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ArribaAbajo Capítulo decimocuarto

Los presidentes don Martín de Arriola, don Pedro Vázquez de Velasco y don Antonio Fernández de Heredia


Gobierno del oidor don Antonio Rodríguez de San Isidro Manrique.- El licenciado don Martín de Arriola undécimo presidente de Quito.- Llegada del ilustrísimo señor doctor don Agustín de Ugarte y Saravia, décimo obispo de Quito. Quién era el señor Ugarte y Saravia.- Un sacrilegio.- La expiación.- La capilla llamada del Robo.- Muerte del obispo Ugarte y Saravia.- Fúndase en Quito el primer monasterio de carmelitas descalzas.- Cumplimiento de una profecía.- Muerte del presidente Arriola.- Gobierno del oidor don Juan Morales de Arámburu.- Don Alonso de la Peña Montenegro, undécimo obispo de Quito.- El doctor don Pedro Vázquez de Velasco, duodécimo presidente de Quito.- Desacuerdo entre el Obispo y los oidores.- La erupción del Pichincha en 1660.- El licenciado don Antonio Fernández de Heredia, decimotercero presidente de Quito.- El padre fray Pedro Moret y un capítulo provincial de los dominicanos.- Muerte del presidente Fernández de Heredia.



I

Volvamos ahora a continuar refiriendo los acontecimientos de nuestra historia, según el orden y la sucesión del tiempo en que se fueron verificando.

En diciembre de 1645 falleció el licenciado Lizarazu y, con su muerte, quedó vacante la presidencia de Quito casi dos años, hasta el 11 de   -226-   agosto de 1647, día en que tomó posesión de ella, su sucesor, el licenciado don Martín de Arriola, caballero del hábito de Alcántara. Arriola vino de Lima, en cuya Audiencia estaba ocupando una plaza de oidor, y fue el undécimo presidente de Quito.

Muerto Lizarazu, se hizo cargo de la administración de estas provincias y presidió en la Real Audiencia, por ser el ministro más antiguo de ella, el doctor don Antonio Rodríguez de San Isidro; pero su gobierno duró poco tiempo, pues falleció a mediados de 1646, antes que viniera a esta ciudad el nuevo Presidente propietario. Con este motivo hubo de continuar gobernando provisionalmente el licenciado don Alonso Ferrer de Ayala.

Hay ciertos personajes acerca de los cuales el historiador queda perplejo, sin poder pronunciar juicio acertado; uno de éstos es el oidor Rodríguez de San Isidro. En Bogotá vive escandalosamente, procede henchido de venganza y aflige y persigue a un arzobispo virtuoso, el señor don Bernardino de Almansa; en Quito vivió riñendo con el licenciado Prada; y, sin embargo, nadie recibió más elogios ni más recomendaciones en su favor de parte de los jesuitas y de otros religiosos de esta ciudad que este Oidor. Cuando sacerdotes como el padre Pedro Severino, en cartas dirigidas al Rey de España, ponderaban los merecimientos del oidor Rodríguez de San Isidro, ¿habría éste enmendado su conducta? ¿Era otro, tal vez, del que había sido antes? Las virtudes que practicó en la vejez le redimirán de la justa censura, con que merece ser castigado   -227-   por su modo de proceder cuando visitador de la Audiencia de Bogotá61.

Don Martín de Arriola y Belardi era natural de la ciudad de San Sebastián en la provincia de Guipúzcoa; hizo sus estudios en Salamanca, como alumno del colegio viejo de San Bartolomé, y se graduó de licenciado en Derecho en la célebre Universidad de la misma ciudad; vino a América con el destino de oidor de la Audiencia de Charcas, tuvo después el cargo de gobernador de Guancavelica y, por fin, el de oidor en la Real   -228-   Cancillería de Lima, de donde fue ascendido a la presidencia de Quito62.

Arriola era discreto y tenía constancia y fortaleza de ánimo; apenas arribó a Guayaquil, cuando supo la perturbación en que se hallaban casi todos los pueblos del interior, a consecuencia de un ruidoso capítulo celebrado por los frailes de Santo Domingo. Era provincial el padre fray Enrique Rosero, el cual enfermó gravemente y falleció al cabo, dando señales de morir envenenado; celebrados los funerales del Provincial difunto, se trató de la elección de sucesor; hubo divisiones y partidos: unos querían que asumiera el mando un fraile, que en el último capítulo había obtenido la mayoría de votos después del padre Rosero; otros sostenían que debía hacerse nueva elección, como lo prevenían las constituciones de la orden, y, a este fin, se congregaron en Pelileo y eligieron a fray Eugenio de Santillán. Empero, el padre fray Antonio de la Villota, que ejercía el cargo de vicario provincial, no quiso reconocer al elegido y rehusó dejar el gobierno de la provincia, con lo cual la división de los ánimos y la discordia crecieron hasta el escándalo; los parciales del padre Villota permanecieron en el convento de Quito; los que reconocían la autoridad del padre Santillán   -229-   abandonaron la clausura y se dispersaron por las villas y aldeas de la sierra. Así estaban las cosas cuando llegó el nuevo Presidente, y por todo el camino, en su tránsito de Guayaquil a Quito, fue recogiendo a los frailes que andaban prófugos y los trajo consigo al convento; hizo reconocer al Provincial legítimo, y procuró que se restableciera la armonía en la comunidad. Mas ¡quién lo creyera!, el mismo presidente Arriola, que tanto trabajó en beneficio de la paz y buena armonía, fue quien, poco tiempo después, sembró la discordia entre los dominicanos. Arriola tenía un pariente, llamado fray Tomás Iturriaga, al cual lo sacó del convento y se lo llevó a vivir consigo en su propia casa; llegado el tiempo de elegir provincial, pretendió que lo fuera su pariente, contra la voluntad de la más sana parte de los electores, y esto dio ocasión a disturbios e inquietudes entre los frailes. Mal conocían los presidentes de la colonia los deberes del magistrado, cuando tanto interés se tomaban por asuntos ajenos a su jurisdicción.




II

Tres meses después del presidente Arriola, el 9 de noviembre, entró en Quito el obispo Saravia, sucesor del ilustrísimo señor Oviedo. El 7 de noviembre, se detuvo en el pueblo de Chillogallo, a una legua de distancia de Quito; el 8, el Cabildo eclesiástico le confió el gobierno de la diócesis, transfiriéndole toda la jurisdicción en virtud de una cédula real, expedida más de dos años antes (el 14 de junio de 1645), en la cual   -230-   Felipe cuarto aseguraba al Cabildo que las bulas de la traslación del obispado de Arequipa al de Quito, le serían cuanto antes despachadas al señor Saravia; el 9, hizo el nuevo Obispo su entrada solemne en la ciudad; y, aunque no tomó posesión del obispado, principió a gobernarlo con la autoridad que del Cabildo había recibido.

El doctor don Agustín de Ugarte y Saravia, décimo obispo de Quito, era español, nativo de la noble ciudad de Burgos en Castilla la Vieja; sus padres fueron don Agustín de Ugarte y doña Ana de Arce y Saravia, los cuales tenían deudo con el célebre arzobispo don Fernando Arias de Ugarte. Cuando el ilustrísimo señor Saravia vino a esta ciudad, era ya bastante anciano, y a su natural discreción añadía la experiencia que dan los años y el conocimiento de los negocios con el largo ejercicio del gobierno. Terminados con lucimiento sus estudios en Salamanca, recibió el grado de doctor en la Universidad de Oñate en Vizcaya; su inclinación le llevó al estado eclesiástico, ordenose de sacerdote, presentose a concurso y obtuvo primero la parroquia de Santa Cecilia, en la villa de Espinosa de los Monteros, (de donde era nativa su madre), y luego, la de San Sebastián en la ciudad de Burgos; vino a América con el cargo de inquisidor apostólico de Cartagena, y el año de 1628, cuando contaba 64 de edad, fue presentado para el obispado de Chiapa en Méjico; después fue sucesivamente trasladado al de Guatemala, al de Arequipa y, por fin, a este de Quito, al cual llegó siendo ya octogenario.

Poco tiempo gobernó esta diócesis; las bulas   -231-   pontificias tardaron en llegar a Quito más de un año, por lo cual la ceremonia de la toma de posesión del obispado se verificó en la Catedral, el 6 de enero de 1649, y el 4 de diciembre del año siguiente de 1650, domingo al amanecer, pasó de esta vida mortal al descanso eterno, a los tres años de haberse hecho cargo del gobierno de esta iglesia. Podemos decir que falleció, cuando apenas había comenzado a apacentar su grey63.

Sin embargo, este virtuoso Prelado, en el breve tiempo que gobernó esta diócesis, dio notables pruebas así de mansedumbre como de fervor y devoción. El señor Saravia era docto en ciencias jurídicas, de suyo manso y tolerante, y así procuró no romper la armonía con el Presidente y los oidores, aunque don Martín de Arriola no dejó de ponerle tropiezos y suscitarle dificultades. Por lo que respecta a las costumbres del Obispo, no podían ser más edificantes; causaba admiración ver a un anciano, que pasaba de ochenta   -232-   años de edad, levantarse de madrugada en el clima frío y destemplado de Quito, prepararse con profundo recogimiento para celebrar el Santo Sacrificio todos los días, y reconciliarse casi cuotidianamente antes de acercarse al altar; la devoción del señor Saravia no era una consuetudinaria práctica de piedad; era el gusto de las cosas espirituales, el contentamiento sobrenatural que brota en el alma por el exacto cumplimiento de los deberes pastorales; en Guatemala, estando enfermo, se hizo bajar en brazos ajenos a la Catedral, para celebrar los Oficios divinos un Jueves Santo; celoso de que se cumplieran puntualmente las ceremonias del culto divino, estaba vigilante sobre los canónigos y sobre los curas para que las guardaran con esmero; cuando había de castigar, cuidaba con prudencia de que los culpados no padecieran menoscabo en la honra, aunando la justicia con la caridad. Entre sus virtudes resplandecía su fe viva en los divinos misterios y, principalmente, en el de la adorable Eucaristía, cuyo culto promovió siempre con celo y fervor ejemplares. Un hecho acaecido en esta ciudad puso de manifiesto la devoción del ilustrísimo señor Saravia a la Eucaristía, esa devoción fervorosa, que es tan edificante en un obispo. El hecho fue el siguiente.

El monasterio de monjas de Santa Clara, aunque contaba ya más de medio siglo desde su fundación, con todo no tenía todavía una buena iglesia; la primera que hubo era de adobe, pobre y muy sencilla; así fue que, al andar del tiempo, se vino al suelo y se arruinó enteramente; mientras edificaban otra nueva de cal y ladrillo, dispusieron   -233-   como capilla provisional el antiguo salón del refectorio, acondicionándolo de modo que la puerta principal quedara hacia la calle recta, que ahora sube de la plazuela del convento al Panóptico. La fábrica de la iglesia nueva iba muy despacio a causa de la pobreza de las monjas.

El miércoles, 20 de enero de 1649, pocos días después de la toma de posesión del obispado, cuando por la mañana acudió a la iglesia el Capellán para celebrar la misa conventual, echó de menos en el altar la urna del Santísimo Sacramento; preguntó por ella, averiguó, mas nadie supo darle razón de lo que había sucedido; el sagrario no parecía, los vasos sagrados habían sido robados y el Sacramento, profanado; el susto se apoderó de todos y las monjas, aterradas, prorrumpieron en llanto. Se dio aviso inmediatamente al Obispo, y el ilustrísimo señor Saravia se trasladó al punto en persona a la iglesia; cundió la noticia y el concurso de gente fue creciendo por momentos; vino el presidente Arriola, vinieron también los oidores y, a poco, todo Quito se había congregado en Santa Clara; hiciéronse averiguaciones, practicáronse diligencias para descubrir el paradero del sagrario, y en un muladar tras el convento, a la orilla de una quebrada, por cuyo fondo corre un riachuelo de agua sucia, entre las ortigas silvestres, encontrose, al fin, la urna del Sacramento; estaba desfondada; el copón con el velo de seda había desaparecido; los corporales y la hijuela estaban allí; dos hostias grandes y algunas formas pequeñas parecieron dentro de la urna; otras formas pequeñas con muchas partículas yacían entre el fango; las   -234-   hormigas habían agrupado su populosa grey en torno del Sacramento, y bullían solícitas por entre las sagradas formas. El hurto estaba descubierto. Los sacerdotes, revestidos con ornamentos sagrados, levantaron del suelo la divina Eucaristía, y la trasladaron con la debida reverencia al templo, entre los sollozos y alaridos de dolor que exhalaba el pueblo; celebrose la santa misa, y en ella fueron consumidas todas las formas. El Obispo hizo recoger la tierra del punto donde se encontraron arrojadas las formas, y mandó sepultarla en el altar, en el sitio donde se colocaba el ostensorio; y hecho esto, se retiró de la iglesia desconsolado.

La Audiencia por su parte se ocupaba en hacer pesquisas para descubrir a los autores del robo; contadas las formas que se habían encontrado, se notaba que faltaban algunas, las cuales habían desaparecido por completo. La angustia le apretaba el pecho al señor Saravia, discurriendo los ultrajes que podían cometerse con el Sacramento; pronunció, pues, un auto por el cual fulminó excomunión contra los sacrílegos y también contra los encubridores de ellos, si dentro del término preciso de tres días no los denunciaban a la justicia. Por varios domingos consecutivos, los curas en la misa parroquial publicaron la excomunión con ceremonias solemnes; salían al altar vestidos con paramentos negros, cantaban aquellos salmos, en que el Real Profeta vaticina la traición de Judas y prorrumpe en terribles maldiciones contra el traidor, y concluían apagando en un vaso de agua una candela encendida y pronunciando, al mismo tiempo, una espantosa   -235-   execración contra los sacrílegos. Por otro auto prescribió el Obispo que no se repicaran las campanas, y que no se tocara el órgano ni otro ningún instrumento músico en las iglesias, ni aun en los días de fiestas solemnes; además, todos los habitantes de Quito, sin distinción de clases ni de jerarquías sociales, se vistieron de luto en señal y demostración de dolor por el sacrilegio que en la ciudad se había cometido, y así de luto, con trajes negros, estuvieron desde el 29 de enero hasta el 4 de abril, día en que por ser Sábado Santo se los cambiaron para festejar la Pascua de la Resurrección.

Dos días después del robo, amanecieron por la mañana tirados en la puerta de la iglesia de San Francisco el copón, el velo y los corporales; pero de los autores del sacrilegio no se descubrían ni indicios siquiera. La ciudad estaba consternada; y, para aumentar más la desolación, se presentó una epidemia, cuyos estragos amenazaban ser alarmante; anunció el Obispo que convenía hacer una rogativa solemne de desagravio; determinose el día, que fue el viernes, 29 de enero, y se fijó la hora. Desde las cuatro de la tarde de aquel día principiaron a reunirse en la Catedral las cofradías fundadas en todas las iglesias y parroquias de la ciudad, las comunidades religiosas de los seis conventos de Quito, los jesuitas, los colegiales del seminario de San Luis, y todos los curas y demás clérigos existentes en el lugar; acudieron ambos cabildos, los oidores, el Presidente y el Obispo. A las siete de la noche, ocupó el púlpito el padre Alonso de Rojas, predicador jesuita, docto y fervoroso; sus palabras   -236-   arrancaron gritos de horror a los oyentes; enternecido el orador comenzó a llorar, con lo cual el auditorio se conmovió; llantos y alaridos resonaron en el ámbito del templo, la voz del Padre, entrecortada de sollozos, casi no se dejaba oír; algunos de los concurrentes se enfervorizaron tanto que se daban de bofetadas a ellos mismos, y se castigaban en señal de penitencia. Acabado el sermón, comenzó a salir la procesión; eran las ocho de la noche.

Precedía una tropa de penitentes, cubiertos los rostros con velos negros, enteramente descalzos y desnudos de medio cuerpo arriba; unos con disciplinas, otros crucificados en grandes cruces de madera, con coronas de espinas en la cabeza y argollas de hierro y pesadas cadenas a los pies; a los penitentes seguían las congregaciones con sus estandartes y las imágenes de sus santos patronos; después los religiosos, llevando cada comunidad una imagen del Redentor, que lo representaba en uno de los pasos o escenas de su pasión; los clérigos acompañaban a un crucifijo grande, que iba conducido en hombros de sacerdotes; y para que la demostración fuera más significativa, esta imagen fue sacada de la iglesia de Santa Clara. No solamente todos los religiosos, sino hasta los sacerdotes seculares estaban descalzos y con ceniza esparcida sobre la cabeza y sogas al cuello. Desfilaba la inmensa procesión en el más profundo silencio dos hileras de cirios encendidos se descubrían en muchas cuadras de extensión; presidía el Obispo, y era de ver el recogimiento de aquel anciano octogenario, cuyo fervor religioso daba vigor a   -237-   un cuerpo caduco y gastado por los años; cerraba la procesión el Presidente con todos los oidores y los demás miembros del gobierno. La rogativa bajó de la Catedral a Santo Domingo; de Santo Domingo se dirigió a Santa Catalina, y de allí, tocando en las iglesias de San Agustín, la Concepción, la Merced, San Francisco, Santa Clara y la Compañía, regresó a la Catedral, recorridas veintiocho cuadras de la ciudad; cuando entró la procesión en la Catedral eran pasadas las dos de la mañana.

En cada una de las iglesias donde hizo estación la rogativa, estaba expuesto el Santísimo Sacramento y el concurso se detuvo un breve rato en oración, con tanto recogimiento, que el silencio sólo era interrumpido, de vez en cuando, por el chasquido de las disciplinas, con que en la calle se azotaban los penitentes; pausadas y solemnes campanadas, vibrando de tiempo en tiempo en medio del silencio de la noche, hacían más imponente la callada marcha de la procesión.

Después de la Pascua de Resurrección, se trajo a esta ciudad la imagen de Nuestra Señora de Guápulo y se la depositó en la iglesia de la Concepción, para celebrar la fiesta que todos los años se le hacía el domingo de Cuasimodo, como patrona de las armas y protectora de la monarquía española. El lunes siguiente se llevó con grande solemnidad, desde la misma iglesia de la Concepción a la de Santa Clara, el Santísimo Sacramento; y el martes, dio principio el novenario a la misma imagen de Guápulo, pidiendo a la Virgen que hiciera descubrir a los autores del sacrilegio. En efecto, el 20 de abril, que fue el   -238-   día octavo de la novena, una india hizo en la Audiencia un denuncio circunstanciado acerca de los perpetradores del sacrilegio; eran éstos un hombre del pueblo (un mestizo) y tres indios, a quienes se los sorprendió en el pueblo de Conocoto, donde estaban escondidos. Traídos a la ciudad, no negaron su crimen; antes lo confesaron; dióseles tiempo para que se prepararan a morir cristianamente, y fueron todos cuatro ahorcados públicamente y sus cadáveres descuartizados. El intento de estos infelices había sido robar las alhajas de la iglesia, para lo cual, en altas horas de la noche, arrancaron una de las piedras del umbral de la puerta, hicieron un hueco y entraron; como no encontraron alhajas sino el copón con el Sacramento, se comieron algunas formas y, casi sin advertir ellos mismos lo que hacían, atolondrados por el crimen que estaban cometiendo, arrojaron la urna y echaron a huir.

El martes de Cuasimodo, el ilustrísimo señor Saravia fue en procesión, acompañado de los magistrados, del clero y del pueblo de la ciudad, al sitio donde se encontraron las sagradas formas, y celebró misa solemne de pontifical al aire libre, sobre un altar portátil, erigido en el mismo punto en que estuvo arrojada la divina Eucaristía. También ese día predicó el mismo padre Alonso de Rojas.

Hizo aún más el obispo Saravia; cuidó de que en aquel sitio se construyera una capilla; y tanto afán puso en la obra que al año siguiente estuvo ya terminada, y el 20 de enero se celebró en ella la fiesta del aniversario de la expiación, costeada por el presidente Arriola y por su esposa   -239-   doña Josefa de Arámburu, que fueron los primeros priostes y los primeros hermanos de la cofradía, fundada para dar culto al Santísimo Sacramento en aquel lugar. El señor Saravia le impuso a la capilla de la expiación el nombre de Jerusalén, con el cual hasta ahora es conocido aquel barrio o suburbio de Quito64.

Poco sobrevivió el devoto Prelado a la fiesta de la bendición de la capilla de Jerusalén, pues murió en diciembre de aquel mismo año; pero su nombre ha quedado vinculado a otra fundación piadosa, de la cual ha llegado el momento de hablar en nuestra historia.




III

Profesaba el señor Saravia entrañable devoción a la Madre de Dios, a quien confesaba que le debía beneficios singulares y protección manifiesta   -240-   en varios trances peligrosos de su vida; por lo cual, había hecho propósito de fundar cuantos monasterios de monjas carmelitas descalzas se lo permitieran sus recursos, y en efecto había fundado ya uno en la ciudad de Lima. Muy alta idea tenía, además, del instituto de Santa Teresa de Jesús y así, tan pronto como llegó a Quito, renovó su resolución de fundar otro en esta ciudad; aparejó el dinero necesario, destinando a esta obra la suma de sesenta y dos mil pesos, proveniente de la renta que le correspondía de sus dos obispados: de Guatemala y de Arequipa. «Yo quiero morir pobre -decía el señor Saravia-, y, por eso, devuelvo a Dios lo que Dios me ha dado, empleando en obras de su servicio las rentas de mi obispado». Mas cuando sonó para él la hora de la muerte, todavía no se había recibido la licencia del Rey, necesaria e indispensable para poner por obra la fundación. El Obispo la pidió; pero el Consejo de Indias no la dio, sino después de oídos los informes que, acerca de la conveniencia o inconveniencia de la proyectada fundación, exigió al Ayuntamiento de Quito, al presidente de la Audiencia y al virrey del Perú; como estos informes fueron favorables, y como todos los quiteños solicitaran con ahínco la fundación, Felipe cuarto concedió la licencia para hacerla. En la agonía de la muerte, el señor Saravia encargó a su prima doña María de Saravia que llevara a cabo la fundación, la nombró por su albacea y puso en sus manos todo el dinero que había destinado para la obra.

Con el permiso del Rey, tomó de su cuenta el presidente Arriola el dar cima a la fundación;   -241-   se compraron las casas que eran necesarias y se hicieron en ellas los reparos convenientes, a fin de arreglarlas para que sirvieran de convento. El Presidente trabajaba con actividad, y bajo su vigilancia el monasterio no tardó en quedar concluido. El nuevo edificio estaba situado al extremo setentrional de la ciudad, en la subida de la colina, que ahora se llama de la Chilena, y venía a ser la postrera casa de aquel barrio. Viendo construir allí el convento, decían las buenas gentes de Quito: «El monasterio de las carmelitas descalzas no ha de permanecer allí, porque Mariana de Jesús anunció que en la casa de ella había de ser donde se verificaría la fundación». Don Martín de Arriola, oyendo semejantes anuncios, como haciendo mofa de ellos, contestaba irónicamente: «¡Ya veremos cómo se cumple la profecía de la criollita!», y continuaba dando calor, con toda su autoridad de presidente, a la construcción del convento. La obra se hallaba al concluirse; tres religiosas profesas del monasterio de Lima se pusieron en camino para Quito, a verificar la fundación; pues la clausura estaba terminada y podían vivir guardando su instituto en observancia regular. El 4 de febrero de 1653 llegaron a esta ciudad, y el convento se fundó en el punto donde el presidente Arriola lo había mandado construir; allí estuvieron como un año, pero fueron tantas las incomodidades que sufrieron a consecuencia del frío y de la humedad, que se vieron en el caso de abandonar el convento y buscar habitación más cómoda, y entonces fue cuando pasaron a establecerse en la casa del capitán don Juan Guerrero de Salazar, casado con   -242-   una sobrina de Mariana de Jesús, el cual ofreció su casa, asegurando que lo hacía por haber oído a la insigne virgen que allí era donde Dios tenía dispuesto que se fundara en Quito el monasterio de carmelitas descalzas. Cuando el monasterio se trasladó a la casa de Guerrero de Salazar, el presidente don Martín de Arriola había muerto ya, y quien autorizó la traslación fue el licenciado don Juan Morales de Arámburu, que, como oidor más antiguo, desempeñaba el cargo de presidente provisional de esta Audiencia65.

Tres fueron las primeras monjas, que del convento de Lima vinieron a fundar el de Quito: María de San Agustín, Paula de Jesús María y Bernardina de Jesús. La madre María de San   -243-   Agustín era sobrina del obispo Saravia, y ejerció el cargo de priora del monasterio hasta que en él hubo una comunidad bien organizada. La primera iglesia y el primer convento fueron desbaratados para reedificarlos de un modo más acondicionado, para la observancia de la vida claustral; un arquitecto notable, que entonces residía en Quito, el hermano Marcos Guerra, coadjutor temporal de la Compañía de Jesús, trazó el plano de la iglesia y del convento, guiándose únicamente por las condiciones del terreno en que había de levantarse el edificio y por las necesidades de la comunidad que debía habitar en él; la colocación de las partes se cambió completamente, y la iglesia y las oficinas del monasterio se levantaron en puntos contrarios a los primeros; cuando los quiteños vieron la nueva fábrica quedaron maravillados, reconociendo que la iglesia y todas las oficinas de la casa estaban en los mismos puntos señalados, veinte años antes, por Mariana de Jesús. Así, a pesar de los cálculos humanos, la profecía de la ilustre virgen quiteña estaba literalmente cumplida66.



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IV

El presidente don Martín de Arriola, después de una larga enfermedad, falleció en Quito en el mes de julio de 1652. El pueblo sintió su muerte por las prendas morales de que Arriola estaba adornado; era íntegro y consagrado al cumplimiento de los deberes de su cargo. El gobierno de estas provincias y la presidencia en el tribunal pasaron al doctor don Juan Morales de Arámburu, el más antigua de los ministros que a la sazón había en la Audiencia. Con la muerte del obispo Saravia y del presidente   -245-   Arriola, Quito, y todos los pueblos que de él dependían, quedaron sometidos al gobierno provisional y transitorio del Cabildo eclesiástico en lo espiritual, y del Oidor más antiguo en lo temporal.

El doctor don Juan Morales de Arámburu era natural de Lima, graduado en la Real Universidad de San Marcos, primer canciller de aquella Audiencia, y miembro de una de las más antiguas y nobles familias de la capital del virreinato. En tiempo de este Oidor, y cuando él estaba gobernando estas provincias, hubo lluvias tan copiosas y prolongadas que arruinaron todas las sementeras; las cosechas se perdieron,   -246-   vino la escasez y el hambre afligió a Quito y a las poblaciones comarcanas; en esas circunstancias don Juan Morales de Arámburu, con una actividad y una diligencia propias de un buen magistrado, se esmeró en proveer de víveres a la ciudad, saliendo, en persona, a la provincia de Imbabura a colectar granos, y haciendo traerlos a Quito. Por esta conducta mereció una manifestación de gratitud por parte del Cabildo civil de esta ciudad, donde su memoria fue muy estimada y la corta época de su administración recordada con agradecimiento67.

La presidencia estuvo vacante por más de dos años; pues el doctor don Pedro Vázquez de Velasco, sucesor de don Martín de Arriola, no tomó posesión de ella sino el 5 de noviembre de 1655. Vázquez de Velasco era oidor en la Audiencia de Lima, y cuando fue nombrado presidente de Quito, se hallaba en el pueblo de Chanduy de la provincia de Guayaquil, ocupado, por comisión del Virrey, en hacer sacar unos cajones de dinero, que naufragaron a consecuencia de haberse ido a pique en aquel punto un buque que llevaba el tesoro del Rey. Vázquez de Velasco, duodécimo presidente de Quito, era español, vino a esta ciudad con su esposa doña Angelina de Salazar y gobernó por seis años, pues en 1661 fue promovido a la presidencia de Charcas, de la cual regresó nuevamente a su plaza   -247-   de oidor en la Real Cancillería de Lima. Los seis años del gobierno del presidente Vázquez de Velasco coincidieron con los primeros del episcopado del ilustrísimo señor don Alonso de la Peña y Montenegro, undécimo en la serie de los obispos de Quito. El señor Montenegro desembarcó en Cartagena, recibió en Bogotá la consagración episcopal de manos del insigne arzobispo don fray Cristóbal de Torres, se detuvo algún tiempo en la misma ciudad, ocupado en evacuar una comisión de gobierno en negocios de la Real Hacienda y, poniéndose después en camino por sus jornadas ordinarias, haciendo el viaje por tierra, llegó a Quito a fines del año de 165468.

El señor Montenegro era ya de sesenta años de edad, cuando vino a Quito, pero gozaba de buena salud y su constitución física era vigorosa; nació en la villa del Padrón en el reino de Galicia, y fue bautizado el 29 de abril de 1596   -248-   en la iglesia de la colegiata de Santa María, en la misma villa; sus padres fueron don Domingo de la Peña y doña Mayor Faveyra, ambos de sangre limpia y distinguido linaje. Hizo sus estudios con lucimiento y provecho notable; obtuvo canonicatos en la Catedral de Mondoñedo y en la de Santiago, y fue por un año colegial en el colegio viejo de San Bartolomé de la Universidad de Salamanca. En enero de 1653 fue presentado para el obispado de Quito, y el 10 de noviembre se dio el pase regio a las bulas; por lo cual, el Obispo electo se embarcó en Cádiz, a fines de aquel mismo mes y año. Traía, con licencia del Gobierno, una copiosa librería para su uso particular, y diez y ocho sirvientes entre familiares clérigos y criados seculares. Poseía el señor Montenegro vastos conocimientos teológicos, erudición en ciencias eclesiásticas y un ingenio natural claro, fácil y nada común; predicaba con gracia, y sus pláticas, tan instructivas como sencillas, eran escuchadas con agrado por el pueblo. Con un prelado de las prendas morales del señor Montenegro, era de esperar que habría paz y tranquilidad en la colonia, mas no sucedió así; amaba el señor Montenegro con predilección a algunos de sus domésticos, y éstos ejercían una influencia poderosa en el ánimo de su señor, con lo cual el Obispo no siempre procedía cuerdamente; al señor Montenegro, de suyo bondadoso y sencillo, le faltaba aquella sagacidad y ese conocimiento práctico de los hombres, que son para el acierto cualidades indispensables en los que gobiernan. Los que le acompañaban al Obispo tenían muy bien conocido su carácter, y lo gobernaban   -249-   a su antojo, con sólo darle a entender que el Obispo era siempre muy señor de sí mismo. Nuestro Prelado entró en Quito un año antes que el Presidente; los oidores estaban ya entonces quejosos del señor Montenegro por la manera despreciativa con que hablaba de ellos, llamándolos doctorcillos, licenciadillos, en diminutivo, como quien tenía en muy poco sus grados y sus méritos personales; cuando llegó el Presidente la discordia fue notoria. El Obispo no acudió a hacerle la visita de cumplimiento, ni le dio la bienvenida; los oidores sostenían que el Presidente no debía visitar primero al Obispo; y los familiares de éste porfiaban que a aquél era a quien le correspondía visitar primero al Prelado; hubo quejas al Rey y consultas de una y de otra parte; el Monarca resolvió que el que estuviera primero en la cuidad, debía visitar al que llegara a ella después.

El señor Montenegro tenía un corazón muy bien puesto y era manso y suave de carácter, pero, al mismo tiempo, candoroso y hasta sencillo con la simplicidad de un niño; imbuido por sus familiares en que debía conservar su dignidad, sin aflojar ni un punto en el rigor con que trataba al Presidente y a los oidores, cayó en faltas inexcusables; el Jueves Santo le ofreció el Presidente el brazo para que se apoyara al bajar del monumento, y el señor Montenegro se lo rechazó descomedidamente. Celebrose en la Catedral una misa solemne de acción de gracias por el reconocimiento de Carlos segundo como príncipe heredero; cantado el Te Deum, el Obispo bajaba del altar al coro; el Presidente le salió   -250-   al encuentro y, extendiendo ambos brazos en señal de querer abrazarlo, le dijo: «¡¡¡Ilustrísimo señor!!!...». El Obispo se encogió de hombros, volteó la cabeza y, haciendo una mueca de desprecio, se pasó adelante, dejando al Presidente desairado en público, delante del numeroso concurso que llenaba las naves del templo. Los familiares del Obispo, con quienes el sencillo del señor Montenegro tenía la flaqueza de aconsejarse, le aplaudían todos estos pasos, y se los celebraban como muy bien dados; sin embargo, no faltó quien le advirtiera que, con semejantes indiscreciones, rompía la concordia con la autoridad civil, y que don Pedro Vázquez de Velasco, justamente resentido, podría devolver desaire por desaire y pagar una injuria con otra. «¡Eh!», respondió el señor Montenegro con cierta arrogancia ridícula, indigna de su saber y de sus canas. «¡¡Con un grito que le eche yo al Presidente, correrá a meterse de miedo en un rincón!!».

Y aún hizo más. Aconsejado, en mala hora, por sus familiares, siguió informaciones secretas respecto del manejo de la esposa del Presidente, con el fin de remitirlas a la Corte; pero los mismos consejeros no pudieron guardar el sigilo, y así lo que habría debido permanecer reservado, pronto fue público.

Lo cierto es que el doctor don Pedro Vázquez de Velasco, a pesar de su moderación, se manifestó indignado y procuró humillar a su vez al Obispo; en todas las ternas que le remitía el Obispo para la provisión de curatos, el Presidente posponía a los primeros y prefería al tercero o al segundo; para justificar su procedimiento,   -251-   seguía privadamente informaciones secretas sobre la moral de cada uno de los propuestos, con lo cual deshonraba a los clérigos y causaba molestias al Obispo. No obstante, Vázquez de Velasco era sincero, y habría gobernado estas provincias en buena armonía con el Obispo, si el señor Montenegro no hubiera carecido de tino y discreción. Vázquez de Velasco era no sólo sincero sino piadoso; en persona discurrió de casa en casa por la ciudad, colectando limosnas para socorrer a las monjas de Santa Clara, cuyo templo no podía concluirse por la pobreza del monasterio69.

Había a la sazón en la Real Audiencia de Quito un ministro docto, el doctor don Diego Andrés de Rocha, muy conocido en la república de las letras; Rocha vino al principio como fiscal, y después obtuvo plaza de oidor en esta cancillería. En la época a que hemos llegado con nuestra narración, los oidores que componían el tribunal de Quito eran el doctor don Alonso del Castillo, el doctor don Antonio Díez Solier de San Miguel, el doctor don Tomás Berjón de Caviedes y el licenciado don Fernando de Velasco. Estos letrados, aunque como católicos profesaban en toda su pureza la fe cristiana y los dogmas de la   -252-   Iglesia romana, con todo, en punto a disciplina eclesiástica principalmente por lo que respecta a las regalías del patronato y a los fueros de la autoridad civil, sostenían opiniones erradas y máximas absurdas; para ellos un obispo no era más que un vasallo del Rey y, en todas partes y en toda ocasión, estaba obligado a conducirse como inferior a la Audiencia, porque ella hacía en estas partes las veces del Soberano, ejercía su poder y era la depositaria de su autoridad. El obispo Ugarte y Saravia había ordenado guardar en las funciones sagradas el Ceremonial romano, como ley obligatoria para los eclesiásticos en lo que atañe a las ceremonias del culto; vino el señor Montenegro y quiso cumplir con lo prescrito en el Ceremonial, mandó observar sus rúbricas y dispuso que sean puestas en práctica. Si los oidores habían afligido al anciano obispo Saravia, saliéndose de la Catedral y haciendo otras demostraciones escandalosas, cuando ordenó guardar el Ceremonial romano; al señor Montenegro le contradijeron tenazmente y le acusaron ante el Consejo de Indias, poniéndole la tacha de orgulloso y desacatado para con la autoridad real, porque en las iglesias se sentaba en sitial con dosel, porque se hacía acompañar de diáconos asistentes y porque consentía que los predicadores le saludaran primero a él que a la Audiencia. Mientras el Real Consejo de Indias fallaba acerca de la observancia del Ceremonial romano, el Obispo se abstuvo de concurrir a las fiestas religiosas; al fin, el Consejo resolvió que se guardara el Ceremonial romano y las costumbres de la Catedral de Quito. Parecía, pues, que este asunto quedaba   -253-   terminado; mas no sucedió así; antes la disputa principió de nuevo, pues el Fiscal sostuvo que el Obispo no podía gozar de los honores del Ceremonial romano, porque hasta entonces los obispos de Quito no los habían gozado. Todavía la discordia entre los oidores y el Obispo continuó; en una fiesta a que asistían en la Catedral los oidores y el Obispo, mandó éste a un sacristán que subiera al púlpito y quitara el paño con que estaba adornado, porque un fraile que iba a predicar el sermón de la fiesta había convenido con los oidores en que, para predicar, no era necesaria la licencia del Obispo; así públicamente el señor Montenegro castigó al religioso y humilló a los oidores. Ni se limitó a esto; en sus pláticas los reprendió y censuró con tanta claridad y acrimonia, que ellos se vieron afrentados por el Prelado ante el pueblo, a quien le agradaba que el Obispo quebrantara la arrogancia de sus compatriotas.

Estando así envenenados los ánimos, ocurrió un suceso al parecer insignificante, pero que dio ocasión para un ruidoso disgusto entre la Audiencia y el Obispo. Un sábado, 6 de mayo de 1656, se celebraban los funerales de una monja en la Concepción; asistían los canónigos y muchos clérigos de la ciudad, todos los cuales solían entrar al convento y dar la vuelta por los claustros del primer patio, haciendo la procesión solemne, que en aquellos casos se acostumbraba con el cadáver antes de cantar la vigilia. Supieron los oidores que se harían los funerales con todas las ceremonias de costumbre y, confiriendo entre ellos, resolvieron impedir la entrada de los canónigos y de los demás clérigos al monasterio. La   -254-   víspera de los funerales presentó el canónigo don Pedro Gamiz ante el Cabildo eclesiástico un escrito, por medio del cual reclamaba la observancia de los Cánones en punto a la clausura de los conventos de monjas; y pedía que los canónigos se abstuvieran de entrar al día siguiente en el monasterio de la Concepción; los canónigos desecharon como impertinente la solicitud de su colega Gamiz, pues había un auto del obispo Saravia, por el cual estaba permitida la entrada de los sacerdotes a los conventos de monjas en los funerales de las religiosas, siempre que se guardaran todas las condiciones en el mismo auto determinadas. Gamiz obraba de acuerdo con los oidores y así elevó su queja a la Audiencia, y entabló recurso de fuerza contra los canónigos por quebrantamiento de los Cánones y violación de la clausura monástica; el tribunal aceptó la apelación, declaró que a la Cancillería Real, como representante de la autoridad del Soberano, le incumbía el deber de hacer que se cumplieran las leyes canónicas, y designó a dos de los oidores para que pasaran inmediatamente a la Concepción e impidieran la entrada de los clérigos y del Cabildo al convento. Los oidores nombrados fueron los doctores don Antonio Díez de San Miguel y Solier y don Tomás Berjón de Caviedes; recibida la comisión, pasaron a cumplirla al instante. Habían comenzado ya los divinos Oficios; los canónigos y los clérigos estaban dentro del convento, rodeando los claustros en procesión; llegaron los oidores a la iglesia y, por medio de un escribano, le pidieron permiso para entrar al convento al Provisor, que se hallaba ahí   -255-   presente. El Provisor era el licenciado don Domingo Acebos, el cual estaba sentado en un escaño, hablando con un fraile agustino; oyó el recado de los oidores y respondió con sorna; estudiaré primero la cuestión en los autores y después veremos; y diciendo esto, se levantó de su asiento y se entró a la sacristía. Los oidores no hicieron caso de la respuesta del Provisor, y ambos se metieron de rondón por el coro bajo en los claustros del convento, y, bastón en mano, atropellaron la procesión, intimando a gritos a los clérigos y canónigos que luego, al punto, salieran fuera; en aquel instante la procesión hacía alto en uno de los ángulos del claustro; los clérigos continuaron cantando, con énfasis, el responso, sin darse por entendidos de los gritos de los oidores, y la función religiosa prosiguió sin alteración ninguna.

Al otro día, el Vicario recibió informaciones acerca de lo ocurrido con los oidores; y, como constara que habían violado la clausura del convento, los declaró excomulgados y puso los nombres de ambos en tablillas a la puerta de las iglesias. Esto pasaba un día domingo; el señor Montenegro estaba ausente, y llegó a Quito a las tres de la tarde de aquel mismo día; supo lo que ocurría e inmediatamente absolvió a los oidores. Éstos, empero, no echaron en olvido la injuria que les hiciera el Vicario.

A petición del doctor don Diego Andrés de Rocha, fiscal de la Audiencia, siguieron informaciones contra el Vicario, y resolvieron que fuera penado con multa y destierro. Las informaciones eran no sólo acerca de haber excomulgado   -256-   a dos oidores, sino además sobre su conducta como provisor y su comportamiento privado. Hecho el proceso, ocurrieron al Virrey y, de acuerdo con él, pidieron al Obispo, y le requirieron que destituyera a su Vicario y lo expulsara del obispado; resistiose el señor Montenegro; mas, al fin, tuvo que ceder. Nombró a don Domingo de Acebos su procurador en la Corte, y lo hizo salir decorosamente de esta ciudad. La separación de este individuo era necesaria no sólo para la armonía entre la Audiencia y el Obispo, sino hasta para la misma tranquilidad pública, esa tranquilidad que nace del acierto de los gobernantes. El licenciado Acebos no tenía más que la tonsura y las cuatro órdenes menores; ni se abrió corona ni vistió hábito talar; siempre acicalado; barba poblada, espeso y bien peinado bigote; ¿quién podía creer que nuestro Licenciado fuera el provisor y vicario general del Obispo? Nada amigo de miramientos sociales, recibía a todos acostado en la cama, de la cual ordinariamente se levantaba a las doce del día; humillaba y afligía a los sacerdotes, tratándolos con suma descortesía; y por muy leves motivos los mandaba poner en la cárcel; no era más considerado con los seculares, por cuyo motivo todos generalmente lo aborrecían. Hombre de condición recia, falto aun de delicadeza y cultura social, cuando le hacían notar que la excomunión era muy humillante para los oidores, y que a personas constituidas en tan elevada dignidad convenía tratar con mayor miramiento, respondía: «¡¡De sus señorías sólo para esto he menester...!!»; al mismo tiempo hacía ademán de levantarse   -257-   la ropa por detrás... Cuando salió de Quito, la ciudad entera hizo demostraciones de contento.

Don Domingo de Acebos vino a América como comerciante; y aunque era ya entrado en edad, abandonó los negocios y solicitó ser incorporado en el estado eclesiástico; el señor Montenegro, por una de aquellas censurables condescendencias, tan propias de la debilidad de su carácter; apenas admitió a Acebos en el clero de Quito; cuando le entregó el gobierno del obispado, nombrándolo su provisor y vicario general. Acebos no era ignorante, pues tenía el grado de licenciado en Cánones por la Universidad de Salamanca. Desterrado de Quito, pasó a Cartagena, desde donde se embarcó para España; allá gestionó en su defensa ante el Consejo de Indias y se le permitió regresar nuevamente a esta ciudad. En efecto, después de permanecer en Madrid algunos años, tornó otra vez a Quito, y entonces fue cuando recibió las órdenes sagradas y desempeñó el ministerio de párroco en el asiento de Ambato.

De los oidores, el doctor Solier fue trasladado a Charcas, y Berjón de Cabiedes a Lima; Rocha, después de algún tiempo, pasó también a Lima, y en su lugar recibió la plaza de fiscal de Quito el doctor don Juan de Peñalosa.

Reprobó el Rey el que los ministros de la Audiencia se hubieran extralimitado de la órbita de su jurisdicción, procesando al Vicario y constriñendo al Obispo a desterrarlo de la diócesis; y reprendió a los dos oidores por haber violado la clausura entrando, sin previa licencia de la autoridad eclesiástica, en el convento de la Concepción. Tal fue el término que tuvo este asunto, a   -258-   los seis años después de haber sucedido las discordias entre la Audiencia y el célebre don Domingo de Acebos y Guiana, provisor y vicario general del señor Montenegro. Ya veremos cuán desatinado anduvo este Obispo en la elección de sus provisores y vicarios generales70.

Las esperanzas del pueblo no fueron vanas; el acuerdo se restableció entre el Obispo y los oidores, y la tranquilidad pública volvió a reinar en la perturbada ciudad. Mucho necesitaba Quito de esa calma y serenidad de los ánimos de sus moradores, cuando la naturaleza se preparaba a estallar en convulsiones volcánicas, que habían de causar ruinas y desolación.




V

El 27 de octubre de 1660, hizo el Pichincha la erupción más espantosa, de que hay memoria   -259-   en los anales de esta ciudad. El domingo 24, por la tarde, se oyeron de repente ruidos subterráneos, sordos y prolongados, que, a intervalos de tiempo desiguales, se repitieron hasta el lunes; en la noche del martes fueron más frecuentes y aterradores; el miércoles amaneció el día medio opaco y, a las siete y media de la mañana, se dejó percibir una nube oscura que, como un denso torbellino de humo, se levantaba del Pichincha, se encumbraba en la atmósfera y poco a poco se dilataba en todas direcciones; conforme crecía la nube, se iba oscureciendo el día; a las nueve las tinieblas eran tan cerradas que no se podían distinguir los objetos, y fue menester encender candelas para poder estar en las casas y andar en las calles; haciéndose más compacta la oscuridad, aumentó el terror; la llama del volcán, reverberando en lo negro del humo que cubría los aires, se percibía desde lejos; los bramidos continuaban; una lluvia copiosa de tierra y de piedras caía sin cesar y los temblores de tierra se repetían con frecuencia; en las calles al principio los transeúntes no se podían ver unos a otros por la oscuridad, y las linternas y los faroles alumbraban apenas en medio de una atmósfera saturada de polvo y de ceniza; cuando comenzó la lluvia de tierra, caían piedrecitas menudas, pero después era una granizada de trozos de piedra pómez del tamaño del puño de la mano, los cuales descendían con una celeridad terrible, como impelidos de un viento fuerte; a las tres de la tarde, la lluvia de tierra se cambió en arena fina, y más luego en polvo ceniciento muy sutil, el cual continuó cayendo toda aquella noche y gran parte del día siguiente.   -260-   Los temblores se repitieron por varios días y la lobreguez del cielo perseveró hasta el primero de noviembre.

Durante todo el siglo decimoséptimo se halló la cordillera de los Andes en un estado de actividad volcánica notable; los temblores fueron frecuentes y algunos violentos; las erupciones de los volcanes, terribles. El Pichincha se manifestó encendido constantemente, hizo varias erupciones, que se sucedieron unas a otras en períodos desiguales de tiempo, y la última de 1660 fue formidable; las escorias y lava que arrojó, hacia el lado de Occidente, fueron tan abundantes que colmaron algunos valles e hincheron varias quebradas de simas profundísimas; la ceniza que llovió en las faldas orientales alcanzó a medir más de una cuarta sobre el suelo, y las aguas de los aguaceros, aunque prontos y frecuentes, tardaron algunos meses en limpiarla de las calles de la ciudad y de los campos. Uno de los temblores fue tan fuerte que derribó parte de la cumbre del cerro de Sincholagua, que en la cordillera oriental queda en frente del Pichincha; el lodo, la nieve y las rocas rodaron hasta el río de Alangasí, llenaron el cauce y represaron por varios días las aguas; y, cuando éstas, rompiendo el dique volvieron a correr, hubo en el valle de Tumbaco y en el de Chillo una inundación que arrasó los sembrados, y se llevó los ganados que encontró en el trayecto recorrido por la avenida de las aguas. En la misma cordillera occidental, sobre la que se levanta el Pichincha, se encendió el picacho de Cansacoto, despidió llamas de fuego y columnas de humo, lanzando una explosión de   -261-   lava sobre el valle de Lloa; la naturaleza entera parecía haberse puesto en un estado de conflagración, atravesando un período de actividad volcánica bajo la influencia de causas físicas desconocidas.

Estos fenómenos terribles, ante los cuales el hombre palpa su debilidad, no pudieron menos de aterrar a los moradores de Quito; los bramidos del volcán, los truenos subterráneos, los temblores repetidos, la oscuridad que trocó el día en noche tenebrosa y que robó la claridad del cielo durante cuarenta horas, la lluvia de cenizas y piedras que arreciaba por instantes, y el ruido sordo que formaban las escorias al caer sobre los tejados, infundieron tanto pavor en los quiteños que creyeron que, trastornándose violentamente los montes, iban a perecer sin remedio; abriéronse las iglesias, y en todas ellas se expuso el Santísimo Sacramento; hiciéronse rogativas y procesiones de penitencia no sólo el primer día, sino los tres siguientes; no hubo una sola persona que permaneciera tranquila en su casa, pues hasta los enfermos abandonaron el lecho y se hicieron llevar a las iglesias; nadie cuidó de su comida ni de sus bienes, y todos esperaban acabar la vida de un momento a otro. A las once del día, en lo más recio de la erupción, acudieron a la iglesia de la Merced el Obispo, los canónigos, los oidores y todos los miembros del Ayuntamiento, y allí, en presencia de la imagen de la Virgen Santísima, renovaron el voto que ochenta y cinco años antes, en 1575, asimismo en otra reventazón del Pichincha, habían hecho nuestros mayores; y, con las manos sobre los Santos Evangelios,   -262-   protestaron y juraron que se entregaban por siervos y esclavos de la Madre de Dios, ellos y todos sus descendientes perpetuamente, poniendo esta ciudad bajo el amparo de la Divina Virgen, en su advocación de las Mercedes, para que Ella la protegiera contra las fuerzas de la naturaleza, cuando amenazaran destruirla. Hecho este juramento y renovado el voto, salieron en procesión llevando el Santísimo Sacramento y la tradicional imagen; en las calles caminaban a tientas, pues las ceras encendidas alumbraban apenas en un ambiente henchido de ceniza; el polvo que levantaban los transeúntes y el que se esparcía y derramaba de los tejados de las casas, de donde lo echaban a los patios y a las calles de miedo de que las techumbres se viniesen al suelo con el peso, causaban una oscuridad mayor y una confusión horrorosa; las gentes daban alaridos en las calles; todo era lloros, gemidos y sollozos; quien se golpeaba el pecho, quien se abofeteaba el rostro; éste publicaba a gritos sus pecados y pedía misericordia; ése se azotaba; aquél caía exánime; ¡dondequiera el desorden y la desolación! Los frailes de todos los conventos discurrían en procesión descalzos y sin capillas; los jesuitas se ocupaban en oír confesiones, y todos los párrocos y demás sacerdotes de la ciudad apenas podían atender al numeroso concurso de fieles, que había invadido los templos y clamaba pidiendo que se les administrara el sacramento de la Penitencia. ¿Quién podrá describir las angustias de aquella noche tan prolongada? Oían dar las horas en el reloj, alzaban los ojos al cielo, examinaban el horizonte, y les parecía que ya no habían de volver   -263-   a ver la luz de un nuevo día; cuando comenzó a clarear por el Oriente, se alegraron, como si en la inesperada alborada del nuevo día recibieran los anuncios de que se les otorgaba nuevamente la vida.

Ésta fue la más terrible erupción del Pichincha; la ceniza arrojada por el volcán se esparció en un circuito de más de ochocientas leguas; pues, por el Norte llegó hasta el páramo de Guanacas; por el Sur avanzó hasta Loja y Zaruma, y por el Oriente cayó en los bosques de las remotas misiones del Marañón; los bramidos subterráneos se oyeron en Pasto y hasta en Popayán; por el lado del Occidente, la ceniza y los aluviones de lava y de escorias trastornaron las selvas y arrasaron completamente todas las haciendas con sus trapiches, casas y sembrados; encontráronse después muchas aves muertas, y los venados y otros animales, huyendo del estruendo, anduvieron desatentados, entrándose hasta en las casas de los pueblos.

Las canales quedaron obstruidas con la ceniza, y la ciudad sufrió mucho por falta de agua; cuando se oscureció el aire el primer día y principió a caer la lluvia de ceniza, hubo un ruido subterráneo fuerte y prolongado, como de una corriente caudalosa de aguas que rodaran con estruendo; los quiteños creyeron que eran torrentes de lava, que, arrojados por el cráter del volcán, bajaban para ahogar en ellos la ciudad, y corrieron despavoridos a ganar las alturas del Panecillo y de las colinas del lado del Oriente, donde esperaban salvar la vida. La erupción fue precedida meses antes por tempestades furiosas, por caídas   -264-   de rayos frecuentes, por truenos nocturnos y, principalmente, por un huracán tan espantoso que arrancó de cuajo algunos árboles e hizo temblar y sacudirse las casas.

El 9 de noviembre acordó el Cabildo secular que don Hernando Gordillo, uno de sus regidores, hombre esforzado y baquiano en las lomas y quebradas del Pichincha, subiera a inspeccionar de cerca el volcán, para conjeturar si todavía amenazaba a la ciudad algún peligro mayor. Gordillo, acompañado de los presbíteros Pedro de la Guerra y Tomás de Rojas, partió a cumplir la comisión del Cabildo; no llegaron al cráter, sino que se quedaron como a dos leguas de distancia temerosos de seguir acercándose, porque el volcán arrojaba humo en abundancia y las llamas, que, de cuando en cuando, asomaban, les hicieron comprender que todavía continuaba en actividad. Los sacerdotes celebraron misa a la vista del volcán, le echaron conjuros y exorcismos y regresaron a la ciudad. Los temblores continuaron, y la alarma de los habitantes era cada día más grande; desde el 27 de octubre, durante cuarenta días, no cesaron los novenarios, las procesiones de penitencia y las rogativas a las imágenes de mayor devoción en cada iglesia. Todos en aquellos días teníamos tragada la muerte, aterrados con los fenómenos que estábamos presenciando, dicen las actas del Cabildo secular de Quito correspondientes al mes de noviembre del año de 1660, de tan funestos recuerdos para nuestros antepasados. El hombre se anonada, con razón, ante las colosales fuerzas de la naturaleza; su inteligencia en esos casos noble sirve sino para hacerle   -265-   conocer los peligros que amenazan su vida71.

Casi un año completo después de la erupción del Pichincha, salió de Quito don Pedro Vázquez de Velasco, y el 23 de enero de 1662 tomó posesión de su cargo el licenciado don Antonio Fernández de Heredia, sucesor inmediato de Vázquez de Velasco y decimotercero presidente de la antigua Audiencia de Quito. El Licenciado Fernández de Heredia era español, y había desempeñado los empleos de fiscal en la Audiencia de Chile, de gobernador de Guancavelica y de oidor en la Real Cancillería de Lima.

El doctor don Pedro Vázquez de Velasco acabó sus días en la misma ciudad de Lima, nueve años después de haber terminado su presidencia de Quito. Vázquez de Velasco era honrado   -266-   y celoso de la moral pública, pero tenía formado un concepto muy desfavorable acerca de la virtud de los quiteños, a quienes los creía muy viciosos y pecadores; este juicio se convirtió en persuasión invencible con la reventazón del Pichincha, pues, según decía el Presidente, semejante castigo no podía descargar el Cielo sino sobre una población muy culpable y criminal.

Fernández de Heredia era soltero, y gobernó tranquilamente desde enero de 1662 hasta mediados de 1665; terminado el tiempo de su mando en estas provincias, regresaba a su plaza de oidor en Lima, cuando falleció en Saña a mediados de noviembre del mismo año de 1665. Hombre económico e ingenioso para adquirir dinero,   -267-   había logrado allegar una gruesa fortuna, de cuyo goce se vio privado, muriendo cuando menos lo esperaba.

El año de 1664, último del gobierno de Fernández de Heredia, celebraron los dominicanos capítulo para la elección de provincial, y hubo, como de ordinario en semejantes ocasiones, dos partidos contrarios, que se hicieron oposición con alborotos y disturbios, que trascendiendo del convento perturbaron la tranquilidad pública de los colonos.

La elección de provincial debía verificarse el 20 de setiembre; era prelado el padre fray Pedro Moret, y pretendía que fuera elegido para sucederle el padre fray Diego Vaca y Ortega, aunque lo contradecían muchos frailes, alegando que el Maestro General de la orden había expedido una patente, en la cual mandaba que no fuera elegido provincial sino uno de los tres padres siguientes, a saber: fray Francisco de la Torre, fray Antonio Vallejo y fray Francisco Salazar; esta patente la había traído de Roma fray Antonio López, pero el Provincial no consintió que los electores fueran notificados con ella; y, para asegurar mejor el buen resultado de la elección, desterró lejos de Quito al padre López.

Este fraile era astuto y constante; permaneció ausente hasta la víspera del día en que debía congregarse el capítulo, regresó a la ciudad y, a hurtadillas, se metió en el convento. Intentó notificar a los frailes con la patente del General, pero el Provincial lo echó fuera y mandó cerrar las puertas del convento. Acudió entonces el padre López al arbitrio de hacer notificar la patente   -268-   por medio de un oficial de la Inquisición; llamó a las puertas, pidió que se las abrieran y fue necesario recibir al notario del Santo Oficio; llevaba éste la patente original, y el padre López una copia legalizada de ella, por lo que pudiera suceder. Los electores estaban reunidos en la sala capitular; presentose el notario y comenzó a dar lectura de la patente; el padre Moret se acercó y arrebatándole de las manos la patente, la volvió pedazos; el padre López sacó la copia legalizada, y la iba a pasar al notario, cuando otro Padre, precipitándose contra él, se la quiso quitar; el fraile López defendió su copia, pero el otro le dio tal mordisco en la mano que se la hizo soltar. Levantose una grita espantosa en la sala; todo fue desorden y tumulto, y la elección quedó aplazada para mejor tiempo.

El padre Moret imploró el auxilio del brazo secular, y el Presidente se lo ofreció tan bastante como lo hubiera menester; alegaba el Provincial que la patente del General era sacada con engaño; que de los tres candidatos propuestos en ella, el uno había muerto y el otro estaba excomulgado, que, por consiguiente, la elección era imposible, viéndose precisados a dar sus votos al tercero. La Audiencia declaró que la patente era contraria al ejercicio del real patronazgo y mandó recogerla; fortalecido con la protección del poder civil, procedió enérgicamente el padre Moret; encerró en la cárcel al padre López, y lo tuvo recluso mientras se celebraba el capítulo; el presidente Fernández de Heredia estaba enfermo, pero se hizo trasladar en silla de manos al convento y asistió a la elección, a fin de impedir   -269-   las alteraciones y disturbios de la comunidad. Verificose la elección y salió elegido el mismo padre Vaca y Ortega, en cuyo favor había desplegado tanto celo el padre Moret.

El padre general de los dominicanos avocó a su tribunal el conocimiento de todo lo sucedido en el capítulo de Quito, y decretó que la elección del padre Vaca y Ortega había sido válida; pero condenó como un abuso el que el padre Moret hubiese excomulgado sin suficiente causa al padre Vallejo, uno de los de la terna. Esta resolución se dictó en Roma, el 16 de mayo de 1666, dos años después de celebrado el capítulo, y fue trasmitida a Quito, cuando al padre Vaca y Ortega le faltaba poco tiempo para terminar los cuatro años de provincialato.

El padre López era inquieto, ambicioso, amigo de revueltas y nada observante de la vida claustral. Tampoco el padre Moret estaba adornado de muchas virtudes; era catalán, nativo del pueblo de Sabadell, y había vestido el hábito en Barcelona; como en ese tiempo estuviera prohibido que los catalanes pasaran a América, se fingió valenciano y alcanzó pasaporte; excomulgó injustamente a uno de los tres candidatos propuestos por el Maestro General en su patente, y así que logró su intento de darse por sucesor al padre Vaca y Ortega, regresó a Cataluña, llevándose cuarenta mil pesos, recogidos de las pensiones de los curatos durante su provincialato. Argumento invencible para que los prelados regulares defendieran los privilegios canónicos, que tan pingües emolumentos producían a los que habían hecho voto solemne de pobreza... ¡Tantas   -270-   y tan tristes contradicciones hay, por desgracia, entre nuestras doctrinas y nuestras acciones! Los privilegios fueron causa poderosa de relajación, y se obstinaban en sostenerlos los mismos a quienes tan grande ruina espiritual causaban. La intervención en el capítulo de los dominicanos es el único acto notable que del presidente Fernández de Heredia ha llegado a noticia de la posteridad72.





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ArribaAbajoCapítulo decimoquinto

Los presidentes don Diego del Corro Carrascal y don Lope Antonio de Munive


Muerte del rey Felipe cuarto.- Virreyes que gobernaron el Perú durante el reinado de Felipe cuarto.- Menor edad de Carlos segundo. La regencia.- El doctor don Diego del Corro Carrascal, decimocuarto presidente de Quito.- Su muerte.- El obispo Montenegro es nombrado presidente interino de Quito.- Don Lope Antonio de Munive, decimoquinto presidente de la antigua Real Audiencia.- El convento de monjas de Santa Catalina.- Disturbios entre las religiosas.- Don Diego de Laje ejerce el cargo de vicario general del obispado.- Su conducta.- Su destierro.- El vicario Laje en Bogotá.- Sentencia del Consejo de Indias.- Los últimos años de la vida del señor Montenegro.- Juicio acerca de este Prelado.



I

Hemos llegado al término del primer siglo de la fundación de la Real Audiencia. El licenciado don Antonio Fernández de Heredia acabó el período de su gobierno como presidente, en el año de 1665, el mismo en que murió el rey don Felipe cuarto; el primer siglo de la fundación de la Audiencia comprende los reinados de Felipe segundo, de Felipe tercero y de Felipe cuarto; fundada en 1564, contaba precisamente un siglo de duración cuando murió Felipe cuarto, y principió la época del reinado de Carlos segundo, el último soberano español de la dinastía de Austria.

  -272-  

Felipe cuarto ocupó el trono por el espacio de cuarenta y cuatro años; en ese largo transcurso de tiempo se sucedieron seis virreyes en el gobierno del Perú, y hubo otros tantos presidentes en la Audiencia de Quito, desde el doctor Morga, enviado por Felipe tercero, hasta Fernández de Heredia, el último que eligió y nombró Felipe cuarto.

Los seis virreyes, que gobernaron el Perú durante el reinado de Felipe cuarto, fueron don Diego Fernández de Córdoba, marqués de Guadalcázar; don Luis Fernández de Cabrera, conde de Chinchón; don Pedro de Toledo y Leiva, marqués de Mancera; don García Sarmiento, conde de Salvatierra; don Luis Enríquez de Guzmán, conde de Alba de Aliste, y don Diego de Benavides, conde de Santistevan; el estado del Perú en ese tiempo, a pesar de las buenas dotes de gobierno de que generalmente estuvieron adornados los virreyes, fue de atraso y de decadencia más bien que de prosperidad y engrandecimiento.

Cuando falleció Felipe cuarto, su hijo y sucesor, Carlos segundo se hallaba, apenas de cuatro años de edad, y el gobierno de la decadente monarquía fue confiado a la reina doña Mariana de Austria, viuda de Felipe cuarto y madre de Carlos segundo. Aquélla fue verdaderamente época de postración y de abatimiento para la nación española; Felipe cuarto era magnánimo, generoso y amigo de las letras; pero la historia no ha confirmado el título de grande, con que los cortesanos lisonjearon la vanidad de un soberano, bajo cuyo gobierno, perdida hasta la gloria de las armas, no le quedó a España más que la arrogancia,   -273-   fundada en el recuerdo de una grandeza que había fenecido.

Los reinados de Felipe tercero y de Felipe cuarto son famosos por la indolencia de los monarcas para gobernar por sí mismos, y por el abandono del cetro a merced de privados y de validos, cuyo único anhelo era su propio enriquecimiento, a expensas de la moral pública y del bien general; los empleos y las dignidades no eran para los que los merecían, sino para el que contaba con mejores valimientos en la Corte. El reinado de Carlos segundo fue todavía más funesto y los diez años de regencia, que le precedieron, causaron una postración moral de la que no era poderosa para levantar a la vasta monarquía, la enfermiza y débil mano del pusilánime biznieto de Felipe segundo. Las colonias americanas no pudieron menos de sentir la influencia que ejercía, necesariamente sobre ellas, el estado de la metrópoli; las provincias que componían el distrito de la Audiencia de Quito, por causas particulares, fueron decayendo de día en día hasta venir a un extremo de pobreza, que alarmó a las autoridades. Qué causas fueron esas lo diremos después; ahora reanudemos el hilo, por un momento interrumpido, de nuestra narración.

Con la partida del licenciado Fernández de Heredia, quedó vacante la presidencia, y el gobierno pasó interinamente a manos de los oidores, presidiendo en la Audiencia el más antiguo de ellos. La venida del nuevo Presidente tardó cinco años; pues, mientras en la Corte se organizaba el gobierno de la regencia, hubo de padecer   -274-   retardo el nombramiento de empleados subalternos para la administración de las colonias. En mayo de 1666 se tuvo en Quito noticia de la muerte de Felipe cuarto; el 19 de junio se celebraron los funerales por el Rey muerto; y el 2 de julio, las fiestas de la proclamación de su heredero y sucesor, alzando pendones esta ciudad por Carlos segundo, y reconociéndolo por Rey y señor natural de España y de las Indias Occidentales73. La Audiencia estaba presidida a la sazón por el doctor don Alonso Castillo de Herrera, hijo de aquel otro Oidor del mismo nombre y apellido, que figuró en tiempo del visitador Mañozca; el tribunal lo formaban el doctor don Luis Merlo de la Fuente, el licenciado don Luis de Lozada Quiñones, don Diego de Inclán Valdez y don Carlos de Cohorcos. Así continuaron las cosas en esta ciudad, hasta el año de 1670, en que vino proveído por presidente el doctor don Diego del Corro Carrascal.

Antes fue nombrado don Álvaro de Ibarra, sacerdote docto, de morigeradas costumbres y uno de los mejores jurisconsultos que entonces había en Lima, de donde era nativo. El nombramiento de presidente de Quito le llegó en 1668; mas, cuando se disponía para venir a esta ciudad, lo detuvo en Lima el conde de Lemos, para que le sirviera de consejero en el gobierno del virreinato.   -275-   El doctor don Álvaro de Ibarra se educó en Lima, fue alumno del colegio de San Martín y regentó, por más de once años, la cátedra de Código y la de Prima de Leyes en la Universidad de San Marcos; desempeñó el cargo de protector de indígenas, y fue muy respetado por su saber y por su probidad. Ocupó destinos elevados en la colonia, y murió estando presentado para obispo de Trujillo en 167574.

Por la renuncia del doctor Ibarra, recayó la elección en el doctor don Diego del Corro Carrascal, el cual fue el decimocuarto presidente de Quito en tiempo de la colonia, y el primero que para esta Audiencia nombró la Reina Gobernadora, durante la menor edad de Carlos segundo. El nuevo Presidente era clérigo; antes de venir a las Indias estuvo algunos años en Sevilla, ejerciendo el cargo de profesor de Derecho en la Universidad de aquella ciudad; su primer destino en América fue el de inquisidor en Cartagena, de donde ascendió al de presidente de la Audiencia de Quito. Apenas llegó aquí, cuando dio motivos de queja a los oidores, quienes llevaron muy a mal que el Presidente infringiera   -276-   las severas prescripciones del ceremonial de la recepción, convidando, a la comida del día de la toma de posesión, a personas que no pertenecían a la Real Cancillería, y, sobre todo, dando la presidencia de honor en la mesa al Obispo, cosa que, a juicio de los oidores, ajaba la majestad del tribunal. La armonía entre el Presidente y el Obispo se conservó inalterable, y hubo dos años de completa tranquilidad.

Don Diego del Corro, aunque no había querido obtener dignidad ni destino alguno en Indias de miedo de condenarse, con todo, echó de menos en Quito una plaza de toros y, como español de raza, no pudo pasar sin corridas; todos los jueves hacía sacar de la casa de rastro los novillos que hubiera para el abasto de carne, y los mandaba lidiar en la plaza mayor; la corrida principiaba desde las dos de la tarde, y aunque los novillos estaban contenidos por lazos, sin embargo, las desgracias eran frecuentes. En la plaza mayor estaba entonces el mercado, y las indias vendedoras de víveres y de fruta preferían exponerse a los peligros de la corrida antes que abandonar sus ventas, y sucedió que muchas de ellas fueran estropeadas por los toros. El Presidente presenciaba las corridas desde la galería de la Audiencia. Asimismo todos los sábados, a las cinco de la tarde, había corridas en la plazuela llamada de la carnicería, porque estaba delante de la casa de rastro, y el Presidente las veía, lleno de gusto, de una ventana de una casa cualquiera. Tanta llaneza para estas diversiones semanales, contrastaba con la exigencia en punto a honores y en el tribunal, pues el doctor Corro no se conformaba   -277-   con que se le hicieran los de costumbre, sino que reclamaba otros mayores.

Durante los dos años de su gobierno, casi no tuvo molestias ni contradicciones de ninguna clase; desterró al prior del convento de los dominicanos fuera de la ciudad, por las quejas que los frailes jóvenes le dieron, acusándole de duro y áspero de condición; mas luego hubo de alzarle el destierro para obedecer al Virrey, a quien el Prior pidió protección y defensa contra los abusos del Presidente; y puede asegurarse que éste fue el único hecho notable que aconteció en aquel tiempo. Cuando hechos de esta naturaleza llaman la atención del público, la sociedad se halla muy sosegada; así estaba la de la colonia en aquella época.

El 9 de marzo de 1673, jueves por la mañana, murió en Quito el presidente Diego del Corro Carrascal; había tomado posesión de su destino el 20 de septiembre de 1670. Cuando murió estaba ascendido a la presidencia interina de Bogotá; pero la cédula en que se le comunicaba su ascenso llegó después de su muerte. Al mismo tiempo, recibió el obispo Montenegro otra cédula real, por la que se le mandaba tomar a su cargo la presidencia, mientras el doctor Corro Carrascal pasaba a desempeñar interinamente la capitanía general y la presidencia del Nuevo Reino de Granada en Bogotá. El Obispo tomó las riendas del gobierno y ejerció el cargo de presidente interino de la Audiencia, cuatro años dos meses, desde marzo de 1774 hasta mayo de 1778; era ya de casi ochenta años de edad, y aunque todavía estaba vigoroso, conoció   -278-   que no podía desempeñar a un mismo tiempo las funciones de presidente y los arduos deberes de su ministerio pastoral, y así representó a la Corte y suplicó que cuanto antes se nombrara un presidente propietario. Sabiendo los ahogos del Tesoro Real, no quiso el Obispo percibir ni un maravedí del sueldo, que como a presidente le correspondía75.

El doctor don Diego del Corro Carrascal había desempeñado antes, por dos años, la presidencia interina y el gobierno del Nuevo Reino de Granada, adonde se le mandaba volver para que, por segunda vez, ejerciera los mismos cargos. El obispo Liñán y Cisneros había terminado la visita de la Audiencia de Bogotá, y el presidente Villalva continuaba suspenso del ejercicio de su destino; suspenso seguía también todavía el otro presidente, don Pedro Pérez Manrique, condenado a ocho años de privación de su empleo, y el Obispo Visitador debía trasladarse a Charcas, a cuya sede metropolitana acababa de ser ascendido. Don Diego del Corro no contaba todavía ni cuarenta años de edad, cuando murió aquí en Quito; era extremeño, natural de Fuente de Cantos, hijo legítimo de doña María de Carrascal y Prado y de Gonzalo Fernández del Corro, alguacil mayor de la Inquisición de Llerena, ambos oriundos de antigua y nobilísima alcurnia76.

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El último tercio del siglo decimoséptimo fue período de inquietudes y de temores para las colonias, principalmente para el virreinato del Perú, con motivo de las invasiones frecuentes de los piratas y filibusteros; apoderados de Jamaica los ingleses, hicieron de la isla un punto de reunión, desde donde armaban expediciones y caían sobre las colonias, devastando las poblaciones del Atlántico. En 1670, el famoso capitán Morgan acometió el castillo de Chagre, venció a la guarnición que lo defendía, atravesó el istmo y dio sobre Panamá; tomó la ciudad por asalto, se apoderó de ella y, después de haberla saqueado, le prendió fuego. La noticia de la presencia de corsarios llegó a Quito en 1671; hiciéronse levas de gente en todas las provincias y se organizó un cuerpo de tropa, compuesto de ochocientos hombres, para guarnecer Guayaquil; de éstos, por orden del Virrey, fueron enviados trescientos a Panamá para defender la ciudad; pero llegaron tarde y cuando ya aquélla estaba saqueada y quemada.

Tres años después cundió por todo el Perú la noticia de que habían asomado naves enemigas en las aguas del Pacífico, y se aseguraba que los ingleses habían desembarcado en las costas del sur de Chile, y que allí estaban haciendo un   -280-   establecimiento. Esta noticia era falsa, pero causó mucha alarma en todo el virreinato. Los filibusteros de las Antillas cada día se manifestaban más poderosos y, por consiguiente, más temibles; su audacia y arrojo inspiraban miedo, y la barrera del Istmo estaba franqueada; no era difícil que se presentaran de nuevo en el Pacífico; el camino del Sur les era muy conocido. Estas consideraciones dieron calor al empeño de fortificar la ciudad de Guayaquil, de guarnecerla y de ponerla en condiciones de rechazar una invasión. El Obispo Presidente mandó formar compañías de soldados, ordenó fundir dos pedreros y preparó recursos para hacer frente a la armada de los ingleses, que, por momentos, se esperaba ver fondeada en la Puná; mas, por fortuna, cesaron las inquietudes y volvió la calma no sólo a Quito, sino a todas las provincias, cuando se recibió el aviso de que no había indicio alguno de naves enemigas en las aguas del Pacífico. En aquella época España había hecho la paz con Inglaterra y con Holanda; pero a pesar de los tratados y alianzas de aquellas naciones con la metrópoli, las colonias americanas continuaban expuestas a las depredaciones y a las violencias de los corsarios. La fuerza naval de España estaba postrada, los puertos principales de América continuaban desguarnecidos y, por el sistema de aislamiento a que vivían condenados los pueblos americanos, en toda nave que no fuera española veían una invasión de corsarios, y a todo extranjero lo juzgaban pirata. Así sucedió con la armada del capitán inglés Narborough, que, en 1671, atravesando el Estrecho de Magallanes, entró en   -281-   el Pacífico con propósitos puramente científicos y mercantiles77. La alarma de 1674 fue causada por la indiscreción, con que las autoridades españolas de Chile y de Lima dieron crédito a las noticias vagas, que algunos salvajes del archipiélago de Chiloé esparcieron acerca de la llegada de buques ingleses a las costas australes de nuestro continente; las inquietudes no calmaron, sino cuando regresaron al Callao las naves exploradoras, que en demanda de los tan temidos corsarios despachó, a la boca del Estrecho, el virrey de Lima conde de Lemos.

Cesó en Quito la agitación causada por la noticia del aparecimiento de naves piráticas en las aguas de Chile; pero inmediatamente disturbios domésticos de muy distinto género alteraron la paz de la ciudad y causaron escándalos en las familias. Hubo en los postreros años de la vida del ilustrísimo señor Montenegro tres acaecimientos, que le amargaron el ánimo y afligieron notablemente. Hablaremos de cada uno de ellos y los referiremos punto por punto.




II

Como sucesor de don Diego del Corro Carrascal fue nombrado el licenciado don Nicolás de las Infantas, inquisidor de Sevilla; pero la cédula de su nombramiento, expedida el 18 de mayo de 1674, no tuvo efecto, porque el elegido murió antes de venir a América; en su lugar fue   -282-   designado el licenciado don Lope Antonio de Munive, oidor de la Audiencia de Lima, el cual tomó posesión de la presidencia el 29 de enero de 1678. El obispo Montenegro fue presidente sólo interino; y, por esto, don Antonio de Munive es el decimoquinto presidente de la época de la colonia.

Don Lope Antonio de Munive era español de nacimiento, había dictado una cátedra de Derecho en Salamanca, y ejercido en el Perú el cargo de gobernador de las minas de Guancavelica; por comisión de la Reina Gobernadora, pasó a Chile a residenciar al famoso don Francisco Meneses, contra cuyos abusos y desafueros se habían elevado muchas quejas a la Corte. Evacuada la comisión, volvió a su plaza de oidor de Lima, hasta que fue promovido a la presidencia de Quito. Munive fue el primer presidente nombrado por Carlos segundo; cuando vino a esta ciudad era ya hombre maduro, estaba casado y trajo consigo a su esposa, doña Leonor de Garavito, y seis hijos varones. El nuevo presidente era caballero del Orden de Alcántara, de ingenio sagaz; de voluntad enérgica; nada amable, antes adusto e imperioso; cualidades que en un momento lo hicieron dueño absoluto de la colonia, en la cual por diez años gobernó, sin más ley que su propia voluntad, ni otro norte que el de enriquecerse78.

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Poco tiempo antes que llegara a Quito, aconteció un suceso, en el cual, más tarde, don Antonio de Munive tuvo una participación muy trascendental. El hecho fue el siguiente. El convento de Santa Catalina, fundado a fines del siglo anterior por la señora Siliceo, se conservaba todavía bajo la jurisdicción de los religiosos dominicanos. En 1615, dejaron las primeras casas en que se fundó el monasterio, y pasaron las monjas a las que habían comprado en el sitio donde están actualmente; el número de religiosas aumentó mucho con el tiempo, y, a proporción, creció también el de las criadas y recogidas, que moraban dentro de la clausura, pues cada religiosa, además de sus sirvientes, amparaba a una o más doncellas seglares, que vivían bajo su cuidado y dependencia. Hacía tiempo a que entre las monjas reinaba la desunión y la desconfianza; las ancianas querían continuar bajo el gobierno de los frailes; las jóvenes trabajaban por independizarse, poniéndose bajo la jurisdicción del Ordinario eclesiástico; no se guardaban reglas ni constituciones monásticas; la voluntad del provincial de los dominicos era la única ley que se acataba. El fraile capellán entraba al convento muy a menudo, y permanecía solo dentro de la clausura largas horas; con pretexto de auxiliar a bien morir a las monjas, entraban dos frailes; y, mientras   -284-   el uno estaba en la celda de la enferma, el otro vagaba a su placer de aposento en aposento; no permitían que ningún religioso de otra comunidad, ni ningún clérigo celebrara misa en la iglesia; dicha la misa por el Capellán, se cerraban las puertas de la iglesia; vez hubo en que a otros sacerdotes, despojándolos de los ornamentos sagrados de que estaban ya revestidos para celebrar, los despidiera con desaire el Capellán. Jamás se consentía a las monjas confesarse con sacerdote que no fuera dominico; y tan celosos eran de esto que prefirieron el que una monja muriera sin confesión, antes que condescender con ella permitiendo que la confesara un sacerdote de otro convento; aún había algo más que la historia no puede menos de callar, por el respeto que se debe al decoro del estado eclesiástico. Las monjas vivían ocupadas constantemente en servir a los frailes en todo cuanto éstos necesitaban o querían, sin que ni aun a los hermanos legos pudieran rehusarles nunca las faenas de lavarles la ropa y hacer otras cosas semejantes, propias de las más humildes esclavas.

Acercábase el año en que las monjas debían hacer la elección de priora del convento, y el provincial de Santo Domingo determinó anticipadamente la religiosa que había de ser elegida; dividiose la comunidad; unas condescendieron con el Provincial; otras se opusieron; como era mayor el número de éstas que el de aquéllas, el Provincial dio instrucciones oportunas a los confesores para que a las resistentes les impusieran en penitencia sacramental, la obligación de dar el voto por la monja que él había designado. Semejante   -285-   medida exasperó a las religiosas, y se afirmaron en el propósito, que ya de antemano tenían formado, de entregarse a la jurisdicción del Ordinario. Era provincial el padre Jerónimo Cevallos, fraile de menguado ingenio, pero terco e inflexible; observó la resolución de las monjas, se irritó y, para doblegarlas y rendirlas, azotó a una de ellas, creyendo que, acobardadas, las demás cederían; mas se engañó, porque las monjas elevaron una solicitud al Obispo, pidiéndole que las protegiera contra el Provincial y las tomara bajo su inmediata jurisdicción. Esto pasaba en los postreros meses de la presidencia del ilustrísimo señor Montenegro, cuando el gobierno eclesiástico estaba desempeñado por el doctor don Manuel Morejón, canónigo de esta Catedral y provisor y vicario general del Obispo. El canónigo Morejón era uno de aquellos espíritus fogosos que siempre se van a los extremos; lleno de osadía, falto de consejo, y tanto más atrevido cuanto mayores eran las dificultades en que tropezaba, aceptó la representación y pronunció un auto, por el cual declaraba que las monjas eran puestas en depósito bajo la autoridad del diocesano, hasta que el Papa resolviera a quién debían estar sujetas en lo futuro; pronunciado el auto, pasó al convento, reunió la comunidad y nombró a la madre Leonor de San Martín para que, como presidenta, gobernara provisionalmente el monasterio.

Con semejante medida, en vez de apagar el fuego de la discordia, en que ardía la comunidad, lo atizó; la división de los dos partidos se ahondó más, y cada día fue más profunda. El Provincial, por su parte, se presentó en la Audiencia,   -286-   acusó de despojo al Vicario y pidió que la autoridad civil le diera auxilio, para recobrar el convento y reducir de nuevo a la obediencia a las monjas, a quienes calificaba de cismáticas y escandalosas. Aceptó la Audiencia la querella del Provincial, y comenzó a ventilarse el asunto; los trámites enredados de la Cancillería Real fueron dilatando la resolución; llegó el nuevo Presidente; el obispo Montenegro resignó el poder civil en manos del licenciado Munive; pasaron todavía algunos meses y, al fin, el tribunal falló en favor de los dominicanos, y pronunció sentencia, ordenando que el convento de monjas de Santa Catalina fuera devuelto al provincial de Santo Domingo. La sola noticia de esta sentencia alarmó a las monjas; quiso el Presidente reducirlas con tino y, para tranquilizarlas, fueron enviados el padre comisario de los franciscanos y dos jesuitas, de los más graves del colegio de Quito; tales cosas dijeron las monjas y con tanta viveza describieron la miserable condición a que las habían reducido los frailes, que los comisionados no pudieron nada con ellas; antes, oyéndolas llorar, se les saltaron también a ellos las lágrimas y lloraron, enternecidos de compasión. ¿Qué debiera haber hecho el Presidente?... Por desgracia, Munive no era juez imparcial en el asunto; había prometido al Provincial devolverle el convento y quería, a todo trance, cumplir su palabra; le apoyaban casi todos los oidores, recostados como el Presidente del lado de los frailes.

Fijose el día en que debía hacerse a las monjas la notificación con el auto de la Audiencia; el día señalado era el 28 de abril, antevíspera de   -287-   Santa Catalina de Sena, patrona del convento. La noticia de la sentencia de la Cancillería Real se divulgó en la población; los frailes eran muchos y tenían parientes, amigos y valedores, que habían hecho causa común con ellos; las monjas no estaban desamparadas y, además de los individuos de familia de cada una de ellas, tenían de su parte a lo más sano y noble de la ciudad; Quito estaba descompuesto en dos bandos y en todas las casas reinaba la inquietud y la zozobra. El Provincial exigió el auxilio del brazo secular para que el auto de la Audiencia tuviera debido cumplimiento; diéronsele cincuenta hombres armados y dos jefes; llegó el día fijado; eran pasadas las dos de la tarde; llovía copiosamente. El Provincial con un escribano y otro fraile abrieron la iglesia; de los cincuenta hombres, diez se pusieron de centinelas en la puerta, y los otros cuarenta se distribuyeron en la portería y en las esquinas del convento; las monjas estaban todas congregadas en el coro bajo; las partidarias de los frailes ocupaban un lado; las demás el opuesto. El presidente Munive dio órdenes terminantes de que a ningún fraile dominicano se le permitiera acercarse al convento; pero el Provincial las desobedeció; y, poniéndose de acuerdo con el Escribano, abrió la puerta de la iglesia y convidó a los frailes a que asistieran a la lectura del auto; fueron, pues, entrando uno tras otro, y sentándose callados en los escaños de la iglesia hasta unos veinte frailes. Cuando todos hubieron entrado, entonces el Provincial se puso en pie junto a la puerta interior del coro bajo; otro fraile, asimismo en pie, ocupó el lado opuesto;   -288-   reinaba el más profundo silencio. Parándose el Escribano entre las dos rejas, dio lectura al auto de la Audiencia; concluido, preguntó si lo obedecían. Entonces el Provincial cogió el papel en que estaba escrito el auto, lo besó y se lo puso sobre la cabeza, diciendo que lo acataba y por su parte lo obedecía puntualmente. Requeridas las monjas por el Escribano, contestaron a una voz, con energía y resolución: «¡No obedecemos!»; y repitieron una y otra vez su negativa diciendo: «¡No obedecemos!». La que hacía de presidenta llamó a gritos al Sacristán, le mandó tomar la cruz alta y, dirigiéndose a sus compañeras, les dijo: «¡¡Vámonos!!». Levántanse, al punto, todas y se precipitan hacia la puerta del coro bajo para salir por ahí; el Provincial las contiene; da un empellón a la presidenta y la hace retroceder; vuelve la monja a la puerta, y pugna por salir; descarga el Provincial contra ella una recia bofetada, y la empuja para dentro. Unos cuantos frailes acuden al coro y se lanzan contra las monjas, las cuales, a pesar de las bofetadas y garrotazos con que las hieren, no se retiran ni acobardan; caen unas al suelo, otras se defienden cubriéndose la cara con sus brazos levantados; los frailes dan de puntapiés a las caídas, apalean a unas, rasgan el velo de otras; desgarran los hábitos de las que huyen; una sale corriendo al claustro, y dos frailes violan la clausura y la persiguen; todo es confusión y desorden; no se oyen sino ayes, gritos, exclamaciones perdidas... Poseídos de furor los frailes insultan e injurian a sus víctimas con palabras deshonestas, obscenas y soeces. Una criada, desde la   -289-   ventana del coto alto, dardo alaridos, llama a los transeúntes y les pide favor, clamando desesperada: «¡¡Auxilio, auxilio!! ¡¡Los padres están matando a las madres!!...». A las voces, acude gente; llénanse las calles; el rumor del coro bajo se percibe desde fuera; una monja asoma en las ventanas de la torre e intenta arrojarse a la calle; asida la infeliz de las sogas de las campanas, sondeaba con la vista la profundidad, animándose y desanimándose a lanzarse desde aquella altura, cuando dos criadas agarrándola por detrás la hicieron retroceder y metieron dentro.

Mientras los frailes maltrataban y abofeteaban a las monjas, el Provincial, hablando con el Escribano, le decía: «¿Qué le parece a usted esto? ¡Ah!»; y volvía a hacerle una y otra vez la pregunta, sin atinar a decir otra cosa ni a contener el atropello de las indefensas monjas. Un fraile viejo, hincado de rodillas en medio de la iglesia, exclamaba como fuera de sí: «¡¡Virgen Santísima!! ¿Qué es lo que me pasa?...». Entretanto, las monjas viejas, sentadas en el suelo con las piernas cruzadas y los velos sobre el rostro, se mantuvieron calladas, contemplando con fría indiferencia los sufrimientos de sus hermanas. Un lego quebró un pedazo de la varilla de la cruz alta y, armado de semejante improvisado garrote, se metía a pasos largos en el coro para tomar parte en la refriega, cuando fue contenido por algunos mozos del pueblo, que, forzando las puertas de la iglesia, entraban en ese momento a auxiliar y favorecer a las monjas.

A pesar de los esfuerzos de los frailes, unas pocas religiosas lograron escaparse, y una en pos   -290-   de otra se echaron a la calle; con los vestidos empapados por la lluvia, se encaminaron a la casa del Obispo; las acequias venían crecidas, el lodo de las calles era mucho y las cuitadas, en su afán de huir, cayendo aquí, hundiéndose allá, corrían, suplicando a cuantos veían que las protegieran; a dos de ellas las tornaron sobre sus espaldas unos indios compasivos y, cargadas, las llevaron hasta el palacio del Obispo.

Como por encanto, la noticia de lo que estaba pasando en Santa Catalina circuló en breves instantes por la ciudad; de todas partes, personas de todas condiciones acudían apresuradamente en dirección al convento. «¿Qué hay?», preguntaban. «Los frailes de Santo Domingo están apaleando a las monjas de Santa Catalina», era la voz que cundía por dondequiera. Uno de los primeros en llegar fue el canónigo Morejón; no se presentó solo, sino acompañado de seis clérigos más, ceñidos de espadas; enseñoreose de la portería del convento, y favoreció la salida de algunas criadas y la entrada de algunos individuos que iban a defender a las monjas. Vino también el Presidente; al llegar a la puerta, topó a una monja de las que salían de fuga y la hizo volver comedidamente a la clausura; entró en la iglesia, la vio llena de frailes y se enfureció; reprendió, con aspereza, al Provincial, por haber quebrantado sus órdenes, le intimó que saliera al instante de la iglesia, y despidió con imperio a todos los demás frailes, airado contra ellos por haber puesto no sólo el convento, sino la ciudad toda en alboroto. La actitud del Presidente y su firmeza desconcertaron a los frailes; cabizbajos   -291-   y murmurando, abandonaron el sagrado recinto del templo, que con tanto escándalo acababan de profanar!...

Restablecida la calma, las monjas salieron de la iglesia; iban en comunidad, precedidas de la cruz y escoltadas por el doctor Morejón y sus clérigos, que, con la espada al hombro, marchaban junto a ellas. Se dirigían al palacio del Obispo; saliolas a recibir el señor Montenegro, y las monjas se echaron a sus pies llorando. Lástima inspiraba la vista de ellas; bañadas en sangre, señalado el rostro con cardenales, magullado a golpes; los hábitos en jirones; muchos hubo que no pudieron contener las lágrimas al verlas. En el palacio del Obispo se estuvieron hasta las ocho de la noche, consideradas y agasajadas; a las ocho regresaron al convento, acompañándolas el Obispo en persona, el Presidente y muchos eclesiásticos y seculares respetables.

La Audiencia reconsideró su sentencia y, entrando los ministros en mejor acuerdo, decretaron que el monasterio fuera entregado al Obispo, para que la autoridad eclesiástica lo tuviera en depósito, hasta que el Papa sentenciara si debía continuar o no bajo el gobierno de los provinciales de Santo Domingo. La división de la comunidad siguió adelante y las monjas se aborrecían unas a otras; las del partido de los frailes, aguijoneadas por ellos, no cesaban de elevar a la Audiencia peticiones y reclamos, con instancias para que el convento volviera a poder de los dominicanos. El Provincial, por su parte, obraba con tanta diligencia que despachó a Lima un fraile con el encargo de alcanzar del Virrey una   -292-   orden apretada, por la que la Cancillería Real de Quito no pudiese menos de entregarle de nuevo el convento; la Audiencia había rechazado todas las solicitudes del padre Cevallos, y éste se desesperaba, considerando que el período de su gobierno estaba al terminar, y que no le sería posible vengarse de las monjas. Era a la sazón virrey interino del Perú el arzobispo de Lima, don Melchor de Liñán y Cisneros, quien, sin oír las razones de las monjas y con sólo las relaciones falsas y apasionadas del comisionado del Provincial, decretó que el monasterio fuera devuelto a los frailes; pero la Audiencia de Quito juzgó prudentemente que no era acertado el dar cumplimiento a semejante disposición. Cuando supieron las monjas la sentencia dada por el Arzobispo Virrey, contestaron con resolución y entereza que no la obedecerían; y monja hubo que se mandó preparar vestidos de varón, con el propósito de fugar del convento e ir a Roma, para revelar al Papa los motivos graves que las religiosas tenían para no poder vivir sujetas a los frailes. El arzobispo Liñán, mejor informado sobre el asunto, anuló su primer decreto y confirmó la sentencia del tribunal de Quito, fallando que el monasterio continuara provisionalmente gobernado por el Obispo. Con esta resolución el señor Montenegro tomó bajo su jurisdicción a las monjas; y para restablecer entre ellas la armonía de las voluntades, sacó seis religiosas de las más decididas por los frailes y las puso depositadas en los conventos de Santa Clara y de la Concepción. Sin embargo, este asunto no quedó terminado, y todavía por varios años dio ocasión   -293-   de escándalos para la ciudad y de padecimientos al manso del señor Montenegro. Los frailes dominicanos lo insultaron, lo injuriaron, lo calumniaron; el Obispo pesquisó la conducta del provincial fray Jerónimo Cevallos, y lo declaró excomulgado, porque se le probó que era negociante y mantenía comercio de ganado, especulando en la venta de novillos; el fraile se burló del Obispo apelando a la Audiencia, de la cual obtuvo una resolución, por la cual se declaraba que no siendo el Provincial súbdito del Obispo, no podía éste excomulgarlo; hizo además que la provincia dominicana de Quito lo nombrara su procurador en la Corte de Madrid y, acabado su provincialato, se fue a España con recursos en abundancia.

El asunto se llevó al Consejo de Indias, y del Consejo pasó a Roma; ventilose despacio ante la Congregación de obispos y regulares; por parte de los frailes se mantuvo un procurador constante en Roma, que lo fue el padre fray Ignacio de Quesada del convento máximo de Quito; por parte de las monjas no hubo defensa alguna y quedó abandonado el litigio, hasta que el año de 1690 alcanzaron los frailes un rescripto pontificio, por el cual se mandaba que en adelante el convento de Santa Catalina continuara bajo la dependencia de los provinciales de Santo Domingo. Sacaron además una real cédula, en la que se prevenía al presidente de la Audiencia que diera auxilio para el cumplimiento y ejecución de las resoluciones emanadas de Roma. Tal fue el fin de este asunto que, por más de diez años, causó tanta desazón a nuestros mayores;   -294-   el término de él se debió a la prudencia y mansedumbre del obispo Figueroa, sucesor del señor Montenegro. Los frailes autores y cómplices de estos escándalos fueron también castigados79.

Alguien nos reprenderá, tal vez, porque referimos estos hechos en nuestra historia; pero estamos narrando lo que nuestra sociedad fue en la época de la colonia y, como la historia no se inventa, tenemos que contar lo que sucedió y cómo aconteció. Si hechos más nobles hubieran sucedido en aquel tiempo, hechos más nobles contaríamos a la posteridad. ¿Queréis conocer bien a nuestra sociedad actual? Pues, sus virtudes y sus defectos, lo bueno y lo malo de ella, raíces hondas, muy hondas, tiene en lo pasado. Continuaremos nuestra narración.

Ardían en venganza los frailes dominicanos;   -295-   el odio contra el canónigo Morejón no les permitía reposar. Supieron que estaba propuesto para la dignidad de tesorero de esta Catedral, e informaron contra él, y, por sus quejas, el Rey le retiró la merced que le tenía hecha. Bien merecido castigo por una conducta tan reprensible. Morejón no conservó el decoro de la autoridad eclesiástica, sino que la vilipendió, presentándose en público como caudillo de un motín arenado. Morejón perdió no solamente la Tesorería de la Catedral, sino el cargo de provisor y vicario general del obispado, pues el señor Montenegro hubo de separarlo de aquel destino, a consecuencia de su comportamiento en el asunto de las monjas de Santa Catalina.



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III

Pero, a un disturbio seguía otro en la mal gobernada colonia. Por el mes de septiembre del mismo año de 1679, llegó a Quito un joven español, nacido para correr aventuras y poner los pueblos en conmoción; llamábase don Domingo Laje. Como era gallego, hospedose en el palacio del Obispo, donde fue bien recibido y agasajado por el señor Montenegro, cariñoso en extremo para con sus paisanos, los gallegos. Aunque Laje llegó vestido a lo militar, a los pocos días, estuvo con hábitos clericales; en su niñez había recibido la tonsura y las cuatro órdenes menores en Tuy; habíase graduado de bachiller en Derecho y, por fin, contraído matrimonio con una joven de Cádiz, a quien dejó abandonada por salir huyendo precipitadamente y hacerse a la vela para América. El señor Montenegro estaba ya en una edad muy avanzada; el huésped era astuto, comedido con el Prelado y atrevido como ninguno; conque, de tal manera logró dominar al viejo Obispo que era no sólo influencia, sino verdadera fascinación la que ejercía sobre él. Diole el cargo de provisor y nombrole su vicario general. Entonces Laje, para dar mayor importancia a su persona, no se llamó ya simplemente, como hasta ese momento se había llamado, Domingo Laje, sino que empezó a firmar don Domingo Alfonso Laje y Sotomayor; era alto de cuerpo, gallardo; de las ciencias eclesiásticas no tenía conocimiento alguno; depuso las guedejas, afeitó el bigote y, vistiéndose con   -297-   hábitos talares, mandó rapar la casi nunca abierta corona. Como conocía la blandura del Obispo y estaba seguro de que no le había de ir a la mano en nada, exigió de todos la mayor sumisión y acatamiento; en la iglesia quería presidir siempre en toda función religiosa, ocupando el lugar del Deán y haciendo las veces del Prelado; dispuso que se le había de poner mesa con almohadón delante de su asiento, y cojín en que reposar los pies, cuatro clérigos con sobrepelliz asistían a su lado cuando iba a la iglesia. Se burlaba del Presidente y de los oidores: «Yo he venido acá -decía- como enviado secreto de don Juan de Austria, y traigo la comisión reservada de observarlo y de inquirirlo todo; puedo exigir cuentas a los tesoreros de la Real Hacienda, y tomar de las cajas reales la suma que haya menester». Un joven como éste, despreocupado y atrevido; sin temor ni responsabilidad, apenas recibió el cargo de vicario general del obispado, cuando comenzó a mandar con tanto despotismo que trastornó la ciudad entera; español, miraba con desprecio a los indios, y con sumo desdén a los criollos; gallego, odiaba a los castellanos y andaluces; el plan de su gobierno era tener a todos callados y sumisos; hacer sentir sobre buenos y malos el peso de la autoridad; los buenos, recelando de los abusos; y los culpables, con el temor del castigo; su fin, adquirir dinero y enriquecerse para tornar a España, a gozar allá de lo cosechado en las colonias.

El primer estreno de su jurisdicción fue pasar al convento de Santa Catalina, para someter a las monjas a la obediencia del Ordinario; la   -298-   comunidad (como hemos dicho) estaba dividida en dos partidos que se aborrecían ciegamente: las monjas antiguas, que sostenían a los frailes, se habían dado a sí mismas el calificativo de observantes, injuriando a las otras con el de relajadas; y entre observantes y relajadas, más de una vez, habían venido ya a las manos. El Vicario fue recibido con insolencia; le faltaron al respeto las observantes y lo insultaron cara a cara. Laje estaba acompañado de muchos clérigos, de dos frailes agustinos y de los más autorizados entre los franciscanos; la conducta de las monjas lo irritó y, sin miramiento ninguno, le dio una bofetada a la que se descomidió más en su presencia; excomulgó a las otras, y manifestó que pondría freno al desborde de las pasiones. En efecto, prohibió al corregidor de Quito el acercarse a la portería y hablar con las monjas; el Corregidor era amigo decidido de los frailes y, como en el convento tenía dos hijas religiosas, fue a la portería, habló con ellas y las visitó. Súpolo el Vicario y declaró al Corregidor por excomulgado público, y mandó fijar su nombre en tablillas a las puertas de las iglesias. Para contener a los frailes dominicos, que andaban muy insolentes, comenzó a practicar secretamente menudas y prolijas averiguaciones acerca de la conducta de los capellanes dentro del monasterio; instruyó sumarios y procesos sobre varios crímenes escandalosos cometidos por los mismos frailes en la ciudad; puso espías que observaran todos los pasos que daban los religiosos y sorprendió a algunos, en lugares donde no les era lícito entrar, ocupados en nada honestos entretenimientos.

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Anunció que quería poner mano en la reforma de costumbres del clero secular, principiando por los canónigos; aceda les pareció a éstos la pretensión del Vicario, pues en su conducta no todo era ejemplar. Celebrábase una fiesta en la iglesia de Santa Catalina; asistían el Cabildo civil y el eclesiástico; principiada ya la función, entró el Vicario y quiso ocupar el primer asiento presidiendo en el Cabildo; rehusaron los canónigos, porfió el Vicario y hubo tal alboroto en el altar que el pueblo se indignó. Los canónigos dejaron la fiesta y salieron. Pero la visita de la Catedral fue intimada, y el Deán declarado excomulgado, fijado en tablillas y puesto en la cárcel. El Deán era don Antonio González de la Vega, eclesiástico considerado y respetado en la ciudad, así por su ancianidad como por la nobleza de su familia, una de las más conocidas en Bogotá. Nada le contuvo al Vicario, pues don Domingo Laje hacía poco caso de los criollos y, además, la falta cometida por el Deán era una de aquéllas que los mismos Cánones castigan con excomunión.

Qué perturbación causaría en la ciudad la conducta del Vicario fácil es conjeturar; tan indiscretos procedimientos no estaban indudablemente inspirados por un celo ilustrado del bien, ni en la vida del Vicario faltaban, en aquellos mismos días, motivos para una censura justa. Pusiéronse, pues, de acuerdo los canónigos con los frailes dominicanos; apoyó sus pretensiones la Audiencia y comenzaron a excogitar el modo de deponer al Vicario; acercáronse al Obispo varias personas respetables y le hicieron conocer el   -300-   estado de los ánimos y lo peligroso de la situación: el remedio era separar al Vicario. El sencillo del señor Montenegro conferenció con el mismo Laje, y éste le sugirió un arbitrio, que al anciano Prelado le pareció inmejorable, y fue el siguiente. Publicó uno a manera de bando con pífanos y atabales, disponiendo que todos cuantos tuvieran quejas contra su Vicario se presentaran ante el Obispo, quien estaba pronto a hacerles justicia. Esta especie de burla con que el señor Montenegro inconscientemente agravaba lo malo de la situación, en vez de mejorarla, hizo comprender que convenía tomar otras medidas para destituir al Vicario. Fray Antonio Olaverri, pariente del presidente Munive y provincial de Santo Domingo, marchó a Lima para tratar allá con el Virrey acerca de las cosas que en Quito estaban sucediendo; los canónigos apelaron a la Audiencia, y ésta pronunció un auto, por el cual se le obligó al Vicario a presentar los documentos, mediante los cuales comprobara que concurrían en su persona todos los requisitos, que, según los Cánones y las leyes civiles, eran indispensables para ejercer la jurisdicción eclesiástica con la dignidad de provisor y vicario general del Obispo. Laje presentó sus títulos; pero la Audiencia los calificó de falsificados; e hizo requerimiento tras requerimiento al Obispo, exhortándole a deponer al Vicario. Cedió el señor Montenegro; removió de la Vicaría a su paisano; pero, a los cuatro días, le dio el cargo de visitador del obispado con todas las facultades del caso. Las quejas se repitieron, los reclamos se multiplicaron ante el Virrey; al fin, vino una   -301-   orden severa para que, en el término preciso de veinte días, Laje saliera de Quito y, en el plazo improrrogable de cuatro meses, se presentara en Lima a dar cuenta de su conducta. Don Domingo Laje no era hombre a quien desconcertaran órdenes de virreyes; hizo como quien se rinde dócilmente a todo; preparó su viaje, fijó el día de su partida y salió de la ciudad; iba provisto de cuantos documentos había juzgado, que le serían útiles en las circunstancias por que estaba atravesando. Sigámosle en su marcha y refiramos las aventuras de su viaje, pues se hallan relacionadas con los sucesos de nuestra historia: todavía no conocemos bien al provisor Laje.

Cuando en Quito todos creían que se iba para Lima, súpose, no sin sorpresa, que había tomado el camino del Norte, y que su intención era bajar a Cartagena para embarcarse directamente a España; corría también la voz de que se llevaba una suma fabulosa de oro sin quintar, es decir, sin pagar los derechos fiscales. Laje había sido gobernante; sus abusos de autoridad lo habían hecho odioso; estaba caído, ¿cómo no había de decirse de él todo lo malo que se imaginara?... El presidente Munive creyó o aparentó creer lo que se decía del oro sin quintar; y luego, por la posta, comunicó al licenciado Castillo de la Concha, presidente de Bogotá y capitán general del Nuevo Reino, la fuga de Laje, dando su filiación y acusándolo de dos crímenes: desobediencia al Virrey y robo de la Real Hacienda; desobediencia, por no haberse presentado en Lima como debía; y robo, por el oro sin quintar que se llevaba ocultamente. Añadía el Presidente que   -302-   el fugitivo, aunque decía ser clérigo, no lo era realmente.

La denuncia del presidente de Quito llegó muy a tiempo a Bogotá. Laje, por sus jornadas contadas, arribó a Neiba; a la entrada de la villa lo estaba aguardando don Francisco Cuéllar, comisionado fiscal, a quien el presidente Castillo le había dado orden de apoderarse de Laje y de remitirlo a Bogotá preso bajo buena custodia, confiscándole previamente todo su equipaje. Cuéllar cumplió las órdenes superiores; dio posada en la cárcel al cuitado de Laje, y le confiscó cuanto llevaba; redujo a prisión a los pajes y arrieros; examinó tan escrupulosamente todo el equipaje que no dejó prenda de vestido sin desdoblar y sacudir, ni pastilla de chocolate ni caja de conserva sin punzar y sondear con un cuchillo, para descubrir si contenía algún oro oculto. Encontrose, en efecto, algún oro, pero poco, y todo quintado.

Entretanto, Laje acudió secretamente al Cura vicario de la villa, y le suplicó que lo amparara, saliendo en defensa de la inmunidad eclesiástica; el viajero había caído en manos del Comisionado fiscal, quien no lo encontró con insignias clericales, sino con casaca militar y espadín al cinto. Sin embargo, el Cura vicario se apoyó en los documentos presentados por el preso y lo reclamó enérgicamente; resistió el Agente fiscal y el Cura lo excomulgó, fijó su nombre en tablillas, consumió el Santísimo Sacramento, tocó a entredicho y le arrebató el preso; llevó a la casa parroquial no sólo a Laje, sino todo cuanto a éste le pertenecía. Cuéllar imploró el auxilio del Corregidor y del   -303-   Alguacil; pero el Corregidor y el Alguacil anduvieron remisos de miedo de la excomunión, con que les amenazó el Cura vicario en caso de dar auxilio al Agente fiscal. Tanto el Cura como el Comisionado fiscal dieron cuenta a Bogotá de lo que cada uno había hecho; el deán de Santa Fe, que, como apoderado del arzobispo Sanz Lozano, estaba gobernando la diócesis, le contestó al Cura vicario no sólo aprobando todo lo hecho, sino encomiando su celo en defensa de la inmunidad eclesiástica; el Presidente, por su parte, reprendió con dureza a Cuéllar, por haberse dejado quitar el preso, y castigó el atrevimiento del párroco de Neiba imponiéndole quinientos pesos de multa. Empero, tanto el presidente Castillo como el Deán ordenaron, éste al Vicario y aquél a Cuéllar, que Laje fuera sin tardanza llevado a Bogotá. Cuéllar estaba angustiado; debía, bajo la responsabilidad de su propia persona y de sus bienes, entregar el preso al poder civil en Bogotá; el Cura vicario no cedía; nadie se animaba a prestarle auxilio; puso cuatro individuos para que vigilaran a Laje, y el Cura los ahuyentó excomulgándolos. Al fin, llegó el día en que el Cura vicario salió de Neiba, llevando a Laje en compañía de otros clérigos que viajaban escoltándolo; también Cuéllar se puso en camino, y fue detrás de los clérigos siguiéndoles a distancia competente, de tal modo que no los perdía de vista; donde hacían alto, paraba; donde hospedaban, se hospedaba; la excomunión le valió para que ni él hablara con los clérigos, ni los clérigos trataran con él; en su compañía llevaba unos cuantos criados fieles para el caso en que Laje pretendiera fugar. Así, de   -304-   esta manera, observándose los unos a los otros, llegaron a Bogotá.

En esta ciudad se hallaba ya el nuevo Arzobispo, quien recibió al preso y lo puso en la cárcel eclesiástica. Iniciado el juicio, conoció el Prelado que eran dos cuestiones distintas las que debía examinar: primera, si Laje era o no clérigo; segunda, las faltas de que se le acusaba. La primera cuestión fue resuelta, declarando que Laje era, en verdad, clérigo de órdenes menores y que, por lo mismo, como tal, gozaba de inmunidad eclesiástica. «¿No ha de gozar de inmunidad eclesiástica (decía el arzobispo Lozano) una persona que ha sido provisor, vicario general y visitador del obispado de Quito? ¿Podrá dudarse de que lo ha sido, presentando como presenta los títulos y los nombramientos de todos esos cargos, y además el poder de procurador del obispo de Quito, que también lleva para ante el Rey y el Papa?». Y era cierto, pues Laje llevaba efectivamente el poder que el señor Montenegro le había conferido para que, como procurador suyo, gestionara en Madrid y en Roma.

Al principio, el presidente Castillo estuvo algo tolerante y consintió que el Arzobispo ventilara el asunto; mas los enemigos que Laje había dejado en Quito no se daban punto de reposo; escribieron a Bogotá y encendieron allá el celo de los oidores por la dignidad del poder real, del que (al decir de sus enemigos) Laje se estaba burlando. El presidente Castillo montó en cólera, sospechó que el Arzobispo procedía dobladamente y exigió que, sin más dilación, se le entregara el preso. El arzobispo Lozano había continuado   -305-   el juicio con tanta madurez, que los clérigos le acusaban de remiso en defender la inmunidad eclesiástica, y el Presidente dudaba de su rectitud. Requerimientos sobre requerimientos se le hicieron al Arzobispo, mandándole que devolviera el preso; alegó el Prelado que el preso era clérigo, y le fue replicado que no lo era, y que no constaba su clericato por documento alguno. Era curioso el caso; en los títulos estaba simplemente escrito Domingo Laje, y en las piezas de la acusación se hablaba de Domingo Alfonso Laje de Sotomayor, de donde concluyeron los oidores que no había pruebas fehacientes acerca del estado clerical del preso, burlando con esta argucia la honradez de los procedimientos judiciales. El Arzobispo resistió y protestó no devolver el preso; el Presidente, enfurecido, sentenció a destierro al Prelado; y el Prelado, en represalia, excomulgó al Presidente.

En la Audiencia de Bogotá se procedía de un modo irregular y violento, atropellando los trámites del juicio; ya no se escuchaba la voz de la razón; imperaban solamente las pasiones, siempre ciegas y mal aconsejadas. La ciudad estaba inquieta y amenazaba una perturbación o un tumulto, pues el presidente Castillo era hombre resuelto, de carácter firme y avezado a atropellar obstáculos siempre que pretendía cumplir su voluntad; el Arzobispo estaba convencido de que obraba rectamente, y de que hacía lo que debía, negando la entrega del preso a la autoridad civil. Los clérigos y los frailes se disponían a defender al Prelado, y era muy fácil prever que el desenlace de un negocio, al parecer tan insignificante,   -306-   sería sangriento, o a lo menos muy funesto, cuando algunas personas prudentes, haciendo oficio de medianeras, trajeron al Presidente y al Arzobispo a un avenimiento. Convínose, pues, por ambas partes, en que el preso con todos los autos sería remitido al Consejo de Indias para que lo juzgara y castigara. Mas, al mismo tiempo que el presidente Castillo celebraba este avenimiento con el Arzobispo, hacía rematar en pública subasta una finca del cura vicario de Neiba para cobrarle los quinientos pesos de multa en que lo había penado, la finca era la congrua patrimonial con que se había ordenado el Cura vicario. Este paso del Presidente revelaba cómo cumpliría el convenio pactado con el Arzobispo, una vez que tuviera al preso en sus manos.

Laje seguía en la cárcel; uno de sus amigos le advirtió que el presidente Castillo tenía la resolución de apoderarse de él y hacerlo ahorcar secretamente en la prisión, para poner así un escarmiento contra los que se burlaban de la autoridad real. Apenas acabó de oír este aviso cuando Laje concibió el plan de fugar de la cárcel; tenía unos cuantos doblones de oro, con ellos sobornó a uno de los clérigos que lo custodiaban y, juntos, huyeron a todo huir hasta Cartagena. Allí se ocultó Laje primero en el convento de los dominicanos y después en el colegio de los jesuitas, desde donde solicitó del almirante Brennes, jefe de los galeones del Norte, que lo recibiera a bordo de una de las naves de la Real Armada que regresaba a Cádiz. Embarcose, pues, ocultamente y volvió a España. Estaba tan falto de recursos el perseguido Laje cuando entró en Cartagena   -307-   que, para trasladarse a Europa, tuvo necesidad de contraer un crédito a nombre del señor Montenegro.

En el Consejo de Indias se discutió la causa de Laje con todos sus incidentes y pormenores; se le prohibió regresar a América en todo tiempo; se aprobó la conducta de los presidentes de Quito y de Bogotá, aplaudiendo la firmeza desplegada por el último en defender los derechos de la autoridad civil; censurose el procedimiento del arzobispo Lozano, y al obispo Montenegro se le mandó que en adelante fuera más cauto en la elección de las personas a quienes confiaba los importantes cargos de provisor y vicario general de la diócesis. Tal fue el término y remate de este suceso. Antes de continuar la narración es indispensable hacer algunas reflexiones sobre el fallo del Consejo, injusto en condenar la conducta del arzobispo de Bogotá.

Parecía olvidado todo decoro. Aquí el presidente Munive se valía de los mismos familiares del Obispo, de los mismos paisanos de Laje, para saber cuanto éste escribía al señor Montenegro, y así no lo perdía de vista; las cartas de Laje al Obispo pasaban a manos del Presidente. En Bogotá, no se leían siquiera los escritos de Laje, ni las representaciones del Arzobispo. Pronuncia el Prelado un auto, por el cual reconoce que Laje es clérigo de menores órdenes; y la Audiencia expide un decreto, en el que falla que Laje no es clérigo sino secular. Hácesele al Arzobispo requerimiento sobre requerimiento para que devuelva el preso a la justicia civil; después del cuarto requerimiento, se le imponen cuatro mil   -308-   pesos de multa y se da la orden de confiscarle todos sus bienes; el Arzobispo no se acobarda; excomulga a los oidores, al Fiscal y, uno por uno, a todos los escribanos que se atreven a hacerle notificaciones; el Presidente manda publicar un bando, mediante el cual condena a destierro al Arzobispo, y prohíbe tenerlo y reconocerlo en adelante por prelado; el Arzobispo fulmina entonces la excomunión contra el Presidente. La conmoción de la ciudad es alarmante; los frailes salen de sus conventos y se juntan en el palacio del Arzobispo resueltos a defender al Prelado; los clérigos pasan la noche en el atrio de la Catedral, armados de palos; suenan las fatídicas campanadas que anuncian el entredicho y todos temen que acontezcan hechos escandalosos.

El Arzobispo propone que devolverá el preso, con todos los autos, al virrey de Lima, a quien Laje ha desobedecido; pero el Presidente no viene en ello, y exige que se entregue no sólo el preso, sino todos los bienes que se le hubieren secuestrado; pide el Arzobispo remitir el preso al Consejo de Indias con todos los autos; acepta el Presidente, y celébrase un avenimiento solemne; pero, ese mismo día, cobra el Presidente una parte de la multa impuesta al Arzobispo. ¿Había buena fe en semejante conducta?... A Laje no se le daba oídos ni lugar a la defensa; el Presidente nombraba por su conjuez al relator don Antonio Lalana, casado con una sobrina del deán de Quito, enemigo personal de Laje; hace uso de su derecho el procesado y recusa al conjuez; mas se rechaza su solicitud, aunque en toda la ciudad se sabe que el relator es adverso al acusado. ¿Había   -309-   justicia en semejante procedimiento?... El fallo del Consejo de Indias no fue, pues, justo cuando reprobó la conducta del arzobispo Sanz Lozano80.

A todos los abogados que defendieron al Arzobispo, les suspendió el Presidente en el ejercicio de la profesión, amenazándoles que permanecerían suspensos perpetuamente, a no ser que se sometieran a un nuevo y riguroso examen. Tales fueron las pruebas de sinceridad que el terco don Francisco del Castillo y la Concha daba en su avenimiento con el Prelado.

Era fiscal de la Audiencia de Bogotá el licenciado don Juan de Mier y Salinas, el cual, a pesar de ser clérigo subdiácono, se manifestó ostensiblemente contrario al Arzobispo, y tomó parte activa en todos los actos de hostilidad que se le hicieron al Prelado; mas, el día en que fue excomulgado el Fiscal, los clérigos hicieron burla de él, saliendo en procesión de la Catedral y llevando hasta la puerta de la casa en que vivía el Licenciado, la cruz alta adornada con paños mortuorios. El famoso vicario Laje y sus novelescas aventuras nos darán a conocer, mejor que largos discursos, el estado social de la colonia al tocar a su fin la enervada dinastía de Austria.

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Don Domingo Laje era uno de aquellos espíritus turbulentos que gozan en suscitar discordias en todas partes; escondido estaba en Cartagena, abrumado bajo el peso de una persecución terrible, y así oculto y así perseguido, tal maña tuvo para tratar con las monjas clarisas que prendió entre ellas la llama de la discordia; una parte de la comunidad solicitó entregarse al Ordinario saliendo de la jurisdicción de los frailes franciscanos; hubo pleitos y disturbios y el fuego de la enemistad encendido por el inquieto gallego, no se apagó sino después de haber causado grandes alborotos y mayores escándalos. Por esto, entre las ordenanzas reales con que eran gobernadas las colonias americanas, había algunas que prescribían menudamente las partes de que debía estar adornado el eclesiástico, a quien los obispos confiaran el cargo elevado de provisor y vicario general de sus diócesis. La tranquilidad y bienestar social dependen de los individuos, en cuyas manos se halla el ejercicio de la autoridad espiritual; sus virtudes, así como sus pasiones, contribuyen necesariamente a la prosperidad o a la decadencia de los pueblos81.

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El acaecimiento con el vicario Laje fue el último que amargó la cansada vejez del señor Montenegro. Siempre se había distinguido este doctísimo Prelado por la rectitud de su espíritu y por la mansedumbre de su corazón; pero en los postreros años de su vida la suma ancianidad a   -312-   que llegó, lo transformó en niño; crédulo, sencillo, confiado, era gobernado por sus familiares y domésticos, a quienes amó siempre con entrañable afecto. Dos años antes de morir sufrió un ataque cerebral repentino, que puso en grave peligro su vida; convaleció merced a su robusta   -313-   naturaleza; pero su memoria quedó enflaquecida, y la lucidez de su inteligencia algo enturbiada; ya no pudo consagrarse como solía al gobierno de la diócesis y en todo se comenzó a experimentar ese malestar que causa el debilitado vigor de una autoridad decadente; cuando era más que nunca indispensable una mano esforzada que contuviera a la sociedad en la pendiente de la relajación moral, podemos decir que la colonia se encontró sin gobierno; el anciano Obispo vivía, pero su autoridad había fenecido moralmente, gastada por la lenta acción de los años, que con las fuerzas del cuerpo le habían consumido también la fortaleza del ánimo.

El estado de postración del obispado no se ocultaba a nadie; el presidente Munive dio cuenta de lo que estaba sucediendo al virrey de Lima y al Consejo de Indias; la Audiencia informó también y se elevaron representaciones de personas respetables y de corporaciones religiosas. El Virrey reunió en Lima una consulta compuesta de los oidores y de varios miembros del clero, y dictaminaron que el Obispo, de acuerdo con el Cabildo eclesiástico, nombrara un gobernador del obispado. El señor Montenegro se inclinaba a hacer el nombramiento, cuando dos clérigos gallegos, que le acompañaban y servían como familiares, le persuadieron que no condescendiera con las pretensiones de los que, por fines torcidos, le querían disimuladamente privar de la jurisdicción. Participada esta noticia al Virrey, que lo era don Melchor de Rocaful, duque de la Palata, escribió dos cartas: una dirigida al mismo Obispo y otra al presidente Munive;   -314-   en la que escribía al Obispo le encarecía que, para su propio descanso, nombrara un buen gobernador del obispado; en la escrita al Presidente le mandaba que, llamando a palacio a los dos familiares del Obispo, les amenazara desterrarlos de América, si acaso estorbaban con su dañosa influencia el arreglo de un asunto tan trascendental. Para que la carta del Virrey no le sorprendiera al señor Montenegro, se la llevaron el padre fray Gaspar de Santa María, provincial de los franciscanos y confesor del Obispo, y el padre Juan de Segovia, procurador de los jesuitas; recibió el Obispo la carta, escuchó dócilmente los consejos de los dos religiosos y, poniéndose de acuerdo con los canónigos, el 27 de enero de 1686, nombró por gobernador del obispado al licenciado don Fausto de la Cueva, canónigo doctoral de Quito. El nombramiento fue recibido con general aprobación y unánime aplauso en la ciudad y en toda la diócesis.

El Consejo de Indias consideró con madurez el asunto y opinó que se le diera al señor Montenegro un obispo coadjutor con derecho de futura sucesión, y la tercera parte de la renta que gozaba el Prelado propietario. En Roma ofreció el punto dificultades, pues la Congregación intérprete del Concilio de Trento contestó que, para dar coadjutor al Obispo, era necesario: primero, que el obispo de Quito aceptara el coadjutor que se le quería dar; y segundo, que consintiera en ceder la tercera parte de su renta para congrua del coadjutor. Sin embargo, las instancias que de parte del Rey se hicieron al Papa movieron a Inocencio undécimo a condescender con la   -315-   Corte de Madrid y a instituir por coadjutor del señor Montenegro a don Sancho de Andrade y Figueroa, obispo de Guamanga, dándole, al mismo tiempo, el derecho de la futura sucesión del obispado, en virtud de la presentación real. Empero, cuando en Madrid y en Roma se adoptaban estas medidas en beneficio de la diócesis de Quito, ya el obispado estaba vacante, porque el ilustrísimo señor Montenegro murió el 12 de mayo de 1687; su vida se apagó el día menos pensado, a los noventa y un años de edad, y casi a los treinta y tres de episcopado82.

El Ilustrísimo señor don Alonso de la Peña y Montenegro fue amado y respetado generalmente de sus diocesanos; generoso en aliviar los padecimientos de los pobres, se complacía en repartir, con su propia mano, gruesas limosnas todos los días; muchas veces salía de su palacio y, fingiendo que andaba de paseo, entraba en las casas de las familias indigentes, y, con disimulo, les dejaba oportunos socorros; en su tiempo se erigieron en el coro de esta Catedral las canonjías de   -316-   oficio, a saber: la penitenciaria, la magistral, la doctoral y la teologal; y además dos medias raciones; con capitales propios puestos a censo fundó cuatro beneficios simples para otros tantos capellanes de coro, a fin de que el culto divino fuera desempeñado con pompa y solemnidad; contribuyó con sumas considerables para la reedificación de la iglesia Catedral; ensanchado y hermoseado el templo, lo consagró solemnemente con las ceremonias y ritos del Pontifical romano, en la tercera Domínica de octubre de 1667.

Las mismas virtudes del señor Montenegro, las prendas de su hermoso corazón fueron la causa de los graves desaciertos que cometió en su largo episcopado; pródigo en conceder dispensas de irregularidades canónicas y fácil en conferir órdenes sagradas, inundó el obispado con una muchedumbre de clérigos, infames por su nacimiento y más infames por sus costumbres; éstos fueron una plaga para las parroquias y una gangrena para la moral pública. Dominado de los que poseían la llave de su pecho, observó un procedimiento irregular en asuntos de suma importancia; confirió cargos elevados y puso la potestad eclesiástica en manos indignas; la misma blandura de carácter y la suavidad en el mandar y la ancha tolerancia para con las faltas del clero, contribuyeron poderosamente a la relajación de la moral en el estado eclesiástico, y a esa audacia con que en aquellos tiempos se cometían las faltas más escandalosas; pues la bondad del Prelado era como una tácita impunidad, con la que hasta los buenos se corrompieron. En los primeros años de su gobierno visitó dos veces   -317-   todo su obispado, andando a pie en más de una ocasión, calados de agua los vestidos por la lluvia, cansado y fatigado en nuestros fragosísimos caminos. Si la mansedumbre hubiera estado siempre acompañada de fortaleza; y si a la nativa bondad de su corazón no le hubiera faltado el vigor, el señor Montenegro habría sido un ejemplar de obispos: desinteresado, su mano estaba abierta para toda obra buena; compasivo, no sabía una necesidad ajena sin que al punto no se le enternecieran las entrañas; docto como pocos, amigo del estudio, apreciador de los hombres de letras; el primero en las funciones religiosas; íntegro en sus costumbres y, sin embargo, causa de atraso y de decadencia para la colonia. ¿Cómo explicarlo? ¡Ah! Su autoridad era débil, a su gobierno le faltó fortaleza...





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