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- II -

Jaime de Enzinas, dogmatizador en Roma.

     Era hermano de Francisco, de quien largamente hablaré en seguida, y natural, como él, de Burgos. Estudió en la Universidad de París, en que había sido decano su pariente Pedro de Lerma, y allí se contagió de las doctrinas de los reformadores, especialmente por el trato con Jorge Casandro, más adelante profesor en Brujas. Descontento de aquella Universidad, que le parecía más bien una Babel que una academia, y temoroso quizá de una suerte parecida a la del joven parisiense Claude le Peintre, que fue quemado por sus ideas luteranas en 1540, se retiró a los Países Bajos y vivió algún tiempo en Lovaina. A mediados de enero de 1541 estaba en Amberes, donde trató de publicar un catecismo de la nueva doctrina, traducido por él al castellano, y se afirmó más y más en sus errores con la conversación de su hermano, que por aquellos días preparaba su viaje a Witemberg. Aunque la intención de Jaime era tornar a Lovaina en acabando la impresión del catecismo, y así se lo escribió a Casandro en 20 de febrero (1520), es lo cierto que no volvemos a saber de él hasta que fue quemado en Roma en 1546. Detalles quedan pocos de su proceso y muerte, y éstos muy inverosímiles y recargados. Así, Juan Crespin, colector del llamado Martirologio de Ginebra, cuenta que «Enzinas estuvo algunos años en-Roma, por necia voluntad de sus padres, y que fue-preso por los mismos de su nación cuando se disponía a irse a Alemania llamado por su hermano Francisco; que le encerraron en una estrecha prisión; que fue interrogado sobre su fe delante del papa y una grande asamblea de todos los cardenales y obispos que residían en Roma; que condenó abiertamente las impiedades y diabólicos artificios del grande Anticristo romano, y que todos los cardenales y los españoles empezaron a clamar en alta voz que se le quemase; lo cual se llevó a ejecución pocos días después de la muerte de Juan Díaz». El que conozca el modo de enjuiciar de la Inquisición romana no dejará de reírse de esta asamblea, y de estas voces, y de esa presencia del papa, y de los eruditos protestantes, que todavía aceptan por moneda corriente estas descripciones. En la edición latina del mismo Martirologio se dice, y esto es creíble, que Jaime de Enzinas no quiso reconciliarse, aunque los cardenales lo procuraron con grande ahínco, y que murió contumaz e impenitente.

     Excuso decir (con el testimonio de Teodoro Beza) que Enzinas fue procesado y sentenciado porque dogmatizaba y había [847] comenzado a esparcir sus doctrinas en privados conciliábulos (1521). Algunos, especialmente Wiffen, han confundido a este Jaime de Enzinas, que helenizó, como su hermano el apellido, y se llamó Dryander, con un Juan Dryander de la familia alemana de Eichmann, profesor en Marburgo y autor de muchas obras de historia natural. Otros, como M'Crie, Adolfo de Castro y Usoz, sin haber tenido noticia de este otro Dryander, han llamado a Enzinas Juan, y no Jaime o Diego, como realmente se apellidaba. Pero Boehmer los ha distinguido bien (1522).



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- III -

Francisco de San Román.

     Tercer hereje burgalés, lo mismo que los dos Enzinas, pero no de ilustre familia ni de grandes estudios como ellos, sino mercader rico, ayuno en todo de letras. Sus negocios le llevaron a Flandes y Alemania, donde miserablemente se perdió como tantos otros españoles. En 1540 fue de Amberes a Brema para cobrar de un banquero cierta deuda en nombre de unos comerciantes antuerpienses. Un día se le ocurrió entrar en la iglesia luterana en que predicaba el maestro Jacobo Spreng, antiguo prior de los agustinos de Amberes. Y, aunque Francisco de San Román entendía poco la lengua alemana, quiere persuadirnos Enzinas que no perdió palabra del sermón, y que de tal manera le inflamaron las palabras del predicador, que, sin acordarse para nada de sus negocios mercantiles, se puso bajo la dirección de Spreng, le hizo repetir el sermón y permaneció largos días en su casa, conversando y disputando con él y con el maestro Jacobo y el Dr. Macabeo, sin perder uno solo de sus sermones, ni hartarse de copiarlos y aprenderlos de memoria, así como de leer cuantos libros franceses y alemanes pudo haber a las manos. El también se hizo misionero y escritor: comenzó a predicar a los ignorantes y escribió en castellano un catecismo y otros libros (hoy perdidos y quizá no impresos nunca), cartas a sus amigos [848] de Amberes y al emperador, conminándolos con la eterna condenación y exhortándolos a seguir su ejemplo y a tomar por única regla de la palabra de Dios las Escrituras, a todo lo cual añadía su vehemente deseo de volver a Flandes y España para disipar las tinieblas de la idolatría y derramar la luz del Evangelio.

     Los amigos que había dejado en Amberes se compadecieron de este pobre fanático y con dulces palabras le mandaron a llamar, deseosos de traerle a buen camino. En llegando a Flandes, le detuvieron, registraron su equipaje y hallaron en él muchos libros en alemán, francés y latín, de Lutero, Melanchton y Ecolampadio, y algunas caricaturas contra el Papa. Los dominicos le interrogaron sobre su fe, y él respondió, entre muchos insultos, destemplanzas y locuras, que creía «que sólo por los méritos de Jesucristo, sin consideración alguna a las buenas obras, gozaría de la vida eterna; que el Papa era el anticristo, hijo del diablo, agitado del espíritu de Satanás, lobo rabioso», etc. En vista de este furor grosero, los españoles, que asistían a la disputa le tuvieron por loco; quemaron sus malos libros, que le habían trastornado el seso y le encerraron en una torre a seis leguas de Amberes, sin perdonar medio ninguno para convencerle. Cuando les pareció menos exaltado y fuera de sí, al cabo de seis meses le pusieron en libertad y se fue a Lovaina, donde estaba Francisco de Enzinas. Júzguese qué coloquios tendrían los dos reformistas. Pero, aunque conviniesen en la doctrina y no pecase de exceso de prudencia el arrojado estudiante burgalés, no dejó de decir francamente a su paisano que «no encontraba bien que, sin especial llamamiento de Dios, usurpase inconsideradamente la vocación teológica en vez de servir a Dios en su oficio de mercader...; que en cuanto a doctrina, no se guiase por humanos afectos o por inciertas opiniones, sino por un juicio puro, íntegro y recto, fundado en un sólido y claro conocimiento de la voluntad de Dios; y puesto que no había leído las Escrituras, ni sabía las diferencias dogmáticas, ni podía refutar los argumentos de los adversarios, que no saliese por las plazas públicas gritando como un loco; que, por otra parte, se alucinaba en muchas cosas y no tenía verdadera ciencia, sino umbrátil y mal fundada; que era impiedad predicar sin legítima misión, como si Dios no tuviese cuidado de su Iglesia, y temeridad sediciosa ponerse a peligro de muerte y alterar la república». Todos estos prudentísimos consejos pasaron sin hacer mella por la dura cabeza de aquel ignorante sectario, que, lejos de cumplir la palabra que entonces dio a Enzinas de no meterse en nuevas caballerías, se presentó en Ratisbona nada menos que delante de Carlos V, que celebraba allí la famosa Dieta de 1541, y cual otro Arnaldo ante Bonifacio VIII, con esa terquedad y vehemencia propias del carácter español cuando le da por herejías y extravagancias, hizo un largo discurso, queriendo demostrarle que la verdadera religión estaba entre los protestantes [849] y que el césar haría muy bien en imponerla en todos sus dominios, dejar en paz a los alemanes y abrazar la Reforma. Oyóle el emperador con mucha paciencia, y hasta le cayó en gracia el sermón y díjole que en todo pondría buen orden. El, prométiéndoselas muy felices, volvió a arengar otras dos veces; pero a la cuarta los soldados de la guardia no le dejaron entrar y querían, sin más averiguación, arrojarle al Danubio, a lo cual se opuso Carlos V, mandando que su proceso fuese examinado conforme a las leyes del imperio. Lleváronle con otros presos en un carro, por dóndequiera que el emperador iba y aun a la expedición de Argel, según cuentan, y, finalmente, le entregaron a los inquisidores de España, que le sacaron en público espectáculo (auto de fe), es decir, que le sujetaron a penitencia y sambenito y procuraron desengañarle de sus errores; pero como estuviese más pertinaz y duro que las piedras en lo de negar el libre albedrío y el mérito de las buenas obras y combatir la confesión auricular, las indulgencias, el purgatorio, la adoración de la cruz, la invocación de los santos y la veneración de las imágenes, tuvieron que relajarle al brazo secular, y murió en las llamas en un auto de Valladolid (se ignora el año) en que no salieron más luteranos que él, sino sólo judíos, a quienes el protestante Enzinas llama facinerosos, impíos y blasfemos, encontrando muy bien su condenación y muy mal que se confundiese a su amigo con estas gentes; lo cual prueba que la tolerancia de los protestantes tenía bien poco alcance o más bien que era una nueva forma de intolerancia contra todos los que no pensasen como ellos. Algunos arqueros de la guardia del emperador, contagiados de las nuevas doctrinas, recogieron los huesos y cenizas del muerto, a quien tenían por santo y mártir. El embajador de Inglaterra dio 300 escudos por un huesecillo de la cabeza. ¡Y los que esto hacían llamaban idólatras a los católicos por venerar las reliquias de los santos!

     «La conducta de Francisco de San Román (dice el protestante o nacionalista belga Campán, editor de las Memorias de Enzinas) demuestra una exaltación parecida a la locura.» Y el mismo Enzinas no pudo menos de confesar que se admiraba más de la paciencia de los católicos que de la dureza con que habían tratado a aquel insensato (1523), cuya furia propagandista [850] veremos reproducida en Rodrigo de Valer y en el bachiller Herrezuelo (1524).



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- IV -

Francisco de Enzinas. -Su patria, estudios, viaje a Witemberg y relaciones con Melanchton.

     Entre los protestantes españoles del siglo XVI descuella Enzinas por su saber filológico, por el número y calidad de sus escritos y hasta por el rumor de escándalo que llevó tras sí en su azarosa vida, parte por su condición inquieta y arrojada, parte por las circunstancias de la época revuelta en que le tocó nacer. De su vida tenemos extensas noticias, porque él mismo escribio sus Memorias(caso raro en un escritor español) y porque aún existe su correspondencia con los principales reformistas (1525).

     Ante todo, advierto que Enzinas, además de hacerse llamar Dryander,traduciendo su apellido al griego, tomó entre los franceses el apellido Du Chesne (de chene, encina), no faltando autores que le apelliden Francisco de Houx (acebo), y otros, Francisco Aquifoliulm. Es fama que mudaba de nombre según los países que habitaba, firmándose en Flandes Van Eick, y en Alemania, Eichmann,todo lo cual ha introducido alguna confusión en las noticias de este heterodoxo, que por tales artificios intentaba disimular su apellido, harto famoso, y burlar las pesquisas de los que le condenaron por reo de fe y escalador de cárceles.

     Nació por los años de 1520 en Burgos, como claramente se deduce de muchos pasajes de su obra De statu Belgicae, y lo confirman Cipriano de Valera en la Exhortación que precede a su Biblia y el Dr. Luis Núñez en una carta: Nobilissimo viro domino Francisco Enzinas Burgensi (1526). Enviáronle sus padres, que eran nobles y ricos, a estudiar en los Países Bajos, y aparece matriculado en la Universidad de Lovaina el 4 de junio de [851] 1539 (1527), juntamente con Damián de Goes. No se sabe que fuera discípulo ni amigo siquiera de Luis Vives, como Pellicer conjeturó; pero consta por las Memorias que oyó las lecciones de Jacobo Latonio y de Ruard Tapper, de quienes hace un satírico retrato (1528). Cómo llegó a hacerse protestante Francisco de Enzinas no es difícil de explicar. En la Universidad lovaniense, aunque rigurosamente católica, habían comenzado a extenderse los malos libros y las malas doctrinas de Alemania, y los estudiantes, como siempre acontece, eran de la oposición; leían los insanos libelos de Lutero y la teología de Melanchton con el mismo fervor con que leen ahora todo género de libros positivistas y ateos. Flandes estaba tan cerca de Alemania que no podía menos de haber prendido el fuego de la rebelión, y más en tan dócil materia como la juventud universitaria. A mayor abundamiento, en las vacaciones de 1537 vino Enzinas a Burgos, y el trato con su pariente el abad Pedro de Lerma, muy sospechoso de luteranismo y, por lo menos, erasmista acérrimo, a quien había procesado y hecho retractarse la Inquisición, acabaron de torcer el ánimo del joven y brillante escolar casi al mismo tiempo que su hermano Jaime, estudiante en París, prevaricaba por análogas ocasiones.

     Descontento Enzinas de la enseñanza católica de los doctores lovanienses, meditó y puso en ejecución el irse a Witemberg para oír a Melanchton (1529). Pidió recomendación a Juan de Lasco (1530); se despidió en Amberes de su hermano; torció el camino hacia París, donde cerró los ojos a su tío el abad Lerma y asistió a sus funerales, y en 27 de octubre de 1541 le encontramos ya matriculado en la Universidad de Witemberg (1531) y hospedado en casa de Melanchton, por cuyo consejo hizo la traducción del Nuevo Testamento de su original griego a lengua castellana. Cuando hubo completado su obra a principios de 1543, volvió a los Países Bajos con intento de publicarla. No es Enzinas el único español que por entonces cursó en Witemberg; en los registros de aquella Universidad suenan un Juan Ramírez, hispanus; un Fernando, de insula Canaria, [852] una ex Fortunatis, y un Mateo Adriano, hispanus, profesor de lengua hebrea y de medicina, matriculado el último en 1520, y los otros, en 1538, 39 y 41; protestantes, a no dudarlo, porque nadie que no lo fuera podía estudiar, en aquellos tiempos, en una escuela que era el principal foco de luteranismo y la residencia habitual de Lutero y Melanchton.

     Desde el momento en que salió de Witemberg, comienza Francisco sus Memorias, que vamos a compendiar en todo lo esencial, prescindiendo de cuanto dice sobre el estado de Bélgica y las persecuciones de la Reforma allí; materia que ahora no nos interesa.

     Se detuvo en la Frisia oriental para descansar de las fatigas del camino y saludar a sus antiguos amigos, especialmente a Juan de Lasco, ya citado, y a Alberto Hardemberg, monje bernardo, que acabó por ahorcar los hábitos y casarse con una religiosa de Groninga, pero que por este tiempo andaba todavía indeciso, aunque Enzinas, y Lasco trabajaron por decidirle a dar el gran salto, o, como ellos decían, traerle al camino recto. Arreciaba por entonces la persecución contra los luteranos, y más de veintiocho entre dogmatizadores y afiliados habían sido reducidos a prisión en Lovaina y en Bruselas. Los amigos de nuestro burgalés se apartaban de él porque venía de Alemania y manchado de herejía, aunque lo disimulaba; y los que en otro tiempo parecían pensar como él, ahora hacían mil protestas de fe católica y no querían en modo alguno comprometerse. Enzinas tenía parientes en Lovaina, y en Amberes un tío, Diego Ortega, mercader rico y contagiado de las nuevas ideas (1532). En éstos halló buen acogimiento, y sin arredrarse por el peligro, cuando todavía humeaban las hogueras de cinco correligionarios suyos (Juan Schats, Juan Vicart, Juan Beyaerts, Catalina Metsys y Antonia van Roesmals), y se renovaban los edictos de Carlos V (de 1529 y 1531) prohibiendo los libros alemanes de teología, los himnos en lengua vulgar, los conventículos religiosos, el trato y familiaridad con los herejes, las predicaciones y enseñanzas de los laicos, las disputas sobre la Sagrada Escritura, y corría el rumor de que se iban a registrar las casas de los estudiantes, muchos de los cuales guardaban libros heterodoxos, se atrevió Enzinas a presentar su Nuevo Testamento a la censura de los teólogos de Lovaina, después de haberlo consultado con muchos teólogos y helenistas españoles, hasta frailes, que aplaudieron y celebraron su intento. Y no es de extrañar, porque entonces andaban muy divididos los pareceres en la cuestión de si los Sagrados Libros deben o no ser traducidos en lengua vulgar, y muy buenos católicos se inclinaban a la afirmativa. [853]



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- V -

Publicación del «Nuevo Testamento». -Prisión de Enzinas en Bruselas. -Huye de la cárcel.

     Los teólogos lovanienses respondieron que no entendían el castellano ni podían juzgar de la exactitud de la versión, pero que tenían por muy dudosa la utilidad de traducirse la Biblia en lenguas vulgares, puesto que de aquí habían nacido todas las herejías en Alemania y los Países Bajos, por ser un asidero para que la gente simple e idiota se diese a vanas interpretaciones y sueños, rechazando los cánones y decretos de la Iglesia. Pero, una vez que el emperador no lo había vedado, libre era a cualquier impresor el estampar las Sagradas Letras, y por esto no habían prohibido ellos las Biblias alemanas ni aprobaban ni reprobaban el Nuevo Testamento español. «No es maravilla que no entendáis el griego ni el castellano, cuando apenas sabéis la gramática latina, y tenéis que ver por ajenos ojos, y oír por ajenos oídos», les replicó Enzinas; y sin más dilaciones buscó en Amberes un tipógrafo, que lo fue Esteban Meerdmann, y a costa propia dio comienzo a la impresión del libro, anteponiéndole una dedicatoria a Carlos V. Púsole al principio este título: El Nuevo Testamento, o la nueva alianza de nuestro Redemptor y solo Salvador, Jesucristo; pero un dominico español le hizo notar que estas palabras hacían sospechoso el libro, por ser la de alianza, aunque clara, fiel, propia y elegante, palabra muy usada por los luteranos, y lo de solo Salvador, frase que parecía envolver el menosprecio de las obras y la justificación por los solos méritos de Cristo. Y, aunque Enzinas se resistía, sus parientes le rogaron que cambiase aquellas voces, y apoyó sus instancias un español amigo mío, hombre de edad y de autoridad, teólogo, sabio en las tres lenguas, el más docto de todos los españoles que yo conocía. Es condición de los tiempos agitados el que en ellos parezcan malsonantes y escandalosas frases que en tiempos de paz fueron inocentes.

     Enzinas, por quitar toda sospecha, reimprimió la portada tal como hoy la leemos: El Nuevo Testamento de nuestro Redemptor y Salvador Jesu Christo; y así la puso en todos los ejemplares. En seguida se encaminó a Bruselas para ofrecer el primer ejemplar a Carlos V, que desde Cambray, en 13 de noviembre de 1543 (1533), sabedor de que un Nuevo Testamento castellano se imprimía en Amberes, había dado orden de recogerle [854] y no permitir la circulación de los ejemplares. El margrave de Amberes contestó que, examinada la traducción por algunos teólogos franciscanos, no parecía infiel ni sospechosa, y a lo sumo podían tacharse algunas notas marginales. Francisco pensó parar el golpe con su ida a Bruselas, adonde llegó el 23 de noviembre, el mismo día que el emperador.

     La traducción de Enzinas ha sido juzgada con bastante elogio por Ricardo Simón. El intérprete sabía mucho griego, aunque algo le ciega su adhesión al texto de Erasmo. Las notas son breves y versan en general sobre palabras de sentido ambiguo o sobre pesos, medidas y monedas. Tuvo el buen gusto de no alterar en nada el estilo evangélico; dejando toda explicación para el margen, evita las perífrasis y es bastante literal, aunque hubiera hecho bien en notar con distinto carácter de letra los vocablos que suple. Conserva los términos escriba, penitencia, testamento y los demás que un largo uso ha canonizado, digámoslo así, en la Iglesia de Occidente. A veces su literalidad pasa los límites de lo razonable, v.gr., cuando traduce el principio del Evangelio de San Juan: «En el principio era la palabra, y la palabra estaba con Dios, y Dios era la palabra.»

     El lenguaje de la traducción es hermoso, como de aquel buen siglo; pero no está libre de galicismos, que se le habían pegado al traductor de la conversación con la gente del Brabante (1534).

     La dedicatoria es muy noble y discreta. Partiendo de aquellas palabras del Deuteronomio: «Copiará el rey el libro de esta Ley en un volumen delante de los sacerdotes y de los levitas; le tendrá siempre junto a sí y le leerá todos los días de su vida para no apartarse de sus preceptos a derecha ni a izquierda y dilatar su reinado y el de sus hijos en Israel»; después de referir las diversas opiniones sobre la lección vulgar de la [855] Biblia, sin condenar ninguna, dice que ha hecho su traducción por tres razones: 1.ª Porque ha visto que no hay poder humano bastante a impedir la difusión de las Escrituras. 2.ª Porque todas las demás naciones de Europa gozan ya de este beneficio y tachan a los españoles de supersticiosos porque no hacen otro tanto. Así, hay en Italia muchas versiones «que las más dellas han salido del reino de Nápoles, patrimonio de Vuestra Majestad, y en Francia tantas, que no se pueden contar. Sólo faltan en España, y eso que nuestra lengua es la mejor de las vulgares o, a lo menos, ninguna hay mejor que ella». 3.ª Porque no se opone a la publicación ninguna ley real ni pontificia. Y aunque algunos pueden creer que estas versiones son peligrosas en tiempo de nuevas herejías, ha de responderse que éstas no nacen de la lectura de la Biblia, sino de las interpretaciones contrarias al sentir y doctrina de la Iglesia, «columna y firmamento de la verdad», y de la enseñanza de hombres malos que tuercen la divina palabra en provecho de sus nuevas y particulares opiniones, como sabemos por San Pedro que hacían en su tiempo los herejes con las cartas de San Pablo.

     La habilidad del preámbulo engañó a muchos católicos, tan piadosos como sencillos, y Enzinas se presentó en la corte recomendado por el obispo de Jaén, que lo era a la sazón don Francisco de Mendoza, varón de grande autoridad por su ciencia y loables costumbres. «Era un domingo en que había grande aparato de instrumentos músicos y de cantores para celebrar la Misa delante del Emperador... Acabada la Misa, el Obispo me hizo entrar con él en la sala donde estaba puesta la mesa para el Emperador, que entró al poco rato con grande acompañamiento de príncipes y magnates. Se sentó a la mesa solo, y todos permanecieron en pie mientras comía. La sala estaba llena de grandes señores: unos servían los manjares, otros echaban el vino, otros quitaban los platos de la mesa y todos tenían fija la vista en el Emperador. Yo consideraba despacio aquella gravedad suya, los rasgos de la cara y la majestad heroica y natural que mostraba en su rostro y ademanes. Confieso que, al verme entre gente tan lucida, tuve algún temor considerando lo que yo iba a decir; pero luego recobré fuerzas y ánimo, por ser tan grande la justicia y alteza de mi causa; que aunque todos los príncipes del mundo hubiesen estado allí congregados, los hubiera yo tenido por ministros de mi legación y súbditos de la palabra celestial que yo venía a anunciar: Et loquebar de testimoniis tuis in conspectu Regum, et non confundebar.

     Acabó el Emperador de comer, no sin grandes ceremonias..., y fuéronsele acercando los que querían hablarle... El segundo que se presentó fue mi Obispo, llevándome de la mano, y en un breve y oportuno discurso recomendó mucho mi trabajo y suplicó al Emperador que admitiese la dedicatoria. Entonces el [856] Emperador me preguntó: -¿Qué libro quieres dedicarme? -Señor, una parte de las Sagradas Escrituras que llamamos el Nuevo Testamento, fielmente trasladada por mí al castellano; en ella se contienen principalmente la historia evangélica y las cartas de los Apóstoles. He querido que V. M., como defensor de la religión juzgue y examine despacio mi trabajo, y suplico humildemente que la obra, aprobada por V. M., sea recomendada al pueblo cristiano por vuestra imperial autoridad. -¿Eres tú el autor esa obra? -replicó Carlos V. -El Espíritu Santo (dijo Enzinas) es el autor; inspirados por él, algunos santos varones escribieron para común inteligencia estos oráculos de salud y redención en lengua griega; yo soy únicamente su siervo fiel y órgano débil, que he traducido esta obra en lengua castellana. -¿En castellano? -tornó a decir el Emperador. -En nuestra lengua castellana -insistió Enzinas; y torno a suplicaros que seáis su patrono y defensor, conforme a vuestra clemencia. -Sea como quieras, con tal que nada sospechoso haya en el libro. -Nada que proceda de la palabra de Dios debe ser sospechoso a los cristianos -afirmó el intérprete. -Cumpliráse tu voluntad si la obra es tal como aseguráis tú y el Obispo.»

     Aquí terminó el diálogo, y al siguiente día pasó la traducción a examen del confesor del césar, que lo era el insigne dominico Fr. Pedro de Soto, luz de su Orden, reformador de las Universidades de Dilingen y Oxford, aclamado Padre de los teólogos en el concilio de Trento, autor de un excelente Catecismo y uno de los religiosos que en tiempo de la reina María contribuyeron más a la restauración del catolicismo en Inglaterra. Con tales antecedentes hay que mirar como muy sospechoso cuanto de él refiere Enzinas, así como tampoco ha de tomarse al pie de la letra su diálogo con el emperador ni menos sacar las consecuencias que él saca de que Carlos V ignoraba del todo lo que era Escritura y Nuevo Testamento.

     El confesor llamó a su celda a Enzinas. «Fui muy de mañana al convento de los Dominicos, pero tuve que esperar porque Soto había ido a casa de Granvela. Al fin llegó, y le presenté las cartas de recomendación que para él me habían enviado de España. Me recibió como si toda la vida hubiéramos sido amigos, encareciendo mi afición a las letras y buenas disciplinas y prometiéndome todo favor en la corte imperial... Respondíle que por mi corta edad aún no había hecho yo nada digno de alabanza, pero que en adelante pondría todo mi conato en la virtud y piedad. Con esta y otras cortesías nos separamos, quedando en volvernos a ver a las cuatro de la tarde. Llegué cuando estaba explicando una lección sobre los Actos de los Apóstoles. ¡Qué hombre, o más bien, qué monstruo de hombre! ¡Cómo atormentaba los oídos con su lenguaje malo y grosero hablando en castellano, porque no sabía latín y torpemente faltaba a todas las reglas de la gramática!» ¡Y [857] qué pedantería la de Enzinas, podemos añadir, que en una lección de la Escritura, dada intra claustra, no se fija más que en incorrecciones gramaticales, de las que nadie se libra en la improvisación! Y no es esto decir que yo aplauda el estilo de los escolásticos, cuya rudeza debía ofender a ingenios tan elegantes como el de Enzinas, aunque fácil le hubiera sido hallar entre sus maestros y oráculos, comenzando por Lutero, tanta y mayor barbarie que en algunos teólogos ortodoxos.

     Soto no despachó por entonces a nuestro escolar, sino que, pretextando ocupaciones urgentes, le rogó que esperase hasta las seis paseando por el claustro. Dio la hora, volvió el fraile y entraron, juntos en la celda, llena de devotas imágenes, que Enzinas llama ídolos. Sobre una mesa estaba abierto el libro De haeresibus, de Fr. Alfonso de Castro, sabio y eruditísimo teólogo, y no bárbaro e ignorante, como quiere persuadirnos Enzinas, a quien el odio ciega el entendimiento en tratándose de autores católicos. Y estaba abierto por el capítulo en que hace notar aquel prudente franciscano los daños y herejías que en el vulgo nacieron y nacerán siempre de la indiscreta y atropellada lección de la Biblia. Después de llamar la atención a Enzinas sobre aquel capítulo, comenzó a decir Soto en voz grave y reposada: «Francisco, estamos aquí solos, en presencia de Dios y de sus Angeles y Santos, cuyas imágenes ves en estos altares, para tratar de tu versión del Nuevo Testamento, que tienes por santa y yo por dañosa. Las razones ya las habrás visto en ese libro. Pero no es tu delito más grave esa traducción. Has faltado a las leyes del Emperador, a la religión, al amor que debes a tu Patria y a la ciudad nobilísima que te ha dado cuna y donde jamás cayó semilla de herejía. Has estado en Alemania, viviendo en casa de Felipe Melanchton, y por dondequiera que vas pregonas sus alabanzas. Dicen que has impreso un libro español de perniciosa doctrina (tomado del De libertate christiana, de Lutero). Más te valiera no haberte dedicado nunca al estudio que aplicar tu ingenio y saber a la defensa de los herejes y a combatir la verdad. Es cosa que no acaba de maravillarme el que, siendo tan joven, casi en el umbral de los estudios, hayas dado tan miserable caída... Frutos muy perniciosos a la Religión y a la Iglesia producirá esa planta si con tiempo no se corta. Más quisiera darte un consejo que anunciarte desdichas; pero mi obligación es preferir el bien de la Iglesia al de un hombre solo. Te amo tanto como puede amarte cualquiera; seré tu mejor amigo; pero temo que esta impresión del Nuevo Testamento te dé no poco que sentir.»

     Contestó Enzinas con moderación y habilidad a estos cargos. Lo del Nuevo Testamento tenía buena defensa, puesto que no había en Flandes ley del emperador que prohibiese las traducciones bíblicas; pero ¿el libro luterano y el viaje a Witemberg? Negó resueltamente lo primero y aun haber impreso nada fuera del Nuevo Testamento, y añadió: «Cierto que estuve [858] en Alemania con Felipe Melanchton; pero si el tratar con doctores alemanes es culpa, en ella han incurrido nuestro emperador y muchos varones insignes en piedad y letras que han tenido públicos y particulares coloquios con el mismo Lutero.» En este punto de la conversación, cuenta el interesado en sus Memorias que entró en la celda el prior y que hablaron entre sí los dos frailes como si se comunicasen alguna orden. Y continuó Enzinas: «Decidme si habéis leído la traducción y qué os parece, y dejémonos de cuestiones inútiles.» «He leído los principales lugares, y me parece trabajo muy digno de alabanza; sólo siento que no le hayas aplicado a otra materia menos escabrosa.»

     Al salir del convento fue preso Enzinas, de orden del canciller Granvela, y conducido a la cárcel de Bruselas, llamada vulgarmente la Urunte, y por los españoles, el amigo (13 de diciembre de 1543). Que Pedro de Soto, persuadido como estaba, y con razón, de que Enzinas era un propagandista luterano, incitase a los ministros del emperador a prenderle, nada tiene de monstruoso ni de extraño, aun admitiendo las cosas como Enzinas las cuenta en su sañudo libelo, con todas las idas y venidas, señas, traiciones y emboscadas que guisa y adereza a su gusto, y muchas de las cuales pueden ser meras coincidencias. ¿Qué tiene de particular que Soto le hiciese esperar dos veces, si tenía otros negocios a que atender? ¿Por qué asombrarse de que el prior entrara a hablar con Soto? Yo no puedo suponer añagaza en cosas tan naturales.

     Los cuatro o cinco primeros días estuvo el encarcelado en gran tribulación y perplejidad de espíritu, viéndose cercado por todas partes de peligros y sin esperanza de salir de aquel mal paso. Pero había en la misma cárcel, y preso también por luteranismo, un cierto Gil Tielmans, cuchillero de Bruselas, hombre que había gastado la mejor parte de su hacienda en aliviar a los menesterosos y que durante la peste y el hambre de 1541 había puesto en almoneda cuanto poseía, sólo por arbitrar recursos para obras de caridad; pero, locamente extraviado por la interpretación individual de las Escrituras, que leía de continuo, y acusado por el cura de la Chapelle ante el procurador general, hacía ocho meses que estaba en la cárcel consolando a los presos y, a la vez, adoctrinándolos en la herejía. Desde luego, se dirigió a Enzinas con blandas y afectuosas palabras: «Tened buen ánimo, hermano mío, y no os dejéis abatir por la desdicha. De todos los que he visto traer a este lugar, ninguno venía tan contristado como tú... Piensa que ésta es voluntad del Eterno Padre, que tiene cuidado de sus hijos y los guía por sendas que ellos no conocen, sin que le tuerzan lágrimas ni ruegos. Alégrate y glorifícate en el Señor, porque estas cadenas son gloriosas en su presencia. ¿No sabes que él nos asiste y cuida de nosotros, y siempre nos ve y nos oye? [859] ¿No sabes que Dios tiene contados todos los cabellos de nuestra cabeza y que ni uno se mueve sin su voluntad?»

     Estas palabras animaron a Enzinas, maravillado de la elocuencia de su interlocutor, y nació entre ellos grande amistad y mutua confianza. Diéronse larga noticia de sus respectivos casos, y con esto se les hizo más llevadera la soledad y tristeza del encierro. Verdad es que Enzinas no carecía de protectores ni dejó de escribir al obispo de Jaén y a sus parientes de Amberes, que le visitaron muchas veces en la prisión; y lamentándose y reprendiéndole porque se mezclaba en teología y en vanos estudios, de los cuales sólo podía sacar peligro para su vida e infamia perpetua para su linaje, no dejaron de interceder en favor suyo con Pedro de Soto, con Granvela y con los principales magnates de la corte imperial. El confesor no quería la condenación de Enzinas, sino traerle al gremio de la fe; apreciaba en lo que valía su ingenio y natural disposición, que, a estar mejor empleados, le darían no ínfimo lugar en las letras; y deseoso de salvarle, no permitió que la causa pasase a los inquisidores de España, sino que fuese juzgada en Bruselas (1535).

     Los comisarlos del Consejo privado del emperador interrogaron a Enzinas (en latín y no en francés, porque no hablaba esta lengua, aunque la entendía) sobre su nombre, patria, edad, familia, viajes, estudios y sobre la traducción del Nuevo Testamento. Declaró que con Melanchton había tratado de elocuencia, filosofía y humanidades, pero muy poco de teología, y no recordaba qué cosas; que no había leído todos sus libros ni se creía capaz de juzgarlos, pero que le tenía por muy hombre de bien y aun por el mejor que había tratado nunca; palabras que atenuó después, diciendo que se refería sólo a las virtudes morales, que hasta en los filósofos étnicos se alaban. Con esta evasiva se dieron por satisfechos los comisarios y pasaron a otro cargo más grave: el haber impreso en letras capitales aquellas palabras de la epístola ad Romanos: Statuimus hominem ex fide iustificari, sine operibus legis. Como éste era uno de los puntos capitales de la doctrina de los reformadores, que se apoyaban en ese texto, relativo a las obras de la ley antigua, Enzinas no pudo defenderse sino achacando la culpa al impresor y porque «siempre era bueno poner esta sentencia en letras grandes para que los lectores se detuviesen y no tropezaran donde otros habían caído».

     La prisión de Enzinas nada tenía de rigurosa. Allí le visitaron cuatrocientos ciudadanos de Bruselas y dos comisionados de los protestantes de Amberes, y desde allí se entendía con [860] todos los propagandistas de Bélgica. También fueron a verle dos caballeros de la corte, un español y otro borgoñón, adictos a las nuevas ideas y cuyos nombres por justos respetos calla, aunque trae muy a la larga, y de fijo dramatizado y exornado el diálogo que con ellos tuvo inter pocula. Allí salieron a relucir los odios comunes contra Pedro de Soto, satírica y mentirosamente descrito como hipócrita, simulador, cruel, fanático e ignorante; allí, el poder de la Inquisición y las persecuciones contra Juan de Vergara, Mateo Pascual, Pedro de Lerma, los Valdés y Francisco de San Román; allí, las artes de los alumbrados, el proceso de Magdalena de la Cruz, las indulgencias y el Cristo de Burgos, todo mezclado con bons propos et plaisantes devis, como dice en su viejo francés el traductor de Enzinas. Entonces aprendió éste, entre otras nuevas de la corte, que el arzobispo de Santiago, D. Gaspar de Avalos, había sido el pri mero en oponerse a su Nuevo Testamento.

     El suplicio de Gil Tielmans y, de otro compañero de prisión, Justo van Ousbreghen, curtidor de Lovaina, hicieron temer seriamente a Enzinas por su vida, pero sin fundamento, porque su causa no era para tanto. Había sido encargado de instruirla Luis de Schore, presidente de la corte o tribunal del Brabante, que mandó hacer información de testigos en Lovaina y Amberes, aunque con poco fruto. Se dilató el proceso hasta la vuelta del emperador (a mediados de agosto de 1544), y el mismo día que llegó hubo nuevo interrogatorio de los comisarios. A los cargos anteriores se añadía el de haber tenido Enzinas una disputa en defensa de Melanchton y de Bucero con el cura de Nuestra Señora de Amberes, arrebatándose hasta llamarle rudentem asinum.

     El reo no quiso tomar abogado ni recusar los testigos; sus parientes tornaron a interceder con Pedro de Soto, que, lejos de querer mal a Enzinas, le escribía muy de continuo y cariñosamente y mandaba amigos a visitarle; y tras muchas dilaciones se presentó la acusación al Consejo del emperador. Los capítulos eran siete:

     1.º En Francisco recaen vehementes sospechas de luteranismo.

     2.º Ha conversado con herejes.

     3.º Ha alabado a Melanchton y su doctrina y defendido proposiciones heréticas.

     4.º Ha impreso en lengua castellana el Nuevo Testamento, contra las ordenanzas del emperador.

     5.º Es autor o traductor del libro pernicioso De libertate christiana et libero arbitrio.

     6.º Ha comprado y tiene en su poder el Epítome de las obras de San Agustín, de Juan Piscator, donde hay muchas cosas heréticas.

     7.º Todo lo cual es contra los edictos imperiales. [861]

     Enzinas escribió dos respuestas, porque no se atrevió a presentar la primera, disuadiéndole de ello varios amigos a quienes se la leyó. En una y otra negaba resueltamente los capítulos quinto y sexto, como si nunca hubiese visto semejantes libros ni sabido quien era Juan Piscator.

     Así se hubiera alargado indefinidamente la causa por falta de suficientes datos, pero sabedor Enzinas de que se había renovado, con agravantes penas, el edicto de 1540, y que en Gante, en Hesnault y en Artois arreciaba la persecución, determinó ponerse en salvo, empresa nada difícil porque la cárcel de Bruselas estaba muy mal custodiada, y él mismo había tenido más de una vez las llaves en su mano. Los pormenores de su evasión están referidos en las Memorias:

     «El 1.º de febrero de 1545, después de haber estado largo tiempo a la mesa, más triste que de ordinario, me dirigí a la primera puerta de la prisión, acerqué la mano y la abrí fácilmente. La segunda estaba abierta del todo. La tercera no se cerraba sino a medianoche; di las gracias a Dios por tan feliz aventura, y viéndome solo en la calle, en noche muy oscura, no sabía adónde dirigirme; todo me parecía sospechoso. Tenía muchos amigos en la ciudad, pero desconfiaba de ellos y no quería ponerlos a prueba. Dios me inspiró una excelente determinación Había en la ciudad un hombre fiel, conocido mío, a quien resolví dirigirme; no estaba en casa; mas, por voluntad de Dios, le encontré en la misma calle, le conté mi negocio y le pedí consejo. Me ofreció su casa, pero insistí en que me convenía salir de la ciudad aquella misma noche por el trozo de la muralla que fuera más fácil de escalar. Tomó su capa y me siguió. De camino me despedí de algunos amigos y nos fuimos derechos a la muralla. A las ocho estábamos ya en salvo y pude llegar a Malinas a las cinco, mucho antes que se abriesen las puertas. Cerca de la hostería había un carro, y en él un hombre y una mujer. Les pregunté adónde iban. Me respondieron que a Amberes, ofreciéndome el carro si quería subir. Mi compañero aceptó; yo tomé en la hostería un caballo, y a las dos horas estaba en Amberes. ¡Cuál fue mi sorpresa al saber, por un amigo que llegó aquella tarde en el carro, que su compañero de viaje había sido Luis de Zoete, secretario del Emperador y uno de los que instruían el proceso contra mí!... En la hostería donde yo paraba, dos bruseleses me contaron mi propia evasión como un milagro del Santísimo Sacramento.»

     Pero tan lejos estaba de ser milagro, que, según informaron de Bruselas al interesado, los mismos jueces habían mandado abrir las puertas y dejarle escapar. Lo cierto es que el presidente contestó al carcelero cuando le llevó la noticia: «Dejadle ir; no os apuréis y cuidad sólo de que nadie sepa nada.»

     En resumen, al estudiante de Burgos, que, por ser español, joven, humanista y erudito y de simpático carácter en todo, [862] era muy querido en Flandes, se le hizo, como vulgarmente se dice, puente de plata. Un mes entero permaneció en Amberes, saliendo por las calles y tratando con todo el mundo sin temor ni peligro.



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- VI -

Enzinas, en Witemberg. -Escribe la historia de su persecución. -Otras obras suyas. -Su viaje a Inglaterra y relaciones con Crammer. -Sus traducciones de clásicos. -Su muerte.

A mediados de marzo de 1545 escribía Melanchton a Joaquín Camerario: «Ha vuelto a Witemberg nuestro Francisco, librado por divina providencia y sin auxilio de ningún hombre; le he mandado escribir una relación, que te enviaré pronto» (1536). La relación, escrita en latín por de contado, a la cual puso término Enzinas en julio de aquel año, se titula De statu Belgico, deque religione Hispanica: Historia Francisci Enzinas Burgensis.

     No llegó a imprimirse entonces ni quedan hoy más que dos copias, y sólo una completa, que es el manuscrito 1853 de la Vaticana, fondo Palatino. En la biblioteca del gimnasio de Altona se conserva otro manuscrito, falto de las primeras hojas, y de él procede la edición hecha en 1862 por la Sociedad de Historia de Bélgica (1537).

     El códice de Roma empieza con una dedicatoria de Arturo Gallo a Melanchton. En ella dice que habiendo muerto Enzinas y su mujer de la peste en Estrasburgo, dejando dos hijas de corta edad, él examinó los papeles del difunto y halló entre ellos el De statu Belgicae, que determinó ofrecer a Melanchton y publicarlo.

     No sabemos si el publicar significa en este caso imprimir. Lo cierto es que nadie ha visto edición impresa del texto latino y que el único que ha corrido de molde hasta nuestros días es el de una traducción francesa que vio la luz en 1558 (1538), escrita en tan bella y castiza prosa, que algunos han visto allí la mano de Calvino. [863]

     Del asunto del libro de Enzinas poco hay que decir, porque lo más esencial queda ya extractado. El mérito literario puede y debe encarecerse mucho. Campan ha dicho con razón que el libro de Enzinas está en el más hermoso estilo del siglo XVI, que el interés es poderosísimo y que hay momentos de verdadera elocuencia. El autor poseía facultades narrativas y dramáticas muy poco comunes y dibuja vigorosamente las situaciones y los caracteres, hasta el punto de dar a sus Memorias toda la animación de una novela. Es de los pocos españoles que han sobresalido en el género autobiográfico. Aunque generalmente exacto en sus relaciones, en lo poco que nos es dado comprobarlas, el tono de la obra es el de un apasionado sectario; pero esta circunstancia, que le quita autoridad como historiador, da brío y movimiento a su estilo y a nosotros mucha luz para comprender lo arrebatado de las pasiones religiosas en el siglo XVI. Toda la historia de Gil Tielmans, pero sobre todo los razonamientos que preceden a su muerte y la descripción de su suplicio, son de alta y legítima belleza. Añádase a esto lo rico y brillante de la prosa latina que nuestro Dryander usa, y se tendrá idea de este libro singular, de tan nuevo y juvenil color a pesar de estar escrito en una lengua muerta.

     Continuemos la narración de los casos de Enzinas. En Witemberg moraba, como de costumbre, en casa de Melanchton, y allí supo por cartas de sus amigos de Flandes que se le había llamado a comparecer, so pena de muerte y perdimiento de bienes. Quizá sintió alguna tentación de volver, pensando en el llanto y dolor de sus padres; pero pudo más el fanatismo de secta y los consejos de sus amigos (1539), y desistió de ir a Italia, como al principio había pensado.

     En 1546 estaba en Estrasburgo, en casa de Bucero. El 22 de agosto salió para Constanza con cartas de recomendación de Bucero para Ambrosio Blaurer y para Vadiano de S. Gall (1540), en las cuales le llamaban el alma de Felipe Melanchton. En Zurich hizo amistad con Enrique Bullinger; en Lindau visitó a Jerónimo Seyler, y a fines de septiembre estaba en Basilea, donde parece haber residido bastante tiempo y donde el impresor Juan Oporino publicó dos libros suyos. Quizá fue uno de ellos la Historia de la muerte de Juan Díaz, que arregló de concierto con Senarcleus, testigo presencial de los sucesos (1541). El [864] otro es una invectiva contra el concilio de Trento, tan brutal y apasionada como vulgar en el fondo; libelo al cual sólo da valor la rareza bibliográfica (1542). Contiene las cinco primeras sesiones, con notas burlescas; una composición en dísticos latinos, que llama Antítesis entre Pablo, apóstol de Tarso, y el moderno Paulo (III), pirata romano, y un tratado de Felipe Melanchton en defensa de la confesión de Ausburgo.

     En noviembre de 1546, Enzinas, recomendado por Martín Bucero, ofreció al cardenal Du Bellay sus servicios de espía (pagados, por supuesto) en reemplazo de Juan Díaz (1543). Sin duda para eso le encontramos los dos años siguientes (1547 y 1548) viajando de una parte a otra del territorio protestante, cuándo en S. Gall, cuándo en Basilea, cuándo en Estrasburgo y en Memmingen, y tan descontento de las discordias que entre sus correligionarios había, que pensó en irse a Constantinopla y fundar allí una colonia protestante (1544). De tan raros propósitos le apartó su casamiento con Margarita Elter, doncella de Estrasburgo. Poco después, marido y mujer salieron para Inglaterra, llevando Enzinas cartas de recomendación de Melanchton para Crammer y para el mismo rey de Inglaterra, que lo era entonces Eduardo VI, o más bien su tutor Seymour, gran protector de los herejes, especialmente de Ochino y Pedro Mártir, y empeñado en descatolizar a Inglaterra (1545). Crammer recibió muy bien a nuestro burgalés y le dio una cátedra de griego en la Universidad de Cambridge, ya que no quiso aceptar el cargo de tutor del duque de Suffolk. Negocios editoriales de obras españolas le hicieron ir a Basilea en noviembre de 1549. El magistrado de esta ciudad no quería permitir que se imprimiesen obras en lengua desusada. Tuvo que recurrir, por tanto, a las prensas de Estrasburgo, de las cuales salieron en 1550 y 51 el Tito Livio y el Plutarco, traducidas en parte por Enzinas. [865] Los costearon Arnaldo Byrcmann, librero de Amberes (1546) el y Juan Frellon, de Lyón, y quitaron en muchos ejemplares el nombre del traductor para que pudieran circular en España. Trataron asimismo de publicar un Herbario español, en el cual había de ayudar a Enzinas el médico Luis Núñez; pero quedó en proyecto, así como una Biblia española que no se atrevió a imprimir Byrcmann por la severa prohibición que en España había.

     De esta asociación editorial Enzinas-Byrcmann-Frellon, cuyo impresor era Agustín Frisio, conocemos en primer lugar el Tito Livio, en que sólo pertenecen a nuestro traductor los cinco libros postreros de la quinta década, y el Compendio, de Floro. Todo lo demás es de Fr. Pedro de Vega, cuya traducción había sido impresa la primera vez en Zaragoza por Jorge Coci en 1509. Enzinas retocó el estilo, modernizándolo en ocasiones, y añadió un Aviso para entender las cosas que se escriben de las historias de los romanos y otros gentiles, que parecen milagrosas, en favor de los dioses (1547). [866]

     A pesar de la opinión de Boehmer en contra, todo induce a creer que la primera muestra que Enzinas divulgó de su Plutarco fueron vidas de los dos illustres varones Simón (Cimón), griego y Lucio Lucullo, romano, puestas al parangón la una otra..., libro que apareció en 1547, sin fecha ni lugar de impresión, aunque los tipos parecen de la imprenta lugdunense de Frellon. Publicó el intérprete estas dos vidas como muestra de más ardua labor..., prometiendo muy en breve sacar a luz toda la obra de Plutarco, la mayor parte de la cual estaba ya presta. Como el vocablo paralelas era aún desconocido en castellano, tuvo que explicar por un largo rodeo que «quería decir vidas de ilustres varones puestas en comparación, en balanza, en contienda, en similitud, en semejanza las unas de las otras; como si dijésemos, puestas al parangón las unas de las otras, la cual palabra no es tan familiarmente usurpada en nuestra lengua castellana como las otras; pero si de hoy más fuere usada, entre los que se precian de hablar puramente, no será menos natural, propia y elegante, y será más significante que las otras».

     En la traducción procuró atender más a la gravedad de las sentencias que al número de las palabras; y por eso, más que el nombre de traductor merece el de parafraseador, puesto que intercala no sólo frases, sino hasta ideas propias» (1548).

     Como Francisco de Enzinas admiraba sobremanera, y aún más de lo justo, al biógrafo de Queronea, hasta el punto de decir «que entre todos los escritores que hasta hoy se hallan, así griegos como latinos.... en este género de escritura, no hay ninguno que pueda ser comparado con la gravísima historia de las vidas del Plutarco», no levantó mano de aquella luenga y dificultosa labor, y en 1551 hizo correr de molde El primero volumen de las vidas de illustres y excellentes varones Griegos y Romanos, publicado en Estrasburgo por Agustín Frisio, aunque hay ejemplares con diversas portadas y con o sin el nombre de Enzinas, según que habían de circular en país católico o protestante (1549). Seis son las vidas que en este tomo pueden [867] atribuirse a Enzinas con seguridad completa: las de Teseo, Rómulo, Licurgo, Numa Pompilio, Solón y Valerio Publícola. En cuanto a las de Temístocles y Furio Camilo, que tienen foliatura distinta y asimismo difieren en el estilo, créese, con más que plausible conjetura, que fueron traducidas por el secretario Diego Gracián de Alderete. El mismo Gracián dice en el prólogo a la segunda edición de sus Morales de Plutarco (Salamanca 1571): «Como yo he mostrado a personas doctas en algunas (vidas) que yo he traducido del griego, que andan agora impresas de nuevo con otras seis sin nombre de intérprete.» En la primera y rara edición de los Morales, hecha en Alcalá por Juan de Brocar, 1548, no se hallan esas palabras, que añadió Gracián en la segunda. Ahora bien: ¿qué edición e seis vidas de Plutarco apareció entre 1548 y 1571 sino la de Enzinas de 1551? Imagino que Francisco de Enzinas y Diego Gracián debieron de conocerse en Burgos o en Lovaina, donde uno y otro estudiaron, que hubo de estrechar sus relaciones la común afición a las letras griegas, sin que vinieran a entibiarla las diferencias religiosas. Acaso Enzinas poseía copia de las dos vidas de Plutarco traducidas por Gracián, y cuando en 1551 publicó las seis primeras, añadió las otras, con parecer y consentimiento de su amigo, aunque negándose éste a que sonara su nombre en un libro escrito por un hereje fugado de las cárceles y perseguido por el Santo Oficio. Para distinguir de algún modo el trabajo de Gracián se empleó foliatura diversa; y como los ejemplares introducidos en España no llevaban nombre del traductor, Gracián no tuvo reparo en declarar, al frente de su traducción de los Morales, que algunas de las vidas eran suyas.

     Como algunos de los ejemplares tienen el nombre de Juan Castro de Salinas, seudónimo o testaferro de Enzinas, parece que debemos atribuir a éste Los ocho libros de Thucydides Atheniense, que trata de las guerras griegas entre los Athenienses y los pueblos de la Morea, traducido por Juan Castro Salinas, manuscrito que poseía un noble belga citado por Sander, de quien toma la noticia Nicolás Antonio. Diego Gracián hizo otra versión de Tucídides, única que anda impresa.

     Boehmer atribuye a Enzinas, y a mi entender no hay duda en ello, la Historia verdadera de Luciano, traduzida de griego en lengua castellana (Argentina, por Agustín Frisio, 1551) (1550), [868] opúsculo rarísimo sólo contiene el libro primero de los dos en que se dividen las Historias verdaderas (así llamadas en burlas) del satírico de Samosata. El estilo, el impresor, la calidad del trabajo, todo induce a achacársela a nuestro Dryander. Lo mismo digo de los Diálogos de Luciano, no menos ingeniosos que provechosos, traduzidos de griego en lengua castellana (León, en casa de Sebastián Grypho, año de 1550) (1551), libro que contiene, sin prólogo, advertencia ni preliminar alguno, cinco diálogos de Luciano (Toxaris o de la amistad, Charón o los contempladores, El Gallo, Menippo en los abismos y Menippo sobre las nubes o Icaro-Menippo) y un idilio de Mosco, El amor fugitivo, en cuartetos de arte mayor.

     En todas estas versiones es de aplaudir la gallardía unida a la precisión del lenguaje, no exento, sin embargo, de galicismos, y es de censurar la poca exactitud con que el autor traslada, y no porque dejase de saber, y muy bien, el griego, sino por la manía de amplificar y desleír.

     Sin duda se había propuesto formar una colección de clásicos griegos y latinos. El atender a estas publicaciones y el mal estado de su salud le hicieron dejar la Inglaterra en 1550 con su mujer e hijas y trasladarse a Estrasburgo.

     En el verano de 1552 estuvo en Ginebra para conocer a Calvino, con quien estaba, hacía mucho tiempo, en correspondencia (1552). Aquel otoño fue a Ausburgo; pero, vuelto a su ciudad predilecta, hallóla devastada por la peste, y murió de ella en 30 de diciembre de 1552 (1553), siguiéndole poco después al sepulcro su mujer. El entierro de ambos fue muy concurrido, y en sus exequias predicó Juan Morbach (1554).

     Sus amigos de Estrasburgo, especialmente el historiador Sleidan y el-rector del Gimnasio, Juan Sturm, recogieron a sus hijas y las pusieron bajo la tutela del magistrado, aunque Melanchton (1555) quería hacerse cargo, por lo menos, de una de las huérfanas.

     Tal es, en resumen, la biografía de Enzinas. De su correspondencia, no publicada aún del todo, pudieran añadirse algunos datos, pero más interesantes para la historia de la Reforma en Alemania que para la nuestra (1556). [869]

     Además de todas las obras hasta aquí enumeradas, se han atribuido al fecundo hereje burgalés, con más o menos fundamento, algunas otras, de que conviene dar noticia. Es el primero de estos libro la Breve y compendiosa institución de la Religión Christiana... Escripta por el docto varón Francisco de Elao... Impressa en Topeia por Adamo Corvo, el anno 1540, al cual van unidos el Tractado de la libertad christiana y los Siete Psalmos penitenciales; libro rarísimo que poseía Usoz y que se prohibe en los antiguos Indices expurgatorios (1557). El Tratado de la libertad cristiana es el de Lutero; la Breve y compendiosa institución opina Wiffen que está tomada de la primera edición del catecismo de Calvino. Boehmer cree que Topeia es Gante, que este opúsculo fue impreso allí durante las turbulencias de 1539 y que Francisco de Elao es Francisco de Enzinas, hebraizado malamente el apellido. Todo esto es muy verosímil; pero Enzinas niega rotundamente en sus Memorias ser autor ni traductor del libro de la libertad cristiana, y no alcanza qué motivo pudo tener para disimular la verdad en un escrito donde francamente se declara luterano.

     Consta por una carta de Juan de Lasco (1558) que el mismo año de 1540 corrió impreso en castellano, como en latín, alemán, francés e italiano, el libro de las Antítesis de Melanchton. No [870] se conoce un solo ejemplar, y Boehmer conjetura (nada más que conjetura) que el traductor español fue Francisco de Enzinas.

     Finalmente, Usoz le atribuyó las Dos Informaziones: una dirigida al Emperador Carlos V, i otra a los Estados del Imperio, por meras presunciones y sin fijarse siquiera en que no son originales, sino traducidas de Sleidan, y en que el autor habla siempre como alemán (1559). Y D. Adolfo de Castro quiere con igual sinrazón que sea de Enzinas la traducción de las Antigüedades judaicas, de Josefo, que anónima se imprimió en Amberes, 1554, por Martín Nucio, y que parece de Juan Martín Cordero, que publicó traducidas en la misma imprenta las Guerras judaicas, de Josefo. Enzinas no traducía del latín, sino del griego.



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- VII -

Pedro Núñez Vela, profesor de Filología Clásica en Lausana, amigo de Pedro Ramus.

     Helenista al modo de Francisco de Enzinas, contemporáneo suyo y relacionado como él con los reformistas suizos fue Pedro Núñez Vela, protestante abulense, de cuya vida y escritos apenas hay noticias. Quizá algún día logremos ver disipada la oscuridad que envuelve su persona, como ha acontecido con los Valdés y Enzinas. Ni M'Crie, ni D. Adolfo de Castro, ni Usoz, ni el Dr. Boehmer parecen haberse fijado en él, aunque tiene artículo en la Biblioteca de Nicolás Antonio.

     «Pedro Núñez Vela (dice el rey de nuestra bibliografía), natural de Ávila, filósofo, apóstata de la verdadera Religión, publicó, siendo profesor de lengua griega en Lausana de los Helvecios:

     Dialectica, libri III.-De ratione interpretandi aliorum scripta, liber I-Poematum latinorum et graecorum, libri duo. Basileae, 1570, apud Petrum Pernam. Dedicado al Senado de Basilea. Volvió a imprimir la Dialéctica, más breve y corregida, en Ginebra, 1578, en 8.º»

     Hasta aquí el erudito sevillano. Yo puedo añadir algo, gracias a la buena amistad de mi docto amigo Alfredo Morel-Fatio. El cual me escribía en 19 de septiembre de 1877:

     «Los archivos de la Academia de Lausana no empiezan hasta 1640, porque todos los documentos anteriores a esta fecha fueron o destruidos o llevados a Berna cuando los berneses se apoderaron del país de Vaud. Pero existe en Lausana un Liber academicus, comúnmente llamado Libro negro, compilado en [871] 1679 por Jacobo Girard des Bergeries, rector a la sazón de la Academia. Como el baile (praefectus) era al mismo tiempo Academiae moderator atque patronus, los acontecimientos de la historia académica están distribuidos en esta obra por prefecturas. En la página 10 leemos:

     'Ioannes Frisching, praefectus Lausannensis huc venit anno 1548. Sub huius praefectura fit mentio Quintini Claudii philosophiae professoris. Item Eustachii de Quesnoy, etiam philosophiae professoris, Petri Kibbiti, hebraae (sic) linguae professoris, PETRI NUNII, ABULENSIS GRAECAE LINGUAE PROFESSORIS ET IACOBI VALERII, MINISTRI LAUSANNENSIS.'».

     «En 1549 hace constar el libro académico (1560) que 'fue elegido profesor de lengua griega Teodoro Beza' y no vuelve a hablarse de Núñez.»

     A estos datos, comunicados a Morel-Fatio por M. H. Vuilleumier, profesor en Lausana y secretario de la Academia, ha añadido mi buen amigo una curiosa noticia, tomada del biógrafo de Pedro Ramus, Juan Thomas Freigius. Este refiere que en 1570 estuvo Ramus en Lausana, que le agradó mucho por lo apacible de su clima y aún más por el buen acogimiento que le hicieron los profesores Marquardo, de filosofía; Hortino, de lengua hebrea; Núñez, de griego, a instancias de los cuales dio lecciones públicas de su nueva Dialéctica, con gran concurso y aprobación de muchos, especialmente de Núñez, que era de juicio más libre y anteponía la odiada Lógica de Ramus a todos los preceptos de Aristóteles (1561).

     Ramus, en una carta escrita desde Lausana en agosto de 1570, confirma la buena acogida de los profesores de Lausana, pero no habla especialmente de Núñez (1562).

     Las obras de éste no se hallan en la Biblioteca de Berna [872] ni en la de París, ni en ninguna de las que yo he recorrido. Tengo sospechas vehementísimas de que su Dialéctica ha de ser ramista, porque la publicación es posterior a sus relaciones con Ramus. ¡Quiera Dios que veamos pronto estos desconocidos libros!



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Capítulo VI

Protestantes españoles fuera de España. -El antitrinitarismo y el misticismo panteísta. -Miguel Servet. -Alfonso Lingurio.

I. Primeros años de Servet. Sus estudios y viajes a Francia, Alemania e Italia. Publicación del libro «De Trinitatis erroribus». Cómo fue recibido por los protestantes. Relaciones de Servet con Melanchton, Ecolampadio, Bucero, etc. -II. Servet, en París. Primeras relaciones con Calvino. Servet, corrector de imprenta en Lyón. Su primera edición de «Ptolomeo». Explica astrología en París. Sus descubrimientos y trabajos fisiológicos. La circulación de la sangre. Servet, médico en Charlieu y en Viena del Delfinado. Protección que le otorga el arzobispo Paulmier. Segunda edición de «Ptolomeo». Idem de la «Biblia» de Santes Pagnino. -III. Nuevas especulaciones teológicas de Servet. Su correspondencia con Calvino. El «Christianismi restitutio». Análisis de esta obra. -IV. Manejos de Calvino para delatar a Servet a los jueces eclesiásticos de Viena del Delfinado. Primer proceso de Servet. Huye de la prisión. -V. Llega Servet a Ginebra. Fases del segundo proceso. Sentencia y ejecución capital. -VI. Consideraciones finales. -VII. Alfonso Lingurio.



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- I -

Primeros años de Servet. -Sus estudios y viajes a Francia, Alemania e Italia. -Publicación del libro «De Trinitatis erroribus». -Cómo fue recibido por los protestantes. -Relaciones de Servet con Melanchton, Ecolampadio, Bucero, etc.

      Entre todos los heresiarcas españoles ninguno vence a Miguel Servet en audacia y originalidad de ideas, en lo ordenado y consecuente del sistema, en el vigor lógico y en la trascendencia ulterior de sus errores. Como carácter, ninguno, si se exceptúa quizá el de Juan de Valdés, atrae tanto la curiosidad, ya que no la simpatía; ninguno es tan rico, variado y espléndido como el del unitario aragonés. Teólogo reformista, predecesor de la moderna exégesis racionalista, filósofo panteísta, médico, descubridor de la circulación de la sangre, geógrafo, editor de Tolomeo, astrólogo perseguido por la Universidad de Paris, hebraizante y helenista, estudiante vagabundo, controversista incansable, a la vez que soñador místico, la historia de su vida y opiniones excede a la más complicada novela. Añádase a todo esto que su proceso de Ginebra y el asesinato jurídico con que [873] terminó han sido y son el cargo más tremendo contra la Reforma calvinista, y se comprenderá bien por qué abundan tanto las investigaciones y los libros acerca de tan singular personaje. Sin exageración puede decirse que forman una biblioteca. A las obras, ya atrasadas, de Allwoerden, Mosheim, D'Artigny y Trechsel; a la inestimable relación del proceso hecha por Rilliet de Candolle en 1844; al brillante aunque ligero juicio de Emilio Saisset, han sucedido en estos últimos años la gradable biografía de Servet escrita por el filósofo inglés Willis y nada menos que treinta monografías, entre grandes y pequeñas, del pastor de Magdeburgo, Enrique Tollin, quien, con un entusiasmo por su héroe que raya en fanatismo, un conocimiento perfecto del asunto y una terquedad inaudita, sin perdonar viajes, lecturas ni trabajos, ha consagrado veintiún años de su vida a rehabilitar la memoria del mártir español, como él le llama. Claro es que habiéndose escrito tanto y tan concienzudamente acerca de Servet, aunque nunca o casi nunca por católicos, este capítulo, en lo que toca a datos biográficos no presentará grandes novedades. Gracias si he acertado a condensar, prescindiendo de los hiperbólicos elogios, de los pormenores pueriles y enojosos y de las repeticiones sin cuento en que se complace Tollin, el resultado de las últimas investigaciones. Trabajo es éste que en España, donde esas obras son casi desconocidas, y apenas corren acerca de Servet más noticias que las vulgares, tendrá algo de nuevo y útil. En lo que toca al análisis de sus escritos y posición teológica, me guiaré por mi propio criterio y por lo que de la lectura atenta de las mismas obras servetianas, que más de una vez he extractado, puede deducirse, sin preocupación anterior ni ciega sumisión a lo que hayan especulado y dicho los alemanes (1563).

     Toda duda acerca de la patria de Servet debe desaparecer ante la declaración explícita que él hizo en su primer proceso, el de Viena del Delfinado. Allí se dice natural de Tudela, en [874] el reino de Navarra. Y aunque dos meses después, en el interrogatorio de Ginebra, afirma ser «aragonés, de Villanueva», esta aserción ha de entenderse no del lugar de su nacimiento, sino de la tierra de sus padres. Y, en efecto, la familia Serveto [875] o Servet, de la cual era el famoso jurisconsulto boloñés Andrés Serveto de Aviñón, y la familia Reves, segundo apellido de nuestro autor, radicaban en Villanueva de Sixena, por más que él naciera casualmente en Tudela; viniendo a ser, por tal modo, aragonés de origen y navarro de nacimiento. Natione Hispanus, aut, ut dicebat, Navarrus, se le llama en los registros de la Facultad de Medicina de París. Pero él, por cariño, sin duda, a la tierra de sus padres, gustaba de firmarse Michael Villanovanus, Michel de Villeneufve o bien Ab Aragonia Hispanus; y su discípulo Alfonso Lingurio le apellida, al modo clásico, Tarraconensis, que algunos, mal informados o dejándose llevar del sonsonete del apellido Servet, han traducido ligeramente por catalán.

     Miguel Serveto, como él se firma al frente de sus dos primeras obras, o Servet, como declara llamarse en el interrogatorio de Viena, hubo de nacer por los años de 1511, aunque esta fecha no se halle exenta de dudas y contradicciones. En el interrogatorio de Viena, de 5 de abril de 1553, dice que tenía en aquel entonces cuarenta y dos años, poco más o menos; en el de Ginebra, de 23 de agosto, confirma indirecta mente lo mismo al referir que, teniendo veinte años, publicó en Haguenau su libro de la Trinidad, impreso, como sabemos, en 1531. Pero en 28 de agosto se dice de edad de cuarenta y cuatro años, sin que se alcance el motivo de haberse quitado dos la primera vez o aumentádoselos la segunda.

     Sus abuelos, dirémoslo con palabras suyas en ocasión solemne, eran cristianos de antigua raza, que vivían noblemente (chrestiens d'ancienne race, vivans noblement). Su padre ejercía la profesión de notario en Villanueva de Sixena. No consta dónde ni cómo recibió la primera educación, y cuanto sobre esto han fantaseado Tollin y Willis no pasa de conjetura. Bástenos saber que aprendió en España el latín, el griego y el hebreo; que parece haber asistido algún tiempo a las escuelas de Zaragoza y que en 1528 fue enviado por su padre a Tolosa a aprender leyes. Allí, más que a la lectura de Justiniano, se dio a la de la Biblia, y como entonces empezaran a correr entre los estudiantes franceses los libros de la Reforma alemana, y especialmente los Loci communes, de Melanchton, Servet se contagió, como los restantes, de la doctrina del libre examen. Su fe católica vino a tierra; pero como su espíritu era osado e independiente, y él no había nacido soldado de fila, comenzó a interpretar las Escrituras por su cuenta, y ni fue ortodoxo, ni luterano, ni anabaptista, sino heresiarca sui generis, con aires de reformador y profeta (1564).

   Poco conocidas debían ser, no obstante, sus ideas, o quizá poco fijas y resueltas, cuando al poco tiempo le vemos acompañar, como secretario, al franciscano Fr. Juan de Quintana, [876] confesor de Carlos V. Viajó con él por Italia y Alemania; asistió a la coronación de Carlos V en Bolonia (noviembre de 1529) y a la Dieta de Augsburgo (junio de 1530); conoció a Melanchton y quizá a Lutero; fue extremando por días su radicalismo religioso, y acabó por dejar (¿antes del otoño del mismo año 30?) el servicio del confesor, tan poco en armonía con sus aficiones. Por entonces no estaba ni con los católicos ni con los protestantes: Nec cum istis, nec cum illis in omnibus consentio aut dissentio: omnes mihi videntur habere partem veritatis et partem erroris (1565).

     Pero, aunque se había refugiado en la protestante Basilea, bien pronto se alarmaron contra él los teólogos luteranos, y más al saber que preparaba un libro contra el misterio de la Trinidad. Antes había dogmatizado de palabra, y Ecolampadio (Juan Hausschein), cabeza de la iglesia de aquella ciudad, avisó a Zuinglio, a fines de aquel año, de habérsele presentado un español, llamado Servet, contagiado de la herejía de los arrianos y otros errores, el cual negaba que Cristo fuera real y verdaderamente hijo eterno de Dios. A lo cual respondió Zuinglio: «Ten cuidado, porque la falsa y perniciosa doctrina de ese español es capaz de minar los fundamentos de nuestra cristiana religión... Procura traerle con buenos argumentos a la verdad.» «Ya lo he hecho, replicó Ecolampadio; pero es tan altanero, orgulloso y disputador, que nada se puede conseguir de él.» «No se ha de sufrir tal peste en la Iglesia de Dios, contestó Zuinglio. Indigno es de respirar quien así blasfema» (1566). ¡Que tolerancia más evangélica la de estos amotinados contra Roma! [877]

     Entretanto, Servet había entregado su libro a Juan Secerius, impresor de Haguenau, en Alsacia, sin hacer caso de las exhortaciones de Ecolampadio, que le llamaba judaizante y trabajaba, siempre en vano, por detenerle en sus temeridades (1567). Parece que otro tanto hicieron los pastores de Estrasburgo, Bucero y Capitón, y aunque Servet no se rindió del todo a sus consejos, modificó con arreglo a ellos algún pasaje. Realmente salió de Estrasburgo menos descontento que de Basilea, y, con la generosa inexperiencia propia de la juventud, no tuvo reparo en poner en el frontis de su obra sus dos apellidos, y su patria. El impresor tuvo buen cuidado de no dejar ninguna señal por donde pudiera descubrirse el suyo. El rótulo decía a secas: De Trinitatis Erroribus, Libri Septem. Per Michaelem Serveto, alias Reves, Ab Aragonia, Hispanum 1531 (1568).

     Dilatando para más adelante nuestro juicio sobre los orígenes y desarrollo de la doctrina cristológica de Servet, conviene exponer brevemente su primera fase, contenida en este libro. Primera fase la llamo, no porque en lo esencial variara después, pues si se mostró descontento de las incorrecciones de estilo de este su primer libro, nunca abjuró ni desaprobé sus principios, sino porque en adelante les dio nuevo desarrollo, introduciendo sobre todo un poderoso elemento neoplatónico, que es menos visible, ya que no esté ausente del todo, en el De Trinitatis erroribus.

     Si la forma literaria no es en este primer ensayo de Miguel Servet muy latina ni muy ciceroniana, es, a lo menos, sencilla y clara, y la enérgica personalidad del autor infunde a veces a su incorrecto lenguaje desusado brío. Mayor defecto es el absoluto desorden con que las materias se tratan, aunque en el pensamiento del autor estuvieran bien trabadas. Por lo demás, el objeto principal del libro salta a la vista y no requiere largas explicaciones; todos sus biógrafos y críticos han reconocido que [878] Servet se fija exclusivamente en el Cristo histórico, lo cual quiere decir, en términos más llanos, que se propuso atacar la divinidad de Cristo, siendo su obra la primera, entre las de teólogos modernos, que descaradamente llevara este objeto. En vano Tollin, que es, en realidad, tan poco trinitario como Servet, quiere disimular esta consecuencia. No basta que Servet llegue a decir en el mismo libro que vamos analizando: Cavillationibus reiectis, syncero pectore verum Christum et eum totum divinitate plenum agnoscimus (1569), pues vamos a ver bien claro lo que significa en fa teoría de Servet el estar lleno de la divinidad y qué es lo que entiende por cavilaciones o, como en otras partes dice, nugae, mathematica delusio, horribilis... blasphemia.

     La Biblia es para Miguel Servet la única regla de creencia, la llave de todo conocimiento, y en la Biblia está todo saber y filosofía, no ha de usarse ninguna palabra que no se lea en las Escrituras; todo lo que no se encuentre allí le parece ficción, vanidad y mentira (1570). Tal era la consecuencia lógica de la Reforma; y conculcado el principio de autoridad, ¿cómo había de respetar la de Lutero, Zuinglio o Ecolampadio el que había roto con la de la Iglesia universal? ¿Ni cómo había de quedar ileso el sistema cristológico, cuando los luteranos se habían encarnizado tanto con el antropológico? Si les parecía lícito negar el libre albedrío y el poder de las obras, ¿con qué derecho perseguían como impío y blasfemo al que, más audaz consecuente que ellos, quería penetrar en las entrañas del dogma? Providencialmente estaba ordenado que el hacha de la Reforma viniesen a ser los unitarios, y la evolución lógica que había comenzado con Juan de Valdés siguió su curso con Servet y los socinianos.

     El fundamento de la salvación de la Iglesia no es para Servet, como era para los luteranos, creer en la justificación por el beneficio de Cristo, sino creer con firmeza que Jesucristo es Hijo de Dios y salvador nuestro (1571). De este Hijo de Dios se presenta él nada menos que como abogado (pro quo dico), rasgo que a Tollin le parece de sublime sencillez; y anuncia que será tan claro que hasta las viejas y los barberos (vetulae... tonsores) podrán entender sus teologías. Lo que más inculca a cada paso es el daño que resulta de ascender a la contemplación del Verbo sin especular antes sobre la humanidad de nuestro Redentor (1572).

     Expone prolijamente, y con alarde de erudición hebraica, el [879] significado de los dos nombres Jesús y Cristo. Reúne los testimonios de la Escritura que llaman a Jesús Hijo de Dios, entendiéndolo él en sentido de natural y no de adoptivo, al revés de los nestorianos y adopcionistas. Lo que de ninguna suerte puede comprender es la distinción de las dos naturalezas (1573). Es verdad que habla de la divinidad de Cristo y la defiende, pero en términos que no dejan lugar a duda sobre su verdadero pensamiento. «Cristo, dice, según la carne, es hombre, y por el espíritu es Dios, porque lo que nace del espíritu es espíritu, y el espíritu es Dios... Dios estaba en Cristo de un modo singular... El no era Dios por naturaleza, sino por gracia..., porque Dios puede levantar a un hombre sobre toda sublimidad y colocarle a su diestra... Se le aplica el nombre de Elohim porque el Padre le ha concedido el reino y toda potestad, y es nuestro juez y nuestro monarca... El nombre de Jehová conviene sólo al Padre. Los demás nombres de la divinidad pueden, por excelencia, aplicarse a Cristo, porque Dios puede comunicar a un hombre la plenitud de su divinidad» (1574). Así entiende la divinidad de Cristo; y si por una parte rechaza la herejía de los arrianos, que fingieron una criatura más excelente que el hombre, como incapaces de comprender la gloria de Cristo, por otra se muestra acérrimo enemigo de la communicatio idiomatum, so pretexto de que la naturaleza humana no puede comunicar sus predicados a Dios (1575). La clave de todo está en los pasajes siguientes - «Cristo, en el espíritu de Dios, precedió a todos los tiempos... En él relucía la morphe (forma) o especie de la divinidad, y por eso obraba tantas maravillas» (1576). Esta forma o especie de la divinidad verémosla trocada, en el Christianismi restitutio, en idea platónica, hasta convertir el sistema de Servet en una especie de [880] panteísmo, o más bien pancristianismo, como le ha llamado Dardier. Pero de este sistema, en que Cristo viene a ser el alma del mundo, hay pocas huellas todavía en la primera obra, donde el elemento teológico sobrepuja, con mucho, el metafísico.

     Servet entiende la doctrina del Espíritu Santo poco más o menos como Juan de Valdés: «Todos los movimientos del ánimo (dice) que conciernen a la religión cristiana se llaman sagrados y obra del Espíritu Santo (1577), el cual es la agitación, energía o inspiración de la virtud de Dios.»

     Servet, pues, es clara y sencillamente unitario, por más que diga que el Hijo es con el Padre una virtud, deidad y potestad y una naturaleza; las divinas personas no son para él hipóstasis, sino formas varias de la divinidad: facies, multiformes Deitatis aspectus. ¿Qué importa que use a veces modos de decir cristianos, cuando a renglón seguido afirma con más crudeza que ningún sociniano que el Padre es la sola sustancia y el solo Dios, del cual todos estos grados y personas descienden (1578), y confunde el Espíritu Santo con el espíritu humano justificado (1579), y otras veces con el ejemplar de Dios o con la idea que éste tiene en su mente de todas las cosas? (1580).

     Tollin, que es un erudito de los que sienten crecer la yerba y de los que a fuerza de estudiar a un autor llegan a encariñarse con él y a descubrir en sus obras secretos y maravillas ocultas a los legos, distingue nada menos que tres fases en esta primera exposición que de sus ideas hizo Servet. Y como la obra de éste tiene siete libros y no sólo lectores profanos, como el médico Willis, que, enojado con tanta y tan enmarañada teología, dice que lo mismo se puede comenzar por el último que por el primero, sino doctos teólogos que, como Mosheim, han censurado en ella una falta absoluta de plan y método, Tollin (1581) sale a la defensa de su autor adorado con esta teoría de las subfases. Ve la primera en el primer libro, compuesto, si hemos de creer al entusiasta biógrafo, cuando aún era Servet estudiante [881] en Tolosa. Llama segunda fase a los libros II, III y IV, que supone escritos en Basilea después de haber oído a Ecolampadio (1582), quien, con sus objeciones, le hizo fijar la atención en el primer capítulo del Evangelio de San Juan y en el comienzo de la Epístola de los Hebreos y meditar sobre la preexistencia del Hijo. Pero tan lejos estuvo de acercarse al sentido ortodoxo, que ni siquiera entendió el logos a la manera neoplatónica, sino en la significación materialísima y ruda de oráculo, voz o palabra de Dios, pareciéndole temerario convertir la palabra en Hijo (1583). Veremos más adelante cuánto hubo de modificar esta opinión suya corriendo el tiempo; pero no será inútil advertir que aun en este mismo libro, con la inconsistencia que acompaña al error, admite el Cristo preexistente como prototipo o figura del mundo (1584). Por lo demás, tan antitrinitaria es la doctrina de estes tres libros como la del primero: Servet torna a advertir en ellos que sólo en un sentido místico y espiritual llama a Cristo Dios (1585), y a su cuerpo, peculiar tabernáculo de la Divinidad, y que el Espíritu Santo es para él el soplo de vida que se aspira y respira en la materia, el enérgico y vivífico aliento que lo anima todo intra et extra (1586). El viento, el fuego, los ángeles o nuncios son diversas manifestaciones del mismo espíritu (1587), pero sobre todo el alma humana (1588). Y aquí empieza a iniciarse lo que se ha llamado el panteísmo de Servet, consecuencia lógica de todo sistema antitrinitario, ya que afirma sin rebozo no sólo que «hay en nuestro espíritu una eficaz y latente energía, un celeste y divino sentido», lo cual, hasta cierto punto, es exacto y conviene con el Signatum est super nos, sino que «el mismo Dios es nuestro espíritu» (1589) y que «ninguna cosa se llama por su naturaleza espíritu, sino en cuanto es moción espiritual» (1590).

     Tercera fase llama Tollin a los libros V, VI y VII, en que ve cierta influencia de las especulaciones hebraicas de Capiton y yo veo sólo un trabalengua sobre los nombres Jehovah y Elohim. «Elohim era en su persona hombre, y en su naturaleza, Dios... Cristo era Elohim, fuente de esencia, del cual todas las cosas del mundo emanaron... El Padre era Jehovah esenciante o que daba [882] la esencia a Elohim... La monarquía de Jehovah llegó a nosotros por la economía de Elohim» (1591). Todo lo cual se resuelve en una especie de emanatismo semimaterialista, «porque de Dios fluyen los rayos esenciales y los radiantes ángeles... Del pecho del Padre salen los vientos, de su cabeza los múltiples rayos de la divinidad, y todo es de la esencia de Dios, y no hay en el mundo más que lo que Dios con su carácter hace subsistir, y Dios es la esencia de todas las cosas» (1592). ¡Y todavía quieren hacernos creer Tollin (1593) y Dardier que Servet no es panteísta, sólo porque admite, contra toda consecuencia lógica, un Dios personal; como si, por otra parte, no declarara que este Dios es la esencia universal y esenciante!

     «Cristo (prosigue diciendo) era la efigie, la escultura, la forma del mismo Dios; era algo más que imagen, aunque falten palabras para expresarlo; era la virtud, la disposición y la economía de Dios obrando sobre el mundo» (1594).

     Todo esto no obsta para que rechace el vocablo emanación como de sabor demasiado filosófico (1595) y torne a envolverse en las caliginosidades del hebraísmo, pasando sin cesar del sentido real al figurado y de las palabras a las cosas y tomando las sutilezas gramaticales por razones teológicas de peso.

     Esta ruda mole de pedanterías rabínicas a medio digerir, sofismas de escolar levantisco, atrevimientos filosóficos, en medio del desprecio que a cada paso manifiesta por la filosofía, piadosas y fervientes oraciones, está salpimentada con todas aquellas amenidades de estilo que en sus brutales polémicas usaban entonces los teólogos protestantes y aun muchos que no lo eran, desde llamar a sus adversarios asnos, hasta blasfemar de la Trinidad, diciéndole cerebro de tres cabezas, visión papista y quimera mitológica. Imagínese qué efecto produciría semejante aborto, lo mismo en el campo católico que en el protestante. Cuando el venerable confesor de Carlos V, el P. Quintana, tropezó con un ejemplar de aquella impía producción de su antiguo secretario la calificó de pestilentissimum illum librum.

     Mucho mayor fue la saña de los reformados. Bucero, que pasaba por tolerante, dijo desde el púlpito de Estrasburgo que [883] «Servet merecía que le arrancasen las entrañas» (1596) y escribió contra él una refutación, aunque no llegó a publicarla (1597). Pero Melanchton, reconociendo en Servet muchos signos de espíritu fanático, le leyó con todo eso muy despacio (Servetum multum lego), y aun injirió bastantes cosas de su obra en las últimas ediciones de sus Lugares comunes. Los magistrados de Basilea prohibieron la circulación de la obra y querían perseguir al autor, pero Ecolampadio se opuso (Ep. Zuinglii et Oecolampadii, Basileae 1592).

     No fue parte la indignación de los teólogos para que Servet retractase en nada sus herejías; pero pareciéndole imperfecta y obra de un niño escrita para niños la suya primera (1598), publicó al año siguiente de 1532, en la misma ciudad alsaciana de Haguenau, dos diálogos sobre la Trinidad, seguidos de un apéndice que en cuatro capítulos trata De iustitia regni Christi et de charitate. Dardier ha resumido hábilmente el contenido de este libro: «Este nuevo desarrollo de la doctrina de Servet fue provocado por las objeciones de Bucero contra los siete libros De Trinitatis erroribus. No puede haber filiación de los cristianos con Dios sin una participación de naturaleza con Cristo: he aquí su principio. Comparar el Génesis (c.1) con el capítulo 1 de San Juan: he aquí su método. Elohim, Logos y Phos son idénticos: he aquí su resultado... En el primer diálogo afirma la preexistencia de todos los hijos de Dios en Dios... En el segundo habla de la vida en Cristo.» Yo debo entrar en más pormenores, advirtiendo ante todo, con Tollin y Dardier, que la cuestión de la Trinidad ocupa poco espacio en esta segunda obra, que es más bien un tratado de cristología (1599).

     «Yo (dice Servet) no podría llamarme hijo de Dios si no tuviera participación natural con el que es su verdadero hijo, de cuya filiación depende la nuestra, como de la cabeza los [884] miembros. Si llamé al Verbo sombra de Cristo fue por no encontrar otra palabra con que expresar este misterio; pero no quise decir por eso que el Verbo sea una sombra que pasa y no permanece; antes creo que es ahora sustancia del cuerpo de Cristo, la misma que fue antes sustancia del Verbo, en la cual la luz de Dios alumbró y prefiguró al Verbo» (1600).

     Comienza luego a explicar aquellas palabras In principio creavit Elohim, considerando la creación como una manifestación o desarrollo de la esencia divina. «Entonces dijo Dios: Fiat. Y creó por medio de su Verbo: he aquí el Logos, el Elohim, el Cristo. Cuando Dios habla, pasa a una modificación que antes no tenía...: se manifiesta. Al decir: Sea la luz, sale El a luz de las ignotas tinieblas de los eones y se hace perceptible. Esto es lo que llama Juan Logos y Moisés Elohim, y esto era Cristo en Dios, y Dios era aquella palabra, y Dios era aquella luz. La cual, prefigurada por los ángeles, se mantuvo oculta, hasta que apareció y resplandeció en la faz de Cristo. Y si Dios se ha manifestado y revelado en la carne, necesario es que viendo aquella carne veamos a Dios. Antes de la creación, Dios no era la luz, porque la luz no es luz si no luce. Después de la creación lucía en medio de las tinieblas, en medio de la caliginosidad del mundo; pero los hombres no podíamos resistir sus resplandores ni mirarla cara a cara hasta que fue suscitado nuestro profeta Cristo: Lux vera illuminans omnem hominem venientem in hunc mundum» (1601)

     A esta elocuentísima efusión sigue un comentario sobre el texto Spiritus Dei ferebatur super aquas: «Dios, con su Verbo, creó el mundo, y le comunicó su espíritu, y le comunica a nosotros internamente. En otro tiempo no era Dios adorado en verdad, sino en sombra, en templos de madera, en tabernáculos de mármol. Ahora el templo de Dios es el mismo Cristo, a quien vemos con internos ojos y hemos de venerar con espiritual adoración.» (1602)

     De tales alturas se despeña Servet para decir que en el hombre está la plenitud de toda divinidad; que en el cuerpo de Cristo se concilia, concurre, recapitula y resuelve todo: Dios y el hombre, el cielo y la tierra, la circuncisión y el prepucio, y que el cuerpo mismo es divino y de la sustancia de la deidad, [885] y que descendió del cielo (1603). ¡Cuánto delirio! ¿Y éstos son los que rechazan por imposible la unión hipostática del Verbo?

     Nada más enmarañado que la manera como pretende Servet explicar en el segundo diálogo la Encarnación. Sospecho que ni él mismo llegó a entenderse. Unas veces dice que «la carne de Cristo fue educida o sacada de la sustancia divina» (1604), y otras, que «no había más sustancia de Dios sino el Verbo, que era esencia esenciante y causa de todos los seres» (1605). Rechaza el término naturaleza, por parecerle ofensivo de la majestad de Dios, y afirma: una sola cosa, una hipóstasis, una sustancia, un plasma, una celeste semilla plantada en la tierra (1606); por donde Cristo viene a ser «no una criatura, sino partícipe de todas las criaturas» (1607). Si esto no es emanatismo y pancristianismo y, por decirlo todo de una vez, panteísmo, venga Dios y véalo, por más que Tollin se empeñe en que los que tal dicen leen a Servet con ojos distraídos y no alcanzan toda la trascendencia de su sistema. Lo que hay es que el panteísmo servetiano no es de dentro afuera, como los modernos sistemas alemanes, sino de fuera adentro; es un exopanteísmo, como Willis ha dicho. Añádase a esto que nos las habemos con un escritor oscurísimo y caprichoso, a quien es muy difícil seguir en los tortuosos giros de su pensamiento, sobre todo porque da en distintas ocasiones distinto valor a las palabras. Así dice del Espíritu Santo que «no era persona en la ley antigua, como lo es ahora», entendiendo unas veces la palabra persona en el sentido de manifestación o apariencia sensible, y otras, en el de hipóstasis o sustancia divina (1608).

     Tratado memorable llama Dardier a los cuatro capítulos De la justificación, Del reino de Cristo, De la comparación entre la ley y el Evangelio y De la caridad, en que Servet reúne y comenta los lugares de San Pablo, especialmente en la Epístola a [886] los Romanos, en que Melanchton y los suyos fundaban su doctrina de la fe sin las obras. Y memorable es, sobre todo, porque el buen sentido de Servet se rebela contra las horribles consecuencias morales de la justificación luterana, y defiende el libre albedrío, y aboga por la eficacia de las obras, resumiendo su doctrina en estas enérgicas frases:

     «La fe es la puerta; la caridad, la perfección. Ni la fe sin la caridad ni la caridad sin la fe.» (1609) Para él las obras que el Apóstol condena son los resabios de judaísmo. Y aunque se ladea de parte de los reformistas en tener por pestilentísimos los decretos del Papa, las ceremonias y los votos monásticos, también se lamenta de la falta de libertad dentro del protestantismo, hasta exclamar: Perdat Dominus omnes Ecclesiae tyrannos.

     Al romper de tal manera con el estrecho luteranismo de las primeras ediciones de los Loci communes y herir en el corazón la fanática y atribuladora doctrina del fraile de Witemberg, produjo Miguel Servet una impresión muy honda en el ánimo del mismo Melanchton, que poco a poco fue modificando sus opiniones, como todos sus biógrafos han notado, aunque sin atinar con la verdadera causa, descubierta por Tollin (1610).

     Después de la publicación de tales libros, claro es que Servet no podía vivir tranquilo entre los protestantes de Alemania y Suiza. Aparte de esto, ignoraba del todo el alemán y era muy pobre. Determinó, pues, entrar en Francia, donde era desconocido; suspender por algún tiempo sus lucubraciones teológicas y buscar otro modus vivendi. Para mayor seguridad ocultó su nombre, tomó el de la villa aragonesa, patria de su padre, y en cerca de veintiún años no volvió a oírse hablar del hereje Miguel Servet, sino del estudiante, astrólogo y médico Michel de Villeneuve: Michael Villanovanus.



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- II -

Servet en París. -Primeras relaciones con Calvino. Servet, corrector de imprenta en Lyón. -Su primera edición de «Tolomeo». -Explica Astrología en París. -Sus descubrimientos y trabajos fisiológicos. -La circulación de la sangre. -Servet, médico en Charlieu y en Viena del Delfinado. -Protección que le otorga el arzobispo Paulmier. -Segunda edición del «Tolomeo». -Idem de la «Biblia» de Santes Pagnino.

     Ya tenemos a Servet lanzado en medio del tumulto de la Universidad parisiense. Pronto se dio a conocer por lo inquieto y errabundo de su condición, ávida de grandes cosas, como él [887] dejó escrito de sus paisanos: Inquietus est et magna moliens Hispanorum animus, y por su afición a la disputa. Allí se encontró en 1534 (1611) con el hombre fatal que desde entonces anduvo unido como negra sombra a su mala fortuna. Era éste Juan Calvino, de Noyon, antítesis perfecta de Servet, corazón duro, envidioso y mezquino; entendimiento estrecho, pero claro y preciso; organizador rigorista, inflexible y sin entrañas; nacido para la tiranía al modo espartano; escritor correcto, pero seco, sin elocuencia y sin jugo; alma de hielo, esclava de una mala y tortuosa dialéctica; sin un sentimiento generoso, sin una chispa de entusiasmo artístico; alma cerrada a todas las fruiciones de lo bello. El, con su Reforma, esparció sobre Ginebra una lóbrega tristeza que ni los vientos de Italia, ni la voz de Sadoleto, ni la de San Francisco de Sales lograron ahuyentar de las hermosas orillas del lago Leman hasta nuestros días.

     ¡Cómo había de entenderse tal hombre con Miguel Servet, espíritu franco y abierto, especie de caballero andante de la teología! Llevado de su afán de proselitismo, quiso convencerle y disputar con él, como lo había hecho con Ecolampadio, Bucero y otros, ganoso siempre de atraer prosélitos de valía a lo que él llamaba el restaurado cristianismo. Convinieron en el día, hora y sitio (una casa de la calle de San Antonio) en el que el desafío teológico debía verificarse; pero, llegado el plazo, Calvino solo asistió, no sin peligro de la vida, según él dice (1612), sin que podamos sospechar la causa de no haber concurrido Servet, que hartas pruebas dio en adelante de no conocer el miedo y de tener en poco la lógica de su adversario. Por mucho que aventurara Calvino, al cabo se presentaba como defensor de un dogma universalmente admitido por católicos y protestantes, mientras que sobre Servet hubiera caído todo el rigor de las leyes penales de Francisco I contra los herejes (1613).

     Falto Servet de todo recurso pecuniario, tuvo que buscar una tarea análoga a sus aficiones, y, como otros muchos sabios del siglo XVI, se hizo corrector de imprenta, oficio que exigía un profundo conocimiento de las lenguas sabias y mucho más literatura que al presente; como que el mismo Erasmo fue corrector en casa de Aldo Manucio. Los hermanos Trechsel, de Lyón, asalariaron a Servet, que por entonces, se daba con todo ahínco al estudio de la geografía y de las matemáticas, y le encargaron de preparar una nueva edición de Tolomeo mucho más correcta que las anteriores. [888]

     Servet hizo un trabajo admirable para su tiempo. Obra maestra de tipografía y erudición la llama Dardier, y Tollin ha honrado por ella a nuestro aragonés con el bien merecido título de padre de la geografía comparada (1614). La antigua versión latina de Tolomeo, hecha por Bilibaldo Pirckeimer, abundaba en toda suerte de errores geográficos y de sentido, que Servet remedió en gran parte colacionando las antiguas ediciones y algunos manuscritos griegos. Y no satisfecho con esto, enmendó muchos grados de longitud y latitud y añadió al texto numerosos escollos, donde, haciendo alarde de su inmensa lectura en los antiguos historiadores y poetas y del conocimiento que tenía de diversas lenguas, puso las correspondencias de los nombres antiguos de regiones, montañas, ríos y ciudades con los modernos, en francés, italiano, alemán y castellano, etc. A todo lo cual añadió breves, pero generalmente exactas descripciones de la parte física de cada país y de las costumbres y tenor de vida de sus habitantes, contribuyendo mucho a divulgar las noticias que sobre la India occidental contenían los libros de Pedro Mártir de Anglería, Simón Grineo, Sebastián Munster, etc. El texto está prolijamente adornado con grabados en madera e ilustrado con cincuenta mapas. Libro ciertamente raro, curioso y apetecible (1615), por más que Servet exagerara su trabajo de corrección hasta decir que se contaban por miles los lugares enmendados y por más que haga en uno de sus escolios tan triste retrato de los españoles, por aquello de que no hay peor cuña que la de la misma madera. Después de decir que la tierra es árida y trabajada por sequías, afirma de los habitantes «que son de buena disposición para las ciencias, pero que estudian poco y mal y cuando son semidoctos se creen ya doctísimos, por lo cual es mucho más fácil encontrar un español sabio fuera de su tierra que en España. Forman [889] grandes proyectos, pero no los realizan, y en la conversación se deleitan en sutilezas y sofisterías. Tienen poco gusto por las letras, imprimen pocos libros y suelen valerse de los que les vienen de Francia. El pueblo tiene muchas costumbres bárbaras, heredadas de los moros. Las mujeres se pintan la cara con albayalde y minio y no beben vino. Es gente muy templada y sobria la española, pero la más supersticiosa de la tierra. Son muy valientes en el campo, sufridores de trabajos, y por sus viajes y descubrimientos han extendido su nombre por toda la superficie de la tierra».

     Negro debía de ser el humor del Vilanovano cuando trazó esta satírica pintura, que, repetida por Munster, dio ocasión a una briosa protesta del portugués Damián de Goes (1616).

     Pero aún más curiosa que esta anotación es la que se refiere a la fertilidad de la Tierra Santa, y qué fue uno de los cargos que le hizo Calvino en el proceso, achacándole no sólo el haber contradicho a las palabras de Moisés, sino haberle llamado vanus ille praeco Iudeae. Pero la verdad es que semejantes palabras no se encuentran en el Tolomeo, aunque sí las de injuria o jactancia pura, aplicadas a la común opinión acerca de Palestina. Servet respondió que no había entendido referirse a Moisés, sino a los que han escrito en nuestro siglo (1617).

     El Tolomeo se vendió bien, a pesar de su crecido precio, y la fama de Servet como hombre de ciencia fue aumentando. Por entonces hizo amistad con un médico de Lyón llamado Sinforiano Champier (Campeggius), hombre de mejor deseo, erudición y laboriosidad que entendimiento, autor y editor de innumerables obras, botánico y astrólogo y furibundo galenista. Servet fue su discípulo (1618), corrector de pruebas y hasta amanuense; le ayudó en la publicación del Pentapharmacum Gallicum (1534), del Hortus Gallicus y de la Cribatio medicamentorum o Medulla Philosophiae; recibió de él las primeras lecciones de medicina y aprendió su teoría de los tres espíritus, vital, animal y natural, que luego le sirvió de base para un maravilloso descubrimiento (1619). Y tanto cariño y gratitud conservó siempre a su maestro, que cuando Leonardo Fuchs, profesor de Medicina de Heidelberg, le atacó por sus manías astrológicas aplicadas a la medicina, y expuestas principalmente en el Prognosticon perpetuum astrologorum, medicorum et prophetarum, Servet salió a su defensa [890] con una Brevissima Apologia pro Symphoriano Campeggio, impresa en 1536; opúsculo de tan estupenda rareza, que Mosheim llegó a tenerle por un mito. Tollin es, según parece, el único mortal que ha conseguido leerle, y él nos tiene ofrecido publicarle íntegro o en extracto.

     Lleno de entusiasmo por la medicina, pasó Servet a continuar sus estudios a la escuela de París en 1536, ingresando primero en el colegio de Calvi y luego en el de los Lombardos. Tuvo por maestros a Jacobo Silvio (Du Bois), de Amiéns; a Juan Fernel, de Clermont, y al famoso anatómico Juan Günther (Winterus), de Andernach; y por condiscípulo y amigo, nada menos que a Andrés Vesalio, el padre de la anatomía moderna (1620), con quien hizo muchas disecciones, preparando los dos, como ayudantes, la lección de Winter. Así lo refiere éste en sus Instituciones anatómicas: «En esto tuve por auxiliares a Andrés Vesalio, joven (¡por vida de Hércules!) muy diligente en la anatomía, y después a Miguel Vilanovano, varón en todo género de letras eminente y a ninguno inferior en la doctrina de Galeno. Con la ayuda de éstos examiné en muchos cuerpos humanos las partes interiores y exteriores, los músculos, venas, arterias y nervios y se los mostré a los estudiosos.» (1621)

     En París tomó los grados de maestro en artes y doctor en medicina, aunque su nombre no consta en los registros de la Facultad, y comenzó a ejercer su profesión con mucho crédito. Pero fuese por la influencia de Champier en sus primeros estudios o más bien por su natural inclinación a todo lo extraordinario y maravilloso, es lo cierto que se dio con nuevo fervor a los estudios astrológicos y comenzó a leer matemáticas, es decir, a dar un curso de astrología en el colegio de los Lombardos. La concurrencia era grande, y entre sus discípulos estaba Pedro Paulmier, el que pocos años después fue promovido a la silla arzobispal de Viena del Delfinado y con él otros eclesiásticos notables y señores de la corte y personas de viso. Pero como hubiera dicho en la clase que «eran ignorantes los médicos que no estudiaban astrología», no lo llevaron a bien los de París y acusaron a Servet «como sospechoso de mala doctrina», primero ante el inquisidor y luego ante el Parlamento de París. Otro de los cargos era haber publicado una Apologetica disceptatio pro astrologia (1622), en que anunciaba un próximo eclipse de Marte por la Luna y con él grandes catástrofes, pestes, guerras y persecuciones contra la Iglesia. Su abogado le defendió bien, alegando que Servet no había dicho una palabra de astrología judiciaria, sino sólo de la que concierne a las causas naturales, [891] subordinadas siempre a la voluntad de Dios, como lo indicaba la frase quod Deus avertat. El Parlamento sentenció, en 18 de marzo de 1538 (1623) que «podía continuar Miguel de Villanueva haciendo profesión de astrología en lo que pertenece a la influencia general de los cuerpos celestes, a las mudanzas del tiempo y a otras cosas naturales, pero sin tocar en los particulares influjos de los astros». Y condenándole a entregar todos los ejemplares de la Apología, no sin amonestarle «que guarde reverencia y sea obediente a sus maestros y preceptores, como debe un buen discípulo», encarga al mismo tiempo «a la dicha Facultad y a los doctores en ella que traten dulce y amigablemente al dicho Villanovano, como los padres a sus hijos».

     Y la verdad es que el médico español merecía respeto, pues el año de 1537 había divulgado un excelente tratado de terapéutica con el rótulo de Syruporum universa ratio (1624) que logré en once años cinco ediciones. Libro es éste, en su fondo, galenista, aunque sin sumisión servil, y en el cual se impugna con acritud la medicina de los árabes, especialmente el Colliget, de Averroes. Bajo el nombre de Syrupi entiende todas las decocciones o infusiones dulces llamadas vulgarmente tisanas. Sostiene que la digestión (concoctio) es única y no múltiple; que las enfermedades son perversión de las funciones naturales y no introducción de elementos nuevos en el cuerpo, y que el líquido llamado por Hipócrates , o sea el quilo, se engendra en las venas del mesenterio; todo lo cual, según el Dr. Willis, constituye un notable progreso sobre la ciencia de su tiempo.

     Pero el gran descubrimiento fisiológico de Servet, el de la pequeña circulación o circulación pulmonar, no aparece todavía en este libro, sino en el Christianismi restitutio, impreso en 1553, aunque conviene hablar aquí de esa debatida cuestión para terminar todo lo referente a la medicina de nuestro autor.

     Que conoció y, con más o menos exactitud, describió la pequeña circulación, nadie lo duda (1625). Y, en efecto, sus palabras son terminantes. Hállanse donde menos pudiera esperarse: al tratar del Espíritu Santo con ocasión de exponer la acción de éste sobre la naturaleza humana. Y como comprendía la grandeza de su descubrimiento, anuncia que «va a explicar los principios de las cosas, ocultos antes a los mayores filósofos».

     «Los espíritus (continúa) no son tres, sino dos distintos. El espíritu vital es el que por anastomosis se comunica de las arterias [892] a las venas, en las cuales se llama espíritu natural... El segundo es el espíritu animal, verdadero rayo de luz cuyo asiento es en el cerebro y en los nervios... El espíritu vital, o llamémosle sangre arterial, tiene su origen en el ventrículo izquierdo del corazón ayudando mucho los pulmones para su generación. Es un espíritu tenue, elaborado por la fuerza del calor, de color rojo claro, de potencia ígnea, a modo de un vapor lúcido formado de lo más puro de la sangre y que contiene en sí la sustancia del agua, aire y fuego. Se engendra de la mezcla, hecha en los pulmones, del aire inspirado con la sangre sutil elaborada, que el ventrículo derecho del corazón comunica al izquierdo. Y la comunicación no se hace por la pared media del corazón, como se cree vulgarmente, sino con grande artificio, por el ventrículo derecho del corazón, cuando la sangre sutil es agitada en largo circuito por los pulmones. Ellos le preparan, en ellos toma su color, y de la vena arteriosa pasa a la arteria venosa, en la cual se mezcla con el aire inspirado, y por la espiración se purga de toda impureza... Que así se verifica este fenómeno lo prueba la varia conjunción y la comunicación de la vena arteriosa con la arteria venosa en los pulmones» (1626). Y aun aduce otras pruebas: el ser tan gruesa la vena arteriosa, el estar cerradas en el feto las válvulas del corazón hasta el punto y hora del nacimiento, etc. Y continúa: «Así, pues, la mezcla se hace en los pulmones, y ellos, y no el corazón, dan a la sangre su color. En el ventrículo izquierdo del corazón no hay lugar capaz para tanta y tan copiosa elaboración. Y en cuanto a la pared media del corazón, como carece de vasos, no es apta para esa comunicación y elaboración, aunque algo puede resudar. De la misma suerte que en el hígado se hace la transfusión de la vena porta a la vena cava, en cuanto a la sangre, se hace en el pulmón la transfusión de la vena arteriosa a la arteria venosa en cuanto al espíritu, o sangre arterial, que desde el izquierdo ventrículo del corazón se derrama a las arterias de todo el cuerpo» (1627).

     Fuera de los errores de detalle y del tecnicismo anticuado, no hay duda que Miguel Servet abrió el camino a la gran síntesis [893] de Guillermo Harvey. Así se ha reconocido desde los tiempos de Leibnitz, Guillermo Woton (Reflections upon Learning Ancient and Modern, 1694) y James Douglas (Bibliographiae anatomicae specimen, 1715), hasta los de Flourens y Willis, y pasaba entre los fisiólogos por cosa inconcusa, hasta que recientemente el Dr. Chéreau, bibliotecario de la Facultad de Medicina de París, ha puesto en tela de juicio no el descubrimiento mismo, sino la prioridad, empeñándose él en atribuirla al italiano Realdo Colombo, que publicó en 1559 su obra De re anatomica. Esta opinión ha sido victoriosamente refutada por Dardier, y no hay para qué rehacer su trabajo. Basta apuntar sencillamente las conclusiones:

     1.ª Chéreau confiesa que Servet es el primer autor conocido que haya descrito con exactitud casi completa la circulación pulmonar, ya que su obra se imprimió en 1553 y la de Colombo seis años después. Vesalio la ignoró del todo. A Colombo siguieron otros italianos, como Cesalpino, Ruini, Sarpi, Rudio y nuestro insigne español Valverde, que, aunque discípulo de Colombo, se le adelantó en divulgar por escrito (en 1556) el descubrimiento.

     Para invalidar la fuerza de estos datos, ha supuesto Chéreau, fiado en una noticia de Morejón, el historiador de nuestra medicina, que Servet había estudiado esta ciencia en Italia y recibido el grado de doctor en Padua, donde pudo oír las explicaciones de Colombo.

     2.ª Pero todo esto descansa en un supuesto falso, puesto que Servet no hizo más que un viaje de algunos meses a Italia en 1529, cuando era paje del confesor Quintana y no pensaba en estudios de medicina, a los cuales no se dedicó sino muchos años después, cuando conoció en Lyón a Champier. Además, ¿cómo hubiera podido en 1529 oír a Colombo, que no empezó a explicar hasta el año 1540? A mayor abundamiento, puede decirse que en ningún registro de la Universidad de Padua suena el nombre de Servet. Y aunque consta por el proceso de 1537, ya citado, que Servet tenía relaciones en París con algunos italianos, tampoco podían ser éstos discípulos de Colombo, porque Colombo no enseñaba todavía.

     3.ª Dice Chéreau que Colombo tenía escrito su libro mucho antes de 1555. Pero las palabras textuales en la dedicatoria a Paulo IV son no que le tenía escrito, sino que le tenía comenzado, lo cual es muy distinto tratándose de una obra fundamental y de largo trabajo, como los quince libros De re anatomica: quos abhinc multos annos inchoaveram.

     4.ª No sólo es posible, sino muy probable, que mientras trabajaba en él, llegaran a Italia ejemplares del Christianismi [894] restitutio, puesto que Servet tenía amigos y discípulos en aquella Península, como lo afirman Calvino y Melanchton y lo prueba el desarrollo posterior del socinianismo.

     5.ª Y aun antes del libro impreso pudieron llegar copias manuscritas, y en la Biblioteca Nacional de París existe una de ellas, que perteneció a Celio Segundo Curion (cuyo nombre lleva en la portada) y que difiere en muchos casos del texto impreso, hasta el punto de poderse considerar como un primer borrador. Con todo eso, esta copia, anterior, según Gordon y Steinthal, en siete años, por lo menos, a la edición de 1553, contiene ya el pasaje acerca de la circulación.

     6.ª Ni puede decirse, como Chéreau, que Realdo Colombo era un anatómico serio y profundo y Miguel Servet un fanático inquieto y medio loco, pues la verdad es que, si disecciones había hecho el uno en Padua, también las había practicado el otro en París en compañía de Vesalio, mereciendo por ello los elogios de Winter.

     7.ª Alguno dirá que quizá Realdo Colombo y Servet llegaron por distintos caminos al mismo resultado y descubrieron, cada cual por su parte, la circulación pulmonar; pero esta hipótesis es inadmisible, porque el uno copia ad pedem litterae frases enteras del otro, como ha demostrado Dardier cotejando ambos textos. Y los peor es que no podemos librar a Colombo de la nota de plagiario, pues prevalido, sin duda, del horror que inspiraba el nombre de Servet, ya quemado a estas fechas, se apropia descaradamente el descubrimiento: «Yo soy (dice) quien ha descubierto que la sangre, saliendo del ventrículo derecho para ir al ventrículo izquierdo, pasa antes por los pulmones, donde se mezcla con el aire y es llevada en seguida, por la ramificación de la vena pulmonar, al ventrículo izquierdo» (1628)

     Y si ninguno de los fisiólogos italianos posteriores cita a Servet, nada tiene de extraño este silencio tratándose de un libro teológicamente abominable y con todo rigor prohibido.

     Aclarado este punto, continuemos la relación de las vicisitudes de Servet. Salió de París, quizá a consecuencia de sus cuestiones con los doctores de la Facultad; vivió algún tiempo en Lyón y de allí pasó a Aviñón y a Charlieu, donde ejerció tres años la medicina. Todo esto consta por declaración suya en el proceso, y aun añade que, «yendo de noche a visitar a un enfermo, le acometieron los parientes y amigos de otro médico, envidioso de él, y le hirieron, y él hirió a uno de ellos, por lo cual estuvo dos o tres días en la cárcel» (1629). En Charlieu dicen que se hizo rebautizar por un anabaptista al cumplir los treinta años. [895]

     De Charlieu volvió a Lyón, y en 1541 publicó una segunda edición de su Ptolomeo (1630) con muchas enmiendas y supresiones (entre ellas la del pasaje sobre Judea) y una larga dedicatoria al arzobispo de Viena del Delfinado, que no era otro que su antiguo discípulo Pedro Paulmier. Tanto ganó con esta revisión el libro, que sin jactancia pudo decir el autor en unos versos latinos que le preceden:

                             Si terras et regna hominum, si ingentia quaeque
flumina, caeruleum si mare nosse iuvat,
si montes, si urbes, populos opibusque superbos,
huc ades, haec oculis prospice cuncta tuis.

     Y aun hizo al año siguiente otra publicación más importante: la de la Biblia latina, de Santes Pagnino, no revisada conforme a un ejemplar lleno de notas marginales del mismo hebraizante, como Servet pretende, sino reimpresa a plana y renglón sobre la de Colonia de 1541 (por Melchior Novesianus), según ha demostrado Willis. Lo único que pertenece a Servet son los escolios y notas, bien poco ortodoxos por cierto: como que tienden a dar un sentido material e histórico a las profecías mesiánicas; por lo cual han dicho sus biógrafos y encomiadores que es el padre de lo que llaman exégesis racional y que se adelantó en más de un siglo a Spinoza, Eichornn y demás fundadores de semejante manera de interpretar. Por esto mandó nuestra Inquisición expurgar tales glosas, especialmente las que se refieren a los Salmos y a los profetas, aunque no prohibió el libro en su totalidad (1631). Este trabajo valió a Servet [896] 500 francos, y sucesivamente trabajó para Juan Frellon, librero de Lyón, una Suma, española, de Santo Tomás, a la cual puso argumentos (¡extraño trabajo para un heterodoxo de su índole!); un libro místico, titulado Thesaurus animae christianae o Desiderius Peregrinus, y un tratado de gramática, todo ello en castellano; obras de que no he alcanzado otra noticia. El arzobispo Paulmier, que apreciaba mucho sus conocimientos médicos, le llamó a Viena del Delfinado, y allí pasó diez o doce años (desde 1542 a 1553) tranquilo y estimado de todos, pues siempre le trataron mejor los católicos que los protestantes. Pero el afán de meterse a teólogo no le dejaba reposar y bien pronto le lanzó a nuevas empresas con el tristísimo resultado que vamos a ver.



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- III -

Nuevas especulaciones teológicas de Servet. -Su correspondencia con Calvino. -El «Christianismi restitutio». -Análisis de esta obra.

     Ni un punto olvidaba Servet su aplazada discusión con Calvino Haeret lateri lethalis arundo, podemos decir con uno de sus biógrafos. Y ya que no podía entenderse con él de palabra, determinó escribirle, sin pensar, ¡infeliz!, que aquellas cartas iban a ser el instrumento de su pérdida. Para hacerlas llegar a manos de Calvino se valió del común amigo Frellon, editor lyonés, para quien uno y otro habían trabajado y que hacía gran contrabando de libros protestantes. La correspondencia empezó en 1546 y continuó todo el año siguiente. Calvino usó en ella su pseudónimo de Carlos Despeville, y entró con disgusto en la polémica, mirando al español como un satanás que venía a distraerle de más provechosos estudios y a quien no tenía esperanza alguna de convencer (1632). Servet empezó por proponerle sus cuestiones favoritas: «Si el hombre Jesús crucificado [897] es hijo de Dios y cuál es la causa de esta filiación.» «Cómo se entiende el reino de Cristo en el hombre y cuándo puede decirse que éste queda regenerado.» «Por qué se dice que el Bautismo y la Cena son Sacramentos de la Nueva Alianza y si el Bautismo debe ser recibido a la edad de la razón como la Eucaristía.» Estas preguntas eran hechas de buena fe como por un monomaníaco teológico, ávido de disputa y atormentado por la duda; pero Calvino le respondió con tono y dogmatismo de maestro, con lo cual Servet perdió la paciencia y, una tras otra, le escribió hasta treinta cartas, que hoy leemos al fin del Christianismi restitutio y que pusieron el colmo a la exasperación del iracundo reformista: como que, además de estar llenas de groseras y brutales injurias contra su persona, llamándole ímprobo, blasfemo, ladrón, sacrílego, y de feroces herejías contra el misterio de la Trinidad (Cerbero, tricipite fatale somnium, etc.), afectaban un tono de superioridad insoportable para el orgullo de Calvino. Añádase a esto que, aparte de sus yerros unitarios y anabaptistas, Miguel Servet, al fin y al cabo hombre de grande entendimiento, había puesto el dedo en la llaga del calvinismo y aun de toda la Reforma, y con razón exclamaba: «Tenéis un Evangelio sin verdadera fe, sin buenas obras..., las cuales son para vosotros vanas pinturas. Vuestra decantada fe en Cristo es humo (merus fumus) sin valor ni eficacia; habéis hecho del hombre un tronco inerte y habéis anulado a Dios con la quimera del servo arbitrio. Hacéis caer a los hombres en la desesperación y les cerráis la puerta del reino de los cielos... La justificación que predicáis es una fascinación, una locura satánica... No sabéis lo que es la fe, ni las buenas obras, ni la regeneración... Hablas de actos libres como si en tu sistema pudiera haber alguno; como si fuera posible elegir libremente, cuando Dios lo hace todo en nosotros. Ciertamente que obra en nosotros Dios, pero de manera que no coarta nuestra libertad. Obra en nosotros para que podamos pensar, querer, escoger, determinar y ejecutar... ¿Qué absurdo es ese que llamas necesidad libre

     Calvino estaba fuera de sí con estos ataques, y más cuando le remitió Servet un ejemplar de las Institutiones religionis christianae, su obra fundamental y predilecta, llena en las márgenes de anotaciones injuriosas y despreciativas para la obra y el autor: «No hubo página que no manchara con su vómito», dice Calvino. Y como si todo esto no bastara, recibió al poco tiempo un enorme mamotreto que Servet había escrito: Longum volumen suorum deliriorum, primer borrador del Christianismi restitutio, con esta o parecida recomendación: «Ahí aprenderás cosas estupendas e inauditas; si quieres, iré yo mismo a Ginebra a explicártelas.»

     Calvino no se dignó responderle ni le restituyó el manuscrito, pero escribió a Farel una carta (febrero de 1546), que aún se conserva autógrafa en la Biblioteca Nacional de París [898] y que termina con estas horribles palabras: «Dice que va a venir si le recibo, pero no me atrevo a comprometer mi palabra; porque si viene, le juro que no ha de salir vivo de mis manos o poco ha de valer mi autoridad» (1633)

     Entre tanto, Servet había dado la última mano a su libro y trataba de publicarle; empresa verdaderamente temeraria. ¿Qué impresor había de atreverse a lanzar al mundo aquella máquina de guerra, que más que Restauración podía llamarse Destrucción del cristianismo? Así es que un editor de Basilea llamado Marrinus le devolvió el manuscrito en 9 de abril de 1552, excusándose de publicarle (1634). El caso era comprometido de veras; pero Servet, que caminaba ciego y desatentado a su ruina, determinó publicar la Restitutio a su costa y en Viena mismo; consiguió que el impresor Baltasar Arnoullet estableciese una prensa clandestina, dirigida por Guillermo Guéroult; juramentó a los operarios, y con rapidez y secreto inauditos se hizo en tres o cuatro meses una edición de 1.000 ejemplares. Las pruebas fueron corregidas por el autor, y el 3 de enero de 1553 estaba terminado todo. Al fin de la última página se leen las iniciales M. S. V. El título viene a decir, traducido a nuestra lengua: Restitución del cristianismo, o sea revocación de la Iglesia católica a sus antiguos quiciales, mediante el conocimiento de Dios, de la fe de Cristo, de nuestra justificación, de la regeneración del bautismo y de la manducación de la cena del Señor. Restitución, finalmente, del reino celeste, después de romper la cautividad de la impía Babilonia, y destrucción total del Anticristo con todos sus secuaces (1635).

     Acometamos el análisis de este inmenso cosmos teológico, como le ha apellidado Dardier, sin que nos arredre ni la extensión [899] ni lo enmarañado y abstruso de la materia, y conozcamos de una vez por dónde iban los delirios del doctor de Tudela y cuál fue su última palabra en religión y filosofía.

     La primera parte del libro se intitula De Trinitate divina, quod in ea non sit invisibilium trium rerum illusio, sed vera substantia Dei, manifestatio in Verbo et communicatio in Spiritu, y está dividida en siete libros, como el antiguo tratado De Trinitatis erroribus, del cual en muchas cosas difiere. El proemio es una fervorosa plegaria al Cristo Jesús, Hijo de Dios, para que dirija la mente y la pluma del escritor y le conceda revelar a los mortales la gloria de su divinidad. Cristo es el Hijo de Dios, Cristo es Dios por ser la forma, la especie de Dios que tiene en sí la potencia y virtud de Dios. El Logos era la representación, la razón ideal de Cristo que relucía en la mente divina, el resplandor del Padre. El Logos, como sermo externus, se manifestó en la creación del mundo y en todo el Antiguo Testamento; como persona, en Cristo. Por eso está escrito: Iesus Primogenitus omnium creaturarum. La creación fue la prolación del Verbo como idea, porque el Verbo es el ejemplar, la imagen primera o el prototipo a cuya imagen ha sido hecho todo, y contiene no sólo virtual, sino realmente, todas las formas corpóreas. Y como Cristo es la Idea, por Cristo vemos a Dios: in lumine tuo videbimus lumen; es decir, por la contemplación de la Idea. Y así como en el alma humana están accidentalmente las formas de las cosas corpóreas y divisibles, así están en Dios esencialmente (1636).

     Y aquí comienza una singular teoría de la luz, entre material y espiritual, que da al sistema de Servet carácter muy marcado de emanatismo: «Cuanto hay en el mundo, si se compara con la luz del Verbo y del Espíritu Santo, es materia crasa, divisible y penetrable. Esa luz divina penetra hasta la división del alma y del espíritu, penetra la sustancia de los ángeles y del alma y lo llena todo, como la luz del sol penetra y llena el aire. La luz de Dios penetra y sostiene todas las formas del mundo, y es, por decirlo así, la forma de las formas» (1637). [900]

     «Dios es incomprensible, inimaginable e incomunicable; pero se revela a nosotros por la Idea, por la persona, en el sentido de forma, especie o apariencia externa. Dios es la mente omniforme y de la sustancia del espíritu divino emanaron los ángeles y las almas; es el piélago infinito de la sustancia, que lo esencia todo, y que da el ser a todo, y sostiene las esencias de todas las cosas. La esencia de Dios, universal y omniforme, esencia a los hombres y a todas las demás cosas. Dios contiene en sí las esencias de infinitos millares de naturalezas metafísicamente indivisas.»

     Dios se manifiesta en el mundo de cuatro maneras diversas:

     l.ª Por modo de plenitud de sustancia, sólo en el cuerpo y espíritu de Jesucristo.

     2.ª Por modo corporal.

     3.ª Por modo espiritual.

     4.ª En cada cosa, según sus propias ideas específicas e individuales.

     Del primer modo nacen los restantes, como de la vid los sarmientos (1638). Y Servet, a despecho de los que todavía niegan su panteísmo, torna a afirmar veinte veces que Dios es todo lo que ves y todo lo que no ves (1639); que Dios es parte nuestra y parte de nuestro espíritu y, finalmente, que es la forma, el alma y el espíritu universal; en apoyo de todo lo cual trae textos de Maimónides, Aben Hezra, Hermes Trismegisto, Filón, Yámblico, Porfirio, Proclo y Plotino.

     La derivación neoplatónica es evidente y además está confesada por el autor en todo lo que se refiere a la teoría de las ideas, que expone con ocasión de tratar del nombre Elohim: «Desde la eternidad estaban en Dios las imágenes o representaciones de todas las cosas, reluciendo en el Verbo como en un arquetipo... Dios las veía todas en sí mismo, en su luz, antes que fueran creadas, del mismo modo que nosotros antes de hacer una casa concebimos en la mente su idea, que no es más que un reflejo de la luz de Dios; porque el pensamiento humano, como dice Filón, es una emanación de la claridad divina... Sin división real de la sustancia de Dios, hay en su luz infinitos rayos que relucen de diversos modos... Luz es la idea que enlaza con lo espiritual lo corporal, conteniéndolo y manifestándolo en sí todo. Las imágenes que están en nuestra alma, como son lúcidas, tienen parentesco con las formas externas, [901] con la luz exterior y con la misma luz esencial del alma. Y esta misma luz esencial del alma tiene las semillas de todas esas imágenes, por comunicación de la luz del Verbo, en el cual está la imagen ejemplar de todas.»

     Parece no admitir más realidad que la de la idea: «En este mundo no hay verdad alguna, sino simulacros vanos y sombras que pasan. La verdad es el Logos eterno de Dios con los ejemplares eternos y las razones de todas las cosas... Dios pensó desde la eternidad la forma de Cristo, constituyéndola en manantial de vida (1640), que después se manifestó en la Creación y en la Encarnación.»

     Ya he indicado que el principio cosmológico en el sistema de Servet es la luz, a cuya palabra da unas veces el sentido directo y otras el figurado. Así interpreta por luz la entelechia de Aristóteles, porque la luz es una agitación continua y vivificadora energía; es la vida de los hombres, la vida de nuestro espíritu, tanto en la generación como en la regeneración. La luz es el resplandor de la idea, que lo informa vivifica y transforma todo; el principio de la generación y corrupción, la fuerza que traba y une los elementos, la forma sustancial de todo o el origen de todas las formas sustanciales, porque de la variedad de formas y combinaciones de la luz procede la distinción de los objetos.

     De estas premisas deduce Miguel Servet que nodo es uno, porque en Dios, que es inmutable, se reduce a unidad lo mudable, se hacen las formas accidentales una sola forma con la forma primera, que es la luz, madre de las formas; el espíritu se identifica con el espíritu, el espíritu y la luz con Dios, las cosas con sus ideas, y las ideas con la hipóstasis primera; por donde todo viene a ser modos y subordinaciones de la divinidad» (1641). [902]

     El libro quinto trata del Espíritu Santo, sin añadir nada notable a lo que vimos en el De Trinitatis erroribus. Así como el Verbo es en la teología de Servet la manifestación de la esencia divina, así el Espíritu Santo es la comunicación aneja a esta manifestación: Prodibat cum sermone Spiritus: Deus loquendo spirabat: modos diversos de la misma sustancia (1642). El Espíritu Santo es un modo divino y sustancial, acomodado al espíritu del ángel y del hombre.

     Hay aquí una estrafalaria teoría sobre la mixtión de los elementos para formar el cuerpo de Cristo, y en ella el famoso pasaje relativo a la circulación de la sangre; divina filosofía, dice el autor, que sólo entenderá el que esté versado en la anatomía.

     Los libros sexto y séptimo están en forma de diálogos entre Miguel y Pedro y contienen extensos desarrollos de la doctrina neoplatónica ya expuesta, pero pocas ideas nuevas. Torna a decir que todo es uno en Dios por intermedio de la luz y de la idea, en sombra de su verdad, por la cual Cristo es, sin medio alguno, consustancial al Padre y tiene hipostáticamente unida la sabiduría de Dios, como que posee las ideas originales (1643). En toda esta parte de la obra domina, como ha advertido Tollin, el pensamiento de que todo vive idealmente en Dios, pero se concentra realmente en Cristo. La concepción de Servet es cristocéntrica, si vale la frase. «De la sustancia del espíritu de Cristo emanó por aspiración la sustancia de los ángeles y de las almas... Mayor es el artificio en la composición del hombre que en la del ángel, y mayor debía ser su gloria. Los ángeles, envidiosos de que el hombre, hecho de tierra, fuera exaltado sobre ellos, se rebelaron contra Dios y arrastraron luego en su caída al hombre mediante el pecado original.»

     La antropología de Servet es una mezcla confusa e incoherente de ideas materialistas y platónicas, en que Leucipo y Demócrito se dan la mano con Anaxágoras, Filón y Clemente [903] de Alejandría. Entendiendo por materia todo lo que es penetrable y capaz de recibir otra sustancia, llama materia a la de los ángeles y al alma humana, como que son penetradas por la luz de Dios. «Todo es divisible, excepto Dios, cuya luz penetra en toda división, y aun las almas separadas retienen una forma análoga a la nuestra corporal» (1644). Lo cual no obsta para que el alma sea un Spiraculum Dei, que se mezcla con el vapor lúcido, elemental y etéreo, y que, como elemental, es a la vez ácueo, ígneo y aéreo; es decir, con la sangre, según la teoría del autor.

     «El espíritu, añade, es uno y múltiple y se manifiesta en diversa medida. Los espíritus se diferencian por los accidentes: pero esencialmente y en Dios son uno solo porque hay una idea divina que constituye en un solo ser la materia, la forma y el alma... En el Verbo está la idea del Hijo; en la carne, la idea del Hijo; en el alma, la idea del Hijo, o sea la idea de todo, en la materia térrea, la idea del Hijo o del todo, y lo mismo en la sustancia de los otros tres elementos» (1645).

     Hemos llegado a la última condensación del absurdo pancristianismo de Servet: «El alma de Cristo es Dios; la carne de Cristo es Dios... En Cristo hay una alma semejante a la nuestra, y en ella está esencialmente Dios. En Cristo hay un espíritu semejante al nuestro, y en él está esencialmente Dios. En Cristo, una carne semejante a la nuestra, y en ella esencialmente Dios. El alma de Cristo, su espíritu y su carne han existido desde la eternidad en la sustancia divina... Cristo es la fuente de todo, la deidad sustancial del cuerpo, del alma y del espíritu... En el futuro siglo, la sustancia de la divinidad de Cristo irradiará en nosotros, transformándonos y glorificándonos» (1646).

     El resto del Christianismi restitutio, la parte ética y soteriológica, como diría Tollin, no requiere tan menudo análisis. Baste decir que sucesivamente trata, en tres libros, de la fe y la justicia, del reino de Cristo y de la caridad (1647) mostrando la [904] excelencia del Evangelio sobre la Ley Antigua, el valor de las obras y los escollos morales del fanatismo luterano. Si en esta parte se muestra razonable y profundo, en cambio pierde del todo la cabeza, y se pone al nivel del más vulgar y rabioso anabaptista en los cuatro libros siguientes, que tratan de la regeneración celeste y del reino del anticristo (1648), donde, con mengua de su poderoso entendimiento, lanza las más estúpidas y groseras maldiciones contra el Papa y la Iglesia Romana: Bestiam bestiarum sceleratissimam, meretricem impudentissimam, draco ille magnus, serpens antiquus, diabolus et Sathanas, seductor orbis terrarum; y anuncia como un frenético que se han cumplido ya los mil doscientos sesenta años del dominio de la bestia babilónica, contándolos desde el triunfo de Constantino y del papa Silvestre, en que se consumó la apostasía, y que vendrán los ángeles a destruir el reino del anticristo y cortar las siete cabezas de la bestia, simbolizadas en los siete montes, aniquilando a la vez a la segunda bestia de dos cuernos, que es la Sorbona de París, hinchada con su falsa ciencia. Todavía se acordaba Servet de los disgustos que aquella Universidad le había dado.

     Reduce, por de contado, los sacramentos a dos: el bautismo de los adultos y la cena. El bautismo no debe administrarse hasta los veinte años, porque hasta entonces no hay conocimiento ni puede cometerse pecado: Nostrum peccatum incipit quando scientia incipit. Antes de esta edad ha de irse educando gradualmente al niño, pero no con la ciencia humana, que es esencialmente enemiga de Dios y de la verdad, como derivada de la serpiente, que enseñó a nuestros primeros padres la ciencia del bien y del mal (1649). El niño que muera sin recibir el bautismo no irá a la eterna gehenna, a la cual nadie se condena sino por sus pecados propios, pero carecerá temporalmente de la vista de Dios.

     Todo culto externo le parece resabio de paganismo, y ni siquiera admite la celebración del domingo porque todos los días son domingos o días del Señor. Se muestra furioso iconoclasta, clama por la destrucción de los templos; prorrumpe en furiosas invectivas contra la misa, el agua bendita, el hisopo y los votos monásticos, y rechaza toda jerarquía eclesiástica y aun civil, porque todo cristiano es rey y sacerdote, pues todos fuimos igualmente redimidos por el beneficio de Cristo, y el sacerdocio se nos comunica en el bautismo. Al cual, lo mismo que a la cena, debe preceder la penitencia, es decir, la confesión de los pecados hecha mutuamente entre los fieles: «Confesad vuestros pecados unos a otros.» [905]

     La cena debe hacerse en la forma de los antiguos ágapes y llevando todo cristiano pan y vino para ella. Recomienda mucho que los ricos no tomen más que los otros, sino que la torta de harina se parta por igual entre todos, y lo mismo el vino, sin que nadie beba con exceso, lo cual perturbaría la armonía de esta ceremonia eucarística. Donde no haya vino se podrá usar otra bebida; como si dijéramos, cerveza o sidra. El pan, por supuesto, no ha de ser ázimo, porque esto sabe a judaísmo, sino fermentado, y pueden añadirse otros manjares siempre que sea en moderada cantidad. De donde se infiere que los templos de la doctrina servetiana vendrían a ser una especie de hosterías, fondas o figones, y cada sagrada cena, un opíparo lunch.

     Fuera de estos pormenores gastronómicos no es fácil comprender la verdadera doctrina de Servet sobre la Eucaristía ni quizá la comprendía él mismo, porque se envuelve en un laberinto de palabras. No va con los luteranos, a quienes llama imperatores; ni con los calvinianos (tropistas), ni con los católicos (transubstantiatores). «La manducación (dice) es verdadera, pero interna y espiritual... El pan es el cuerpo de Cristo, porque el pan, en la manducación externa, es lo mismo que el cuerpo de Cristo en la interna... Tal es la fuerza de este místico símbolo.» Y a la acusación de tropista responde que en su sistema no hay tropo, sino un símbolo visible y externo de una cosa invisible, es decir, de la unión real de Cristo con los miembros de su Iglesia (1650). La verdad es que, según los principios panteístas de Servet, Cristo está en la hostia lo mismo que en cualquiera otra parte.

     Y este panteísmo es el que sirve de base a sus razones en pro de la resurrección de los muertos, fundadas en que la sustancia del Creador es la misma que la de la criatura, fundida y mezclada en un plasma cuyo specimen es Cristo y en que el espíritu del hombre es hipostáticamente el espíritu de Dios, y por tanto, incorruptible (1651).

      Completan el Christianismi restitutio las treinta cartas a Calvino ya citadas, en que no se lee más idea nueva que la de negar la inmortalidad individual después de la resurrección de los muertos, diciendo que sólo en la idea divina viviremos entonces; las sesenta señales del reino del anticristo y una Apología contra Melanchton, que es quizá la parte más bella del libro, no sólo por la viveza y rapidez del estilo, sino por la fuerza de razonamiento con que se impugna el error capital de los luteranos, a quienes tacha de gnósticos por negar el poder [906] de las obras, y se hace notar la contradicción en que incurrían persiguiéndole a él después de haber rechazado el yugo de Roma: «Hablas de la antigua disciplina de la Iglesia, y hablan de ella Lutero y Calvino, que hacen siervo el albedrío y tienen por inútiles las buenas obras, como si hubiera habido alguno de los antiguos que no condenase esa doctrina, fuera de Simón Mago y los maniqueos... ¿Por qué nos amenazas con la autoridad de la iglesia después de haber dicho que el Papa es el Anticristo, y Roma Babilonia, y que la religión está corrompida? ¿Por qué sigues a los que llevan el signo de la bestia? ¿Por que has suprimido los votos monásticos y las ceremonias? ¿Por qué no conservas la oración por los muertos? ¿Por qué no adoras las imágenes como las adoraba Atenágoras?» (1652)

     ¡Qué terrible capítulo de cargos contra la Reforma! ¡Qué antinomia surgía de su propio seno para devorarla! ¿Qué podían responder a esto los que tanto habían invocado la disciplina de la primitiva Iglesia, la doctrina de los antiguos Padres?

     Tal es el libro de Servet: enorme congerie, especie de orgia teológica, torbellino cristocéntrico, donde no se sabe qué admirar más, si la pujanza de los delirios o la ausencia casi completa de buen juicio, y donde al autor parece sucesivamente pensador profundo, hermano de Platón y de Hegel, místico cristiano de los más arrebatados y fervorosos, paciente fisiólogo, escritor varonil y elocuente y fanático escapado de un manicomio, dominando sobre todo esto el vigor sintético y unitario de las concepciones y la índole terca, aragonesa e indomable del autor. Verdadero laberinto, además, en que cuesta sacar en claro si el Cristo que Servet defiende es Dios u hombre, ideal o histórico, corpóreo o espiritual, temporal o eterno, y si vive en este mundo o en el otro.

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