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ArribaAbajo- XIX -

Algunas docenas de casas míseras, formando callejuelas y una irregular plaza, componían el lugar de Linás de Mascuello, a la falda de un cerro, del conglomerado rojo que tanto abunda en tierras de Aragón. Frente al pueblo, por la parte contraria al monte, había eras extensas; seguían terrenos cercados de frágiles tapias de adobes, entre las cuales una o dos callejas comunicaban el lugar con el camino de Ayerbe.   —181→   Por estas callejas tenía que entrar forzosamente Manso de Zúñiga.

Moriones, que en el escalafón del Ejército no era más que Capitán, tenía título y autoridad de Coronel en las falanges de la emigración revolucionaria. Al frente de los sublevados aragoneses apareció vestido de paisano, con chaquetón parduzco, sombrerillo blando, el ala inclinada por delante al modo de visera, sin ninguna insignia ni distintivo militar, sin armas a la vista. Era un hombre duro, seco, voluntarioso, fruto de la tierra clásica del baturrismo, Egea de los Caballeros, una de las Cinco Villas de Aragón. Su valor temerario, unido al maravilloso instinto estratégico, hacían de él un guerrillero indomable. En la Guerra de la Independencia no habría tenido rival; en la Civil habría sido un Zumalacárregui; en aquella nueva contienda entre españoles por un más o un menos de Libertad, ocasión y medios le faltaron para realizar verdaderas maravillas. Bien acreditó su maestría guerrillera en la intentona de Agosto del 67, recogiendo y organizando a los carabineros con los ardides y el rigor necesarios en tales casos, y agregándoles los fornidos montañeses de Hecho y Ansó. A estos llamaban vulgarmente cheses; su atavío, describiendo de abajo arriba, era: peales, calzón, faja morada, chaqueta jaquesa, sombrero redondo sobre el pañuelo, en los más pañuelo solo, muy ceñido a la cabeza.

Desde el mediodía, esperando por momentos   —182→   la visita de las tropas regulares, Moriones dispuso a su gente en esta forma: tras de las tapias de los callejones por donde forzosamente habían de entrar en el pueblo los soldados, puso a los carabineros, con orden de agazaparse tumbados en tierra, o al abrigo de los adobes. A los cheses colocó en las eras, tapando por izquierda y derecha las primeras bocacalles del pueblo. Silvestre Quirós, que como ayudante de órdenes llevaba a su lado a Santiago Ibero, mandaba una de las secciones de esta fuerza. Los demás obedecían al sargento Miranda y a otros improvisados oficiales, que si carecían de galones y distintivos, iban bien pertrechados de coraje. Los sargentos supervivientes del 22 de Junio sentían particular ojeriza contra los Cazadores de Ciudad Rodrigo, y querían vengarse de aquel Cuerpo, porque, comprometido a sublevarse con los artilleros, faltó por estar aquel día de guardia en Palacio.

Apenas ocupados por los carabineros y cheses los sitios en que Moriones les puso, el militar bullicio de cornetas y clarines anunció el avance de la tropa. Manso de Zúñiga debía de ser hombre de grande arrojo, porque en vez de iniciar su ataque enviando una o dos compañías al reconocimiento de las entradas del pueblo, no hizo más que colocar la Caballería en el sitio por donde a su parecer habían de escapar los sublevados, y poniéndose al frente de los de Ciudad Rodrigo, con ciego ímpetu se lanzó   —183→   por la primera calleja que vio delante. Procedió como un capitán de Cazadores mandado a tomar pronto una posición secundaria.

Heroica fue la cadetada, si así puede llamarse, de Manso de Zúñiga, y con el arranque que tomó, pudo en tiempo brevísimo pasar con sus soldados la calleja sin que los disparos de los carabineros hicieran en estos gran estrago. Y tan de súbito entró el General en las eras, que los cheses, viéndole aparecer a caballo con toda su bravura y marcial arrogancia, seguido de los Cazadores, y oyendo las espantables voces guerreras del caudillo y su tropa, se sobrecogieron; faltos de práctica, pensaron que el mundo se les venía encima, y poseídos de terror buscaron refugio en las primeras calles del pueblo.

Rápido como el pensamiento, acudió Moriones al peligro. Por las callejuelas laterales del pueblo salió al encuentro de los cheses; los contuvo, los atajó con furibundos empellones, les arengó, mezclando bárbaramente la idea patriótica con sonoras desvergüenzas baturras, y al fin pudo empujarlos a las eras, recobrados del pánico que los lanzó a la fuga. Tan breve fue esta reacción, que apenas tuvo tiempo Manso de Zúñiga para reconocer las entradas del pueblo y distribuir su gente para un nuevo ataque. En tal situación, reapareció en las eras el grupo más decidido de cheses, mandado por el sargento de Artillería, Miranda; tras   —184→   aquel pelotón llegaron otros, y se empeñó un vivo tiroteo entre paisanos y Cazadores; a los disparos siguieron las embestidas cuerpo a cuerpo: un ches mató a un soldado; otro soldado mató al ches; un segundo ansotano vengó la muerte de su compañero, y así fueron cayendo en tierra muchos hombres.

En medio de esta confusión, el General regía su caballo de una parte a otra, tratando de estimular a los suyos y de impelerles a un ciego heroísmo. Desde la callejuela próxima, las imprecaciones baturras de Moriones cantaban el himno del combate. Inútiles resultaban los esfuerzos de Manso, y los Cazadores de Ciudad Rodrigo abandonaron despavoridos el terreno. Con fuertes voces los llamó y arengó su Jefe, hasta que las heridas que había recibido le privaron de la palabra. Caballo y jinete se desplomaron. Acudió Miranda, acudieron otros a levantarle y hacerle prisionero. En el momento en que Miranda le agarraba el brazo, los ojos agonizantes de Manso dirigieron al artillero la última mirada que tuvo para este mundo... Entre unos ojos y otros se cruzaron los rayos lívidos del trágico duelo de España.

Con movimiento velocísimo, pues corrían el riesgo de que se rehicieran los de Ciudad Rodrigo y volviesen con mayores bríos, Miranda le quitó al General la espada, y viendo que aún respiraba, hizo ademán de rematarle. Ibero le contuvo diciendo: «Déjale;   —185→   ya está muerto». Advirtiendo algunos que el enemigo volvía, clamaron a retirada. Miranda le quitó al General el ros, y como exhalación salió de las eras tras de sus compañeros, llevando la escopeta en la mano derecha, el ros en la izquierda, y en la boca la espada del valiente y desgraciado Manso de Zúñiga.

Volvían, sí, los Cazadores de Ciudad Rodrigo, porque un hijo del General venía en la columna, alarmado de que su padre quedase en las eras después de retirada la tropa, corrió allá con dos compañías... No pudo hacer más que recoger el cadáver del que había sido víctima de su propia impetuosidad. La gente de Moriones se replegó a la parte opuesta del pueblo, donde había quedado la reserva mandada por Pierrad, y estupefactos advirtieron que el General y sus hombres habían desaparecido. Ello debió de ser con bastante antelación, porque no se distinguía bicho viviente en todo lo que alcanzaba la vista. Sin duda, viendo Pierrad la primera desbandada de los cheses, creyó que aquello estaba perdido, y se puso en salvo. Aquí de los desahogos baturricos de don Domingo Moriones y de sus quejas airadas. Pero en realidad era injusto con su compañero, porque él tuvo que hacer lo mismo. Aunque habían tenido la suerte de matar al Jefe de la columna, siempre resultaba desigualdad enorme entre los sublevados y las fuerzas del Gobierno. En estas permanecían intactas la Caballería y Guardia   —186→   civil. Moriones y Pierrad juntos, no podrían librarse de ser acuchillados y deshechos por las tropas regulares. Retirose, pues, el sagaz Moriones, porque vio clara su inferioridad, y porque no sabía que la columna iba muy escasa de municiones; que en aquellos tiempos ya nuestros Gobiernos solían mandar los soldados a la guerra sin la conveniente provisión de pólvora y balas.

La retirada fue penosa. Traspasados durante la noche los cerros de Marcuello, fueron a parar a Anzánigo. En este pueblo, donde quedaron algunos heridos confiados al alcalde, Ibero perdió de vista a Chaves, a Quirós y a Moriones, que tomaron rumbo hacia la Canal de Berdun... Siguió Ibero la recta hacia Canfranc como el camino más corto para Olorón. Era, sí, la vía más derecha, pero también la más peligrosa, porque en Jaca se exponían a ser capturados, y en la frontera de Francia los gendarmes y aduaneros les apresarían para internarles.

Ibero y Miranda, con otros cinco, trazaron su itinerario con un amplio rodeo para evitar el paso por Jaca. Horrenda tempestad de lluvia y granizo, con espantable música de truenos, les detuvo en la montaña. Refugiáronse en cuevas; padecieron frío y hambres; recalaron al fin en un lugar llamado Campanal de Izas: allí los cinco compañeros no eran más que tres, pues dos de ellos habían tomado la vuelta de Panticosa. Repuestos de su hambre en Campanal, fueron a pasar   —187→   la divisoria por Somport, y al fin, con indecibles trabajos y fatigas, pusieron el pie en Francia. Ya iban más tranquilos, aunque derrengados y en gran necesidad. Así llegaron al pueblo francés de Urdós, donde ya sólo quedaba un compañero, y eran tres los expedicionarios. En Accous ya iban solos Ibero y Miranda, y este le dijo: «Yo no puedo ni quiero volver a España. Esto de la Revolución va para largo. En Francia buscaré cualquier acomodo, y mejor estaré aquí trabajando como una bestia que en España, aunque gane Prim y me hagan subteniente». Ibero le prometió buscarle trabajo en el pueblo donde él tenía su residencia. Por fin, medio muertos, sostenidos por la fuerza espiritual que da la esperanza, dieron con sus pobres huesos en Sainte Marie de Olorón al amanecer de un sereno día.

Grande satisfacción de todos y alegría loca de Teresa, pues había corrido en Olorón la noticia de un espantoso descalabro de Moriones en tierra de Huesca. Pasadas las primeras efusiones de gozo, atendió Teresa a cuidar a su hombre y reparar el desmayo y mataduras que de la horrible caminata traía. Le lavó todo el cuerpo, le administró friegas con alcohol o suaves unturas donde era menester, y le acostó en la cama, asistiéndole con calditos substanciosos e infusiones aromáticas. El sueño atrasado pesaba de tal modo sobre Ibero, que de un tirón durmió quince horas: una vez pagada parte de la enorme deuda que con el dormir tenía,   —188→   describió y pintó el suceso histórico en que había intervenido; y como trazo final, dijo a la mujer amada que el desastroso fin de aquella salida con Moriones al campo de Caballería revolucionaria no le había curado de su ambición de grandeza. Lo mucho que había visto y lo poquísimo que había hecho, le movían a desear otras escapaditas por campo más extenso.

Oyéndole hablar así, Teresa reprodujo sus anteriores razonamientos acerca del estorbo que ella ponía con su triste pasado a las aspiraciones de un hombre en plena fuerza y juventud. Pero Santiago protestó enérgico. «No sé qué tienes, Teresilla -le dijo, añadiendo cariños a palabras y palabras a cariños-; no sé qué tienes tú, que cuanto más tiempo pasa, más te quiero, y ahora y siempre sostendré que no hay ninguna mujer que se te pueda igualar». Envanecida la buena moza, y deseando remachar su triunfo, tomó un papel semejante al del abogado del Diablo en los juicios de canonización, y expuso todos los argumentos desfavorables a su persona.

«Mira lo que dices, Santiago. Soy más vieja que tú, bastante más... no quiero precisar con números la diferencia de edad... Básteme decir que he pasado de los treinta y tú no has entrado en los veinticinco... Y como la mujer envejece más pronto que el hombre, y yo te llevo ya mucha delantera, dentro de algunos años, cuando tú seas todavía joven, yo estaré horrible, feísima; tendré   —189→   que pintarme y ponerme moños postizos, con lo que más lograré causarte repugnancia que amor. Reflexiona en esto, Santiago mío; piensa en el mañana, en los años que vuelan llevándose nuestras ilusiones, llevándose la fina tez, el brillo de los ojos, la frescura de las carnes, y con esto el genio alegre que endulza la vida».

Briosamente rebatía Santiago estas argucias del abogado del Demonio, ratificándose en sus ideas optimistas y en la perfecta compatibilidad de Teresa con las ambiciones del hombre que en ella ponía todo su cariño. Conviene hacer constar que la pecadora corregida conservaba todos sus encantos. Aunque envejecía, era tan lenta la acción destructora del tiempo, como si este la cortejase aspirando a poseer sus gracias. Y la pícara sabía ser siempre pulcra, elegante, y convertir su sencillez y modestia, su pobreza misma, en un atractivo más. El cuidado escrupuloso de su persona persistía en ella como los sentimientos hondos que duran hasta la muerte. Algo bueno le había de quedar de aquella primera mitad de su vida, desarreglada y escandalosa.

No quiso Teresa soltarle de una vez al aventurero todo lo que tenía que decirle. Para ciertas cosillas que podrían causarle impresión penosa, esperó a que el hombre descansara todo lo que su abrumado cuerpo le pedía. Esta ocasión llegó al cuarto día del regreso, y una mañana, cuando acababan de desayunarse, abordó la guapa moza con arte   —190→   sutil su interesante revelación, dándole este principio gracioso:

«Muy bien, salvajito mío. Por lo que me dices, veo que he salido airosa de la prueba. Estoy contentísima, o como diría Carlos Bidache, nuestro discípulo de español: no cabo en mí de satisfacción... Pues vamos ahora a otra cosa. Recordarás que te propuse una segunda prueba... y yo...».

-No, no, Teresa. (Repentino, asustado.) Más pruebas no...

-Déjame concluir: lo que tú no quisiste hacer, otra persona lo hizo por ti... ¿A qué abres esos ojazos?... Ea, pues yo he sido quien ha hecho la prueba... y también en esta he ganado.

Enmudeció Santiago, y ella, dejándole una pausa para que espaciara su asombro, empezó a relatar el caso, poniendo en él todo su donaire y agudeza, como verá el que quiera leer un poquito más.




ArribaAbajo- XX -

«Ausente tú, yo no sabía qué hacer... Sola, nada se me ocurre que no sea referente a ti... '¿Pues qué haré que sea por él y para él, que sea también para mí?'. Pensando en esto, se me ocurrió ir yo a la prueba. Hablé de esto largamente con María, y un día las dos a un tiempo dijimos: 'Vámonos a Lourdes'.   —191→   Te advierto que ya María estaba enterada del sitio a donde habíamos de dirigirnos para la prueba. Tiene en Lourdes una prima bien acomodada y santurrona, Berta Richard, viuda sin hijos, que es en aquel pueblo persona principal, dueña de una fábrica de pañuelos que fundó su marido... Pues por esta señora sabíamos que tu niña zangolotina vivía en una casa religiosa, mixtura de convento y colegio. Hay allí unas Hermanas con tocas y manto negro, que educan niñas. Llevan un nombre que no recuerdo bien, Madamas Cristianas o algo así... Dicen que son unas santas; pero de esto nada puedo decirte, porque entiendo poco de cosas de santidad... En fin, que allá nos fuimos. Don Baldomero Galán, el año pasado por este tiempo, vino a Francia con su hija y una de estas religiosas; dejó a Salomita en la casa que te digo, y se volvió a España. En Jaca le tienes: es Gobernador de un fuerte que llaman Rapitán... Pues acompañadas por la señora Richard, fuimos a visitar a la niña, figurando que éramos de una familia madrileña, muy amiga de los Galanes, etcétera... Por cierto que la casa-convento es un modelo de orden y limpieza; las Hermanas que vimos disimulan su gazmoñería con su amabilidad, y una de ellas, valenciana de la parte de Gandía, habla español con acento levantino... Es mujer guapísima, sólo que un poco bizca, y al hablar tuerce la boca; los ojos tiene algo pitañosos».

  —192→  

-Por María Santísima, hija, no divagues... Vivo, vivo, al asunto.

-Al asunto, tienes razón; al grano... Y el grano es que tu Dulcineíta no te quiere, ni se acuerda de ti para nada... Tiene otro novio...

-¿Es de veras? (Pálido, echando chispas de sus ojos.) ¿La viste tú... qué te dijo, qué hablasteis?

-Las Hermanas nos dijeron que le ha salido otro novio, que está locamente prendada del nuevo galán...

-¿Y el novio es militar, es persona de categoría?

-¿Militar dices? Creo que no... Es pacífico, muy pacífico y de categoría tan alta, que tú a su lado eres más chico que una hormiga. De ese galán nos habló Madama Berta con entusiasmo, y al celebrarle y enaltecerle ponía los ojos en blanco, y aun creo que se le caía la baba.

-Teresa, por los clavos de Cristo, déjate de babas, y dime...

-¿Pero, tontín, no has comprendido ya quién es el novio de tu adorada? Si acabas de nombrarle... Eres tan torpe, que hay que meterte en la cabeza las ideas con cuchara. Tu rival es el propio Jesucristo. Tu Dulcinea zangolotina se ha convertido en una cuitada y sosa monjita. No ha profesado aún: por eso te dije que Jesucristo es su novio; no tardará en ser esposo.

La sorpresa de Santiago estalló en monosílabos, en golpes sobre la mesa, en pases   —193→   de la mano por la cabeza echando atrás el cabello, que así se encrespaba más. Teresa prosiguió: «Pero, tontín, si eso es de clavo pasado y ocurre todos los días. Don Baldomero les entregó a su hija para que se la educaran a la francesa con mucha finura y mucho aquel, y ellas, viéndola tan mona, dijeron que debía ser para Dios, no para los hombres... Los hombres, ¡qué asco! Es la historia eterna... Yo me imagino qué cosas le dirían a la niña para convencerla... Sin duda supieron que tenía un novio salvaje y medio loco, que habla con los espíritus; le dirían que eres un perdido, un amigo de Prim, y que ya no hablas con los espíritus, sino con una mujer mala... conmigo... Figúrate cómo habrán puesto aquella cabecita. La menguada chiquilla cayó en el cepo y ya no se escapa. Si la encontraras en alguna parte, verías que la han vuelto idiota... Por supuesto, yo no me equivoqué, Santiago: siempre creí que Salomita tenía muy poca sal en la mollera; a un entendimiento bien sazonado no le entran esas bromas del monjío... Y el pueblo en que la pusieron, ese Toboso de tu Dulcineíta, es lo más abonado para tales cosas, porque allí, para que te enteres, hubo hace años, no muchos, un grandísimo milagro. En una gruta, se apareció la Virgen a una muchachita llamada Bernadette Soubirous, de catorce años, y le dijo que elevaran en aquel lugar un Santuario para darle culto. Allí están la gruta y la imagen, muchas velas encendidas y sin fin   —194→   de ex-votos de los que han ido a curarse del reúma, ciática y parálisis... Ya, hijo mío, el que cojea es porque quiere... Van peregrinos de toda Francia, con tanta fe y devoción que se queda una pasmada y edificada».

-Por Dios, no divagues más... ¿Qué me importa la gruta, ni qué los cojos y lisiados de todo el mundo?

-Pues no vayas a creer que don Baldomero consintió que su hija entrara en religión. El pobre señor no se enteró hasta que la cosa no tenía remedio. Fue a Lourdes hecho un demonio, y lo menos que quería era sacarle los redaños a la Madre Rectora y a todas las benditas Hermanas. Pero sólo consiguió que se le encendiera la sangre y que la cabeza se le llenara de bultos deformes y la cara de feísimos granos. Al fin tuvo que salir de Lourdes entre gendarmes, y a la niña la llevaron a un pueblo cerca de Marsella, donde para todos, menos para Dios, está invisible.

El monjío y la invisibilidad de Salomita en un convento próximo a Marsella, evocaron en la mente de Santiago recuerdos penosos del capitán Lagier y de los sufrimientos del honrado marino. Por estas memorias, y por lo que personalmente le dolía el suceso, se levantó en el alma de Ibero un gran tumulto; los sentimientos se movieron con furioso oleaje, las ideas saltaron y anduvieron a la greña... Pero como en razón inversa de la intensidad del tumulto estuvo la duración,   —195→   no tardó en calmarse el sofoco. En verdad, el inopinado desenlace no encontró base psicológica para producir arrebatos de ira o negra pasión de ánimo. Como se ha dicho, la imagen y el recuerdo de Salomita se borraba cada día más; había corrido un año largo sin que Ibero la viese y aun sin que de ella tuviera noticia, y por fin, el amor de Teresa, sostenido por la convivencia, precipitaba la desilusión rápida. Aquella misma tarde, interrogado acerca de la impresión recibida, dijo Santiago a María y Teresa que se sentía mentalmente aliviado de un peso, como si le hubieran operado en la cabeza para extraerle un cuerpo endurecido. Algo le quedaba del dolor de la operación; pero ya iba pasando; pronto vendría la insensibilidad.

Aún tenía que hablarle Teresa de otro asunto, y como era urgente, no quiso aplazarlo. Había tenido noticias directas de su madre por una carta quejumbrosa, llena de amenazas. Mostrola a Santiago, y ambos comentaron con viveza los manejos de la sutil tramposa. «Es mi madre -dijo Teresa-, y no puedo hablar de ella como hablaría de una persona extraña. Pero sí afirmo que las maldades de la primera mitad de mi vida no son mías sino en corta proporción. Obra de ella fue mi rebajamiento. Ella me vendía, me arrendaba, me contrataba según su interés, y mirando sólo a lo que daban por mí... Bien conoce Dios mis buenas intenciones; si algún día llego a tener más dinero   —196→   del que necesitamos para mantenernos, algo mandaré a mi madre para que viva... Pero... ¡volver yo a su lado, jamás! Prefiero morirme... Y ahora, Santiago, vas a saber la segunda parte, que es la peor. Dos días antes de llegar tú, se presentó aquí un tío polizonte preguntando por... Traía el nombre escrito en un papel: Carlos de Castro... Ya ves: las señas son mortales. El tipo aquel habló del Subprefecto, del Cónsul... Yo me quedé helada. Bidache el viejo le trasteó de lo lindo, diciéndole que el Castro ese había quedado en Cambo, y que allá fueran a buscarle... ¡Ay, hijo mío!, temo la internación, por lo menos. Para nosotros no puede haber aquí tranquilidad».

-Francia es muy grande -dijo Ibero sin inmutarse-. Francia es trabajadora, hospitalaria. Busquemos en ella libertad y honrados medios de vivir.

-Pues hemos de decidirlo pronto. Somos unos pobres salvajes que necesitan cambiar de choza. Di tú a dónde debemos ir.

-Decídelo tú... ¿A dónde vamos?

Ambos quedaron mudos un rato, mirándose con ojos fijos y penetrantes. «¿A dónde vamos?» preguntaban los ojos. De improviso y a un tiempo, con voz que pareció un estallido, los dos amantes soltaron de su boca la respuesta: «¡A París!».

Perfectamente acordes estaban en la resolución, y los móviles de cada uno eran substancialmente los mismos: necesidad de mayor espacio y de atmósfera vital menos ahogada.   —197→   Ibero vio en París el grande horizonte, la amplitud en las ideas, el roce con las primeras figuras de la emigración hispana. Teresa veía por el lado femenino el ensanche de pensamiento y acción, y sus planes no eran desacertados. En los días de la ausencia de Ibero estuvo en Sainte Marie una señora, parienta de la esposa del viejo Bidache. Llamábase Úrsula Plessis, y tenía en París negocio de encajes finos. Solía veranear en el Pirineo, repartiendo sus días de descanso entre Biarritz, Pau y Luchon, sin perder ripio para hacer su artículo en los sitios a donde concurrían señoras ricas. De paso visitaba a sus parientes. En Olorón hizo conocimiento con Teresa, y quedó maravillada de la gracia nativa de esta, de su exquisito gusto, de su genial disposición para comprender y asimilarse las sutiles artes de la elegancia.

A este propósito, la sermoneaba de continuo: «Hija mía, su terreno de usted, su porvenir, están en París. Véngase conmigo allá, o vaya cuando pueda, y yo le aseguro que pronto se abrirá camino en cualquier negocio de los que tienen por fundamento el buen gusto. Yo desde luego le ofrezco que para empezar tendrá en mi establecimiento un acomodo modesto...». Esto y otras cosas sugestivas le dijo, con lo que el alma de Teresita quedó encendida en la noble ambición de adquirir con su trabajo un vivir decoroso.

Véase por qué Teresa, en admirable consonancia   —198→   con su amado, soltó el grito de vida, de lucha contra la miseria y la muerte. ¡A París! Como tenían poco que arreglar en punto a equipajes y efectos de viaje, tardaron en poner en ejecución su pensamiento el tiempo preciso para asegurarse el secreto de la salida, por si al Subprefecto o al Cónsul se les ocurría darles un disgusto. La despedida fue tiernísima: en ninguna parte del mundo encontrarían amigos como aquellos honrados y generosos Bidaches. Tuvo Santiago la satisfacción de dejar colocado en el arrastre de mármoles al pobre sargento Miranda, que muy contento decía: «Vale más ser aquí un buey de trabajo que dejarse internar como un perro, o volver a España a que le fusilen a uno como un hombre, con sacramentos y todo».

Partieron los amantes algo medrosos, y hasta pasar de Pau no respiraron con tranquilidad. En Dax, avanzada la noche, al cambiar de tren, se encontraron a Silvestre Quirós, muy mal trajeado, con cara de insomnio y ayuno. Abrazáronse los dos amigos, cambiando en rápida frase el quejumbroso saludo de la emigración con sus melancólicas añoranzas. Dijo Silvestre que no podía vivir más en Bayona. Con los cuartos que le quedaban podía llegar a Angulema, donde le ofrecían colocarle en una fábrica de papel. Ya encajonados los tres en el coche de tercera, refirió Quirós que en los mismos días de lo de Linás, embarcó Prim en Marsella para Valencia, donde tuvo el   —199→   tercer fracaso, porque las tropas que se habían comprometido no salieron. «La razón que daban fue que Prim había firmado un manifiesto en que se pide la abolición de quintas; y sin quintas, ¿cómo ha de haber ejército? Salió el General del puerto del Grao echando bombas, y según dicen, ha desembarcado en Cette. ¿Entrará por Bourg Madame? ¿Tendremos otro descalabro?... Yo no creo nada ya; he perdido la fe... Ya es hora de que gritemos: 'Nos están engañando; juegan con nosotros como si nuestras vidas fuesen fichas de damas o dominó'. La revolución, que es guerra de guerras, no se hace sin dinero. Si no lo tienen, ¿para qué nos meten en estos líos? No hay libertad sin pan. Ahora mismo, al volver de Marcuello, no teníamos qué comer. Moriones nos dio lo que llevaba sobre sí: no podía más... Pereciendo llegamos a Bayona. Pero no ha venido Moriones más lucido que nosotros. Anoche le vi en el café Farnier con Muñiz. Su cara y ropa eran las de un cesante. Y yo pregunto: ¿a quién da la Junta el dinero que recoge? Vete a saber... En Bayona tienes a los que entraron con Contreras, y han vuelto por el puerto de Benasque descalzos y pidiendo limosna. Algunos, cogidos por los destacamentos franceses, han sido internados a pie, de cárcel en cárcel. Ya Bourges no les parece bastante lejos, y están mandando emigrados a Besançon, pared por medio con Suiza... Con que ayúdame a sentir, Santiaguito. La pobre España está perdida,   —200→   y quiere que la salvemos sin armas, sin dirección y con los estómagos vacíos. ¡Anda y que la salve su madre!».

Con esta cantinela pesimista, contristaba el pobre Quirós a sus dos compañeros de tren, que alentados iban por risueñas esperanzas. Felizmente, el lastimado amigo les dejó en Angulema, y ellos recobraron su buen humor en el resto del viaje, que fue felicísimo, aunque un poco largo, porque los trenes ómnibus no eran un prodigio de velocidad... Al anochecer del día siguiente vieron que a un lado y otro del tren en marcha se iniciaba la aglomeración de alegres pueblecillos, de granjas admirables, de quintas escondidas entre bosques espesos; vieron la muchedumbre de fábricas y talleres con sus chimeneas humeantes, las estaciones de una y otra línea transversal, los edículos y almacenes, los gasómetros, el sin fin de construcciones que anuncian la vida industriosa y opulenta de una gran metrópoli. «Ya llegamos -dijo Teresa-. Esto es París». Era ya noche cerrada. Ibero miraba con avidez por encima de las filas de vagones parados, máquinas y objetos mil de intensa negrura, y veía un extenso y vivo resplandor que invadía gran parte del cielo... «Es París -exclamó-. Parece que arde». Y risueña, radiante de alegría, respondiole su compañera: «No es incendio, es claridad».



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ArribaAbajo- XXI -

Iban recomendados por los Bidaches a una casa modesta (Rue Paradis), y gracias a esta precaución, pudieron obtener un cuartito decente. Hallábase París en los días febriles de la Exposición Universal, en que Francia hizo potente alarde de su industria, de su riqueza y mentalidad luminosa; eran los días de la gran apretura de hospedajes; media Europa invadía París; la otra media hacía cola.

Apenas tomaron tierra los enamorados aventureros, pusiéronse en comunicación con Úrsula Plessis, que vivía en la Rue Mont Thabor. Reiteró la comercianta de encajes la simpatía que en Olorón había mostrado a Teresa, y consecuente en su amabilidad, la llevó a su establecimiento para que se fuera enterando. Se convino en que mientras duraran las dificultades de hospedaje, continuarían viviendo en la Rue Paradis. Después se les agenciaría mejor acomodo. Iría Santiago a buscarla poco antes de las doce para almorzar juntos en cualquier restaurant barato de las calles próximas a Palais Royal; al anochecer harían lo mismo, retirándose a su casa después de comer. Las horas que Teresa pasaba entre encajes y blondas las consagraría   —202→   Santiago al divagar por París, aprendiendo en la práctica el laberinto de calles, bulevares y avenidas.

El primer día le acompañó en este sabroso estudio un chico, hijo de un comisionista español, vecino de piso en la casa de Paradis; pero luego se procuró un plano, y con este amigo mudo se libró del otro, que era harto entrometido y molesto. Solito recorría París de punta a punta, viendo y admirando tanta grandeza y maravilla. Habíanle dicho que si quería ver españoles se fuera al Pasaje Jouffroy, y asistido de su plano fiel, allá se encajó una mañana... No hizo más que llegar, y le salieron dos compatricios, uno de ellos con su capa, terciada garbosamente. No se puede afirmar que en Agosto llevase tal prenda con objeto de abrigarse; llevábala sin duda para tapar la desastrada vestimenta de un triste insurrecto proscrito. Conocieron los tales a Ibero por la pinta (que los españoles pregonan la casta por el aire jacarandoso), y le abordaron resueltamente, entrando al instante en palique. «¿Qué tal?... ¿Usted por aquí?... Este París es un infierno... Todo aquí es farsa». De estos tópicos vulgares se pasó a charlar de política, de la Revolución fracasada por falta de cabezas... No había cabezas; no había más que pies para correr en cuanto sonaba un tiro... Ellos (el de la capa y el otro que se cubría con un gabán claro) eran víctimas de su amor a la Libertad. Les habían engañado; les habían sacado de sus casas, donde   —203→   tenían un modesto pasar, para meterles en jaleos de guerra, que se malograban por causa de los de tropa... «Mire usted, caballero -dijo el de la capa-. Yo puedo alzar el gallo; yo puedo acusarle las cuarenta al mismo don Juan Prim, porque vengo del Alto Aragón... yo me batí al lado de Moriones; yo ayudé a matar a Manso de Zúñiga...».

-Alto ahí, señor mío -dijo Santiago con prontitud y sequedad-. Yo estuve en eso que cuenta, y no le vi a usted por ninguna parte. No éramos tantos que se pudieran confundir las caras y personas. Ni usted apareció por allá, ni sabe dónde está Linás de Marcuello.

-Le diré a usted...

«No me diga usted nada, porque es tarde y estoy de prisa. Abur». Y les dejó plantados, siguiendo su camino por el bulevar adelante hacia el de Italianos. Estaba de Dios que aquella mañana le saldrían españoles en cada esquina, porque apenas llegó a la de la Rue Drouot, se tropezó con don Jesús Clavería. ¡Oh sorpresa!... «Iberillo, ¿tú aquí?». No le había visto desde que en Urda recibió de él las cartas para Muñiz y Chaves. Cambiados los saludos afectuosos, Clavería le dijo: «Ya sé, ya sé que has tomado un papel poco lucido: el de redentor de Teresa Villaescusa, de esa...».

Cortole Ibero la palabra con rápido ademán y un mirar luminoso. La protesta enérgica y concisa remató el efecto. «Mi Coronel,   —204→   ya sabe que le quiero y le respeto. Pero con todo el respeto del mundo, le digo que ni usted ni nadie hablará mal, delante de mí, de una mujer que por mujer merece consideración, y por estar conmigo tiene quien contra todo el mundo la defienda».

El tono y la dignidad del lenguaje impusieron comedimiento a Clavería, que, por otra parte, no estaba de humor de romper lanzas por una redención de más o de menos. Conocía bien las cualidades de Ibero, su tozuda entereza, y la prontitud con que solía poner los hechos como remate y complemento de las palabras. Echose atrás con más benevolencia que cobardía, y palmoteándole en el hombro, le dijo: «Bien, hijo; no te enfades. A mí nada me importa. Redime todo lo que quieras». Fácilmente llegaron a conversación menos espinosa. «Vengo a París a ver mundo -dijo Ibero-, y a servir a la causa si en algo puedo servirla». Contole después la frustrada aventura en Linás de Marcuello, que Clavería oyó con vivísimo interés, diciendo al fin: «Es preciso que hablemos. Hoy no puedo detenerme contigo, porque me está esperando Monteverde, que me ha convidado a almorzar... Acompáñame un rato, y charlaremos».

Bulevares arriba, Clavería informó a Santiago del gran número de españoles de todas castas que en aquellos días había en París, atraídos por la interesante y espléndida Exposición. «¿Sabes a quién tienes aquí?   —205→   A Manolo Tarfe: vive en la Rue Helder... ¿No es también amigo tuyo y protector el Marqués de Beramendi? Pues en París está con toda la familia, en un hotel elegante y recogido, Rue Ville l'Eveque, detrás del Elíseo». Algo le dijo también tocante a planes revolucionarios; pero con tanta brevedad, que fue más bien programa para otra entrevista.

Aprovechaba Ibero su tiempo tan metódicamente, que en pocos días dio rápidos vistazos a las salas del Louvre, a Cluny, a los Inválidos, al Bosque de Bolonia; subió al Arco de la Estrella, a la Columna de Vendôme, al Pozo artesiano de Grénelle, alternando este recreo instructivo con las visitas a la Exposición. Si los monumentos y jardines le causaban alegría y asombro, no gozaba menos en el gigantesco palacio del Campo de Marte, o de Marzo, construido en forma elíptica con la más lógica y práctica distribución que pudiera imaginarse. Las líneas ovales guiaban al curioso en dirección de las materias expuestas; las líneas radiales en dirección de las naciones que exponían.

En el Parque de incomparable amenidad que rodeaba el palacio, vio Ibero al famoso Maltranita, muy elegante, llevando del brazo a una señora joven, que debía de ser su mujer. Sin duda el mozo positivista y cuco había encontrado el partido de boda que perseguía como cazador codicioso en el coto social. Aunque Maltranita vio a Santiago y   —206→   sin duda le había conocido, no creyó decoroso saludarle, por la inferioridad jerárquica que anunciaba el traje del amigo. Este tampoco se dio por entendido, y le hizo todos los honores de su desprecio. Con la guía en la mano, el soplado señorito y su esposa, que era raquítica y de muy poca gracia, se detenían ante cada una de las instalaciones del Parque, poniendo todo su asombro, lo mismo en el gigantesco cañón de Krupp o el martinete del Creusot, que en la cabaña suiza, llena de chucherías de tallada madera. De este modo almacenaban en su cerebro impresiones bien catalogadas, para llevarlas a Madrid y despatarrar a la gente con el recuento maravilloso de lo que habían visto.

En tanto, Teresa, contentísima de su iniciación, daba a Ibero cada noche cuenta de sus adelantos. Ya se iba soltando en el francés: la continua charla con sus compañeras le enseñaba los secretos del idioma y las inflexiones del acento. Ya conocía todas las clases de encajes, y distinguía perfectamente lo legítimo de lo falsificado por esmerada que fuese la imitación. Ya sabía empalmar los pedazos del Bruselas sin que se conocieran las uniones; el Valenciennes, el Chantilly, Punto de Alençon, Brujas, los Guipures inglés y venecianos, éranle familiares, como amigos de toda la vida. En fin, adelantaba prodigiosamente, y Úrsula no cesaba de elogiarla por su entendimiento, por la sutileza de su vista y la delicadeza   —207→   de sus dedos en aquel difícil trabajo. Con idea de alentarla le había señalado dos francos... A mediados de Septiembre hallaron, por mediación de la misma Madame Plessis, un cuarto baratito, Rue Saint-Roch, no lejos del establecimiento, y abandonada la primitiva casa, instaláronse en su nuevo nido.

Una mañana, en la segunda quincena de Septiembre, encaramado Ibero en la imperial de un ómnibus (Madeleine Bastille), se cruzó con otro coche, en cuya imperial iba Vicente Halconero con su padrastro. El cojito vio a Ibero, y alargando los brazos, llamole con un grito de alegría que le salía del corazón. Al grito volaron las miradas de Santiago tras el otro ómnibus, que andaba rápidamente; vio a Vicentito, mandó parar, se bajó; mas cuando puso el pie en el asfalto del bulevar, su amigo, el gran sabedor de historia escrita, estaba ya tan lejos que no había medio de alcanzarle... ¡Qué contrariedad, qué pena! Perdido el amigo en el caudaloso río de gente y caballos, desapareció como navegante arrastrado de veloz corriente...

Los días se deslizaban fáciles y entretenidos en la inmensa metrópoli. Agradaban a Ibero singularmente las excursiones al campo con que los parisienses trabajadores suelen reparar cuerpo y espíritu del ajetreo de toda la semana. Salía con Teresa muy ufano por aquellos lindos suburbios. Comían al aire libre, paseaban por florestas   —208→   tupidas o asoleadas praderas, se mecían en columpios, remaban sobre el Sena en barquillas gallardas. Iban a estas gratas expansiones con las compañeras del taller de encajes, y se les agregaban mozalbetes del comercio, obreros diamantistas, y algún estudiante hirsuto y pálido del Barrio Latino. En una de aquellas jiras, dos, tres muchachos se permitieron acosar a Teresa con galanteos impertinentes, y apenas vio esto el fogoso Ibero, salió como un león a poner su fiereza entre tales groserías y la señora de sus pensamientos. Del primer ímpetu les soltó una fuerte andanada en español neto, por no dominar el francés. Quedaron ellos cortados y sin saber qué decir; pero el estudiante melenudo, desconociendo el peligro que corría, revolviose contra Santiago echándole a la cara una de las palabras francesas más feas que se pueden decir a un hombre. Ibero, que se oyó llamar macró, y que sabía lo que significaba, arremetió furibundo contra los tres, y del primer zarpazo cayó uno en tierra y los otros salieron pitando bosque arriba. Levantose el caído, chillaron las mujeres, acudieron otros merendantes, oyéronse voces conciliadoras y proposiciones de paz. Los jóvenes dispersos no querían volver, temerosos de que Ibero sacara la navaja, arma que inspira más terror fuera que dentro de España... Todo se arregló al fin, dio excusas el de las greñas, y la partida continuó tranquila hasta la hora de retirada, los jóvenes refrenados en su lenguaje,   —209→   Teresa orgullosa, y Santiago dispuesto a proceder con igual prontitud siempre que fuera menester.

No consentía el riojano alavés la menor sombra en su decoro; el mote infamante le lastimaba más que cien bofetadas. Deseando evitar para lo sucesivo suposiciones injuriosas, al día siguiente, de acuerdo con Teresa, visitó por segunda vez a Clavería para pedirle con vivas instancias que le proporcionase una ocupación bien o mal retribuida. Tempranito fue a casa de su amigo temiendo que se le escapara. Encontrole vistiéndose, y a las primeras indicaciones del asunto, respondió Jesús: «Ya se hará, hijo; ya tendrás ocupación. No te apures; ten paciencia y fe, como todos los penitentes españoles que estamos aquí privados del placer honestísimo de ver bajar la bola en la Puerta del Sol. Por de pronto, te convido a almorzar: esto ya es algo».

Salieron juntos, y cuando requerían el ómnibus que había de llevarles al Campo de Marte, Jesús continuó así su charla: «No soy yo quien te convida, sino un español que me convida a mí y otros; y yo te agrego, porque para este buen señor no hay mayor gozo que encontrar compatriotas a quienes obsequiar. Es un caballero aragonés llamado don Manuel Santa María, dueño de una fuerte y acreditada casa de comisiones. Poseedor de mucha guita, emplea parte de ella en dar gusto a su patriotismo y a sus ideas radicales. Es el paño de lágrimas de   —210→   los emigrados pobres, y a veces intermediario de la correspondencia secreta entre Prim y todos nosotros». Por último, indicando que el señor Santa María les daría de almorzar en el comedero español de la Exposición, servido por el Café Universal de la Puerta del Sol, dijo: «Tú ya tendrás ganas de comer cocido. Puede que también nos den paella, o bacalao a la vizcaína». En el Parque les esperaba Santa María, que era un señor de mediana edad, moreno, afeitado totalmente el rostro, de ojos vivos, tipo de indiano. Con él estaba un sujeto flácido, tuerto, el rostro picado de viruelas y reñido con el agua, la cabellera reñida con los peines, trajeado de la manera más fachosa y mísera. Ibero le conoció al instante: era Carlos Rubio.

Antes de que terminaran los saludos, Santa María, desconsolado, hizo esta pregunta: «¿Y Sagasta?». Clavería y Rubio afirmaron que la noche antes le habían hecho la invitación en nombre de don Manuel; pero desconfiaban de su asistencia. Era mal madrugador, y para venir desde la Isla de Saint-Denis, tenía que tomarse dos o tres horas de delantera. «Pero a cambio de ese riojano que nos falta -dijo Clavería-, le traigo a usted este otro, de ilustre familia. Como yo, como tantos otros, es víctima de su amor a la Libertad». El agrado, la benevolencia paternal con que le acogió el aragonés dieron regocijo y alientos al pobre muchacho... ¡Si obtendría de aquel excelente   —211→   señor la ocupación que deseaba...! Entraron en el restaurant, donde Rubio y Clavería saborearon la ilusión de hallarse en el Café Universal de Madrid, pues allí estaba el dueño, don Juan Quevedo, un astur amable y narigudo; allí Pepe el malagueño, brujuleando de mesa en mesa, siempre zaragatero y servicial.

Comieron lo más hispanamente que era posible en aquellas latitudes, sin perdonar los castizos garbanzos; charlaron y ojalatearon de lo lindo, arreglando las cosas a su gusto. El más callado era Ibero, que no osaba manifestar sus opiniones ante los tres para él respetables patricios... Ya tomaban café, cuando entró Manolo Tarfe, presuroso y fatigado, como el que viene de muy lejos con el peso de una noticia de sensación. Alegrose al ver a Clavería, y llegándose a él le dijo: «Al fin le encuentro, querido Jesús... He estado en su casa, donde me dijeron que...». Se interrumpió para saludar a Carlos Rubio; saludó también gravemente al caballero aragonés, como a persona desconocida, y para Ibero tuvo una frase familiar y cariñosa. «¿Ocurre algo?» preguntó el Coronel, vislumbrando en el rostro del amigo un secreto que quería echarse fuera. «Sí -replicó Tarfe-: ya hablaremos...».

Dijo entonces Santa María que si tenían algo reservado que tratar, aguardaran no más que dos o tres minutos, porque él tenía que marcharse. «Ya sabe usted, mi querido Clavería, que a las dos hago falta en mi escritorio...   —212→   Si hay noticias buenas de España, ya me las comunicará usted». Aceptó Tarfe el café que le ofrecieron, y cuando a tomarlo empezaba, retirose el aragonés con afectuosa despedida de todos. «Bien pudo usted -indicó Clavería- decirnos todo lo que quisiera delante de nuestro amigo, que es de una discreción a toda prueba. Pero en fin, ya estamos solos. Desembuche. ¿Qué hay?».

Después de mirar en torno, Tarfe bajó la voz para soltar en el oído de los tres emigrados esta que bien podía llamarse bomba: «Ya está iniciada la inteligencia de los unionistas con el general Prim... La magna coalición será un hecho muy pronto».

Las primeras exclamaciones fueron de duda más que de alegría... Siguió un fulminante tiroteo de frases entre los tres, pues Ibero no hacía más que oír y callar.

«¿Quién ha iniciado la inteligencia?».

-El general Dulce. Ha venido de Biarritz a conferenciar con Olózaga.

-¿No era más natural que conferenciara con Prim?

-Para eso ha ido a Ginebra Cipriano del Mazo.

-¿Y de O'Donnell, qué?

-O'Donnell... ¡ah!... él no hace... pero deja... deshacer.



  —213→  

ArribaAbajo- XXII -

Pasados algunos minutos en interrogaciones rápidas, comentarios ardientes y resoplidos de entusiasmo, restableciose la serenidad, y refirió Tarfe pormenores del gran suceso. «El proyecto de coalición se había elaborado en Bayona por Dulce y Mazo, con asistencia de Muñiz. Este telegrafió a Prim lo tratado en la conferencia. El mismo día contestó Prim desde Ginebra: Acepto. Que venga Mazo. En Bayona se comunicó el proyecto a los emigrados Montemar, Damato, Moriones y Moreno Benítez, que lo encontraron de perlas... Si quieren ustedes saber más, averigüen lo que estarán hablando ahora don Salustiano y Dulce. Como yo vengo calentando este horno desde el otoño pasado, el amigo Dulce, al llegar a París esta mañana, vino a parar a mi hotel; me puso en autos. Después de hablar con Olózaga volverá a Biarritz, y yo me voy con él... Queremos estar junto a don Leopoldo». Como terminara indicando que convenía enterar del suceso a los emigrados de más viso, Clavería, frotándose las manos de gusto, dijo: «Yo me encargo de eso, mi querido Manolo. Rubio irá esta tarde a la Isla de Saint-Denis, y por la noche veré yo a don Joaquín Aguirre».

  —214→  

No pudiendo detenerse más el simpático vicalvarista, despidiose de los tres con apretones de manos y frases de lisonjera esperanza: «Ahora sí que vamos bien... Ya marchamos cuesta abajo... ¡Al éxito, amigos; al triunfo!». En cuanto salió Tarfe, pidió Clavería papel y pluma, y escribió esta carta:

«Mi querido Santa María: ¡Hosanna, Aleluya, y viva la Libertad! Me apresuro a comunicar a usted que la Unión liberal y el Progreso se han dado ya la mano, y pronto se abrazarán para realizar como un solo partido la salvación de España. Ya le contaré a usted detalles y le diré nombres... ¿Recuerda usted, mi noble amigo, que ayer mismo hablamos de esto, y usted dijo: '¿Pero en qué piensan esos hombres que no posponen sus agravios mujeriles al bien de la patria?'. Pues la coalición se ha planteado; todos la quieren; se hará.

»Y ahora, mi bonísimo don Manuel, no me riña si le digo que este notición, que a usted, como a todos, le hará feliz, no puede ser gratuito. El portador de la presente, Santiago Ibero, natural de la Rioja Alavesa, es hombre de relevantes prendas, leal como ninguno, inteligente como pocos, y además liberal y patriota, que ha derramado su sangre por nuestras ideas. Emigrado está como yo, como otros ciento y mil; pero carece de recursos, y yo me atrevo a recomendarle a la benevolencia de usted para que le proporcione una colocación en cualquier industria   —215→   o dependencia comercial. Confío en que la grande alma del patriota no desatenderá este ruego... Salud, Libertad... y francos. Su siempre reconocido amigo q.b.s.m. -Clavería».

Clío Familiar reproduce esta generosa carta para documentar históricamente la colocación que tuvo Ibero en la casa mercantil del señor Santa María, con la retribución diaria de cinco francos. La noche que Santiago llevó a su mujer la estupenda nueva de su destino, el regocijo de ambos estalló en apasionadas carantoñas de amor; permitiéronse un extraordinario en la comida; después se fueron a ver una funcioncita en el Guignol mecánico de los Campos Elíseos. Teresa ganaba ya tres francos, con esperanza de llegar pronto a cuatro. Eran felices: París, el monstruo benéfico, les cogía de la mano y les llevaba por senda angosta y áspera... pero bien derecha, y conducente a los grandes fines de la vida.

El destino de Santiago era de almacén, para llevar la entrada y salida de géneros, anotando los bultos y su peso en un libro, y al propio tiempo en hojas que servían para comprobar las operaciones de transporte. Exigía este cargo gran escrúpulo en los asientos, y vigilancia extrema de los cargadores y camioneros. Ponía Santiago en su obligación los cinco sentidos, y su principal estaba contento de él. Solía el señor Santa María emplearle también en comisiones no comerciales, tocantes a su concomitancia con los   —216→   emigrados. Una noche de la primera semana de Noviembre le llamó a su despacho, y mostrándole varios pliegos que introdujo en un sobre grande, le dijo: «Mañana muy temprano vas a llevar esto a la Isla de Saint-Denis. ¿No sabes dónde es? Saca tu plano, y te indicaré... ¿Ves la estación del Norte? Pues aquí tomas tu billete y te metes en el primer tren que salga... En diez o quince minutos estarás allá. Buscas la calle du Bocage, y... ¿Conoces tú a Sagasta?».

-Sí, señor: en Madrid le vi más de una vez. Su cara no se me despinta.

-Bueno; pues este paquete de cartas has de entregarlo a Sagasta en propia mano. Podrías darlo a su compañero de vivienda, Juan Manuel Martínez; pero como no le conoces personalmente, no te expongas a dar el pliego a un individuo que tomara su nombre para engañarte. Sólo a Sagasta darás lo que llevas... Si este o Martínez tuvieran algo que decirme, ello será seguramente por escrito... en este caso, te esperas, dándoles todo el tiempo que necesiten para escribir... Otra cosa: ya olvidaba decirte que les llevarás de palabra una noticia... Si esta noche la sabemos pocos, mañana será pública en París... En cuanto veas a Sagasta, le dices: «Ha muerto O'Donnell...». Si quieres dar pormenores, añades que ha muerto en Biarritz, hoy... según parece, de indigestión de ostras.

Temprano salió Ibero a su comisión, sin madrugar mucho, pues ya sabía por don   —217→   Jesús que nuestros emigrados dejaban tarde las ociosas lanas. Siguiendo las instrucciones de su principal, tomó billete en la estación de la plaza Roubaix, y se puso en camino. La niebla que en aquella desapacible mañana de Noviembre invadía París, era en la zona Norte densísima. Al llegar al lindo pueblecito llamado Isla de Saint-Denis, no pudo orientarse fácilmente: las casas se desvanecían en la blancura lechosa; las personas, encogidas de frío, transitaban a prisa, con pocas ganas de dar informes al forastero que en mañana tan cruda venía preguntando por la Rue Bocage. Al fin, no sin trabajo, dio con la calle y el número. Entró en la casa; una viejecita le encaminó arriba; llamó... tardaron en abrir... abrió al cabo un joven alto, moreno, de ojos vivos, boca grande y risueña. Díjole Ibero que traía un recado de don Manuel Santa María para el señor Sagasta.

«Práxedes ha salido. Puede usted dejarme a mí el encargo. Soy Juan Manuel Martínez».

-Dispénseme, señor: me han dicho que entregue mi encargo en la propia mano del señor Sagasta.

-No tardará mucho. Pase usted. Perdóneme: estaba encendiendo la lumbre cuando usted llamó, y temo que se me apague.

El tal Martínez le llevó a una cocinita próxima a la puerta de entrada, y cogiendo un fuelle sopló en los carbones para que en ellos acabara de prender la llama de unas   —218→   teas. «Como no tenemos criados, nosotros lo hacemos todo -declaró ingenuamente, sin abandonar la sonrisa larga y afable-. Práxedes ha ido por agua al río, y yo tengo que hacer nuestra compra».

-¿Quiere usted que le ayude? -dijo Ibero, movido de los sentimientos más generosos-. Si a usted le parece, puede ir a la compra, y yo quedaré aquí al cuidado de la lumbre.

-Gracias, amigo -replicó Martínez-. Me figuro que también usted es emigrado.

-Y a mucha honra. Emigrado para servir a usted, y muy amigo del señor Clavería.

-¡Ah!... todos somos amigos, todos somos unos. Pues si quiere ayudarnos, oiga lo que se me ocurre. Mientras yo voy a la compra, usted se va al encuentro de Sagasta. El pobre ha llevado hoy, además del cubo, un jarro muy grande: los dos cántaros llenos han de pesarle una atrocidad. Es algo indolente, y poco aficionado a ejercicios corporales. Si usted trae el cubo, o siquiera el jarro, lo agradecerá mucho.

Conforme Ibero con este plan, bajaron a la calle, y Martínez, con su cesta colgada del brazo, indicó al mensajero la dirección segura para llegar al río. Separáronse, tomando cada cual distinta dirección. La niebla empezó a desgarrarse en jirones vagos. A los diez minutos de marcha, distinguió Ibero la mansa corriente del Sena, como un cristal esmerilado. Acercose a la orilla por   —219→   angosto sendero entre céspedes, y vio venir a un hombre agobiado, andando lentamente, con un grave peso en cada mano. Llevaba el cuello del gabán subido hasta las orejas, sombrero hongo, pantalones doblados a estilo de pesca, las botas mojadas de la gran humedad del suelo herboso. Cuando estuvieron frente a frente, dijo Ibero: «Señor don Práxedes, le traigo unos pliegos de su amigo Santa María».

«¡Hombre...! -exclamó Sagasta risueño, con toda la gracia bondadosa que le era peculiar-, hombre... de Santa María... pliegos... Vamos a casa». Y al decirlo dejó en el suelo los pesos que llevaba, y tomó un gran aliento, pues venía ya fatigadísimo.

«Vamos a casa, señor -dijo Ibero-; pero no está bien que usted cargue estas cosas... Yo lo llevaré...».

Quiso don Práxedes resistirse a que el desconocido le sustituyera en el acarreo de agua; pero Santiago se apoderó de la carga y echó por delante diciendo: «Yo estoy aquí para servirle a usted, y ahora, de camino para su casa, le daré una noticia: ha muerto el general O'Donnell».

-¡Hombre, hombre!... ¿Pero es cierto?... ¿Y dónde ha sido?... En Biarritz de seguro.

-Allí... Parece que comió demasiadas ostras. Los periódicos de hoy lo traerán...

La inopinada y grave noticia detuvo a Sagasta en su camino. Absorto quedó mirando al mensajero... Por su mente pasó la noble figura escueta del Duque de Tetuán;   —220→   pasaron detrás la Vicalvarada, el Bienio, las luchas parlamentarias desde el 54 hasta el 65, en que él, Sagasta, había tantas veces combatido airadamente al vencedor de África. El paso de aquellas históricas páginas por la memoria del tribuno proscrito iba dejando en su alma sensación de frialdad. Una época de empeñadas contiendas pasaba y moría... «¡Qué frío hace!» exclamó el buen Práxedes moviendo los brazos para activar la circulación. Y pensó en la Historia próvida y renovante, que tras de la muerte trae la vida, tras el frío el calor. Inmenso hueco dejaba O'Donnell; mas era el vacío que la idea nueva esperaba para cimentarse... «Vamos, amigo -dijo Sagasta con súbita impaciencia-. En casa hablaremos. ¿Cómo se llama usted?».

-Santiago Ibero: soy también riojano; pero alavés, del lado acá del Ebro. Tal vez haya usted oído nombrar a mi padre, que se llama lo mismo que yo.

-Me suena ese nombre. ¿Su padre de usted es militar? ¿Sirvió con Zurbano?

-Sí, señor. Hace tiempo que está retirado. No sale de nuestra casa de Samaniego... Conocerá usted a mi tía Demetria, la señora de don Fernando Calpena.

-Precisamente les he visto aquí en Julio. Vinieron a la Exposición.

Tembló Santiago pensando en el posible encuentro con personas de su familia, y ya no habló más de parientes lejanos ni próximos. Melancólicos prosiguieron ambos, y a   —221→   la casa llegaron cuando Martínez, de vuelta de la compra, preparaba el almuerzo. «Juan Manuel -dijo Sagasta asomándose a la cocina-, O'Donnell ha muerto». El otro ya lo sabía: había comprado La Liberté.

Mientras Juan Manuel trasteaba en la cocina, don Práxedes recogió de manos de Ibero el voluminoso paquete, donde venían comunicaciones reservadas, unas de Madrid, otras de Bruselas. Después de pasar por ellas la vista con vaga atención, gritó: «Juan Manuel, oye... ven un momento. Se me olvidó decirte que hagas también almuerzo para este joven». Ibero dio las gracias, excusándose con que tenía que partir pronto; pero al fin, tanto le rogaron, que hubo de quedarse. «No tenga usted prisa, joven -le dijo Sagasta sonriente, rascándose la barba-. En este mundo no hay nada peor que las prisas... Si corremos tras de las cosas, encontramos siempre las peores. Las buenas, créanlo ustedes, vienen a nosotros».

Sirvió Martínez una tortillita para los tres, y una chuleta por barba, y bebieron de un Borgoña superior, resto de un obsequio que les había hecho el diamantista Samper... Llegó para Santiago el momento de tocar a retirada. Despidiose con estas razones: «Es muy grato estar aquí; pero yo tengo que hacer, y ustedes también». Sagasta, indolente y festivo, obsequió al riojano con un insípido cigarro de la Régie, diciéndole: «Nuestros quehaceres no son muy grandes que digamos. En cuanto despachemos la correspondencia,   —222→   fregaré la vajilla, y luego nos iremos a pasar un rato en el café del pasaje Choiseul...».

Apenas desapareció Ibero, Juan Manuel, haciendo de secretario, leía los pliegos y extractaba su contenido. «Aquí nos dice 83 que continúa celebrando reuniones con 104. A la última concurrió 90, sin que de él pudieran obtener nada concreto».

-90 es el Duque de la Torre, ¿no es eso?

-Justo. Asistió a la conferencia con Dulce y don José Olózaga; pero se mostró muy reacio... Este otro pliego nos lo manda Alcoriza (el cura Alcalá Zamora), diciéndonos que 28, el amigo de Sevilla, tiene a la disposición de la Junta tres mil quinientos duros, y que, según comunicación del amigo de Cartagena, 47, entre la gente del Arsenal hay cada día más partidarios de la Revolución.

-El amigo de Sevilla es Arístegui, y el de Cartagena, Mogrovejo.

-No: Mogrovejo, 171, es el de Alicante.

«Dichoso tú, que con tan buena memoria retienes esos números que son personas», dijo Práxedes, mirando vagamente los giros del humo de su cigarro. A esto siguió una pausa... Martínez leía para sí. Sagasta, después de breve meditación, expresó estas ideas, que demostraban su grande agudeza y el conocimiento de hombres y cosas: «Juan Manuel, oye: muerto don Leopoldo, y Dios le haya perdonado, se puede dar por concluida la etapa de las sublevaciones locales,   —223→   de los alzamientos chicos, y de las intentonas con partiditas y tontadas... O'Donnell se va, y con su ida acaba la época de los sargentos y empieza la de los generales... Entendámonos con los tetuanistas, y lo que falte lo hará Narváez con sus violencias. La conspiración grande mata la conspiración chica: ¿no crees tú lo mismo?».

-Sí... pero si abandonamos en absoluto la pesca chica -opinó Juan Manuel-, no cogeremos tan fácilmente los peces gordos... Sigamos ahora (le da una carta). Aún hay algo muy importante.

-Ya -dijo Sagasta displicente, leyendo con rápido pasar de ojos-. Nuestro bonísimo Santa María nos repite la murga de que debemos parlamentar con don Carlos... Y me incluye una carta de don Félix Cascajares, que sigue en su manía de identificar al Pretendiente con la Revolución... ¡Vaya por dónde le ha dado a este viejo progresista! Y no es él solo. ¡Qué cosas vemos, Juan Manuel! ¿Pero qué piensan?... ¿Creen posible que traigamos a ese señor a ocupar el Trono? Ya he dicho a Prim que me parecen ridículos esos tratos y contubernios... Y Prim, erre que erre, empeñado en echarme a mí el mochuelo... ¿Qué puedo yo proponer a don Carlos que él acepte? ¿Qué puede don Carlos proponerme a mí que me parezca admisible?

-Pues mira lo que dice Prim (alargándole una carta). La conferencia se celebrará por delegación. Tú representarás nuestras   —224→   ideas; don Ramón Cabrera, las de don Carlos.

-¡Cabrera y yo! (con suprema indolencia). ¡Y tengo que ir a Londres! (lee rápidamente, fijándose en lo más importante). «Conviene, mi querido 50, que vaya usted a conferenciar con el Tigre del Maestrazgo, no para que lleguemos a una inteligencia, cosa imposible, sino para entretener a don Carlos... Ya que no nos ayuda en la Revolución, debemos hacer todo lo posible para que no nos estorbe... (Pausa. Sagasta rehace su voluntad desmayada.) Iremos a Londres».

Martínez guardó los papeles; cogió una escoba, disponiéndose a la limpieza y arreglo de la casa. «Y qué, ¿vamos esta tarde a París?».

-Iremos un rato al café del pasaje Choiseul -replicó Sagasta acometido de nerviosa actividad-. Prometí a Gambetta que nos veríamos esta tarde... Pero antes, atendamos a nuestras obligaciones. Voy a lavar la loza.




ArribaAbajo- XXIII -

Crudísimo fue en París el invierno del 67 al 68. Sobre el Sena helado patinaba la juventud bullanguera, y en el lago del Bosque de Bolonia la crema aristocrática organizó una fiesta rusa, con espléndida iluminación,   —225→   trineos y deportes al uso septentrional. Insensible al frío, Ibero veía pasar los días y los meses en la vulgaridad uniforme, descolorida, isócrona, dentro del cerrado horizonte del almacén. Ganaba el sustento, sí; pero como no vivimos sólo de pan, el hombre estaba en gran penuria espiritual, ausente de toda grandeza y de las nobles aventuras que planeó su loca imaginación. Vida tan desaborida no habría soportado nunca si el amor no le amarrase a ella con fuertes ataduras, y mientras más se desalentaba viéndose tan bajo, más apasionado se sentía por la hermosa madrileña y más uncido a ella por indestructible yugo. Al contrario de Ibero, Teresa era toda entusiasmo, alientos, orgullo de su oficio. Tanto progresaba en este, que al principiar el 68, Úrsula, que en ella ponía ya toda su confianza, le subió el jornal a cinco francos. Y para mayor delicia de Ibero, cada día estaba más bonita... ¿Qué diablos hacía para conservar y afinar su belleza y para presentarse más garbosa en su modesto atavío? Obra del medio era esto sin duda: por todos estilos, París habíala hecho suya.

Privados del campo por el riguroso frío, solían ir los domingos a la matinée de algún teatro, y el tiempo restante lo pasaban recogidos en casa, ejercitándose en los temas franceses, o dando él a ella lección de aritmética. Quería Teresa ponerse muy fuerte en contabilidad. Algunas tardes de día festivo le incitaba a ir al café du Cercle o al   —226→   de Choiseul para que viese españoles y se alegrara oyendo hablar de revolución y de Prim. Determinose a ir una tarde. Vio a don Juan Manuel Martínez, vio a Sagasta hablando con un señor de cabello erizado, de semblante duro, de extraordinario fuego en la mirada: era un famoso periodista francés llamado Rochefort. También vio a Gambetta, que entró más tarde; hermosa cabeza, barbuda y melenuda. Hablando con vehemencia, se convertía en cabeza de león.

Ibero sintió reparo de aproximarse a Sagasta, y buscando lugar más modesto, arrimose a otras mesas, donde vio a Carlos Rubio con emigrados de medio pelo. Entre estos reconoció a un sargento de Bailén y a otro de Calatrava, que ya llevaban en París cerca de dos años, y se ganaban la vida en una fábrica de clysobombas... Al entrar Santiago en el ruedo, los tales hablaban de un trágico asunto, ya viejo de seis meses, pero siempre nuevo, interesante y conmovedor: el fusilamiento de Maximiliano en Querétaro. A este propósito, Carlos Rubio tomó la palabra con cierto énfasis, y después de colmar de alabanzas a Prim por su destreza diplomática y su airosa retirada de Méjico, sostuvo que la sangre del infortunado Archiduque austriaco debía recaer sobre la cabeza de Napoleón III, a quien por este y otros motivos puso cual no digan dueñas, concluyendo por llamarle Nabucodonosor... El Imperio francés era un poder   —227→   falso y sin fundamento, estatua de bronce con pies de barro.

Llegó luego un patriota madrileño del 22 de Junio, menguado de cuerpo, barbudo de rostro: ganaba el pan en un comercio de naranjas. En cuanto tomó asiento, sacó el número del Gil Blas, que venía muy bueno: traía sin fin de picardías graciosas contra el neísmo, y solapadas alusiones a personas altas. De mano en mano pasó el periódico; todos se regocijaron con los donaires de Luis Rivera, Eusebio Blasco y Manuel del Palacio. El famoso soneto de este, despiadado con doña Isabel, fue repetido entre risas por el sargento de Calatrava, que lo sabía de memoria. La conversación recayó luego en el Infante don Enrique, desterrado a Canarias por si se corrió o no se corrió hablando de su prima. De esta, ya se comprenderá que no habían de decir cosa buena. Suponiéndola destronada, allá para Pascua florida o para San Isidro, apresuráronse a proveer la vacante. En aquella asamblea de soñadores vocingleros, Montpensier no tuvo más que un voto; don Enrique, ninguno; Espartero se llevaba de calle a todos los candidatos. Por fin, el bueno y desastrado Rubio cortó con tajante autoridad la nudosa cuestión, afirmando que no había más candidato serio que el Rey viudo de Portugal, don Fernando de Coburgo. A esto puso reparos un vejete vivaracho que se titulaba demócrata hasta morir, y declaró que su partido no quería que le hablaran de Reyes.   —228→   Así se lo habían escrito Castelar y Pi y Margall desde Ginebra, Orense desde Bayona y García Ruiz desde Amberes. Si no creían lo que bajo su palabra afirmaba, traería las cartas para que los presentes vieran y entendieran.

Con estas divagaciones y controversias, Ibero se entretenía y pasaba gratamente el rato; pero al fin de la tertulia presentose aquella tarde en el café un sujeto de alta estatura y curtido rostro, barba erizada, voz cavernosa, tipo de mareante, el cual desconcertó a Santiago con su saludo bronco y fúnebre, como dicho con bocina: «¿Ya no me conoces, Iberillo? Soy Nonell, piloto retirado que despachaba el Monarca en Barcelona. Me metí en aquel turris-burris... Tiene uno patriotismo y sangre liberal... Ventura y Mas fusilados... yo escapé por un milagro de la Virgen... Vaya, vaya: has variado bastante, Iberillo; estás hecho un hombre. ¿Llevas en París3 mucho tiempo? ¿No viste a Ramón Lagier, que aquí estuvo por Agosto a visitar la Exposición? Pues sabrás que volverá... y pronto. Aquí tengo su carta. Viene al negocio de la Causa. Estará unos días... Entiendo que irá después a Londres, a ponerse al habla con Prim. Si quieres verle, dime las señas de tu casa, y te avisaré cuando llegue».

Respondió Ibero con torpes evasivas, y se despidió del casi desconocido y olvidado Nonell, sin darle las señas, o dándoselas equivocadas. Aturdido y en grande inquietud   —229→   salió del café, y de camino hacia su casa sondeaba su interior, buscando la razón psicológica del extraño azoramiento que sentía. ¿Por qué le turbaba la idea de verse en París con el capitán Lagier? Era este persona de su particular predilección y cariño. Le amaba como a su padre, pues fue para él padre de voluntad y regulador de la existencia. Verdad que tanto como le amaba le temía: había sido para él un maestro inflexible, un cuño de duro metal que le dio forma y perfiles nuevos... Si en París le encontraba el maestro, era casi seguro que con su férrea autoridad trataría de soltarle del yugo de Teresa, y contra esto ¡vive Dios!, se rebelaba con toda su energía y fiereza. Y lo mismo haría con su padre, si llegara con iguales intenciones separatistas.

De esta zozobra, que duró todo el mes de Enero y parte de Febrero, le sacó al fin Teresa con su dulzura, y la buena maña que se daba para penetrar en el alma de él, descubrir lo dañado y ponerle remedio.

A fines de Febrero, queriendo Madame Plessis ampliar la protección que a Teresa dispensaba, diole la suma necesaria para que ella y su amigo pudieran dejar los estrechos aposentos del hotel meublé y alquilar un piso cuarto, luminoso y alegre, en la misma calle de Saint-Roch. En Marzo estrenaron aquel precioso nido, y los muebles tan modestos como elegantes que Teresa compró a su gusto. La suerte se empeñaba en favorecerles, porque en la misma semana,   —230→   Santa María aumentó en un franco el sueldo de Ibero, ascendiéndole del trabajo rudo del almacén al descansado del escritorio (Rue Saint-Hyacinthe). ¡Oh París tutelar!

La felicidad de Teresa era un cielo sin nubes; la de Ibero a las veces se obscurecía con el celaje de sus murrias, abatimientos y desmayos anímicos. En lo corporal notábase igual diferencia, porque si Teresa gozaba de una salud formidable, insolente, que se manifestaba en la frescura de su tez, en el torneado de sus formas y en el brillo de su mirada, la naturaleza de Santiago, construida para un vivir duro y longevo, comenzaba a quebrantarse. La Villaescusa era como una planta de tiesto trasplantada en tierra libre; Ibero como un árbol silvestre traído al encierro de la estufa. Teresa reconstruía su vida con nuevos elementos; Ibero veía desmerecer la suya por el abandono de los elementos propios. Así lo comprendía con su admirable penetración la hermosa madrileña, y cavilando en ello con alguna inquietud, se decía: «Mi pobre salvaje no puede adaptarse a este reposo, a esta igualdad de las horas y los días; necesita libertad, movimiento, aire, sol. ¿Qué haría yo para darle todo esto?». Por más que en ello reflexionaba, no veía la solución del problema.

Tenía Ibero su mesa de trabajo en un cuartito próximo al despacho del señor Santa María. Por allí pasaban todos los que tenían que hablar con el jefe de la casa, corredores,   —231→   clientes; por allí los emigrados que solicitaban socorro... Cuando en el despacho había demasiada gente, Ibero, por orden de su principal, decía a los entrantes: «Tengan la bondad de aguardar un poquito; en seguida pasarán». En el rato de plantón, algunos entraban en palique con él: no hay que decir que eran españoles. Un día de Abril llegó un sujeto a quien hubo de suplicar que esperase un ratito. No le veía Ibero por primera vez: ya vino a fines del mes anterior; en sus visitas se mezclaban las dos naturalezas, comercial y política; don Manuel le apreciaba, y solía convidarle a comer en el Café Inglés. Era el tal de estatura espigada, seco de carnes, tan acelerado y nervioso que no podía estar quieto en ninguna parte, expresivo en la mímica, suelto en la palabra, con acento andaluz de blando ceceo. Tapaba sus ojos con gafas azules; el rostro tenía curtido y picado de viruelas, el pelo al rape, la barba corta; su edad no pasaría de los cuarenta. Conocía Ibero de aquel señor el nombre de pila, don José; ignoraba el apellido. Aquel día entró el andaluz con ganas de conversación, y viéndose obligado a una corta antesala, desahogó su locuacidad con el dependiente: «¿No sabe usted la noticia, joven? Se ha muerto ese perro de Narváez... Ya reventó el tío, ya cargó el diablo con él. Y van dos».

-Dos, sí -dijo Ibero-. En Noviembre O'Donnell, ahora este... los dos puntales de la Monarquía. ¿Que le queda a doña Isabel?

  —232→  

-Le queda Marfori -dijo el don José con risotada cínica-. ¡Bueno se pondrá el país!... Según parece, seguirá González Bravo, que es un barril de pólvora.

-¿Va usted a Londres, don José?

-No, hijo: vengo de allí. Voy a España... Hay que mover los títeres. ¡Ocasión como esta...! Volveré pronto a Londres; pero no pasaré por Francia; iré por mar.

En este punto se abrió la mampara; salieron dos, y pasó don José al despacho dando voces. Como un cuarto de hora estuvo encerrado con don Manuel. Este llamó; acudió Santiago. En el momento de entrar, don Manuel decía con jovialidad al andaluz: «Pero no le bastarán quinientos francos. Se expone a tener que dar un sablazo por el camino». Y volviéndose a Santiago, le ordenó que fuese a la caja y trajese mil francos oro... «Oye, oye: que los anoten en la cuenta de don José Paúl y Angulo».

Al despedirse, soltó el señor Paúl todos los grifos de su facundia, que en aquella ocasión fue enteramente patriotera y de ojalatismo revolucionario. «Voy a revolverte un poco, Andalucía de mi alma. Ya es hora... Allá por Cádiz y Jerez, estamos hartos... A Prim le he dejado animadísimo... Con poco que ayuden o dejen hacer los Generales de la Unión, la armaremos gorda... pero muy gorda, mi querido don Manuel. Yo le digo a Prim que eche por la calle de en medio... Abajo la Reina, sin pensar en más candidatos ni candiditos... Cortes Constituyentes...   —233→   y adelante con los faroles de la Historia... Abur, amigo; que cuando nos volvamos a ver podamos decir: Salud y España libre».

Otros españoles y franceses pasaron por el escritorio, dejando enzarzadas en los oídos noticias de España. Cada día llegaban de allá especies más alarmantes, de un tono agrio y chillón, como todas las cosas de la tierra de los colorines. Las últimas palabras de Narváez fueron: Esto se acabó; dejo a España entre dos Juanes. Los Juanes eran Pezuela y Prim, Reacción y Libertad... Se le hicieron exequias suntuosas. Ejército, Política, Magistratura, Corte, tributaron a sus restos honores ampulosos, retumbantes. Pero no se dice que Isabel II consagrase a este fiero servidor de la Monarquía una frase shakespiriana4, como la que, según cuentan, pronunció al tener noticia de la muerte de O'Donnell: Se empeñó en no volver a ser Ministro conmigo, y se ha salido con la suya... La bondadosa Reina sin seso nombró a González Bravo heredero de Narváez en la Presidencia del Consejo. Fue un ademán de suicidio... Para concluir de arreglarlo, hizo Capitanes Generales a los Marqueses de Novaliches y de la Habana, y después dedicose a hinchar la Gaceta con nombres de nuevos Marqueses, Grandes de España y Caballeros del Toisón.

Avanzado ya Junio, recibía Santiago directamente del propio señor Santa María nuevas de España. Algunas noches llamábale don Manuel a su despacho para dictarle   —234→   la correspondencia. Sentados frente a frente, trabajaban hasta muy tarde, y en los ratos de descanso permitíase el buen aragonés su poquito de ojalateo. «Esa pobre Señora está ya completamente ida de la cabeza... hablo de doña Isabel... Entiendo yo que no hay en ella perversión, sino falta de juicio. La verdad, siento hacia la Reina más lástima que odio. Si pudiera yo hacer algo por esa Señora, abrirle los ojos, librarla de los cuervos que la rodean, tendría la mayor satisfacción de mi vida. Pero ya no hay quien la salve... Otra cosa: sabrás que se casó la Infanta Isabel con un Príncipe napolitano, y Madrid vio por las calles la pompa palaciega, el desfile de carrozas. Será bonito aquello. Me escribe un amigo que el pueblo de Madrid vio a la Infanta con simpatía: dicen que es buena de su natural. Esa jovencita y su hermano Alfonso no tienen culpa de nada, y pagarán los vidrios rotos por su mamá... Pues verás ahora lo más gordo: a los pocos días de la boda, echó la Nueva Iberia un artículo en que se traslucía que ya estaban los Generales unionistas colados en la Revolución. ¿Qué hizo González Bravo? Coger a los Generales y ponerles a la sombra. Fue ni visto ni oído. Anochecieron en sus casas y amanecieron en las prisiones de San Francisco. De allí han salido para Canarias o Baleares el Duque de la Torre, Dulce, Serrano Bedoya, Zabala, Echagüe, Caballero de Rodas, Ros de Olano, Marchesi, y otros que si no son todavía Generales, entiendo   —235→   que lo serán pronto. ¿Qué te parece, Ibero? ¿No te da olor a chamusquina? ¿No sientes los pasos del cataclismo? ¡Los unionistas en destierro lejano... y Prim en Londres...! ¿Por dónde vendrá lo que ha de venir? ¿Tú qué piensas?».

-Yo, señor -dijo Ibero-, pienso y creo que ello vendrá por donde disponga Prim, pues Prim es el hombre, es la Libertad, es la España nueva que dirá a la vieja: «vete de ahí, estantigua, harta de ajos, hija de fraile y maestra de la gandulería...».

Con las azarosas noticias de España estuvo Santiago en aquellos días muy avispado; engrandecía los sucesos, los comentaba con regocijo ardiente si se trataba de liberales, con sarcasmo y malicia si se referían a moderados o a los aborrecidos neos... Pero de improviso ¡ay!, en lo más alto de estos vuelos de la fantasía, la Providencia, con frío y cruel manotazo, le precipitó en la dura realidad, desatando sobre él todo el rigor de las desdichas. ¡Infeliz Ibero!, ya los benéficos espíritus se cansaron de protegerte, y caíste en poder de los espíritus aviesos, que aborrecen la paz y abominan del amor.



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ArribaAbajo- XXIV -

Jesús Clavería, que ausente de París estuvo largos meses, laborando, según se dijo, en las plazas de Cádiz y Ceuta, reapareció a mediados de Julio. Tranquilo y gozoso estaba Ibero en su despachito una mañana, cuando le vio entrar. ¡Qué alegría, y súbitamente qué susto, qué consternación! En breves palabras le dio Clavería el jicarazo. «De Cádiz me vine embarcado a San Sebastián: allí vi a tu padre, que ya sabe dónde estás, y viene a París decidido a cogerte, secuestrarte y llevarte consigo... Traerá todo el apoyo de las autoridades españolas y francesas. Prepárate, Iberillo... Mi opinión es que te dejes coger». El terror privó a Santiago de la palabra. Lo primero que dijo, llevándose las manos a la cabeza, fue: «¿Dejarme coger, dejarme llevar?... ¡nunca! Suceda lo que quiera, mi padre tendrá que volverse solo».

-Ya lo pensarás, hijo. Estás en edad de no prolongar las tonterías... Veremos reproducida la escena de la Dama de las Camelias, cuando viene el papá del señorito Armando, y...

-¡No, no! -gritó Santiago, dejando caer con estruendo sobre la mesa la palma de su mano-. Teresa no está tísica... no está tísica   —237→   ni de los pulmones ni la voluntad. Es mujer fuerte, mujer valerosa... Ni del corazón ni del cerebro flaquea; no y no.

«Bueno, hombre, bueno... ¿A qué ese furor? Mejor será que te inspires en la sana filosofía parda, y esta noche te vengas conmigo un ratito a Mabille... ¿Qué... te incomodas?... Pues dejemos a un lado la filosofía... Tu padre, por lo que me dijo, estará aquí dentro de un par de días... Lo que resulte de esto, lo sabré yo más adelante, porque mañana saldré para Londres». No dijo más, y pasó al despacho.

En indecible ansiedad estuvo Ibero hasta que llegó la hora de salir a la refacción de mediodía. Siglos se le hacían los instantes. No hay que decir que antes de hablar con Teresa, la lividez de su rostro incapaz de disimulo, y el extravío de su mirada, le delataron. «Grave cosa me traes hoy, salvajito -dijo la madrileña, bajando con él a la calle-. ¿Qué es? Cuenta, cuenta». En pocas palabras refirió Ibero el terrible conflicto. Por entre los porches de la calle de Rivoli oyó Teresa la siniestra noticia, sin perder la serenidad, y confortó el ánimo turbado de su salvaje con estas apacibles razones: «Almorzaremos tranquilamente, y luego, en casa, vendrá la deliberación y oirás mi parecer. No te apures: no veas montañas donde sólo hay un montoncito de arena. Somos unos pobres vagabundos, que hemos labrado una choza con cuatro palitroques y un poco de paja. Esta choza es para nosotros   —238→   un hogar sagrado, que convertiremos en castillo inexpugnable».

Así habló Teresa: «Tu padre no podrá separarnos, y para evitar disgustos y cuestiones, que siempre traerían falta de respeto, hemos de procurar que don Santiago Ibero tenga que volverse a España sin que pueda hablar contigo ni conmigo. Tú y yo desaparecemos, tú y yo nos evaporamos. ¿Cómo? Vas a saberlo. ¿Conoce tu padre las señas de nuestra casa, las señas del señor Santa María, donde estás colocado? Pues ni a mí en nuestra casita, ni a ti en tu oficina, nos encontrará. Para conseguir esto, necesitamos contar con la protección de dos personas: Santa María y Úrsula Plessis. Yo, antes de hablar con mi amiga y patrona, sé que no ha de faltarme su amparo. ¿Puedes tú decir lo mismo del señor Santa María? Es preciso, Santiago, que esta misma tarde hables con él... Le pides una conferencia... Solicitas que te conceda un cuarto de hora. Pues bien: no seas tímido ni te amilanes. Le cuentas con absoluta sinceridad toda nuestra historia, sin ocultar nada, nada, Santiago. Le dices cómo empezó nuestro conocimiento... lo que yo fui... sin omitir cosa alguna, salvajito mío... a estos lances se va con la verdad... lo que yo fui, lo que soy ahora... Le cuentas nuestro encuentro en el tren del Norte; el pacto que hicimos en Bayona; nuestra vida en Itsatsou, en Olorón; la inspiración de venirnos a París; en fin, todo, todo. Y cuando, a más de esto,   —239→   sepa don Manuel el conflicto que se nos viene encima, le pides que te mande a Londres con una comisión cualquiera comercial o política... Pero no tienes que descuidarte. En cuanto llegues al escritorio, te vas derecho a don Manuel y...».

Pareciole a Santiago muy acertado el consejo, y no le puso más pero que el desconsuelo de la separación. Si juntitos fueran a Inglaterra, la felicidad sería redonda; a lo que respondió Teresa: «Dudo que Úrsula me deje salir de París. Estamos en la época de más trabajo y apuros de tiempo; ella no goza de buena salud, y descansa en mí...». Convinieron en que la resolución definitiva se aplazaba para la noche, después que cada cual hiciese la consulta con su patrono tutelar. Impetuoso y confiado, por los alientos que le había dado Teresa, fue Santiago a la confesión con don Manuel, el cual dio el primer indicio de benevolencia prestándose a escuchar una historia larga, si bien no desprovista de interesantes episodios. ¡Y que no se quedó corto Santiago en el arte de la presentación, poniendo en plena luz lo que a su parecer más le favorecía! El buen señor oyó con interés, y en los pasajes que indicaban audacia y travesura soltaba la risa. Todo le regocijaba, todo le hacía feliz; a ratos la satisfacción humedecía sus ojos tiernos. Creyérase que sus maduros años recibían en cada lance de aquella historia tan espiritual como picaresca, inhalaciones de fluido juvenil.

  —240→  

Cuando Ibero, terminada la confidencia, le presentó el grave conflicto de la venida del padre, el aragonés precipitó su opinión diciendo entre picadas risitas: «Tú y ella debéis desaparecer, evaporaros. Respetable será el papá, ¿quién lo duda?... pero conviene que no encuentre al hijo casquivano. Los padres no tienen razón siempre. Lo que yo digo: la razón de la sinrazón es alguna vez la razón suprema». Estas peregrinas y algo estrafalarias manifestaciones del risueño don Manuel, y lo que después dijo Ibero de sus ganas de servir a la Causa bajo la bandera revolucionaria de Prim, determinaron la solución más práctica y sencilla que pudiera imaginarse. «Lo mejor -dijo Santa María- será que te vayas a Londres: yo te daré una carta para mi tocayo Ruiz Zorrilla, y con la carta irán papeles y notas que a mi parecer serán de alguna utilidad en los momentos presentes. Llevarás lo preciso para el viaje, y te abriré un modesto crédito en la casa de mis corresponsales en la City, para que vivas uno o dos meses en aquella Babilonia. Aprovechando tu viaje, mandaré contigo a Blanco Brothers valores y efectos comerciales». Por último, con la idea de ganar tiempo, se convino en que las cartas y encargos quedarían corrientes aquella noche, a fin de que pudiera el prófugo salir pitando a la mañana siguiente.

Cuando Ibero y Teresa se juntaron para comer, de la boca de uno y otro salió la misma exclamación: «¡Triunfo completo!». Él   —241→   dijo: «es un santo ese hombre»; y ella: «¡qué mujer tan buena!». Con recíprocas felicitaciones celebraron su éxito, y apresurando la comida se fueron a su casita, donde con más desahogo refirió cada cual su breve gestión. «¿Sabes una cosa, mujer? -dijo él-. La historia que le conté a don Manuel, la historia mía, la nuestra, debe de ser igual a la suya, o por lo menos muy parecida. Porque el hombre no se incomodó por nada de lo que conté... Todo le hacía mucha gracia... y el hombre reía, reía... Ni una sola vez le vi fruncir el entrecejo. Mi historia es la suya... ¿Conoces tú a la mujer de don Manuel? Yo apenas la he visto... Es guapa, y vive muy retraída... En fin, que el hombre me manda a Inglaterra. Lo que te digo: es un santo».

Habló luego Teresa: «Lo que hará Úrsula por mí ya lo sabes: llevarme a vivir consigo mientras tú estés ausente; y si se presenta tu padre, decirle: 'Aquí no hay damas de camelias, ni Cristo que lo fundó. Vaya usted con Dios, caballero, y no parezca más por esta casa'. No me sorprende la bondad de Úrsula: yo la esperaba. ¿Sabes por qué, tontín? Porque mi historia es semejante a la suya: yo lo sé; y en la historia de ella, también apareció un padre... pero se fue como había venido. En fin, chico, que la vida humana se repite sin cesar, y lo que hoy pasa ha pasado miles de veces».

Tranquilos, confiados ya en la solución del conflicto, sólo quedaba la pena de la separación.   —242→   Ambos la expresaron con ternura, y a la ternura añadió Ibero el ardor de su exaltado temperamento. Esperó Teresa a que las llamas se aplacasen, y sobre el rescoldo dejó caer su palabra dulce, que en los momentos críticos sabía engalanarse con las mejores luces de la razón: «Tanto como tú siento yo la ausencia; pero la soporto por algún tiempo, un mes o dos, porque sé que mi salvaje necesita de vez en cuando escapaditas al campo, al mar, a los aires del mundo. Bueno es, créelo, que vuelvas en seguimiento de tu ilusión, que llegues a ella y la toques y veas si es cosa real o fantasma... Donde me dejas me encontrarás, y aunque tardes más tiempo del convenido, siempre seré lo que soy. Tan seguros estamos yo de ti y tú de mí, que no hacen maldita falta los juramentos ni las protestas de fidelidad eterna. No salgamos ahora imitando a las novelas desacreditadas. Nuestra novelita modesta y sin requilorios la hacemos nosotros a la chita callando, con hechos positivos y la verdad por delante, ¡hala!; y que venga Dios y lo vea».

Siguió a esto un largo divagar sobre el sistema de comunicación que habían de establecer para saber uno del otro con frecuencia. Dios misericordioso, que mira por los enamorados, cuidaría de mantener el contacto de las almas para que la ausencia fuese el más parecido retrato de la presencia. En esto se les fue una hora larga; de las ternezas y amantes coloquios que ocuparon el   —243→   resto de la noche, no hay para qué hablar.

Tempranito estaban los dos en la plaza Roubaix. Tomó Ibero su billete directo a Londres por Calais. Teresa entró al andén para estar junto a él hasta el último instante. Por mucho freno que quiso echar a su emoción, perdió la entereza cuando se aproximaba el momento de la partida... Él en la ventanilla, ella en el andén, repitieron lo que se habían dicho de cartas, direcciones, poste restante y telegramas; pero luego Teresa tuvo que sacar el pañuelo y aplicarlo a sus ojos... Y desde el tren en marcha vio Ibero que el pañuelo bajaba a la boca, para dejar libres los ojos con que mirar al amado, y luego batió los aires dando los últimos adioses... Llevaba Santiago el corazón tan oprimido, que no podía respirar. ¿Por qué se iba? ¿Por qué no la llevaba consigo?... ¿Qué era la vida sin ella?... Pero una vez en camino, volver pronto era la mejor solución.

Hasta más allá de Creil no se aflojó el lazo corredizo que apretaba el corazón del viajero, y en el restaurant de Amiens, donde bajó a tomar algo, se iniciaron las impresiones y sorpresas, que eran como signos precursores de las interesantes aventuras que buscaba. Al entrar en el comedero, encaró de sopetón con Clavería, el cual mostrose frío y reservado en su saludo. No alcanzaba el riojano la razón de esta esquivez de su amigo, a quien no había visto desde que le anunció la próxima emergencia de Ibero padre. A las explicaciones que hubo de pedirle   —244→   Santiago, contestó Clavería secamente: «Si quieres, hablaremos en el tren. No me negarás que vas a Londres. Ya te vi en la estación de París: no me sorprendió. Y no vas a Inglaterra huyendo de tu padre... Tu padre y el decoro de la familia te tienen a ti sin cuidado. Vas... tú sabrás a qué».

Viendo a Clavería entrar en un coche de segunda, se coló tras él. En el departamento iba otro viajero español (y no había nadie más), en quien al punto reconoció al catalán Nonell, que en el café del Pasaje le había desconcertado con los pronósticos referentes al Capitán Lagier. Reclinado con indolencia, el viejo marino comía lonjitas de carne fiambre que cortaba cuidadosamente con su navaja; delante tenía una cesta con diferentes vituallas entre papeles grasientos... Ibero se sentó frente a Clavería, y sin preámbulos habló así: «Mi Coronel, usted me ha dicho cosas que no entiendo, y otras que me lastiman por el despego con que me trata. Somos amigos, y por mi parte no quiero dejar de serlo».

-Te conozco, Santiago -replicó Clavería sin abandonar su sequedad-, y sé que no has de revelarme a dónde vas dirigido, qué llevas, y quién te manda. Vuélvete a tu coche para que no caigas en la tentación de explicarme los fines de tu viaje. Si aquí te quedas, no podré yo contener las ganas de preguntártelos.

Comprendiendo Ibero que le convenía conservar el misterio planteado por las enigmáticas   —245→   razones de Clavería, se dio mucha importancia, diciendo: «Hará usted bien en no preguntarme nada, pues yo a usted nada le pregunto».

El catalán, que acababa de empinar una botella, bebiéndose de un tirón gran parte del vino que contenía, se limpió con la mano la boca, y soltó de ella estos conceptos roncos: «Déjate de músicas, Iberillo, y cuéntanos qué embuchado llevas a Londres. Don Jesús va llamado por Prim; yo mandado por Ramón Lagier. Tú no puedes decir lo mismo; y a propósito, hijo, espérate un poco: en Marsella vi a Ramón la semana pasada, y me dijo que te tiene ya por cosa perdida. En fin, con nosotros, que somos de ley y llevamos el corazón abarrotado de patriotismo, debes clarearte. Si no lo haces, pensaremos que llevas una encomienda traidora. Porque... para que lo sepas, la traición ronda nuestra Causa».

Estupefacto miró Ibero a Clavería, el cual, después de afirmar enérgicamente con la cabeza, lo hizo con estas palabras: «Falsos amigos, Iscariotes hay en la causa, y los buenos patriotas debemos aplastar la negra traición. Tú eres un inocente; enredando con los espíritus, no ves lo que pasa en el mundo. ¿Sabes tú que la Infanta Luisa Fernanda y su marido Montpensier han sido desterrados por haber escrito a doña Isabel señalándole el mal camino que lleva la política?».

-En París lo supe, y también que salieron   —246→   de Cádiz para Lisboa en la Villa de Madrid.

-Pero no sabes que los unionistas que trabajan en Cádiz este negocio, Ayala, Barca, Vallín, se echan atrás si no aceptamos como futuro Rey de España al Duque de Montpensier... ¿Qué, te ríes de esta dificultad? ¿Qué significa esa cara de idiota que pones oyéndome lo que acabo de decirte?

-Significa que no me da frío ni calor que esos señores y otros quieran encajarnos un Rey que los militares no habían de aceptar.

-Veo que estás en Babia. Los Generales que fueron tetuanistas, ahora desterrados en Canarias, también respiran por el maldito Montpensier. Nuestro gozo en un pozo. Aquel júbilo, ¿te acuerdas?, con que celebramos la coalición, se nos convierte en rabia.

-Prim triunfará de todo -afirmó Ibero, que con su lozano optimismo resolvía la temida cuestión-. ¿No cuenta con el Ejército?

«De Cádiz y Ceuta he venido yo no hace mucho -dijo Clavería-. Los Cuerpos de guarnición en aquellas plazas están bien dispuestos. Las disposiciones son excelentes: de las agallas para salir no puede decirse lo mismo... Recordarás lo de Valencia, lo del 22 de Junio en Madrid... Hace tiempo que se emprendieron trabajos en otro organismo militar de gran poder. Ya lo teníamos ganado; ya lo teníamos cogido por los cabezones...». Ibero no entendía, y sus ojos,   —247→   clavados en el rostro del amigo, querían deletrear el pensamiento de este, que la palabra a intervalos mostraba y encubría... En tal punto, la voz de Nonell, con estruendo ronco de bocina, rompió en francas declaraciones: «Este tonto no sabe que está en el ajo la Marina... la Marina de guerra...».

-Estaba -dijo Clavería con dejo melancólico-, porque Topete se ha cerrado en banda por Montpensier... y con este señor naranjista y paragüero no transigimos... Preferiríamos aguantar a doña Isabel, que siquiera es española.




ArribaAbajo- XXV -

La conversación languideció gradualmente. Nonell, después de dar los últimos tientos a la botella, atronaba el coche con sus ronquidos lúgubres, que parecían lanzados también con bocina o trompa de tinieblas. Clavería fue cayendo en una taciturnidad melancólica; Ibero, arrimado a la ventanilla, contemplaba el paisaje, las verdes planicies bajas limitadas al Oeste por una faja de mar de un azul grisáceo: era el Canal de la Manga, o de la Manche, Mancha muy distinta de la que inmortalizó don Quijote... Así llegaron a Calais. Cada cual agarró su maleta, y a escape metiéronse los tres en el vapor, que desatracó sin tardanza, y con vigorosas   —248→   paletadas que levantaron bullentes espumas, partió trotando hacia la acera de enfrente, Inglaterra. El vapor era de ruedas, con achos tambores que formaban en el centro de la embarcación una extensa y alta toldilla. A esta subieron los tres españoles, y arrimándose a la borda, vieron cómo se alejaba y desvanecía la costa francesa. Allí recobró Clavería la palabra para proseguir con Ibero la conversación interrumpida. «¿No te enteraste -le dijo- de que hace unos días estuvo Prim en Francia? Fue a tomar las aguas de Vichy, que le hacen mucha falta para su padecimiento del hígado. Napoleón, que no le perdona lo de Méjico, le había cerrado la puerta de Francia. Fue preciso entablar negociaciones, poner en juego influencias inglesas, para que se le permitiera una temporada corta en Vichy...».

-Algo de esto dijo no sé quién en el escritorio de Santa María -replicó Ibero-, y también que el General volvió pronto a Londres.

-Porque a los cuatro días de estar en Vichy llegaron desalados el cura Alcalá Zamora y Pérez de la Riva. Venían de Cádiz con la noticia de que los unionistas piensan hacer el movimiento por sí mismos, anticipándose a los planes de Prim... Naturalmente, no sabes nada de esto. Recibir Prim el aviso de la gran traición y salir escapado de Vichy, fue todo uno. Al paso por París visitó al Ministro del Interior, M. Pinard, y le dijo que se volvía precipitadamente a Londres   —249→   por haber caído repentinamente enferma la Condesa... El General, acompañado por Juan Manuel Martínez, pasó este Canal hace pocos días... quizás en este mismo barco...

Otras vueltas dio Clavería con triste acento al nunca apurado tema. De pronto Nonell, con penetrante vista marina, señaló tierra. Momentos después, los que no eran mareantes distinguían bien los acantilados de Dover. La conversación recayó en las grandezas de Albión, en la libertad que aquel país concede tanto a sus hijos como a sus huéspedes... ¡Nación como ninguna sólida y potente, porque en ella tiene su imperio la Justicia, es respetada la Ley, y amada la persona que la simboliza! Nonell, que había vivido en Liverpool y en Londres bastante tiempo, no se hartaba de encomiar la vida inglesa; la colosal abundancia de comestibles de todo el mundo que allí se reúnen; la excelencia y finura de las carnes; la variedad y fuerza de los vinos y bebidas; la colosal riqueza, la hermosura de la libra esterlina, lo bien pagado que está el trabajo, y por último, también había que dar a las hembras su buena parte en los elogios, por lo tersas, sonrosadas y frescachonas. Divagando así llegaron a Dover, y con la misma prisa con que entraron en el vapor salieron de él, requiriendo a escape el tren que había de llevarles a Charing Cross; que ya estaban en el país de las prisas, donde el tiempo vale y corre. Nonell, que mascullaba el inglés   —250→   marítimo sabido de todos los navegantes del mundo, les servía de intérprete. En alas del tren, que marchaba con sostenido ritmo y andadura veloz, sintiose el buen Clavería movido a la sinceridad.

El alma noble del Coronel se desbordó en estas francas explicaciones: «Pues ahora, Iberillo, preciso es arrojar al aire los disimulos y marrullerías españolas. La mentira no cuaja en esta tierra. Hablando como hombre de honor, te digo que yo no traigo misión ninguna, ni nadie me ha mandado; vengo por mi cuenta, traído por mi patriotismo y mi amor a la Libertad, sin más objeto que decir a Prim: '¿General, qué hacemos? ¿Es cierto que los unionistas nos echan el pie adelante, y nos quitan con su cansado Montpensier la bandera revolucionaria? ¿Quedaremos en proscripción eterna, llorando nuestra incapacidad y las desdichas de la patria, que no sabe sacudir una tiranía sin aplicarse otra?...'. A esto vengo y nada más. He fingido una misión misteriosa para ver de arrancarte a ti el secreto de la que traes».

La espontaneidad del amigo movió a Santiago a desembozarse con igual franqueza, diciendo: «Pues ha llegado el momento de la verdad, allá va la mía. A Londres me manda mi principal y jefe, que no es capaz, bien lo saben ustedes, de tramar cosa contraria al interés de Prim, de la Libertad y de la Emigración».

-Pero don Manuel es hombre tan bueno   —251→   como inocente -indicó Clavería-, y a todos los emigrados agasaja por igual, sin reparar ni distinguir el género bueno del averiado.

-Yo no sé lo que traigo. Soy portador de una carta bastante abultada para don Manuel Ruiz Zorrilla.

-Empezaras por ahí -dijo Clavería con alborozo-, y se nos habría quitado el amargor de boca... Al verte en la estación de París, di en pensar lo peor: que traías comunicaciones del infame unionismo. En París vi a Pastor y Landero: en el café du Cercle estuvo la otra tarde, revistiéndose de importancia y misterio; hablaba en nombre de Topete y Malcampo... Luego sé que fue a visitar al amigo Santa María... Bien puede ser que este avise a Ruiz Zorrilla para que... En fin, pronto saldremos de dudas, porque tú traes la carta, y yo te llevo a la presencia de Ruiz Zorrilla en cuanto lleguemos a Londres... Viene a resultar que el mensajero soy yo, y tú la valija... ¿Dónde estamos, maestre Nonell?, ¿llegaremos pronto?

-Ya esto es Londres -dijo el lobo de mar, señalando las filas de casas de ladrillo ennegrecido que a un lado y otro del tren, y debajo de este, se veían. Pasado New Cross, inmenso haz de líneas férreas que allí se reúnen, y de allí se ramifican abriéndose como varillas de abanico para penetrar por diferentes puntos en las entrañas de la metrópoli, vieron por la derecha un bosque de mástiles. Era el inmenso rebaño de buques de vela encerrado en las aguas quietas de   —252→   Grand Surrey Docks. Contemplando las altas arboladuras, el bueno de Nonell rompió en estas exclamaciones de entusiasmo: «¡Hurra por Inglaterra; hurra por los mercantes, y por los reyunos también, concho!... ¡hurra por toda la marina de aquende y de allende y de más allende!...». Arrebatado por su propio acento, prosiguió su enfático sermón, en pie, braceando, como si hablase ante un gran concurso: «Señores, yo aseguro bajo mi palabra de honor dos cosas: primero, que amo a Inglaterra como a una madre, pues en ella he mamado la leche de la navegación; segundo, que tengo mi boca, paladar y tragadero tan resecos como la yesca, y, por tanto, hago voto de beberme uno, dos, o si a mano viene, cuatro vasos de cerveza Pelel, en cuanto demos fondo en la estación de Charing Cross. Señores, nobles amigos, no puedo yo en momento de tanta alegría guardar ningún secreto. Del corazón se me salen los secretos, arrastrados por el patriotismo, que cuando soy feliz, no quiere estar encerrado en el silencio. Declaro que vengo acá mandado por mi amigo Ramón Lagier para tripular con otros mareantes españoles el vapor que ha de ir a Canarias en busca de los Generales... A ti te lo digo, Iberillo, que este Clavería ya lo sabe. ¡Qué honra para mí, nobles caballeros y amigos del alma!».

-Aplaca tus humos, buen Nonell -dijo Clavería con inflexión escéptica-. A tripular el vapor te han mandado; pero fácil es que al llegar a Londres encuentres deshecho   —253→   ese plan, y tengas que volverte con las orejas gachas a tu triste destierro de París.

-Pues ahora me toca a mí -exclamó Ibero, contagiado de la exaltación del catalán-. Si el amigo Nonell está en sus cabales y no es delirio lo que nos cuenta, en ese vapor iré yo. Si ustedes no quieren enrolarme, yo mismo le pediré a don Juan Prim que me enrole, aunque sea de grumete, de marmitón, de fogonero. ¡Yo iré... como hay Dios que iré!

En esto llegaron a la estación de Cannon Street, donde el tren se detuvo un momento, reculando después para tomar los carriles que en pocos minutos debían llevarlo a Charing Cross. Bajaron presurosos del tren los tres españoles llevando sus maletas, y como el hotel a donde iban a parar no estaba lejos, determinaron mandar con un mozo sus breves equipajes, y hacer a pie su entrada en la más grande y populosa ciudad del mundo. El primer cuidado de Nonell fue dirigir sus pasos inseguros al bar de la estación y convidar a sus compañeros, atizándose él sin respirar tres, seis o más dosis de cerveza, que en esto de las tomas no se conoce la cifra exacta. Salieron, y a los pocos minutos se encontraban en la Plaza de Trafalgar. Un fenómeno extraño pudo notar Ibero en la persona del fantástico Nonell, y era que si la sed le hacía desvariar, la copiosa ingestión de pale-ale le devolvía el discreto y normal uso de sus facultades mentales. Cogiendo del brazo a sus amigos,   —254→   les llevó junto a uno de los gigantescos leones que ennoblecen y custodian el monumento elevado a las glorias de la Marina inglesa. Después de señalar a la estatua del insigne Almirante, colocada en lo alto de la columna, les mandó que se fijaran en uno de los bajo-relieves del pedestal, donde se representa la muerte del héroe, y les dijo: «Caballeros, vean ahí un letrerito, escrito en inglés, naturalmente, para mayor claridad... Pues esas letras doradas ponen lo que el amigo Nelson dijo a sus marinos antes de disparar el primer cañonazo en el combate de Trafalgar. Les dijo, dice: «Caballeros...».

-Caballeros no -indicó Clavería-. Todos conocemos la proclama de Nelson: «Inglaterra espera...».

«'Que cada quisque... every man, cumplirá con su deber'. Pues yo, que hasta ahora no he sido Nelson, ni espero serlo ya, digo esas mismas palabras a los buenos españoles que estamos metidos en este fregado de la Revolución pública. Caballeros, que cada uno de por sí haga lo que se le ha mandado, y llegaremos al triunfo. Con que, nobles amigos, ¡viva Nelson, viva España libre, viva don Juan Prim y Prats!... vivamos todos para ver implantado el progreso, y vámonos a casa...». Guiados por Clavería, muy conocedor de aquellos lugares, recorrieron parte de las vías más hermosas y concurridas de Londres: Piccadilly Circus, el Cuadrante, y de aquí, por estrecha transversal, llegaron a una placita jardinada (Golden Square)   —255→   y al hotel modesto donde algunos emigrados solían albergarse. A la sazón vivían allí Pavía y Milans del Bosch.

Sin tomar descanso, refrescándose tan sólo con un lavatorio de cara y manos, fue Clavería con sus dos compañeros de viaje a ver a Ruiz Zorrilla, que habitaba en un Family hotel, cerca del Museo Británico. No estaba en casa don Manuel: largo fue el plantón; pero al fin viéronse en la presencia del afamado revolucionario que con Sagasta compartía la confianza de Prim. A Clavería saludó con mucho afecto, y a Ibero y Nonell acogió benévolamente, apresurándose a recoger y abrir el pliego que su tocayo le dirigía. Leyendo para sí, dejó traslucir en el rostro el gozo de las buenas noticias, y Clavería, que reventaba de curiosidad, y no cabía en sí de puro inquieto y desasosegado, le dijo: «Querido don Manuel, no nos prive del gusto de saber lo que ocurre, si es cosa buena como parece indicar su cara. Y lo que a mí solo me diría, dígalo delante de estos dos hombres, patriotas de ley, afectos a nuestra Causa y dispuestos a servirla».

-Sí que lo diré -contestó don Manuel, mandándoles sentar, lo que no obedecieron, porque su anhelo se avenía mejor con aguardar en pie la verdad pedida-. Sabrán ustedes que los unionistas no se dieron por vencidos con el veto que puso Napoleón a la candidatura de Montpensier para el Trono de España. Insistieron por medio de sus agentes; manifestaron que sería Reina la   —256→   Infanta, y que el marido de esta quedaría en la situación de Príncipe consorte, sin título de Rey... Ya suponíamos que a esta solemne tontada no había de rendirse el Emperador; pero la confirmación oficial no la teníamos hasta ahora. (Recorriendo con rápida vista la carta.) Bien claro está. El Presidente del Consejo Privado del Emperador, Monsieur de Persigny, ha dicho a Olózaga que no se consiente la corona de España en la cabeza del Duque ni en la de la Duquesa de Montpensier.

-¡Bravísimo! -exclamó Clavería-. De modo que es candidatura descartada.

-En absoluto... Ya lo saben los unionistas. Y si aún no se han enterado bien, no faltan medios de abrirles las entendederas. Nosotros, descuidados ya de este asunto, vamos a la Revolución.

-Con o sin ellos.

-No, no, Clavería: con ellos. Los unionistas no pueden volverse atrás, ni nosotros prescindir de su concurso. La fórmula de someternos todos a la Voluntad Nacional expresada en las Cortes Constituyentes, resuelve por ahora todas las diferencias... Después, Dios dirá.

Esta manera elemental y algo inocente de marcar el proceso de las revoluciones fue muy del agrado de los tres visitantes, que la celebraron con esperanza y alegría. Era sin duda Zorrilla un temperamento revolucionario; pero ni la Historia ni la vida le habían enseñado las leyes que rigen las alteraciones   —257→   de la normalidad en los pueblos. Verdad que no se estudian las revoluciones por los que las hacen, ni se hicieron nunca por los que las estudiaron en sus causas y en sus efectos. Obras son inspiradas más que reflexivas. En los movimientos interiores que turban la paz de los pueblos, imposible es separar las ideas de las pasiones. Y Ruiz Zorrilla carecía seguramente de la frialdad necesaria para intentar esta separación. Era un hombre voluntarioso, contumaz, carácter forjado en los odios candentes del bando progresista, nutrido con los amargores del retraimiento, que fue como un destierro para la vida pública, y como un largo ejercicio en el arte de la conspiración. Personalmente, era franco y noblote, como buen burgalés; alto y no muy derecho, con ligero agobio de su espalda; el rostro era la imagen de la llaneza, de la hombría de bien; los ojos leales; el bigote corto y caído, con mosca.

No quisieron retirarse los emigrados sin que don Manuel les diese alguna información sobre otro punto muy importante. ¿Tardaría mucho en ser alistado el vapor que había de salir para Canarias en busca de los Generales? No quiso, o no pudo Zorrilla precisar la fecha de la proyectada expedición; pero recomendó encarecidamente a los tres que guardasen escrupuloso secreto sobre aquel asunto, y que con ninguna persona hablaran en Londres de tal viaje ni de tal vapor. Este se alistaba como para ir a Candía en auxilio de aquellos insulares, sublevados   —258→   contra el Imperio turco. Si alguien les hablaba del asunto, debían decir... «Sí: el vapor lleva socorro de armas y víveres a los candiotas, a los pobrecitos candiotas, víctimas del despotismo turco», y no pronunciar el nombre de Canarias, ni el de España... ni mentar a nuestra desgraciada doña Isabel... Chitón, chitón...




ArribaAbajo- XXVI -

Clavería dijo a don Manuel que los dos hombres allí presentes eran de los que enviaba Ramón Lagier para tripular el barco misterioso; y como Zorrilla manifestase que aquel asunto no estaba en sus manos, y no podía darles hasta el siguiente día indicación clara de lo que habían de hacer, soltó Nonell con la bocina de su ronca voz estas estridentes razones: «Yo estoy bien enterado, señor Ruiz, pues Ramón Lagier me dio en Marsella completa guía para todo lo que tengamos que hacer aquí. En el forro de mi sombrerete llevo apuntación con las señas de la correduría que despacha el vapor, Billiter street, y las señas de nuestro alojamiento en las Minories, cerca de la Torre de Londres y de los diques de Santa Catalina, donde amarrada está la embarcación. Yo iré de piloto, y este joven de marinero. Somos partidarios frenéticos de Prim, bien   —259→   probados en Barcelona y en Madrid con el peligro de nuestra pelleja».

Con esto se retiraron los tres muy contentos, dejando a don Manuel no menos gozoso y animado. Al día siguiente, quiso Clavería que Ibero le acompañase a pasear por Picadilly, Pall Mall y los parques; pero Santiago, con fogosa querencia de las aventuras, prefirió lanzarse al conocimiento de lo que en su imaginación se representaba con descomunal grandeza y atractivos: los diques de flotación, los inmensos trasatlánticos, el Támesis, la Torre de Londres... Salió, pues, tempranito con el fantástico Nonell; en el Puente de Waterloo metiéronse en uno de los vaporcitos que hacen el servicio urbano en ambas orillas, y se fueron río abajo, admirando la acumulación de maravillas que en ninguna otra parte del mundo se pueden ver. Iba Santiago con la boca abierta; no hablaba para no quitar espacio ni tiempo a su asombro. Después, paseando en tierra, los diques de Santa Catalina y London, la muchedumbre y variedad de barcos de todos tamaños y de diferentes banderas; los inmensos almacenes abarrotados de cuanto Dios crió en las cinco partes del mundo; los trenes que sin cesar cruzaban, llevando y trayendo mercancías, diéronle la impresión de haber caído en un planeta esencialmente comercial, todo carbón, fardos, máquinas, humo. Sus habitantes eran negros demonios benignos, que colaboraban en el bienestar universal.

  —260→  

Para concluir de embriagarle y enloquecerle a fuerza de admiración, Nonell le condujo al Túnel bajo el Támesis, con lo que quedó el pobre muchacho enteramente trastornado. «Si esa bóveda fuera de cristal -le dijo el catalán cuando se hallaban a la mitad del tubo-, veríamos el agua del río, y en el agua las quillas de los barcos. Esto viene a ser el mundo al revés, y más sorprendente que andar en globo por los aires...». Por fin, poco después de anochecer, uno y otro cayeron rendidos en sendos camastros del posadón en que se alojaban, situado en una calleja del arrabal de Minories.

Atendida la primera de sus obligaciones, que era escribir a Teresa, dedicó Ibero el nuevo día con ardor impaciente a ver Londres, que, a su parecer, era como una provincia con calles. Echando un vistazo al barrio donde vivía, Minories, advirtió en los rótulos de las tiendas apellidos de claro abolengo hispano: Guevara, Rodríguez, Mondéjar... Pronto comprendió que eran nombres de judíos, y que estos abundaban en aquellos lugares. Entró en un Rastro que allí había, mísero bazar de ropas hechas, nuevas y baratas, o usadas y en buen uso, y cuando examinaba un colgadizo de chaquetones de pana, con idea de hacer alguna compra, salió al trato un hombre de rostro cetrino y pringoso. No entendió Ibero lo que le dijo; comprendió el marchante que se las había con un español, por alguna palabra de   —261→   él cogida al vuelo, y acercándose más con afabilidad humilde le soltó esta frase: «Señor, ¿topa lo que le place?».

Ibero le miró; creía escuchar una voz que venía del tiempo de los Reyes Católicos; y así era, en efecto. El judío siguió hablando con él en la jerga que llaman judeo-español. Había oído Santiago que existían en diferentes partes del mundo hebreos de procedencia hispana que conservaban en sus hogares como reliquia preciosa la lengua de Castilla, y alegrose de comprobar por sí mismo el fenómeno... Como tenía que aprovechar el tiempo, despidiose del mercader judío, ofreciéndole volver a comprarle algo, y tiró con rápido andar hacia el Oeste.

Cerca de Royal Exchange compró un planito de Londres, y púsose a estudiar brevemente las vías principales y las líneas de ómnibus. Lo primero que tenía que aprender era la situación de la casa Blanco Brothers, en la cual había de presentarse aquel mismo día. Pronto la encontró: era un pasadizo afluente a Lombard street, muy cerca del sitio donde a la sazón se hallaba examinando su plano; mas como no era hora de visitas, resolvió emplear el rato de espera en recorrer la City, el Strand, y algo más si había tiempo. Subió a la imperial de un ómnibus, que le llevó a Trafalgar Square. De allí recorrió a pie la espléndida vía Whitehall, formada en parte por monumentales edificios antiguos y modernos. La mañana era brumosa; el sol no había devorado aún   —262→   todas las gasas en que Londres desde su temprano despertar se envolvía.

La ciudad dejaba ver sus formas tras un velo tenue, que solía conservar con cierto recato pudoroso hasta muy avanzado el día. El sol mismo atenuaba sus rayos tras aquel velo, para que los londinenses pudieran mirarle sin quemarse los ojos... Los de Ibero no se saciaban del hermoso espectáculo que le ofrecían las maravillas de aquel trozo de la ciudad. Y cuando vio la masa gótica del Parlamento, cuyas líneas verticales parecían ascender de la tierra al cielo, estirándose y adelgazándose en la subida; cuando vio la torre y su reloj, cuya esfera y agujas eran tal vez para marcar horas gigantescas, no nuestras comunes horas; cuando, siguiendo hacia el río, llegó al puente, y contempló la enorme conglomeración de masas ojivales, Parlamento y Abadía de Westminster, todo envuelto en el vaporoso velo que espiritualizaba la piedra y desleía sus contornos en el gris dulce del cielo, creyó tener delante la representación del mayor esfuerzo de los hombres para establecer el imperio de la paz en el mundo. Esta idea extraña brotó en su mente, y en ella hizo su nido. «Los que han labrado esta colmena -se dijo- son las abejas de la paz, del bienestar humano». Él mismo se maravillaba de que tal idea hubiese entrado en él, y la agasajó en su cerebro para que no se escapase.

Después de abarcar con rápido golpe de vista el conjunto de las dos orillas del Támesis,   —263→   mirado desde el puente de Westminster, corrió a la Abadía, revistó con arrobamiento febril las tumbas de los grandes hombres de Inglaterra, y desandando aprisa Whitehall, tomó el ómnibus para la City. Por el camino iba pensando mil extravagancias, nacidas del ideísmo pletórico que en su mente levantaron las grandezas que sólo en dos días había visto. Primero el espectáculo de Long Shore al Este, los diques, las naves, el inmenso trajín de la industria y el comercio; luego los monumentos del Oeste que declaraban la pujanza y solidez del Estado británico, reconcentraron sus pensamientos en esta noble idea patriótica: «¡Quiera Dios que con la Revolución que haremos pronto los españoles consigamos fundar un Estado tan potente, ilustrado y feliz como el de esta tierra nebulosa y fuerte!». Y creyendo en la posibilidad de tanta ventura, entró en la casa comercial de Blanco Brothers.

Recibido fue por dos individuos, un inglés tieso y un español flexible, que ya debía de tener noticia, no sólo de su llegada, sino de su persona y antecedentes, porque le acogió muy cariñoso, y le invitó a traspasar la verja de madera con rejillas metálicas. Encontrose Ibero frente a un señor larguirucho que escribía en un pupitre, y otro muy anciano que en aquel momento entró renqueando, apoyado en un bastón. Llegose al joven, y saludándole con paternal afecto, le mandó sentar, sentándose también él con   —264→   lenta caída sobre la blandura de un sofá. Las primeras palabras, en un castellano plagado de elipsis y con notorias inflexiones inglesas, fueron para España y su hermoso cielo y su alegría picaresca. El señor anciano se regocijaba con las memorias de una patria que había perdido de vista medio siglo antes, sin haber vuelto a ella ni una sola vez.

Era también emigrado; pero de larga fecha, de la gloriosa y fecunda emigración de 1824, la importadora del régimen constitucional, y como el famoso relojero Losada, y Carreras, el acreditado tobacconist, encontró en Londres, con la hospitalidad, medios de labrar una fortuna. El buen viejo, asaltado de añoranzas, se deshacía en preguntas: «Dígame usted, joven, ¿se ha muerto Alcalá Galiano?». No estaba seguro Ibero de la respuesta, y en la duda, por no quedar mal, respondió que sí... Ya no vivía... era una lástima... Y siguió el señor Blanco, que así se llamaba: «Hace mucho tiempo que no sé nada de Argüelles...». Respondió Ibero con ingenua veracidad que en el mismo caso estaba él... Dijo después el anciano: «De Toreno me acuerdo perfectamente... Me parece que le estoy viendo... Aquellos hombres valían mucho, joven. Ya no hay hombres como aquellos... Yo los traté a todos... Fuimos amigos entrañables».

Sin duda el pobre señor no regía bien de la cabeza, porque varió súbitamente de conversación, diciendo: «¿Es usted aficionado a   —265→   la música, joven?... Porque convendrá usted conmigo en que no ha nacido otra cantante como la Malibrán. Soy muy amigo de su hermano, Manuel García. En mi casa come todos los domingos... Yo sostengo que todas estas Pattis y todas estas Pencos no valen lo que el zapato de María Malibrán... Dígame otra cosa: ¿Espartero está bueno? ¿Vive todavía en Logroño?». Sin esperar respuesta, cambiando súbitamente de conversación, le dijo que si se proponía visitar todo lo notable de aquella gran capital, no dejara de ver la parra de Hampton Court, y los instrumentos de tortura que se guardan en la Torre de Londres... y que, según parece, eran los regalos que a Inglaterra llevaba la Armada Invencible.

Despidiose Ibero del venerable y simpático viejecito. Inmediatamente, el caballero que al entrar le recibiera, español neto por el lenguaje y el tipo, le manifestó que podía disponer del crédito abierto a favor suyo por el señor Santa María. Pidió y tomó Santiago cuatro libras para ir viviendo, y se retiró muy satisfecho y agradecido. El resto de la jornada lo empleó en tomar su lunch, en ver San Pablo y recorrer después toda Oxford Street, en rodear Hyde Park dando la vuelta completa a la Serpentine, y admirando el lujo de los paseantes en coche, a caballo y a pie.

En los siguientes días no pudo el riojano evadirse de acompañar a Nonell en las diligencias para el alistamiento del vapor misterioso.   —266→   Conoció en estas faenas a varios mareantes catalanes y mallorquines, que con el propio objeto estaban en Londres. Asimismo pudo observar la variedad de hombres y razas que hormigueaban en los apartados cantones del East End. La diversidad de lenguas en aquella Babel a flor de tierra era otro motivo de sorpresa y asombro. Oyó Ibero su lengua propia, la italiana y francesa, y otras que le sonaban como jerigonza ininteligible. Vio tipos griegos, turcos, egipcios, australianos; vio a los que traen las sederías y el té de China, las perlas de Ceylán, las plumas y pieles africanas, el oro de California, las quinas de Arauco, el tabaco de Cuba, las esmeraldas del Perú, y las fieras y alimañas que de todo el mundo vienen a ocupar su celda en el Arca de Noé llamada Jardín Zoológico.

Los amigos españoles o ingleses con quienes hubo de intimar aquellos días, iniciaron a Ibero en el pasatiempo de las tabernas, mas sin lograr que tomase afición a las fuertes bebidas que allí se usan. La ginebra le repugnaba, transigía con el small whisky, aumentando la dosis de agua para atenuar considerablemente la graduación alcohólica. En los bar y cantinas, más que con la bebida, se embriagaba con la conversación, si encontraba españoles, franceses o catalanes. A la charla de los ingleses atendía para habituar su oído al idioma británico, cuya fonética era para él una música bárbara... En aquellas sesiones tabernarias   —267→   surgían a menudo disputas que alguna vez acababan en pendencias y choques violentísimos. Ibero, por lo común, no rehuía su intervención en estas trapisondas, movido de su carácter impetuoso y de las aficiones guerreras de su niñez, que en momentos graves casi siempre reverdecían. Nonell le atajó más de una vez, librándole de compromisos y lances peligrosos.

Una noche de sábado, en un tabernucho de Whitechapel, hallándose con amigos franceses y catalanes, y turbamulta de ingleses que bebían como cubas y vociferaban como demonios, estalló una cuestión entre un francés y un griego: la disputa empezó por nada, y rápidamente se trocó en furibunda trapatiesta. Intervino Ibero con ideas de paz; pero de improviso metiose en el ruedo un maldito irlandés que solía gallear con insolencia en aquellas reuniones, y al verle junto a sí, el riojano alavés perdió la serenidad. Aquel hombre, que noches antes había soltado palabras despectivas y canallescas en un castellano soez aprendido en los muelles de Gibraltar, le cargaba lo indecible; sentía ganas hondas, instintivas, de darle dos patadas.

Pues, señor... llegó el bravucón irlandés despotricando en bárbaro lenguaje híbrido... Algún brutal injurioso disparate dijo de los españoles; mas la frase quedó bruscamente cortada por el tremendo bofetón que Ibero le descargó en mitad del rostro... ¡Inmenso tumulto, greguería espantosa! El irlandés   —268→   volvió contra Ibero esgrimiendo los puños como mazas de hierro; otros dos boxeadores se abalanzaron sobre el español, que se vio precisado a sacar su navaja, aprestándose a una defensa rabiosa... Sabe Dios lo que habría pasado allí si al estruendo no acudiese la policía que rondaba la calle. Un policeman echó la zarpa a Ibero, ordenándole que entregase el arma; otro agarró al irlandés, ligeramente herido de navaja en el brazo izquierdo. Los boxeadores quedaron también detenidos, y... ¡hala!, ¡todos a la cárcel!

La gran desdicha de Ibero aquella noche fue que no estaba presente su amigo. Este llegó minutos después del suceso. Corrió detrás de los policemen que llevaban a los delincuentes... fue al depósito de prevención... Enterose allí del caso legal, que era delicadísimo por la herida de arma blanca que ostentaba como un trofeo judicial el gandul irlandés. Salió consternado Nonell, diciendo para su capote: «¡Pobre Iberillo, ya tienes para un rato!».



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ArribaAbajo- XXVII -

La primera diligencia de Nonell para sacar a Ibero de aquel mal paso, fue visitar a Clavería. El emigrado español y los amigos que con él vivían se inhibieron del asunto. Ni ellos ni Prim podían dirigirse al Cónsul en demanda de protección para un compatriota que, por cuestiones de naturaleza criminal, había de comparecer ante los tribunales... Era un grave compromiso. Aguantara Ibero su detención y la sentencia que le viniese después. ¿Quién le mandó emborracharse y meterse en líos? El primer deber de la emigración política es no faltar a la hospitalidad. Ibero había faltado, hiriendo a un súbdito inglés... Por último, no queriendo cerrarle los horizontes de salvación, dijeron a Nonell que viera con tal objeto a los señores Blanco Brothers en la City, para quienes el riojano trajo de París carta de recomendación y crédito.

Pasaba el buen don Jesús las horas del día y parte de las de la noche en la casa de Ruiz Zorrilla, en otra donde vivía Gaminde, y en la de Prim (Paddington). El General recibía por la mañana a los que más directamente le ayudaban en su trabajo, Zorrilla y Pavía. Juan Manuel Martínez y Milans del Bosch entraban a todas horas. Para   —270→   unos y otros tenía el General una frase afectuosa; para todos una previsora reserva, amargo fruto de los desengaños. Nunca fue el de los Castillejos tan poco expansivo, nunca tan tardo y perezoso para levantar los velos del inmediato porvenir. Y no obstante, el silencio de Prim no amortiguaba la confianza de los españoles proscritos. En todas las almas abría la esperanza sus rosadas florecitas. La voz de la fatalidad política, secreteando en los corazones, les decía que la histórica mole se desplomaría pronto. En tanto, la salud de Prim no era buena: los heroicos esfuerzos seguidos de fracasos, los acelerados y angustiosos viajes, los obstáculos dilatorios que a cada paso surgían, el desaliento de los partidarios, la indolencia de algunos, la ingratitud de otros, quebrantaron su naturaleza física. Pero de todo sabía triunfar el templado espíritu del Caudillo, su tesón admirable, que de la dureza de los hechos sacaba nuevo raudal de energía.

La vivienda del General era una linda casa burguesa, confortable, pulcra, discretamente elegante, situada en uno de los más hermosos barrios del Oeste. La Condesa de Reus (doña Francisca Agüero), y los hijos, Juan e Isabel, compartían con el grande hombre las amarguras del destierro y las asperezas de la conspiración. Componían la servidumbre más inmediata al General dos hombres: un ayuda de cámara, francés, llamado Denis, pequeño de cuerpo, alegre de rostro, y un italiano alto, rubio, de gallarda   —271→   figura, a quien llamaban Antoni. El primero llevaba muchos años al servicio de Prim; estuvo con él en las campañas de África y de Méjico, y sentía por su amo respetuosa adoración; el segundo le fue recomendado en Italia: era de los Mil de Marsala, y entró al servicio de Prim con nota o fama de bravura, honradez y fidelidad. Por su porte y modales, era un maître d'hôtel distinguidísimo.

Saca el narrador a cuento estos caracteres secundarios por un suceso acaecido en la casa de Prim, avanzado ya el mes de Agosto, y que tuvo relación subterránea con la Historia pública. De tiempo atrás, los emigrados que comunicaban a Prim las obscuras tramas revolucionarias, venían notando que algunas noticias transmitidas al Jefe con exquisitas precauciones, eran conocidas en Madrid y en la Secretaría privada de Gobernación. Sagasta y Martínez desde París, Zorrilla desde Bruselas, manifestaron al de Reus la sospecha de que en la casa de Paddington había un geniecillo maléfico que sustraía las cartas... Prim lo negó terminantemente. «Toda carta que recibo -les dijo-, la leo dos veces para enterarme bien y contestarla, y en seguida la rompo». En la segunda quincena de Agosto, las sospechas de los amigos tomaron cuerpo, y una prueba evidente vino a darles plena confirmación. Había recibido Sagasta en París una carta del agente revolucionario en Marsella, señor Cuchet; otra de Arístegui, el agente en Sevilla, y ambas remitió a Prim, el cual,   —272→   después de contestarlas, las rompió como de costumbre. Pues bien: a los pocos días, las dos cartas con la de Sagasta eran recibidas en nuestro Ministerio de la Gobernación.

Don José Olózaga, que por soplos de un funcionario infiel (en todas partes salen Judas) tenía noticia de este caso inaudito, harto parecido a un lance de comedias de magia, trató de comprobarlo. Lanzándose por torcidos caminos, logró al fin su objeto, y ello fue por mediación de una señora, cuyo nombre se ha perdido en los intersticios de la vida histórica. Por fin, Olózaga tuvo en sus manos las cartas, y con ellas la clarísima prueba de la traición. Bien se veía que en Londres fueron rotas en pedazos, y estos estrujados. Luego una mano aleve había recogido del cesto los trozos de papel, los había estirado, juntándolos cuidadosamente y pegándolos en una hoja en blanco... Olózaga copió los párrafos más significativos, y formando con ellos una rica documentación testifical, la envió a Sagasta para que este hiciera comprender a Prim que tenía la serpiente en su casa. La comunicación de don José Olózaga fue llevada de París a Londres por don Juan Manuel Martínez... En presencia de la terrible verdad, Prim quedó mudo; la lividez verdosa de su rostro daba espanto. Con interjección rotunda, exclamó en voz queda y trágica: «¡El italiano...!».

Seguros de que la labor criminal no tenía interrupción, concertaron el plan más certero para sorprender al Judas. La hora más   —273→   propicia estaba próxima. Por Denis supieron que todas las tardes, en cuanto el General salía de paseo, Antoni se encerraba en su cuarto del piso segundo. ¿Qué hacía en sus soledades? Nadie lo sabía... El General y su amigo dispusieron dar el golpe con las precauciones necesarias para un éxito seguro. Salió toda la familia a dar su paseo de costumbre por Hyde Park; acompañábala Juan Manuel. Al cuarto de hora, este y Prim entraron sigilosamente en la casa por el patio trasero... Allí quedó Martínez; el General avanzó hacia el interior, y subiendo la escalera despacio, con pie gatuno, preparose para la sorpresa, que había de ser decisiva y cortante.

En los tiempos de su juventud militar y aventurera, hubo de adquirir Prim una costumbre que conservó hasta su muerte. Usaba un cinturón de cuero, y en la parte posterior de este llevaba bien sujeto y envainado un puñal. Escalones arriba, pisando quedo, sacó el arma... llegó a la puerta del cuarto en que Antoni se encerraba, y no se entretuvo en llamar, ni se cuidó de que la puerta estuviese cerrada con llave o sin ella. De un puntapié vigoroso, la puerta quedó de par en par abierta. Antoni fue sorprendido en la tarea de pegar los pedacitos de cartas sobre un papel blanco. Al ver entrar al amo en aquella actitud, la cara verde, los ojos fulgurantes, el puñal empuñado en la mano derecha, no pensó ni en disculparse ni en confesar su delito. Prim no   —274→   le dio tiempo a las gradaciones que conducen del crimen al arrepentimiento. El hombre cayó de rodillas, y antes de pronunciar el yo pequé, prorrumpió en súplicas de perdón con terror lacrimoso. El General cayó sobre él como un tigre, y apretándole el pescuezo hasta que el italiano echó fuera gran parte de su lengua mentirosa, alzó el puñal como si matarle quisiera de un solo golpe en aquel mismo instante.

Antoni, congestionado, pedía perdón más con la mirada que con la voz. Prim le dijo: «Villano, traidor, podría yo matarte; podría enviarte a Italia a que te mataran los que me engañaron haciéndome creer que eras hombre honrado y leal... Pero no mancharé, no, mis manos con tu sangre... quiero dejar tu vida en la ignominia... Tu castigo es continuar siendo lo que eres, y el mal que me has hecho lo pagarás repitiendo lo que hiciste...». «Levántate -dijo después, poniéndose en pie-. ¿A quién das las cartas? Responde pronto». Compungido contestó el italiano: «Al Embajador, señor Duque de Vistahermosa». Le cogió don Juan por las solapas, y sacudiéndole furiosamente sin soltar de su mano el puñal, le dijo: «Tu vida está pendiente de mi voluntad. Muerto eres si no haces lo que te mando. A la menor infracción de las órdenes que voy a darte, perecerás sin remedio... Escúchame: seguirás en mi casa sirviéndome con las mismas apariencias de fidelidad; seguirás siendo espía del Duque de Vistahermosa... Yo   —275→   y tú vamos ahora en un acuerdo perfecto. Yo, como antes, arrojaré en el cesto las cartas que reciba; tú continuarás recogiendo los pedazos y pegándolos conforme hacías cuando entré a sorprenderte. Reconstruirás cuidadosamente las cartas, y seguirás entregándolas al Embajador de España, y cobrando lo que este señor te pague por tu servicio... ¿Te enteras bien de lo que te digo?».

Puesta la mano sobre el corazón, y acentuando sus trémulas palabras con movimientos de cabeza, hizo Antoni protestas de servil obediencia a lo que su amo le ordenaba. No dándose Prim por satisfecho con esta medrosa contrición, reiteró sus amenazas de muerte en la forma más terrible. Terminó con esto la escena... Dejando al italiano bien vigilado, don Juan Prim se dejó cepillar por Denis, cogió su sombrero y se fue con Martínez a Hyde Park, a seguir su paseo con la familia.

La Historia se precipitaba impaciente; las ideas corrían a engendrar los hechos; la Libertad, harta ya de tentativas espirituales y de amenazas aéreas, ansiaba dar al mundo un ser efectivo, un engendro cualquiera, ya fuese bien formado, ya monstruoso. Cuantas noticias llegaban de España en los últimos días de Agosto y primeros de Septiembre, daban ya por rematada con todos sus perfiles la máquina revolucionaria. Un contratiempo, no obstante, desconcertó por unos días a los emigrados londinenses. Fue   —276→   que dos días antes del señalado para la salida del buque misterioso, que había de traer a los Generales deportados, la casa consignataria se percató de que el auxilio a los candiotas era una... metáfora política, y rescindió el contrato, devolviendo la cantidad entregada ya como primer plazo del flete. Felizmente, cuando los conspiradores se hallaban en lo más recio de aquel apuro, llegó de Cádiz la noticia de que estaba concertada la expedición del Buenaventura, mandado por el capitán Lagier. Este intrépido marino y ardiente patriota traería de Gran Canaria y Tenerife a los Generales unionistas. Pero aun con esta favorable solución, Prim y los suyos no descansaban de sus inquietudes, pues forzosamente habían de fletar otro vapor para llevar a Cádiz a los oficiales proscritos, residentes en Inglaterra y Francia.

Nuevos entorpecimientos rindieron, pues, aquellas firmes voluntades, que no hay obstáculos tan enojosos como los que origina la escasez de dinero. El tesoro de la Revolución hallábase en lastimosas apreturas... Era indispensable socorrer a los emigrados pobres, que no podían quedar abandonados en tierras extranjeras. La solución de este problema aritmético la dio la Condesa de Reus, generosa y magnánima, decidiéndose a empeñar una joya de gran valor... Resultó después que tan nobles esfuerzos eran insuficientes, pues de improviso surgieron gastos imprescindibles... Por fin, los banqueros   —277→   Blanco Brothers, entusiastas amigos de España y de la Libertad, facilitaron cuanto fue menester para el saldo definitivo de la emigración.

Desconsolado Nonell por el fracaso del buque fantasma, desahogaba su pena con el amigo Clavería, el cual le animó de este modo: «No llores por aventuras románticas. Más seguro y tranquilo irás en este otro vapor, que creo es de los Macandrews, y que me llevará a mí y a los demás jefes y oficiales. ¡Quiera Dios, Nonell amigo, que nos salga todo tan bien como está planeado y presupuesto, y que al rendir nuestro viaje, veamos a España feliz, en el goce de todas las libertades!».

A las preguntas que con vivo interés le hizo sobre las cuitas de Santiago Ibero, contestó Nonell: «Ya salió de chirona, gracias a los señores Blanco Hermanos, que se han interesado por él. Para mí, que don Manuel Santa María escribió a estos Blancos diciéndoles: 'Caballeros, cuiden de ese chico travieso y valiente, y mírenle como si fuera de mi familia'. Y así lo han hecho... Me ha contado Ibero que en la cárcel no le trataban mal. La semana pasada le llevaron al juicio, y yo fui con él por animarle y cuidar de que declarara por derecho... ¡Qué comedia! Aquellos tíos de las pelucas nos marcaron en grande. Vengan preguntas y más preguntas. Que si tal, que si fue, que si sacó la navajilla... Santiago contestaba por intérprete, y todo lo que dijo estuvo muy en   —278→   su punto. Para no cansar, los guasones de peluca sentenciaron libertad y una corta compensación al herido. Yo le hubiera dado por compensación cincuenta palos... Ibero está contento: hace un rato le dejé en casa de los Blancos; no sale de allí; les ha caído en gracia. Díjele que vendría con nosotros en el Macandrews, y me ha contestado que no; él irá en el barco en que vaya Prim, aunque tenga que ir pelando patatas o fregando la loza... Oiga usted, mi Coronel, ¿cuándo sale el General? ¿En qué vapor embarcará?».

-No lo sé -respondió Clavería-, ni me atrevo a preguntarlo a nadie. Ese es el secreto último, el secreto capital, la clave...

Llegó Ricardo Muñiz a Londres con las disposiciones postreras del plan, acordadas en Cádiz y en Madrid, y al día siguiente volvió al continente, y sin detenerse en París siguió a Bayona, con órdenes para Damato, Moriones y Montemar. No tardó en salir Juan Manuel Martínez, que no había de parar hasta Madrid; llevaba instrucciones definitivas para Olózaga, Cantero, Moreno Benítez y Escalante, que formaban la Junta central... Pavía, Milans del Bosch, Gaminde y otros muchos, partieron en el vapor fletado; Clavería no, pues a última hora se le mandó a Burdeos, para desde allí acudir a Santander y Santoña... En fin, toda la hueste conspiradora se movilizó con admirable orden y prontitud... El 12 de Septiembre muy temprano, por la estación de Waterloo,   —279→   salió Prim para Southampton. Con él iban Sagasta, Ruiz Zorrilla y el fiel Denis. El mismo día por la tarde embarcó en el magnífico trasatlántico Delta, de la Mala Real Inglesa.

Entró Prim a bordo vestido con la librea de los Condes de Bark, señores franceses amigos suyos, que con este donoso tapujo le facilitaban la salida de Inglaterra y la llegada a Gibraltar. Para sostener la ficción, fue alojado Prim en cámara de segunda, con Denis. En segunda iban también Zorrilla y Sagasta, que habían tomado su pasaje como viajantes de comercio, sin infundir sospechas. Y la salida de Prim se tramó con arte tan discreto y sigiloso, que ni la policía inglesa ni el Embajador de España tuvieron la menor noticia. La estafeta traidora del italiano Antoni, que antes dañó a la Causa, hízole ahora un gran servicio. El espía de Vistahermosa, reducido por las amenazas de muerte a engañar a quien le pagaba, seguía recogiendo del cesto cartas amañadas, falsas invitaciones a jiras campestres, y a paseos marítimos en Brighton o isla de Wight. Los pedacitos, cuidadosamente desarrugados y pegaditos en un papel, iban a parar a la Embajada, y de allí salían para Madrid. Por esto, cuando Prim iba de viaje, cuando estaba ya en Gibraltar y aun en Cádiz, González Bravo decía sonriente y confiado: «No hagan ustedes caso de noticiones absurdos. El hombre sigue en Londres... No puede haber duda: aquí está la prueba».

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Partió el Delta majestuoso, con sin fin de pasajeros para la India y escalas. En la espléndida cámara de primera, familias inglesas, ricachonas, se disponían a un viaje divertido, comiendo cinco veces al día, y entreteniendo las restantes horas con lecturas, música y otros pasatiempos. Hechos a las largas travesías, los ingleses viven a bordo como en tierra, y consideran el mar como un elemento que en toda ocasión les es propicio: por esto lo han dominado, convirtiendo al buen Neptuno en un manso amigo de Albión. En la cámara de segunda, el hombre de los Castillejos violentaba su carácter señoril acomodándose a la inferioridad del alojamiento y trato, y proponiéndose no salir del camarote hasta Gibraltar, con lo que podía soñar despierto en la magna empresa o aventura que su indomable corazón acometía.

La primera noche de viaje fue mediana. A excepción de Denis, que era insensible al cambio de elemento, los españoles de segunda sintieron las molestias del mar. Prim cayó por la mañana en profundo sueño, que fue sedación de la horrible cansera mental de los últimos días en Londres; Zorrilla, despierto, consultaba con las almohadas de la litera sus atrevidos planes revolucionarios, suficientes a volver del revés toda la vida nacional; Sagasta, que había dormido por la noche, fue desde el amanecer el más valiente: había echado de su cuerpo la bilis sobrante; se confortó después   —281→   con café; más tarde añadió el superior confortamiento de un gin-cock-tail, y ávido de aire y luz, que son la mejor medicina contra las molestias del mar, subió a cubierta. Vio en la toldilla señoras y caballeros que arrellanados en butacas de mimbre o de lona, leían o charlaban. Ya el Delta había montado la punta de Ouessant, en Francia, y llevaba rumbo a Toriñana. El día era espléndido; la mar, muy llana y apacible. Sagasta disfrutó del puro ambiente, y hallándose en sosegada contemplación del barco en toda su longitud de popa a proa, vio aparecer por la más próxima escotilla la cara, después el busto y cuerpo, de un joven que no le fue desconocido. El tal vestía chaqueta con botones dorados; al hombro llevaba una servilleta, y en la mano unos platos. Llegose al proscrito español, y con voz afectuosa le dijo: «¿No me conoce, don Práxedes?».

-Hombre, sí. Quiero recordar...

-Soy el que le llevó a Saint-Denis los pliegos del señor Santa María... y le encontró a usted volviendo del río con los cubos de agua... Soy, para servirle, Santiago Ibero.