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ArribaAbajo- VII -

Esperaban mientras tanto en el puerto de Mesina la llegada de Don Juan de Austria Marco Antonio Colonna y Sebastián Veniero con las flotas pontificia y veneciana. Impacientaba esta tardanza a los dos generales, y muy en especial a Veniero, viejo de setenta años, irascible, vehemente y fiero, que veía con zozobra adelantarse la estación y consumirse los víveres en aquella inútil holganza. Participaba Colonna de sus impaciencias y temores, y un golpe atroz vino a turbar más todavía su ánimo en aquellos momentos supremos. Murió repentinamente en Roma su hija, la angelical Giovanna Colonna, duquesa de Mondragone, y esta desgracia inesperada sumió a Marco Antonio Colonna en dolor inmenso. Retirose a su galera capitana sin querer ver a nadie, y mandó embadurnar de negro todas las de su flota, teñir del mismo color las cuerdas y velas y cubrir con crespones las farolas, escudos y enseñas. Aquella sombría y enlutada flota, anclada en el puerto, túvose en Mesina por fúnebre presagio, y los siniestros rumores que corrían de nuevas depredaciones de los turcos en Corfú y formidables aprestos de su flota para cargar sobre Sicilia, causaron tan inquieta alarma en aquel pueblo supersticioso y fantástico, que no bastaron para calmarle ni el anuncio de la salida de Don Juan de Nápoles ni los suntuosos preparativos que hacían para su recibimiento.

El 23 de agosto, a media mañana, divisaron los vigías sicilianos una flota numerosa que navegaba a toda vela con rumbo hacia el faro. Renació en unos la esperanza y creció en otros el espanto, porque mientras las gentes sensatas y juiciosas tenían por cierto que era aquélla la esperada flota de Don Juan de Austria, empeñábase el vulgo ignorante y vocinglero en que era la temida del Turco y alborotaba la ciudad con sus gritos y carreras. Salieron al encuentro de la que llegaba las dos flotas, pontificia y veneciana, y al zarpar del puerto las enlutadas naves de Colonna levantose grande clamoreo entre el supersticioso populacho, pidiendo con luctuosos gritos que si salían no volvieran, porque aquella flota negra sólo podía traer a Mesina la desolación y la muerte. Dos millas antes de la entrada del estrecho encontraron las dos flotas a la del generalísimo Don Juan de Austria, siendo igual por ambas partes la alegría y el entusiasmo. Salió Marco Antonio por primera vez de su cámara de la capitana, y subió a la galera real para besar la mano a Don Juan de Austria; mas corrió éste al encuentro del afligido padre y recibiole en sus brazos, estrechándole largo tiempo contra su pecho. Era Marco Antonio Colonna el tipo del gran señor italiano de su tiempo: alto, esbelto, de porte distinguidísimo; el rostro ovalado, la espaciosa frente calva y los largos bigotes entrecanos, a pesar de no contar sino treinta y cinco años. Tenía corazón magnánimo, elevada inteligencia, valor extraordinario y alma de poeta.

El efecto producido en Mesina por la entrada en el puerto de las tres flotas ya reunidas fue de las cosas que no pueden describirse. Desde la santa esperanza cristiana hasta el brutal instinto de conservación, todas las pasiones, todas las ideas y todos los sentimientos de que es susceptible la naturaleza humana, reunieron sus entusiasmos y juntaron sus alegrías para aclamar y bendecir el logro de esperanzas y el conjuro de temores que representaba en aquel momento el generalísimo Don Juan de Austria. Entró éste en Mesina por la puerta real, bajo un arco de triunfo que se internaba en el mar, de veinticinco canos de largo cada fachada, tres cuerpos, tres arcos por cada frente y ciento veintiocho columnas que dividían los nichos, repisas y compartimientos de las innumerables estatuas, emblemas, inscripciones y dísticos que la adornaban por todas partes, rematando toda aquella estupenda fábrica en una estatua colosal del propio Don Juan de Austria teniendo postrados a sus pies los vencidos moriscos de Granada. Y era quizá lo más grande y lo más fuerte, entre toda esta magnificencia, el ánimo reposado de aquel mancebo de veinticuatro años, que, lejos de envanecerse en aquellas alturas de la vanidad, decía humildemente al comendador mayor, su lugarteniente:

-Dadme esto por adelantado. Fío en Dios, que pagarme ha la deuda.

Reunió Don Juan al punto a todos los generales y jefes, más para saludarles que para celebrar consejo, pues sospechaba en algunos tímidas vacilaciones, y prefería esperar la llegada del nuevo nuncio que enviaba el Papa para fortalecer con su apoyo sus valerosos designios. Llegó, en efecto, el nuncio, monseñor Odescalchi, obispo de Penna, con grande acompañamiento de capuchinos, dominicos, jesuitas y franciscanos que enviaba el Papa para asistir en las galeras; traía también cartas de éste para Don Juan de Austria y Marco Antonio Colonna, exhortándoles a dar sin vacilaciones la batalla al Turco, pues él les aseguraba, en nombre de Dios, la victoria. No necesitaba Don Juan de semejantes exhortaciones, y había ido mientras tanto preparando con grande habilidad y prudencia el consejo según las siguientes indicaciones del gran duque de Alba, contenidas en esta carta: «Antes de proponer la materia en consejo -escribía a Don Juan el duque desde Bruselas- conviene mucho practicalla familiarmente con cada uno de los consejeros, encomendándoles el secreto y saber de tal su opinión, porque desto se sacan muchos provechos; que al que vuecencia hablare en esta forma se tendrá por muy favorecido y agradescerá mucho a vuecencia la confianza que dél hace: el tal dirá libremente a vuecencia lo que entiende. Porque muchas veces acontece en el consejo querer los soldados ganar honra los unos sobre los otros y habiéndose prendado ya a decir a vuecencia su opinión, no caerán en este inconveniente ni en contradecir al que no tuviere buena voluntad, no por otra cosa que por contradecirle, que es treta muy usada. Y habiéndolos oído vuecencia a todos, habrá tenido tiempo para pensar sobre el pro y contra que cada uno le havrá discurrido; y cuando viniere al consejo de vuecencia, vendrá ya resuelto. Pero en el preguntarles e oírles particularmente, vuecencia no debe declarar con ninguno dellos su opinión, sino con aquel o aquellos con quien su majestad hobiere ordenado a vuecencia tome resolución, o vuecencia se servirá de tomarlas. En consejo no permita vuecencia que haya porfías: debatir las materias, muy bien; pero porfías particulares, en ninguna manera vuecencia les debe consentir, que será en gran desautoridad de su persona. Y vuecencia no podrá excusar, y será muy conveniente cosa, de llamar algunas veces a consejo grande de maestres de campo, algunos coroneles y capitanes para darles pasto de cosas públicas y tales que se puedan poner en semejantes consejos, porque esto terná con mucho contentamiento a muchas personas un grado menos que los dichos».

De esta manera conocía ya Don Juan, sobre poco más o menos, las opiniones de todos los del Consejo cuando los convocó el 10 de septiembre, a las nueve de la mañana. Setenta personajes, entre los cuales había treinta oficiales, congregáronse aquel día a bordo de la galera real, presididos por el nuncio Odescalchi, a quien por respeto al Pontífice cedió Don Juan de Austria la presidencia. Habló el primero el nuncio, en nombre del Papa, y en un valiente razonamiento, lleno de fe y de entusiasmo, exhortoles a salir sin pérdida de tiempo en busca del Turco y darle sin vacilar la batalla; tal era el deseo del Papa, y en nombre de Dios les prometía la victoria. Levantose entonces el anciano conde de Priego, que acababa de apreciar por sí mismo en Roma la santidad de Pío V, y sin más razones ni discursos dijo que si el Papa deseaba la batalla y en nombre de Dios prometía la victoria, impiedad y locura era al mismo tiempo cerrar los oídos y malograr la empresa. Eran todos aquellos capitanes católicos fervientes y amigos del Papa, mas no igualaban en su mayor parte la fe y el entusiasmo del viejo mayordomo de Don Juan de Austria; y uno de ellos, hombre largo, estrecho, de cabeza puntiaguda, ojos hundidos y nariz chata, que más parecía corsario berberisco que príncipe italiano, levantose pausadamente, y con mucha pompa y autoridad dijo: «Que juzgaba temerario provocar al turco ya tan adelantada la estación en aquellos mares, y que era, a su juicio, más segura empresa dirigir contra Túnez todas las fuerzas de la Liga santa que exponerlas a una derrota combatiendo el formidable poder marítimo de Selim II, invencible hasta entonces. Sedujo a muchos esta propuesta por ponerla a salvo de toda sospecha de cobardía el nombre de quien la presentaba, que era nada menos que Juan Andrea Doria, uno de los marinos más experimentados y valientes capitanes de la época. Contradíjole, sin embargo, abiertamente Marco Antonio Colonna, pronunciándose por la batalla decisiva y pronta, como era la voluntad del Pontífice, y dirigiéndose a Don Juan de Austria, cuyos deseos de pelear le eran conocidos, repitiole en público lo que privadamente ya le había dicho: Etiamsi oporteat me mori, non te negabo.

Apoyaron a Colonna con gran vehemencia Sebastián Veniero, y los dos proveedores venecianos Barbarigo y Quirini, y entonces respiró Don Juan libremente, porque, una vez de acuerdo los otros dos generales de la Liga, a él sólo tocaba, como generalísimo, dirimir la contienda. Dejó, sin embargo, hablar todavía a todo el que quiso, ya en pro, ya en contra, y concluido que hubieron, limitose él a pronunciar estas palabras:

-Basta, señores... Sólo queda ya aprestar la marcha y salir en busca de la victoria.

Palabras sencillas ciertamente, pero que fueron, sin duda alguna, el acto más heroico de la jornada de Lepanto, porque necesitábase verdaderamente heroísmo sobrehumano para echar sobre sí la responsabilidad de empresa tan arriesgada, que retrocedían ante ella hombres del temple de Juan Andrea Doria.

Comenzó Don Juan sus preparativos de marcha visitando todas las fuerzas y barcos surtos en el puerto, que subían a doscientas galeras, cincuenta y siete naos, seis formidables galeazas y más de ochenta mil soldados de desembarco entre mercenarios y aventureros. Encontró Don Juan toda la flota muy bien surtida y aprestada, menos las galeras venecianas, que andaban muy escasas de hombres de guerra, a lo cual proveyó el generalísimo repartiendo entre ellas cuatro tercios españoles, dos de soldados viejos y dos de bisoños, cosa ésta que hirió el amor propio de los venecianos y fue causa de los trastornos y peligros que veremos más adelante. En la galera Marquesa, de la flota pontificia, cruzose Don Juan con un oscuro soldado en que no paró la atención y cuya gloria había de competir, sin embargo, con la suya en los siglos venideros: era Miguel de Cervantes Saavedra. Tal sucede a veces en la vida, que pasan rozándose sin conocerse dos genios diversos a que reserva la Providencia análogos destinos.

Distribuyó Don Juan los religiosos enviados por el Papa a bordo de todas las galeras, destinando los capuchinos a las pontificias, los franciscanos a las de Génova, Venecia y Saboya, y los jesuitas a las españolas; iban a bordo de la real el franciscano fray Miguel Serviá, confesor de Don Juan de Austria, y otros dos jesuitas, el Hermano Briones y el Padre Cristóbal Rodríguez, varón de gran saber y virtudes, que había sido cautivo del Turco. Estimaba mucho el santo Pío V a este Padre Cristóbal Rodríguez, y diole para Don Juan de Austria el encargo de repetirle muy en privado y con la mayor insistencia lo que ya le había hecho saber por diversos conductos: que no titubease en dar la batalla, porque en nombre de Dios le aseguraba la victoria. Llevábale también de parte del Papa un lignum crucis de una pulgada de largo y media de ancho, en un relicario tosco de plata con dos ángeles a los lados; era deseo del Pontífice que lo llevase el señor Don Juan sobre el pecho en el momento de la batalla29.

Mientras tanto, promulgaba monseñor Odescalchi un jubileo plenísimo que concedió el Santo Padre a todo el que fuese en la armada confesado y comulgado y rogase a Dios por la victoria contra los turcos. Ayunó todo el ejército durante tres días para prepararse a ganar aquellas gracias espirituales, y no quedó soldado, marinero ni galeote que no confesase y comulgase y recibiese de manos del nuncio un agnusdei de cera, bendito por el Papa, dando el primero y principal ejemplo el generalísimo Don Juan de Austria con todos los jefes y oficiales. Organizose luego una solemne procesión de rogativa y revestido el nuncio de pontifical, concedió desde el altar mayor a todos los que habían de combatir las mismas gracias que concedía la Iglesia a los conquistadores del Santo Sepulcro.

El 16 de septiembre salió al fin la flota de Mesina con rumbo a Corfú, y el nuncio, colocado a la boca del puerto en un bergantín, iba bendiciendo una a una todas las galeras conforme pasaban.




ArribaAbajo- VIII -

Caminaba la flota con grandes precauciones para prevenir cualquier sorpresa del Turco, puesta en el orden y formación trazados por Don Juan y comunicados por escrito a todos los maestres de campo, coroneles, capitanes, sargentos mayores y demás oficiales. Iba a la vanguardia don Juan de Cardona con siete galeras, tres de Sicilia y cuatro venecianas. Seguíales a veinte millas durante el día y ocho por la noche el ala o cuerno derecho, de cincuenta galeras, a las órdenes de Juan Andrea Doria. Venía detrás el cuerno izquierdo, de cincuenta y tres galeras, capitaneado por el proveedor general Agostino Barbarigo. Navegaba después el centro o cuerpo de batalla, de sesenta y dos galeras, mandado por el generalísimo Don Juan de Austria; a la derecha de la real iba la capitana de Marco Antonio Colonna y a la izquierda la de Sebastián Veniero. A una milla de distancia venía la retaguardia, de treinta galeras, mandada por el marqués de Santa Cruz. Ninguno de estos cuerpos hallábase formado por galeras de una sola nación, sino mezcladas y entreveradas las de todas ellas, y tampoco llevaban banderas propias, sino solamente la del color designado por el generalísimo para distinguirlas y combinarlas. Las de Doria eran verdes, amarillas las de Barbarigo, azules las de Don Juan y las del marqués de Santa Cruz eran blancas. La real y las capitanas llevaban en vez de estas banderas, largas flámulas del color respectivo izadas en el mástil.

Fondeó la flota aquella noche en las Fosas de San Juan, y al amanecer armose una tienda de campaña en la playa, frente a la galera real, y celebrose antes de zarpar el santo sacrificio de la misa, por no ser lícito en aquel tiempo celebrarlo a bordo. Al alzar la hostia fueron tales los gritos y clamores con que pidió toda la flota al Dios de las batallas el triunfo de la que perseguía, que dominaron por completo el estruendo de las cajas y los clarines y las salvas de artillería, que retumbaban majestuosarnente en las cóncavas olas.

El 28 de septiembre, a las diez de la mañana, fondeó la armada de la santa Liga en Corfú; no se tenían allí noticias del paradero del Turco, mas veíanse por todas partes en la isla las huellas devastadoras de su paso. Envió entonces Don Juan a Gil de Andrade con cuatro galeras en busca de noticias, y aprovechó el tiempo mientras tanto embarcando el considerable refuerzo de artillería, municiones, vitualla y soldados de desembarco que les tenían allí preparados los venecianos.

El 28 por la noche llegó a Corfú una fragata enviada por Gil de Andrade desde Cephalonia: traía la noticia de que los turcos estaban en Lepanto y huían, sin duda, la batalla, y se retiraban a cuarteles de invierno, porque su generalísimo, Alí-Pachá, había despedido al virrey de Argel, Aluch-Alí, con sus ciento diez galeras; quedaba reducida, por tanto, la flota otomana a ciento ochenta galeras; mas eran, por desgracia, completamente falsas estas noticias. Cierto era que la armada otomana se hallaba en Lepanto; éralo también que el virrey de Argel, Aluch-Alí, se había separado de ella con sus galeras, pero fue esta ausencia momentánea para hacer reconocimientos en el archipiélago, y, de vuelta ya en Lepanto, hallábase allí la flota íntegra, pujante, muy superior a la cristiana y tan lejos de huir la batalla, que se disponía a la sazón a provocarla. Este engaño de los cristianos y otro análogo en que, como veremos después, cayeron al mismo tiempo los turcos, fueron, sin embargo, el medio sencillísimo de que se valió la Providencia para que se llevase a cabo aquel combate decisivo entre la Cruz y la media luna, que de otra manera no hubiera tenido efecto.

Satisfecho Don Juan con estas noticias, mandó tocar zafarrancho de combate en las galeras, y de acuerdo esta vez todos los generales, decidiose hacer aguada en Gomenizza mientras no permitiera el viento, a la sazón contrario, tomar el rumbo de Lepanto. Hállase la bahía de Gomenizza en la costa albanesa, a unas treinta millas al sudeste del puerto de Corfú, y allí trató por última vez la discordia de desbaratar los planes que tan suavemente iba Dios desarrollando. Fue esto el 2 de octubre, y habíase ya dado orden de tenerlo aparejado todo para hacerse a la vela al amanecer del día siguiente. Reinaba, pues, en todas las galeras el trastorno y confusión que traen siempre consigo semejantes maniobras, y en la veneciana El Águila, cuyo capitán era el caballero candiota Andrés Calergi, trabáronse de palabra dos arcabuceros españoles con un marinero veneciano por si les había éste tropezado o no con el cabo de una verga; hízose general la contienda por la mala voluntad que tenían a los arcabuceros españoles los marinos venecianos, que les miraban como intrusos en sus barcos, y agravolo el tomar parte por aquéllos su capitán, Muzio Alticozzi, hombre pendenciero y de mala cabeza, que había ya tenido que ver con la justicia; pasaron, pues, de las palabras a los golpes, y de éstos a las armas, con tal rabia y empuje que en pocos momentos quedó el puente cubierto de muchos heridos y algunos cadáveres.

Acudió el ammiraglio o jefe de Policía con cuatro cómitres enviados por el propio Sebastián Veniero para poner paz, prender a Muzio y terminar la contienda. Mas no era Muzio hombre que se dejaba prender fácilmente, y asiendo del primer arcabuz que halló a mano, tendió al ammiraglio muerto de una bala en el pecho y puso en fuga a los cómitres, heridos dos de ellos. Volaba, mientras tanto, el coronel de los arcabuceros, Paolo de Sforza, a la capitana de Veniero, solicitando ir en persona a calmar a los suyos, y ciego ya de ira el viejo veneciano, amenazole con echarle al agua y echar también a pique su galera, y mandó abordar su capitana a la que era teatro de la lucha. Entró en ella al abordaje al frente de sus marineros; prendió a Muzio y a otros dos españoles más alborotados, y antes de diez minutos pudo contemplarles la flota ahorcados a los tres de una entena.

El atentado de Sebastián Veniero contra el derecho de administrar justicia, exclusivo del generalísimo, resultaba tan enorme, y tan grave era la ofensa que infería a la persona de Don Juan de Austria y de su representado, el rey de España, que al aparecer los tres cuerpos bamboleándose en el espacio, hubo en toda la flota un minuto de pavoroso silencio: la misma idea y la misma adivinación del peligro cruzó todas las mentes y encogió todos los corazones, y sin voz de mando, ni palabra que se cruzase, ni señal que se hiciera, viose a las galeras venecianas agruparse lentamente en torno de la de Veniero, y a las españolas y pontificias replegarse hasta rodear la del generalísimo Don Juan de Austria, cargando en tanto los artilleros sus cañones, empuñando la marinería sus hachas y cogiendo los soldados, sin decir palabra, sus picas y arcabuces... Un tiro escapado, un grito subversivo, y, deshecha la Liga santa, se destrozan y hacen allí añicos cristianos contra cristianos... ¡Y estaban los turcos a una milla de distancia y atravesábanse allí el porvenir de la Europa entera y el triunfo de la Cruz santa!...

Hallábase Don Juan sobre cubierta con Juan de Soto y el príncipe de Urbino divirtiéndose con una monilla que era para él de grande entretenimiento, cuando llamaron su atención los tiros y el vocerío. Preguntó al punto la causa del alboroto, y antes de que pudieran darle razón alguna, precipitose en la real el coronel Paolo Sforza, lívido de ira, echando lumbre por los ojos y pidiendo con destempladas voces justicia contra las injurias que Sebastián Veniero le hiciera... Escuchábale Don Juan atónito, sin querer dar crédito a lo que oía, cuando vio elevarse lentamente en la galera El Águila la entena de que colgaban ahorcados los tres arcabuceros españoles... Tuvo entonces un movimiento de furor inmenso que le hizo dar vueltas por el puente como fiera enjaulada, barbotando palabras que parecían rugido de león que lleva clavado un dardo en los ijares. Rodeáronle al punto los capitanes españoles ebrios de ira, pidiéndole los más moderados que embistiese con la real capitana veneciana y arrojase a Veniero cargado de cadenas en el fondo de la cala. Abordaron al mismo tiempo la real por dos partes opuestas Marco Antonio Colonna y un viejo, corpulento y vigoroso, y con muy grandes bigotes, que era Agostino Barbarigo, y llegáronse a Don Juan con muy grandes extremos pidiendo paz, ofreciendo explicaciones, derramando lágrimas... Escuchábales Don Juan echado de bruces sobre la borda de babor, clavándose las uñas en el pecho hasta hacerse sangre, y tales cosas hicieron y dijeron aquellos dos hombres valientes y honrados, que la cólera del generalísimo se apagó, no poco a poco, sino de un golpe, como se apaga de repente la ráfaga huracanada cuando Dios la corta las alas, y libre ya su grande alma de las cadenas con que el furor la aprisionaba, volviose a sus capitanes, que, amotinados casi, pedían exterminio y venganza, y díjoles reposadamente:

-Sé mejor que nadie lo que debo al rey mi hermano y a Dios, que me ha puesto en esta empresa...

Y mandó entonces a Barbarigo a decir a Sebastián Veniero que volviese sin tardanza a su puesto en la capitana; que jamás apareciese a bordo de la real, pues desde aquel momento le sustituía en el Consejo, a nombre de Venecia, el mismo Barbarigo, y que lo aparejase todo para zarpar aquella noche con rumbo a Lepanto.

En el Diario llevado a bordo de la real por el confesor de Don Juan de Austria, fray Miguel Serviá, dice, después de referir estos sucesos: «Este mismo día (3 de octubre), por orden de su alteza se echó un bando que ningún soldado disparase arcabuz so pena de la vida, y anduvo su alteza de galera en galera dando orden en lo que hacerse había»30.




ArribaAbajo- IX -

Habían reforzado, mientras tanto, los turcos su flota hasta el punto de tener repartidos en sus doscientas noventa galeras 120.000 hombres entre gente de guerra y de remo. Habíanla dividido también, lo mismo que los cristianos, en tres cuerpos: el centro, mandado por el gran almirante Alí-Pachá, mozo arrogante, de más valor que prudencia, en todo el verdor de su juventud y de su privanza con Selim II; el ala derecha, a las órdenes del rey de Negroponto, Mahomet Scirocco, hombre maduro y sesudo, valiente y experimentado al mismo tiempo, y el ala izquierda, mandada por el virrey de Argel, Aluch-Alí, dicho el Fartass, esto es, el tiñoso, antiguo renegado calabrés, viejo de sesenta y ocho años, prudente, valeroso y astuto, curtido en aquellos mares por la piratería durante más de cuarenta años.

Recibió Alí-Pachá en Lepanto un mensaje de Selim II, muy de su gusto, mandándole dar la batalla, y a este propósito reunió el 4 de octubre a bordo de su galera La Sultana el Consejo de guerra. Componíase éste de los dos generales de la flota, Mahomet Scirocco y Aluch-Alí; el serasker o general de las tropas embarcadas, Perter-Pachá, y de varios grandes dignatarios del Imperio, hasta el número de veinte, entre los cuales se contaban el antiguo rey de Argel, Hassen-Pachá, y dos hijos de Alí, niños todavía, Ahmed-Bey, de dieciocho años, y Mahomet-Bey, de trece, que con su ayo Alhamet montaban una galera.

Era, indudablemente, la flota turca muy superior a la cristiana, mas consistía quizá la mayor de sus ventajas en no estar formada como ésta de elementos diversos que pudieran tener, como, en efecto, tenían, intereses distintos y aun opuestos.

Lejos de eso, eran los turcos todos vasallos de un mismo señor, y no ambicionaban ni perseguían la gloria y el poder sino de un solo Imperio. A pesar de todo, la orden de Selim II mandando dar la batalla encontró en el Consejo valientes impugnadores, y fue el primero Aluch-Alí el Tiñoso, que con muy graves razones sacadas de su experiencia en guerra de cristianos hizo patente las quiebras que pudiera traer una derrota. Apoyáronle el serasker Perter-Pachá y Mahomet Scirocco, a quien inquietaban mucho las seis formidables galeazas de los cristianos; estas embarcaciones, las mayores de su tiempo, montaban veinte cañones, y rompían con gran facilidad cualquiera línea de batalla que se les pusiera por delante.

La arrogancia petulante de Alí-Pachá llegó entonces a la insolencia; riose de los temores de aquellos veteranos y presentó al Consejo los informes de los dos exploradores, Kara-Kodja y Kara-Djalí, corsarios berberiscos que había mandado él a reconocer en Corfú la flota cristiana; según ellos, era ésta tan inferior en número y fuerzas, que difícilmente podría resistir el primer empuje de los turcos. Ignoraba, sin embargo, Alí que aquel recuento de sus espías había sido hecho mientras la vanguardia de don Juan de Cardona y la retaguardia del marqués de Santa Cruz se hallaban destacadas en Tarento con algunas otras naves, y que restaban, por tanto, de la flota de la Liga, los corsarios exploradores más de sesenta galeras. Estribaba, pues, la confianza de los dos generalísimos, Alí-Pachá y Don Juan de Austria, en un engaño del mismo género. Don Juan suponía separadas ya de la flota turca y camino ya de Argel o de Trípoli las ciento diez galeras de Aluch-Alí el Tiñoso, y Alí-Pachá no contaba con don Juan de Cardona ni con el marqués de Santa Cruz, ni su ignorancia en cosas de mar, que era mucha, le dejaba comprender bien la importancia de aquellas seis galeazas de que tanto recelaba el viejo Mahomet Scirocco.

Agrió estas opiniones encontradas la contienda entre los caudillos otomanos, hasta que Aluch-Alí le puso término diciendo:

-Callo y estoy pronto, porque escrito está que la juventud de un capitán Pachá pese más que mis cuarenta y tres años de campañas. Pero te has burlado de los berberiscos, Pachá... Acuérdate cuando arrecie el peligro.

Y dicho esto con impasible gravedad oriental, marchose Aluch-Alí a disponer su flota. Quedó entonces todo el campo por Alí-Pachá; mas todavía, y más por el bien parecer que por abrigar él recelo o desconfianza, quiso éste enviar el corsario Kara-Kodja a un nuevo recuento de las fuerzas enemigas. Salió, pues, de Lepanto el pirata berberisco con dos galeras y comenzó a navegar cautelosamente en busca de la flota aliada. Había ésta atravesado el largo y estrecho canal de Ítala el día 5, teniendo que refugiarse por el mal tiempo en la ensenada de Pilaros, que se abre el extremo septentrional de la gran bahía de Samos, en Cefalonia. Proponíase Don Juan de Austria alcanzar las islas Curzolari por el Norte; guarecerse entre aquellos islotes para dar descanso a la chusma el día 6, y, doblando repentinamente el cabo Scropha el 7, sorprender a la flota turca anclada en Lepanto. Kara-Kodja entró atrevidamente en el canal de Ítala con sus dos galeras, y descubrió a la flota aliada en Pilaros; mas habíase aventurado tanto el osado corsario, que, descubierto a su vez por los cristianos, diéronle caza, y sólo al esfuerzo enorme de sus remeros y al viento que le favorecía, debió de escapar de sus manos. Quiso Dios, sin embargo, cegar también esta vez al pirata berberisco, y en la prisa y turbación de su fuga ocultáronse a sus penetrantes ojos una porción de barcos abrigados en un repliegue de la bahía. Creyó, pues, Kara-Kodja que la flota no había variado desde qua la reconociera él en Corfú en ausencia de la vanguardia y retaguardia, y volvió triunfante a Lepanto, firme en su engaño, anunciando a Alí-Pachá que los cristianos estaban en Pilaros de Cefalonia, y que en nada habían disminuido las ventajas enormes que sobre ellos tenía la flota turca.

No se hizo Alí-Pachá repetir la noticia, y apresurose a zarpar de Lepanto para ir a fondear en la bahía de Calydón, a la salida ya del golfo distante tan sólo doce millas de aquel funesto cabo Scropha, que los mismos turcos habían de rebautizar al día siguiente con el siniestro nombre de Cabo Sangriento. Había Don Juan fondeado, mientras tanto, en el puerto de Petala, a siete millas del cabo Scropha, por el lado opuesto, sin sospechar todavía la proximidad del enemigo. Venían, pues, a quedar ambas flotas una a un lado y otra al otro del funesto cabo, como dos enemigos que, atraídos por el odio, se acechan y se acercan sin conocerlo, se emboscan y se encuentran de repente frente a frente sin esperarlo, al doblar ambos a la vez la misma esquina: Don Juan creía a los turcos en Lepanto. Alí se figuraba aún a los cristianos en Cefalonia, y allí iba a buscarlos.

Al amanecer del día 7 de octubre de 1571 mandó Don Juan de Austria zarpar la flota del puerto de Petala y adelantarse con grandes precauciones por el canal que forman las costas de la Grecia con la isla de Oxia, última de las Curzolari; a la altura del cabo Scropha hizo seña el vigía de la real de que se hallaban dos velas a la vista. Pobláronse al punto de curiosos mástiles y vergas; mas ya no eran dos velas las que se veían; eran docenas y docenas que se destacaban sobre el azul del cielo y el azul de las olas como bandada de blancas gaviotas volando a flor de agua... No había duda; el enemigo estaba a la vista. Los dos matones en acecho se encontraban frente a frente al volver la misma formidable esquina. Eran entonces las siete de la mañana.

Mandó al punto Don Juan de Austria a su piloto Cecco Pizano desembarcar en uno de aquellos altos islotes para observar desde allí las fuerzas enemigas. Abarcábase desde aquella altura todo el amplio golfo, y en él vio Pizano adelantarse la flota turca, casi una mitad más numerosa de lo que se la suponía, empujada por una brisa favorable que embarazaba y entorpecía al mismo tiempo las maniobras de los cristianos. Angustiose a esta vista el piloto, y ya de vuelta en la real a nadie osó comunicar en aquel momento crítico tan temerosa nueva, y limitose a decir al oído del generalísimo:

-Sacad las garras, señor, que ruda ha de ser la jornada.

No parpadeó siquiera Don Juan al oírle, y como en aquel momento le preguntasen algunos de sus capitanes si no celebrarían un último consejo, contestoles serenamente:

-Ya no es tiempo de razonar, sino de combatir.

Y mandó en el acto disparar un sacre en la real y enarbolar en el estanterol una bandera blanca, que era la señal convenida desde Mesina para formar en batalla.




ArribaAbajo- X -

La serenidad de ánimo en presencia del peligro fue desde su niñez una de las grandes cualidades de Don Juan de Austria, y no le faltó un punto en aquel momento crítico de su vida. Guardose de comunicar a nadie las zozobras y temores que las razones de Cecco Pizano le inspiraron, y sin perder un segundo comenzó a tomar sus medidas con esa inteligencia y ordenada actividad propia del genio de la guerra, que todo lo abarca y previene al primer golpe de vista y excluye toda confusión al combinar y todo atropello al disponer. Mandó atracar a la real una de aquellas galeras pequeñas de vela y remo que llamaban fragatas y servían para transmitir órdenes con gran ligereza, y embarcose en ella con don Juan de Soto y don Luis de Córdoba para visitar una por una todas las galeras del centro y cuerno derecho; las del izquierdo encomendolas a su lugarteniente, el comendador mayor don Luis de Requeséns.

Dio el señor Don Juan en todas las galeras disposiciones cuya prudencia y previsión pudieron apreciarse más tarde; mandó cortar en todas ellas los altos espolones para asegurar el tiro horizontal del esmeril de proa, y mandó también quitar las cadenas y dar armas y libertad a todos los galeotes condenados al remo por delitos comunes, prometiéndoles el indulto si daban buena cuenta en la pelea. Lloraban aquellos infelices y abrazábanse a los cómitres, que les entregaban las armas, jurando morir, como, en efecto, murieron los más de ellos, por la fe, por el rey y por Don Juan de Austria... Mandaba también en todas las galeras subir sobre cubierta los mejores víveres que se guardaban en la cala y muy razonables zaques de vino para repartirlos entre la chusma, y entonces era cuando se mezclaba entre ella para arengarla y animarla. Iba Don Juan sin armas todavía, con un crucifijo de marfil en la mano, que regaló más tarde a su confesor, fray Miguel Serviá, y se conservó en el convento de Jesús, extramuros de Palma de Mallorca, hasta 1835. Sus pláticas no eran pulidas, ni sus razones intrincadas; decíales tan sólo que peleaban por la fe y que no había cielo para los cobardes... Mas decíalo todo ello con tanta verdad y gracia y salíanle tan de lo hondo sus afirmaciones y promesas, que a todos les entusiasmaba y disponía al heroísmo, como si infiltrara en ellos el temple de su grande alma. Dábales a unos medallas, a otros monedas, a otros escapularios y rosarios, y cuando ya nada tuvo que dar, diole a uno su sombrero y repartió entre otros dos sus guantes. Y como ofreciese un capitán al galeote que lo había recibido cincuenta ducados por uno de aquellos guantes, negose él prontamente y prendiole en su bonetillo como si fuera el más rico plumaje.

A las once de la mañana hallábanse las dos flotas frente a frente, a una legua escasa de distancia. Pudo entonces Alí-Pachá comprender de un solo golpe toda la extensión de su yerro, viendo desembocar por el estrecho canal de Oxia naves y más naves con las que él no había contado; y cuenta Marco Antonio Arroyo que, volviéndose entonces a los cautivos cristianos atados al banco, díjoles muy pálido entre suplicante y espantado:

-Hermanos, haced hoy lo que sois obligados por el buen tratamiento que os he hecho, que yo os prometo que si tengo victoria daros he libertad; y si hoy es vuestro día, Dios os lo dé.

Propúsole entonces el astuto Aluch-Alí virar de bordo para atraer a la flota cristiana bajo los fuegos de la entrada del golfo; mas contestole el orgulloso jefe otomano que jamás ofrecerían las galeras del padischah, bajo su mando, ni aun la apariencia de una fuga...

Maniobraban ya, mientras tanto, las dos flotas para formarse en batalla, suelta en el libre mar, ligera y favorecida por el viento, la otomana; pesada, oprimida entre lo escollos y peñas que rodean por allí las Curzolari, y embarazadas por el viento contrario, la de los cristianos. Apoyaba ésta su cuerno izquierdo en la costa, estrechándose contra ella cuanto el fondo permitía para impedir el paso de las galeras turcas que pudieran atacar por la espalda. Formábanlo cincuenta y tres galeras al mando de Agostino Barbarigo, cuya galera iba la primera, o sea como guía, hacia el lado de tierra; la guía del otro lado llevábala Marco Quirini con la tercera capitana de Venecia. El cuerno derecho, por el contrario, internábase en el mar; formábanlo cincuenta y seis galeras, y mandábalo, y guiaba al mismo tiempo el extremo derecho, Juan Andrea Doria, cuya capitana llevaba por farola una gran esfera de cristal con aros dorados; el izquierdo lo guiaba don Juan de Cardona con la capitana de Sicilia. Entre estos dos cuernos o alas formábase el centro o cuerpo de batalla con sesenta y dos galeras: en medio estaba la real de Don Juan de Austria, flanqueada a derecha e izquierda por las capitanas de Marco Antonio Colonna y Sebastián Veniero y defendida su popa por la patrona de Don Juan y la capitana del comendador mayor don Luis de Requeséns, que no quiso apartarse un momento del generalísimo; los dos extremos del centro guiábanlos: el izquierdo, la capitana de Bautista Somellino, y el derecho, la capitana de Malta, mandada por el prior de Mesina Fra Pietro Giustiniani. Detrás del centro, y a conveniente distancia, alineábanse las treinta galeras de reserva mandadas por el marqués de Santa Cruz. No quedaba entre galera y galera más hueco que el necesario para maniobrar, y ocupaba en el mar la línea total de la flota aliada una extensión de dos kilómetros y medio. Una milla más adelante de la línea de batalla formaban las seis galeazas, correspondiendo dos a cada parte de la flota.

De idéntico modo había dispuesto Alí-Pachá la suya: apoyaba también en la costa su cuerno derecho, mandado por Mahomet Scirocco, y compuesto de cincuenta y seis galeras. Entraba el izquierdo igualmente en el mar, formado por noventa y tres galeras, a las órdenes de Aluch-Alí el Tiñoso, y en la mitad del centro, formado por noventa y cinco galeras, adelantábase la de Alí-Pachá, enorme, altísima de puntal, con cinco grandes farolas doradas en la popa y muy pertrechada de artillería, de jenízaros que pasaban de quinientos y de turcos epacos, bravísimos flecheros y escopeteros que formaban la flor de su gente. Rodeábanla y defendíanla otras siete galeras de fanal, de las cuales era la más fuerte y mejor equipada la serasker Peter-Pachá. Detrás del centro alinéabanse, lo mismo que la flota aliada, treinta galeras de reserva. El espacio que dejaban entre sí las galeras era el mismo en ambas flotas, y ocupaba en el mar la línea de batalla turca cinco kilómetros. Quedaban, pues, las dos armadas formando cada una tres cuerpos diversos, que tenían cada cual su contrario frente a frente. El de Barbarigo era Mahomet Scirocco; el de Don Juan de Austria, Alí-Pachá, y el de Juan Andrea Doria éralo Aluch-Alí el Tiñoso, el verdadero y temible capitán con que contaban los turcos.

Había la visita de Don Juan despertado el entusiasmo en las, galeras, y, hechos ya todos los preparativos, sólo se esperaba en ellas la señal del combate. También el generalísimo había hecho en la real los suyos: mandó lo primero desembarazar en lo posible la cubierta para hacer plaza de armas espaciosa en que pelear, y distribuyó atinadamente los cuatrocientos veteranos del regimiento de Cerdeña que tenía a bordo. Confió la defensa de las rumbadas o castillos de proa a los maestres de campo don Lope de Figueroa y don Miguel de Moncada, y a Andrés de Mesa y Andrés de Salazar; la medianería a Gil de Andrade, el fogón a don Pedro Zapata de Calatayud, el esquife a don Luis Carrillo, la popa a don Bernardino de Cárdenas, don Rodrigo de Mendoza Cervellón, don Luis de Cárdenas, don Juan de Guzmán, don Felipe Heredia y Ruy Díaz de Mendoza, y como principal defensor de la galera y verdadero generalísimo de la batalla, hizo colgar en el estanterol, dentro de una caja de madera, el crucifijo de los moriscos rescatado por Luis Quijada, que siempre llevaba consigo.

Seguía Don Juan desde la popa las maniobras de ambas armadas, y para no perderlas de vista un momento, comenzó a armarse allí mismo, bajo el toldillo de damasco encarnado y blanco que había a la entrada de su cámara; púsose un fuerte arnés pavonado en negro y claveteado todo de plata; llevaba debajo de la coraza el lignum crucis regalo de San Pío V, y encima el toisón de oro, que según los estatutos de esta Orden debe llevar siempre puesto el caballero que entra en batalla. Acababa Don Juan de armarse cuando observó que Juan Andrea Doria entraba demasiado en el mar el cuerno derecho que mandaba, dejando entre el extremo izquierdo de éste y el centro de batalla una ancha brecha; observó también que Aluch-Alí seguía paralelamente la maniobra de Doria con el cuerno izquierdo turco, y comprendió al punto la astuta estrategia del renegado Tiñoso. Pretendía éste, y lo iba consiguiendo, apartar insensiblemente el cuerno derecho cristiano del centro, para introducir luego rápidamente sus naves más ligeras por la brecha que quedaba y rodearle y aislarle por completo. Apresurose Don Juan a enviar a Doria una fragata avisándole el lazo en que con riesgo manifiesto de comprometer la batalla iba cayendo; mas ya era tarde, por desgracia, y la fragata no tuvo tiempo de recorrer las tres millas que de Doria la separaban.

Veníase encima, mientras tanto, la flota turca a toda vela, impulsada por un viento favorable, espantosa, imponente, y veíasela ya a media milla de la línea de las galeazas y sólo a otra milla más de la línea de batalla de los cristianos. Don Juan no quiso esperar más: santiguose humildemente y mandó disparar en la real el cañonazo de desafío y enarbolar en la popa el estandarte azul de la Liga, que se desarrolló majestuosamente como un pedazo de cielo sobre el cual se destacase la imagen del Crucificado. Un momento después contestó la galera de Alí con otro cañonazo aceptando el reto, y enarbolaron en su popa el estandarte del profeta, guardado en la Meca, blanco, de gran tamaño, con ancha cenefa verde, y bordados en el centro versículos del Alkorán con letras de oro. En el mismo momento acaeció un fenómeno sencillísimo en cualquier otra ocasión, pero que por hartas razones túvose en aquélla por prodigio: calló de repente el viento hasta quedar todo en calma, y comenzó luego a soplar favorable para los cristianos y contrario a los turcos. Parecía como si hubiese resonado allí queda voz que dijo al mar: Calla, y al viento: Sosiégate. El silencio fue entonces profundo; oíase tan sólo el rumor de las olas, que se arremolinaban en las proas de las galeras y el ruido de las cadenas que agitaban al remar los esclavos cristianos.

Fray Miguel Serviá bendecía desde el estanterol a todos los de la flota y dábales la absolución general en la hora de la muerte. Eran entonces las doce menos cuarto.




ArribaAbajo- XI -

Disparó el primer cañonazo la galeaza capitana, mandada por Francisco Duodo, y arrancó de cuajo la mayor de las cinco farolas que coronaban la popa en la galera de Alí-Pachá; el segundo destrozó las rumbadas de una galera próxima y el tercero echó a pique una fusta que se adelantaba para transmitir órdenes. Hubo entonces un movimiento espontáneo de retroceso en toda la línea turca, que el valor de Alí-Pachá refrenó al instante. Abalanzose a la caña del timón, y con la rapidez de una flecha hizo pasar La Sultana por entre las galeazas sin disparar un tiro; siguiole toda la flota, rota ya y deshecha su línea de formación, pero dispuesta a unirse otra vez salvado aquel obstáculo, como se unen las aguas de un río después de pasados los postes de un puente que las detienen y dividen. Comenzó el choque entre ambas armadas por el cuerno izquierdo cristiano y el derecho turco. Atácole Mahomet Scirocco por el frente, con tal rabia y empuje y tal alboroto de gritos y salvajes alaridos propios de los turcos cuando combatían, que logró atraer la atención sobre un solo punto, y deslizar, mientras tanto, por el lado de tierra, algunas de sus galeras ligeras, que atacaron por la popa a la capitana de Barbarigo; viose entonces éste en gravísimo aprieto, porque la galera de Mahomet Scirocco había abordado la suya por la proa y entrábanse ya los turcos hasta el árbol de mesana; defendíanse los cristianos como fieras acorraladas en la popa, y Barbarigo mismo desde el castillo les dirigía y animaba. Tenía alzada la visera del casco, y recatábase con la rodela de la nube de flechas que cruzaban los aires. Descubriose un momento para dar una orden, y entrole una por el ojo derecho y se le clavó en el cráneo. Murió al día siguiente.

Corriose entonces el gravísimo riesgo de que, apoderados los turcos de la capitana veneciana, destrozasen todo el cuerno izquierdo y arremetiesen después contra el centro por el flanco y por la popa, haciéndoseles entonces fácil la victoria. Marino Contarini, sobrino carnal de Barbarigo, conjuró el peligro. Abordó la galera de su tío por la banda de babor con toda su gente, y trabose sobre la capitana la pelea más furiosa quizá que registra aquella jornada memorable. Todo era allí rabia, todo ira, todo era carnicería, todo espanto; hasta que arrojado Mahomet Scirocco por la capitana veneciana y acorralado a su vez en la suya propia, sucumbió al fin a sus heridas agarrado a una borda; allí le degollaron y le arrojaron al agua. Cundió entonces el espanto entre los turcos, y volviendo las proas a tierra las pocas galeras que quedaron libres, allí encallaron, salvándose a nado su diezmada gente.

No tuvo tiempo Don Juan de hacerse cargo de aquel peligro, ni de aquella catástrofe, ni de aquella victoria, porque todas esas fases del combate las tenía ya él encima. Cinco minutos después de haber caído Mahomet Scirocco sobre Barbarigo, caía sobre él Alí-Pachá con todo el ímpetu de su odio, de su furor, de su deseo de gloria. Veíasele verdaderamente arrogante sobre el castillo de popa, en pie con un riquísimo alfanje en la mano, vestido un caftán de brocado blanco tejido de seda y plata, y una celada de acero pavonado bajo el turbante con inscripciones de oro y pedrería de turquesas, rubíes y diamantes, que despedían vivos reflejos a la luz del sol. Avanzaban igualmente los dos cuerpos de batalla, sin reparar en lo que a la izquierda y derecha sucedía, y en medio de las dos galeras de los dos generalísimos, en silencio, sin disparar un tiro ni hacer otra maniobra que la de marchar siempre adelante. A media galera de distancia ambos navíos, disparó La Sultana, de Alí-Pachá a quema ropa tres cañonazos: el primero destrozó las rumbadas de babor de la real y mató algunos remeros; el segundo atravesó el esquife, y el tercero pasó sobre el fogón sin hacer daño a nadie. Contestó la real barriendo con sus fuegos la popa y la crujía de La Sultana, y una negra y espesa humareda envolvió al punto a turcos y cristianos, al cielo y al mar, a barcos y combatientes. Oyose entonces dentro de aquella nube negra, que parecía vomitada del infierno, un crujido inmenso y horrendos alaridos, y viéronse saltar, entre el espeso humo de la pólvora, astillas, hierros, remos rotos, armas, miembros humanos, cuerpos destrozados que se alzaban en el aire y caían luego al mar, tiñéndolo de sangre. Era que la galera de Alí había embestido a la de Don Juan por la proa con tan espantoso empuje, que el espolón de La Sultana entró en la real hasta el cuarto banco de remeros; la violencia del golpe produjo, naturalmente, en ambas galeras un movimiento de retroceso; mas ya no pudieron desasirse. Habíanse enredado por las jarcias y aparejos e inclinábanse a babor y a estribor con espantosos crujidos y horribles balanceos, pugnando por desasirse, sin conseguirlo, como dos gladiadores que, separados los cuerpos, se asen, se estrechan y se traban por las cabelleras. Mandó Don Juan desde el estanterol, donde se hallaba al pie del estandarte de la Liga, echar los garfios por las proas y afianzadas ya las dos galeras, convirtiéronse en un solo campo de batalla. Lanzáronse como leones los cristianos al abordaje, destrozando cuanto se oponía a su paso, y por dos veces llegaron hasta el palo mayor de La Sultana y otras tantas tuvieron que retroceder, disputando palmo a palmo, pulgada a pulgada, aquellas frágiles tablas en que no había escape, ni ayuda, ni esperanza de compasión, ni más salida que la muerte.

Reforzaron La Sultana con gente de refresco las galeras turcas de reserva, y animado Alí, lanzose a su vez al abordaje. Era La Sultana de más alto bordo que la real, y cayeron, por tanto, en ella como catarata que se despeña desde lo alto; el choque fue tan tremendo, que los maestres de campo Figueroa y Moncada retrocedieron con su gente y llegaron los turcos a pasar el palo trinquete. Acudió allí toda la gente de popa, y Don Juan de Austria saltó desde el estanterol, con la espada en la mano, peleando como un soldado, para hacerles retroceder. Este fue el momento crítico de la batalla... Ya no había línea, ni formación, ni derecha, ni izquierda, ni centro; sólo se veía en cuanto del mar abarcaban los ojos, fuego, humo y pelotones de galeras en medio, trabadas entre sí, vomitando fuego y muerte, con los palos y los cascos erizados de flechas, cual enormes puerco espines que erizasen sus púas para defenderse y acometer: matar, herir, prender, animar, quemar era lo que se veía por todas partes, y caer al agua cuerpos muertos y cuerpos vivos, árboles, entenas, jarcias, cabezas arrancadas, turbantes, aljabas, rodelas, espadas, cimitarras, arcabuces, carcajes, cañones, flechas, cuantos instrumentos tenían entonces a su alcance la civilización y la barbarie para matarse y destruir.

En tan crítico momento desprendiose con esfuerzo sobrehumano una galera de aquel caos de horrores, y lanzó su proa con la violencia de formidable catapulta disparada por titanes contra la popa de la galera de Alí, entrándole el espolón hasta el tercer banco de remeros. Era Marco Antonio Colonna, que acudía en auxilio de Don Juan de Austria; al mismo tiempo ejecutaba igual maniobra por uno de los flancos el marqués de Santa Cruz. El refuerzo era grande y oportuno; pero todavía lograron los turcos retirarse a su galera en buen orden y haciendo estragos; mas estrujados allí materialmente por las gentes de Colonna y Santa Cruz, rebosaban por las bandas y caían al agua muertos y vivos, trabados turcos y cristianos, peleando hasta lo último con las uñas y los dientes, y destrozándose hasta por debajo del ensangrentado oleaje.

En aquel remolino de desesperados pereció Alí al lado del timón; unos dicen que se degolló a sí mismo y se arrojó al mar; otros, que le cortaron la cabeza y la levantaron en una pica. Mandó entonces Don Juan de Austria bajar el estandarte del profeta, y entre gritos de «¡Victoria!», izaron en su lugar la bandera de la Liga.

Hallábase herido Don Juan en una pierna31; mas sin cojear siquiera, subió al alcázar de popa de la galera rendida para hacerse cargo desde allí del estado de la batalla. En el cuerno izquierdo huían en aquel momento para tierra las pocas galeras que quedaban de Mahomet Scirocco, y veíaselas encallar violentamente en los bajíos y arrojarse a nado las tripulaciones. No sucedía, por desgracia, lo mismo en el cuerno derecho: engañado Doria por las falsas maniobras de Aluch-Alí, siguió internandose en el mar y abriendo cada vez más ancha brecha entre el ala derecha y el centro; la orden de Don Juan de Austria mandándole retroceder no llegó a tiempo. Limitábase Aluch-Alí, mientras tanto, a observar la maniobra de Doria, siguiéndole paralelamente sin cuidarse de atacar; hasta que de repente, juzgando ya, sin duda, el hueco harto ancho, viró a la derecha con rapidez maravillosa, y lanzó toda la masa de la flota por la peligrosa brecha, aplastando literalmente aquellos dos extremos que quedaban descubiertos; el desastre fue terrible y la matanza espantosa. En la capitana de Malta sólo tres hombres quedaron con vida: el prior de Mesina, Fra Pietro Giustiniani, con cinco flechas clavadas; un caballero español con ambas piernas rotas, y otro italiano con un brazo separado de un hachazo. En la capitana de Sicilia cayó herido don Juan de Cardona, y de quinientos hombres que llevaba quedáronle cincuenta. La Fiereza y la San Giovanni, del Papa, y la Piamontesa, de Saboya, sucumbieron sin rendirse en sus puestos; diez galeras se habían ido ya a pique, una ardía hasta consumirse y doce flotaban como boyas, sin dirección ni rumbo, desarboladas, repletas de cadáveres, esperando a que el vencedor, que lo era Aluch-Alí en aquel momento, les echase las amarras y las remolcase como trofeos y botín de guerra. Espantado Doria del desastre, volvía a toda prisa al lugar de la catástrofe; mas ya le había precedido Don Juan de Austria. Sin reparar en nada, mandó el generalísimo cortar las amarras a doce galeras que remolcaban ya a las vencidas, y herido él, sin descansar de las fatigas de su propia lucha, lanzose con ellas en auxilio de los que sucumbían.

«¡Ah, valiente generalísimo! -exclama aquí el almirante Jurien de la Gravière en su precioso estudio sobre la batalla de Lepanto-. A él debía ya la armada su victoria y a él iba a deber su salvación lo que quedaba del ala derecha»32. Siguiole el marqués de Santa Cruz con toda la reserva, y a la vista de este refuerzo, ya victorioso, comprendió Aluch-Alí que le arrancaban de las garras la presa.

Sólo pensó entonces el astuto renegado en salvar su vida, y lo hizo como él sólo fuera capaz de hacerlo: metió en su galera a su hijo, y seguido de otras trece, lanzose como una exhalación por delante de las proas enemigas antes de que pudieran envolverle, y huyó a la desesperada con rumbo a Santa Maura, sueltas todas las velas, empuñando él la caña del timón, bogando los infelices remeros con la cimitarra a la garganta para que no aflojasen, para que no respirasen un segundo, y antes que dejar rindiesen allí el último aliento.

Pasado el primer instante de estupor, lanzáronse detrás el marqués de Santa Cruz y Don Juan de Austria; mas la ventaja que les llevaba Aluch-Alí crecía por momentos y comenzaba ya a caer la tarde, y la tempestad, que amenazaba desde las doce, soplaba ya sus primeras ráfagas y hacía oír sus primeros truenos. Escapó, pues, el famoso renegado en alas de la tempestad, como si la cólera de Dios le protegiese y le guardara para castigo y azote de otros pueblos.

Este fue el último tercio de la batalla de Lepanto; la mayor jornada que vieron los siglos, según asegura un testigo y actor que derramó en ella su sangre: Miguel de Cervantes Saavedra.

Eran entonces las cinco de la tarde del 7 de octubre de 1571.




ArribaAbajo- XII -

En la tarde de aquel mismo día 7 de octubre de 1571 paseábase San Pío V por una cámara del Vaticano oyendo la relación que le hacía su tesorero, monseñor Busotti de Bibiana, de varios asuntos confiados a su cargo; padecía el santo anciano horrendos ataques de piedra, y como le arreciase de ordinario el mal estando sentado, solía recibir y despachar las más de las veces en pie o paseando. Detúvose de repente el Papa en mitad de la estancia y alargó el cuello en la actitud del que escucha, haciendo al mismo tiempo a Busotti señal de que callase. Acercose después de breve rato a una ventana, y abriola de par en par, asomándose a ella siempre en silencio y en la misma actitud escudriñadora. Mirábalo asombrado Busotti, y su extrañeza se convirtió en pavor al ver que el rostro del anciano Pontífice se transfiguraba de repente, que sus llorosos ojos azules se volvían al cielo con expresión inefable, y que sus manos juntas se elevaban, ligeramente temblorosas; erizáronsele los cabellos a Busotti, comprendiendo que sucedía algo sobrenatural y divino, y así permaneció más de tres minutos, según depuso después con juramento el mismo tesorero.

Arrancose al cabo de éstos el Papa de su arrobamiento, y con el rostro radiante de júbilo, dijo a Busotti:

-No es hora ésta de tratar negocios... Demos gracias a Dios por la victoria alcanzada sobre los turcos...

Y retirose a su oratorio, dice Busotti, dando tropiezos y saliéndole de la frente lumbres muy bellas. Apresurose el tesorero a dar cuenta de lo que sucedía a varios prelados y cardenales, y mandaron éstos al punto extender acta de todo ello, marcando las circunstancias de lugar y tiempo, y depositarla sellada en casa de un notario. El 26 de octubre llegó a Roma un mensajero del dux de Venecia, Mocenigo para anunciar al Papa la victoria de Lepanto, y tres o cuatro días después llegó también el conde de Priego, enviado por Don Juan de Austria, para darle cuenta de todas las circunstancias de la batalla. Hízose entonces cómputo de horas según los diversos meridianos de Roma y las islas Curzolari, y resultó que la visión del Papa anunciándole el triunfo de Lepanto tuvo lugar en el momento en que saltaba Don Juan de Austria del estanterol con la espada en la mano para rechazar a los turcos que invadían su galera y atacaban La Sultana por el flanco y por la popa el marqués de Santa Cruz y Marco Antonio Colonna. Diose entonces a este suceso grande importancia, y figuró más tarde con todas sus pruebas y documentos en el proceso de canonización de San Pío V, de donde lo tomamos nosotros.

Mientras tanto, era otra providencia de Dios que la tempestad que ponía en salvo al renegado Aluch-Alí no acabase de destrozar la armada de la Liga. Vagaban sin cuidado todas las galeras por el anchuroso golfo ocupadas en remediar del mejor modo posible sus enormes averías, en colocar a los heridos, maniatar a los cautivos turcos y recoger y asegurar el inmenso botín que ofrecían las ciento setenta y ocho galeras ganadas al enemigo. Nadie se acordaba del peligro, ni se cuidaba tampoco sino de saborear el triunfo. Velaba, sin embargo, por todos el generalísimo, y de repente mandó disparar en la real el cañonazo de alarma; repitieron las capitanas la misma pavorosa seña, y a toda prisa, a la fuerza, a empujones, si así fuera posible decirlo, recogió Don Juan delante de sí aquel desbandado rebaño y lo encerró, cual en un redil, en el próximo puerto de Petala. Ya era tiempo: el temporal se desató violento y terrible, y durante toda aquella noche barrió aquellos mares con espantosa furia. Sin la prudencia de Don Juan, la victoria de Lepanto hubiera quedado reducida, indudablemente, y en sentido inverso, a lo que fue la batalla de Trafalgar dos siglos y medio más tarde; ésta fue un glorioso desastre; aquélla hubiera sido una desastrosa gloria.

Al día siguiente, muy de mañana, visitó Don Juan de Austria todas las galeras, una por una, consolando y asistiendo a los heridos, y haciendo el recuento de las pérdidas sufridas. Perdieron los cristianos en la batalla de Lepanto quince galeras y muy cerca de ocho mil hombres; de éstos eran dos mil españoles, ochocientos del Papa y los demás venecianos. De la armada turca sólo se salvaron treinta galeras; fueronse a pique en el golfo noventa, y las ciento setenta y ocho restantes quedaron en poder de los cristianos, con ciento diecisiete cañones gruesos y doscientos cincuenta de menor calibre. Al mismo tiempo quedaron en libertad más de doce mil cristianos cautivos que llevaban los turcos remando en sus galeras. Estos infelices, ebrios de dicha, ofreciéronse espontáneamente y con el mayor entusiasmo a cubrir en la flota cristiana las bajas de muertos y heridos, así en la gente de combate como en la chusma.

El reparto de los despojos hízolo el señor Don Juan, según lo estipulado en los artículos de la santa Liga, de la siguiente manera:

Al Papa, veintisiete galeras, nueve cañones gruesos, tres pedreros, cuarenta y dos sacres y doscientos esclavos.

Al rey católico, la galera La Sultana de Alí-Pachá, con otras ochenta y una, sesenta y ocho cañones grandes, doce pedreros, ciento sesenta y ocho sacres y tres mil seiscientos esclavos.

A Venecia, cincuenta y cuatro galeras, treinta y ocho cañones, seis pedreros, ochenta y cuatro sacres y dos mil quinientos esclavos.

A Don Juan de Austria tocábale como generalísimo la décima de todo; mas sólo tomó dieciséis galeras, setecientos veinte esclavos y una por cada diez piezas de artillería. Tocole entre los cautivos el ayo de los hijos de Alí-Pachá, Alhamet, preso con éstos por Marco Antonio Colonna en la galera del rey de Negroponto, donde se habían refugiado después de haberse ido a pique la suya propia.

Desde Santa Maura envió el señor Don Juan al rey su hermano al maestre de campo de don Lope de Figueroa; con éste iba también su correo, Angulo, llevándole el estandarte del profeta, que llamaban Sanjac, cogido en la galera de Alí. Al Papa envió el conde de Priego; al emperador Maximiliano II de Austria, a don Fernando de Mendoza, y a la Señoría de Venecia, para darle la enhorabuena, a don Pedro Zapata de Calatayud.

No se olvidó Don Juan de Austria, en la embriaguez del triunfo, de su tía doña Magdalena de Ulloa, y al mismo tiempo que al Papa, al rey, al emperador y a la señoría, enviole a ella a Jorge de Lima, llevándole de su parte lo que más podía satisfacer su corazón de cristiana, de española y de amantísima madre: el lignum crucis, regalo de San Pío V, que había llevado él en la batalla de Lepanto, y una bandera turca arrancada por él mismo en la galera del serasker33.




ArribaAbajo- XIII -

Conmovió profundamente el gran corazón de Don Juan de Austria el infortunio de los hijos de Alí, y mandó que, sin separarlos de su ayo, Alhamet, ni de sus criados, que eran cinco, les llevasen a la galera real para tenerlos él a la vista y protegerlos y consolarlos, lo cual dio motivo a un episodio que pinta de cuerpo entero el carácter caballeresco, grande y compasivo del vencedor de Lepanto.

Contaba el mayor de los hijos de Alí, Ahmed-Bey, dieciséis años, y era hermoso, robusto, varonil y arrogante. Sumiole su desgracia en una muda y sombría desesperación que no estallaba nunca, sino se le reconcentraba en el pecho, tornándole arisco, duro, agresivo, sin más idea ni más ansia que la de escapar, como pájaro salvaje encerrado en una jaula. El menor, Mahomet-Bey, era, por el contrario, una criatura de trece años, expansiva, cariñosa, que sin comprender toda la extensión de su desgracia, volvía a todas partes sus ojos inocentes buscando dondequiera protección y cariño; y como ambas cosas encontraba en Don Juan de Austria, apegose a él tiernamente. Humillaba esto el orgullo de su hermano, y como le viese un día sobre cubierta jugando con la monilla34 de Don Juan, arrancole violentamente el animalejo, diciéndole una frase turca de horrendo laconismo, que pudiera traducirse en castellano:

El gran infiel mató a padre.

La bondad de Don Juan y su fino tacto quebrantaron al fin la fiereza y los rencores del muchacho, y trocose entonces su desesperación en tristeza profunda, que sin enfermedad alguna aparente le roía y le minaba. Preocupaba a Don Juan en extremo la suerte de aquellas dos pobres criaturas, y para darles placer y esperanza, apresurose, en llegando a Corfú, a dar libertad a Alhamet, su ayo, y enviarlo a Constantinopla, a dar razón de ellos a su familia y asegurarle la imposibilidad en que estaba entonces de darles también libertad, como se la daría más adelante, según era su intención y su deseo. Formaban los dos huérfanos una sola presa de guerra, en la cual sólo tenía Don Juan una décima parte, según lo estipulado en la Liga, correspondiendo lo restante por partes iguales al Papa, al rey de España y a la señoría de Venecia.

Solicitó, pues, el señor Don Juan de las tres potencias la cesión completa de los muchachos para ponerlos en libertad sin pérdida de tiempo, ofreciéndose él a dar en cambio cuanto quisiesen exigirle. Juzgó, sin embargo, prudente, mientras estas negociaciones tenían efecto, enviar a Roma con todos sus criados a los dos hermanos para tenerlos allí bajo la protección del Padre Santo. Resistíanse los huérfanos a separarse del señor Don Juan, y de tal manera se agravaron con esta ausencia la tristeza y consunción que minaban a Ahmed-Bey, el mayor de los dos hermanos, que murió en Nápoles a los tres días de su llegada, pidiendo a Don Juan en su hora postrera que no retractase sus generosas intenciones de dar libertad a su inocente hermano. Siguió éste para Roma afligido y desolado, y colocáronle allí por orden del Papa en el castillo de Santo Angelo, con todo el esmero y los cuidados que su edad, su calidad y su desgracia requerían. Activó Don Juan por su parte en favor de Mahomet-Bey las gestiones que antes hacía por los dos hermanos, y escribió a Felipe II y al dux Mocenigo en términos tan eficaces y apremiantes, como podrá juzgarse por la siguiente notabilísima carta suya al embajador de España en Roma, don Juan de Zúñiga, cuyo original pertenece a la colección de autógrafos del conde de Valencia de Don Juan:

«Ilustrísimo señor: Algunas veces me acuerdo aver escrito a vuestra merced la mucha afición que tomé a los hijos del Baxá dende el primer día que fueron captivos en la batalla, y los conoscí por parescerme moços nobles y de muy buena inclinación, y considerar la miseria en que se hallavan, sin culpa suya, pues ni tenían hedad ni malicia para poder haver hecho ninguna cosa de momento en nuestro daño. Esta misma inclinación me ha durado y dura hasta agora, tanto más, quanto algunas veces voy considerando, no parescerme cosa de ánimos nobles maltratar al enemigo después de vencido, y conforme a esta mi opinión, el tiempo que esos moços y los demás esclavos de qualidad estuvieron a mi disposición y orden, de continuo mandé que fuesen muy bien tratados, y se les hiciese todo regalo, particularmente a los dichos moços. Haviéndose enviado desde aquí a esa ciudad y muerto el uno de ellos en Nápoles, e deseado extremadamente que el menor de ellos que está ahí en prisión se le diese libertad, y esto tanto más, quanto me acuerdo averme dado algunas veces intención de hacerlo así, y a este fin he escripto al rey mi señor, suplicando le fuera servido de hacerme merced de la mitad de dicho moço, que por la capitulación de la Liga le podía tocar, de lo qual aguardo respuesta. Al presente me ha ocurrido si sería bien pedir en esta Sede vacante35 al sacro collegio de los cardenales la parte que toca a esa sancta Sede, pues las otras dos de Venecianos procuraría yo de averlas por la vía que me pareciese más a propósito. He querido antes de intentar este negocio, comunicarlo con vuestra merced y pedirle como le pido con mucho encarecimiento que me avise de su parecer y tenga la mano en quanto por su parte pudiera, que esos esclavos sean bien tratados, pues como arriba digo, soy de opinión que a los enemigos se les muestre fiereza y valor hasta vencerlos, y después de vencidos, mansedumbre y piedad, y avíseme con la primera ocasión lo que sobre esto se le ofresciere. -Guarde Nuestro Señor la ilustrísima persona de vuestra merced, como deseo. De Mesina a 7 de mayo de 1572».

Al final de esta carta hay la siguiente postdata de mano propia de Don Juan de Austria:

«Mucho más de lo que sabría decir deseo que se me dé ese muchacho, pues como tal, será poco el daño que podrá hacer, y cierto le estoy aficionado y casi obligado, y así deseo como digo satisfacerme a mí en esta parte, y para esto quiero muy de veras el ayuda de vuestra merced a quien pido que si le paresciere tiempo y ocasión de alcançarme esta gracia lo haga, y que procure que en todo caso y tiempo sean bien tratados los demás que están en compañía del dicho muchacho, que cierto a mi juicio es una de las principales partes de un buen ánimo de piedad con los tales; también deseo que ellos entiendan tengo cuidado de lo que les toca, y todo señor Don Juan se lo remito. -A su servicio, Don Juan».

Vinieron fácilmente en lo que el señor Don Juan deseaba el Papa, el rey y el dux de Venecia, y dueño ya exclusivo el generalísimo del pobre niño cautivo, enviole a buscar para darle libertad con todos sus criados; mas, antes, y hallándose el señor Don Juan en Nápoles, llegó a este puerto una hermosa galera turca con salvoconducto de embajada, enviada por Fátima Cadem, hija también de Alí-Pachá, y única persona de su familia que quedaba ya al huérfano. Venía en esta galera Alhamet, el ayo de los dos hermanos, y traía una carta y un rico presente de la mora Fátima para Don Juan de Austria. La carta, según la traducción que de ella inserta Van der Hammen, dice así:

«Gran señor: Después de besada la tierra que pisa vuestra alteza, lo que esta pobre y mísera huérfana tiene que hacer saber a vuestra alteza, su señor, es representarle, quán agradecida estoi al favor que nos ha hecho a todos, no sólo en dar libertad a Alhamet, nuestro criado, sino en enviarle para que nos diese nuevas de cómo después de la muerte de mi padre y rota de la armada nuestra, mis pobres huérfanos hermanos quedaron vivos y en poder de vuestra alteza, por lo qual quedo rogando a Dios dé a vuestra alteza muchos años de vida. Lo que nos queda, señor, agora a mí y a todos nosotros que suplicar a vuestra alteza es nos haga merced y limosna, por la alma de Jesucristo, por la vida de vuestra alteza real, por la cabeça de su madre, por el alma del emperador su padre, por la vida de la majestad del rey su hermano, los dé libertad a esos pobres huérfanos. No tienen madre, su padre murió a manos de vuestra alteza. Están debaxo solo del amparo de vuestra alteza. Pues es tan cortés caballero como todos confiessan, tan piadoso y generoso príncipe, duélale de las lágrimas que por horas vierto; de la aflicción en que se hallan mis hermanos y concédame esta gracia. De lo que he podido juntar de las cosas que por acá ai, embío a vuestra alteza ese presente, a quien suplico le quiera recebir. Bien sé no es cosa digna de la grandeza de vuestra alteza y que merecía cosas mayores, pero mis fuerças son cortas. Vuestra alteza no mire a la poquedad del servicio, sino como tan gran señor reciba la buena voluntad con que se hace. Buelvo, señor, a suplicar a vuestra alteza por la ánima de Jesucristo me haga esta limosna de dar libertad a mis hermanos, pues en hacer semejante bien, aunque sea a enemigos, ganará renombre de liberal y piadoso; y pues mirando a sus lágrimas fue servido de embiar a Alhamet que avisase de cómo quedaban vivos, y del buen tratamiento que vuestra alteza les hacía (lo qual toda esta corte tuvo a gran gentileza y no hacen sino alabar la virtud y grandeza de vuestra alteza), para acabar de ganar del todo este título, no queda sino que vuestra alteza nos haga esta merced, de que les dé libertad.

Besa los pies de vuestra alteza su esclava la pobre hermana de los hijos de Alí-Baxá. -Fátima Cadein»36.

Recibió Don Juan de Austria esta carta envuelta en un lienzo de brocado, de manos de Alhamet, y ocho esclavos turcos, que con él venían, entraron luego en la estancia el rico presente. Componíase éste de cuatro ropas de martas cibelinas. -Dos ropas de lobos cerbales. -Una ropa de armiños. -Otra ropa de lobos cerbales de raso carmesí que era del rey de Persia, con una guarnición de brocados de media vara de ancho, y en ella bordadas historias de persianos. -Seis piezas de brocado muy fino, de tres canas y media la pieza. -Dos cajas de porcelana de Levante muy finas. -Una caja de pañuelos y toallas de oro, plata y seda bordados a la turquesa. -Una cubierta de cortaduras de seda recamada de oro. -Otra cubierta de brocado colchada. -Cantidad de sobremesas de cuero. -Una tapicería de cueros adobados en olores. -Un alfange damasquino que era del Gran Turco, guarnecido de oro y labrado con piedras turquesas finas. -Cinco arcos dorados con quinientas flechas que eran del Gran Turco, muy labradas de oro y esmalte y sus carcajes y aljabas labrados y adobados de olor. -Cantidad de plumas de todas clases. -Una cajita de botones de almizcle fino. -Algunas piezas de turbantes de holanda fina. -Seis alfombras muy grandes. -Seis fieltros grandes a modo de reposteros. -Un arco, carcaj y aljaba, todo de oro fino y esmaltado de azul, que era de Solimán. -Cantidad de bolsas de agua y frascos de cuero adobado. -Cuatro frascos de almáciga fina de Xío. -Veinticuatro cuchillos damasquinos guarnecidos de oro, plata y rubíes.

Examinó Don Juan de Austria todas estas riquezas detenidamente con muchas razones de cortesía y agradecimiento, mas haciendo luego a los esclavos que las empaquetasen tales como venían, mandó a Alhamet que las llevara él mismo a Roma y las entregase al niño cautivo Mahomet-Bey, para que dispusiese él de todas ellas a su arbitrio. Llegó el hijo de Alí a Nápoles a fines de mayo y embarcose a los pocos días para Constantinopla, con todos sus criados y algunos otros cautivos turcos, que para honrarle a él redimió también Don Juan de Austria. El niño llevaba para su hermana Fátima la siguiente respuesta del generalísimo:

«Noble y virtuosa señora: Dende la primera hora que fueron traydos a mi galera Ahmet-Bey y Mahomet-Bey, sus hermanos, después de haber vencido la batalla que di a la armada del Turco, conosciendo su nobleza de ánimo y buenas costumbres, considerando la miseria de la flaqueza humana, y quán subjecto es a mudança el estado de los hombres, añadiendo el ver que aquellos nobles mancebos venían más en la armada por regalo y compañía de su padre, que para ofendernos; puse en mi ánimo, no solamente de mandar que fuesen tratados como hombres nobles, pero de darles libertad quando me paresciere ser la ocasión y tiempo para ello. Acrecentose esta intención en rescibiendo su carta tan llena de aflicción y aflicción fraterna y con tanta demostración de desear la libertad de sus hermanos; y quando pensé poder imbiárselos ambos, con grandísimo descontentamiento mío llegó a Ahmet-Bey el último fin de los trabajos que es la muerte. Embío al presente en su libertad a Mahomet-Bey y a todos los otros captivos que me ha pedido, como también embiara al defuncto si fuera vivo; y tenga, señora, por cierto que me ha sido desgusto particular no poderla satisfacer y contentar en parte de lo que deseaba, porque tengo en mucha estima la fama de su virtuosa nobleza. El presente que me embió dexé de rescibir y lo hubo el mismo Mahomet-Bey, no por no preciarle como cosa venida de su mano, sino porque la grandeza de mis antecesores no acostumbra recibir dones de los necesitados de favor, sino darlos y hacerles gracias; y por tal recibirá de mi mano a su hermano, y a los que con él embío; siendo cierto, que si en otra batalla se volviese a captivar a otro de sus deudos, con la misma liberalidad se les dará libertad y se les procurará todo gusto y contentamiento. -De Nápoles a 13 de mayo de 1573. -A su servicio, Don Juan»...




 
 
FIN DEL LIBRO TERCERO
 
 



ArribaAbajoLibro cuarto


ArribaAbajo- I -

Con la batalla de Lepanto comenzó la decadencia y siguiose la ruina del Imperio otomano. Es, sin embargo, cierto que no correspondieron los provechos inmediatos de este glorioso triunfo ni al esplendor de su gloria ni al heroísmo de los que supieron alcanzarlo.

Diéronse harta prisa en separarse los generales de la Liga: ansiaba el viejo Veniero verse en Venecia para cuidar de la herida que en la batalla recibiera; Colonna, en Roma, para gozar de los merecidos honores del triunfo, y Don Juan de Austria, recluido en Mesina por las terminantes órdenes de su hermano, Felipe II, que le había mandado retirarse allí y no moverse ni bullir sin nueva orden suya, consumíase de impaciencia al ver que se alejaba la ocasión de sacar sus frutos naturales al triunfo de Lepanto y que se alejaba también para él, como lógica consecuencia, el cumplimiento de la promesa que le hiciera San Pío V de darle la investidura del primer reino que se ganase al Turco.

Un suceso misterioso y muy secreto entonces, patente y conocido de todos más tarde, vino a espolear en Don Juan su fogoso empeño de proseguir la campaña según lo pactado en la Liga, y según los continuos clamores de San Pío V, único que alzaba su voz sin interés alguno terrenal y con completa y santa independencia. Había Don Juan entrado en Mesina el día de Todos los Santos, al frente de la flota vencedora, trayendo a remolque por las popas las innumerables galeras apresadas, con sus estandartes abatidos, sus banderas arrastrando por el agua, sus cañones y armamentos a través formando trofeos de guerra. Todo parecía en Mesina poco para festejar y recibir al héroe de Lepanto: hiciéronlo bajo palio la ciudad, el arzobispo y la clerecía, y allí mismo, en el muelle, presentáronle un soberbio regalo y 30.000 escudos de oro, que Don Juan hizo repartir entre los hospitales y los soldados heridos que venían en la flota. Diéronle en honra suya el nombre de Austria a la soberbia puerta que para recibirle habían construido en el muelle, y a la calle que de allí arranca, y en el sitio más honroso de Mesina, frente al palacio y en medio de la plaza de Nuestra Señora del Piller, levantáronle en aquellos mismos días una estatua colosal, obra del insigne escultor y arquitecto Andrés Calamech. Era esta estatua y es todavía, porque en el propio lugar se conserva, de bronce, dorada: tiene en la diestra el triple bastón de generalísimo de la Liga, y hállase colocada sobre una altísima columna, también de bronce, en cuyo pedestal se ven esculpidos elegantes versos latinos y alegorías alusivas a la corta pero ya gloriosa vida de Don Juan de Austria.

En medio de estas fiestas y regocijos, que duraron hartos días, deslizose una noche entre la multitud de barcos que ocupaban el puerto, una galera griega de las que hacían entonces el tráfico en Italia de mercaderías de Oriente. Viósela por varios días, sin que llamase la atención de nadie, atracada al muelle, descargando sus mercancías bajo la dirección del capitán, un albanés muy corpulento que frecuentaba el trato de mercaderes principales de Mesina.

Mas una noche, dado ya el toque de queda, desembarcaron sigilosamente tres hombres de la galera griega, que, guiados por el capitán mismo, se internaron en las desiertas callejas: iban envueltos en amplios mantos oscuros, con capucha que les ocultaba el rostro, y parecían dos de ellos amoldar su paso firme y decidido al del tercero, que era lento y fatigoso. Llegaron a la plaza del Piller, donde a la sazón levantaban la estatua de Don Juan de Austria; extendíase al frente la gran mole del antiguo alcázar, construido en tiempo de Arcadio y renovado en los que corrían por el virrey don García de Toledo, y hacia allí se dirigieron los encapuchados, deteniéndose ante una puertecilla excusada abierta en la fachada que mira al arsenal viejo. Esperábanles allí, sin duda, porque al solo ruido de sus pasos Abriose la puerta y apareció con una linterna en la mano Juan de Soto en persona, secretario de Don Juan de Austria. Guioles Soto sin decir palabra por oscuros y tortuosos pasadizos hasta un apartado camarín, lujosamente alhajado, en que les dejó solos; despojáronse entonces de sus mantos los tres misteriosos visitantes y aparecieron con ricos trajes albaneses, bordados de oro y plata y con joyas de pedrería. Dos de ellos eran hombres robustos, en la flor de su edad; el tercero, muy viejo, encorvado hacia tierra, con larga barba blanca; el capitán habíase quedado respetuosamente detrás junto a la puerta de entrada. No tardó en aparecer Don Juan de Austria seguido de Juan de Soto, y los tres albaneses precipitáronse a sus pies con muestras del mayor respeto; no pudo hacerlo el viejo tan presto como quiso, y llegó a tiempo Don Juan de impedirlo.

Sirviendo entonces de intérprete el capitán, presentaron sus credenciales y dijeron quiénes eran y a lo que venían. Eran embajadores de Albania y de Morea, y venían a ofrecer a Don Juan de Austria la corona de aquellos reinos oprimidos por el Turco, y a darle obediencia, desde luego, en nombre de los cristianos albaneses. Llevaba la voz el viejo y hablaba con gran reposo y señoril aplomo, marcando con grande autoridad los puntos principales que podían decidir a Don Juan a aceptar la oferta, e insistiendo una y otra vez en que era necesario aprovechar el pánico y desaliento inmenso que había producido en Constantinopla y en todo el Imperio otomano la terrible derrota de Lepanto.

No turbó a Don Juan en lo más mínimo la inesperada propuesta, que venía a realizar de un golpe sus brillantes sueños de estudiante: ¡conquistar un reino para Cristo!... Y ya no era el sueño de su imaginación juvenil, exaltada entonces por las lecturas caballerescas de Alcalá; era realidad, y allí estaba el reino llamándole, abriéndole sus puertas, tendiéndole los brazos y ofreciéndole cetro y corona a trueque de que la espada vencedora de Lepanto sirviese de salvaguardia en Albania y en Morea a la fe de Jesucristo.

La tentación era violenta para un mancebo de veinticuatro años, ávido de gloria, entusiasta de su fe, mimado por la fortuna y protegido por el poder inmenso en aquel tiempo de la corte romana; pero la caballeresca ambición de Don Juan, grande y activa, en efecto, como hija de la alteza de su sangre y no noble de sus cualidades, estuvo siempre subordinada a la obediencia y lealtad que a Felipe II debía como rey y como hermano; así fue que, sin vacilar un momento, contestó a los embajadores agradeciendo y ponderando la honra que le hacían, mas confesando franca y noblemente que sin la voluntad del rey, su señor y hermano, no podía resolverse a nada, por ser dueño de la suya y de todas sus acciones. Que lo comunicaría con él para alcanzar su beneplácito, y que el tiempo enseñaría lo que se debía hacer, y Nuestro Señor dispondría (poniendo todo este negocio en sus manos, como él lo hacía) lo que más conviniere.

Retiráronse los albaneses muy esperanzados y satisfechos de Don Juan, y éste envió al punto un correo a Felipe II dándole cuenta del suceso. No se hizo esperar la respuesta: sin desechar Don Felipe del todo la oferta, no la aceptaba tampoco, por venir en mala ocasión, decía, y por miedo de que su aceptación disgustase a los venecianos, recomendaba, sin embargo, a Don Juan que entretuviese a los embaxadores, pues podría venir ocasión en que se lograse su buen deseo, y reiterábale también la orden de que no se moviese de Mesina.

Comentando Van der Hammen esta respuesta del rey, dice: «Pretendía Don Felipe entretener al hermano con estas esperanzas para que, alentado con ellas, obrase grandes cosas en su servicio; mas no traerle nunca a tal estado [de rey]»37. Y un célebre historiador moderno, injusto a veces con Felipe II, añade: «¿Qué era lo que movía a Felipe II a obrar de esta manera, cuando antes había mostrado su deseo de que Don Juan prosiguiese lo más brevemente posible la comenzada empresa hasta sacar todo el fruto que era de esperar de la primera victoria? ¿Eran sólo las dificultades que se le suscitaban por parte de Francia con relación a la guerra de Flandes? ¿O eran temores de que su hermano, remontando demasiado el vuelo, llegase a obtener alguna de las soberanías con que sus amigos y hasta el mismo Pontífice parece encendían su juvenil ambición? Para nosotros es cierto que Felipe II no quería permitir que su hermano Don Juan se remontase más arriba de la esfera en que él le había colocado. Felipe II había prevenido a sus ministros en Italia que honrasen y sirviesen al señor Don Juan, pero que no le tratasen de alteza ni de palabra ni por escrito, que el título de excelencia era el que más podía darle, y les recomendaba no dijesen a nadie que habían recibido orden suya sobre esto. La misma prevención se hizo a los embajadores de Alemania, de Francia y de Inglaterra. Y el que así se mostraba receloso del dictado de alteza que daban a su hermano, es evidente que haría lo posible porque no llegase a decorarse con el de Majestad».

Mas no es necesario, a nuestro juicio, apelar a pasión tan baja como la envidia para explicarse en esta ocasión la conducta de Felipe II. Bastaba y sobraba con que los planes mejor o peor combinados, y las ambiciones justas o no justas de su hermano embarazasen la marcha de su complicada política para que Don Felipe se apresurase a echar por tierra aquellos planes y ahogar sin piedad estas ambiciones; y si algún recelo pudo tener entonces de Don Juan de Austria, era, sin duda alguna, el que comenzaba a insinuarle hábilmente el sutil traidor Antonio Pérez. No se atrevía éste aún a atacar de frente al noble príncipe, y limitábase a dirigir sus tiros al secretario Juan de Soto, acusándole de exaltar con sus adulaciones la vehemente fantasía de Don Juan, y aconsejar por eso a Felipe II apartarlo de su lado.

Murió en esto el santo Pío V, el 1 de mayo de 1572, y sucediole en el Pontificado Gregorio XIII, que no bien ocupó la silla de San Pedro, comenzó a acosar a la Liga y a estimular a Don Juan con Breves de fuego, según éste decía, para que sacase la flota al mar y prosiguiera sus victorias; y era tal la confianza y estimación que tenía de su persona, que en consistorio público le ensalzó con graves razones, llamándole Escipión en el valor, Pompeyo en el agrado, Augusto en la fortuna; nuevo Moisés, nuevo Gedeón, nuevo Sansón, nuevo Saúl y nuevo David, sin homicidio y sin envidia y sin los demás achaques que en los otros se vieron. Y dijo y repitió por tres veces en público lo que ya había escrito a Don Juan privadamente: Que antes de que él muriese, esperaba en Dios darle corona de rey.

Y estas tres influencias opuestas amargaron y abreviaron el resto de la vida de Don Juan de Austria: el empeño decidido de los Pontífices en darle una corona, excitando su ambición siempre leal, noble y franca; la política sistemática de Don Felipe, siempre oponiéndose y desbaratando estos planes, y la desatinada envidia de Antonio Pérez, envenenando con sus enredos y calumnias la natural suspicacia del monarca, y consiguiendo al fin malquistarle con su hermano.




ArribaAbajo- II -

Marcaba la Liga santa en uno de sus capítulos que todos los años por el mes de marzo, o a lo más tardar por abril, debían estar las escuadras de las tres potencias en el mar con un ejército igual, por lo menos, al que habían presentado en 1571. Mas al morir San Pío V, el 1 de mayo del 72, todavía no se habían puesto de acuerdo las potencias para esta segunda campaña, a pesar de los sobrehumanos esfuerzos que para ello hizo aquel santo anciano. Logrolo al fin su sucesor, Gregorio XIII, por el mes de julio, y el día 6 arrancó Don Juan de Austria del puerto de Mesina con Marco Antonio Colonna para incorporarse en Corfú con la flota veneciana, que andaba por aquellos mares de Levante. Mandábala Jacobo Foscarini, en sustitución del viejo Sebastián Veniero, contra quien había presentado muy graves quejas en el Senado de Venecia Don Juan de Austria, y venía como lugarteniente de éste el duque de Sessa, en vez del comendador mayor, don Luis de Requeséns, nombrado por Felipe II gobernador de Milán. Éstas eran las únicas modificaciones hechas en la flota.

«Aquella expedición -dice un historiador- fue emprendida con indiscutible retraso, continuada con lentitud y malograda por desacuerdos. Nadie hubiera creído en octubre de 1571 que los vencedores de Lepanto habían de regresar así en 1572». Y así regresaron, en efecto, sin haber logrado combate formal con el Turco, y sin más botín de guerra que la magnífica galera del nieto de Barbarroja, apresada por el marqués de Santa Cruz y traída a Nápoles para rebautizarla con el nombre de La Presa. Diose aquí por terminada la jornada, y los venecianos fueron a invernar a Corfú, la flota pontificia en Roma y Don Juan de Austria con su escuadra a Mesina, y de allí a Nápoles, donde, por su mala ventura, mandole invernar Felipe II.

Y fue mala ventura ésta, porque sucedió entonces lo que con su maternal previsión había pronosticado doña Magdalena de Ulloa, al despedir a Don Juan para la guerra de Granada: La ociosidad opulenta será siempre perjudicial a su juventud, y sólo las responsabilidades y trabajos de la guerra podrán mantener en equilibrio la juvenil fogosidad de su corazón. Hallábase Don Juan ocioso, porque las ocupaciones de su mando mientras la flota invernaba no eran bastantes a satisfacer su actividad fogosa; hallábase herido en su amor propio por no haber sido escuchados sus oportunos avisos sobre la organización y comienzo de aquella campaña, cuyos escasos resultados lamentaban ahora todos, dando al generalísimo una razón tardía. Necesitaba, pues, algo que distrajera su imaginación y llenase su tiempo, y lo encontró en aquel país delicioso, bajo aquel cielo incomparable, en aquel corrompido Nápoles del siglo XVI, tan peligroso entonces por sus traidoras delicias como lo es hoy mismo.

Era ya Nápoles por aquel tiempo una de las ciudades más hermosas de Italia y de Europa; el famoso virrey, don Pedro de Toledo, la había agrandado y embellecido, echando abajo las antiguas murallas y construyendo soberbios palacios, monasterios magníficos y suntuosas iglesias en las dos millas cumplidas que con esta mejora agregó a la ciudad; empedró también las calles y plazas, llenándolas de árboles y fuentes; y abrió la famosa vía de más de media legua de largo, llena de suntuosos palacios, que él llamó calle del Espíritu Santo, y se llama hoy, en memoria suya, calle de Toledo. Contaba entonces Nápoles más de trescientos mil habitantes, y era el centro adonde refluía toda la aristocracia del reino; en aquellos tiempos de Don Juan vivían en Nápoles catorce príncipes, veinticinco duques, treinta y siete marqueses, cincuenta y cuatro condes, cuatrocientos ochenta y ocho barones e innumerables caballeros no tan ricos como los titulados, y a veces pobres del todo, pero no por eso menos orgullosos de su nobleza, y desdeñando, como los otros, toda ocupación que ni fuera montar a caballo, jugar las armas y ruar, esto es, pasear por las calles requebrando a las damas, y charlando ociosamente en las mil cómodas silletas que, según era costumbre, mantenía la ciudad en calles y plazas.

Era, pues, muy numerosa lo que llamaríamos hoy buena sociedad de Nápoles, y notábase en ella, como hoy mismo acontece en ciertos elevados círculos, ese funesto afán de gozar y divertirse de todas las maneras posibles, como si no fuera otro el fin de la vida. Aquella ociosa nobleza, mezcla extraña de los vicios y virtudes de la época, con un marcado tinte del paganismo, resto del Renacimiento, insustancial y caballeresca, culta y fiera, devota y corrompida, acogió al héroe de Lepanto como a un semidios que realzara sus encantos humanos, que eran muchos y muy grandes, con los divinos reflejos del genio y de la gloria. Los hombres, sobrecogidos de admiración, le imitaban servilmente; las damas, enamoradas de su gallardía, disputábanse sus miradas y solicitaban sus galanterías como sobrenatural honra, y el pueblo, ocioso también y prendado de tanto garbo y gentileza, fantaseaba sus triunfos y hazañas, le seguía por todas partes, y en los juegos de cañas y de pelota, en las mascaradas, en los torneos y en las corridas de toros, aplaudía con entusiasmo su destreza y su valor a toda prueba.

En el Diario del confesor de Don Juan de Austria, fray Miguel Serviá, que le había seguido a Nápoles, nótase un fenómeno que hará sonreír tristemente a todo el que conozca la flaqueza del corazón humano, y las terribles luchas que en la juventud riñen en él la castidad, la piedad y el remordimiento. A medida que se engolfaba Don Juan en los placeres de Nápoles. disminuye la regularidad y la frecuencia con que apuntaba el buen franciscano en su Diario esta sencilla frase: Hoy se ha confesado su alteza.

Y engolfado en estos pasatiempos y continuas diversiones de Nápoles, sucedió a Don Juan lo que en semejantes circunstancias acontece a la juventud incauta y apasionada: que llegó más lejos de donde hubiera querido llegar. Hubo en este primer tropiezo de Don Juan en Nápoles extrañas intervenciones que asombran hoy más que asombraban entonces. El caso fue de esta manera. Corríanse toros los domingos en la plaza de caballerizas del palacio del virrey, que lo era a la sazón el cardenal Granvela. Convidaba éste por turno a todas las familias de la nobleza, por ser el local harto pequeño para convidarlas todas a un tiempo; y el último domingo de octubre, día magnífico del otoño de Nápoles, llegole la vez a un cierto caballero de Sorrento, llamado Antonio Falangola, que vivía en Nápoles con su mujer, Lucrecia Brancia, y su hija Diana, reputada por la más hermosa mujer de Nápoles: la più bella donna di Napoli -dice el caballero Viani. Era Antonio Falangola pobre para su clase, fanfarrón y nada escrupuloso; Lucrecia, taimada e hipócrita, y pretendían ambos esposos lucrearse con la belleza de su hija, que era a su vez muy grande coquetuela. Exhibíanse, pues, por todas partes con grande lujo y ostentación, dejando ocultas en casa la miseria y escasez de su pobreza. Llegaron aquel domingo a los toros en carroza, bizarramente adornadas las damas en su tocado, con acompañamiento de dueñas y pajes, y colocáronse en el tendido, cubierto de damascos y tapices, frente al sitio reservado para Don Juan de Austria.

No se hallaba allí éste en aquel momento: tocábale rejonear un toro, a la española, y estaba en la corraleta esperando le llegase su vez de salir a la arena. Rejoneó Don Juan su toro muy lucidamente, dejándole el morrillo cubierto de banderolas de todos colores, que le flotaban al uno y otro lado de la cabeza; presentábanle los rejones dos gentiles-hombres a caballo, y éstos los tomaban a su vez de mozos de a pie con la librea de Granvela. Diéronle luego un garrochón de fresno con hierro ancho muy agudo y limpio, y al primer envite dio muerte a la fiera, con una lanzada por el cerviguillo que le hizo caer a tierra enclavada con el garrochón; mas no llevaba anteojos el caballo, espantábale la fiera, y dando arremetidas en falso, dio lugar a que el toro le hiriese en uno de los brazuelos, quitando así algo de lucimiento a la suerte.

Volvió Don Juan a su sitio en el tendido, rodeado de una turba de caballeros que con grandes adulaciones aplaudían su destreza y su denuedo, y allí acudió también a felicitarle el cardenal Granvela; mostrole éste de lejos, en el tendido de enfrente, a la Falangola, como cosa extraordinaria, y Don Juan, que no la conocía, quedose maravillado. Era entonces costumbre entre las damas tirar al toro desde el tendido lo que llamaban garrochas, que eran unos palitos con un arpón en la punta, muy semejantes a las banderillas modernas. Adornábanse estas garrochas muy vistosamente con flores, lazos y plumas; tirábanlas las damas al toro con singular destreza; y era muy preciada galantería en los galanes de entonces arrancarlas a la fiera haciendo valerosas gentilezas y volverlas a las damas sin mancha alguna de sangre ni deterioro notable en sus flores, cintas y plumajes.

Tomó Don Juan una de estas garrochillas muy linda, con lazos amarillos y blancos, que eran los colores de Diana Falangola, y enviósela a ésta con un pajecito y un muy cortés mensaje, rogándola que la tirase por amor suyo al primer toro que saliese. Recibió Diana la garrocha con transportes de agradecimiento, y allí eran de ver las cortesías del padre, las zalemas de la madre y los ademanes de la niña, que parecía negarse a tirar la garrocha exponiéndose a perderla o a mancharla, y prefería más bien guardar el lindo juguete como recuerdo de príncipe tan grande.

Tornó Don Juan a mandarle un segundo mensaje diciéndole que tirase al toro la garrocha, que él la daba palabra de devolvérsela sin mancha ni desperfecto. Dieron en esto salida al toro, que era un animal muy fiero, negro como la noche, que se llamaba Caifás; y quiso la fortuna que tras algunas carreras que dio bufando se detuviese ante el tendido que ocupaba la Falangola, erguido y fiero, paseando los feroces ojos por la arena como si buscase enemigos que combatir. Hizo Don Juan a Diana repetidas señas desde su puesto, hasta que poniéndose en pie la damisela, arrojó y clavó con certera puntería y varonil esfuerzo la garrocha en el lomo del animal. Estalló en la plaza un general aplauso, que cesó al punto; vieron todos que Don Juan saltaba gallardamente a la arena solo, en cuerpo, llevando en una mano la espada desnuda y arrollada en la otra una capa de grana. Nadie respiraba, y el silencio era profundo; acorralado el toro en un extremo, bufaba y escarbaba la tierra como ansioso de embestir; fuésele Don Juan derecho, y a unos veinte pasos de distancia le citó hiriendo la tierra con el pie. Arrancó el toro con feroz ímpetu, y Don Juan, arrojando al suelo la capa por la izquierda, arrancole la garrocha por la derecha, descargando al mismo tiempo tan recia cuchillada en el hocico, que el animal rehuyó el bulto y fue a cebarse furiosamente en la capa de grana entre bramidos de dolor y torbellinos de polvo. Mientras tanto, sereno Don Juan, pausado, dirigíase al tendido de Diana Falangola, y con la gorra en la mano y una rodilla en tierra, le presentaba, sonriendo, la garrocha, sin una mancha de sangre que la afease ni una chafadura que estropease sus plumas y sus lazos.

Antonio Falangola, enternecido, delirante, pidió permiso a Don Juan para hacerle su corte al otro día, en señal de agradecimiento, con su mujer y con su hija. Correspondió Don Juan en lo sucesivo haciendo riquísimos regalos a Lucrecia y a Diana, y a poco marchaba Antonio Falangola de gobernador a Puzzoli, nombrado por Granvela, dejando en Nápoles a su mujer y a su hija: per fingere non saper cosa alcuna della sua vergogna, dice el maligno autor del manuscrito «Fatti occorsi nella città di Napoli», existente en el archivo nacional de aquella ciudad famosa.




ArribaAbajo- III -

No duró mucho tiempo este devaneo de Don Juan; a mediados de diciembre escribía fray Miguel Serviá en su Diario:

«En este tiempo ya se llegaba la Navidad, y su alteza se retiró el lunes antes a un monasterio fuera de Nápoles, de canónigos regulares, que se dice Pie de Grutta, y un día antes de la vigilia envió un caballero al duque (de Sessa) que mandase avisar fuese a confesarle. Otro día, que era la vigilia, fuimos el Padre fray Fee y yo; recibionos muy afablemente, y mandó nos diesen aposento porque no se confesaría hasta la noche, y ya que era hora de maitines, llamáronnos y yo confesé a su alteza y al mayordomo y el Padre fray Fee al camarero y muchos otros caballeros; y comulgó su alteza a la primera misa cantada y después todos los caballeros que confesado habían. Nosotros, día de Navidad, después de comer, volvimos a nuestro convento»38.

Tenía pensado Don Juan, para asegurar, sin duda, mejor los frutos de su penitencia, marchar desde el monasterio de Pie de Grutta a los Abruzzos, sin entrar en Nápoles, para conocer y visitar en Aquila a su hermana Doña Margarita de Austria, la famosa gobernadora de los Países Bajos, madre de Alejandro Farnesio. Pero alcanzáronle en aquel piadoso retiro cartas de su hermano Felipe II, que fueron muy de su agrado y le obligaron a volver a Nápoles y a detener su visita. Mostrábase en estas cartas el rey Don Felipe decidido a llevar a cabo la tercera campaña contra los turcos, que preceptuaba la Liga santa para marzo del próximo año de 73, y a este propósito mandaba a Don Juan, no sólo preparar para dicha fecha las galeras que allí, en Nápoles, invernaban, sino aumentar hasta trescientas el número de ellas, y hasta sesenta mil el de los hombres de desembarco. «Y como es agora cuando las cosas de la Liga se tratan y platican en Roma -escribía Don Juan a su hermana, explicando la detención de su anunciada visita-, mándame también atender a ellas desde acá con advertir a sus ministros señalados para esto, de cosas en que siempre entran demandas y respuestas... Muy de veras toma su majestad el proseguir en la Liga, y así ha mandado, y a mí principalmente, que con las mismas se atienda a reforzar su armada. Vase procediendo en esta conformidad en todas las provisiones que convienen. Espero en Nuestro Señor que todos serán a daño del enemigo, el qual se entiende que arma a gran furia y con intención de salirnos al encuentro; pero por ventura nos topará antes de lo que se imagina».

Era esto lo bastante para despertar en Don Juan la afición que dominaba en él a todas las aficiones, y desde aquel momento ya no pensó más que en obedecer las órdenes de su hermano, olvidado por completo de la Falangola, hasta que, aprovechando un corto descanso, a mediados de febrero salió de Nápoles con un séquito sencillo, sólo de treinta caballeros, y se dirigió a Aquila, residencia habitual de Doña Margarita de Austria. Era esta señora la mayor de los hijos del emperador Carlos V; húbola a los veintidós años, cuatro antes de su matrimonio en Margarita Van der Gheynst, hermosa flamenca huérfana de unos tejedores de tapices bien acomodados. Reconociola su padre mucho tiempo después de nacida y confiola a su hermana, la reina viuda de Hungría, que era a la sazón gobernadora de los Países Bajos. Educose, pues, la tierna Margarita al lado de su tía, cuyas virtudes varoniles y enérgicos arranques imitó siempre, quizá porque la impulsaba a ello su natural propio. Casáronla a los doce años con Alejandro de Médicis, duque de Florencia; mas asesinado éste antes de cumplirse el año de su matrimonio, volviose a casar con Octavio Farnesio, duque de Parma y Plasencia, de quien tuvo el gran Alejandro, tan celebrado capitán más tarde. Era grande su capacidad varonil y esforzado su ánimo y su piedad tan sólida, como cimentada por San Ignacio de Loyola, que la confesó algún tiempo en Roma con harta más frecuencia de lo que entonces se usaba.

Al reconocer Felipe II públicamente por hermano a Don Juan de Austria, apresurose Doña Margarita a enviarle con Francisco de Berminicourt, señor de Thieuloye, que era uno de sus maîtres d'hôte1, una cariñosa carta, ofreciéndosele como hermana amantísima; contestó Don Juan como debía, y entablose desde entonces entre ambos hermanos una correspondencia nunca interrumpida, más bien que fraternal, filial por parte de Don Juan, y maternal por parte de Doña Margarita, que le aventajaba en edad veinticinco años.

Más tarde, cuando Don Tuan desembarcó en Italia por primera vez en 1571, envió Doña Margarita a Génova a Pedro Aldobrandini, que era uno de sus principales gentiles-hombres, para recibirle y poner a su disposición su persona de ella, casa y estado, y manifestarle su vehemente deseo de conocerle y abrazarle. No le tenía menor Don Juan de ver de cerca a esta hermana desconocida que tan afectuoso cariño le mostraba, y a la primera ocasión, que fue la que ya dijimos, partiose para Aquila, donde vivía Doña Margarita desde que dejó el gobierno de Flandes en manos del duque de Alba.

Contaba entonces Doña Margarita cincuenta años, y era de aspecto tan brioso en el cuerpo y aun en el andar mismo, que más parecía hombre vestido de mujer, con su saya negra de paño en el invierno y de sarga en el verano, y su sencilla escofieta con cintillo de perlas. «Ni le faltaba su poco de barba -añade el Padre Strada- y bozo en el labio de arriba; lo que no sólo le daba aspecto de varón, sino también mucha autoridad». Recibió Doña Margarita a su hermano con cariñosos agasajos, y en los breves días que allí estuvo multiplicáronse en Aquila las diversiones y regocijos, muy especialmente las cacerías, a que era la de Parma incansable aficionada. Desafió a su hermano a correr el ciervo a caballo, remudando éstos, y con ser este género de caza capaz de rendir al más robusto, no tuvo que esforzarse mucho Don Juan para dejarse vencer y halagar así a la dama.

Tuvieron los dos hermanos largas conversaciones a solas, y dábale ella prudentes consejos y sabias enseñanzas políticas, sacadas de su experiencia en el gobierno, porque era Doña Margarita mujer muy diestra en el manejo de los negocios y gran conocedora de la vida y de los hombres, como discípula que había sido de tres grandes políticos: la reina Doña María, los Médicis y el Papa Paulo III, tío de Octavio Farnesio, su segundo esposo, que la tuvo consigo en Roma durante la larga ausencia de éste. En una de estas conversaciones preguntole a Don Juan si tenía algún hijo, contestó Don Juan que no. Díjole ella:

-Pues si alguna vez lo tenéis, dádmelo.

Turbose Don Juan algún tanto, y replicó:

-Presto podrá ser que esta merced acepte.

No insistió más Doña Margarita sobre el asunto; mas una vez partido Don Juan de Aquila pasaron muchas cosas que luego referiremos, y el 18 de julio de aquel mismo año escribiole a su hermana desde Nápoles la siguiente carta:

«Señora, ríase vuestra alteza en leyendo esta carta, de lo que en ella quiero dezirle, que yo, aunque corrido, pienso también hacerlo. Acuérdese vuestra alteza, que entre otras cosas particulares me preguntó si yo tenía algún hijo, y juntamente me mandó que se le diera si le tenía. Respondila que no, besándola las manos por la merced que me quería hacer; dixe que presto podría ser la acetase. Este presto, señora, casi lo es ya, porque de aquí a un mes creo que de muchacho que soy me he de ver padre corrido y avergonçado; y digo avergonçado porque es donayre tener yo hijos. Ora al fin vuestra alteza perdone, que dellos ha de ser madre como de mí, y del que nacerá, que será el primero, principalmente. Y así se lo suplico muy de veras, quiera por hazerme merced, tomar este nuevo trabajo y pesadumbre y que sea con todo el mayor secreto y recato que posible sea. Pero esto, con todo lo demás que parescerá conbiniente y acertado, quiero remitir y remito a vuestra alteza y le suplico que no sólo se encargue de todo, sino también de advertirme a mí en aquello que sobre este particular y sobre todo juzgase por lo mejor: que cierto lo será. Quando sea tiempo de entregarse vuestra alteza de la criatura, que será luego que sin su peligro pueda llevarse hasta do se hallare, se lo escribirá el cardenal Granvela, el cual, por amor mío, y porque mejor y más secreto se haga, se a encargado della hasta ponerla con vuestra alteza con quien el dicho cardenal se dará la mano y correspondencia. De nuevo suplico a vuestra alteza se la dé con el mismo, y que desde luego entienda que es madre de padre y hijo. La que verdaderamente te parirá es mujer de las nobles y señaladas de aquí, y de las más hermosas que ay en toda Italia: que al fin con todas estas partes y principalmente la de la nobleza, parece que podrá mejor sufrirse este deshorden. Esto es, señora, en quanto a esto. -De Nápoles, 18 de julio de 1573. -Besa las manos de vuestra alteza su muy cierto servidor y obediente hermano, Don Juan de Austria».

Este presto llegó al fin, y el 11 de septiembre dio a luz Diana Falangola una niña, que fue bautizada con el nombre de Juana; hízose cargo de ella al punto el cardenal Granvela, y entregola a una nodriza buscada de antemano. Dos meses después, a principios de noviembre, cumpliendo el cardenal las órdenes de Don Juan y Doña Margarita, envió la niña a Aquila, con su nodriza y el marido de ésta; iban al cuidado de Francisco Castaño, de la servidumbre del cardenal. Acompañoles Castano hasta la aldea de Rocca, cerca de Sulmona, y allí les entregó a una persona de toda confianza enviada desde Aquila por Doña Margarita. Hízose todo con gran misterio, y sin que nadie trasluciese el origen de la niña.

Pregúntanse aquí todos los historiadores cuál sería la causa de negar tan rotundamente Don Juan a su hermana Doña Margarita la existencia de su otra hija Doña Ana. Nosotros creemos que lo que le obligó a Don Juan a mantener este engaño durante toda su vida fue su fidelidad a la promesa de secreto hecha a doña Magdalena de Ulloa y su temor de lastimar el decoro de la infortunada doña María de Mendoza39.




ArribaAbajo- IV -

Según el Diario de fray Miguel Serviá, volvió de Aquila Don Juan de Austria el 3 de marzo, tan contento y satisfecho de su hermana la de Parma, que al día siguiente escribió a Juan Andrea Doria: «Ayer, después de comer, llegué del Aquila de haber visto y conocido una de las más valerosas y prudentes mujeres que agora se conocen, y aunque la quiero como hermana y amiga, no pasión me hace decir esto, sino ser en eso así, y mucho más de lo que publica el mundo della».

No quedó Don Juan igualmente satisfecho de las voces que en Nápoles corrían: susurrábase, sin que nadie pudiera decir de dónde surgiera la noticia, que los venecianos se retiraban de la Liga santa, haciendo paces vergonzosas con el Turco; y decíase también que estas paces las había negociado el obispo hugonote Noailles, embajador del rey de Francia Carlos IX en Constantinopla. No paró mientes Don Juan en estas hablillas y prosiguió activando el armamento de la flota, pronta ya a terminarse, hasta la Semana Santa, que se retiró a un convento de cartujos. «Martes de la Semana Santa, a 17 de marzo -dice fray Miguel Serviá en su Diario-, su alteza se retiró en el monasterio de San Martín, que es de cartujos, y miércoles envió a mandar que por el jueves yo con otro compañero confesor, subiésemos a dicho monasterio, y así lo hicimos. Confesó su alteza Sábado Santo en la noche: comulgó día de Pascua por la mañana. El Padre fray Fee confesó muchos caballeros de casa de su alteza. Día de Pascua subió su alteza a comer al castillo de San Telmo con toda su casa, de donde despedidos de su alteza volvimos a nuestra casa. Su alteza abajó la tercera fiesta después de comer»40.

Y justamente al bajar Don Juan del castillo fue cuando supo de una manera cierta que las habladurías que corrían por Nápoles eran un hecho tan positivo como vergonzoso. Los venecianos habían, en efecto, hecho la paz con el Turco sin advertirlo al Papa ni a Felipe II, justamente en el momento en que preparado todo para la tercera campaña, se comenzaba ya a ordenar la jornada. Indignado Don Juan ante semejante villanía, corrió al punto, seguido de los caballeros de su casa y de muchedumbre de pueblo, todos en pelotón, dando grandes voces contra los venecianos, y mandó arriar en la galera real la bandera de la Liga, en que estaban las armas de Venecia, izando a su vez el estandarte real de Castilla. La indignación de Gregorio XIII fue también grande: negose a recibir al embajador Nicolás de Porta, que para aplacarle enviaban los venecianos, y dijo en público consistorio, con palabras muy duras, que eran poco religiosos los venecianos, y guardaban mal su palabra, su fe y el juramento hecho a la Sede Apostólica. No menos contrariado Felipe II, recibió, sin embargo, con su imperturbable serenidad, a Antonio Trepolo, encargado de darle la noticia, limitándose a contestar que si la república obraba así por su interés, él había obrado en bien de la cristiandad y de la misma república, y que Dios y el mundo juzgarían.

Una vez deshecha la Liga santa, quedaba un problema por resolver, importantísimo para Don Juan de Austria, y al que no podía él, sin embargo, dar solución alguna. ¿Qué se haría de aquella potente flota, tan lucidamente pertrechada a costa de tantos gastos y trabajos? ¿Se desharía sin honra ni provecho de nadie, o iría por sí sola y sin ayuda de los venecianos a buscar a costa del Turco nuevo provecho y nueva gloria para las armas españolas?... Este era el tema de todas las conversaciones en Nápoles, y grandes y pequeños, ignorantes y sabios, daban su opinión, discutían acaloradamente, tiraban planes, reñían batallas, conquistaban reinos, y extirpaban turcos con ese loco atrevimiento del vulgo de todos los tiempos que resuelve en un segundo los más arduos problemas de la guerra y del gobierno; mas era en aquella época este prurito un inofensivo hablar más o menos desordenado, porque felizmente para ella no había entonces periódicos que extraviasen la opinión en pro de sus intereses y en desprestigio de la autoridad legítima.

También los hombres graves del Consejo hallábanse divididos, y eran tres las principales opiniones que sostenían. Querían unos, con el duque de Sessa, sacar la flota a la mar y arremeter al Turco dondequiera que lo hallase, como se hizo en la jornada de Lepanto. Opinaba el marqués de Santa Cruz que la flota se dirigiese, desde luego, contra Argel, porque una vez conquistado este reino y libre del poder de Selim, se rendirían Túnez y Trípoli, y quedaría libre de turcos el Mediterráneo. La tercera opinión era la de Don Juan de Austria, que prefería más bien atacar primero a Túnez, como más fácil y hacedero, llegando después a los resultados que el marqués de Santa Cruz se proponía.

Recibió en esto Don Juan un mensaje secreto del Papa Gregorio XIII diciéndole que atacase a Túnez, que él le ratificaba la promesa de San Pío V de darle la investidura y la corona de aquel reino. Deseaban mucho los Pontífices fundar un imperio cristiano en África, que fuese poco a poco ensanchando sus límites, y realizase así la política del gran cardenal Jiménez de Cisneros, indicada ya en el testamento de Isabel la Católica; era aquélla la ocasión más oportuna, y de haberse aprovechado entonces, quizá fuesen muy otros hoy día los destinos de África... Mas no llegaba orden alguna de la corte, y en estas perplejidades envió Don Juan a Madrid al secretario Juan de Soto, lo cual fue motivo de grandes comentarios en Nápoles. Dice fray Miguel Serviá: «Este mismo día (23 de mayo) partió el secretario Juan de Soto en una galera para España, enviado por su alteza. No se ha podido entender a qué. Ha causado esta partida grande admiración»41. Y el propio Don Juan notifica la partida de Juan de Soto a su hermana Doña Margarita de esta manera: «La causa de no aver escrito a vuestra alteza algunos días ha, ha sido estar todo, y yo principalmente, suspenso, sin alguna resolución, esperándola de la corte, adonde he enviado al secretario Juan de Soto, lo uno a dar cuenta, como también informando de cosas pasadas y sucedidas, y lo otro a saver y proponer qué haremos en el tiempo y provisiones con que nos vemos».

Mientras tanto, era recibido Juan de Soto en Madrid con disimulado recelo por parte de Felipe II y con fingida desconfianza por parte de Antonio Pérez, que lentamente preparaba aquella negra obra de perfidia que había de dar por resultado el misterioso asesinato de Escobedo y la desgracia de Don Juan de Austria. Mas para comprender bien la sutil labor del falaz secretario, fuerza será hacer algunas declaraciones y recordar algunos antecedentes que fijen bien en el ánimo del lector el estado de la cuestión en esta época en que empieza a iniciarse el tenebroso drama.

Dos partidos dividieron durante más de veinte años la corte de Felipe II, disputándose el favor y la privanza del rey. Dirigía el uno el príncipe de Éboli, Ruy Gómez de Silva, que era el hombre de las diplomacias, los acomodamientos y la paz; capitaneaba el otro el duque de Alba, que era a su vez el de las francas declaraciones, las resoluciones extremas, y la guerra como última razón. Allegose Don Juan de Austria desde un principio al primero de estos partidos, por las razones que arriba dejamos expuestas; y Ruy Gómez y los suyos cifraron, desde luego, grandes esperanzas en el joven príncipe. Era entonces secretario de Don Juan de Austria el buen Juan de Quiroga, nombrado por Felipe II, de acuerdo con Luis Quijada, al formar su hermano la primera servidumbre. No tenía entonces importancia alguna este cargo, por la corta edad de Don Juan; mas Juan de Quiroga tuvo ocasión de ver crecer y desarrollarse las altas prendas de Don Juan, de encariñarse grandemente con su persona, seducido por la afabilidad y leal franqueza de su trato, y a la primera ocasión, que fue la de la guerra de los moriscos, animó y decidió a Don Juan a solicitar el mando de esta campaña, convencido de que el aguilucho tenía ya fuerzas y plumas bastantes, y no necesitaba sino ancho espacio en que desplegar las poderosas alas de su genio y remontar su gallardo vuelo. Obraba en esto Juan de Quiroga con desinteresado afecto a Don Juan y por respeto a doña Magdalena de Ulloa, cuyas atinadas opiniones sobre el carácter de éste tenemos ya bien conocidas. El príncipe de Éboli, por su parte, Antonio Pérez y toda su camarilla aprobaron la conducta del secretario Quiroga, apoyáronle con sus esfuerzos y aplaudieron con entusiasmo aquel primer revuelo de Don Juan que le puso al nivel de los más grandes capitanes del reino y comenzó ya a granjearle envidias.

Murió en esto el buen Juan de Quiroga en Granada antes de salir Don Juan a campaña, y Ruy Gómez y Antonio Pérez apresuráronse a colocar al lado de Don Juan un nuevo secretario, hechura completa de ellos, que supiera encaminarle y dirigirle según convenía a los intereses del partido. Este nuevo secretario fue Juan de Soto, hombre capaz, activo, muy diestro en los negocios, y amiguísimo de Ruy Gómez; pero su recto juicio era al mismo tiempo independiente, y a su corazón generoso repugnaban el egoísmo y la injusticia.

Sirvió a Don Juan de Austria en la campaña de los moriscos y en la del Mediterráneo contra los turcos y asistió y estudió, y, por decirlo así, vio por dentro el mecanismo de aquellos gloriosos triunfos y victorias, que hicieron de Don Juan en tan breve tiempo el terror de moros y turcos, el héroe favorito de la cristiandad y el hombre providencial, el Juan enviado por Dios, que querían los Pontífices a todo trance ver sentado en un trono. Seducido, pues, Soto, por el verdadero mérito de Don Juan, como lo había sido antes Quiroga, pareciole la oferta de Albania y de Morea la cosa más natural del mundo, y el empeño decidido de Gregorio XIII de dar a Don Juan la investidura del reino de Túnez, el justo pago de una deuda y el medio más cierto y seguro de implantar en África el imperio de la Cruz. Mas era el caso que no causaban el mismo efecto estas ofertas de coronas en Felipe II, Ruy Gómez y Antonio Pérez; llenose de recelos Don Felipe, no porque envidiase a Don Juan, como algunos aseguran, que era él harto grande para envidiar a nadie, sino porque estos planes le estorbaban su política, y, sobre todo, porque amenazaban arrebatarle de las manos aquel fuerte y brillante instrumento con que había llevado a cabo y contaba llevar en adelante tan gloriosas empresas. Quería él a su hermano para sí exclusivamente, volando todo lo alto que quisiera y pudiera, pero sujeto siempre a su voluntad, y sin más miras propias ni ajenas que las que él le impusiera.

Murió por aquel entonces Ruy Gómez, el 27 de julio de 1573, cuando comenzaba a despuntar el drama; pero quedó Antonio Pérez heredero de su privanza y su poder, dueño de la confianza del rey, y jefe hecho del partido que capitaneaba antes el príncipe, y sus recelos contra Don Juan de Austria fueron, aunque por distintos caminos, más lejos que los de Felipe II. Constábale al fementido secretario que nunca permitiría éste a su hermano ceñirse una corona; veía desde mucho tiempo antes que las brillantes victorias y aplaudidos triunfos de Don Juan le apartaban cada vez más de la política pacífica de su partido, y temió que, disgustado al fin de todo, se pasase a reforzar el bando del duque de Alba, más conforme con sus aficiones guerreras, o formase un partido propio, que, dado su mérito personal, su prestigio inmenso y los poderosos apoyos con que contaba en Roma, pudiera muy bien absorberlos a todos y anularlos.

Preciso era, pues, precaverse contra cualquiera de estos eventos, y la mala conciencia de Antonio Pérez escogió un medio que los precavía a todos: envenenar los recelos de Felipe II dando a las ambiciosas aspiraciones de Don Juan un tinte de independencia primero y de traición después, que desacreditasen para siempre en el ánimo del rey al vencedor de Lepanto. Era, sin embargo, necesaria mucha cautela para atreverse con Felipe II; Antonio Pérez la tuvo, y ésta es, a nuestro juicio, la prueba más convincente de su artificioso talento, su habilidad astuta y su pasmosa osadía. Guardose muy bien de atacar a Don Juan de Austria, y limitose por entonces a deslizar en los oídos de Felipe II que Juan de Soto, llevado de su entrañable afecto a Don Juan y de sus propios intereses, exaltaba la fantasía de éste impulsándole a aquellos planes ambiciosos que caían fuera de las miras de Felipe II; juzgaba, pues, Antonio Pérez que se hacía forzoso separar del lado de Don Juan consejero tan peligroso y ponerle en su lugar un hombre templado y enérgico que supiese calmar sus ambiciosas vehemencias... Vese aquí ya la primera gota de veneno destinada a emponzoñar los recelos de Felipe II contra su hermano; Antonio Pérez se lo presenta como un mozo resuelto y ambicioso que no ofrece confianza alguna si no está bajo la férula de un tutor enérgico y templado.

En este estado de cosas, llegó Juan de Soto a la corte, enviado por Don Juan de Austria con la misión pública de pedir al rey instrucciones sobre el empleo de la flota y la secreta de darle cuenta de las proposiciones de Gregorio XIII sobre el reino de Túnez, de que ya se tenían en Madrid algunos avisos secretos del embajador en Roma, don Juan de Zúñiga. Pudo así comprobar Felipe II la franca verdad con que hablaba el secretario de su hermano, y esto le tranquilizó con respecto a la lealtad de las ambiciones de ambos; pero el calor con que abogó Juan de Soto por el proyecto de Gregorio XIII, y la prontitud con que deshizo los argumentos que astutamente le puso Felipe II en contra, confirmáronle las denuncias de Antonio Pérez, en cuanto a fomentar las ambiciones de Don Juan, y decidiéronle a obrar, según sus consejos, alejando a Soto de Don Juan de Austria. Mas como éste amaba mucho a aquél y no convenía disgustarle ni alarmarle, ni había motivo para dejar de utilizar en otra parte los buenos servicios de Soto, nombrole Don Felipe por de pronto proveedor de la Marina, y enviole otra vez a Nápoles con las instrucciones para la flota que Don Juan pedía, reservándose relevarle del cargo de secretario y separarlo de Don Juan para cuando hubiese encontrado aquel hombre enérgico y templado de que hablaba Antonio Pérez.

Las instrucciones para la flota eran terminantes: debía ésta atacar a Túnez, arrojar de aquel reino a los turcos, colocar en el trono a Muley-Hamet, hijo del antiguo rey moro Muley-Hacem, bajo la protección y dependencia de España, y mirar muy despacio si convenía desmantelar completamente la ciudad derribando todas las fortificaciones, cosa a que el rey se inclinaba.