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Las mujeres en el teatro de Emilia Pardo Bazán

Dolores Thion Soriano-Mollá


Universidad de Nantes



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Auguraba Doña Emilia Pardo Bazán en su artículo «La vida contemporánea»1, que el siglo XX sería «el siglo de la mujer rescatada» y en ello pergeñó la escritora a través de su creación literaria original, en sus numerosos ensayos y artículos periodísticos. La representación de la mujer y el estudio de la llamada «cuestión femenina» en Pardo Bazán son espacios bien conocidos por la crítica histórica y literaria salvo en el ámbito de la creación teatral. Acusando el lastre del fracaso de los estrenos, la creación teatral de Pardo Bazán constituye un terreno todavía bastante ignoto, a pesar de los estudios que desde hace poco han ido revalorizándola. En este género centraremos nuestro trabajo. Entre las premisas literarias y coyunturales que condujeron a Pardo Bazán a la composición dramática cabría apuntar que la construcción de unas psicologías femeninas vivas, la introspección en los entresijos de sus conciencias y ánimas desde el microcosmos del escenario representaban un reto artístico y social en aquellos años de feminismo activo. Obsta afirmar que junto a las características inherentes del mundo del espectáculo: éxitos rápidos, celebridad, beneficios económicos que tan atrayentes resultaban, pervivía una concepción utilitarista y pedagógica del acto teatral, una concepción puramente regeneracionista que depositaba su confianza en las tablas del escenario como palanca de reforma social.

En 1893, desde su tribuna Nuevo teatro crítico, saludaba con aplauso el sentido «feminista del novísimo teatro español», gracias a la influencia de las corrientes europeas «que parece increíble lleguen aquí»2. Cierto es que obras como Huelga de hijos, Realidad, La loca de   —376→   la casa, La Dolores, Mar y cielo, que Pardo Bazán ensalzaba en Nuevo teatro crítico, incorporaban los personajes femeninos con una fuerza y un protagonismo equivalente al que venían ostentando en la novela, -pensemos en Fortunata, o La Regenta por poco feminista que fuese la representación de la mujer. Eran obras en las que el resorte principal ya no era exclusivamente el sacrificio de la mujer o la asunción de exclusivos papeles de víctima, como aludía Doña Emilia:

«(...) siempre tendiendo el cuello, siempre reconociendo que nada les corresponde, como no sea el derecho al llanto y a labrar a costa de la propia la ajena felicidad, o a someterse al más horrendo castigo por falta más leve, o a expiar los pecados de los otros, ofreciendo su sangre a divinidades vengadoras e injustas»3.


No obstante, para Doña Emilia, fue Huelga de hijos, de Enrique Gaspar, el drama que estableció nuevos jalones a la imagen femenina, con unas mujeres que reclamaban no «el sol del cielo, pero sí el sol de la dicha». En esta nota meritoria que venimos citando, nuestra crítica, reconoce cierto «ibsenianismo» que ella define como la reivindicación «con osada valentía el derecho de la mujer»4. Sin duda alguna, las referencias obligadas para la definición de ese parcial concepto de «ibseniano» eran Nora de Casa de muñecas y Elena de Espectros. La cuestión femenina que, en opinión de nuestra autora, «late o se manifiesta desembozadamente» por primera vez en el teatro de Ibsen:

«Tal idea no sé que la haya sostenido y propugnado en varias obras ningún otro autor dramático moderno. Dumas la entrevió, pero no acertó a entenderla bien, ni a admirarla en sus consecuencias últimas (al contrario, según sería fácil demostrar). Y esta idea, por lo que contrasta con todo el sentido del teatro antiguo, por la radical transformación a que somete el juego de las pasiones y los afectos en que   —377→   se basa el drama, es suficiente ella sola para imprimir carácter de originalidad a las obras que inspire»5.


Hacia 1897, la conjunción de ideas y circunstancias que hemos ido enumerando animaron también a Doña Emilia a ingeniar aquellos «juegos de pasiones y afectos» que renovaran la escena, y particularmente, el alma española, «a la cual por el camino de la novela se puede llegar, sí... pero ¡ay! mucho más despacio»6. De hecho, entre 1898 y 1906, nacen las composiciones dramáticas de Doña Emilia, todavía en período de activismo feminista, y claramente destinadas a contrarrestar «el peso de la tradición del absurdo» al convertir la femineidad y la cuestión de la mujer en esencial sujeto escénico. Así, en las tablas del escenario van tomando cuerpo sus opiniones sobre los problemas que entraña la educación y condición social, jurídica, política y económica de la mujer. Sin arroyos de sangre, «por la suave fuerza de la razón», piensa Doña Emilia, que ha de imponerse la cuestión femenina a los «legisladores y estadistas de mañana, y parecerá tan clara y sencilla (no obstante sus trascendentales consecuencias) como ahora de intricada y pavorosa a los cerebros débiles y a las inteligencias petrificadas»7.

La producción teatral de Pardo Bazán constituye un pequeño corpus de una decena de obras compuestas entre 1898 y 1906. Su estrecha amistad con María Guerrero y Fernando Díaz de Mendoza facilitaron la representación de cuatro de ellas, pero también paralizaron las iniciativas de la autora8. En general, partía de la teatralización de un sustrato cuentístico, un «puntito de nebulosa» insuflado del «cuerpo y [la] sangre» requeridos por el drama9 aunque, Pardo Bazán, rompió sus primeras lanzas con piezas breves y sencillas antes de escribir su primer drama. La primera de ellas, El vestido de novia, es un monólogo estrenado en 1898. Fue compuesto en beneficio de la ilustre Balbina Valverde, actriz principal que solía representar las comedias modernas de Enrique Gaspar entre otros. Su protagonista, Paula, célebre bajo la falsa identidad de una costurera francesa, Palmyre Lacastagne, narra la trayectoria   —378→   de su existencia orientada a la recuperación de su posición social gracias al ingenio y el trabajo.

La suerte es un diálogo dramático en un cuadro y dos escenas ubicado en el campo gallego. Lo escribió en beneficio de María Guerrero quien desempeñaba el papel de la anciana Ña Bárbara, madre adoptiva del huérfano Payo. Con el oro que durante años había recogido en el Sil, la anciana espera salvar a Payo de la soldaduría, ya que el recuerdo del novio, quien había muerto en la guerra por no haber podido sufragar la compra de un sustituto, acaba sobreponiéndose a su avaricia. Las desavenencias con el rival amoroso de Payo y la lucha entre ambos, incitada por la anciana, concluyen con la caída al río tanto de Payo como del codiciado oro. La suerte fue estrenado con relativo éxito en marzo de 1904 en el Teatro Princesa de Madrid, pero pasó silenciado en mayo de 1905 en La Coruña. Fue a la sazón cuando Doña Emilia escribió, balbuceante e insegura, a su amiga Blanca de los Ríos

«¿Qué resultará de todo este fregado teatral? Dirán de mí seguramente lo del ciego: Dos cuartos para que toque y ocho para que los deje... Porque yo no quería escribir para el teatro y me arranco escribiendo cinco o seis cosas, en un año poco más o menos»10.


En el transcurso del año, sus tímidas tentativas se convierten en piezas de mayor envergadura en cinco actos y en prosa: Verdad, un drama también escrito para María Guerrero y Cuesta abajo, una comedia dramática compuesta para María Álvarez Tubau; ambos estrenados en el mismo mes de enero -el 9 y el 22- de 1906 en el Teatro del Príncipe y el Gran Teatro de Madrid respectivamente. En Verdad, a partir del cuento «Santiago el mudo», entreteje una enjundiosa y complicada intriga sobre los clásicos resortes de la pasión y el crimen. Martín, joven hidalgo gallego, estrangula a su amante Irene, casada y aficionada a los lances adúlteros. Aunque la fidelidad de su mayordomo Santiago garantice el ocultamiento de cualquier indicio, Martín no soporta el peso de la mentira ante Anita, hermana de Irene con la que acabó casándose por su extraordinario parecido, ni ante su propia conciencia, ni ante la sociedad. Cuando Martín decide entregarse, Anita, por celos a Irene y para salvaguardar la honra familiar, hace que Santiago le mate.

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Parcialmente inspirado de «El gemelo»11, Cuesta abajo, retraza al igual que El abuelo de Galdós, el proceso de decadencia moral y económica de una familia noble rural en el marco de la capital. La abuela, condesa viuda de Castro-Real, sufre un fuerte varapalo cuando al llegar a Madrid descubre el estado de degeneración familiar, económico y moral a través de intricados robos, adulterios y engaños. No obstante, logrará salvar a sus nietos devolviéndolos a la vida del Pazo. Gerarda, mujer engañada, utiliza el adulterio para la restauración de la riqueza, mientras que Celina, su hijastra, asume el trabajo de artista en aras de su independencia económica y su libertad.

Teatros diferentes, pero todos principales, y actrices de primera fila, estas eran las precauciones que Pardo Bazán tomaba frente a la conspiración, aunque tan sólo sirvieron para sellar los fracasos que de antemano se le deparaban a la «nueva Lope con pantalones»12. Sus restantes comedias dramáticas nunca llegaron a escena, por lo menos públicas, pero quedaron recogidas en su volumen dedicado al teatro de sus obras completas bajo los títulos de Más, que Tomás Borrás le obligó a titular Juventud (1904), Las raíces y El becerro de metal13. Son comedias que se reducen a tres actos: Pardo Bazán reúne, ahora en tres actos, la problemática psicológica y filosófica de Verdad y la social de Cuesta abajo en Juventud. Está construida, como Verdad, en torno a un personaje masculino y una red de dualismos antagonistas, tales como juventud-madurez, individuo-sociedad e idealismo-materialismo. Bernardo es un joven genio que desafía las convenciones y leyes amorosas, sociales y materiales. En su entorno gravitan variados personajes femeninos: una aya hospiciana, Misia Fidelia; una amante ideal, Inés; y la joven e idólatra criada, Socorro. La autora acabará integrando a Bernardo a la sociedad, en el corrupto mundo del trabajo periodístico, para lo cual, renuncia al amor puro de la entregada Inés.

En Las raíces, Pardo Bazán lleva a escena a la estructura familiar de la alta burguesía. Susana, esposa de Aurelio y sus hijas Gracia, joven casadera, y Fifí, niña enfermiza y melindrosa, verán trastocadas sus apacibles existencias por la irrupción de unos parientes provincianos. Con su presencia afloran en el hogar especulaciones financieras, el adulterio de Susana y el silenciado amor de Sofía, la amiga íntima de la familia. En contraposición a la figura del padre, débil y abúlica marioneta de las mujeres de su entorno, despuntan las protagonistas adultas, Susana y   —380→   Sofía, de modo que sus defectos y culpas quedan soslayados.

Por fin, en El becerro de metal, es la familia patriarcal de ricos negociantes judíos la que va a estructurar la comedia. Simón de Leyva, junto con sus hijos Ezequiel, Benjamín y la hermosa Susana vienen a instalarse de París a Madrid, en donde un ánimo vengativo renace del recuerdo de la históricas expulsiones. El poder del dinero les introduce rápidamente en la alta sociedad y la aristocracia que los agasaja y adula para entablar relaciones interesadas. Susana encarna los tópicos sobre el idealismo y la sensibilidad asociados a la mujer, pero es una joven íntegra que renunciará a su fortuna y religión por el verdadero amor.

A estas comedias dramáticas se añaden los títulos: Un drama (1904), a cuya lectura asistió Manuel Bueno -y cuya intriga tiene ciertas reminiscencias con la de la novela ejemplar que Doña Emilia publica en 190614-; Nada, cuya existencia menciona Criado de Val en 190615 y la obra para marionetas en la que glosó por primera vez el mito de La Quimera16. También se ignora qué ocurrió con su proyecto de «Finafrol», un idilio que estaba adaptando para Rosario Pino a partir de su cuento «S. XIII» y que tal vez concluyera en la homónima novela breve publicada en 190917.

Habituada al análisis crítico teatral que desde años venía realizando en sus reseñas, Doña Emilia tenía clara conciencia de la técnica dramatúrgica. Con pertinencia, dilucidaba cada uno de los componentes de la arquitectura teatral: las condiciones externas -estructura, disposición y orden de las partes, división de los actos, cantidad de acción, crescendos y silencios-, así como las condiciones internas de trascendencia, moralidad y alto sentido filosófico a través del lenguaje y las corrientes éticas propuestas. No descuidaba tampoco la escenografía ni la interpretación. Esmeradamente definía decorados y didascalias y seleccionaba a las actrices -o sus personajes-, observando la armonía entre la fisionomía y los caracteres. Todo ello encajaba en una puesta en escena comedida,   —381→   de máxima sencillez, con la que generar símbolos y despertar emociones: tan sólo sugería para que el espectador intuyera y comprendiera18. Tales premisas teóricas la situaban en los cauces de un teatro confusamente innovador, en un marco realista-naturalista y a la vez romántico filosófico, de palmaria inspiración en el que ella calificara «extraño teatro de Ibsen»19. Ese teatro moderno y feminista al que ambicionaba Doña Emilia resulta un ejercicio de equilibrio entre el realismo en la forma y el pensamiento en el fondo. A este equilibrio apostaba a través del personaje como motor estructurante de todos los resortes dramáticos y en el que el espectador, poco habituado, por cierto, había de penetrar a través de su conducta, gestualización, voz y vestimenta. Los mecanismos evolutivos ya no se fundamentan en la intrincada acumulación de sucesos, sino en la acción interna, en la intuición viva e inmediata de las honduras psicológicas y éticas que «ruedan bajo la fábula o la historia que representan los actores»20. En suma, Pardo Bazán estaba solicitando del espectador activo la comprensión de la lucha de ideas, pasiones y emociones como en Ibsen, Gorki, Tolstoi y Maeterlinck.

La condensación y focalización que la técnica teatral impone coincidía con aquel prodigio de consideraciones sobre la psicología de los personajes que la autora brindó a finales de siglo. Ahora sí, siguiendo a Cristina Patiño respecto de la novela, Pardo Bazán es «behavorista, avant la lettre con personajes cuyas conductas lo retraten, pretende hacer ver pensar a sus criaturas, mostrando el proceso de sus elucubraciones in fieri y en directo para conseguir así la máxima eficacia pragmática de la novela»21. La preferencia otorgada, pues, al buceo en los problemas de la conciencia y a «las cuestiones sociales sobre el hecho descarnado»22, que retomando a Tolstoi propugnara Pardo Bazán, encuentra cierto espacio de libertad en el reducido mundo del escenario.

Doña Emilia focaliza su creación teatral en torno a la crisis de la célula familiar en el contexto inarmónico y transicional de los albores del siglo. En unos microcosmos reducidos a los espacios de sociabilidad del hogar - salones, jardines o patios23, la acción reproduce las relaciones entre los seres humanos que la integran, esencialmente alrededor de sus   —382→   deterioradas relaciones y de su intimidad (Raíces, Verdad)24. Las almas del hogar, las mujeres, son los personajes que descollan en número, en vigor y por el tipo de relaciones que entretejen. Sus «espíritus vitales» insuflan aquella «humanidad literaria» que Pardo Bazán reclama para la vida escénica, eclipsando, por lo general, a los personajes masculinos. Estas mujeres dramatizan la problemática femineidad y la cuestión femenina en el seno de la aristocracia rural decadente (Cuesta abajo, Verdad), en la burguesía urbana (Juventud, Las raíces, El becerro de metal, El vestido de novia), o en el campesinado gallego (La suerte). En cada uno de estos contextos brotan los conflictos y tensiones psicológicas de la mujer, la de la ciudad amedrantada por el dinero -posición social- y el amor, a lo cual la aristócrata rural yuxtapone el problema del honor. Dinero, amor y honor, constituyen, pues, los principales resortes de sus acciones como muestra el siguiente cuadro:

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Dinero, amor y honor subsumen simbólicamente los principales dualismos pardabazanianos: idealismo-materialismo, campo-ciudad, tradición-progreso, juventud-madurez, matriarcado-patriarcado y determinismo-libertad campean en el espacio escénico, con la eficacia pragmática de los diálogos que la inmediatez escénica propicia. Las réplicas discurren en alternativas disyuntivas o generan las habituales multiperspectivas pardobazanianas. Cada voz, cada opinión, encuentra su eco contrario, y la mujer ha de soportar el eco represivo o liberador con el que resiste la contrafigura del hombre. Tomemos como ejemplo el dualismo materialismo-idealismo dominante en El becerro de metal. El personaje de Susana de Leyva provoca reacciones de oposición entre los varones de su familia, de modo que la estructura de la comedia sigue el esquema de composición de la disyuntiva antagónica, como se puede comprobar en estas réplicas entre la protagonista y su padre, Simón:

«SUSANA.-  Los milagros del dinero son milagros muertos..., milagros que pierden el alma.

SIMÓN.-  Máximas romancescas, que he oído varias veces. El oído todo lo soporta; como tiene entrada y salida, no guarda sino aquella que aprueba... Por el canal del oído corre la farsa, la comedia de los sentimientos. Mi cerebro se ríe de mis oídos, Susana. ¿De quién piensas tú que es obra tu gran corazón, tu alta fantasía, mi rosa de Jericó? Del vil dinero de tu padre... Has podido pensar alto, por que la necesidad no te ataba a la tierra. Tu poesía es creación de mi prosa. ¡Sublime prosa la del dinero!»


(El becerro de metal, p. 1705)                


Nótense los esquematismos utilizados por Pardo Bazán para crear unos personajes tipificados, pero eficaces escénicamente, como Simón, cuyos atributos eran los socialmente reconocidos al hombre dentro del esquema de poder y dominación -materialismo-racionalidad- frente al espiritualismo sensiblero de su hija Susana. Al principio de la obra, Susana responde al arquetipo femenino que el varón coetáneo espera y solicita de toda mujer. En sus piezas, Doña Emilia reconstruye arquetipos reales susceptibles de crear cierta empatía con el espectador. Los arquetipos femeninos: la cocotte, la solterona, la casada engañada, la viuda, la beata... recogen los estereotipos atribuidos tradicionalmente a la mujer con el fin de pasarlos al escalpelo: la mujer ignorante o «barnizada», rural o de la ciudad, es, por definición, curiosa y charlatana; rústica y primitiva la primera, mojigata, beata, o ávida de lujo y falsas apariencias la segunda; todas, ignorantes y dependientes de las voluntades de padres, hermanos o maridos. Entre el variopinto elenco de estereotipos atribuidos a la mujer, destaca el de la charlatana de clase baja, víctima de cierta misoginia ancestral en la Galicia rural como demuestran   —384→   estos intercambios dialógicos entre los criados de Verdad:

«JUANA.-   [...] ¿Por qué nos tienes tanta tema a las mujeres?

SANTIAGO.-   (Con un gesto de desdén.) [...] Por esto que haces tú... Por curiosas; por la maña de preguntar... y porque de ellas viene todo el mal del mundo».


(Verdad, p. 1616)                


Por el mismo motivo, Santiago dejará que su madre Ildara, una «anciana decrépita», finalice su existencia incomunicada en una habitación, bajo pretexto de que «las mujeres no pueden sujetar la lengua» (Verdad, p. 1618). Entre la burguesía femenina, los estereotipos recurrentes son la educación superficial, la hermosura, la religiosidad gazmoña, el aparentar, el rechazo del envejecimiento o el recatamiento:

«DOÑA TRASPASO.-    (A DALINDA.) ¡A eso llama vestirse! ¡Los brazos al aire, el cuello descubierto...!

DALINDA.-   ¡Y qué olor tan fuerte! Una esencia que trastorna.

DOÑA TRASPASO.-  ¡Tan compuesta a estas horas! Yo, por la mañana, para pelear con la criada, gasto una chambrita.


(Juventud, p. 1674)                


Percutante, Pardo Bazán analiza, caricaturiza, ridiculiza y condena a estas mujeres, a menudo animalizadas, «toros claros y sencillos, que acuden derechos al engaño del trapo» (El vestido de novia, p. 1606). En suma, una vez representado un arquetipo femenino realista -en contadas ocasiones atiende al masculino- Pardo Bazán lo problematiza. La mujer, joven o adulta, queda inmersa en un conflicto, a través del cual, el espectador se adentra en los repliegues de su psicología. Con estas mujeres individualizadas en las tablas, Pardo Bazán acaba disolviendo los estereotipos sociales definidos por la masculinidad de la época y abre nuevas perspectivas con las que construir el modelo de la nueva mujer, como analizaremos a continuación.

El personaje femenino del reducido universo escénico evoluciona, a imagen de la sociedad real, en una estructura social estrecha. Es la estructura estrecha la que le atribuye su destino «de mera relación, de no considerarla en sí, ni por sí, sino en los otros, por lo otros y para los otros», o sea, el prevaleciente concepto relativo del destino de la mujer, dependiente del «capricho viril», para el que se le educa y moldea, o dependiente de los azares del matrimonio25.

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Obsérvese en el cuadro arriba reproducido cómo las relaciones dominantes entre los varones y mujeres en estas obras comprenden toda tipología de relaciones comunes posibles. Si bien dominan homogética y extradiegéticamente los lazos conyugales, base de la familia, como eje recurrente de la mayoría de las obras, los lazos amorosos adquieren paralela importancia. Estos últimos se entretejen alrededor de la figura del novio y el amante adúltero, cuyos favores se solicitan en la mayoría de los casos por razones económicas. En estas obras, predominan las escenas de coqueteo y comadreo en la búsqueda o imposición del novio, el cual es seleccionado cuidadosamente según los criterios económicos y sociales. Sin arengas proselitistas, Pardo Bazán condena estas imposiciones creando unas jóvenes dignas y libres que acaben eligiendo a sus futuros consortes -al igual que los varones jóvenes de estos dramas-, en unos diálogos naturales y un lenguaje claro que dista de los codificados fingimientos contrarios al novio exigidos la norma social26. Susana en el El becerro de metal renuncia voluntariamente a una boda de interés programada   —386→   por su padre para conseguir lo único que le falta: «cruzar la sangre nuestra con la primera sangre de España. Los nietos del viejo Simón de Leyva se cubrirán ante el rey. Tu pretendiente además no es un noble arruinado» (El becerro de metal, p. 1713). A lo que la interesada, Susana, se niega a pesar del patriarcado dominante en la familia:

«Poco a poco, no he dicho yo si estoy conforme... Creo que mi voto pesará algo... Y parece imposible que no te preocupen los problemas que eso lleva consigo. ¿No presumes a lo que me llevaría semejante boda...?»


(El becerro de metal, p. 1713)                


En el marco realista en el que Pardo Bazán inscribe su teatro, el hombre mantiene una relación de privilegio con el saber, la política y la economía, excluyendo cualquier contacto de la mujer con dichas esferas de poder. La mujer queda condenada por la ley social al inmovilismo y a la maternidad. Por consiguiente, las mujeres adultas que Pardo Bazán lleva a escena están destinadas irracionalmente para el amor en tanto que esposas y madres27, como «limitación forzosa de otros móviles y fines altísimos, como el social, el artístico, el político, el científico, el religioso, ni siquiera al ejercicio de la libertad individual indiscutible, que implica el derecho absoluto al celibato y a la esterilidad»28. Carentes de preparación para el mundo laboral y desprovistas de cualquier independecia económica que no sea hereditaria, las protagonistas conciben el matrimonio como norma social y lo utilizan como instrumento de elevación social29. Por ello, están abocadas al fracaso, al engaño o al adulterio. Citemos, como ejemplo a Gerarda de Cuesta abajo, quien confesa:

«GERARDA.-  «Yo me casé..., casi es ridículo decirlo..., enamorada, ilusionada... Además el nombre de Castro Real me sugestionó... Yo no soy de sangre azul..., pero tengo esa preocupación..., venero la nobleza...»


(Cuesta abajo, p. 1652)                


A través de estas obras, el adulterio se convierte en modelo común de prostitución de las esposas de la alta burguesía. Las circunstancias económicas desfavorables se suelen solventar solicitando los favores del amante adúltero, hombre de negocios y político, rico y sin escrúpulos   —387→   morales, sociales y jurídicos. Si a la mujer se le permite ser materialista o idealista, el varón con éxito social ha de ser exclusivamente materialista, ya que en caso contrario, Pardo Bazán lo condena al fracaso moral y social, según demuestran los desenlaces recogidos en el cuadro anterior.

Las relaciones filiales se establecen en contra de los cánones decimonónicos con el abandono o degradación de la figura del varón primogénito y heredero de las estirpes familiares. En Cuesta abajo, Juventud, El becerro de metal, es un personaje que está abocado al fracaso o la mediocridad para ceder todo el protagonismo a las relaciones padre-hija. A través de este prisma, se analizan las relaciones y conflictos en torno a la joven casadera, como ya mencionábamos. A Pardo Bazán sólo le interesa teatralizar la dependencia de la mujer joven respecto de su padre y la transmisión de ese papel al marido sin que la mujer pueda elegir su propio destino. Aunque se respeten los sentimientos puros, los padres pardobazanianos incumplen mayoritariamente su papel de protector y garantizador de la dote o promoción social de su hija, o sea, de su futuro. En Cuesta abajo, Celina, ante la amenazante ruina familiar sabe que «tengo tiempo de ser pobre, voy a quedarme soltera..., y me he resignado» [...] sin dinero, la honra peligra. Esta sociedad respira por el bolsillo» (p. 1649-50). O el de honra del linaje, como ocurre también en Verdad. Martín decide entregarse a la justicia sin atender a su «hijita, que está en la edad en que las acciones ajenas nos trazan el Destino» (Verdad, p. 1631)30. La única excepción es Simón de Leyva, quien acabará acatando la voluntad de la hija, tanto más en cuanto que es parcialmente suplantado por su hermano Ismael, el gran rabino de París, al cumplir el papel de guía espiritual de la joven:

«SUSANA.-   (Apoyándose, pensativa, en el balaustre.)  Visto está; no tengo padre, no tengo hermanos para confiarles lo que llevo dentro... Si mi buen tío Ismael no viene, quedo sola... Sola; pero me bastaré; no cometeré un acto reprobable.»


(El becerro de metal, p. 1713)                


Otro caso singular de substitución es el de Juventud, comedia en la que es el hermano quien asume las obligaciones paternas de vigilancia y protección de la mujer sola aunque adulta, según los patrones de conducta social de la época. En Juventud, Inés cumple todos los requisitos   —388→   necesarios para vivir con independencia respecto del hombre, es viuda joven, rica y hermosa. Por ende, mantiene relaciones «misteriosas» con un hombre «socialmente inferior a ti, sin oficio ni beneficio, sobrino de una criada»; lo cual, la condena socialmente, «porque tú percibes el mal gusto, la inconveniencia de tales relaciones y el misterio da a tu inclinación color de ilícita, y así, a malsalva, las víboras te muerden» (Juventud, p. 1675), le reprochaba su hermano. De nuevo, las normas sociales son el origen del conflicto. En este caso de vida independiente, el hermano aportará la protección social que el marido garantizaba, reconduciendo a la protagonista a la norma social que el público solicitaba:

 (INÉS se sienta, dando indicios de viva contrariedad; JACOBO permanece en pie, ceñudo. Momentos de silencio.) 

«JACOBO.-  Los hechos demuestran, Inés, que, como decía ese par de brujas, aunque viuda y libre, puede convenirte la sombra de tu hermano»


(Juventud, p. 1675)                


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Las relaciones dominantes entre mujeres son relaciones jerárquicas y sociales de dominio, como se puede observar en el cuadro reproducido. Las relaciones maternales no son relevantes en el teatro pardobazaniano. Sin duda, para nuestra autora, el conflicto de la mujer contemporánea se planteaba de manera particular en las mujeres solteras que adoptaban huérfanos. Pardo Bazán denuncia el carácter interesado de estas mujeres poco tiernas y maternales, para las cuales, el hijo adoptivo tiene que cumplir el papel del varón imprescindible en todo hogar de la época. El caso más brutal es el de Ña Bárbara en La suerte. Recordemos que entre 1898 y 1906, el concepto de femineidad de Pardo Bazán se había impregnado de un feminismo a la vez reivindicativo y filosófico,   —389→   si bien vuelve a aparecer de modo puntual y esporádico el modelo de mujer asociado al de la madre naturaleza31 como en Los Pazos de Ulloa o La Madre Naturaleza. Tanto en La suerte -medio rústico- frente al aristocrático con la Condesa de Castro Real, la desvalorización de lo femenino -irracional e instintivo- se desplaza hacia lo masculino -la razón. Es un proceso de igualación en el que la madre naturaleza, que dicta las leyes, domina genesiacamente la ley social, lo masculino, «sometiéndole a una ley especular y alienante con ella»32. Ña Bárbara vive en un cosmos sin discontinuidad, un mundo circular en el que no logrará mejorar su condición íntima ni económica, puesto que como decía su hijo adoptivo: «No mudemos el correr del agua, que no se puede» (La suerte, p. 1607).

Las relaciones jerárquicas entre mujeres se entretejen en torno al servicio doméstico. Pardo Bazán recurre a las clásicas doncellas y criadas, como personajes secundarios de gran efectividad pragmática para el desarrollo de la intriga, tanto más en cuanto que sus escenas abren generalmente algunos de los actos. Mayordomos, criadas y doncellas chismorrean y curiosean en la vida de sus señores, desde el fiel criado hasta el mero «empleado», incorporan perspectivas nuevas, matizan, sintetizan o avanzan la información al espectador creando cierta expectación en la intriga. El antiguo narrador que introducía a los personajes y el conflicto de manera extradiegética de la obra es sustituido en Cuesta abajo por los criados intradiegéticos como Germán, cuando conversa con Manuela en la escena I del acto I:

«GERMÁN.-  [...] Pasa que esto se lo lleva el mismo diablo. ¡Malicia! Experiencia, hija, y costumbre de tratar con grandes señores, que es la gente que se trae más líos...»


(Cuesta abajo, p. 1635)                


y la misma estrategia es utilizada para preparar el paroxismo de la intriga en el acto tercero, cuya primera escena se anuncia el problema de la ruina económica y moral en boca de los criados:

«MANUELA.-  [...] Con lo disgustado que parece que anda aquí hoy todo el mundo, no estoy para fiestas.

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GERMÁN.-  ¿Lo ves? ¿No te lo dije, testaruda? ¡Esto se va! Para el tiempo que nos queda de servir en esta casa de Tócamerroque, podemos hablarle de tú».


(Cuesta abajo, p. 1648)                


Y en el acto quinto, es también la servidumbre quien anuncia el desenlace y crea cierta expectación. En otros casos, son personajes meramente silentes y figurativos, como Dorotea en Las raíces, presente en la escena VI acto I sólo para sostener a Fifí. La posición social de Pardo Bazán trasluce en la creación de estos personajes secundarios entre los que se perfilan la transformación del concepto de trabajo y de las relaciones de servidumbre en relaciones laborales hacia finales de siglo. Las doncellas antiguas y de cierta edad merecen los atributos de fidelidad y bondad como «DOROTEA, doncella antigua de la casa (60 años), muy decorosa y fina de aspecto; pelo gris, traje negro, cuello blanco». (Las raíces, p. 1685) porque no han conocido otro entorno que el de la servidumbre en la familia. Tales atributos se acentúan en el medio rural, con unos personajes rústicos -Manuela, Ildara- que confiesan públicamente una fidelidad y solidaridad de tintes deterministas: «En sus pazos de Castro Real nací, allí me crié, allí serví cuando mocita...»(Cuesta abajo, p. 1635), «Yo no dejo a mis señores, aunque pidan limosna. Sin soldada los sirvo» (Cuesta abajo, p. 1648); o como, Ildara, nodriza de Martín, cuando afirma: «La lengua me arrancan con tenazas antes de descubrir al señorito, que lo crié a estos pechos...» (Verdad, p. 1609).

Entre las relaciones con el mundo exterior al hogar, las amigas, las relaciones de la Corte son personajes tipificados que recogen los estereotipos femeninos dominantes, a excepción de Sofía en Cuesta abajo que representa el modelo de la solterona y amante silente. A través de estos personajes externos a la célula familiar, Pardo Bazán condena todos los vicios de la sociedad: el interés, la maledicencia, las falsas apariencias, la mala educación, el lujo, la holgazanería, la caza del marido, la falsa vanidad, el deseo de belleza, la lucha contra la vejez y la falta de educación. No descuida su caracterización escénica con los galicismos que puntean en sus diálogos:

«¡Eso de la modista francesa que viste tanto! Casi viste más que el traje, sobre todo si el traje es de soirée... de los que llevan postigos, ventanas y hasta galerías. Se llena uno la boca diciendo: "Este deshabillé me lo hizo la chupandinó


(El vestido de boda, p. 1602)33                


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Estas mujeres hueras, son vilipendiadas, en particular, cuando se trata de las aristócratas o las advenedizas burguesas. Extradiegéticamente, dichos personajes son recurrentes en Cuesta abajo, Las raíces, y El becerro de metal y participan en la creación de un modelo de mundo, pero en contrapartida, incrementan la contundencia de las críticas pardobazanianas. Valga de muestra este pasaje en el que la Marquesa, tras adular en voz alta, recalca en aparté en unos diálogos zahirientes:

«MARQUESA.-   (A CAÑAMERO, bajito.)  La "serre", la mitad mayor..., y el bolsillo, la mitad más pequeño.

CAÑAMERO.-   (En el mismo tono.)  ¿Cómo cree usted que andan, marquesa?

MARQUESA.-  Creo que de remate... Gerarda no tiene sentido común. Empeñada en competir con Gracia Altacruz, con Lucy Silva, con las elegantonas que apalean el dinero... [...]

CAÑAMERO.-  Y en otras cuestiones..., ¿se dispara Geradita?

MARQUESA.-  Por el camino que lleva no se harán esperar los acontecimientos»


(Cuesta abajo, p. 1641)                


En la urbe, los personajes externos al núcleo familiar circundan a las protagonistas femeninas para mejor aislarlas en sus conflictos psicológicos y amorosos, de manera que esas mujeres nuevas aparecen en escena como seres únicos y aislados, porque, sin duda alguna, estaban traduciendo algunas de las experiencias autobiográficas de Doña Emilia.

La mayoría de estos personajes dramáticos bregan contra el común error de la mujer decimonónica de poner «su destino fuera de sí misma». Mujeres como Judith de Levya, Inés y la criada en Juventud son personajes «objetualizados», en palabras de Doña Emilia, se definen como «algo referente a alguien»34. El conflicto psicológico que Pardo Bazán les impone es precisamente el de humanizarse, el llegar a «creerse alguien», a asumir sus decisiones y destinos. Retomando el fondo filosófico que ya Yxart discernía en las tesis ibsenianas, la nueva mujer se distingue en:

«El ejercicio de la voluntad, la independencia y firmeza de carácter, la más absoluta sinceridad y energía en las convicciones, la libérrima elección en todos los actos de la conciencia   —392→   humana, el proponerse ser lo que es, con todas las fuerzas del ánimo, y no otra cosa»35.


Llegar a ser alguien implica rechazar voluntariamente el matrimonio, no sentirse destinada exclusivamente a la maternidad, vivir relaciones amorosas libres o integrar el mundo laboral. Pardo Bazán propone estas tres vías en sus personajes femeninos jóvenes: Inés (Juventud) cumple todos los requisitos para llevar tal existencia y mantener una relación libre («tampoco pensé en bodas», p. 1675), aunque acabe sucumbiendo al peso de la ley social y, al requerir el amparo del hermano, retorna a la aldea: «INÉS.- (Rompiendo a llorar nerviosamente) ¡Sácame de aquí, hermano! ¡De esta casa, de este jardín, de este pueblo!» (Juventud, p. 1677). Susana y Celina encarnan los dos tipos más fuertes de nueva mujer joven: la trabajadora y la espiritual36. Son mujeres inteligentes y cultivadas y en ningún momento conciben el matrimonio como una necesidad social

«SUSANA.-  ¿Y por qué se empeña usted en que yo me case? Bien puedo quedarme soltera, libre...

PEDRO.-  ¡Ah! ¡En eso, en eso acierta usted! No pensemos en bodas, en legalidades, en contratos a tan largo plazo, cuando la verdadera vida, la juventud, dura poquísimo.. pensemos en amor..»


(El becerro de metal, p. 1714)                


Encerrada en el campo y sin fortuna, Celina en Cuesta abajo está «dispuesta a representar el heroísmo de la raza». Ante la imposibilidad de una libre elección del marido, puesto que «lo único que espera una señorita pobre es morir soltera o aceptar al que llegue». Ella decide iniciar sus estudios y carrera de artista en Milán «una de las pocas profesiones permitidas a las mujeres...» (p. 1662). La honra familiar quedará salva guardada bajo un falso nombre:

«[...] y bajo ese nombre me ganaré... no sé si la vida... o, además, la gloria y la fortuna... pero que conste que por ti lo hago. No me avergüenzo de trabajar, de luchar; eso no es desdoro. Yo no creeré que por mi resolución venga la decadencia de la casa. No ha   —393→   sido el trabajo, madrina, lo que nos ha perdido... No, no ha sido el trabajo».


(p. 1663)                


Paula Castañar, Gerarda y Susana son las nuevas mujeres adultas que han logrado enmendar su existencia. Insumisas y rebeldes ante los maridos, son ellas quienes los han substituido para solventar los problemas económicos familiares. Todos estos personajes femeninos, jóvenes y adultos, están dotados de voz e ideas propias y de la suficiente dignidad para dirigir sus existencias. A través de ellas, Pardo Bazán propone una nueva lectura del ideal de femineidad superando la mera dulzura, la suavidad y la delicadeza que configuraban el arquetipo femenino dominante. Con los diálogos teatrales, Pardo Bazán aniquila el ideal de femineidad asociado al silencio o al mínimo discurso privado. Callar, ser bella y sumisa son los ingredientes del estereotipo de la mujer silente frente a la charlatanería, indiscreción, haraganería, vaguería e ignorancia que popularmente caracterizan a la mujer. Ahora bien, las mujeres pardobazanianas son locuaces, si sus posiciones económicas son fuertes o susceptibles de serlo. En sus diálogos expresan opiniones propias con claridad y firmeza. Son mujeres capaces de enfadarse, de mostrar cierta agresividad verbal en unas réplicas contundentes sin que ello pueda ser interpretado como signo de un carácter agrio y desabrido. Las citas que hemos ido reproduciendo así lo demuestran. Frente al discurso privado al que se relegaba a la mujer, destaca la protagonista de El vestido de Boda, Paula, quien, con su genio «para no achicarme nunca» ante la dificultad, asume un discurso público a través del monólogo dramático. El monólogo le confiere un poder semejante al androcéntrico -pensemos en los mítines y misas donde el poder de la palabra resulta incuestionable sin la posibilidad de un mínimo diálogo-, pero, Pardo Bazán lo impregna de un estilo femenino, «más dialogante, más cooperativo»37, estableciendo un eficaz pacto de ficción con sus espectadores y haciéndoles partícipes de la intriga.

La sintaxis del lenguaje femenino derriba las fronteras de la tradicional y la parataxis que se atribuyen al lenguaje masculino y femenino, respectivamente38. Los personajes pardobazanianos, sin distinción de sexo, pueden utilizar un lenguaje rústico y brutal, pero asimismo, expresar pensamientos elevados con cualquier tipo de estructura sintáctica. Es la representación de la mujer la que se transmuta, puesto que el hombre pardobazaniano sigue siendo un hombre tradicional. La fuerza la adquiere sólo la mujer merced al enriquecimiento personal, la voluntad   —394→   y la libertad, o lo que equivale a la igualación del modelo masculino. Dicha fuerza se incrementa por el desfase que la autora establece entre sus propia visión de la mujer y el prisma desde el que siguen viéndola los hombres. No es extraño que, desde el punto de vista lingüístico, Pardo Bazán reproduzca para sus criaturas varones unos diálogos que respetan el lenguaje masculino al uso. Los enunciados dialógicos sobre la mujer de esos varones pardobazanianos reproducen los estereotipos sexistas dominantes. En sus réplicas aparecen tanto las sentencias sobre la obediencia ciega al esposo, las diferencias entre mujeres y señoras, hasta los lirios blancos y luces de vida y tantas otras metáforas comunes a la representación de la mujer.

Finalmente, cabría añadir que la precisión de las didascalias pardobazanianas enriquecen el discurso femenino con el simbolismo de la interpretación, con la cual, se incrementa el desfase entre las expectativas y conceptos masculinos sobre la mujer respecto de los de la autora, en particular, sobre el modelo de nueva mujer. Miradas, sonrisas, besos en las manos, desplazamientos en el escenario son lenguajes simbólicos con los que las protagonistas expresan abiertamente su conflicto psicológico, su desacuerdo, pero también las apetencias y los sentimientos amorosos en contra de las trabas de la norma social. Cuando María Guerrero interpretó el papel de Irene, debía actuar, siguiendo el orden dictado por las didascalias de una de las escenas: «Acercándose con zalamería», «Cariñosa», «Entre burlona y desazonada», «Conciliadora, resignada», «Insinuante»; para acabar: «Enojada», «Con despecho y algo de desdén», «Altanera», «Desasiéndose» «Fuera de sí», «Quiere marcharse» (Verdad, acto I, escena VI). En una escena con desenlace contrario, Susana, con sus silencios y largas miradas, provoca el intercambio amoroso, aunque el decoro exige que sea el varón quien dé el primer paso como indica la didascalia siguiente: «(...) calla y le mira largamente. Él la mira también. Pausa. PEDRO la coge por el talle y la estrecha) (El becerro de metal, p. 1714).

Las construcciones tan abiertamente dirigidas hacia la causa femenina no merecen obviamente otro desenlace que el de afirmación de la libertad y dignidad de la mujer. Son finales innovadores y fuertes en cambio de ideas con los que Pardo Bazán pretende revestir con una nueva imagen a la mujer, pero sobre todo, concederle por fin un destino libre: las más jóvenes encuentran el verdadero amor, las adultas se quedan solas porque Pardo Bazán suele aniquilar la contrafigura del marido y del hombre maduro. Si éstos llegan a escapar a la muerte o la ley social que la autora les inflige, quedarán debilitados por su desnudez y fragilidad psicológica, cuando no, serán sustituidos por pequeños varones todavía bajo dominio materno en la inocencia de la infancia. Sin primogénitos   —395→   herederos, ricos o pobres, el público descubrirá que la nueva familia ya no se perpetúa por la pureza de la sangre de linaje, sino por la pureza del corazón. Este es, por ejemplo, el final moral y didáctico con el que Pardo Bazán concluye Cuesta abajo. En los últimos instantes de agonía de Javier, el heredero díscolo, será sustituido por su joven hermanastro. En lugar de la sangre, obsérvese bien la metáfora, es el alma, -razón, intelecto y espíritu- los que seleccionan y dignifican al sucesor de un nuevo modelo familiar exclusivamente matriarcal, que de la ciudad ha vuelto al campo:

«GERARDA.-  Y...  (CELINA hace un gesto de dolor, señalando hacia la CONDESA, que llora. Respetuosamente.)  Madre mía..., seremos dos a llorarle... No soy de tu sangre, pero soy de tu alma...

CONDESA.-   (Abrazándola.)  Hija mía..., la mejor sangre que hay aquí es la tuya...

GERARDA.-   (Cogiendo en brazos a BABY y presentándoloselo a la CONDESA.)  Aquí tienes al sucesor de la casa»


(p. 1665)                


Nótese la precisión de las didascalias con las que Pardo Bazán dirigía a los actores para crear esa espectación final intensa. Con ella, quería alentar al espectador a imaginar el trasfondo de sus almas, a captar sutilmente la solución final de todo el proceso de análisis al que había asistido desde las primeras escenas. Observemos, asimismo, la fuerza simbólica que Pardo Bazán quería imponer en estos desenlaces cuya intensidad aumenta mediante la exacerbación de los recursos dramáticos, la acumulación de eventos trágicos y la reducción máxima de los intercambios dialógicos. En Las raíces, por ejemplo, cuando Aurelio comprende que su debilidad impulsó a su mujer al adulterio para poder garantizar la estabilidad económica del hogar, y por consiguiente, que el padre de sus hijas es en realidad el amante de su esposa; Pardo Bazán añade, a imagen de Ibsen en Un enemigo del pueblo, la muerte de una de ellas, de Fifí, a la que más amor y dedicación aportó. El diálogo es el siguiente:

«SUSANA.-   (Gritando.)  ¡Ah! ¡Jesús! Mi niña... Aurelio.. La niña.. Nuestra niña...  (Se echa en sus brazos.) 

AURELIO.-   (Sin rechazarla y bajo, casi al oído.)  No digas nuestra niña... di nuestra pena... Nuestra pena... Y entonces la sentiré yo... Llora, eres madre.. y esa es tu expiación...»


(Las Raíces, p. 1703)                


Estos desenlaces eran primordiales para Doña Emilia. Confiaba en la interpretación de los actores y en una escenificación mínima para impactar   —396→   a su auditorio e intentar que adentrase en las soluciones propuestas sobre la cuestión femenina y las conflictivas relaciones familiares.

A través de las creaciones teatrales someramente analizadas, los modelos de mujer pardobazaniana invaden el espacio escénico para adquirir una materialidad corpórea que pondera la ilusión de realidad en el espectador. Los atributos y los conflictos de estas protagonistas femeninas, conocidos ya en cuentos y novelas, adquirían vida entre candilejas. Pardo Bazán impone unos conflictos psicológicos destinados a deconstruir los arquetipos femeninos dominantes, procedentes del espectro masculino. El amor conyugal y filial, la célula familiar, el matrimonio, la posición económica, el trabajo serán, como hemos analizado, los principales aspectos que, en el respeto del decoro, Doña Emilia problematiza. En el marco teatral, en tanto que realidad ficticia, Pardo Bazán propone a las mujeres de todas las clases sociales nuevos derroteros en los que encauzar una existencia que se rija por la propia voluntad y las propias y libres ideas. Su auditorio descubriría, en escena, soluciones y modelos de mujer innovadores, tan innovadores como para despertar el recelo y ocasionar la censura de los ojos y las plumas masculinas, las cuales presentían el menoscabo de su todopoderosa masculinidad y de los eficaces poderes patriarcales.





 
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