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ArribaAbajo«Troperos y gauchos nos recorren». La tradición según Mario Benedetti

Jesús Peris Llorca (Universitat de València)


«Si un escritor está comprometido como ciudadano, como ser humano, y le preocupa el acaecer político, si se siente aludido por él, así como cuando está enamorado escribe poemas de amor, cuando se siente preocupado por lo político, lo político aparece en sus poemas, o en sus novelas, o en sus ensayos». Son palabras de Mario Benedetti publicadas en 199239, en mala época para el llamado compromiso del escritor, cuando esa palabra misma, compromiso, se había convertido ya en una etiqueta para nombrar actitudes del pasado y escritores anacrónicos. Escritor comprometido es sinónimo ya de realismo socialista, o poco menos, de productor de doctrina enmascarada de literatura, de esquematismo intelectual y de pobreza expresiva, de antigualla o pecado de juventud que desaparece de las biografías. Es el nombre de una caricatura.

La reflexión de Benedetti, entonces, opta por naturalizar la presencia de lo político en el discurso literario. Es cierto que su afirmación es levemente tramposa. Decir que un escritor «cuando está enamorado escribe poema de amor» es, sin duda, demasiado decir. Se mezcla el sujeto biográfico con la instancia que dice «yo» en el poema y convierte en simultáneos enamoramientos que corresponden a distintos niveles, que suceden en lugares diferentes. Lo mismo podría objetarse, entonces, del resto de la afirmación, al menos de la manera generalizadora en que ésta se expresa. La preocupación política del sujeto biográfico no tiene por qué necesariamente tener su correspondencia en los textos literarios que produzca. Y a la inversa. Sin embargo, salvadas estas licencias poéticas, lo que subyace a esta afirmación es una concepción de la literatura como discurso impuro, como lugar de cruce de discursos diversos de procedencias distintas. Lo político, lo social, es uno de ellos, que se instala con naturalidad en ese lugar de cruce. O si se prefiere de frontera. Nada contamina un espacio que se define por su impureza, que se construye y se legitima con el más manoseado de los materiales, con el más promiscuo, con el más heterogéneo de los materiales posibles: los discursos, el lenguaje, la palabra.

Mario Benedetti otorga, así, con su obra, un espacio a la literatura. Aporta una respuesta al interrogante central de la literatura moderna, que es precisamente el de su sentido y su ubicación en las sociedades modernizadas. En el momento de la fragmentación de los discursos, de la dispersión del sentido40, el trabajo con los discursos y con los sentidos no puede dejar de incluir algo, aunque sea un resto, aunque se trate de elementos periféricos, de esos diferentes fragmentos de sentido, que comparten, sin embargo, su carácter textual, su condición de discursos. La literatura puede ser concebida así como mi espacio propio definido por la mezcla, por la puesta en contacto, por la capacidad de disfrazarse y de cambiar de disfraz, ya que su materia prima, su objeto propio, es, precisamente, la tela que los compone.

La literatura, entonces, puede ser comprometida, o mejor, explícitamente comprometida y concebida como tal, como puede no serlo, pero serlo no resulta de ningún modo extraño a su condición. No le introduce nada ajeno ni irreductible a ella. Y, por supuesto, no la degrada. De hecho, un determinado discurso ideológico siempre va a atravesarla, siempre va a permitir leerla desde él. En esta comunicación voy a referirme a poemas que hacen de su diálogo con otros textos, con otros relatos, precisamente su forma de compromiso explícito. Escribir en ellos no es decir que se hace, sino hacer efectivamente, porque el discurso, la materia prima de la literatura, es uno de los espacios naturales del poder41; porque los imaginarios colectivos que hacen existir las comunidades imaginadas42 que son las naciones son también relatos. Ninguna frontera insalvable debe ser por tanto atravesada.

Tomemos por ejemplo el poema titulado «Curados de espanto y sin embargo» (La casa y el ladrillo, 1976 l977)43. Se plantea como la imprecación de un «nosotros», una primera persona del plural, a una segunda, «presidente», invocado como «so oscurísimo» (v. 20). Todo el poema es, de hecho, la recusación de la legitimidad del poder de ese presidente oscurísimo, y esto se hace evidente ya desde su título y los primeros versos con la inversión del lugar de la autoridad que suponen. Se trata de un sujeto «curado de espanto», más allá de la sorpresa. Un sujeto que está de vuelta ya del horror, de la pena y de la indignación, y al que la evidencia de la «oscuridad» de su oponente, de su «ignominia» (v. 25), convierte en superior. Moralmente, desde luego; pero además, ese «nosotros» es más sabio, sabe más, achaca al otro su «bibliofobia» (v.39), y eso le da legitimidad para reprenderlo desde arriba, para despreciarlo íntimamente a pesar de ser sus víctimas, para escribir su condición de «bruto», y de «bellaco» (v. 36).

Y sin embargo, ese sujeto «curado de espanto», se declara en esta ocasión excedido. Excedido, que no corregido por la actitud del rival. Excedido, más bien, por la magnitud de la confirmación de sus opiniones y de las posiciones relativas en el discurso. Su oponente, el presidente, «resultó más bruto más desertor y más bellaco / de todo cuanto pensábamos» (vv. 36-37). Le ha colgado «una medalla / a Pinochet sobre el corazón de la casaca» (vv. 30-31), en un acto institucional, en una celebración del poder que es calificada aquí como «acto fecal», y lo ha hecho invocando «el limpio nombre / de artigas defensor de los pueblos libres» (vv. 33-34).

Todo el poema será, a partir de aquí, la negación de la legitimidad del presidente para invocar a Artigas, para invocar el nombre del fundador, del origen de la patria. El saber que se le negará será precisamente ahora el de ese origen, confirmando su condición de traidor. Se le disputan los símbolos, se le resemantizan en las manos para que le exploten en la cara. Se le expulsará del espacio de la patria, se minará la retórica de su legitimación, y el traidor será él, y no los que persigue, aislado por su ignomia en la soledad de su singular frente al «nosotros» que fustiga, frente al plural del pueblo, a la totalidad de una comunidad que se le redefine y se arroja contra él dejándole visiblemente fuera.

El oscurísimo presidente, Pinochet, y en el medio la imagen de Artigas, el caudillo primario, símbolo del origen, emblema material de una esencia uruguaya que la dictadura militar prosigue y defiende de los enemigos internos, retrato ideal para que los dictadores del presente se obsequien y decoren sus uniformes. Ése es precisamente el motivo escogido para desestabilizar la escena. Al invertir el sentido que ese retrato encierra para los dos dictadores, al transgredir su definición oficial, y escribir la propia y alternativa en el corazón mismo de la ceremonia en que el poder celebra su legitimidad, en que se escribe en la armonía de historia patria, en que la construye para que le encaje como un guante, convierte en incoherente ese discurso del poder, lo socava desde dentro y en su terreno. La disputa por los relatos de la paina, por sus emblemas, es la metáfora de la disputa por el espacio de la patria, y, al mismo tiempo, una de sus batallas, y no la menos importante ni decisiva. Expulsar a los dictadores de la patria imaginaria, arrebatarles a Artigas, es el comienzo de su expulsión efectiva. Socavar la legitimación discursiva de su poder, invertir el sentido de las palabras que la construyen, como «deserción», o «protector de los pueblos libres» es el principio o una parte del socavamiento de ese poder.

Pero no sólo se convierte la condecoración con la que los dictadores se cubren de honores en «semejante sarcasmo de dieciocho quilates» (v. 56), sino que esa operación se realiza precisamente a partir de citas del propio José Gervasio Artigas que el poema convierte en versos propios, señalando su condición mediante el uso de la cursiva. Es decir, remite a textos fundadores de la nación para devolverles su sentido literal, hacerlos hablar en el nuevo contexto y quebrar así la línea de descendencia que pretenden fundar los tiranos. Detenta así el sujeto de estos versos una autoridad que le permite esgrimir estas palabras contra el que detenta el poder político y sin embargo ignora «quién fue artigas» (v. 44). Construye con el discurso literario una autoridad alternativa confirmada por el fácil tránsito por los textos, que además en esta ocasión son los fundacionales. El letrado que habla se muestra más cercano al núcleo fundacional. Y es precisamente su condición de letrado lo que le da acceso a él. El otro, el oscurísimo presidente, con su «bibliofobia», con su odio a la letra, es incapaz de decir con propiedad el nombre de Artigas, esto es, el emblema de la nación. Por eso, queda fuera. Y por eso, el sujeto poético, encaramado en esa autoridad otra que construye con su discurso, la autoridad literaria, se presenta como legitimado ya al borde mismo de su conclusión para recomendarle otra condecoración que la resemantización que opera este texto sobre la ceremonia del poder presenta como la más adecuada: «la orden de nixon / pienso que pinochet se habría sentido ufano / con la efigie del ilustre asesino» (vv. 157-159). La orden de Nixon, caudillo otro, del presente de otros. No sólo asesino, como dice el texto, sino además extranjero. En lugar de Artigas, convertido ahora en el poema en «marxista leninista avant la letre» (v. 103), parodiando el paranoico discurso oficial, gracias a citas como «todo ciudadano será juzgado por jueces los más imparciales / para la preservación de los derechos de su vida / libertad propiedad y la felicidad de su existencia política» (vv. 99-101), en lugar del caudillo originario, es Nixon, el presidente de los Estados Unidos, el símbolo más acabado del imperialismo, su origen, el emblema de la esencia que estos dos dictadores prosiguen con sus gobiernos. Después que el discurso ha arrancado de su interlocutor la conclusión de que «también la historia patria» está infiltrada (vv. 113-115), sólo esa puede ser su genealogía, de esa única legitimidad, escrita como perversa, proviene su poder. El escritor letrado, desde la autoridad otra que funda en su uso de los textos y de su ecos de voces, que legitima como discurso alternativo, y que sólo lo es, porque aún siendo otra puede nombrar la autoridad del dictador y sus construcciones discursivas legitimadoras, esto es, porque es otra pero no irreductible, porque es impura, desde esa autoridad, socava el poder «fecal» del dictador, lo deslegitima, y lo recusa. Artigas, concluye el poema, «el veintinueve de noviembre / del año mil ochocientos dieciséis / envió esta consigna al comandante de misiones / viva la patria y mueran los tiranos // ya puede usted morirse con este magno aval» (vv. 162-166). El «oscurísimo mediocrón», el «bellaco», «bruto» y «desertor», el presidente, es expulsado, blandiendo ante él textos como armas, del poder, de la patria, del discurso, de la existencia.

Pero no es ésta la única ocasión en que Mario Benedetti invoca la sombra de José Gervasio Artigas, en su condición de fundador de la nacionalidad, para obligarle a definirse sobre el presente de la escritura, para hacerle tomar partido, para disputar el patrimonio de su recuerdo, como forma simbólica de disputar el espacio de la nación. El primer verso de «Artigas» (Quemar las naves, 1968-1969)44, por ejemplo, lo escribe de manera casi programática, naturalizándolo, eso sí, en el objeto de la escritura. «Se las arregló -dice- para ser contemporáneo de quienes nacieron medio siglo después de su muerte». Si eso es así -parece ser la conclusión de la que arranca el texto- sus hechos, sus palabras, o mejor, el recuerdo de sus hechos y la escritura de sus palabras, pueden ser arrojadas en el centro del presente con toda propiedad.

En realidad, lo que está haciendo sujeto de este poema -y no sólo de éste, como no tardaremos en comprobar- es leer la biografía de Artigas como una metáfora del propio avatar histórico. «Creó una justicia natural para negros zambos indios y criollos pobres» (v. 2), dice, «borroneó una reforma agraria que aún no ha conseguido el homenaje catastral» (v. 9). Los textos de Artigas, sus palabras, sus acciones, son reubicadas como eco de las propias -de las propias, se entiende, del «nosotros» que hemos visto erigirse contra el dictador-, las dotan de espesor, las hacen resonar en el origen. «Inventó el éxodo», se dice (v. 6). En el caminar propio reverbera, así, la gesta inaugural de Uruguay. Pero nótese que el poema borra el gesto de la reescritura, o mejor, la invierte. Según el poema, es el pasado el que delinea el presente. Si puede leerse en él es porque ese pasado, Artigas, el origen, ya incluía desde siempre los pasos de los contemporáneos suyos que deberían esperar medio siglo para nacer. «Pudo -dice significativamente de una primera persona del plural- articularnos un destino» (v. 5). Benedetti imaginado por Artigas, y no al revés.

Pero eso no es todo. «Fue -leemos en el verso 15- un profeta certero que no hizo públicas sus profecías pero se amargó profundamente con ellas». No sólo diseñó el futuro con sus actos, sino que lo profetizó; pudo, literalmente, verlo. Pero no lo hizo público. Y aquí es el sujeto de la escritura el que rellena ese hueco de la historia -hueco que él mismo ha escrito primero- con sus palabras. Imagina las profecías de Artigas, ocupa con su propio discurso el lugar de la voz del prócer. «Acaso -dice- imaginó a los futurísimos choznos de quienes inauguraban el paisito / esos gratuitos herederos que ni siquiera iban a tener la disculpa del coraje / y claro presintió el advenimiento de estos ministros alegóricos estos conductores sin conducta estos proxenetas del recelo estos tapones de la historia» (vv. 16-18). Del mismo modo que los actos de Artigas escriben el sujeto de esta escritura y lo vinculan al origen mismo de la nación -o a la inversa-, los otros del caudillo primario, sus enemigos, escriben a los otros del nosotros del presente, a «estos conductores sin conducta». En el origen de los males de la nación encuentran su reflejo. Y más aún, son ellos, literalmente ellos, imaginados por Artigas en su exilio, el motivo de que lo prolongara hasta su muerte.

Escribir las visiones del prócer, decir sus palabras, descifrarlo, proseguirlo, imaginar una relación casi mediúmnica con él, conocer su espacio privado para hacer salir de él, aunque sea como hipótesis, las profecías que no hizo públicas, son prerrogativas del sujeto poético que este texto diseña. La fundación del recuerdo, dice el poema que lleva precisamente ese título, «Fundación del recuerdo» (Poemas de otros, 1973-1974)45, no es «como fundar una ciudad» (v. 1), ni «una dinastía» (v. 13), ni «un estilo» (v. 27), ni «una doctrina» (v. 41), «sino más bien como fundar un sueño» (v. 42). Si esto es así, ser el delineante de ese sueño, su gestor, no parece ser escasa autoridad para legitimar el sujeto de la escritura, ni para fundar la literatura como lugar de enunciación. Esos sueños, esos recuerdos construidos, esas memorias discursivas, materia constitutiva de ese espacio propio, no parecen tampoco armas precisamente inocuas para socavar los discursos de otros sujetos y otras autoridades, desde el momento en que otorgan legitimidad para nombrarlas como «tapones de la historia». La celebración de este congreso, su posibilidad misma, por otro lado, viene a confirmarlo.

Todavía es posible aportar un tercer poema de Mario Benedetti dedicado a soñar a Artigas; y la lista podría proseguirse. El espléndido «El baquiano y los suyos» (Viento del exilio, 1980-1981)46 puede leerse como el desarrollo de un verso de «Artigas»: «inventó el éxodo esa última y seca prerrogativa del albedrío» (v. 6). Es, como veremos, una narración que son dos, la fundación de un recuerdo doble, el relato de un éxodo de rutas que se bifurcan, la continuidad de los exilios. El sujeto completa así su inscripción en la historia patria, la misma de la que había expulsado a los tiranos. Ahora, el relato del éxodo de Artigas al frente del pueblo oriental47, de la mirada grave del caudillo observando a los que denomina sus héroes, entre los que, por cierto, y de manera nada casual se encuentra «Bartolomé Hidalgo poeta fundador» (v. 24), de pronto incluye a los exiliados del presente. «Nos distingue / a nosotros / llegados tantas penas después» (vv. 77-78). Ese momento fundacional en que los orientales en marcha cruzan el río Uruguay y llegan a Ayuí deviene instante mítico, eterno, fuera del tiempo, que congrega a los viajeros de los dos siglos. El «nosotros» que hemos visto expulsar a los tiranos de la filiación de Artigas, y reivindicar, construyendo, su memoria y sus palabras, ahora forma parte de su tropa, se integra, se confunde en ella.

Para empezar, se superponen exactamente los éxodos. El poema presenta dispuestos de idéntica manera los respectivos itinerarios. Si los viajeros de Artigas «habían arrancado del puro desaliento» y «acamparon primero en el monzón» (vv. 4-5), los exiliados del presente, el «nosotros» del poema, «partimos también del desaliento», y «acampamos primero en el asombro» (vv. 90-91); si aquellos atravesaron «un arroyo / el bellaco y otro arroyito el sánchez» (vv. 9-10), estos otros «creo que un arroyo / el bellaco y otro arroyito el vil» (vv. 96-97), etc. Distintas rutas, pero equivalentes, de dos exilios, de dos «derrotas», que se corresponden con exactitud, como el haz y el envés de una misma página de la historia, esa que, junto a los hombres y los potreros, sueña Artigas en el poema (v. 52).

«Los troperos y gauchos nos recorren», podemos leer en el verso 107. No es necesario explicar ahora cuál es el lugar que ocupa el gaucho en la literatura rioplatense, sobre todo desde la segunda década de este siglo. Convertido en antepasado, en anterioridad mítica y prestigiosa de la cuál se procede, ha venido a encarnar el símbolo y la quintaesencia del pueblo argentino o uruguayo. Una parte de la literatura rioplatense puede leerse como la historia de la escritura de los rasgos de ese símbolo, de los valores de su quintaesencia, la polémica por su fijación del sentido. Y curiosamente, como hemos visto, el poema incluye el nombre del poeta oriental Bartolomé Hidalgo, «poeta fundador» de la gauchesca, de la literatura nacional, de su imaginario. También del otro éxodo acude un poeta.

Ahora, cuando el campo se abre y el escenario de la derrota reúne al pueblo uruguayo en marcha a través de la historia, los gauchos y el «nosotros» que acude hasta Ayuí desde el presente de la escritura, se miran y se reconocen. «Después de todo no somos tan distintos», concluye el sujeto poético (v. 111). Tras ese reconocimiento, tras la mezcla de gauchos y exiliados, en ese instante de armonía mítica, de reunión ficticia de la comunidad imaginada, y además en camino, pueden ver al jefe, más caudillo que nunca ante la reunión de todos sus súbditos. El poema acaba con la reproducción, convertidas en verso, de las legendarias palabras de Artigas, ahora ya sin estar marcadas por la cursiva, por las comillas, o por cualquier otro signo gráfico: «nada tenemos / que esperar / sino / de nosotros mismos» (vv. 120-123). El «nosotros» mira de tú a tú al cuerpo mítico del pueblo uruguayo y no se encuentra diferente. El sujeto poético, por su parte, hace suyas las palabras de Artigas, las dice con él, las integra en su discurso. Sueña un pueblo, le da espesor histórico, lo convierte en comunidad transhistórica, y se funde con él al tiempo que se individualiza en el hecho de soñarlo, y se eleva ligeramente al hablar con la voz de Artigas. No parece, ahora que nos vamos acercando a la conclusión de estas páginas, mala metáfora del lugar del sujeto poético que Mario Benedetti diseña en estos textos, ni del uso y reconstrucción, fundación y sueño, que realiza de la tradición.

Hay más poemas sobre Artigas en su obra. No me resisto a aportar uno más. «Cuando el presente castigas / cuando el pasado te nombra/para algunos sos la sombra / para nosotros /Artigas // No el Artigas oficial / sino el que en su pueblo oficia el que trazó la justicia / Artigas el Oriental», proclama la «Milonga del Oriental» (Letras de emergencia, 1969-1973)48.

En estos versos, se explicitan algunas de las ideas que venimos considerando, como la existencia de diversas versiones en pugna de la historia y de sus imágenes, equivalente simbólico y discursivo de otras muchas batallas, como la oposición entre un «nosotros» colectivo y popular del que emerge la voz del poeta, y un «ellos», «algunos» en este caso, que son excluidos del espacio del origen de la comunidad y de la nación, evidente en el contraste entre el Artigas oficial, que se rechaza, y el Artigas Oriental, que lleva el nombre de su pueblo adosado al suyo propio, y que es el que se reclama.

Pero llama la atención la forma estrófica de estos versos, su condición de «milonga», explicitada desde el mismo título. Si en «El baquiano y los suyos» el sujeto poético y su nosotros coincidía en el éxodo, no sólo con los gauchos, sino con su inventor como personaje literario, Bartolomé Hidalgo, ahora él es Bartolomé Hidalgo, él es quien se convierte en un poeta gauchesco, esto es, quien pone voz a la imagen mítica, ya intemporal, anterior a la historia, del pueblo uruguayo, la dota de contenido político, y excluye y condena al silencio a un enemigo que es fustigado. Dota, en fin, de palabras, a la colectividad que hemos visto definida en el texto anterior. Y lo hace con la forma de que lo dota la tradición, la forma que versifica la voz del mito en su rincón del panteón nacional, de su Parnaso, de la galería de estampas e imágenes que conforman su imaginario. «Cielito cielo que sí / con muchachos dondequiera / mientras no haya libertad / se aplaza la primavera»49, para decirlo todo de una vez, para escribir ejemplarmente la repolitización de la estrofa tradicional que acomete Benedetti: «Cielito cielo cielito / como era de suponer / somos modestos queremos / sólo pueblo en el poder»50.

Revitalización de los géneros tradicionales, resemantización de los emblemas de la nación, fundación de recuerdos, reenquiciamiento de la comunidad imaginada propia, definición de un nosotros e inscripción en el pasado nacional, textos que transitan, que cambian de significado, que se vuelven contra sí mismos y explotan en las manos de quien los está clavando en otra guerrera como condecoraciones, textos que se arrojan como armas, textos contra textos que metaforizan, que escenifican en el espacio de los discursos, otras luchas, esa es la historia profunda de estos versos comprometidos y de sus batallas. A partir de ellos es posible leer el modo en que la escritura de Mario Benedetti diseña su lugar de enunciación, la definición de literatura que subyace y que le da sentido, un lugar posible para el escritor en las sociedades modernas. «Pueblo», «libertad», «tortura», «esperanza», «poder», «presidente», «éxodo», «gauchos», «Artigas», y «nosotros», son palabras, son materia prima del discurso literario, en tanto tales son convocadas a él. Pero acuden cargadas de impurezas, convocan a su vez a los otros discursos que construyen, a la tradición que los ha usado y, en algún caso, los ha fijado, y entran en diálogo con todos esos otros textos, los transforman, los refuerzan o los socavan. Lugar de cruce en medio de la proliferación de los discursos, la disyuntiva entre compromiso o pureza del ámbito de la poesía, resulta falsa, porque quizá sea precisamente en esas impurezas, en ese diálogo con otros textos, en ese apuntar desde fuera a otros discursos diversos que conviven en el sujeto de la escritura y también en el de la lectura, que los conforman, donde descanse su sentido, donde el discurso específicamente literario puede articular, como puede leerse en la poesía de Mario Benedetti, una propuesta de legitimación, el diseño de un lugar propio en el vértigo multimediático de la (post)modernidad.