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Vista aérea

1. Puerta de Guadalajara, donde nació Lope

2. Parroquia de San Miguel de Octoes

3. Reales Estudios de la Compañía

4. Entrada de la calle de Lavapiés, donde vivía Elena Osorio

5. Iglesia de San Ginés

6. Convento de la Victoria

7. Iglesia de San Andrés

8. Iglesia de San Sebastián

Casa-Museo de Lope de Vega

Casa-Museo de Lope de Vega.- Madrid

En cuanto al hijo, tampoco es mucho lo que sabemos. Nos movemos en conjeturas, muy bien casadas y dispuestas, pero sin base firme. Debió de ser fruto de algún devaneo en el tiempo del destierro; se llamaba Fernando Pellicer en el mundo y Fray Vicente en religión. No se sabe nada más de él25.

De regreso a Madrid, solo, sin el hijo que le sirvió de pretexto para el viaje, vuelve a encargarse de la secretaría del duque de Sessa, quien lograba para Lope de Vega el nombramiento de Procurador Fiscal de la Cámara Apostólica en el Arzobispado de Toledo. Lope aparece en estos días del regreso muy arrepentido de su viaje, como asimismo de sus menesteres y trapisondas amorosas. En una carta de estas fechas le dice al duque de Sessa, hablando de su propia alma: «Traigo estos días mil pesares en verla empleada tan bajamente y sin remedio; porque no estoy en tiempo de poder aplicarle ninguno».

En este momento llegamos a la última pasión de Lope de Vega: sus amores sacrílegos con Marta de Nevares Santoyo (Amarilis, Marcia Leonarda). Es la pasión tardía, vivida con intensidad enloquecedora, saltando por encima de todos los inconvenientes. El amor de Marta de Nevares es la parte más dramática de la vida de Lope, a vueltas con su desazón y el sacrilegio. Debía de tener Marta unos veintiséis años cuando Lope la conoció en una fiesta celebrada en un jardín madrileño. Marta era madrileña y se había educado en Alcalá de Henares. Casó contra su voluntad   —82→   en Valladolid, a los trece años de edad, con un hombre de negocios, Roque Hernández de Ayala. Doña Marta, semejante en esto a Elena Osorio, era mujer de refinados gustos, con cierta distinción y con cultura artística. Una hermana escribía versos. A fines del 1616 estaban en la más íntima relación Lope y la hermosa joven.

Los amoríos provocaron multitud de burlas por parte de los otros escritores, enemigos de Lope, ya ocasionales, ya habituales. Góngora decía:


    Dicho me han por una carta
que es tu cómica persona,
sobre los manteles mona
y entre las sábanas Marta;
agudeza tiene harta
lo que me advierten después,
que tu nombre del revés,
siendo Lope de la haz,
en haz del mundo y en paz
pelo desta Marta es.



También Ruiz de Alarcón, que antes había sufrido muchas burlas de Lope, toma parte en el asunto:


    Culpa a un viejo avellanado,
tan verde, que al mismo tiempo
que está aforrado de martas
anda haciendo magdalenos.



Verdaderamente, la maledicencia tenía donde cebarse. Lope, por este tiempo, aparece entregado a las tercerías en favor, del duque de Sessa, escribiéndole cartas galantes, que el noble enviaba a sus amantes; escarnece de mil modos al marido de Marta, sin escatimar la rudeza ni la grosería, e incluso envía las cartas íntimas de Amarilis a manos de su señor, que gustaba de coleccionarlas (cartas guardadas por el propio Lope o por Marcelica). Fácilmente podían, pues, desatarse las lenguas.   —83→   Por si era poco, en agosto de 1617 nace Antonia Clara, bautizada como hija de Roque Hernández. El duque de Sessa había aceptado el padrinazgo, pero cediendo a la cautela se hizo representar por su hijo Antonio, conde de Cabra. Por esta razón se daría a la niña el nombre de Antonia. Las sospechas del marido fueron vivas, protestó, hubo pleito. Empujada por la prisa del poeta, Marta quiso divorciarse; Roque intentó quedarse con la niña... Un sinfín de manifestaciones escandalosas. Todo vino a resolverse con la muerte de Roque Hernández, solución inesperada y, para los muchos problemas que la locura amorosa había planteado, verdaderamente oportuna. Muy poco después del fallecimiento de Roque Hernández, Lope escribía la dedicatoria a Marcia Leonarda de La viuda valenciana, líneas en las que resulta verdaderamente monstruoso el cinismo de su autor, al exhibir ante el público las intimidades de su existencia.

Entretanto, Lope estaba más enamorado que nunca. En una carta al duque de Sessa, en la primavera de 1617, dice: «Yo estoy perdido, si en mi vida lo estuve, por alma y cuerpo de mujer, y Dios sabe con qué sentimiento mío, porque no sé cómo ha de ser ni durar esto, ni vivir sin gozarlo». Si hemos de dar fe a las palabras encendidas del apasionado poeta, Marta de Nevares reunía multitud de cualidades excelentes. En la citada dedicatoria de La viuda valenciana, nos la describe como de «ojos verdes, cejas y pestañas negras, y cantidad de cabellos rizos y copiosos, boca que pone en cuidado los que la miran cuando ríe, manos blancas, gentileza de cuerpo». Como en el caso de Elena Osorio, el contenido espiritual de la hermosa Marta era un gran acicate para Lope, que necesitaba, inmenso niño siempre, una cercana y entera compañía: «Si vuesa merced hace versos, se rinden Laura Terracina; Ana Bins, alemana; Safo, griega; Valeria, latina; y Argentaria,   —84→   española. Si toma en las manos un instrumento, a su divina voz e incomparable destreza el padre desta música, Vicente Espinel, se suspendiera atónito; si escribe un papel, la lengua castellana compite con la mejor, la pureza del hablar cortesano cobra arrogancia, el donaire iguala la gravedad y lo grave a la dulzura; si danza, parece que con el aire se lleva tras sí los ojos, y que con los chapines pisa los deseos». Toda la égloga Amarilis (1633) está destinada a contar por detalle la historia de su última y destelladora pasión por aquella mujer que, mal casada y harta de vida anodina, debió encontrar en el Fénix, también tardíamente, su sueño de mujer ilustrada y hermosa. Todo confluía para su felicidad, excepto el hábito de Lope.

Marta influyó poderosamente en la producción de Lope de Vega. Ya viejo, con muchas penas y experiencias a sus espaldas, Lope se veía joven y animoso, emprendedor, por obra de su amor y de su aliento. Lope se expresaba con la misma soltura y el poco recato con que se había expresado siempre. Cualquiera podría pensar que casi pretendía desafiar el juicio público, bien enterado de la verdad que ocultaban las páginas. Ya he recordado arriba la dedicatoria de La viuda valenciana (1620). Al año siguiente, le dedicó Las mujeres sin hombres (1621). En este mismo año incluyó en La Filomena una novela titulada Las fortunas de Diana, también dedicada a Marcia Leonarda. Por la dedicatoria se desprende que Marta de Nevares aconsejó a Lope que escribiese novelas cortas, a la manera cervantina: «No he dejado de obedecer a vuesa merced por ingratitud, sino por temor de no acertar a servirla, porque mandarme que escriba una novela ha sido novedad para mí». Esto último no era verdad del todo, ya que Lope había escrito La Arcadia y El peregrino. Sin embargo, el consejo de Marta aún produjo otras narraciones dedicadas a Marcia Leonarda: La desdicha   —85→   por la honra, La prudente venganza y Guzmán el Bravo, que aparecieron en La Circe, en 1624.

Todo hace pensar que Lope habría encontrado en Marta, si no hubiese sido todo tan tardío, la esposa ideal, compañera de amor y de tareas, hermosa e inteligente. La actividad del Fénix rebosa estos años del nuevo amorío. Las Comedias venían apareciendo en Partes, hechas por libreros o personas interesadas en ello, sin que Lope interviniera. En 1617 salieron las Partes séptima y octava, en Madrid, a costa de Miguel de Siles. Ambas van dedicadas al duque de Sessa. En este mismo año salió la Parte novena primera que figura cuidada por el mismo Lope, y en el prólogo de la cual rechaza por ilegítimas las anteriormente publicadas. En tal aseveración, Lope se pasaba un poco de rosca: varias de las otras partes anteriores habían sido preparadas por personas de su intimidad y, casi seguro, con la aquiescencia del autor. Sí tenía motivos, en cambio, para quejarse de lo poco escrupuloso que resultaba el impresor, que recurría a textos muy maltratados, perpetuando errores graves, etc. Tampoco él habría podido, quizá, hacerlo mucho mejor, ya que no poseería originales, pues los vendía a los cómicos a medida que los hacía, y estarían perdidos, aparte de que no era Lope para rehacer o meditar una obra propia. En 1618 publicó el Triunfo de la Fe en los reinos del Japón, obra de encargo, destinada a narrar los martirios de los primeros misioneros cristianos en aquellas tierras asiáticas; salen también las Partes X y XI de comedias, y publica El peregrino por sexta vez. En la primera edición de esta novela (Sevilla, 1604), había puesto una lista de las comedias escritas hasta entonces: doscientos treinta títulos. En esta edición de 1618, añade ciento catorce títulos nuevos. En 1619 aparece la Parte XII, y en 1620, las dos siguientes. Este 1620 fue para Lope la cumbre de la gloria terrena: se celebraron las fiestas de la   —86→   beatificación de San Isidro, con el acostumbrado certamen poético en la parroquia de San Andrés. Y Lope de Vega fue escogido como director de la justa poética. Los principales poetas de España se presentaron a los premios, y, al lado de ellos, figuraba Lope de Vega el mozo, el hijo inquieto de Micaela de Luján. En 1621, Marcela se fue al convento, quizá escandalizada o atemorizada ante el poco edificante espectáculo de la casa paterna, como ya hemos dicho atrás: profesó al año siguiente, en las Trinitarias. Años, años, y con esos años, la vida y la gloria de Lope, la popularidad, los afanes, los quebrantos. En 1621, Lope de Vega se está acercando a los sesenta de su vida y reúne en su casa de la calle de Francos, como reliquias de su desesperado afán de vivir plenamente, hijos de Micaela de Luján, de Juana de Guardo y de Marta de Nevares.

En 1621 aparece La Filomena, poema dividido en dos partes. En la primera, Lope contesta a los ataques que le dirigió, en 1617, Torres Rámila, en su Spongia, y en la segunda, cuenta su vida26. También este año salen en Madrid las Partes XV, XVI, XVII de comedias.

En 1622, Madrid celebró la canonización de San Isidro. Lope escribió, a petición del Ayuntamiento, dos comedias, que se representaron en la plaza de Palacio ante Felipe IV, y presidió, como en la beatificación, el certamen poético. En él aparece Antonia Clara, el primer vástago de Marta de Nevares, que entonces tenía cinco años, como pretendiente a uno de los premios (naturalmente, con versos del padre).

Pero toda esta alucinante sucesión de tarea gloriosa tenía su contrapartida. En el hogar de la calle de Francos   —87→   no todo sonreía. Por estas fechas, quizá un poco antes de irse Marcela a las Trinitarias, Doña Marta de Nevares, súbitamente, perdió la vista. Aquellos ojos en los que Lope se miraba con ternura juvenil perdieron la luz. Fueron largos los cuidados y el dolor de Lope27. En 1628, según una carta, sabemos que Marta mejoró, lo que debió ser muy pasajero. En un período incierto, quizá 1628, Marta de Nevares enloqueció, sufriendo depresiones de honda melancolía, alternadas con accesos furiosos, en los que hacía pedazos sus vestidos, y, aunque recobró la razón después, murió, probablemente en esa casa de la calle de Francos, en 1632. La locura de Marta arrancó a Lope acentos de atroz amargura:


¿Quién creyera que tanta mansedumbre
en tan subida furia prorrumpiera?
Pero faltando la una y la otra lumbre
de cuerpo y alma, ¿qué otro bien se espera?
Que, en no habiendo razón que el alma alumbre,
ni vista al cuerpo en una y otra esfera,
sólo pudo quedar lo que se nombra
de viviente mortal cadáver sombra.
—88→
    Aquella que gallarda se prendía,
y de tan ricas galas se preciaba,
que a la aurora de espejo le servía,
y en la luz de sus ojos se tocaba,
furiosa los vestidos deshacía,
y otras veces estúpida imitaba,
el cuerpo en hielo, en éxtasis la mente,
un bello mármol de escultor valiente.
. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
solo la escucho yo, solo la adoro,
y de lo que padece me enamoro.



Marta de Nevares tenía, al morir, algo más de cuarenta años. Fue enterrada a costa de Alonso Pérez, el librero íntimo amigo de Lope de Vega. Lope, ya con setenta años, anciano, sumido en desconsuelo, debió de sentir entonces el afán de ser discreto ante el público y no figuró como el sufragante de las últimas honras de Marta. De otro tipo se las siguió haciendo, desde su inmensa congoja:


    Resuelta en polvo ya, mas siempre hermosa,
sin dejarme vivir, vive serena
aquella luz, que fue mi gloria y pena,
y me hace guerra, cuando en paz reposa.
    Tan vivo está el jazmín, la pura rosa,
que blandamente ardiendo en azucena,
me abrasa el alma de memorias llena,
ceniza de su fénix amorosa.
    ¡Oh memoria cruel de mis enojos!
¿Qué horror te puede dar mi sentimiento,
en polvo convertidos sus despojos?
    Permíteme callar sólo un momento,
que ya no tienen lágrimas mis ojos
ni conceptos de amor mi pensamiento.



Aún durante la enfermedad de Marta, Lope había seguido en febril producción y trabajo asiduo. La Parte XX de comedias salió en 1625. (A partir de esta fecha,   —89→   Lope abandonó, no sabemos por qué, el cuidado de editar sus comedias.) En este mismo año, Lope ingresó en la Congregación de San Pedro, de sacerdotes naturales de Madrid, que aún existe hoy. Y aún pudo dar a la luz ese mismo año los Triunfos divinos, lejana imitación de los Trionfi de Petrarca. El libro iba dedicado al Conde Duque de Olivares, deseoso Lope de encontrar protección y mecenazgo en los medios cortesanos, lo que no logró. A pesar de que entonces el Rey, Felipe IV, pasaba por Rey-poeta, la popularidad de Lope no era, ni mucho menos, cortesana. Lope, detrás de su llaneza, tan atacada por Góngora y los cultistas, era pueblo, estado llano, y participaba, vibrante, de estos afanes que no eran del gusto de las letras cultas o eruditas28.

En 1627 se publica la Corona trágica, poema que narra la vida de María Estuardo, la desgraciada reina de Escocia. El poema va dedicado a Urbano VIII. El Papa,   —90→   en correspondencia, dio a Lope el título de Doctor en Teología por el Collegium Sapientiae y la Cruz de San Juan. Esto es lo que hizo que Lope pudiera ponerse el «frey» delante de su nombre. A mediados de 1629 terminó El laurel de Apolo, poema en el que se van enumerando y juzgando alabanciosamente las obras de un copioso número de poetas contemporáneos. Fue publicado en 1630. Tuvo un nuevo contacto con la vida palatina en 1631: la comedia La noche de San Juan, representada en una fiesta que, con motivo de esa festividad, se celebró en los jardines del Conde de Monterrey, en honor de los Reyes. Por si fuera poco, El castigo sin venganza es también de esta fecha. De por este tiempo ha de ser también la Epístola a Claudio (aquel Claudio Conde al que nos hemos tropezado varias veces en momentos poco airosos de Lope, y al que le unía estrecha amistad). La Epístola (se llama Égloga en realidad), es importantísima por la gran cantidad de datos autobiográficos que encierra. A esta Epístola pertenece el tan traído y llevado fragmento donde Lope se vanagloria de haber escrito más de «mil y quinientas fábulas», y donde nos habla de su rapidez al escribir:


pues más de ciento, en horas veinticuatro,
pasaron de las musas al teatro.



Tal conciencia tenía de su fecundidad, de su esfuerzo, que pudo decir en esta Égloga o Epístola:


hubiera sido yo de algún provecho
si tuviera Mecenas mi fortuna;
mas fue tan importuna
que gobernó mi pluma a mi despecho;
tanto que sale (¡qué inmortal porfía!)
a cinco pliegos de mi vida el día.



  —91→  

A continuación se jacta de ser el fundador del teatro. La Égloga a Claudio quedó inédita hasta después de la muerte de Lope (1637).

También de 1632 es La Dorotea, libro al que hemos recurrido muchas veces para explicarnos los avatares de su biografía, verdadera maravilla de la literatura dialogada, que debió de ser escrita en la juventud de Lope, pero retocada y sopesada cuidadosamente después, ya en la vejez. El único caso en que Lope ha vuelto, rediviva memoria, sobre su tumultuoso pasado, dándole calidades poéticas universales, sin perder de vista lo concreto y anecdótico.

Sin embargo de este tan continuo figurar en la primera línea de la actividad, bien por la enfermedad de Marta de Nevares, bien por su natural dilapidador, la familia Lope de Vega vivía estrechamente, en verdadera pobreza, de la que no le sacaban sus constantes súplicas al Duque de Sessa. Lope mendigaba al noble ropas, dinero, sustento, que muchas veces no vendrían. En una ocasión, Antonia Clara parodia una letrilla de Góngora:


¡Ay, que al Duque le pido
aceite andaluz!
Pues que no me lo envía,
cenaré sin luz.



El halo de la pobreza es perceptible hasta en las aprobaciones de los libros, donde adquiere forma de conocimiento público en las palabras de su amigo Juan de Jáuregui. Así, por ejemplo, en la aprobación de la Corona trágica insinúa: «fuera justo por manos de los muy poderosos levantarle más y enriquecerle». En la aprobación de los Triunfos divinos había dicho: «Es mi parecer y deseo que al amparo de los que valen reciba mayores premios y acrecentamientos». No sería, pues, figura poética, vanas palabras bien dichas, las escritas   —92→   en la dedicatoria del Verdadero amante, donde habla de que sólo tenía «pobre casa, igual mesa y un huertecillo cuyas flores me divierten cuidados y me dan conceptos».

Muerta ya Doña Marta de Nevares, la vida no le reserva a Lope más que soledad en creciente, acentuándose el desamparo día a día. En 1633 se casó Feliciana, la hija de Juana de Guardo, la que nació al morir la madre. Se casó con D. Luis de Usátegui, empleado del Consejo de Indias, que probablemente ganaba muy poco. A partir de este año comienzan a salir las Partes de comedias de Lope, que llamamos extravagantes, sin su intervención. Lope se había desentendido de vigilarlas. En 1634 salió el último libro publicado en vida: las Rimas humanas y divinas del licenciado Tomé de Burguillos, donde, entre una serie de hermosos Poemas, figuran otros muchos burlescos y, entero, La Gatomaquia. A fines de mayo de 1634 daba punto final a Las bizarrías de Belisa, comedia movida y deliciosa, que revela la frescura de sus facultades a su avanzada edad. La armonía casera parecía que iba a acompañarle hasta la muerte, con las naturales discrepancias de su larga edad y de su temperamento. Sin embargo...

Montalbán habla de dos grandes pesadumbres que le entristecieron los últimos días, pesadumbres de las que no pudo reponerse: «había tenido de un año a esta parte dos disgustos -como si para una vida no bastase uno- que le tenían casi reducido a una continua pasión melancólica». El primero de esos infortunios fue la muerte de Lope Félix, en la desdichada expedición a la Isla Margarita, como ya se ha dicho, y del que Lope no debía tener noticia todavía al escribir la dedicatoria de La Gatomaquia, y el otro, el rapto de Antonia Clara, la hija de Marta de Nevares.

Antonia Clara tenía diecisiete años cuando fue raptada por Cristóbal Tenorio, un protegido del Conde   —93→   Duque de Olivares y hombre que desempeñaba, a la sombra del favorito, un puesto en Palacio. Lope cantó todo este suceso en la égloga Filis, fechada en 1635 y publicada después de la muerte de su autor. En ella, Lope se recrea en los detalles del rapto, en el soborno de la criada, en el encuentro de la casa vacía la noche del suceso, ropas y cajones dispersos por el suelo. Antonia Clara se había convertido en los últimos años en la secretaria de su padre, habilidosa para las letras, para el canto; al decir del padre, era muy hermosa, pero no parece que Lope hiciera muchos esfuerzos por preservarla del trato con tanta gente ligera de cascos como le rodeó siempre. De todos modos, al final de su vida, Lope, el raptor, el sembrador de pasiones sin barreras, encontró la cosecha de tantos años esparciendo desasosiegos. Antonia Clara murió soltera en 1664, legando un montón de deudas y de alhajas, por cierto en la casa de la calle de Francos, propiedad de un hijo de Feliciana. En su testamento se decía «hija legítima de Lope Félix de Vega y de Doña Marta de Nevares, su mujer». Dejaba mandas a su hermana Marcela, monja en las Trinitarias, donde fue enterrada.

Lope, ante estos descalabros, se sintió desfallecer. Montalbán cuenta morosamente las últimas horas del hombre que fue todo en la tierra. En agosto de 1635, el calor de Madrid en el aire, Lope sufría de congoja, que le apenaba, y le hacía desear la muerte. El 25 de ese mes, aún dijo su misa en el oratorio, regó su huerto y se encerró en el estudio. Estaba algo resfriado, quizá por haberse disciplinado, como solía hacer todos los viernes y como se comprobó al ver las manchas de sangre en las paredes. Asistió por la tarde a unas conclusiones de Medicina, donde tuvo un desmayo, que hizo que, al reponerse, le trajeran a su casa en una silla. El 26, domingo, recibió los sacramentos y firmó su testamento. «La verdadera fama es ser bueno... Trocara   —94→   cuantos aplausos había tenido por haber hecho un acto de virtud más en esta vida», le dijo a Montalbán. El día siguiente, lunes 27, rodeado de numerosos amigos, entre los que no faltaba el Duque de Sessa, murió. Cuatro días antes había escrito un soneto y la Silva titulada El Siglo de Oro.

El duque de Sessa se encargó de los funerales, que fueron muy solemnes. Todo Madrid participó en el dolor de su muerte. Las honras duraron nueve días. El entierro pasó, dando un rodeo, por la puerta del Convento de las Trinitarias, a petición de Sor Marcela, que quiso verle por última vez. Fue enterrado en la iglesia de San Sebastián, en la calle de Atocha. Sus restos fueron removidos en una de las mondas del siglo XVIII o principios del XIX, y mezclados, en fosa común, con otros muchos. Fueron sacados antes del nicho donde se le enterró porque el duque de Sessa no quiso pagar los derechos parroquiales a que antes se había comprometido.

Lope gozó en vida de una enorme reputación. Montalbán llega a decir que hubo quien vino del extranjero aposta a comprobar si era hombre de carne y hueso, y que nobles y prelados se lo disputaban para entablar con él trato y sentarlo a su mesa. Ya sabemos cuánto hay de exageración en todo esto: no logró la protección real ni la de los ministros, gentes que con muy poco esfuerzo habrían podido tenderle una mano en sus apuros o en sus momentos de aflicción. La popularidad de Lope fue fundamentalmente popular y hay que buscarla, sobre todo, en la gente que asistía a los espectáculos. Fama de la calle, de boca en boca, verso oportuno de Lope para cualquier circunstancia feliz o pesarosa del vivir cotidiano. Montalbán nos cuenta que el retrato del Fénix estaba en las casas de todos sus compatriotas, palabras suyas se perpetuaban en el diálogo corriente y en las obras de sus seguidores;   —95→   hubo quien puso en circulación una parodia del Credo, (recogida por la Inquisición): «Creo en Lope todopoderoso, poeta del cielo y de la tierra...». Tan firme era la creencia de que cuanto él hacía o a él se refería era bueno, que su nombre se empleaba para designar la bondad de cualquier cosa: «El oro, la plata, los manjares, las bebidas, cuanto sirve al uso humano, los elementos mismos, las cosas inanimadas, reciben el nombre de Lope cuando son excelentes», traducía Menéndez Pelayo de la Expostulatio Spongiae. El padre Peralta, en la Oración fúnebre que pronunció en loor de Lope, insistió sobre eso: «Proverbio hizo el lenguaje castellano del nombre de Lope para encarecimiento de lo mejor; la tela más rica y vistosa, para venderla por tal, de Lope llama el mercader; la más bien acabada pintura, no de Apeles, de Lope la llama el pintor». El mismo Lope decía:


Es adagio provincial
que todas las cosas son
de Lope: extraño caudal.



Quevedo, hombre crítico y agudo si los ha habido, dijo, en la aprobación de las Rimas de Tomé de Burguillos: «Lope, cuyo nombre ha sido universalmente proverbio de todo lo bueno, prerrogativa que no ha concedido la fama a otro hombre»29. En fin, la Fama   —96→   póstuma, de Montalbán, donde colaboran los contemporáneos más famosos, o las Essequie poetiche, de Fabio Franchi, impresas en Venecia, o las numerosas necrologías, revelan esta universal aquiescencia a su genio y a sus dotes, la admiración por su fecundidad y su tarea, admiración a la que todavía hoy es imposible escapar. Un historiador de las letras españolas (Fitzmaurice-Kelly) ha dicho: «Lope fue testigo, por decirlo así, de su propia apoteosis. Era uno de los espectáculos de Madrid. Cuando regresaba del hospital, donde cuidaba a enfermos y moribundos, las gentes, en la calle, se volvían para contemplarle; niños y mujeres se apiñaban a su alrededor para besarle la mano y solicitar su bendición. Su paseo diario era como el de un rey, y su retrato pendía de los muros de los palacios y de las moradas humildes. Así nos lo describen contemporáneos suyos y así nos place imaginárnosle en su augusta vejez: como un símbolo viviente de toda la fuerza, la altivez, la gloria de la heroica España».


Lope y sus contemporáneos

Lope lo fue todo en la codiciada gloria terrena. La fama, el respeto, bien pronto le rodearon entre sus contemporáneos. Y, como es natural, surgieron las envidias, los recelos, las malquerencias. Lope, por su parte, no era hombre que se caracterizara por la discreción en sus juicios. La envidia enredaba de aquí para allá, como   —97→   ocurre siempre entre gentes del mismo oficio. A principios del siglo XX, en la vida de la corte, debía de pasar lo mismo. Basta recordar las líneas que Azorín dedica, en La voluntad, al tema. En ellas se ve obligado a exclamar: «Es raro en Madrid el literato de corazón ancho». Pues este mal viejo de la vida nacional ya se cebó sobre Lope, incluso en ocasiones en que él intentó hasta recurrir a la adulación para conjurarlo. Hoy, todo este combate de dimes, diretes, peleas escritas, maledicencias, nos parece de interés tan sólo en cuanto puede servir para retratar las naturales estimaciones artísticas de los combatientes; pero añade muy poco al cabal conocimiento del hombre, como no sea el exagerar las flaquezas. Lope de Vega tuvo muchos enemigos, a los que trató de diverso modo.

Juan Ruiz de Alarcón, el excelente comediógrafo de origen mexicano, nunca gozó de una estimación por parte del Fénix. Su figura contrahecha servía de motivo a las burlas, de un modo que a nuestra sensibilidad actual repugna. En la dedicatoria de Los españoles en Flandes, comedia incluida en la Parte XIII (1620), dirigida a Cristóbal Ferreira de Sampayo, Lope se burla de Alarcón de una manera cruel, despectiva, en la que podemos reconocer incluso -siempre este Lope esclavo de verdades vulgares, populares- el temor instintivo de la plebe contra los contrahechos. De esa dedicatoria proceden las siguientes palabras: «Cuánto nos debamos guardar de los que señaló la Naturaleza, nos muestran varios ejemplos y la experiencia. Las partes por quien se conoce el ingenio están delineadas de la Naturaleza en el rostro, y así, la envidia y los demás vicios. Generalmente se ha de tener que los miembros que están en proporción natural cuanto a la figura, color, cantidad, sitio y movimiento, señalan buena complexión natural y buen juicio; y los que no tienen debida proporción y las demás referidas partes, que la   —98→   tienen perversa y mala. Por eso decía Platón que cualquiera semejanza del animal que había en los hombres, tales eran las costumbres que imitaban». Y sigue, refiriéndose al poeta mexicano, por el hecho de ser corcovado, con palabras de muy poca caridad: «... creer que... hay poetas ranas en la figura y en el estrépito...; Aristóteles..., a los jibones, pinta con mal aliento. Es cosa ordinaria en tales hombres, si hombres se han de llamar, la soberbia y el despreciar». Es verdad que estas expresiones hoy nos asombran un poco, y, sin embargo, Lope era muy recatado. Aún más gravedad tenían los ataques que a Alarcón dirigieron Quevedo y algunos otros. El propio Alarcón atacó a Lope en alguna ocasión, especialmente con motivo de su relación con Marta de Nevares. (Véase más arriba, página 82.)

Cervantes figura también en la lista de las enemistades. No era Cervantes, sonrisa abierta y generosa, hombre de maledicencias ni murmuraciones porque sí. Sin embargo, algo debió de ocurrir cuando, en el prólogo a la segunda parte del Quijote, se lee esta clara referencia a Lope: «No tengo yo de perseguir a ningún sacerdote, y más si tiene, por añadidura, ser familiar del Santo Oficio, y si él [Avellaneda] lo dijo por quien parece que lo dijo, engañóse de todo en todo; que del tal adoro el ingenio, admiro las obras y la ocupación continua y virtuosa». Es verdad que no podía aludir a las relaciones con Marta de Nevares en 1615; pero en la vida de Lope no faltaban quiebros a los que entregarse mordazmente. Por otra parte, Lope, que había recibido elogios encendidos de Cervantes en el prólogo a las Ocho comedias («el gran Lope de Vega..., el monstruo de la Naturaleza...», etc.), habló desdeñosamente del Quijote y de Cervantes en general. Una frialdad escueta y cortés se revela en ese «no le faltó gracia y estilo»,   —99→   con que Lope señala al novelista sin par, en Las fortunas de Diana, una de las novelas a Marcia Leonarda. Quizá Lope no pudo olvidar nunca las burlas que Cervantes, con otros muchos al lado, hizo del petulante escudo con numerosas torres que Lope pretendió usar como propio. En la enemistad con Cervantes destaca la serena postura, recatada y digna, del novelista. El breve trozo del prólogo del segundo Quijote es la única queja que Cervantes da, a pesar de que, en cierto modo, un frecuente recuerdo de Lope cruza por el falso Quijote, el de Avellaneda. Lope, en Amar sin saber a quién, decía:

LEANDRA
    Después que das en leer,
Inés, en el romancero,
lo que a aquel pobre escudero
te podría suceder.
INÉS
Don Quijote de la Mancha
(perdone Dios a Cervantes)
fue de los extravagantes
que la corónica ensancha.

Muchos más escritores estaban frente a Lope. Destacan, por ejemplo, Micer Andrés Rey de Artieda, Cristóbal de Mesa, Cristóbal Suárez de Figueroa, Esteban Manuel de Villegas. En la enemiga de estos escritores es muy fácil entrever una razón para la enemistad. Rey de Artieda había sido compañero de Cervantes en Lepanto, y como él, representaba el teatro tradicional, vencido por las novedades de Lope; es, pues, natural que estuviera dolido, rencoroso. Villegas, poeta de muy destacada nota, era de una vanidad grotesca, que seguramente habrá divertido, teatralmente diría, a Lope; Cristóbal de Mesa era un recalcitrante autor de epopeyas cultas que nadie leía, y se jactaba de no escribir más que para italianos cultos. De Suárez de Figueroa, ese excelente escritor de El Pasajero, ya destacó Menéndez   —100→   Pelayo su cualidad de envidioso patológico: «era una monstruosidad moral, de aquellas que ni el ingenio redime». Sin embargo, a Rey de Artieda, a Mesa y a Villegas, Lope los citó en El laurel de Apolo. No así a Figueroa.

Más importante, por su alcance y significación, fue la enemistad con Góngora. Lope de Vega parecía tener hacia el poeta cordobés una mezcla de respeto y temor, combinada con ráfagas de irritación. Habló de él con elogio muchas veces, y atacaba duramente a sus imitadores y seguidores. En diversos puntos, dentro de la obra de Lope, y ya quedan señalados algunos en su lugar oportuno, no es raro encontrar claros influjos de la nueva manera de hacer poesía. En el Discurso sobre la nueva poesía, Lope habló varias veces de su enemigo, en tonos claros, comedidos, a la vez que exponía sus ideas sobre la poesía. Así ocurre en las líneas siguientes: «El ingenio de este caballero [alude a Góngora] desde que le conocí, que ha más de veintiocho años, en mi opinión es el más raro y peregrino que he conocido en aquella provincia. De sus estudios me dijo mucho Pedro Liñán, contemporáneo suyo en Salamanca... rindió mi voluntad a su inclinación, continuada con su vista y conversación pasando a la Andalucía, y me pareció siempre que me favorecía y amaba con alguna más estimación que mis ignorancias merecían... Escribió en todos estilos con elegancia, y en las cosas festivas, a que se inclinaba mucho, fueron sus sales no menos celebradas que las de Marcial, y mucho más honestas... Mas no contento con haber hallado en aquella blandura y suavidad el último grado de la fama, quiso -a lo que siempre he creído, con buena y sana intención, y no con arrogancia, como muchos que le son afectos han pensado- enriquecer el arte y aun la lengua con tales exornaciones y figuras cuales nunca fueron imaginadas ni hasta su tiempo vistas... Bien consiguió este   —101→   caballero lo que intentó, a mi juicio, si aquello era la que intentaba. La dificultad está en el recibirlo, de que han nacido tantas, que dudo que cesen si la causa no cesa; pienso que la antigüedad y oscuridad de las palabras debe de darla a muchos... Todo el fundamento de este artificio es el trasponer, y lo que le hace más duro es el apartar tanto los adjuntos de los sustantivos... La poesía ha de costar grande trabajo al que la escribiese, y poco al que la leyese». Lope se declara admirador de Góngora, humildemente, pero afirma su enemiga eterna a los imitadores: «Mas sea lo que fuere, yo le he de estimar y amar, tomando de él lo que entendiere con humildad y admirando lo que no entendiere con veneración; pero a los demás que le imitan con alas de cera en plumas tan desiguales, jamás les seré afecto, porque comienzan ellos por donde él acaba». El elogio de Lope llega al extremo de escribir un soneto en alabanza de Góngora, pretextando hacer así el elogio de los grandes poemas gongorinos, no bien acogidos por la fama: «Y para que mejor vuestra excelencia entienda que hablo de la mala imitación, y que a su primero dueño reverencio, doy fin a este discurso con este soneto que hice en alabanza de este caballero, cuando a sus dos insignes poemas no respondió, igual, la fama de su patria:


    Canta, cisne andaluz, que el verde coro
del Tajo escucha tu divino acento,
si ingrato el Betis no responde atento
al aplauso que debe a tu decoro.
    Más de tu Soledad el eco adoro  5
que el alma y voz del lírico portento,
pues tú solo pusiste al instrumento,
sobre trastes de plata, cuerdas de oro.
    Huya con pies de nieve Galatea,
gigante del Parnaso, que en tu llama  10
sacra ninfa inmortal arder desea.
—102→
    Que como sé la envidia te desama,
en ondas de cristal la lira Orfea,
en círculos de sol irá tu fama».



Lope sentía miedo ante Góngora. Se sentía quizá vulnerable. El cordobés no escatimaba las palabras duras. En un ejemplar de La Filomena, ante una posible auto-alusión lopesca, elogiosa como es natural, parece que Góngora escribió: «Si lo dices por ti, Lopillo, eres un idiota sin arte ni juicio». En algunos poemas de Góngora, Lope sale muy mal librado. Para Góngora, el arte sencillo y claro de Lope era excesivamente llano, y su vida privada daba lugar a múltiples ataques. Ya citamos en su lugar algunos versos con motivo de la convivencia con Marta de Nevares. Desde el lado estrictamente literario, los ataques de Góngora menudeaban. El soneto que acabamos de leer, está escrito poco después de que Góngora dijese con toda desenvoltura:


    Patos del aguachirle castellana,
que de su rudo origen fácil riega,
y tal vez dulce, inunda vuestra Vega,
con razón Vega, por lo siempre llana;
    pisad graznando la corriente cana  5
del antiguo idioma, y, turba lega,
las ondas acusad cuantas os niega
ático estilo, erudición romana.
    Los cisnes venerad cultos, no aquellos
que esperan su canoro fin los ríos;  10
aquellos, sí, que de su docta espuma
vistió Aganipe. ¿Huís? ¿No queréis vellos,
palustres aves? Vuestra vulgar pluma
no borre, no, más charcos. Zabullíos.



No cabe mayor desdén, dicho con más galanura de lenguaje nuevo. En el aguachirle castellana debió cundir el espanto ante lo casi ilegible, acostumbrados a la soltura expresiva de Lope, tan llano y fluyente. Las trasposiciones   —103→   sacaban de quicio a Lope, los nuevos adjetivos, el hipérbaton duro y prolongado. Todo esto era para Lope «lastimoso ejemplo de poeta insigne que escribiendo en sus fuerzas naturales y lengua propia fue (leído) con general aplauso, y después que se pasó al culteranismo lo perdió todo».

La polémica duró ya hasta la muerte del cordobés. Era la natural discrepancia entre dos mundos en conflicto: el de la poesía efusiva y el de la creación meditada, con regusto de placer intelectual, exquisito, concentrado. Los dos, cada cual desde su ángulo propio tenían su verdad. De vez en cuando, había acercamientos, oscilaciones, en esta guerra desde la sombra y la murmuración. Así, en una ocasión, Lope dice al duque de Sessa en una carta: «Un soneto vide de Don Luis; agradóme: escribe ya en lengua castellana, que dicen que se le apareció una noche, vestida de remiendos de diversos colores, y le dijo: Hombre de Córdoba, mira cuál estoy por tu causa, los pies errantes, el rostro mentido, los ojos brillantes, las manos ministrantes, ostentando remiendos y emulando jerigonzas. Vuélvete a tus exordios; restitúyeme a la llaneza de Herrera y Laso. Con la cual estupenda visión habla ya en nuestra lengua». Que a Lope le obsesionaba el hablar de los cultos, hasta hacerle perderse en parlas sobre él, lo revelan, por ejemplo, las numerosas alusiones que hace y, sobre todo, las imitaciones forzadas o irónicas. Del primer apartado, podemos recordar el curioso prólogo o dedicatoria al Príncipe de Esquilache, al dirigirle La pobreza estimada, en la Parte XVIII (1623). Allí se leen cosas como las siguientes: «... sobrevino en el Parnaso tan estupenda mudanza..., a los unos llaman culteranos, de este nombre culto, y a los otros llanos, eco de castellanos... Le certifico que no tiene todo su discurso catorce voces, con algunas figuras imposibles a la retórica... Es, finalmente, tan oscura que tiene por jeroglífico a la puerta   —104→   la cábala». Las expresiones de Lope recuerdan la repulsión que ante el nuevo lenguaje de una nueva generación histórica sienten los de la generación caduca. Argumentos parecidos esgrimía Castillejo en el siglo XVI contra los petrarquistas.

Desde el lado de la broma, Lope también escribía, destacando eso. Muy famoso es el soneto siguiente, incluido en El laurel de Apolo:


    -Boscán, tarde llegamos. ¿Hay posada?
-Llamad desde la posta, Garcilaso.
-¿Quién es? -Dos caballeros del Parnaso.
-No hay donde nocturnar palestra armada.
    -No entiendo lo que dice la criada.  5
Madona, ¿qué decís? -Que afecten paso,
que ostenta limbos el mentido ocaso,
y el sol dipinge la porción rosada.
    -¿Estás en ti, mujer? -Negóse al tino
el ambulante huésped. -¿Que en tan poco  10
tiempo tal lengua entre cristianos haya?
    Boscán, perdido habemos el camino;
preguntad por Castilla, que estoy loco,
o no habemos salido de Vizcaya.



Actitudes y fraseología análogas no escasean a lo largo de las comedias de Lope. Todavía en La Dorotea, nos encontramos con un soneto de signo parecido:


Pululando de culto, Claudio amigo,
minotaurista soy desde mañana;
derelinquo la frasi castellana,
vayan las Solitúdines conmigo.
    Por precursora, desde hoy más me obligo  5
al Aurora llamar Bautista o Juana,
chamelote la mar, la ronca rana
mosca del agua, y sarna de oro al trigo.
    Mal afecto de mí, con tedio y murrio,
cáligas diré ya, que no griguiescos,  10
como en el tiempo del pastor Bandurrio.
—105→
    Estos versos, ¿son turcos o tudescos?
Tú, lector Garibay, si eres bamburrio,
apláudelos, que son cultidiablescos.



Por su parte, Góngora, apenas había salido La Filomena, donde ya hemos visto que el cordobés había puesto alguna apostilla al margen, arremetió contra el madrileño. Si la resabiada salida manuscrita en un ejemplar cualquiera, sólo podía llegar a Lope a través de alguna boca malintencionada, sí le tuvo, en cambio, que llegar un soneto de Don Luis, en el que no dejaba sana obra alguna del Fénix:


    «¡Aquí del Conde Claros!», dijo, y luego
se agregaron a Lope sus secuaces:
con La estrella de Venus, cien rapaces,
y con mil Soliloquios solo un ciego;
    con la Epopeya, un lanudazo lego;  5
con La Arcadia, dos dueñas incapaces;
tres monjas, con La Angélica, locuaces,
y con El Peregrino, un fray borrego.
    Con El Isidro, un cura de una aldea;
con Los pastores de Belén, Burguillo,  10
y con La Filomena, un idiota.
    Vinorre, Tifis de La Dragontea;
Candil, farol de la estampada flota
de las Comedias, siguen su caudillo.



No cabe mayor desprecio, menos valoración a la obra ya densa y magnífica del Fénix. Góngora se ceba en la vertiente que pudiéramos llamar de poesía sencilla, espontánea, de Lope, conduciéndola a extremos de plebeyez, de ignorancia sumas. No debemos tomar estas peleas como algo trascendente. Sí en cambio ensalzar aquella parte de ellas que, generosamente, revele el ancho mirar de sus combatientes. Lo demás todo es anécdota, que no enseña más que la fragilidad de las pasiones humanas. No nos acordamos de ninguno de estos hombres por estas poesías, ni por estos ratos de enconado   —106→   mal humor, sino precisamente por todo aquello que puede representar lo contrario.

Sí, es natural que a Lope le llegara el griterío de los segundones, de los que se creían arrinconados y no valorados lo suficiente, y de los envidiosos, aparte de los puramente enemigos literarios. A todos ellos se refiere Lope en la Epístola a Gaspar de Barrionuevo, donde se ve que Lope sabía diferenciar entre unos y otros. De esta Epístola ha salido lo de «pobre y mísera caterva» tan traído y llevado:


    Piensa esta pobre y mísera caterva
que leo yo sus sátiras, ¡qué engaño!,
bien sé el aljaba sin tocar la yerba.
. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
Difícil es de ver la propia viga:
yo sé quien se pusiera colorado;
la paciencia ofendida, a mucho obliga.
    Otros hay de blasón más levantado
que piensan que, burlándose de todo,
su ingenio ha de quedar calificado.
    Y no imaginan que del propio modo
se burla dellos el mayor amigo,
cuando tuercen la boca y dan el codo.
    Yo por lo menos desta gente digo
que malquistarse por hinchado un hombre
es de los hombres el mayor castigo.
. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
    Tampoco es este mal que os cuento solo:
más plagas me persiguen de poetas
que tiene arena el Po y oro Pactolo.



Quizá el episodio más interesante, por haber dado lugar a una auténtica guerra escrita, fue la polémica con los preceptistas aristotélicos, episodio que fue estudiando detenidamente por el Profesor Joaquín de Entrambasaguas. En 1617, apareció un libelo contra Lope, titulado Spongia, del que era autor (escondido en un   —107→   seudónimo latinizado) Pedro Torres Rámila, lector de Latín en Alcalá de Henares; en algunos ejemplares aparecía firmada la tal Spongia por Pablo Mártir Rizo, escritor traductor de Aristóteles y hombre que se movió mucho en los revueltos medios literarios de la época. Detrás de éstos, estaba la mano de Suárez de Figueroa, hombre repleto de todas las malas intenciones por su natural envidioso. Toda la edición de la Spongia ha desaparecido, pues debió de ser destruida concienzudamente por los amigos y defensores de Lope. En ella aparecerían sistematizadas las ideas contrarias a toda la obra de Lope, a juzgar por los trozos que, en la contestación de los amigos del Fénix, fueron reproducidos. Principalmente, se sacaban a colación las dichosas reglas clásicas. Se atacaba a La Arcadia, La Hermosura de Angélica, La Jerusalén, las Comedias (por cierto no desde el punto de las unidades: se vio el autor en la imposibilidad de criticar lo que ya había sido universalmente aceptado, y se limitó a decir que las comedias decían tonterías) y El Isidro. También había ataques personales a la familia de Lope, a su modo de vivir, a su pobreza. Naturalmente, las contestaciones no se hicieron esperar. Aparte de algunos escarceos, la respuesta llegó en la Expostulatio Spongiae, que, al año siguiente de la Spongia, fue repartida entre los literatos de Madrid, Alcalá y Toledo. Llevaba como pie de imprenta la ciudad de Troyes y figuraba como escrita por un Julio Columbario. Hay que pensar que, bajo este nombre, hay varios: Francisco López de Aguilar, gran amigo de Lope, el mismo Lope, Elisio de Medinilla y Tomás Tamayo de Vargas. El libro estaba impreso en Madrid, y solamente se pretendía con aquella ilusoria Francia de pie de imprenta, disimular. El Duque de Sessa ordenaría y quizá pagó los gastos de la impresión. A lo largo del libro aparecen numerosos elogios de Lope de Vega Carpio. Los hay de Tamayo de Vargas, del maestro Juan   —108→   de Aguilar, de López de Aguilar, del Padre Paravicino, de Francisco Pacheco, de Diego de San José, de Jiménez Patón, del Príncipe de Esquilache, de Baltasar Porreño, de Quevedo, de Vicente Espinel, etc. Como al acaso, se reunían en aquellas breves páginas numerosas voces de muy variada significación, que se agrupaban, gozosamente, ante el calor de la obra de Lope. El resultado fue tal, que la Expostulatio fue mandada recoger.

En 1621, apareció La Filomena, una gran parte de la cual está destinada nuevamente a atacar al pobre Torres Rámila, ya arrinconado y asustado por la respuesta de la Expostulatio. En La Filomena, Lope viste de galanura y de serenidad sus sátiras. Llama el Tordo al empedernido gramático alcalaíno, y él se presenta bajo el nombre del Ruiseñor. Torres es puesto en ridículo de mil formas y por todos los procedimientos. Acabado el episodio, la fama que dejó pesó sobre el porvenir de Torres Rámila, que, al pretender luego ser Colegial de San Ildefonso, en Alcalá, se vio en dificultades por el anterior barullo. Para ser colegial de ese Colegio Mayor, era menester la obligada información de limpieza de sangre. Uno de los informantes fue el propio Lope: sus datos e informes revelan generosidad y honradez, y desdén total por las sátiras a la hora de la verdad. Torres consiguió su pretensión en el Colegio de San Ildefonso.

Al lado de estas pasajeras tormentas, queda el capítulo de sus amistades y seguidores. Lope estuvo unido estrechamente en amistad a Quevedo. Éste citó varias veces con encendido elogio la tarea literaria de Lope: en El Buscón, en la aprobación de las Rimas de Burguillos, en los preliminares de El Peregrino, en muchos sitios más. Sin embargo, Quevedo no figuró entre los nombres de la Fama póstuma, de Montalbán, pero bien pudo ser por enemistad con el colector, y no por enemistad con Lope. Este, a su vez, elogió repetidas veces   —109→   a Don Francisco. En El laurel de Apolo, es particularmente efusivo:


Al docto don Francisco de Quevedo
llama por luz de tu ribera hermosa,
Lipsio de España en prosa
y Juvenal en verso,
con quien las musas no tuvieron miedo  5
de cuanto ingenio ilustra el Universo,
ni en competencia a Píndaro y Petronio,
como dan sus escritos testimonio.
Espíritu agudísimo y suave,
dulce en las burlas y en las veras grave,  10
príncipe de los líricos, que él solo
pudiera serlo, si faltara Apolo.
Oh, musas, dadme versos, dadme flores,
que a falta de conceptos y colores
amar su ingenio, y no alabarle supe,  15
y nazcan mundos que su fama ocupe.



Otro gran amigo de Lope fue Vicente Espinel; Lope se llamó discípulo suyo con frecuencia, y Espinel, ya Lope en la cumbre de la fama, lo recoge con evidente orgullo. Especialmente significativo es el recuerdo del prólogo del Marcos de Obregón: «Con el divino ingenio de Lope de Vega, que, como se rindió a sujetar sus versos a mi corrección en su mocedad, yo en mi vejez me rendí a pasar por su censura y parecer». Testimonios así son muy frecuentes entre uno y otro. Lope aludió además muchas veces a la calidad de músico de Espinel. Otro gran amigo del Fénix fue Tomás Tamayo de Vargas, al que dedicó El cuerdo loco.

De entre los seguidores del sistema dramático de Lope, Tirso de Molina es el más importante. Aceptó con rendida admiración el movimiento escénico de Lope, llevándolo íntegro a su teatro, y elogiándole abiertamente en alguna ocasión. En Los cigarrales de Toledo se encuentra la más valiosa y consciente defensa del   —110→   arte de Lope (1624): «La comedia presente ha guardado las leyes de lo que ahora se usa; y a mi parecer, el lugar que merecen las que ahora se representan en España, comparadas con las antiguas, les hace conocidas ventajas, aunque vayan contra el instituto primero de sus inventores. Porque si aquéllos establecieron que una comedia no representase sino la acción que moralmente se puede suceder en veinticuatro horas, ¿cuánto mayor inconveniente será que en tan breve tiempo un galán discreto se enamore de una dama cuerda, la solicite, regale y festeje, y que, sin pasarse siquiera un día, la obligue y disponga de suerte sus amores que, comenzando a pretenderla por la mañana, se case con ella a la noche?», etc., etc.

En La villana de Vallecas, hay un claro elogio del Fénix: pues bien, Lope no correspondió con claridad a este afecto. En Tirso no hay reticencia ni trastienda alguna cuando elogia al Fénix, y éste le paga con una fría dedicatoria de Lo fingido verdadero, dedicatoria que ya pareció sospechosa a Menéndez Pelayo. Una carta descubierta después, dirigida, como tantas, al Duque de Sessa, habla de Don Gil de las calzas verdes, la deliciosa comedia de Tirso, llamándola desatinada. Sí, peleas, murmuraciones, afecciones y estimaciones personales, contradicción eterna del espíritu humano. Pero en este caso, creo ver el vaivén de una colectividad que tenía un hondo sentimiento de su quehacer histórico.




  —111→  

ArribaAbajoCultura literaria de Lope de Vega

Al acercarse a la obra de Lope de Vega, la primera reacción es, naturalmente, de estupor. Estupor, incontenible asombro ante sus proporciones. Solamente en lo que al teatro se refiere, pasan de cuatrocientos los títulos que constituyen su repertorio actual, y, aparte, queda el copioso número de las obras no dramáticas. Con razón, pues, se le llamó monstruo de la Naturaleza. Es indudable que obra de tales proporciones no se hace sin un adiestramiento intelectual, como quiera que fuere, pero existente. Esto nos lleva al problema que ya sus contemporáneos se plantearon sobre la cultura literaria de Lope, y sus personales reacciones ante el hecho literario o cultural.

Como Vossler ha señalado, la formación de Lope se apoyaba más en el cultismo superficial que en el humanismo hondo. La permanente frecuentación de lo que en su tiempo era el acervo cultural más traído y llevado, acabó por darle un estrecho conocimiento de sus secretos, fomentado por una no muy exigente ni profunda lectura. No era Lope hombre de largas vigilias ante textos difíciles, ni de complicada exégesis. Como fue su vida, torbellino sin medida, así fue su postura ante el saber, otro hecho vital más. Pasó, como hemos señalado, por lo que la enseñanza de su tiempo pudo darle, y dentro de esas normas aprendidas en la Juventud siguió siempre la de los gramáticos, retóricos y teólogos de la Compañía de Jesús. Todo cuanto a él   —112→   pudo llegar es asimilado y devuelto en su tarea, ya matizado y acorde con la sensibilidad colectiva de su pueblo. Todo lo más, lo devuelve envuelto en nueva entonación y ademán inédito, rebosante de empuje, de lozanía, realzado por una mayor calidad de belleza, pero sin puntos de vista personales o diferentes. Revelan sus lecturas amplias predilecciones, que son, en líneas generales, las de toda la colectividad coetánea: Espinel en música, Herrera o Garcilaso en poesía. Incluso en lo pictórico, muchas veces recordamos a Murillo al leer sus poemas de fácil y tierna contextura, y los elogios a Rubens nos lo colocan también en un plano no muy exigente. Por eso, ese no sentirse él mismo como poeta culto en el sentido en que lo fue Góngora o, más tarde, Calderón. No: Lope es, ante todo, el poeta más popular de toda la historia española, el hombre que supo identificarse sin reserva alguna con su pueblo. Escribía para las necesidades de éste, como escribía las cartas al noble señor de Sessa: era el secretario general de las necesidades espirituales de una colectividad a la que le tocó vivir la peripecia histórica más alucinante de los pueblos modernos: la del gran Imperio español. De la vertiente que se acerca al humanismo, a la meditación y observación cuidada de las cosas, pretendiendo tomar un ángulo personal de mira, solamente La Dorotea puede participar. La cultura fue para él un adorno más, una gala de quita y pon, que aparece y se la emplea en tanto que es útil y valiosa o agradable, pero de la que es muy fácil prescindir. «En Lope de Vega -dice Américo Castro- podemos distinguir muy a menudo la exornación erudita del cauce central por donde va lo típicamente lopesco»30.

De todo esto resulta, nítidamente, el primer gran carácter de toda su producción: la improvisación, la   —113→   falta de pulimento. Lope era tan espontáneo, tan entregado rápida y totalmente al empuje de su inspiración que cualquier suceso de su vida se convertía inmediatamente en literatura. Todos sus escritos van cobrando (y a medida que se va conociendo mejor su vida, mucho más) corporeidad, parentesco cercano con sus aventuras. Traducen los estados de su veleidad, de sus sinsabores y de sus dudas, y los aciertos expresivos sobrenadan en estrecho correlato con los acaeceres que los provocan. No van separadas nunca las tareas del hombre y la del escritor, sino confusamente, entrañablemente enmarañadas. De ahí el aire perennemente juvenil de su producción, el clima de ingenua primera mano que tienen, a la vez, los romances a Filis, la hermosa Elena Osorio de los veinte años, los sonetos a Marta de Nevares, ya a los setenta. Obra gigantesca, quizá la más grande de la Humanidad, lograda como un jugueteo, sin que se le conozcan desmayos, acompañada de una increíble facultad de retentiva para todo lo exterior y de un portentoso don de olvido para lo interior. La vida entera, sin resquicios de posible fuga, pasa a su vivir poético, en alucinante desfile, sin olvidarse de los mínimos detalles que la condicionan o la hacen posible. La medicina, las creencias, las supersticiones, el folklore, todo ese difuso saber que forma las armas para andar por la tierra, todo está en él, por experiencia directa, que no por ciencia: «Ignoramos qué número de palabras empleó Lope, pero es probable que ningún escritor en el mundo tenga más abundante léxico31, ya que la impresión del lector es   —114→   que todas las cosas de su tiempo figuran en su obra: no hay objeto, natural o humano, situación de cualquier orden que sea, pensamiento plebeyo o académico, obsceno o religioso, que no halle expresión en este «monstruo de la Naturaleza»; por esta vez no se excedió la retórica de la época en sus denominaciones. El día que se forme el diccionario de Lope de Vega causará maravilla ver adónde llegó la facultad receptora de un solo hombre. Y habrán de venir también especialistas a aclararnos más de una zona en su léxico»32.

Lope conocía o leía lenguas, de manera más o menos pasable: latín, como era natural en el aprendizaje escolar de sus años; italiano, como era de rigor en la formación literaria. Conocía el francés, el portugués y el catalán, y salpica sus obras con repetidas expresiones alemanas y flamencas. En medio de todo, un reflejo de lo que sería el cosmopolitismo de Madrid, la capital del Imperio y, a la vez, la ciudad que mandaba sus representantes a todas las cortes importantes del momento. Lope conocía bastante bien la mitología clásica, el gran caballo de batalla en la enseñanza de la tradición greco-latina, y la empleó constantemente, dándole, por otra parte, una proyección inusitada: detrás de su corteza, él supo ver perfectamente el papel que les tocaba a los mortales en las peripecias de los dioses y nos da toda la mitología resuelta en flor, en amor y en odio, en curiosidad y gozo vitales. Cita con facilidad a Petrarca, al Ariosto, al Tasso. Pero es muy difícil establecer la frontera entre el hondo conocimiento y la simple manía de asombrar, de pasmar, haciendo   —115→   exhibición de conocimientos. Muchas de sus copiosas y sapientes citas proceden de la Officina de Ravisio Textor33, enciclopedia del tiempo, que daba los conocimientos fácilmente desmenuzados y aclarados: es decir, no hay detrás de sus eruditas autoridades las largas horas de meditación del humanista, como venimos diciendo. Lope aconsejó a su hijo Lopito, en la dedicatoria de El verdadero amante, que tuviera pocos libros, pero escogidos, para extraer de ellos las sentencias y anotarlas. Seguramente, él empleó un procedimiento muy parecido.

Pero, a cambio de eso, Lope leía constantemente en el más hermoso y experimentado libro que podía tener al alcance: la vida de sus compatriotas, la suya misma. No hay rinconcillo de la historia nacional ni de la tradición española que no conociese con un conocimiento a la vez exacto y fervoroso. Las glorias, las preocupaciones y las esperanzas de su pueblo, en el ámbito real de sus campiñas y de sus ciudades, eran su continuo campo de experimentación. Y esto desde los viejos romances o antiguas crónicas hasta la creación literaria contemporánea. Lo tiene tan hondamente aprendido, que no se le plantea jamás duda alguna sobre su valía o su vigencia, revitalizándola a cada pasa con sus personales situaciones, en animado movimiento.   —116→   Lope se convierte así en un poeta tradicional, es decir, un poeta que reelabora las tradiciones nacionales, dotándolas de una nueva dimensión, que, a su vez, se incorpora a la tradición común. Esto era posible, en el Renacimiento, solamente en España, donde la Edad Media siguió viva en sus mejores voces, unificado fuertemente todo el país ante la identidad de fronteras de nación y fronteras de creencia. Entre los nobles, como entre los plebeyos, se colaboraba a esta dimensión nacional de la común herencia. «El carácter tradicional fue conservado por la literatura española hasta en épocas de extraordinario desarrollo cultural: en el llamado Siglo de Oro, cuando escribía Cervantes y pintaba Velázquez, vemos a los más famosos poetas redactar en colaboración una comedia; vemos a Lope de Vega repartirse con Montalbán el desarrollo de una obra, o a Calderón, Vélez de Guevara y Cáncer componer, cada uno, uno de los tres actos de otra... Indudablemente, el glorioso teatro español del siglo XVII tiene algo de arte colectivo, aunque en grado más rudimentario que la epopeya medieval»34.

Sí, todo en Lope es una continuación de la mejor savia española, en problemática y en expresión. Las leyendas nacionales, tan manejadas que hacen de su teatro una prolongación del romancero, por un lado; y por otro su maravilloso sentido de la lírica popular, que le hacen vivificarla, sacarla de nuevo a una inédita resonancia e, incluso, extraer de ella ignorados valores dramáticos, a la vez que maravillosa poesía. Y las preocupaciones, y las creencias colectivas, y las tres o cuatro grandes verdades radicales que sostenían en pie sobre la tierra al español de 1600, seguro de su situación y de su coyuntura, tienen su manifestación alborozada   —117→   e inesquivable en el mundo de Lope: a borbotones, alborozadamente, como un juego que no tolera las dudas. En ellas se mueve su poesía anchurosamente, con susurro de inagotable venero.

Claro está que se impone una selección, forzada por la facilidad de la ejecución y por la cercanía de los motivos. Lope no está plenamente representado en obra alguna de tantas como hizo. En todas ellas, sin excepción, se encuentran los detalles exquisitos, superiores al total, parcela de estremecida voz que sobrenada, con perfiles acusados, sobre la haz del conjunto. Lope ha legado a la posteridad lo que él fue incapaz de hacerla selección sobre la enorme masa de lo escrito, tarea por demás abrumadora, ya que los ángulos de mira han cambiado en proporciones gigantescas. Lope, poeta de universal fama y acatamiento en sus días, no, podía sospechar cuán difícil iba a ser la empresa de seguir admirándole, de espigar en sus caudalosas criaturas y en sus prodigiosos versos para explicarnos en qué consiste su hechizo. No debemos buscar en su obra el fruto de un pensador como Cervantes, portentoso buceador en el alma, sino el reflejo de emociones vivas y la proyección de todo un sentir colectivo, nacional, que vivía apretadamente su circunstancia. Lope no se levanta por encima del ideal colectivo contemporáneo, sino que se encuentra con los pies muy bien anclados en su circunstancia. «El fondo de construcción que hay en él descansa sobre las ideas vulgares de su siglo, sin que por un momento percibamos el consciente y sereno cernerse del hombre sobre la vida...», dice Américo Castro, y recuerda lo que Menéndez Pelayo dijo: Lope es un «heredero genial y maravilloso del arte de los tiempos medios»35.

  —118→  

Pero incluso esa herencia, digámoslo aprisa, nos llega convertida en poesía, en delgado temblor. Quizá en eso esté el secreto de su inmarchitable lozanía. Lope no nos lleva casi nunca a reflexionar, sino de emoción en emoción.





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