a pervertirse, me inclino más a la relación de Illescas, que le supone catequizado por la persuasión y mal consejo de D. Carlos de Seso, vecino de [934] Logroño, hombre lego y mal sabido (1676). Y en efecto, todas las declaraciones de los protestantes vallisoletanos presentan a este D. Carlos como un fanático propagandista, al paso que Cazalla era hombre de carácter débil y condición liviana, fácil en dejarse arrastrar de cualquier viento, pero inhábil para convertirse en cabeza de motín ni corifeo de secta. Le despeñó la vanidad pueril de ser en España lo que Lutero había sido entre los alemanes: como si el recio temple del alma del fraile sajón pudiera comunicarse a la suya, flaca y pobre. No hay don más terrible que el de la palabra cuando va separada del buen juicio, y la cabeza del Dr. Cazalla, como la de muchos oradores y hombres de pura imaginación, tenía poquísimo lastre y adolecía de vértigos y vanidades femeninas. A todo esto se agregaba el no haber sido premiado por Carlos V como él en su presunción creía merecer.

     Personaje muy distinto fue D. Carlos de Seso. No pertenecía a la noble familia de Sessé, o, a lo menos, sus descendientes lo negaron siempre (1677), pero era de estirpe italiana no poco esclarecida, natural de Verona, y había servido con reputación de valor en los ejércitos de Carlos V. Por su casamiento con doña Isabel de Castilla estaba enlazado con una rama bastarda del rey D. Pedro. Era vecino de Villamediana, cerca de Logroño, y había sido corregidor de Toro; oyó en Italia a algunos predicadores la doctrina de la justificación (1678), y puso muy luego empeño en propagarla, siendo uno de sus primeros discípulos Pedro de Cazalla, cura del lugar de Pedrosa y hermano del Dr. Agustín. Así consta en una declaración suya de 4 de mayo de 1558, inserta en el proceso del arzobispo Carranza: «Habrá quatro años que, comunicando con D. Carlos de Seso, un caballero cuya amistad de más de catorce años tengo, me dijo que creyesse que a nosotros los hombres fueron hechos e cumplidos los prometimientos, en los quales se nos prometió e dio Jesuchristo, para que el que en él creyesse hubiese la vida eterna, y que esta fe había de ser tal que la precediesse la penitencia, conviene a saber, la remisión del pecado y dolor e arrepentimiento dél e el conocer la imposibilidad que de nuestra parte había para remediarle, sino en abrazando la pasión e muerte de nuestro Señor Jesuchristo, e [935] aceptándola por nuestra como dada del Padre Eterno, y que desta fe para ser viva e justificativa habían de seguirse obras cristianas, conviene a saber, la observancia de los mandamientos, lo cual, como fuesse doctrina que me hazía fiar de Dios mucho e tener de él buen crédito como de buen padre y no me quitasse el obrar bien, antes me pusiesse obligación dello, abracé y dióme satisfacción... Me dixo el dicho D. Carlos que con esta fe e crédito que de Dios habíamos de tener e confianza en la muerte de su hijo, no se podía compadecer el purgatorio. Por que de tal suerte habíamos de creer ser perdonados e reconciliados con Dios, mediante la muerte de su hijo, que ninguna cosa quedase que no se nos perdonaba..., la qual proposición, como fuesse contra la determinación de la Iglesia, me causó escándalo e aflictión, y esta plática no pasó adelante por entonces... Y como el dicho D. Carlos me quedase con escrúpulo y desasosiego, por una parte viéndome obligado a denunciar de él, e por otra forzándome el amor que le tenía a no lo hazer, vine aquí a Valladolid e comuniqué el negocio con Fr. Bartolomé de Carranza (1679), e me acuerdo... que dixo luego que yo le propuse el caso, sin saber la persona:'¡Oh, válame Dios con hombres que descienden a tantas particularidades!' Preguntóme quién era, e yo se lo dixe. Mandóme le llamase ante S. S., e todos tres tratamos del negocio. Yo propuse lo que el mesmo D. Carlos me había dicho, e por los mismos términos e palabras. El dicho D. Carlos dio al Sr. Arzobispo (Carranza) algunas razones que le movían a creer lo ya dicho, las quales no le confutó el señor Arzobispo, antes se divirtieron en hablar de algunos doctores de Alemania. En conclusión, el dicho Sr. Arzobispo me mandó no hablase más en el negocio ni dello hiziese escrúpulo, e no vio más al dicho D. Carlos ni a my, porque S. S. estaba de partida para Inglaterra.»

     «... De allí a un mes que esto pasó, fue proveydo el dicho D. Carlos por corregidor de Toro, que es tres leguas de Pedrosa, de donde yo soy cura. Al cual dicho D. Carlos comunicaba yo como antes, con propósito de no tratar más con él en la materia pasada, ni él la trataba conmigo. Acaeció que un día, estando yo solo junto a la puerta de mi iglesia pensando en el beneficio de Jesuchristo e su muerte, se me ofreció que no había por qué pararse en negar el purgatorio. Y para esto se me ofrecieron algunas razones. La primera, que, creyendo no le haber, confesábamos de Dios haber recibido mayor misericordia e ser la pasión de Jesuchristo abundante para toda remisión, la segunda razón que se me ofreció fue no hallar en el Evangelio (1680) ni en St. Pablo (1681) nombrado expresamente este lugar del purgatorio, [936] como en muchos lugares está nombrado expresamente el cielo y el infierno. Lo tercero que se me ofreció fue acordarme del poco o ningún escrúpulo que el señor arzobispo había hecho del caso ni ponerme obligación de denunciar del dicho don Carlos, sabiendo S. S. que había yo entendido no quedar el dicho D. Carlos reduzido en aquel caso de la plática que allí pasó..., lo qual todo junto me venció para que yo creyese no haber el dicho purgatorio... En todos los artículos que deste se infieren, como es el de la potestad del Sumo Pontífice y lo de las indulgencias e confessión vocal, no hize aquella parada que en este primero ni tampoco me parescía haber dificultad en negarlos, por ser tan correlativos al ya dicho, y nunca de ellos traté...»

     «Las personas con quien particularmente traté de esta materia fue con el dicho D. Carlos y con el bachiller Herrezuelo, un letrado de Toro, no para que yo se la enseñase, sino estando él en ello, comunicó lo de la justificación conmigo. También digo que un Christóbal de Padilla, que era criado de la marquesa de Alcañices, pasó dos o tres veces por mi casa e me habló en la mesma materia, e yo le reprehendí el atrevimiento que tenía en hablar, y le rogué no lo hiziesse... También trató conmigo esta materia un criado que yo tuve que se llamaba Juan Sánchez, e no sé dó la recibió, al qual traté con la misma aspereza, por la qual aspereza se salió de mi casa, e yo me holgué dello... Fray Domingo de Rojas, fraile dominico, hijo del marqués de Poza, pasando mucho ha por mi casa, porque habíamos sido compañeros en el estudio y era mi amigo, le traté de la mesma materia, e antes que yo le apuntase el artículo del purgatorio me salió a ello, y estaba en ello. E me acuerdo que me dixo cómo él había más de catorce años que lidiaba dentro de sí con esta materia y que, comunicando una vez con el Arzobispo de Toledo el artículo de la justificación, el qual el dicho Fray Domingo había recibido e aprendido de Carranza, le dixo el dicho Fr. Domingo: 'No sé, padre, cómo se puede compadecer este artículo de la justificación con el purgatorio'; y que el dicho Arzobispo le había dicho: 'No es muy gran inconveniente que no le haya'; de lo qual el dicho Fr. Domingo se alteró e alegó la authoridad de la Iglesia, y el dicho Arzobispo le respondió: 'Bien está, que no sois capaz aún de estas verdades...'» (1682)

     Larga ha sido la cita; válgame el que es inédita, desconocida y muy sustanciosa. Además de la siniestra luz que derrama sobre el negocio de Carranza, prueba con toda evidencia que no fue el Dr. Agustín el primer predicador luterano en Castilla la Vieja; que tampoco empezó el movimiento en Valladolid, sino en la Rioja y en Toro, y que a un mismo tiempo, y sin saber vinos de otros, cayeron en la herejía D. Carlos de Seso, el bachiller Herrezuelo y Fr. Domingo de Rojas, pervertido o no por el [937] arzobispo Carranza; punto que examinaremos en el capítulo que sigue.

     Toda la familia de los Cazallas, incluso su madre, doña Leonor de Vibero, y sus hermanas, D.ª Constanza y D.ª Beatriz, tomaron partido por los innovadores y comenzaron a esparcir secretamente la mala semilla. Era grande a la sazón el número de beatas iluminadas, latiniparlas, bachilleras y marisabidillas que olvidaban la rueca por la teología, y entre ellas y en los conventos de monjas se hizo el principal estrago. Fue una de las primeras víctimas D.ª Ana Enríquez, hija de los marqueses de Alcañices, doncella de veintitrés años de edad y de extremada hermosura (1683). La cual, en su declaración de 23 de abril de 1558, hecha en la huerta de su madre ante el Lcdo. Guilielmo, inquisidor, da estos curiosísimos pormenores:

     «Vine a esta villa (de Valladolid) desde Toro por la Conversión de San Pablo, e luego doña Beatriz de Vibero me habló e me persuadió a que la verdad del espíritu y salvación la había ya descubierto y que tenía certidumbre de su salvación e de estar perdonada de Dios por solos los méritos de la pasión de J. C. e porque ella ya tenía a J. C. recibido por la fe, e que esto llamaba vestirse de J. C., porque ya estaban hechos miembros de Christo y eran hermanos suyos e hijos de su Padre por su redempción, y ella me dijo entonces muchos errores, que toda la vida passada era cosa perdida y las devociones e todas las cossas santas que hasta aquí teníamos... y que sólo lo que habíamos de tener era todos los merescimientos de J. C. e su passión, e que en El teníamos sobra de justicia para salvarnos. Y escandalizándome yo de esto por echar a mal las obras, me dixo que después de recibido a J. C. en espíritu eran buenas las obras para agradecer a Dios la merced que nos había dado, aunque no eran bastantes y que en todo habíamos de parescer hijos de tal padre e hazer lo que por su espíritu nos mostraba e guiaba. E yo entonces le dixe, a lo que creo: '¿Qué es esto que dizen que hay herejes?' Y ella respondió que aquellos eran la Iglesia y los santos. E entonces yo dixe: '¿Pues el Papa?' Y ella me dixo: 'El espíritu de Dios: aquí está el Papa', diziendolo por los que estaban alumbrados. E que lo que yo había de hazer era confessarme a Dios de toda mi vida, e tener por perdido lo más santo de todo lo passado..., e que no había de confessarme a hombres que no tenían poder para absolver, y que esto se había de creer e había de recibir con la fe, y que después se vería claro. E yo le pregunté: '¿Pues lo del purgatorio y las penitencias?' E ella me dixo: 'No hay purgatorio ni otra satisfacción sino recibir a J. C. con la fe, y se recibe con él perdón de los pecados y toda su justicia.' Yo, probando a hazer esto que me dezía de la confessión e de recibir assí a Christo y de estar satisfecha de esto, no podía acabarlo conmigo enteramente, aunque con todo esso, sin otra persuasión, me confessé con un fraile como [938] antes, sólo por cumplimiento, y no le dixe ni descubrí ninguna de estas cossas al confessor. E también la dicha doña Beatriz de Vibero me dixo que de la Comunión no se daba sino la mitad: que daban el cuerpo y no la sangre... y que era un sacrilegio poner allí en la Iglesia el Sacramento. E yo, no estando determinada a esto por tener muchas dubdas en ello, e gran trabajo de espíritu, acordé de esperar al Padre Fr. Domingo de Rojas, y estarme assí hasta que él me satisfiziesse, y venido él... en la Cuaresma passada, con lo que me habló e me declaró todo lo de arriba que la dicha doña Beatriz me había dicho, quedé satisfecha e lo creí ansí realmente. El me dixo que del Luthero tenía grande estimación y era santíssimo, que se puso a todos los trabajos del mundo por decir la verdad, e díxome que no había más que dos sacramentos, que era el baptismo e la Comunión, y que en esto de la Comunión no estaba Christo del arte que acá tenían, porque no estaba Dios atado, que después de consagrado no pudiesse salir de allí... y que idolatraban adorándole, porque no adoraban sino el pan, e me dixo que adorar el crucifixo era idolatría, e assí mesmo el dicho fray Domingo una noche me leyó en un libro de Luthero, que trataba de las buenas obras que el christiano había de hazer..., e assí mesmo me dixo que después de venido Christo e hecha la Redención nos había librado de toda servidumbre, de no ayunar ni hazer voto de castidad... ni otras obras por obligación, e que en las religiones se hazían mil sacrilegios, e que lo peor de todo era dezir misa, porque sacrificaban a Christo por dineros, e que si no fuese por escándalo, que no traería hábitos.» (1684)

     Júzguese cómo quedaría el espíritu de la pobre muchacha después de tales coloquios y de otros que tuvo con el bachiller Herrezuelo y con Francisco de Vibero, añíadiéndose a todo esto la asidua lectura del Cathecismo de Carranza, que éste había tenido cuidado de mandar en pliegos, desde Flandes, a la marquesa de Alcañices, madre de D.ª Ana. Baste decir que ésta se convirtió también en doctora y persuadió a su tía D.ª María de Rojas, monja en Santa Catalina, de Valladolid, que «no había purgatorio» (1685). Las monjas de Belén cayeron todas en la misma herejía, y en uno y otro convento se recibían y leían libros de Carranza, los de Valdés y otros de sospechosa doctrina (1686).

     Una de las luteranas más fervorosas y activas fue doña Francisca de Zúñiga, beata, hija de Alonso de Baeza, contador del rey. Cuando oyó por primera vez a Juan Sánchez lo del purgatorio, se escandalizó mucho; pero Cazalla (Pedro) le quitó el escrúpulo contándole lo que le había pasado con D. Carlos de Seso y el arzobispo, y acabó por decidirla Fr. Domingo de Rojas. A la marquesa de Alcañices no se atrevió a hablarle, esperando [939] la venida del arzobispo de Toledo, a quien ella daba mucho crédito (1687).

     Casi todos los Rojas, entre ellos D. Pedro Sarmiento y el heredero del marquesado de Poza, eran de la grey luterana.

     Procuró Fr. Domingo, aunque sin éxito, en un corto viaje que hizo a Aragón, persuadir a la santa y venerable duquesa de Villahermosa, D.ª Luisa de Borja, hermana de San Francisco, introduciéndose en su casa so pretexto de traerle nuevas de su marido, que estaba en Flandes. Pero, según narra el P. Muniesa en la biografía de aquella señora, «halló tan cerrada y tan pertrechada su alma con su constante fe y solidez de espíritu, que perdió las esperanzas de poder abrir brecha ni hacer mella en muralla tan fuerte y firme. Contentóse entonces con visitarla de cuando en cuando y hablar de cosas espirituales... Pero la venerable duquesa, ya por las afectadas razones del sujeto, ya por los rumores de lo que con otras personas se atrevía él a platicar, ya por luz particular del cielo, comenzó a conocer su mal espíritu y depravados intentos. Con que no solamente le cerró la puerta de su palacio, sino hizo diligencia para que persona tan perniciosa dejase el reino y se apartase muy aprisa». Y advierte el biógrafo que fue éste gran beneficio para el reino de Aragón, donde ya iba cundiendo el daño (1688). Y cuando prendieron a Rojas, exclamaba D.ª Elvira de Medinilla, dama muy confidente de la duquesa: «¡Quién creyera que el maestro Fr. Domingo era por adentro tan diferente de lo que mostraba por de fuera!»

     Entre tanto, D. Carlos de Seso, aunque en sus declaraciones protesta vanamente que «nunca fue su intención dogmatizar ni presumir de enseñar, ni jamás hizo juntas de nadie para efecto de hablarles en éstas ni otras pláticas, sino que, si venia ocasión de hablar en cosas de Dios, hablaba lo que se le ofrecía, sin tener arte ni propósito alguno particular» (1689), no se descuidó de traer a su partido, entre otras mujeres, a su sobrina D.ª Catalina de Castilla, moza de unos veinticuatro años. «Yo tenía muy gran deseo de servir a Dios, e así pregunté a D. Carlos cómo le podría servir mejor..., y el día de San Juan del año de 57, él estaba leyendo en un libro, y dixo que si yo le prometía e juraba de no decirlo a nadie, ni a mi marido, aunque me casase, que él me lo leería, e me diría qué quería decir, e yo se lo prometí ansí, y entonces leyó el libro, que era escrito de mano y en lengua castellana, y lo que contenía el libro era de la justificación por el beneficio de Cristo.»

     En Zamora la propaganda tenía un carácter menos aristocrático. El dogmatizador era Cristóbal de Padilla, criado de la [940] marquesa de Alcañices. Sabemos por una declaración de doña Antonia de Mella, mujer de Gregorio Sotelo, en 15 de abril de 1558, que «Padilla fue a casa de esta declarante, e leyó una carta que dixo que era del maestro Avila, e la leyó a esta declarante e a su marido, e lo que contenía en la carta parescían buenas cosas, y el dicho Sotelo se la pidió, y el dicho Padilla no se la quiso dar, pero le ofreció un traslado. E pasados ciertos días, volvió Padilla e leyó a esta que declara y a la mujer de Robledo una carta que también dixo que era del maestro Avila, que trataba de la misericordia de Dios, e desque la acabó de leer, dixo a la mujer de Robledo que dixese a su marido que revocase (es decir, que abandonase) su penitencia, porque Dios la había hecho por todos», etc. «Otro día volvió con un librico escripto de mano, en que se expresaban los artículos de la fe, enderezándolos a la justificación», y dijo que se los había dado Fr. Domingo de Rojas, aunque luego confesó en secreto a varias mujeres que él mismo los había compuesto y que aun no los tenía acabados. Al cabo observó que le ponían mal rostro en casa de Sotelo, y buscó fortuna por otra parte.

     Los protestantes de Valladolid formaban un conventículo o iglesia secreta, cuyas reuniones se celebraban en casa de doña Leonor de Vibero, madre de los Cazallas. «Comulgaban en la comunión de casa de Pedro de Cazalla», dice un testigo, Francisco de Coca, en declaración de 30 de abril de 1558. El mismo nos informa que Ana de Estrada, Catalina Becerra, Sebastián Rodríguez y otros asistentes a estas reuniones no pensaban como los demás... y les reprendían por meterse en cosas que no entendían.

     Es de presumir que Padilla, Herrezuelo y D. Carlos de Seso habían organizado en Zamora, Toro y Logroño pequeñas congregaciones, hijuelas de esta de Valladolid; pero, antes que la organización de la secta llegara a hacerse regular ni a extender sus hilos, vino a ahogarla en su nacer la poderosa mano del Santo Oficio.



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- III -

Descubrimiento del conciliábulo luterano de Valladolid. -Cartas de Carlos V. -Misión de Luis Quijada a Valladolid.

     Si hubiéramos de creer al carmelita granadino Fr. Francisco de Santa María, autor del peregrino libro intitulado Reforma de los descalzos de Nuestra Señora del Carmen (1690), nadie habría influido tanto en el descubrimiento de las herejías de Cazalla como la famosa D ª Catalina de Cardona, comúnmente llamada la buena mujer, aya que fue de D. Juan de Austria, fundadora [941] del convento de Nuestra Señora del Socorro en la Nava del Rey y muerta en olor de santidad en 11 de mayo de 1577, después de haber pasado por extrañas y novelescas vicisitudes, como la de hacer por tres años vida eremítica en hábito de hombre.

     Era esta señora, por los años de 1557, dama de la princesa de Salerno, mujer del prócer napolitano D. Fernando San Severino, la cual, en reclamación de sus bienes dotales, confiscados juntamente con los de su marido por haber entrado éste en una conjuración contra los españoles, había acudido a Valladolid pidiendo justicia al nuevo monarca Felipe II. Frecuentaba mucho la casa de la princesa el Dr. Agustín Cazalla, y oía sus sermones la de Salerno con particular afición, porque era agudo, elocuente, decidor y muy donairoso en su habla. Nada de esto agradaba a Dª. Catalina, y menos que nada el modo que tenía de engrandecer las misericordias de Dios y encumbrar los méritos de Cristo y lo que por nosotros satisfizo. En sus sermones, todo era gloria, todo era anchura, todo libertad, con que llevaba tras sí y arrastraba todo lo licencioso de la corte y de los que quieren hacer a la anchura virtuosa y buscan quien les dilate las conciencias, aunque ellas den latidos descubriendo el daño.

     Doña Catalina se percató muy luego de los intentos heréticos, y, convertida en ángel de guarda de la princesa, mostraba mal gesto a Cazalla y contradecía sus opiniones. La princesa llevaba a mal que una pobre mujer llevase la contra a tan grande doctor; pero D.ª Catalina le respondía: «Mire V. E. que el amor sin temor es despeñadero; que si hay gloria, hay infierno y juicio; que Cristo una vez sola descubrió su gloria, y toda su vida penas, cruz, penitencia y pobreza... El espíritu me da que por este hombre habla Satanás; yo no puedo dejar de ladrar; cada uno mire por su obligación.»

     Cazalla quiso dar una lección a D.ª Catalina, y en el sermón de las tres Marías que predicó, y fue el último suyo, el día de Resurrección, reprendió la bachillería e impertinencia de las mujeres que disputaban con los teólogos. Mientras él hablaba, le pareció a D.ª Catalina ver salir de su boca borbollones de fuego envuelto en humo y olores de piedra azufre, y así se lo dijo por la tarde delante de la princesa, que mandó callar a entrambos cuando la disputa comenzaba a encresparse.

     Pero D.ª Catalina no se aquietó, y, como refiere su biógrafo, no cesando el espíritu que en la virgen hablaba, decía a voces que aquél era hereje luterano; que el fuego que de su boca salía le había de quemar; que confiaba en Dios que no había de predicar más sermones. Escandalizóse la gente con esto, y las simples mujeres se apartaban y murmuraban. Había echado Cazalla para el sábado siguiente sermón y convocádose la corte la corte para oírle. Algunos le habían delatado al Santo Oficio... Fue la princesa al sermón acompañada de sus damas y de D.ª Catalina... Comenzóse la misa, y, vueltas a D.ª Catalina las que acompañaban a la princesa, con rostro y con ademanes daban a entender [942] que había sido engañada al decir que no había de predicar más Cazalla. Ella, muy quieta y sin turbación alguna, se volvía a confirmar en lo que había dicho. Cuando había de pedir la bendición para subir al púlpito, llegó un ministro de la Inquisición diciendo no esperasen al Dr. Cazalla, porque el Santo Oficio le tenía preso. Levantóse luego en la iglesia un sordo murmullo... que descubrió más en público la mala doctrina del hereje. La princesa, llena de admiración, refirió todo lo sucedido, y con esto creció mucho la fama de santidad de doña Catalina y creyeron todos que tenía don de profecía.

     El lector dará el crédito que guste a esta piadosa anécdota, que he querido referir con las mismas palabras con que lo cuenta el piadoso cronista del Carmen. Veamos ahora lo que resulta de documentos contemporáneos y oficiales.

     El inquisidor general, D. Fernando de Valdés, arzobispo de Sevilla, con quien tantas veces hemos de tropezar en el curso de esta historia, dirigió en 2 de junio de 1558, apenas descubierto el conclave luterano, una fiel, aunque demasiado sucinta relación de todo, al emperador Carlos V, retirado a la sazón en el monasterio de Yuste (1691). Lo que dice concierta admirablemente con las declaraciones y cartas de los mismos procesados, insertas en la causa de Carranza (1692). [943]

     «Vino a mi noticia (dice el arzobispo) que algunas personas, en gran secreto y con color de enseñar y predicar cosas que parescían santas y buenas, mezclaban otras malas y heréticas, lo cual iban haciendo poco a poco, según hallaban la disposición en las personas que tentaban. Esto entendí de algunas personas que se habían escandalizado de lo que les comenzaban a enseñar, aunque no se había pasado con ellos muy adelante. A estas personas se les mandó que con todo secreto y disimulación volviesen a los enseñadores, que se lo habían dicho, como que deseaban entenderlo mejor y tomarlo por escrito... y comunicar con las personas que mejor lo entendían. Esto se efectuó así, y sucedió bien porque se fue aclarando algo más la materia, y se entendió por escrito y por cartas algunos malos errores que enseñaban y algunos de los auctores de-la doctrina; mas todavía se trataba con todo secreto y disimulación porque se pudiese mejor entender y saber de más personas que fuesen participantes en ello.

     Estando los negocios en estos términos, sucedió que el obispo de Zamora hizo publicar en su Iglesia ciertos edictos que se suelen publicar en quaresma, para que los que supieren de algunos pecados públicos o supersticiones lo vengan diciendo; y desta ocasión algunas personas (que debieron de ser Pedro de Sotelo y su mujer, Antonia de Mella) fueron a decir ante el obispo contra un vecino de allí que se llama Padilla algunas cosas destos errores, y el obispo le prendió y puso en su cárcel pública. Y como esto fue público y el Padilla en la cárcel tuvo libertad de hablar con las personas que quiso y escribir cartas y avisos a otras partes, y aunque el obispo lo hizo con buena intención, mas, por no tener experiencia del secreto con que estas cosas se suelen tratar, subcedió mal, porque dio ocasión a espantar la caza; y así comenzaron a ausentarse algunas personas de las más culpables, y pusieron al arzobispo y a la Inquisición en mucho cuidado de comenzar luego a prender a algunos de los culpados, que fue al Dr. Cazalla y a unos hermanos y hermanas suyas, y a su madre, y a D. Pedro Sarmiento, y a su mujer, y a D.ª Ana Enríquez, su sobrina, hija del marques de Alcañices, y a D. Luis de Rojas, nieto del marqués de Poza y heredero de su casa, y a otros vecinos y vecinas de Valladolid y de Toro y de unos lugares de su tierra, Y también enviaron con gran diligencia a tornar los puertos para prender a los que se habían ausentado, y plugo a Dios que prendieron en Navarra a D. Carlos de Sesso, vecino de Logroño, que fue corregidor en Toro, y a Fr. Domingo de Rojas, que iba en hábito de seglar; que fue gran ventura, porque ya tenían salvoconducto el virrey de Navarra para pasar en Francia y llevaban cartas de encomienda de algunas otras personas para la princesa de Bearne y para las guardas de los puertos. Y así fueron traídos presos, y juntamente con el licenciado Herrera, alcalde de sacas en Logroño, que además de ser participante [944] en lo principal, había disimulado y dado favor al fray Domingo y a D. Carlos para pasarse. Trajeron al fraile con el mismo hábito que le tomaron de lego (1693), y así está en la cárcel, sin haberle consentido que tome sus hábitos. Trajéronlos con doce arcabuceros familiares del Santo Oficio, y a caballo venían los oficiales que se habían enviado a buscarlos. Y desta manera vinieron por todo el camino hasta Valladolid, sin consentir que se hablase uno a otro ni que otra persona alguna les hablase. Y por todos los pueblos donde pasaron salían muchas gentes, hombres y mujeres y muchachos a verles, con demostración que luego los quisieran quemar. El fraile traía gran miedo que sus parientes le habían de matar en el camino. Proveyóse que los metiesen en Valladolid de noche, por evitar que los muchachos y el pueblo no los apedreasen, porque, según la gente está indignada contra ellos, pudiera ser que lo hicieran.

     De todos los ausentados no se ha escapado sino uno, que, aunque es hombre de baxa suerte, es muy culpado. Deste se tiene noticia. Embarcó en Castro-Urdiales en una zabra que allí tenía fletada un mercader flamenco, y quando llegaron los que iban en su seguimiento, era ya embarcado. Viéronse unas cartas suyas que escribía a una su devota que está pressa, en que la avisaba como iba en aquella zabra a Flandes, a casa del arzobispo de Toledo o de Fr. Juan de Villagarcía, su compañero, a donde dice que sería bien recebido, y que allí le hallarían, y el nombre por quien habían de preguntar, porque se había mudado su propio nombre. De todo esto se ha dado aviso al Rey nuestro señor y a su confesor, y también al capitán Pedro Menéndez (de Avilés), que es ido allá y es hombre diligente, para que, si fuere posible, se prenda y se envíe acá.»

     El fugitivo de quien habla el inquisidor sin nombrarle era Juan Sánchez, natural de Astudillo, criado que fue de Pedro de Cazalla y de D.ª Catalina de Ortega, otra de las afiliadas en la secta. A ella dirigió desde Castro-Urdiales, en 7 de mayo, la carta a que el inquisidor general se refiere, y que he tenido la fortuna de encontrar en el volumen de Testimonios contra el arzobispo Carranza (fol.89ss).

     «Señora mía e mi alma más que propia: yo estoy este día de hoy muriendo cada momento por saber de vuestra merced y en qué estado está el negocio, al qual el diablo se ha esforzado de meter cizaña; mas bendito sea Dios, que, aunque los electos pasarán trabajos, él quedará vencido y ellos con la vitoria. E pues a Cristo le costó tan caro el Reino que era suyo, a los que por nuestra malicia somos echados dél no se nos dará de balde, e yo de mí sé dezir que, como bien sabéis, no habría [945] para mí cosa que mayor muerte me diese, y esto no una vez, sino cada momento, que verme apartado de vos... Yo he andado más de ochenta o noventa leguas de puerto en puerto por embarcarme, e no lo he alcanzado hasta agora, porque fuy derecho a Santander, e de ahí no hallando, fuy a Laredo. E tampoco ahí. Y vine a un puerto de mar que se llama Castro, donde plugo a Dios que hallase recaudo, e voy en una zabra que camina mucho por la mar e en compañía de muy buena gente, e principalmente llevo en mi compañía un mercader de Flandes, que ha tomado conmigo grande amistad... Si Dios es servido que pase en Flandes, yo iré luego en busca del Arzobispo de Toledo e de Fr. Juan de Villagarcía, donde seré bien recebido, y ellos, segund tengo nuevas, se vendrán presto a España, mas yo no me vendré con ellos hasta tener nuevas ciertas de lo que ha passado e passa... E yo me llamo por acá, porque me viene de mis abuelos, Juan de Vivar, y así diga el sobrescripto... A todos mis señores e a mi señora D.ª Beatriz beso sus manos: yo la escrivo e a mi señor Gaspar Díez, e a todos los demás e a D.ª Juana beso las manos, digo a D.ª Gerónima. De Castro a 7 de mayo. Siervo de vuestra merced. A mi señora D.ª Catalina de Ortega, en Valladolid, junto de palacio, en las casas en que moraba el duque de Alba.»

     Al día siguiente (domingo 8) volvió a escribirle:

     «Señora, yo estoy esperando que haga bueno para mi viaje, y espero en Dios será pronto, de aquí a dos o tres días... Voy en fe de Abraham a la tierra de Dios... E si él fuere servido que mi vida se acabe en la mar, de todo soy contento, e hago gracias muchas a mi Dios con fe viva... Estoy aparejado de morir e vivir como christiano... Mi hermana Juana haya ésta por suya, con los correos que se partirán para la corte del Rey... E ya dije que vengan las cartas a Fr. Juan de Villagarcía... A mi señora D.ª Beatriz beso las manos, juntamente con las vuestras e de todos esos señores... Domingo, a ocho de mayo, de Castro, un puerto de mar, de do me parto para Flandres, si Dios así lo quisiere; si no, hágase su voluntad. Vivo e más para vos que para mí. -Juan de Vivar

     Y luego, a guisa de postdata: «A D. ª Teresa dad ésta e dezilda que la priesa fue tal e tormenta tan grande, que no me dio lugar a nada... A mis padres no escrivo ni los vi por la priesa e temor con que de allí fui echado... El tiempo me ha hecho tal desde el día que de allí salí, que todos los días ha llovido.»

     El mismo día, y repitiendo en sustancia lo mismo, escribió a una D.ª Beatriz, que es, indudablemente, la hermana de Cazalla: «No hay para mi contento mayor que verme con vuestra merced e con la señora D.ª Catalina, e nunca sentí mayor trabajo en mi vida, ni le puedo sentir, como verme de vuestras mercedes apartado... E aunque muera sin vuestras mercedes, esta vida presto se acabará y nos veremos donde nos gozemos [946] para siempre, sin que el diablo tenga envidia ni malicia... A mis señores Francisco Díez e Gaspar Díez y al señor licenciado beso mil veces las manos con las de mi señora D.ª Ana e la señora D.ª Gerónima» (1694).

     Para que a nadie sorprenda que, siendo Juan Sánchez hombre de baja condición, criado de un párroco de lugar, se explicase con tanto comedimiento y buena cortesía y mostrase tal delicadeza de sentimientos, conviene saber que, según declaración suya de 16 de marzo de 1559, había hecho, cuando mozo, algunos estudios, nada menos que con el comendador griego Hernán Núñez, en cuya casa estuvo dos años y medio, quizá como fámulo. «Y al cabo de este tiempo (añade con malicia), como aprendía poco, determiné de meterme fraile»; pero le disuadió Fr. Juan de Villagarcía, con quien se confesaba.

     Todo lo que de él sabemos prueba que era hombre de natural despejo y dogmatizante peligroso. Logró llegar a Flandes, pero en Turlingen le prendió el alcalde de corte, D. Francisco de Castilla, y le remitió a la Inquisición de Valladolid.

     Las cárceles hervían de presos. «Cada día (escribe el inquisidor Valdés) vienen nuevos testigos que se examinan con toda diligencia y secreto. Hase venido a presentar y está preso en la Inquisición un caballero de Toro que se llama Juan de Ulloa Pereyra, y otros se han dejado de prender porque no hay cárceles adonde los puedan tener a buen recaudo, y por lo mucho que ha habido en que entender estos días con los presos, y por los pocos oficiales que hay, porque de los dos inquisidores de Valladolid, el uno está en Avila entendiendo en otros negocios importantes y no convino hallarse en éstos por algunos buenos respectos; y por esta falta se ha enviado al Dr. Diego, inquisidor de Cuenca, para que venga a residir en ésta de Valladolid; y también ha de venir otro de Murcia, porque más cerca no se hallaron otros inquisidores que fuesen al propósito de lo que ahora se trata. También en el Consejo de la Inquisición se ha hallado alguna falta de personas, porque los dos del Consejo Real que suelen acudir allí han faltado a esta razón, porque Galarza es muerto y Otálora ha mucho tiempo que está enfermo y se fue a su tierra; y de los cuatro que quedan, el uno es teólogo, que puede ayudar poco en los negocios que agora se tratan; y de los tres que quedan, el arzobispo ha proveído que D. Diego de Córdoba y Valtodano vayan continuo, mañanas y tardes, a la Inquisición, a hallarse presentes con el inquisidor, a las audiencias y examen y confesiones de los presos, y para visitar y proveer lo necesario al recaudo de las cárceles; y así se hace que casi todo el día y parte de la noche se ocupan en esto, y también va con ellos el fiscal del Consejo para asistir con el fiscal de la Inquisición, porque en todo haya mejor recaudo, por ser muchos los presos y personas y negocios de cualidad. [947]

     El arzobispo (es el mismo Valdés, que habla en tercera persona) queda solo en el Consejo con Diego de los Cobos y con el doctor Andrés Pérez, teólogo, para despachar los negocios generales de las otras Inquisiciones; y cada día le vienen a dar cuenta de lo que se hace con los presos en la Inquisición, y también el Arzobispo consulta con la serenísima princesa cada día lo que hay y lo que se hace, y tiene acordado con su alteza que, cuando fuere menester que algunos del Consejo Real se desocupen y ayuden a estos negocios, lo hagan, y que para cuando los procesos estén en términos de se ver y determinar, se llamen algunos de los oidores de la chancillería, como se suele hacer, y también algunos de los del Consejo Real, o todos, si paresciere que conviene se hallen a ello; y demás desto, también está consultado a su alteza, que, para más autoridad, al tiempo de ver los procesos se llamen los obispos de Palencia y Ciudad Rodrigo, que han sido del Consejo de la Inquisición» (1695).

     Felipe II no estaba a la sazón en España. Gobernaba el reino, en ausencia suya, la princesa D.ª Juana. Carlos V seguía con avidez, desde su retiro de Yuste, todos los pasos del Santo Oficio en persecución de los reos e instaba por un pronto y terrible escarmiento. Apenas el secretario Juan Vázquez de Molina le había comunicado desde Valladolid, en 27 de abril de 1558, las primeras noticias de la prisión de Cazalla y sus hermanos (1696), escribió el emperador a la gobernadora para que se abreviasen los tramites de la causa en todo lo posible: «Y aunque soy cierto que, siendo esto cosa que toca tanto a la honra y servicio de nuestro Señor y a la conservación destos reinos, donde por su bondad se ha conservado tan bien lo de la religión, se hará para la averiguación de ello lo posible y aún más; os ruego quan encarescidamente puedo, que demás de mandar al arzobispo de Sevilla que por agora no haya ausencia de esa corte, pues estando en ella se podrá proveer y prevenir a lo de todas partes, le encarguéis, y a los del Consejo de la Inquisición, muy estrechamente de la mía, que hagan en este negocio lo que ven que conviene, y yo de ellos confío, para que se ataje con brevedad tan gran mal, y que para ello les deis y mandéis dar todo el favor y calor que fuere necesario, y para que los que fueren culpados sean punidos y castigados con la demostración y rigor que la cualidad de sus culpas merecerá, y esto sin excepción de persona alguna; que si me hallara con fuerzas y disposición de podello hacer, también procurara de esforzarme en este caso a tomar cualquier trabajo, para procurar por mi parte el remedio y castigo de lo sobredicho, sin embargo de lo que por ello he padescido.» [948]

     La princesa mostró esta carta al arzobispo de Sevilla y a los del Consejo de la Inquisición, y el emperador volvió a escribir todavía con más calor, severidad y amargura, en 25 de mayo: «Creed, hija, que este negocio me ha puesto y tiene en tan gran cuidado y dado tanta pena, que no os lo podría significar, viendo que, mientras el rey y yo habemos estado ausentes destos reinos, han estado en tanta quietud y libres de esta desventura; y que agora que he venido a retirarme y descansar en ellos y servir a nuestro Señor, suceda en mi presencia, y a la vuestra, una tan gran desvergüenza y bellaquería, y incurrido en ello semejantes personas, sabiendo que sobre ello he sufrido y padescido en Alemania tantos trabajos y gastos y perdido tanta parte de mi salud que, ciertamente, si no fuese por la certidumbre que tengo de que vos y los de los Consejos que ahí están, remediarán muy de raíz esta desventura, pues no es sino un principio sin fundamento y fuerzas, castigando los culpables muy de veras para atajar que no pase adelante, no sé si tuviera sufrimiento para no salir de aquí a remediallo. Y así conviene que como este negocio importa más al servicio de nuestro Señor, bien y conservación destos reinos que todos los demás, y por ser, como dicho es, principio y con tan pocas fuerzas que se pueda fácilmente castigar, así es necesario poner mayor diligencia y esfuerzo en el breve remedio y ejemplar castigo; y no sé si para ello será bastante el que en estos casos se suele usar acá, de que, conforme a derecho común, todos los que incurren en ellos, pidiendo misericordia y reconociéndoseles, admiten sus descargos, y con alguna penitencia los perdonan por la primera vez, porque a estos tales quedaría libertad de hacer el mesmo daño viéndose en libertad, y aún más siendo personas enseñadas, exasperados de la afrenta que han recibido por ello, y en alguna manera de venganza, en especial siendo confesos, por habello sido casi todos los inventores de estas herejías. Pero esto parece que es diferente del fin con que se debió ordenar lo sobredicho, porque allende de ser casos tan enormes y perniciosos que, según lo que me escribís, si pasara un año que no se descubriera, se atrevieran a predicallas públicamente; de donde se infiere el mal que tenían, porque está claro que no fueran parte para hacello, sino con ayuntamientos y caudillos de muchas personas y con las armas en la mano. Y así se debe mirar si se puede proceder contra ellos como sediciosos, escandalosos, alborotadores e inquietadores de la república, y que tenían fin de incurrir en caso de rebelión, porque no se puedan prevaler de la misericordia.»

     Recordaba tras esto las leyes severísimas de muerte en hoguera y confiscación de bienes que en Flandes había dado, ya que no pudo establecer allí la Inquisición por la resistencia de los naturales, fundada en que no había judíos, y concluía dicendo: «Me ha parecido avisaros y preveniros para que, comunicado [949] con el dicho arzobispo y los del Consejo de la Inquisición y con quien más convenga, con que cesen las competencias que ha habido por lo pasado sobre las jurisdicciones, vean lo que sobre ello se puede y debe hacer; porque creed, hija, que si en este principio no se castiga y remedia, para que se ataje tan grande mal, sin exención de persona alguna, no me prometo que adelante será el rey ni nadie parte para hacello» (1697).

     El mismo día y las mismas cosas escribió a Felipe II (1698); y no satisfecho con todo esto, dio orden a su fiel mayordomo Luis Quijada de ir a Valladolid a tratar de ello en su nombre y hablar a la princesa y al arzobispo. Felipe II bendijo el santo celo de su padre, y mandó al arzobispo y a los consejeros que dieran al emperador cuenta minuciosa de todo. «Y para que se pueda tractar y determinar este negocio, siendo de tan gran importancia, nos paresce que converná llamar al obispo de Jaén y a D. Diego de Córdoba cuando sea consagrado, y a otros prelados que han sido inquisidores, aunque estén en sus iglesias, por la larga experiencia que tienen destas cosas.»

     Carlos V no pensaba más que en «el negro negocio que acá se ha levantado»; pedía en todas sus comunicaciones mucho rigor y recto castigo (1699),y a ello le movía, además del fervor cristiano, que fue grande en sus últimos años, el convencimiento que, como político escarmentado en los sucesos de Alemania, tenía de lo necesario de la unidad religiosa, único medio de evitar la disgregación política.

     Quijada no encontró en Valladolid a la princesa, ni al arzobispo de Sevilla, ni al presidente del Consejo, Juan de Vega, porque habían ido a pasar la Pascua de Pentecostés al Abrojo. Allí se avistó con ellos y les encareció de parte de su amo «cuánto convenía que se diesen priesa y llevasen el negocio por los términos más cortos, como se suele hacer con los confesos». El arzobispo respondió «que muchas personas le habían dicho lo mismo, y aunque el pueblo lo decía públicamente, y de ello estaba muy contento, porque parecía no estar dañado y desear que de ellos se hiciese justicia; pero que no convenía. porque a hacerse con tanta brevedad no se podía averiguar ni acabar de saber de raíz este negocio, el qual se había de entender de las cabezas; mas que hasta ahora le parecía que no convenía guiallo ni apretallo más de lo que se hacía, sino ir con ello de manera que se averiguase verdad, y que para sabella era necesario proceder conforme a la orden que en ello tenían, porque no confesando un día lo harían otro, con persuasiones y protestaciones, y cuando no bastase esto, con malos tratamientos y tormentos, y que ansí se pensaba se sabría la verdad» (1700). [950]

     La verdad es que en este conflicto no había más que una sola voluntad, un solo deseo en España, y el emperador, y la gobernadora, y el inquisidor, y los Consejos, y el pueblo, caminaban en la más perfecta y soberana armonía. «Todos dan gracias a Dios por tomallo V. M. tan de veras, habiendo dejado todo lo demás, que ha sido causa de animallos para que con mayor cuidado y diligencia lo hagan, y ansimismo el pueblo, entendida la voluntad con que V. M. se ofrece de salir a tomar el trabajo, ha mostrado gran contentamiento», escribe Quijada en 10 de junio.

     Aunque el inquisidor general, de acuerdo con el Consejo de Estado, no levantó mano en las pesquisas (1701), Carlos V no llegó a ver el castigo de los luteranos, porque falleció el 21 de septiembre del mismo año 1558. Pero hasta el último momento manifestó odio encarnizado contra la herejía. Hablando con el prior de Yuste, Fr. Martín de Angulo, se lamentaba de no haber dado muerte a Lutero cuando le tuvo en sus manos en Worms (1702). Y en su codicilo, otorgado pocos días antes de morir, ordenaba a su hijo, con autoridad de padre y por la obediencia que me debe, que «castigase a los herejes con toda la demostración y rigor conforme a sus culpas... sin excepción... y sin admitir ruegos ni tener respeto a persona alguna» (1703) y que honrase y protegiese al Santo Oficio. Sólo así prosperaría el Señor su reino y le daría victoria contra sus enemigos.

     ¡Noble y fiel soldado de la Iglesia hasta lo último, pudo cometer, y cometió, graves yerros políticos en los comienzos de la Reforma, pero su fe no flaqueó nunca, y ni el miedo ni el interés la torcieron!



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- IV -

Auto de fe de 21 de mayo de 1559.

     Interrogado el doctor Cazalla en 20 de septiembre de 1558, insistió en que nunca había sido dogmatizador; dijo que doña Francisca de Zúñiga, que le acusaba, había aprendido la doctrina de la justificación no de él, sino de su padre, el licenciado Baeza; recusó su testimonio como de enemiga mortal suya por haberse opuesto Cazalla en 1543 a que se casara con su hermano Gonzalo Pérez, y no tuvo reparo en acusar a su propia hermana D.ª Beatriz (1704). [951]

     Mandósele dar tormento en 4 de marzo de 1559, pero se sobreseyó por haber hecho amplias declaraciones contra su hermano Pedro y contra Fr. Domingo de Rojas, D. Carlos de Seso y el arzobispo Carranza.

     La Inquisición, hallando bastante culpa en algunos de los procesados, determinó celebrar con ellos un auto de fe más solemne que cuantos hasta entonces en España se vieran. Verificóse el domingo, día de la Trinidad, 21 de mayo de 1559, en la plaza Mayor de Valladolid. Quedan de tal suceso numerosas relaciones, así impresas como manuscritas, conformes todas en lo sustancial. Procuraremos compendiarlas (1705).

     Para proceder con el rigor y celeridad con que procedió, había alcanzado el Santo Oficio especiales breves y concesiones de Paulo IV, que fue a buscar a Roma el deán de Oviedo, D. Álvaro de Valdés, sobrino del arzobispo de Sevilla. Asistieron a la sustanciación de los procesos, como jueces consultores, los obispos de Palencia y Ciudad Rodrigo; del Consejo Real, el licenciado Muñatones y el regente Figueroa; del Consejo de Indias, los licenciados Villa Gómez y Castro; de la [952] Chancillería, el licenciado Santillana y el doctor D. Diego de Simancas. Jueces de la Inquisición fueron el licenciado Francisco Vaca, el doctor Riego, el licenciado Gulielmo y el licenciado Diego González. Testigos, el licenciado Lucas Salgado y el bachiller Francisco de Lumbreras.

     El sábado 20 de mayo, a las seis de la tarde, entraron el prior de Nuestra Señora del Prado y Fr. Antonio de la Carrera a notificar la sentencia a Cazalla y persuadirle que declarase clara y llanamente cuántos discípulos y de qué calidad había tenido. Respondió «que no había comunicado ni tratado esta secta perversa con hombres que no la supiesen antes, que a ninguno la enseñó de nuevo y que su culpa no era otra más de no haber desengañado de este error a aquellos que con él le trataban y comunicaban y no haber denunciado de ellos, de lo que le pesaba mucho y pedía perdón y misericordia». Anunciáronle que «sin ningún remedio había de morir; que se conformase con la voluntad de nuestro Señor y se aparejase como católico cristiano». Él apenas lo podía creer, y preguntaba muchas veces si era verdad y si quedaba algún remedio. Entonces le dijo Fr. Antonio: «Aparejaos para bien morir en penitencia de vuestra culpa y de vuestros errores y herejías, y detestadlos y abominadlos, y tornaos a la fe y obediencia de la Santa Iglesia Católica Romana, y no pasemos el tiempo, sino tratad de vuestra alma y de aparejarla para Dios, y confesaos con uno de nosotros, el que quisiéredes.»

     En seguida comenzó a llorar y a pedir a Dios misericordia y gracia; se confesó con muestras de grande arrepentimiento y decía muchas veces estas palabras: «Que le había Dios acertado la vena para remedio de su salvación y que su soberbia no se podía curar con otra medicina mejor que la que al presente se le aplicaba... y que bendecía y alababa al Santo Oficio de la Inquisición, y que no era oficio puesto en la tierra por mano de hombres, sino por la de Dios, y que aceptaba la sentencia de su muerte de muy buena gana, y la conocía por muy justa y bien merecida.» Y hasta añadió que «no quería la vida ni la tomaría aunque se la diesen, pues tenía por muy cierto, según había gastado mal la pasada, que sería así la que quedase».

     Cuando le trajeron el sambenito, lo besó, diciendo que «aquélla era la ropa que de mejor gana vestía de cuantas hasta entonces se había puesto, porque era la propia para confusión de su soberbia, y que viniese sobre él toda la ignominia del mundo para purgar así sus pecados y las ofensas que había hecho a Dios».

     Todo esto, y lo que adelante veremos, refiere su confesor, Fr. Antonio de la Carrera, y confirma D. Luis Zapata en su [953] Miscelánea (1706). Si fue sincero y obra de la gracia de Dios tan súbito arrepentimiento, o temor servil del suplicio y de la hoguera, sólo Dios lo sabe, y fuera temeridad querer investigarlo.

     Alzóse en la plaza de Valladolid un tablado de madera alto y suntuoso en forma de Y griega, defendido por verjas y balaustres. El frente daba a las Casas Consistoriales; la espalda, al monasterio de San Francisco. Gradas en forma circular para los penitentes; un púlpito para que de uno en uno oyesen la sentencia; otro enfrente para el predicador; una valla o palenque de madera, de doce pies de ancho, que desde las cárceles de la Inquisición protegía el camino hasta la plaza; un tablado más bajo, en forma triangular, para los ministros del Santo Oficio, con tribunas para los relatores; en los corredores de las Casas Consistoriales, prevenidos asientos para la infanta gobernadora y el príncipe D. Carlos, para sus damas y servidumbre, para los Consejos, Chancillería y grandes señores; y, finalmente, más de doscientos tablados para los curiosos, que llegaron a tomar los asientos desde media noche y pagaron por ellos 12, 13 y hasta 20 reales. Los que no pudieron acomodarse se encaramaron a los tejados y ventanas, y, como el calor era grande, se defendían con toldos de anjeo. Desde la víspera de la Trinidad mucha gente de armas guardaba el tablado, por temor de que los amigos de Cazalla lo quemasen, como ya lo habían intentado dos noches antes. El primer día de Pascua del Espíritu Santo se había echado pregón, prohibiendo andar a caballo ni traer armas mientras durase el auto. Castilla entera se despobló para acudir a la famosa solemnidad: no sólo posadas y mesones, sino las aldeas comarcanas y las huertas y granjas se llenaron de gente, y como eran días del florido mayo, muchos durmieron al raso por aquellos campos de pan llevar. «Parezía una general congregación del mundo..., un propio retrato del Juicio», dice Fr. Antonio de la Carrera. Muchos se quedaron sin ver nada, pero a lo menos tuvieron el gusto de recrearse «en la diversidad de gentes, naciones y lenguas allí presentes», en el aparato de los cadalsos y en la bizarría y hermosura de tantas apuestas damas como ocupaban las finestras y terrados de las calles por donde habían de venir los penitentes. Más de 2.000 personas velaban en la plaza al resplandor de hachas y luminarias.

     Entonces se madrugaba mucho. A la una empezó a decirse misa en iglesias y monasterios, y aún no eran las cinco de la mañana cuando aparecieron en el Consistorio la princesa gobernadora, D.ª Juana, «vestida de raxa, [954] con su manto y toca negra de espumilla a la castellana, jubón de raso, guantes blancos y un abanico dorado y negro en la mano», y el débil y valetudinario príncipe D. Carlos, «con capa y ropilla de raxa llana, con media calza de lana de aguja y muslos de terciopelo y gorra de paño y su espada y guantes». Les acompañaban el condestable de Castilla, el almirante, el marqués de Astorga, el de Denia; los condes de Miranda, Andrade, Monteagudo, Módica y Lerma; el ayo del príncipe, D. García de Toledo; los arzobispos de Santiago y de Sevilla; el obispo de Palencia, y el maestro Pedro de la Gasca, obispo de Ciudad Rodrigo, domeñador de los feroces conquistadores del Perú. Delante venía la Guardia Real de a pie abriendo camino; detrás, la de a caballo con pífanos y tambores.

     El orden de la comitiva era éste: a todos precedía el Consejo de Castilla y los grandes; en pos, las damas de la princesa, ricamente ataviadas, aunque de luto. Delante de los príncipes venían dos maceros, cuatro reyes de armas vestidos con dalmáticas de terciopelo carmesí, que mostraban bordadas las armas reales, y el conde de Buendía, con el estoque desnudo.

     Luego que tomaron asiento los príncipes bajo doseles de brocado, empezó a desfilar la procesión de los penitenciados, delante de la cual venía un pendón de damasco carmesí con una cruz de oro al cabo y otra bordada en medio, y debajo las armas reales, llevado por el fiscal del Santo Oficio Jerónimo Ramírez. En el tablado más alto se colocó la cruz de la parroquia del Salvador, cubierta de luto. Los penitentes eran treinta; llevaban velas y cruces verdes; trece de ellos, corozas; Herrezuelo, mordaza, y los demás, sambenitos y candelas en las manos. Los hombres iban sin caperuza. Acompañábanlos sesenta familiares.

     Comenzó la fiesta por un sermón del insigne dominico fray Melchor Cano, electo obispo de Canarias, y fue como de tan grave varón podía esperarse, según declaran unánimes los que le oyeron. Duró una hora, y versó sobre este lugar de San Mateo (7,15): Attendite a falsis prophetis, qui veniunt ad vos in vestimenta ovium: intrinsecus autem sunt lupi rapaces.

     Acabado el sermón, el arzobispo Valdés, acompañado del inquisidor Francisco Vaca y de un secretario, se acercó a los príncipes y les hizo jurar sobre la cruz y el misal que «defenderían con su poder y vidas la fe católica que tiene y cree la Santa Madre Iglesia Apostólica de Roma y la conservación y aumento della, y perseguirían a los herejes y apóstatas, enemigos della, y darían todo favor y ayuda al Santo Oficio y a sus ministros para que los herejes perturbadores de la Religión cristiana fuesen punidos y castigados conforme a los decretos apostólicos y sacros cánones, sin que hubiese omisión de su parte ni acepción de persona alguna». Leída por un relator la misma fórmula al pueblo, contestaron todos con inmenso alarido: «Sí, juramos.» Acabado el juramento, leyeron alternativamente las sentencias el licenciado Juan de Ortega, relator, y Juan de Vergara, escribano público de Toledo. [955]

     Los sentenciados fueron:

     El doctor Agustín de Cazalla, a degradación y entrega al brazo secular.

     D.ª Beatriz de Vibero, beata, hermana de Cazalla, confiscación de bienes y entrega al brazo secular.

     Juan de Vibero, hermano de Cazalla, confiscación de bienes, cárcel y sambenito perpetuos, con obligación de comulgar en las tres Pascuas del año.

     D.ª Constanza de Vibero, hermana de Cazalla, viuda de Hernando de Ortiz, cárcel y sambenito perpetuos.

     La madre de Cazalla, D.ª Leonor de Vibero, había muerto años antes; pero se mandó desenterrar y quemar sus huesos, que yacían en el monasterio de San Benito, y derrocar y asolar sus casas, donde se habían tenido los conventículos, y colocar en ellas un paredón de mármol que transmitiese a los venideros esta memoria.

     El maestro Alonso Pérez, clérigo, de Palencia, degradación y entrega al brazo secular. «Era feísimo de rostro y facciones, de edad de cuarenta años.»

     Aquí se suspendió la lectura para que el obispo de Palencia degradase a los tres clérigos, Cazalla, Pérez y Francisco de Vibero. Todos dieron grandes muestras de sentimiento, especialmente Cazalla, que quiso hablar a la princesa, pero no se lo consintieron. Volvió a sentarse y no cesó de gemir y llorar en todo el auto.

     Continuaron las sentencias de

     D.ª Francisca de Zúñiga, beata, hija del licenciado Francisco de Baeza, vecino de Valladolid, cárcel y hábito perpetuos.

     D. Pedro Sarmiento, comendador de Alcántara. Su pariente el almirante apartó la cara por no verle. Fue privado de hábito y encomienda, sujeto a cárcel y sambenito perpetuos, con obligación, como los restantes, de oír misa y sermón todos los domingos y comulgar en las tres Pascuas del año, so pena de relapso. Vedósele absolutamente el usar sedas, oro, plata, caballos ni joyas (1707).

     D.ª Mencía de Figueroa, mujer de D. Pedro Sarmiento, cárcel y sambenito perpetuos. Las damas de la princesa apartaron la cabeza y comenzaron a llorar. La princesa misma bajó del estrado y acercó un lienzo a los ojos.

     D. Luis Rojas, marqués de Poza, destierro perpetuo de la corte y privación de todos los honores de caballero. «Para ser tan muchacho, dice una de las relaciones del auto, estaba muy adelantado en la maldita secta de Lutero.» [956]

     D.ª Ana Enríquez, hija del marqués de Alcañices, mujer de D. Juan Alonso de Fonseca, «fue condenada a que saliese al cadalso con el sambenito y vela y ayunase tres días y volviese con su hábito a la cárcel, y desde allí fuese libre». Mostraba arrepentimiento de sus pecados y pareció a todos muy hermosa.

     D. Juan de Ulloa Pereyra, comendador de San Juan, vecino de Toro, cárcel y sambenito perpetuos, confiscación de bienes y privación de hábito y honores de caballero.

     D.ª María de Rojas, hija del marqués de Poza, monja en Santa Catalina de Sena, «fue condenada a que saliese al auto con sambenito y vela y la volviesen al monasterio, y allí no tuviese voto activo ni pasivo, sino el más ínfimo lugar de todos».

     D.ª Juana de Silva, mujer de D. Juan de Vibero, confiscación de bienes, sambenito y cárcel perpetua.

     Antón Domínguez, vecino de Pedrosa, feligrés de Pedro de Cazalla, confiscación y tres años de cárcel.

     Juan García, platero de Valladolid; se le entregó como impenitente al brazo secular (1708).

     Antón Asel, borgoñón, paje del marqués de Poza, perpetuo sambenito.

     Cristóbal del Campo, vecino de Zamora, entregado al brazo secular.

     Leonor de Toro, vecina de Zamora, sambenito, cárcel perpetua y confiscación.

     Gabriel de la Cuadra, ídem.

     Aquí volvió a interrumpirse la lectura para que el arzobispo de Sevilla absolviese en forma canónica a los reconciliados.

     Los ocho reos que quedaban fueron entregados al brazo secular. Y eran:

     Cristóbal de Padilla, vecino de Zamora.

     El licenciado Herrezuelo, vecino de Toro. Uno y otro como dogmatizadores.

     Catalina Román, Isabel de Estrada y Juana Velázquez, vecinas de Pedrosa.

     Catalina Ortega, vecina de Valladolid, hija del fiscal Hernando Díaz, mujer del capitán Loaysa.

     El licenciado Herrera, vecino de Peñaranda de Duero.

     Y un judaizante portugués llamado Gonzalo Váez.

     A las cuatro de la tarde acabó el auto. La monja volvió a su convento. Don Pedro Sarmiento, el marqués de Poza y D. Juan Ulloa Pereyra fueron llevados a la cárcel de corte, y los [957] demás, reconciliados, a la del Santo Oficio. Los relajados al brazo seglar caminaron hacia la puerta del Campo, junto a la cual había enclavados cinco maderos con argollas para quemarlos. Cazalla, que al bajar del tablado había pedido la bendición al arzobispo de Santiago y despedídose con muchas lágrimas de su hermana D.ª Constanza, cabalgó en su jumento y fue predicando a la muchedumbre por todo el camino: «Veis aquí, decía, el predicador de los príncipes, regalado del mundo, el que las gentes traían sobre sus hombros, veisle aquí en la confusión que merezía su soberbia; mirad por reverencia de Dios que toméis ejemplo en mi para que no os perdáis, ni confiéis en vuestra razón ni en la prudencia humana; fiad en la fe de Cristo y en la obediencia de la Iglesia, que éste es el camino para no perderse los hombres.»

     En resumen, Cazalla y casi todos los que con él iban se retractaron públicamente, «aunque de algunos dellos, dice Gonzalo de Illescas, se tuvo entendido que lo hacían más por temor de no morir quemados vivos, que no por otro buen fin». Si así fue, peor para ellos y peor para la Reforma, que tales apóstoles tenía. Sólo Herrezuelo estuvo impenitente y contumaz, a pesar de las exhortaciones de Cazalla, que de esta manera le predicaba: «Hermano, no sabía yo que estábades perseverante en vuestro engaño; por reverencia de Dios, que no os queráis perder, dadme crédito, que más letras que vos he estudiado, y también he estado engañado en el mismo error que vos. Hame tocado Dios con la mano de su misericordia y alumbrado con la luz de su divina gracia, y sacado de esta descomulgada y herética secta. Entended y creed que en la tierra no hay Iglesia invisible, sino visible, y ésta es la Católica, Romana y Universal, que Cristo dejó fundada con su sangre y pasión, cuyo Vicario es en su lugar el Romano Pontífice; y entended que aunque en aquella Roma hubiese todos los pecados y abominaciones del mundo, residiendo allí el Vicario de Jesucristo, que es nuestro muy Santo Padre, allí existe el Espíritu Santo, que es el que preside en su Iglesia y asiste siempre en ella..., y no tengáis cuenta de quién son los ministros, sino del lugar que tienen y en cuyo nombre están, y sabed cierto que por malos que sean no deja Dios por malicia de los ministros de obrar maravillas en virtud de los Sacramentos, los quales dan gracia a quien dignamente los recibe, porque, hermano, como venga el agua, poco importa que venga por arcaduces de oro que de cobre» (1709).

     Tras esto confesó Cazalla que «ambición y malicia le habían hecho desvanecer, que su intención había sido turbar el mundo y alterar el sosiego destos reyrios con tales novedades, creyendo que sería sublimado y adorado por todos como otro [958] Luthero en Saxonia, y que quedarían dél algunos discípulos que tomassen apellido de Cazalla».

     En vista de sus retractaciones, a él y a los demás se les conmutó el género de suplicio: fueron agarrotados y reducidos sus cuerpos a ceniza. «De todos quince, dice Illescas, sólo el bachiller Herrezuelo se dejó quemar vivo, con la mayor dureza que jamás se vio. Yo me hallé tan cerca dél que pude ver y notar todos sus meneos. No pudo hablar, porque por sus blasfemias tenía una mordaza en la lengua; pero en todas las cosas pareció duro y empedernido, y que por no doblar su brazo quiso antes morir ardiendo que creer lo que otros de sus compañeros. Noté en él que aunque no se quejó ni hizo extremo alguno con que mostrase dolor, con todo eso murió con la más extraña tristeza en la cara de quantas yo he visto jamás. Tanto, que ponía espanto mirarle al rostro, como aquel que en un momento había de ser en el infierno con su compañero y maestro Luthero.»

     Don Adolfo de Castro, en su Historia de los protestantes españoles (1710), exorna con novelescas circunstancias la muerte del bachiller, a quien llama, no sé por qué, jurisconsulto sapientísimo; refiere que fue al suplicio cantando salmos, cuando en todas las relaciones manuscritas consta que iba amordazado, y supone que al bajar del cadalso trató mal de obra y de palabra a su mujer D ª Leonor de Cisneros, que era de las reconciliadas (1711). Pero yo no encuentro confirmados tales pormenores en mis documentos. Sólo Llorente los refiere. Todo induce a creer que Herrezuelo ni habló ni pudo hablar desde que salió de la cárcel, donde había dicho al ver las primeras muestras de contrición de Cazalla: «Doctor, doctor, para agora quisiera yo el ánimo, que no para otro tiempo.» Un arquero, enojado de su pertinacia, le hirió bárbaramente con su alabarda.

     Los primeros agarrotados fueron Cristóbal de Ocampo y D ª Beatriz de Vibero, mujer de extremada hermosura, al decir de los contemporáneos. Así fueron discurriendo hasta llegar a Cazalla, que, sentado en el palo y con la coroza en las manos, a grandes voces decía: «Esta es la mitra que Su Majestad me había de dar; éste es el pago que da el mundo y el demonio a los que le siguen.» Luego arrojó la coroza al suelo y con grande ánimo y fervor besaba el Cristo, exclamando: «Esta bandera me ha de librar de los lazos en que el demonio me ha puesto: hoy espero en la misericordia de Dios que la tendrá de mi ánima, y así se lo suplico, poniendo por intercesora a la Virgen Nuestra Señora.»

     Y poniendo los ojos en el cielo dijo al verdugo: «Ea, hermano»; y él comenzó a torcer el garrote, y el doctor Cazalla a decir Credo, credo, y a besar la cruz; y así fue ahorcado y quemado. [959]

     A los contemporáneos no les quedó duda de la sinceridad de su conversión. El obispo y los ministros que le degradaron lloraban al verle tan arrepentido. Su confesor, Fr. Antonio de la Carrera, dice rotundamente: «Tengo por cierto que su alma fue camino de salvación, y en esto no pongo duda, sino que Dios Nuestro Señor, que fue servido por su misericordia de darle conocimiento y arrepentimiento y reducirle a la confesión de su fe, será servido de darle la gloria.» Y Gonzalo de Illescas, que no pecaba de crédulo ni fiaba de la tardía contrición de los demás luteranos, añade: «Y todos los que presentes nos hallamos, quedamos bien satisfechos que, mediante la misericordia divina, se salvó y alcanzó perdón de sus culpas» (1712).

     Al día siguiente amaneció colocada sobre el cadalso, en el asiento donde estuvo Cazalla, una cruz de palo muy tosca. Sospechóse si la habrían puesto sus discípulos ocultos, y sobre esto se hicieron grandes informaciones; pero resultó ser obra de algunos mendigos y ganapanes que dormían al raso allí cerca, y que, temerosos de que el diablo anduviera suelto, habían hecho la cruz con la madera de los tablados. Es fabuloso que debajo de la cruz se leyera este rótulo: «He aquí el asiento del justo.»

     Narra en Valladolid una absurda tradición popular, ya consignada por Páramo en su libro De origine Inquisitionis, título III, capítulo V, que Cazalla, arrebatado de espíritu profético después de su conversión, anunció que al día siguiente del suplicio, y en muestra de haberse salvado su alma, le verían cabalgando en un potro blanco por las calles de la ciudad. Y aconteció que al día siguiente el caballo blanco, escapado sin duda de alguna cuadra, anduvo suelto y furioso, con lo cual dio la gente en decir que le guiaba invisible el espíritu de Cazalla.

     Las casas en que D ª Leonor de Vibero y sus hijos habían morado en la calle que va desde San Julián a San Miguel, fueron, conforme a la sentencia, destruidas y sembradas de sal. A un extremo del solar se puso un padrón con letras que decían: «Presidiendo la Iglesia romana Paulo IV y reinando en España Felipe II, el Santo Oficio de la Inquisición condenó a derrocar e asolar estas casas de Pedro Cazalla y de D.ª Leonor de Vibero, su mujer, porque los herejes luteranos se juntaban [960] a hacer conventículos contra nuestra santa fe católica e iglesia romana, en 21 de mayo de 1559.» Los franceses destruyeron este recuerdo histórico en 1809; con todo esto, volvió a alzarse la columna en 1814, y fue de nuevo derribada por los liberales en 1821. La calle se llamó antes Del Rótulo de Cazalla, y hoy a secas Calle del Doctor Cazalla. La memoria de estos hechos ha quedado tan viva en el pueblo de Valladolid, que apenas hay quien ignore, a lo menos en términos generales, esta lamentable historia (1713).



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- V -

Auto de fe de 8 de octubre de 1559. -Muerte de D. Carlos de Seso y Fr. Domingo de Rojas.

     No por esperar la venida de Felipe II y solazarse con el espectáculo de un auto, como repiten gárrulamente los historiadores liberalescos, sino por la importancia de las declaraciones que hicieron, especialmente acerca de Fr. Bartolomé Carranza, y por la necesidad de coger hasta los últimos hilos de la trama, dilató Valdés algunos meses el castigo de los verdaderos corifeos del protestantismo castellano, Fr. Domingo de Rojas y D. Carlos de Seso.

     Interrogado éste sobre su proyectada fuga del reino y el favor que había dado para ausentarse a Rojas, contesto en audiencia de 18 de junio que «se iba a Italia por haber sabido la muerte de su madre y de un hermano suyo, pero que nunca fue su intención de ir a tierra de herejes para vivir con ellos» (1714).

     La declaración de 30 de junio, en que narra sus coloquios con el arzobispo de Toledo, es mucho más importante, y conviene transcribirla a la letra para que se compare con la de Pedro de Cazalla: «Habrá cuatro años, si bien me acuerdo, que yo dixe a Pedro de Cazalla, cura de Pedrosa, veniendo yo de Zamora de hablar al presidente D. Antonio de Fonseca, estando allí el Rey Ntro. Sr.: que no podía saber ni entender, e que dubdaba (siendo verdad que sobre J. C. N. S. cayese la pena debida a nuestros pecados e que su muerte era nuestra paga e justicia, para satisfacer a Dios), que hubiese purgatorio para los que morían unidos en caridad con J. C. N. S., de lo cual el dicho Pedro de Cazalla se escandalizó, e, a lo que paresció, lo dixo a Fr. Bartolomé de Miranda, que es al presente arzobispo de Toledo, el qual me escrevió a Logroño que veniese [961] aquí a Valladolid porque tenía una cosa que hablarme. Yo vine, e venido en la capilla de St. Gregorio, me dixo: 'Vos habéis hablado con alguna persona algo del purgatorio.' Yo le dixe que sí. El me dixo; 'Mañana a tal hora veníos a mi celda, e allí verná Pedro de Cazalla y os hablará.' Yo lo hice ansí, e vino Pedro de Cazalla también. Juntos, me dixo Fr. Bartolomé: 'Vos habéis dicho que dudábades del purgatorio: ¿en qué os fundáis?' Yo le dixe que en la superabundante paga que por nuestros pecados era la sangre y pasión de J. C. A lo cual me respondió que ningunas razones eran bastantes para que yo me apartase de lo que tiene la Sta. Madre Iglesia, y que me aconsejaba que ansí lo hiciese, porque no todos iban tan limpios deste mundo y llevaban tanta fe, esperanza e charidad que fuesen con Dios al cielo... Yo le dixe que grande merced me había hecho su paternidad, e que yo procuraría redimir mi entendimiento. Díxome que si tuviera tiempo, que él satisfiziera a todas las razones en particular que yo le mostrase, pero que estaba de camino para ir con el Rey, e que venido holgaría de buena voluntad para mi quietud de satisfacerme más particularmente. E que agora me aquietase con que ansí lo tiene la Sta. Madre Iglesia. Y añadió: 'Mirad que esto que aquí ha passado quede aquí enterrado, e que por ningund evento lo digáis.' Yo me fui luego a mi casa, e quieté mi espíritu, creyendo que muchos que no llevaban tan entera fe, esperanza e charidad e tanta contrición de sus pecados como se requiere para gozar luego de Dios, iban al purgatorio, e juntamente con esto, creyendo que los que mortificasen su carne e se empleasen en servicio de N. S. e moriesen con conocimiento de sus pecados, confesados como lo manda la Santa Madre Iglesia, y se supiessen aprovechar del thesoro que tenían en Christo... que para estos tales no había purgatorio...» «Y en las hablas que di firmadas de mi nombre, no quise apartarme de lo que tiene la Iglesia, sino sólo ponderar el beneficio de Christo. Yo confieso haber creído que no había purgatorio, e me humillo en todo a por todo, e subjeto a lo que tiene e cree la Sta. Madre Iglesia, e digo que como obediente hijo protesto vivir de aquí adelante en lo que ella tiene e cree... e por el escándalo pido a N. S. perdón, e a Ntra. Sra.»

     De todo esto resulta que D. Carlos, el mártir indomable que los protestantes han medio canonizado, mientras tuvo alguna esperanza de salvar la vida, no se cansó de hacer retractaciones y protestas de catolicismo, haciendo recaer toda la culpa de sus errores en el arzobispo de Toledo y en los Cazallas. Sólo la noche antes del auto volvió atrás, y se ratificó con pertinacia en sus antiguos yerros, escribiendo una confesión de más de dos pliegos de papel (1715), en que afirma la justificación sin las obras, y se desdice de haber confesado la existencia del purgatorio «para los que mueren en gracia de Dios» y, y acaba [962] con estas palabras: «En sólo J. S. espero, en sólo él confío...; voy por el valor de su sangre a gozar las promesas por él hechas... No quiero morir negando a J. C.»

     Fr. Domingo de Rojas, en su declaración de 23 de mayo, se envolvió en mil disimulaciones y rodeos; delató a Juan Sánchez como pervertidor de las monjas de Santa Catalina, a quienes había dado una copia de las Consideraciones de Valdés; delató a su propia hermana D.ª María de Rojas, y, sobre todo, al arzobispo Carranza, de quien se decía fiel discípulo. Contaba que en una ocasión, disputando en Alcañíces, le había dicho Fr. Bartolomé: «Mal año para el purgatorio; vos no estáis agora hábil para esta filosofía.» De Carranza decía haber oído la explicación de las epístolas Ad Galathas y Ad Ephesios, y en ella muchas cosas destas de lenguaje de luteranos; pues, aunque el arzobispo no negaba la eficacia de las obras, las tenía por de poco momento, comparadas con el beneficio de Cristo. Con todo eso, Rojas afirma tenerle por buen católico en su doctrina y en su vida, aunque «su Cathecismo le parece recio e duro e manjar más sólido del que conviene darse a los simples y flacos hombres, los quales no tienen dientes para mascarlo e mucho menos para digerirlo.» Y luego observa el redomado heresiarca, con la misma gravedad que si fuera un padre de la Iglesia: «De darse a tales personas tanta theología e tan pura, se siguen a mi pobre juicio notables inconvenientes. Uno dellos es hazerse con esta lección bachilleres e aun maestros en theología los que convendría vivir humillados, y tomar tel cebo proporcionado a su complisión de los picos de sus madres e no valerse por el suyo, de lo qual necessariamente se ha de seguir vanidad en ellos, con gran desprecio de sacerdotes. Y por esto se defiende (1716) la Biblia en romance... porque la letra viva y la palabra de Dios, que San Pablo llama cuchillo, tiene tan agudos filos y es tan pesada que no se debe fiar de niños y de livianos, quales somos los más de la vida presente...»

     Verdaderamente pasma tanta hipocresía y quintaesenciada malicia, y mucho más cuando Fr. Domingo, con increíble frescura, llega a retratarse a sí propio en los «vanos doctores que con santas y dulces palabras entran como lobos disimulados». Se conoce que a toda costa quería engañar a los jueces y alargar indefinidamente el proceso. Sólo así se comprende tanta impertinencia como en sus declaraciones acumula (1717), haciendo prolijos análisis del Cathecismo de Carranza, pidiendo manuscritos suyos y una copia de las Consideraciones de Juan de Valdés, y un libro de Lutero sobre la epístola Ad Galathas, para compararle con la declaración del arzobispo. [963]

     En resolución, él no confesó nada de lo que le pertenecía, y a duras penas reconoció por suya una Declaración de los artículos de la fe, que poseía D.ª Francisca de Zúñiga; pues aunque «notaba muchas cosillas mudadas y muchas mentiras de escritura, entendía no haber en el libro error ni peligro alguno, y que, como quiera que fuesse, lo había escrito once años antes, bajo las inspiraciones de Carranza y sin saber que fuera doctrina luterana».

     En vista de la terquedad de Fr. Domingo en hablar siempre de las cosas del prójimo y no de las suyas, se le dio tormento; pero sólo sirvió para que declarase que Fr. Bartolomé tenía certeza de su salvación, y que así se lo había dicho muchas veces.

     Casi hasta el pie de la hoguera llevó la animosidad contra el arzobispo y el empeño de arrastrarle en su ruina. El 7 de octubre, víspera del auto, un fraile jerónimo que se le había dado por confesor, vino a hacer en su nombre ciertas declaraciones. Todas se redujeron a decir que, «aunque el arzobispo condenaba a los luteranos siempre que se ofrecía, la frasis de muchas cosas que escribe es conforme a la de los libros vedados.»

     El segundo auto contra luteranos se celebró en 8 de octubre del mismo año 1559. A las cinco y media de la mañana se presentó en la plaza Felipe II, acompañado de la princesa doña Juana y el príncipe D. Carlos. En su séquito iban el condestable y el almirante de Castilla, el marqués de Astorga, el duque de Arcos, el marqués de Denia, el conde de Lerma, el prior de San Juan, D. Antonio de Toledo, y otros grandes señores, «con encomiendas y ricas veneras y joyas y botones de diamantes al cuello», dice una relación del tiempo. El conde de Oropesa tuvo en alto el estoque desnudo delante del rey. La concurrencia de gentes fue todavía mayor que la vez primera: D. Diego de Simancas, testigo presencial y fidedigno, afirma que pasaron de 200.000 personas las que hubo en Valladolid aquellos días (1718).

     Predicó el sermón D. Juan Manuel, obispo de Zamora, y, antes de leer los procesos, el arzobispo Valdés se acercó al rey y pronunció la siguiente fórmula de juramento, redactada por D. Diego de Simancas: «Siendo por decretos apostólicos y sacros cánones ordenado que los Reyes juren de favorecer la santa fe católica y Religión Cristiana, ¿V. M. jura por la Santa Cruz, donde tiene su real diestra en la espada, que dará todo el favor necesario al Santo Oficio de la Inquisición y a sus Ministros contra los herejes y apóstatas y contra los que los defendieren y favorecieren, y contra cualquier persona que directa o indirectamente impidiere los efectos del Santo Oficio; [964] y forzará a todos los súbditos y naturales a obedecer y guardar las constituciones y letras apostólicas, dadas y publicadas en defensión de la santa fe católica contra los herejes y contra los que los creyeren, receptaren o favorecieren?» Felipe II, y después de él todos los circunstantes, prorrumpieron unánimes: «Sí, juramos.»

     Las sentencias leídas fueron de

     D. Carlos de Seso, relajado como impenitente al brazo seglar. Refiere Luis Cabrera (1719) que se atrevió a decir al rey «que cómo le dexaba quemar». Y Felipe II pronunció aquellas memorables y casi proféticas palabras. «Yo traeré leña para quemar a mi hijo si fuere tan malo como vos.» Otras relaciones más prosaicas, pero también más verosímiles, suponen que don Carlos no habló nada, porque venía amordazado.

     Fr. Domingo de Rojas, relajado al brazo seglar. Demandó licencia para hablar al rey, y, cuando creían todos que iba a retractarse, dijo: «Aunque yo salgo aquí en opinión del vulgo por hereje, creo en Dios Todopoderoso, Padre, Hijo y Espíritu Santo, y creo en la pasión de Cristo, la cual sólo basta para salvar a todo el mundo, sin otra obra más que la justificación del alma para con Dios; y en esta fe me pienso salvar.» Mandósele echar una mordaza, y pasaron adelante.

     Además de estos dos corifeos, fueron relajados al brazo seglar:

     Pedro de Cazalla, cura de Pedrosa.

     Juan Sánchez, amordazado también para que no blasfemase.

     El licenciado Domingo Sánchez, presbítero, natural de Villamediana del Campo, junto a Logroño, discípulo de D. Carlos de Seso.

     D ª Eufrosina Ríos, monja de Santa Clara, de Valladolid.

     D.ª Catalina de Reinoso, de edad de veintiún años, monja del convento de Belén, orden cisterciense, hija de Jerónimo de Reinoso, señor de Astudillo de Campos, y hermana de D. Francisco de Reinoso, obispo de Córdoba. Por su madre, D ª Juana de Baeza, era de sangre judaica. Catequizada por Juan Sánchez, como otras de su convento, llevaba su fanatismo hasta gritar en el coro cuando las demás cantaban: «Gritad y dad voces altas a Baal, quebraos la cabeza y aguardad que os remedie.»

     D.ª Margarita de Santisteban, monja del mismo convento.

     D.ª Marina de Guevara, ídem íd. Era hija de D. Juan de Guevara, vecino de Treceño, en las montañas de Santander, y pariente muy cercana del, ya para entonces difunto, obispo de Mondoñedo, Fr. Antonio. Por su madre, D.ª Ana de Tobar, [965] estaba emparentada con los Rojas y con D. Alfonso Téllez Girón, señor de la Puebla de Montalbán. Llorente extracta su proceso (1720), del cual resulta que el arzobispo de Sevilla, movido por los ruegos de sus parientes, tenía interés en salvarla; pero como se negó a declarar muchas cosas que se le preguntaron, y en sus testimonios se contradecía, tuvo que condenarla por ficta y simulada confidente.

     D.ª. María de Miranda, monja del mismo convento de Belén. A ella y a las anteriores llama Illescas «monjas bien mozas y hermosas, que, no contentas con ser lutheranas, habían sido dogmatizadoras de aquella maldita doctrina».

     Pedro Sotelo, vecino de Aldea del Palo, diócesis de Zamora.

     Francisco de Almarza, del lugar de su nombre en el obispado de Soria.

     Juana Sánchez, beata, vecina de Valladolid. Se había suicidado en la cárcel hiriéndose la garganta con unas tijeras. Aunque duró algunos días, murió impenitente y sin confesión. Su estatua y huesos salieron en el auto.

     Fueron reconciliados con sambenito, cárcel perpetua y confiscación de bienes:

      D.ª Isabel de Castilla, mujer y discípula de D. Carlos de Seso.

      D.ª Catalina de Castilla, su sobrina.

      D.ª Francisca de Zúñiga y Reinoso, hermana de D.ª Catalina de Reinoso y monja de Belén.

     D.ª Felipa de Heredia y D.ª Catalina de Alcaraz, monjas del mismo convento. Quedaron privadas de voto activo y pasivo en su comunidad.

     Los demás reos condenados en este auto lo fueron por delitos ajenos del luteranismo.

     De los doce relajados, sólo dos, D. Carlos de Seso y Juan Sánchez, fueron quemados vivos. El primero, sordo a toda amonestación, aun tuvo valor para decir cuando le quitaron la mordaza: «Si yo tuviera salud y tiempo, yo os mostraría cómo os vays al infierno todos los que no hazéis lo que yo hago. Llegue ya ese tormento que me habéis de dar.» El segundo, estando medio chamuscado, se soltó de la argolla y fue saltando de madero en madero, sin cesar de pedir misericordia. Acudieron los frailes y le persuadían que se convirtiese. Pero en esto alzó los ojos, y, viendo que D. Carlos se dejaba quemar vivo, se arrepintió de aquel pensamiento de flaqueza y él mismo se arrojo en las llamas.

     A Fr. Domingo fuéronlo acompañando más de cien frailes de su orden, amonestándole y predicándole; pero a todo respondía: «¡No, no!» Por último, le hicieron decir que creía en la santa Iglesia de Roma, y por esto no le quemaron vivo. [966]

     «El cura de Pedrosa, dice Illescas, no imitó en el morir a su hermano, porque si no se dejó quemar vivo, más se vio que lo hacía de temor del fuego que no por otro buen respeto» (1721).

     Con estos dos autos quedó muerto y extinguido el protestantismo en Valladolid. Por Illescas sabemos que, en 26 de septiembre de 1568, «se hizo justicia de Leonor Cisneros, mujer del bachiller Herrezuelo, la cual se dejó quemar viva, sin que bastase para convencerla diligencia ninguna de las que con ella se hicieron, que fueron muchas...; pero al fin ninguna cosa basto a mover el obstinado corazón de aquella endurecida mujer».

     A los penitentes se les destinó una casa en el barrio de San Juan, donde permanecían aún con sus sambenitos, haciendo vida semimonástica, cuando Illescas escribió su Historia. A D. Juan de Ulloa Pereyra se le absolvió de sus penitencias en 1564, y al año siguiente, en recompensa de los buenos servicios que había hecho a la cristiandad en las galeras de Malta persiguiendo a los piratas argelinos, y en el ejército de Hungría y Transilvania, le rehabilitó el Papa en todos sus títulos y dignidades por breve de 8 de junio de 1565, sin perjuicio de lo que determinaran el gran maestre de San Juan y la Inquisición de España (1722).

     Cipriano de Valera, en el Tratado del Papa y de la Missa, refiere que el año 1581 un noble caballero de Valladolid que tenía dos hijas presas, por luteranas y discípulas de Cazalla, en el Santo Oficio, después de tratar en vano de convertirlas, fue al monte por leña y él mismo encendió la hoguera en que se abrasaron. Tengo por fábula este hecho; a lo menos no lo encuentro confirmado en parte alguna, ni constan los nombres, ni en ese año ni en muchos antes ni después hubo en Valladolid auto contra luteranos.

     Más razón tuvo Carlos V para decir que la intentona de Valladolid era un principio sin fuerzas ni fundamento, que Cazalla para soltar aquella famosa balandronada: «Si esperaran cuatro meses para perseguirnos, fuéramos tantos como ellos, y si seys, hiziéramos e ellos lo que ellos de nosotros» (1723).

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