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Ruiz de Alarcón

Alfonso Reyes






ArribaAbajo Biografía (1581? - 4 de agosto de 1639)

Sus padres fueron Pedro Ruiz de Alarcón -hijo de García Ruiz y de doña María de Valencia- y doña Leonor de Mendoza, hija de Hernando de Mendoza y de María de Mendoza. Nace en México, capital de la Nueva España, donde estudia Artes y prepara el bachillerato en Cánones1. Sale para España en la flota de Juan Gutiérrez de Garibay, año de 1600, y llega a Sevilla a mediados de agosto2.

El 25 de octubre de 1600 es bachiller en Cánones por Salamanca, y el 3 de diciembre de 1602, bachiller en Leyes. El veinticuatro, de Sevilla Gaspar Ruiz de Montoya, su pariente, le fija una pensión de mil seiscientos cincuenta reales al año para auxiliar sus estudios. En 1606 se encuentra en Sevilla3, donde ejerce como abogado, aunque sin el título, según lo tolera la costumbre4. Intenta salir para las Indias (1607) en la servidumbre de fray Pedro Godínez Maldonado, obispo de Nueva Cáceres en Filipinas; pero se suspende el viaje de la flota solicitados algunos barcos mercantes para combatir con el holandés5. En 12 de junio de 1608 sale Alarcón para la Nueva España acompañado de su criado Lorenzo Morales, flota al mando del general don Lope Díez de Aux y Almendáriz que consta de unos sesenta a setenta navíos. La flota llegó a San Juan de Ulúa el 19 de agosto6. Observa Icaza que en esta flota iba el arzobispo de México, y después virrey, fray García Guerra, en cuyo séquito pudo hacer el viaje Alarcón, ya que en el del otro prelado no pudo ser7.

En 21 de febrero de 1609 recibe Alarcón el grado de Licenciado en Leyes por la Universidad de México. Y al mes siguiente se le dispensó la pompa, por causa de pobreza, para recibir el grado de Doctor, que no llegó a obtener, sin embargo. Se opuso después, sucesivamente, a las cátedras de Instituta, Decreto y Código de la Universidad de México, entre 1609 y 1613, y ni fue aprobado en todas -contra lo que deja entender el informe que sobre él presentó al Rey el Consejo de Indias, 1.º de julio de 1625-, ni, en todo caso, logró ganar cátedra alguna. Abogado de la Real Audiencia de México, habría llegado a Teniente de Corregidor de aquella ciudad, según la citada consulta del Consejo de Indias; pero a esto opone Rangel una prueba negativa8. No sabemos cuándo se trasladó a España por segunda vez. En 1613 aun aparece en México; en 1615, se encuentra ya en la Península.

Vino, según lo da a entender en la dedicatoria de su Parte primera (Madrid, 1628), a pretender a la Corte, y entró en la vida literaria ruidosamente. Se mantuvo alejado de Lope y fue amigo, y tal vez colaborador, de Tirso de Molina. Su figura de corcovado hace de él blanco de las sátiras. Protegido por don Ramiro Núñez Felipez de Guzmán9, yerno del Conde-Duque de Olivares, y acaso también por su pariente y homónimo el señor de Buenache y de la Frontera, va abandonando la vida literaria, y obtiene plaza de Relator interino en el Consejo de Indias (17 de junio de 1626), que luego se transforma en titular (13 de junio de 1633). Por los documentos que en su Biblioteca Madrileña publica Pérez Pastor, parece que de tiempo atrás venía dedicándose a negocios mercantiles. En 1636, Fabio Franchi pide a Apolo que haga buscar por toda la tierra a Ruiz de Alarcón y le exhorte a no olvidar el Parnaso por América, ni la ambrosía por el chocolate10. Hacia el fin de sus años vivía con cierta holgura en la calle de las Urosas; tenía coche, criados y dinero para sus amigos11. «Ya ni por capricho -comenta Fernández Guerra- visitaban las musas un solo día el aposento de la calle de las Urosas»12. No es posible creerlo: las letras fueron la verdadera alegría de su vida. Amigo de la sociedad y la buena conversación, como lo revela su teatro, siempre encontró que la sociedad le cerraba sus puertas, castigando en él errores de la naturaleza. Del mundo agresivo, de la mendicidad literaria, se aleja en cuanto puede. Acaso -y esto es lo mejor- no le contentaban del todo los gustos de su tiempo.

Tuvo de doña Ángela Cervantes una hija natural, llamada Lorenza de Alarcón. Nada sabemos más de este hogar.

Yace Alarcón en la parroquia de San Sebastián. Pellicer, entre bufonadas frías, nos anuncia en sus Avisos históricos la muerte del poeta: «Murió don Juan de Alarcón, poeta famoso, así por sus comedias como por sus corcovas...».




ArribaAbajo Su figura

Vienen reproduciendo los libros cierto retrato de Alarcón, que se conserva en la iglesia parroquial de Tasco, ciudad meridional de México, donde residía su familia. Fernández-Guerra lo suponía pintado hacia 1628, sobre una cabeza de 1609 a 1611, aunque con un cuerpo gigantesco, inventado por el pintor. Lo cierto es que la cartela del retrato está dibujada en el gusto del siglo XVIII. Además, Rangel ha robustecido con documentos la probabilidad de que el retrato sea una invención de este siglo, (Boletín de la Biblioteca Nacional de México, noviembre de 1915, p. 2 y siguientes). No hay, pues, hasta ahora, iconografía auténtica de Ruiz de Alarcón, y en los retratos literarios que de él conservamos debe descontarse siempre un elemento de exageración satírica. En lo que sátiras y documentos oficiales concuerdan es en la corta estatura de Alarcón. Sus corcovas son ya proverbiales, pero los testigos de informaciones se abstienen, por urbanidad, de aludirlas.

Ante todo, y según las coplas burlescas que le dirigieron, era corcovado de pecho y espalda. Era barbitaheño, o de barba bermeja, y tenía una señal de herida en el pulgar de la mano derecha, (Francisco Rodríguez Marín, Nuevos datos, 12; información de 23 de mayo de 1607).

Los contemporáneos, según alusiones más o menos vagas, recogidas por Fernández-Guerra, lo comparaban, por su aspecto, a una mona. Véase cómo hablan de su figura:

Entre los «Cuentos que notó don Juan de Arguijo» (A. Paz y Melia, Sales españolas, II, 136) se le alude así: «Hay en Madrid un hombrecito muy pequeño, con dos corcovas iguales, llamado don Juan de Alarcón, agudo y de buenos dichos. Díjole Luis Vélez que parecía colchado con melones, y que cuando lo veía de lejos no sabía si iba o si venía».

El regidor Juan Fernández -el denostado por Villamediana y cantado por Tirso en La Huerta de Juan Fernández- hizo esta quintilla:


«Tanto de corcova atrás
y adelante, Alarcón, tienes,
que saber es por demás
de dónde te corco-vienes
o adónde te corco-vas».


(Poesías varias recogidas por Josef Alfay, Zaragoza, 1654, p. 77).                


Góngora le habla de «la que, adelante y atrás -gémina concha te viste». Don Antonio de Mendoza le llama «zambo de los poetas» y «sátiro de las musas». Montalbán lo describe como «Un hombre que de embrión parece que no ha salido». Quevedo le llama «Don Talegas por una y por otra parte». Tirso, «Don Cohombro de Alarcón, un poeta entre dos platos». Salas Barbadillo le dice «que él tiene para rodar una bola en cada lado». Fray Juan de Centeno, «En el cascarón metido el señor bola-matriz». Don Alonso Pérez Marino, «Baúl-poeta, semienano o semidiablo». Finalmente, Luis Vélez de Guevara le dice: «... Por más que te empines, -camello enano con loba-, es de Soplillo tu trova»13. Acaso lo alude Quevedo en el Sueño de las calaveras: «Un abogado... que tenía todos los derechos con corcovas». Quevedo, además, escribió una letrilla, en que le llama: «Corcovilla, poeta juanetes, hombre formado de paréntesis, tentación de San Antonio, licenciado orejoncito, no nada entre dos corcovas, zancadilla por el haz y el envés», y otras diabluras14. En unas seguidillas de la época, con quevedesca complicación, se le llama «profecía de Jerónimo Bosque»15, y se le hace decir:


A ningún corcovado
    daré ventaja,
que una traigo en el pecho
    y otra en la espalda.
....................
Encontróme un amigo:
    dijo: «No veo
si de espaldas viene,
    o si de pechos».


Lope, en la dedicatoria de Los Españoles en Flandes (Parte XIII de sus Comedias, 1620), piensa en él, y escribe de los poetas ranas en la figura y en el estrépito, aludiendo injuriosamente a las gibas de Alarcón16. Y «Juanico», como él, se llama el personaje de Los Corcovados, entremés satírico que salió por aquellos años.

Suárez de Figueroa, en una de sus solapadas alusiones (Pasajero, alivio II), lo describe como de estatura mínima, muy velloso y con espesas barbicas, vistiendo «traje y atavío de caballerete, seda, cabestrillo, sortijuelas y cosas así», afectando actitudes de galán, entre quienes «es recibido... no estar con las piernas juntas, sino algo divididas por el brío y gallardía de que así participa el cuerpo», aunque -según él- más lo hacía Alarcón por defecto que por uso17; reuniéndose en su casa a jugar con una «escuadra de su metal, caballeros al vuelo o entre renglones», maldiciéndose cuando perdía, y excediendo al más riguroso garitero cuando daba los naipes. «Y entre sus amigos -añade- todo era mofarse, todo escarnecerle, todo gestearle, pasando muy buenos ratos con su figura». No es éste -ya se ve- un retrato desinteresado y objetivo; ni podía esperarse de Suárez de Figueroa aquella triste alma.

Pero no cabe duda que la figura de Alarcón era bastante grotesca. En una Carta a don Diego Astudillo Carrillo18, donde se describe cierta fiesta de San Juan de Alfarache (4 de julio de 1606), a que concurrió Alarcón, consta que era éste de menos que mediana estatura y que, para aumentar la risa, «prosiguiendo ridículos sujetos, mostró su persona». Para el torneo de mascarada con que acabó la fiesta, Alarcón se llamó Don Floripando Talludo, príncipe de la Chunga19.

Años más tarde, en carta que parece escrita al Duque de Sessa, dice Lope de Vega: «Hallé a la señora doña Jacinta de Morales, madrina, como un ángel, y a su padre con la niña, que parecía el santo Simeón, tan envuelto como ella en las mantillas; y como no descubría más de la cabeza, parecía a don Juan de Alarcón cuando va al estribo de algún coche»20.

Parece cosa cierta que su deformidad le impidió algunos aumentos. Fernández-Guerra conjetura (p. 132) que ella pudo contribuir a que no obtuviera las cátedras a que se opuso en México. Se lee en la ya citada consulta del Consejo de Indias (1.º de julio de 1625) que, «aunque por sus partes era merecedor de que [el Consejo] le propusiese a V. M. para una plaza de asiento de las Audiencias menores, lo ha dejado de hacer por el defecto corporal que tiene, el cual es grande para la autoridad que ha menester representar en cosa semejante». Ya en cierto soneto de 1631 se le representa disputando con un alabardero, que no le deja entrar a la Plaza de Toros al lado del Consejo, por no convencerse de que «cosa tan chica» pueda ser nada menos que relator21. Y ya decía Suárez de Figueroa, desde 1617, que «en todas las ciudades de Europa parece se desvelan en colocar en tales cargos las personas de más sabiduría, de más crédito y providencia, cuyas expertas canas, cuyo venerable aspecto, provoca en cuantos los miran estimación, respeto y decoro». Y añade, aludiendo acaso al ya pretendiente Alarcón; «Por ningún caso se deberían recebir para puestos semejantes, particularmente en las Cortes, hombres pequeños...». Cuenta después cómo Felipe II hubo de remover a un Corregidor de Málaga que, aunque sabio y discreto, daba risa «verle tan chico y juntamente tan bullicioso»; y concluye: «Sigúese de lo apuntado que si el chico, aunque bien formado y capaz, debe hallar repulsa en lo que desea, si ha de representar autoridad con la persona, mucho mayor es justo halle el jimio en figura de hombre, el corcovado imprudente, el contrahecho ridículo, que, dejado de la mano de Dios, pretendiere alguna plaza o puesto público»22.

Este apasionado alegato, así como las últimas palabras que de la consulta he copiado, corroboran las razones de Rangel sobre la imposibilidad de que Alarcón haya sido Teniente de Corregidor de México, ejerciendo con aceptación en ausencia del propietario y sentenciando muchas causas -como decía la misma consulta-. Bartolomé de Góngora, en El Corregidor sagaz (folio Iv.), dice que para tales cargos «suelen los Príncipes escoger personas calificadas... y que su aspecto sea grave y de gentil persona, porque así conviene al servicio de Su Majestad»; y cita a Séneca y a San Basilio sobre que «entre las abejas, la más bizarra tiene el gobierno de la república». Justo es recordar, a todo esto, que el mismo Bartolomé de Góngora era Corregidor de Atitalaquia...

Grave estorbo para la vida el de don Juan Ruiz de Alarcón, y que puede explicar en parte la actitud de recelo mental que se nota en su obra. ¡Una corcova en el siglo XVII! Considérese que aquéllos eran tiempos en que lo cómico visual se destacaba a los ojos de los hombres con una fuerza que el moderno subjetivismo y el sentimiento moderno de la dignidad humana han atenuado. ¡Tiempos en que las moleduras de don Quijote daban menos compasión que risa, y en que Guzmán de Alfarache presume si los mozos habrán colgado a la ventera por los pies de un olivo y le habrán dado mil azotes, al verlos salir de una venta destemplados de risa! Evoluciones de la sensibilidad.




ArribaAbajo Familia y Nombres

Otra fatalidad más persiguió al poeta, que fue el empeñarse en recibir el tratamiento de Don.

Según la consulta del Consejo de Indias, «su padre fue uno de los mineros de Tasco, de que resultó aumento a la Real Hacienda; y su agüelo, de los primeros pobladores de Nueva España»23. A creer lo que Suárez de Figueroa dice, tal vez aludiendo al padre de Alarcón, «sólo tenía por cuidado el buen viejo juntar dineros», y «granjeó mediana hacienda», (Pasajero, II)24.

En todo caso, su alcurnia era ilustre: era descendiente del adalid Ferrán Martínez de Cevallos, que ganó a Alarcón contra los moros en 1177; de García Ruiz de Alarcón, defensor de la casa de Trastámara contra la de Lancáster, y vencedor de Enrique el Inglés en 1390; y, sobre todo, de los Mendozas -familia la más noble de España-, señores de Cañete, conquistadores de Antequera, Guadix, Granada, virreyes de Indias y domadores de Arauco25. Siempre se preció de su linaje, y aun llevó al teatro (especialmente en Los favores del mundo) el elogio de sus antecesores, salpicando sus comedias con orgullosos recuerdos de sus apellidos26. Cuando vino a pretender a la Corte, los usaba en apoyo de sus pretensiones. Un don Juan de Luna y Mendoza figura en Los favores del mundo, y estos apellidos, que aparecen en varias de sus comedias, los reúne también la «doña Lucrecia» de La verdad sospechosa. El poeta buscaba el favor de los grandes, y en sus obras se oyen constantemente nombres de nobleza: Villagómez, Aragón, Herrera, Lara y Manrique, Figueroa, Toledo, Guzmán, Girón.

En 1617, Diego de Agreda y Vargas publica una paráfrasis de Aquiles Tacio -Los mas fieles amantes-, que dedica precisamente a don Juan de Luna y Mendoza, marqués de Montes-claros, ex virrey de la Nueva España y gran mecenas de los versos. Alarcón escribe para este libro unos versos laudatorios, donde usa ya aquel famoso Don que había de atraerle tantas burlas.

El implacable Suárez de Figueroa nos lo pinta así, presa de la locura caballeril: «Animóle una noche buenamente (pienso que muerta la luz) la primer primicia desta locura, y amaneció hecho un Don...». Acaso lo alude también cuando, al hablar del «setentrional Bonamí», «pensamiento visible, burla del sexo viril, melindrillo de naturaleza», le dice: «No obstante sea Micosía de cuerpo tan abreviado, se hará, por extensión de nombre, el mayor de la tierra».

En cierta censura de la época, atribuida a Quevedo, se lee: «Los apellidos de don Juan crecen como los hongos: ayer se llamaba Juan Ruiz; añadiósele el Alarcón, y hoy ajusta el Mendoza, que otros leen Mendacio. ¡Así creciese de cuerpo, que es mucha carga para tan pequeña bestezuela! Yo aseguro que tiene las corcovas llenas de apellidos. Y adviértase que la D. no es Don, sino su medio retrato»27. El doctor Mira de Mescua le dice: «Alarcón, Mendoza, Hurtado, don Juan Ruiz...», como si le cansara tan largo nombre. Lope, en El Anzuelo de Fenisa (1617):


   «Añadiremos un Don,
diremos que es caballero,
y, aunque con poco dinero,
tendrá mucha presunción».



Pero esta burla era frecuente, y los biógrafos de Montalbán citan el conocido epigrama de Quevedo contra éste:


   «El doctor tú te lo pones,
el Montalbán no lo tienes;
con que, quitándote el Don,
vienes a quedar Juan Pérez»28.



El mismo Alarcón, en Mudarse por mejorarse (II, 13 y III, 2), acusa a cierto Figueroa, escudero, de usar el nombre de la casa de Feria, y advierte:


   «No han de ser desvanecidos
los pobres; que es muy cansado
un hombre de humilde estado
hecho un mapa de apellidos»29



Con todo, en Las paredes oyen, se representa a sí mismo triunfante de los maldicientes, bajo el nombre de «Don Juan de Mendoza»; y en La prueba de las promesas, II, 5, dice:


   «¿Remoqueticos al Don?
¡Huélgome, por vida mía!
Mas, escúchame, Lucía,
que he de darte una lición
para que puedas saber
-si a murmurar te dispones-
de los pegadizos dones
la regla que has de tener:
si fuera en mí tan reciente
la nobleza como el Don,
diera a tu murmuración
causa y razón suficiente;
pero si sangre heredé
con que presuma y blasone,
¿quién quitará que me endone
cuando la gana me dé?...
Luego, si es noble, es bien hecho
ponerse el Don siempre un hombre,
pues es el Don en el nombre
lo que el hábito en el pecho»30.



Sobre el derecho que tenía a sus apellidos, ha venido a tranquilizarnos la tardía publicación del acta matrimonial de sus padres. Éstos eran personas bienquistas en México -como observa Cotarelo-, puesto que cuentan entre los testigos a don Luis de Villanueva, oidor de la Real Audiencia de México; a don Francisco de Velasco y Sarmiento, caballero de Santiago, hermano de don Luis -el que fue segundo virrey de la Nueva España-; a don Luis de Velasco el segundo, primogénito del anterior y también virrey, primer marqués de Salinas y, más tarde, presidente del Consejo de Indias; y, en fin, al «opulento Alonso de Villaseca, fundador del Colegio de San Pedro y San Pablo, de México». «Eso explicaría -añade Cotarelo- la protección que luego dispensó a nuestro poeta el Marqués de Salinas»31. Y, en efecto, éste es el único indicio de semejante protección, gratuitamente supuesta por Fernández-Guerra, y que ha padecido más al destruir Rangel la probabilidad de que Alarcón saliera de México con el Marqués de Salinas. Con García Guerra volvió de España, a García Guerra dedicó su tesis de Licenciado en Leyes, llamándose su protegido; y, después de muerto García Guerra, abandona a México para pretender en la Corte. Más fundado parece que García Guerra haya sido su protector, como dice Icaza.

De los padres de Alarcón nada sabemos. Éste, en 25 de mayo de 1607, declara tener aún en la Nueva España su casa y sus padres. Si su padre murió en 1617, como se ha pretendido, no lo sabemos. Respecto a sus hermanos, pueden consultarse las páginas de Rangel32.




ArribaAbajo Vida Literaria

Comenzar la vida literaria de Ruiz de Alarcón por las fiestas de San Juan de Alfarache (año de 1606), es ir demasiado lejos y exagerar la importancia de sus pasatiempos de estudiante. Por otra parte, la vida literaria de México parece completamente atraída en aquella época por el mundo de la Universidad. Fuera de las noticias sobre el grado de licenciatura, dispensa para la pompa del doctorado y oposiciones a cátedras, sólo sabemos que, cuando se doctoró cierto Bricián Díez Cruzate, el acostumbrado vejamen académico corrió a cargo de Alarcón; pero este vejamen se ha perdido. Entre 1609 y 1613 podrán todavía encontrarse noticias sobre la vida de Alarcón en la Nueva España.

Entretanto, la verdadera vida literaria de Ruiz de Alarcón se desarrolla en toda la Corte, del año de 1615 en adelante. Una ruidosísima riña sirve de fondo al apogeo de la Comedia. Lope de Vega provoca idolatrías y rencores, y parece que todo el ambiente se carga de pasión. El caso de nuestro poeta es, en medio de aquel mundo agitado, un episodio sobresaliente. Conoció las burlas -ya lo hemos visto-, las silbas en los teatros, a que alude en varios lugares de su obra; y, en el proemio de su «Parte segunda» (1634), advierte que sus comedias «han pasado por los bancos de Flandes que, para las comedias, lo son los del teatro de Madrid». Tuvo, seguramente, su hora de vanagloria cuando los letreros rojos anunciaban la representación de sus obras. Lo alude Quevedo:


   «¿Quién a las chinches enfada?
¿Quién es en este lugar
corcovado «de guardar»,
con su letra colorada?
¿Quién tiene toda almagrada,
como ovejita, la villa?
   -Corcovilla»33.



Y, asociando a Tirso de Molina, lo recuerda un viejo epigrama:


   «¡Víctor don Juan de Alarcón
y el fraile de la Merced!
(por ensuciar la pared,
que no por otra razón)»34.



En varios pasajes de sus obras se nota la pugna que mantiene con los poetas de su tiempo y contra las rutinas de la comedia: ya es una burla de los criados graciosos, ya de las damas disfrazadas de hombre para seguir a sus amantes, como en Los donaires de Matico, de Lope35; ya se queja de los murmuradores, con alusiones que se han creído dirigidas contra Villamediana, Góngora, Suárez de Figueroa. Pero estas protestas contra los vicios de la sociedad no le son privativas, como tampoco las que levanta contra las rutinas del teatro: todos, en su tiempo -y aun el mismo Lope-, parecen protestar por fórmula contra la tiranía de una ley a la que, de hecho, se someten.

A la representación de El Anticristo, la guerra contra Ruiz de Alarcón alcanzó extremos lamentables. En un pasaje de Las Venganzas del amor, de don Sebastián Francisco de Medrano (Favores de las Musas, 1631, p. 32), dice Momo:


   Anden los poetas listos,
y mírenme con temor,
que para dar mal olor
tengo aceite de Anticristos.



Y, al margen, nota del editor: «Alude a un aceite de muy mal olor que echaron en una comedia del Anticristo de don Juan de Alarcón sus émulos, por que no se acabara».

Añade Fernández-Guerra que «Diego de Vallejo -que hacía la figura del Anticristo-, o atufado por el accidente, o medroso, no se atrevió a volar por la maroma en la conclusión de la tragedia, y retirose al bastidor. Prolongada, o más bien suspensa, la situación final, iba a hundirse por completo el poema, cuando, atrevida, lo vino a salvar la esbelta dama que tuvo a su cargo el papel de Sofía. Luisa de Robles -que haba caído dentro, al fingirse mortalmente herida por el falso profeta- con prontitud arrebata a Vallejo la corona y el manto de púrpura, rebózase con él» y ejecuta la suerte a que Vallejo no se atrevió. Entonces pudo escribir Góngora ese soneto «Contra Vallejo, autor de comedias, porque, representando en una al Anticristo, y habiendo de volar por una maroma, no se atrevió, y voló por él Luisa de Robles», soneto que comienza:


«Quedando con tal peso en la cabeza».36



Góngora, en carta a Paravicino, cuenta así el suceso:

«La comedia, digo El Anticristo de don Juan de Alarcón, se estrenó el miércoles pasado. Echáronselo a perder aquel día con cierta redomilla que enterraron en medio el patio, de olor tan infernal, que desmayó a muchos de los que no pudieron salir tan aprisa. Don Miguel de Cárdenas hizo diligencias, y a voces envió un recado al vicario para que prendiese a Lope de Vega y a Mira de Mescua, que soltaron el domingo pasado; porque prendición (sic) a Juan Pablo Rizo, en cuyo poder se encontraron materiales de la confesión...»37.



Quedan huellas de incidentes entre Alarcón y Anastasio Pantaleón de Rivera. Juan Navarro de Cascante escribía:


   Con versos de corcovón
A Alarcón tanto le espanta
Pantaleón, que a Alarcón,
que de un león no se espanta,
le espanta Pantaleón.38



Entre Lope y Alarcón se cruzaron constantemente las alusiones embozadas, y es posible que a Lope y sus amores con Marta de Nevares se refiera cierto pasaje de Los pechos privilegiados:


   Culpa a un viejo avellanado,
tan verde, que al mismo tiempo
que está aforrado de martas,
anda haciendo Madalenos.39



Los eruditos han creído entrever, asimismo, lances de armas y desgracias en los amores en los documentos que sobre la vida de Alarcón conservamos. Pero son tan vagos los rastros, que por ahora vale más no seguirlos40.

Un acontecimiento de la Corte vino a sazonar todavía más la vida literaria de Ruiz de Alarcón: el año de 1623 llega con fastuoso cortejo el príncipe de Gales, Carlos Estuardo, a tratar sus bodas con la infanta de Castilla María de Austria. Su rápido paso por Madrid deja un recuerdo en la poesía de la época y, para Fernández-Guerra, tiene -con razón- cierto atractivo de aventura romántica. De vuelta a su patria -dice- «aguardábanle un trono y un cadalso».

Bajo los festejos cortesanos hierven entonces las rivalidades mal encubiertas. Luis Vélez, nombrado ujier de la cámara del Príncipe, no teme disgustar al Conde-Duque de Olivares, quejándose del enojo de los huéspedes y de las pretensiones del Príncipe:



   Yo nasí en el riñón de Andalucía,
y no es justo que en siglo de Gusmanes
tenga cautiva en Londres mi poesía.

    Muera yo entre Tenorios y Marbanes,
que juro a Dios que estoy con poplexía
de Contintones y de Boquinganes.41



Para entonces Ruiz de Alarcón ya había logrado hacer representar su comedia Ganar amigos ante la reina Isabel de Borbón (octubre de 1621), y Siempre ayuda la verdad -en la que colaboró con Tirso, según unos, y con Luis de Belmonte, según otros- en febrero de 1623 ante el Rey, ora sea en Sevilla, ora en Madrid, como quieren otros.

Cuando, en 21 de agosto de este año de 1623, el rey Felipe IV hizo celebrar fastuosamente los conciertos entre el Príncipe de Gales y la Infanta de Castilla, Alarcón dedicó al Duque de Cea -mantenedor de la fiesta- cierto Elogio descriptivo, que le valió el vejamen de Quevedo a que hemos aludido al tratar de la figura de Alarcón, así como las décimas burlescas que allí citamos. La verdad es que Alarcón no tenía vena de improvisador, ni era poeta de circunstancias, ni manejaba con facilidad el estilo pomposo que convenía al caso. Tratábase de escribir un poema en octavas, y parece que Mira de Mescua le sugirió la idea de hacer con las octavas lo que con los actos de las comedias se venía haciendo de tiempo atrás, en caso de urgencia: distribuirlas entre varios amigos. Así salió el desdichado poema en setenta y tres octavas reales, fraguadas por una docena de ingenios. En el volumen LII, pp. 583 y siguientes, de la Biblioteca «Rivadeneyra», pueden leerse el poema y las sátiras que provocó. Diez y seis páginas de este vejamen han llegado a nosotros. Pérez de Montalbán le llama «poema sudado, hijo de varios padres». Alonso del Castillo: «El poema que a Alarcón - le ha costado tan barato, - es parecido retrato - de su talle y su facción. - Belmonte y Pantaleón - son gibas del haz y envés, - Mescua y don Diego los pies; - él, la cabeza, aunque fea, - y el dinero del de Cea, - el alma de todos es». Góngora le dice: «De las ya fiestas reales - sastre y no poeta seas, - si a octavas, como a libreas, - introduces oficiales». Quevedo, en su décima, dice que el señor Adelantado (el Duque de Cea) debiera volverle a quitar a Alarcón el dinero que le ha dado. Mira de Mescua, por ser el autor de la invención, pide la mitad de las utilidades. Y siguen las burlas por el mismo tenor, combinando las alusiones a la deformidad del poema y a la de su autor responsable.

Hacia 1626 puede creerse que se retira Alarcón del mundo literario, en cuanto sus pretensiones comienzan a cumplirse.

En 1628, cuando publica la «Parte primera de sus comedias», dice a su protector que sus comedias no son más que «virtuosos efectos de la necesidad» en que la dilación de sus pretensiones le puso. A veces, parece que los poetas de aquel tiempo tomaron como labor secundaria el hacer comedias, dando gusto de cualquier modo a las aficiones del pueblo. Lope ponía sus cinco sentidos en sus eruditas novelas: para el teatro pretendía «hablar en necio» y emborronar el papel a toda prisa.

Para 1634, cuando Ruiz de Alarcón publica su «Parte segunda», le dice al lector: «que, siendo mordaz, ganarás opinión de tal, y a mí no me quitarás la que con ellas adquirí entonces (si no miente la fama) de buen poeta, ni la que hoy pretendo de buen ministro».

Es lástima que Luis Fernández-Guerra, a quien tanto deben los estudios alarconianos, haya mezclado lo cierto con lo dudoso; es lástima que nadie haya intentado restaurar el cuadro de ambiente que él trazó, y que ha envejecido tanto. Aquí sólo hemos pretendido copiar algunos datos amenos, todos relativos a las burlas que el poeta sufrió. No quisiéramos con ello causar una impresión falsa en el lector: no hay quien viva sólo de burlas.

En la obra de Alarcón encontramos un eco de los desengaños de su vida. No cabe duda que tuvo amigos excelentes; a sus protectores sabe agradecerles en pocas palabras el bien que le han hecho. Pero del conjunto de los hombres, en relación con su obra literaria, del público en general, ¿qué recuerdo guarda? Léanse las altivas palabras al vulgo: «Contigo hablo, bestia fiera...»42.




ArribaAbajo La Obra de Alarcón

Representa la obra de Alarcón una mesurada protesta contra Lope, dentro, sin embargo, de las grandes líneas que éste impuso al teatro español. A veces sigue muy de cerca al maestro, pero otras logra manifestar su temperamento de moralista práctico de un modo más independiente. Y, en uno y otro caso, da una nota sobria, y le distingue una desconfianza general de los convencionalismos acostumbrados, un apego a las cosas de valor cotidiano, que es de una profunda modernidad, y hasta una escasez de vuelos líricos, provechosamente compensada por ese tono «conversable y discreto» tan adecuado para el teatro. Nota Pedro Henríquez Ureña43 que es Alarcón un temperamento en sordina, preciosa anomalía de un siglo ruidoso; y Menéndez y Pelayo escribe: «Su gloria principal será siempre la de haber sido el clásico de un teatro romántico, sin quebrantar la fórmula de aquel teatro ni amenguar los derechos de la imaginación en aras de una preceptiva estrecha o de un dogmatismo ético; la de haber encontrado, por instinto o por estudio, aquel punto cuasi imperceptible en que la emoción moral llega a ser fuente de emoción estética...»44.

Complejísima debió de ser la elaboración de esta psicología refinada. Un claro sentimiento de la dignidad humana parece ser su último fondo, y a medida que del yo íntimo avanzamos hacia sus manifestaciones sociales y estéticas, vamos encontrando, como otras tantas atmósferas espirituales, un viril amor de la sinceridad, que nunca desciende a la crudeza; un gran entusiasmo por la razón, que quisiera instaurar sobre la tierra el régimen de la inteligencia, y siempre dedicado a mostrarnos el desconcierto de las existencias que gravitan fuera de esta ley superior; cierto orgullo caballeresco del nombre y la prosapia, por afición al mayor decoro de la vida, como una nueva dignidad que sirve de máscara a la dignidad interior; el gusto de la cortesía y el cultivo de las buenas formas, freno perpetuo de la brutalidad, que hace vivir a los hombres en un delicado sobresalto; el disgusto de la rutina y los convencionalismos de su arte, pero sin consentirse nunca -por culto a la moderación- un solo estallido revolucionario; una elegancia epigramática en sus palabras, y en sus retratos un objetivismo discreto; una actitud de cavilación ante la vida, ocasionada tal vez por su desgracia y defectos personales, y hasta por cierta condición de extranjero, que todos se encargaban de recordarle; finalmente, una apelación a todas las fuerzas organizadoras de que el hombre dispone, una fe perenne en la armonía, un ansia de mayor cordialidad humana, que imponen a su vida y a su obra un sello de candidez.

Entre la revuelta jauría literaria, burlado y herido, Ruiz de Alarcón no se convence de que la naturaleza humana sea fundamentalmente mala, y busca a su optimismo, por todos los medios, una convicción externa, objetiva. Satisfecho de su fama poética, reclama, con decente naturalidad, su parte en las comodidades del mundo, y entonces aspira a ser un buen ministro. Dudamos de que haya sido feliz; nada sabemos de su hogar, e ignoramos quién era Ángela Cervantes. Pero ¡noble amor el de la fama! Él cuida al poeta como un verdadero demonio familiar y, descontando las penalidades presentes, le permite proyectar a través del tiempo la imagen más pura de sí mismo, y la más feliz. El arte es también desquite de la vida, y bienaventurado el que puede alzar la estatua de su alma con los despojos de esta realidad que todos los días nos asalta.

Una mesurada protesta contra Lope. No sólo por su posición crítica ante algunas convenciones del teatro, como la conducta de sus graciosos, que -dice Barry-, a pesar de Lope y de la antigüedad, no son siempre bribones, ni siempre se casan necesariamente al tiempo que sus amos45. De esta rutina, que da por momentos a la comedia cierto aire de danza ritual, a través de las situaciones simétricas y contrarias de amos y criados, ya se burlaba Quevedo en la «Premática» inserta en El Buscón; también Tirso de Molina censura la intimidad inverosímil entre el amo y criado46. Ni siquiera pararon siempre en casamiento las comedias de Alarcón, aunque no sea único en esto. Respecto a los casos exagerados, como el disfraz masculino de las mujeres, algo he dicho ya. No era su teatro un teatro de fantasía y diversión como el de Tirso, sino de realismo y pintura de caracteres. Pero nada de esto le es privativo, aunque todo ello concurra a darle relieve distinto. Sino que en Lope, en el tipo fundamental de la comedia española, la invención lo es todo, y aquella ráfaga avasalladora de acción deshace hasta la psicología, y si no arrasa también la ética (yo creo que muchas veces la arrasa), es porque el sentido moral se salva prendido provisionalmente a las nociones mecánicas del «honor». Alarcón, en cambio, procura que su acción tenga una verdad interna y, como no puede menos de valerse de convenciones, hace disertar a sus personajes -tal sucede en La verdad sospechosa, para que se demuestren a sí mismos, por decirlo así, la verosimilitud de la acción en que están comprometidos; y, de tiempo en tiempo, pone en sus labios resúmenes de los episodios que nos permitan apreciar su sentido. Por eso decía Barry que se propone desarrollar una sola intriga, huyendo de la confusión de asuntos, y que «no sin cierta dificultad» la lleva a término. Esto paga a la debilidad de los recursos dramáticos de su tiempo. Algo de aquel disgusto por lo convencional, que su «Don Domingo de don Blas» lleva a las cosas de la vida, anima a Alarcón en la esfera del arte. Y La verdad sospechosa, su obra más característica, verdadero compendio de su teatro, ¿no podría también interpretarse como una ironía inconsciente de los procedimientos teatrales en boga? Su final es frío y desconsolador: Corneille no se atrevió a conservarlo en su adaptación francesa (Le Menteur), anulando el sentido que la comedia tiene hoy para nosotros. Como en un cuento del humorista norteamericano Mark Twain, la acción procede de una en otra mixtificación, hasta que el héroe tropieza contra un verdadero muro infranqueable. Lo ordinario es que en el teatro español los héroes se abran paso de cualquier modo; pero en La verdad sospechosa -si no para Alarcón, sí para sus lectores modernos- las leyes del orden, las fuerzas de la razón se vengan. Don García queda contrariado: «La mano doy, pues es fuerza», dice «Don García», y éste es el resultado más lógico de su trama de embustes.

Da una nota de sobriedad. «Los aficionados a la corrección y a la pulcritud de la forma -ha dicho Menéndez y Pelayo-, a la moralidad humana y benévola, al fino estudio de los caracteres medios, a la parsimonia y al decoro en la expresión de los afectos, se sienten invenciblemente atraídos por el teatro de don Juan Ruiz de Alarcón, nuestro Terencio castellano, tan semejante al latino en las dotes que posee y en las que le faltan»47. Más adelante, al compararle con Tirso, nota que resulta algo frío y prosaico, aunque rara vez cae en los extravíos de éste, a quien, por otra parte, vence, «como vence a todos los dramáticos nuestros, en aticismo, en limpieza y tersura y acicalamiento de la frase, en el buen gusto sostenido y en la perfección exquisita del diálogo». Esta mayor minuciosidad artística explica la relativa lentitud, la comparativa escasez de su obra. Decía bien don Antonio de Mendoza: Don Juan nunca escribiría novecientas comedias, ni podría echar el arte a risa.

Su apego a las cosas de valor cotidiano. En el mundo febril de la comedia española, tienen verdadero encanto esos descansos de la acción, esos bostezos de la intriga que nos permiten sorprender los aspectos normales y desinteresados de aquellas vidas tan lejanas. Entonces, como el «Crespo», de El Alcalde de Zalamea, se nos habla del pedazo de jardín en que la hija se divierte, del viento que suena entre las parras (II, 5). Entonces acude el poeta a la sátira de la costumbre y de los modos de vestir. Otras veces, son unos lugares comunes apacibles. Para un pueblo en quien la voluntad estética era más despierta y más pura -el pueblo griego-, el coro, base tradicional de la tragedia, llenaba esos descansos de la acción, emprendiendo un himno patético, que venía a ser verdadera y oportuna descarga de las emociones acumuladas por los episodios anteriores. Aquí se prefiere, a veces, algo como un momentáneo olvido, un ligero desmayo, que acaba por tener ese pudoroso encanto de las cosas humildes. Yo quiero llamar la atención del lector sobre el ambiente sereno de algunos pasajes de Alarcón. En La verdad sospechosa (III, 10) hablan «Don Juan de Luna» y «Don Sancho», los dos viejos, sobre ir a pasear al río; sala con vistas a un jardín:


-Parece que la noche ha refrescado.
-Señor don Juan de Luna, para el río,
éste es fresco, en mi edad, demasiado.
-Mejor será que en ese jardín mío
se nos ponga la mesa, y que gocemos
la cena con sazón, templado el frío.
-Discreto parecer: noche tendremos
que dar al Manzanares más templada;
que ofenden la salud estos extremos.



No es más que el miedo a la corriente de aire: un miedo burgués.

El sentimiento de la dignidad humana, la subordinación de los valores éticos: «Piensa que vale más (usaré las clásicas expresiones de Schopenhauer) lo que se es que lo que se tiene o lo que se representa. Vale más la virtud que el talento, y ambos más que los títulos de nobleza; pero éstos valen más que los favores del poderoso, y más, mucho más, que el dinero... Además, le son particularmente caras las virtudes que pueden llamarse "lógicas": la sinceridad, la lealtad, la gratitud, así como la regla práctica que debe completarlas: la discreción»48. Alarcón nunca desciende a la crudeza, o lo hace para exhibirla, como en la ruda escena que corta, súbitamente, el acto I de La verdad sospechosa49. Los brutales no le entusiasman, ni le seduce ese matiz ético de la verdad que puede llamarse «verdad inoportuna».


   Lo que siente el pensamiento
no siempre se ha de explicar,



dice en Las paredes oyen (I, i). Es una cuestión de gusto y de buena educación. A veces se ha pensado que su moral no es bastante desinteresada, y en abono de ello se aducen varias consideraciones. He aquí -se dice- los consejos que de su obra resultan: conviene que el mentiroso se corrija, pero por bien de su nombre; que el maldiciente deje de serlo, pero porque oyen las paredes. Sus niñas casaderas siempre están mudando propósitos y calculando fríamente las posibilidades del matrimonio. Son entes de razón, pero no siempre graciosas. Y todos convienen en que le faltó a Alarcón el toque, voluble e intenso, de la psicología femenina. Con todo, Menéndez y Pelayo repara en la nobleza y distinción aristocrática que alguna vez se admira en estas mujeres; «y eso que Alarcón no fue muy feliz en este punto. Pero cuando acertó Alarcón a trazar un carácter femenino como la "Doña Inés" del Examen de maridos, puso en ella siempre cierta distinción, nobleza y gravedad, como de gran señora, que suele faltar en las heroínas de Calderón, con ser tan huecas y entonadas»50. En todo caso, los defectos de sus mujeres, o son atribuibles a defectos del procedimiento dramático51 o a aquella parte de sátira objetiva que hay en la obra de Alarcón: en efecto, la España del siglo XVII no es la tierra de «Elena Alving» o de «Rebeca West», más bien es la de «Nora», antes de descubrir la verdad. No siempre deben imputarse a Alarcón los pecados de sus personajes. ¿Cómo ha podido haber quien declame contra ese graciosísimo rasgo de malicia paterna de «Don Beltrán?»:


«Mentir ¡qué cosa tan fea!
¡Qué opuesta a mi natural!
Ahora bien, lo que he de hacer
es casarle brevemente,
antes que este inconveniente
conocido venga a ser.»



No niego que Alarcón hable, en la dedicatoria de su «Parte primera», de que si no es bueno hay que procurar parecerlo; pero esto, si no es ya la moral, es la política de la moral, el camino de la moral. Sócrates, al imprudente que le achacaba estar lleno de malas pasiones, le contesta: «Me has conocido; así soy, en el fondo; mi mérito precisamente está en reprimirme». Recuerde, por último, el lector, aquel sabio cuento de Jules Lemaítre -El primer impulso-, donde toda la santidad de Hariri se derrumba en cuanto los dioses le consienten realizar siempre su primer deseo. Así, en el sistema de Alarcón, las fórmulas mismas de cortesía -de que se pagaba tanto «Don Domingo de Don Blas»- cobran una realidad ética como factores del bien, y nos encaminan a la moderación y al amor de los hombres.

Y aquí es ineludible abordar el problema del «mexicanismo» de Alarcón, tan ingeniosamente planteado por Pedro Henríquez Ureña en la conferencia que vengo citando, donde supo dar a la figura del poeta -algo desvanecida en la crítica académica- una extraordinaria vitalidad. No pretende Henríquez Ureña darnos una explicación total de Alarcón por el ambiente en que pasó los veinte primeros años de su vida y, con intervalo de ocho, otros cinco o siete más; pero piensa que, entre los múltiples elementos que integraban aquella personalidad, toca al «mexicanismo» parte no secundaria, y cree descubrirlo en ese tono discreto y mesurado, de psicologismo caviloso, que le permitió sacar de sí mismo, sin antecedentes calificados ni sucesión inmediata -creándola a la vez para España y para Francia-52, la comedia de costumbres.

La tesis, aun con todas las limitaciones con que ha sido propuesta, es arriesgada: aun ocurre preguntarse si, más que servir la fórmula del mexicanismo para explicar a Alarcón, la obra de éste servirá -a título de semejanza simbólica- para acabar de explicarnos algunos rasgos del mexicanismo... Además, una opinión autorizada nos sale al paso: Menéndez y Pelayo dice, en su Historia de la poesía hispanoamericana (I, 63), que va a prescindir de Alarcón, al hablar de México, por varias razones53: «Es la primera, la total ausencia de color americano que se advierte en sus producciones, de tal modo que, si no supiéramos su patria, nos sería imposible adivinarla por medio de ellas». En otra parte (Orígenes de la Novela, I, p. cccxcii), escribe que el Inca Garcilaso y Alarcón son «los verdaderos clásicos nuestros nacidos en América». Considera a Ruiz de Alarcón como un americano españolizado -lo cual es verdad en muchos sentidos-, y a Valbuena, como un español americanizado, que tampoco me parece negable.

Es cierto: color americano no lo hay en Alarcón; pero no se trata de eso. Menéndez y Pelayo, a pesar de su magno esfuerzo, nunca logró entender por completo el espíritu americano. Para él la América fue siempre cosa externa, región caracterizada por el «color local», y por eso creía encontrar en las externalidades brillantes de Valbuena el secreto del Nuevo Mundo. Su más noble interpretación de América la formuló al asegurar que el fundamento de su originalidad poética «más bien que en opacas, incoherentes y misteriosas tradiciones... ha de buscarse en la contemplación de las maravillas de un mundo nuevo, en los elementos propios del paisaje, en la modificación de la raza por el medio ambiente, y en la enérgica vida que engendraron, primero el esfuerzo civilizador de la conquista, luego la guerra de separación y, finalmente, las discordias civiles. Por eso -añade- lo más original de la poesía americana es, en primer lugar, la poesía descriptiva, y en segundo lugar, la política». No hay tal, sino la lírica. Menéndez y Pelayo sólo veía lo externo de América: no ya la América exótica, pero todavía la de las revoluciones y la de las selvas vírgenes. Junto a esto -y es mucho más esencial- queda la vida cotidiana, la trama de pequeñas experiencias que labran una psicología nacional. «Son rarísimas en Alarcón -continúa Menéndez y Pelayo- las alusiones y reminiscencias a su país natal: de una sola comedia suya, El semejante a sí mismo, se puede creer o inferir con verosimilitud que fuera compuesta en América». Alusiones y reminiscencias. ¿A esto se pretende reducir el carácter nacional? ¿Qué alusión, qué reminiscencia de España en las odas abstractas de fray Luis? Con todo, la historia del pensamiento nacional vive en ellas íntimamente.

La crítica histórica se completa con la crítica psicológica. «La literatura de aquel país -dice Adolfo Bonilla, op. cit., p. xxi- no había adquirido, a principios del siglo XVII, el desarrollo necesario para ostentar caracteres propios e independientes». La literatura no, pero sí la vida nacional, según testimonios contemporáneos que sería muy largo transcribir54. Añade Bonilla que «el sentimiento discreto, el tono velado, el matiz crepuscular», que dice Pedro Henríquez Ureña, no son extraños en poetas peninsulares como Francisco de Figueroa o los Argensolas. Ni en aquél ni en éste llegan a la temperatura alarconiana; pero, en todo caso, es verdad que la tesis del mexicanismo no lo explica todo ni con mucho, y que ha de recibirse con todas las reservas con que ha sido propuesta.

Falta todavía entrar en pormenores lingüísticos, y acaso Henríquez Ureña está llamado a emprender este examen. Hartzenbusch, en su filología candorosa, escribe: «También es particular que Alarcón haya usado palabras y locuciones que creíamos nacidas en nuestros días. El verbo fastidiar en la acepción de molestar, y la locución hacer el amor, ya se halla en estas comedias»55. Cuestiones son éstas que quedan en suspenso para los tiempos en que la dialectología mexicana encuentre quien la cultive como cultiva ya el profesor Espinosa la de la región bilingüe de Nuevo México56. Pero, para eso, es menester que en la misma España, equilibrado aquel entusiasmo por sorprender a la lengua en lo que llamaba Brunetière «flagrante delito de transformación»57, vuelvan los lingüistas a considerar con ojos atentos la verdadera lengua literaria, cuyos secretos son menos externos y mecánicos58. 0).




ArribaAbajoTercer centenario de Alarcón

En el orden literario -el orden humano por excelencia, el que a todos los abarca y los subordina, porque es el orden de la expresión-, México por primera vez toma la palabra ante el mundo con don Juan Ruiz de Alarcón y Mendoza. Es el primer mexicano universal, el primero que se sale de las fronteras, el primero que rompe las aduanas de la colonia para derramar sus acarreos en la gran corriente de la poesía europea.

Sus comedias alternan con las mejores de la escena española, cuando la escena española cuenta entre las mejores del mundo. Y rebasando todavía los diques de la lengua, el teatro alarconiano alarga su señorío sobre extrañas tierras, fertilizándolas de manera que -directamente en Corneille e indirectamente en Molière- deja, más allá de los Pirineos, los limos en que ha de brotar la comedia de costumbres francesa. Con Ruiz de Alarcón se entabla el diálogo. México, por primera vez, deja de recibir solamente, para comenzar ya a devolver.

Y el primer paso es el que cuesta. No es todo llegar y vencer. Madrid no se gana sin esfuerzo. Hay que romper por entre malezas de prejuicios. Hay que superar la capitis diminutio de ser un colonial. Y peor aún si se tiene la desgracia de presentarse, como el sufrido Don Juan, con una apariencia poco airosa en un mundillo literario hecho a los donaires más despiadados, y donde a la sátira le sobran saetas. Por boca de su personaje, este criollo señorial, parsimonioso a lo provinciano y no habituado a la arisca independencia de la corte literaria en los siglos de oro, pagado de su prosapia, pero al fin pobre pretendiente y sabedor de sus escasos atractivos, exclama con melancolía:


   Tiéneme desesperado,
Beltrán, la desigualdad,
si no de mi calidad,
de mis partes y mi estado.



Todo se andará. Pronto resonarán los corrales con los triunfos del mexicano. En las paredes, según la costumbre de la época, los vítores a Ruiz de Alarcón alternan con los vítores a Tirso de Molina; la rivalidad enconada de no menor persona que el inmenso Lope de Vega mide la grandeza del concurrente.

Alma en tono menor acaso, para el suave discreteo y para la música en sordina mucho más que para los arrebatos líricos, enamorada de la razón más que seducida por los devaneos de aquella «loca de la casa». El poeta se ajusta, sí, como es humano y natural que suceda, a las fórmulas ya cuajadas para la poética de su tiempo. Pero entre todo aquel vistoso parterre no escoge la rosa de fuego, no el clavel de sangre que lanza desde los florones de Lope sus gritos de pasión, sino la violeta suficiente que se ha dado en llamar modesta: la que, de los atavíos mismos, desdeña cuanto va más allá de las normas de necesidad: geometría más bien, arquitectura, y un modo de creación discursiva cuyos encantos no se fundan en la sorpresa, en los descoyuntamientos de lo inesperado, sino en el gustoso declinar hacia lo previsto. De modo que cada palabra va dando de sí, como sin trabajo y sin ruido, la palabra misma que la sigue.

Hace falta cierta madurez para paladear este vino seco; cierto candor de temperamento para disfrutar a fondo de este viaje en mares interiores; cierto estado de evolución o experiencia, que muy bien pudo ser innato -por paradójico que a primera vista resulte- en aquella naturaleza meditativa de hombre desengañado y paciente. De aquí su cualidad esencial (de aquí, diría el lógico, su diferencia propia dentro del género próximo de su tiempo) que muchos llaman, sin rodeos, su «modernidad». De aquí su contraste, aunque contraste sin chasquido ni estrago, ya se ve, porque Alarcón poseía el secreto de oponerse sin choque, de desviarse sin arrancarse, y hasta de negar sin ofender. De aquí, sobre todo, su don humorístico no suficientemente estudiado: aquel que en La verdad sospechosa hace, con una maraña de embustes, una acción divertida mucho más que una prédica moral; aquel que en la más original y premolieresca de sus obras, Don Domingo de Don Blas, pone en solfa, como sin darse cuenta, toda la ampulosidad con que han acabado por revestirse el honor y el valor, y con una sencillez que nunca desciende al feo cinismo, nos da ejemplo de una virtud que no necesita hacer aspavientos, de un temple viril ya sin jactancia, de un vigor tan seguro de sí que no echa mano de la violencia, de una filosofía sin mayúsculas y, por momentos, de una capacidad de traspasar las nieblas de lo convencional, que hasta anuncia -bien que en una afinación muy distinta- el desgarro de Bernard Shaw. Y así se explica que, no siendo una Odisea sin fondo, ni un rosario árabe de aventuras, éste que he llamado, en Alarcón, el viaje por mares interiores tenga cierto encanto matemático, de hazaña disciplinada y medida con el reloj, de «record» deportivo: no es naufragio, sino regata; y mucho más que duelo a muerte, prueba de resistencia. No lo busquéis entre las luces siniestras de la tragedia: más bien en la lenta media luz de los encantos caseros, la charla junto al Manzanares, el leve deliquio de una fantasía temperada que va resaltando con una ceja luminosa los contornos mismos de la realidad: vuelo de salón y no aeróstato; jardín, que no selva; sufrimiento envuelto en sonrisas; moderación, urbanidad, cortesía. Parece que, en el fondo, se ríe de los espantajos que la retórica ha acabado por instaurar en la escena; parece que, en el fondo, está harto de la balumba que se ha deslizado entre la riqueza de las artes teatrales. Un siglo más, e inventa el sainete; dos siglos más, y hubiera creado el acto sintético cuya poesía está hecha de cosas cotidianas. ¿Quién dijo que el teatro de Alarcón ha sido un teatro sin consecuencias?

Y por último, aquello, tan traído y llevado, del mexicanismo de Alarcón.

La verdad es que Alarcón yacía bien arropado y envuelto entre la mortaja de la crítica académica. El voluminoso libro de Luis Fernández-Guerra y Orbe -hoy casi en un todo rectificado y tan abundante en noticias dudosas como escaso de verdadera crítica- le servía de túmulo solemne. Y aunque andaban por ahí excelentes páginas sueltas sobre su obra, y ante todo las perdurable Menéndez y Pelayo, faltaba el llegar hasta las últimas consecuencias del juicio. Cuando he aquí que, hace cinco lustros, en una conferencia pública leída en una librería de México y que puede considerarse como una de las páginas más insignes de la crítica americana, Pedro Henríquez Ureña resucitó de un toque la personalidad de Alarcón, sosteniendo, de una vez para siempre, la tesis de su mexicanismo. Adolfo Bonilla y San Martín quiso objetarle que no era posible hablar de mexicanismo en una literatura carente aún de carácter propio, y nos atrevimos a llamarlo a cuentas, desde el prólogo de cierta edición, recordándole que, en el caso, no se trataba de «mexicanismo literario», sino de un sabor humano bien discernible ya en la sociedad mexicana de aquellos siglos, el cual encuentra por primera vez su lenguaje en la obra de Ruiz de Alarcón. Nada obsta el hecho de que este sabor haya podido evolucionar o modificarse más o menos superficialmente con el correr del tiempo.

Por eso tienen una singular elocuencia los festejos con que México evoca el recuerdo de Alarcón, en el tercer centenario de su muerte. Se diría que vamos a consultar, en la galería de retratos de los abuelos, los que debieran ser nuestros rasgos más permanentes.

La Nueva España, que tanto madrugó a revelar caracteres propios, donde la adaptación natural y las contaminaciones entre la raza colonizada y la raza colonizadora hicieron tan pronto confesar, desde el primer siglo de la conquista, a los sociólogos peninsulares (permitidme este anacronismo de lenguaje) que se había logrado crear ya un tipo de hombre sui generis; la Nueva España, donde la literatura popular de la época registra ya el duelo abierto -germen de la independencia futura- entre el neoespañol de México y el español europeo recién venido; la Nueva España, que había sabido ya atraer a su seno -seduciéndolos con su prestigio- a varones de letras como Cervantes de Salazar, Frías de Albornoz, fray Alonso de la Veracruz, Gutierre de Cetina, Juan de la Cueva, Eugenio Salazar de Alarcón; que pronto conquistaría a Luis de Belmonte, Diego de Mejía y Mateo Alemán; que deslumbró con su señuelo a Valbuena, por poco da caza al mismo Miguel de Cervantes y produjo ya -pues su obra es hija de nuestro suelo- a Terrazas, Saavedra Guzmán y Fernán González de Eslava; donde la Universidad, la Imprenta y el Teatro trabajaban ya activamente; donde los Alarcones aparecen desde los primeros días vinculados en el real minero de Tasco; donde Don Juan respiró nada menos que los veinte primeros años de su vida, los años definitivos para la formación de un hombre; la Nueva España, cuya tradición está ya fundada para entonces, y cuyo ambiente ofrece ya un sello inconfundible, impone un modo espiritual a sus criaturas, lo mismo a sus indios latinados que a sus criollos de estirpe; da una tónica distintiva a la mentalidad de sus hijos, que ya sin equívoco se pueden llamar los mexicanos; y todo ello contribuye no poco -cuando nuestro poeta, llovido del cielo, irrumpe en la escena de Madrid- a producir esa sensación de extrañeza que los mismos contemporáneos declaran y que la misma crítica española de nuestros días no ha dejado de confesar.

Por eso hemos dicho que, con Alarcón, México toma la palabra ante el mundo.

Juan Ruiz de Alarcón, Juana de Asbaje, ¡oh, qué grandes Juanes de México! ¡Qué voces claras, únicas, diferentes de las demás, para entrar al fin en el coro y hacerse sentir en el conjunto! ¡Son nuestros de pleno derecho, hasta donde es lícito decir que una cosa es propia, sabiendo que todo está en todo! ¡Nuestro él por la diserta y urbana manera, de que la nueva sociedad colonial vivía como enamorada, entre su señorío provinciano y su candorosa exaltación del buen decir y de los buenos pañales, asuntos de que las ruidosas metrópolis nunca han hecho muy grande caso! ¡Nuestra ella por el fervor de autodidactismo -fruto feliz de la provincia- que la lanza, sola y ardiente, a conquistar el universo con el estudio y a navegar en su esquife los mares de la enciclopedia y la poesía, en el afán de saberlo y entenderlo todo, antes de depositarla a la postre en la orilla de la piedad, donde otra vez todo se olvida! ¡Nuestro él, nuestra ella, los dos Juanes de México, nobles medallones familiares, apellidos de nuestras letras!

Pretendiente en corte, deseoso de un modesto pasar para conquistar su independencia, que es lo que le importa en la tierra, más aficionado que profesional de los teatros (que esto nada quita a su excelencia), se unce al carro de la Comedia y se enfrenta Don Juan con «la bestia fiera», como sin ambages llama al público, y en cuanto puede, tras unas docenas de obras (cuando todos las producían por cientos), pero obras que bastan a sacudir el ambiente como ráfaga de viento nuevo, se aleja a rumiar sus filosofías de solitario y a conversar con escogidos amigos en su torrecita de las Urosas. Allí, lentamente (siempre fue enemigo de lo festinado y lo presuroso), cuela el buen vino de su trato y concentra su miel de años, mientras «la que a nadie no perdona» viene en su busca. Domina el recelo contra el indiano, vence la rivalidad y la envidia; sobrepuja las limitaciones de una apariencia poco recomendable, corcovado que se endereza imponiendo al mundo el inapelable imperio del espíritu. Su rostro de barbitaheño meditabundo, palidecido en afanes y pesares, no ha dejado de sonreír. Los contratiempos no han logrado vencer su confianza en la naturaleza humana ni su confianza en la razón. Tal vez corta algún capullo en su huerto, y lo cría escondido en aquella su intimidad pudorosa, que tan a las claras lo distingue en medio del exhibicionismo ambiente. Mantiene a raya a «la bestia fiera» y, tras de domeñarla, se aleja. Ya ha cerrado su puerta. Anochece. El candil se enciende para su discreta tertulia. Don Juan está hablando en voz velada. Dice que la suave cortesía es la rueda donde se afinan los bajos estímulos animales. Quiere al hombre humano, al que se emancipa del arrebato, al que no se entrega a la casualidad, al que impone, en su acción y en su pensamiento, el sello de oro de su querer consciente y libre. Ésta es la lección de Don Juan. Éste, mexicanos, es el consejo que nos ha dejado en herencia aquella flor de mexicanos.




ArribaUrna de Alarcón

Travesuras del tiempo, jugar al calidoscopio con los prismas de la realidad; volver de revés el anteojo, ver un día grande lo pequeño y otro día pequeño lo grande; acercar lo lejano, distanciar los primeros términos, invertir las perspectivas. ¿Habéis pensado en las sorpresas de la posteridad? Mientras vivimos, decía Rodó, nuestra personalidad está sobre el yunque. Pero, ¿y después de muertos? Comienza entonces una plástica superior, cambiante y a veces vertiginosa. El saldo es variable. La sentencia ardua de los pósteros está sujeta a una apelación indefinida. Muchas veces hemos dudado si los contemporáneos tienen siempre razón. Más bien tienen sus razones, las cuales no siempre se confunden con la razón o, si preferís, con la justicia. ¡Qué suelo inseguro, qué pintar y borrar, qué imposibilidad de llegar -aquí como en física- a la conmensuración absoluta! ¿Grande? ¿Con relación a cuál medida? ¿Quieto? ¿Con relación a cuál sistema? Los párvulos de Heráclito edifican sus castillos efímeros. En cuanto morimos, nuestra personalidad es puesta en el yunque.


Dejad pasar la noche de la cena,
oh Shakespeare pobre y oh Cervantes manco.



¡Oh corcovado Álarcón! ¡Vapuleado, glorificado! Extraño en su tiempo; singular siempre. (Verdad es que, si el público y la opinión escribieran, si los que no escriben escribieran, tal vez fuera muy otro el caso, porque sabemos que tenían «almagrada toda la villa», como ovejota preferida, con los vítores a Ruiz de Alarcón.) Precursor casi de Moratín, y olvidado, sin embargo, por los retóricos del siglo XVIII, en cuyas páginas el mediocre Solís se hombreaba con Calderón. Tal vez la Academia empieza por Alarcón sus colecciones de clásicos con el ánimo de reivindicarlo. El siglo XIX lo acoge. Lo levanta el XX, prestándole la nueva virtud del mexicanismo, dándole las palmas de iniciador. El mexicanismo evoluciona. El mexicanismo naciente posee, como el yodo, propiedades que se evaporan después. Hasta su mexicanismo es discutido en México. Estatua simbólica que marca aquel término donde la ética y la estética se confunden, ya va resultando más satírico que moralista, más divertido que ejemplar, más humorista que censor. A unos aburre el candor simbólico de sus problemas, y otros lo encuentran, en conjunto, más sostenido en la amenidad que sus émulos más brillantes, cuyas caídas son más hondas, cuyos bostezos son más largos. ¡Qué tímido, qué audaz! ¡Qué calladamente patético! ¡Qué mesurado y gris! ¡Qué derecho, qué corcovado! Travesuras, travesuras del tiempo. Y esto es la verdadera vida de un hombre, la vida de la posteridad, la penumbrosa existencia de los Campos Elíseos, a cuyas sombras prestamos un poco de aliento con nuestro aliento. ¿Dónde está, pues, la realidad? ¿Dónde está la seriedad de la historia? ¿De este o de aquel lado de la muerte? «¡Ay, la diturnidad es un sueño y una locura de esperanza!»59.

La maledicencia, la envidia, la murmuración, la paja en el ojo ajeno; la despiadada burla contra los defectos del cuerpo, contra todo aquello que, en la moral autorizada, no depende, como la conducta, del albedrío; el microscopio de la intolerancia aplicada al grano de la piel... Ya ni los apellidos quieren dejarle. ¡Perdónenle el error de existir!


¿Cuál fue el delito mayor
de Alarcón? -Haber nacido.



En esto se parece al Hombre; se parece a todos los hombres. Y así la Comedia Humana que nos deja es -entre otras muchas cosas- un testimonio vivo de lo que se pierde en frotamientos inútiles, en guerras estériles, en adaptaciones o inadaptaciones de la conciencia sobre el caos exterior. Pudo desaparecer en el alud; pero sonríe. Sonríe y por eso se salva. «Rompe la envidia el fatigado diente». Sus contemporáneos se sienten juzgados. Y juzgados con una sonrisa, que es mejor. Sonríe, pero afirma. Afirma, porque persiste. ¿Darse Alarcón a partido? «Yo no, yo persisto». Persistir es vencer, y sonreír es libertarse. Los contemporáneos tienen sus razones. Pero la razón está contra sus razones. Por eso no pierde la confianza. Niega, con el arquetipo, los azares de la contingencia. No, el hombre no puede ser tan malo, no puede ser tan malo sustancialmente: éstos deben de ser desvíos sin trascendencia, errores ilusorios. En cuanto los hombres son malos, son fantasmas, son pesadillas. No nos engañe el mal sueño. Sonríamos. Tú no me engañas, pesadilla. Y pisa lo contingente y persiste. En «La Escuela de Atenas», Platón contempla la idea y no las cosas.

Entretanto, puesto que se vive en las cosas, es mejor rodearse de cosas bellas, de humanidades, buenas lecturas, fábulas populares que la imaginación enriquece como de gases más volátiles. El Plauto, el Terencio hispanomexicano, sabe y aprovecha sus latines (de Los Menecmos viene El semejante a sí mismo y del Adelphoe viene La verdad sospechosa); tiene hasta casuales coincidencias con Shakespeare, por lo mismo que se abreva en el acervo novelístico que vive en la boca de la gente. A veces, cintila en sus obras el acero del honor y el deber, prenda de los pechos privilegiados. A veces, ataca el asunto sin asunto, revista o examen de maridos con un sí sé qué de francés. (Y de paso sea dicho, Francia no recibió sólo el limo fértil de Alarcón en el conocido caso de Le Menteur, sino en otros más, como Les Visionnaires, de Jean Desmarets, derivado precisamente de El examen de maridos o el Semblable à soi-même, de Montfleury, para no salir del siglo XVII.) De un lado crea la comedia de carácter, y aun rompe, en Don Domingo de Don Blas, los moldes de la convención, con una ingenuidad de pupila virgen que recuerda las paradojas de aquel Anacarsis Escita, cuando juzgaba las costumbres de Atenas. De otro, vuela con Don Illán sobre la Toledo misteriosa, donde la Edad Media acumuló todos los secretos de la magia; o cabalga el afán de Fausto en la historia del morisco Román Ramírez, que firma el pacto con el Diablo para ganar, merced a los artificios de la medicina, los favores de Doña Aldonza. ¡Qué fácil, y qué peligroso, reducir a signo rectilíneo una obra tan arborescente y compleja! Pero, ¿habéis leído a Alarcón? ¿Por qué, entonces, al juzgarlo, lo priváis de lo maravilloso y lo heroico? Culpo a los manuales de literatura, que sustituyen el conocimiento arrebatador por la fría y mútila referencia. No es nuestra falta: es la ley del menor esfuerzo. Y esto sucede en todas partes. Alguna vez he recordado aquella palabra de La Bruyère: «Corneille pinta a los hombres tales como debieran ser», palabra que inspira cuanto se ha escrito después sobre aquel trágico. Y aunque es cierto que «Rodrigue» o «Polyeucte» sacrifican al deber placeres y amores, en cerca de la mitad de las piezas el héroe se entrega a impulsos culpables o usa de recursos inconfesables. Y la famosa «acción sencilla cargada con poca materia», que todos conceden a Racine y éste preconiza en su Prefacio, en verdad sólo se descubre en la Bérénice: fuera de esta obra, Racine es la misma complicación; la Ifigenia es drama de erotismo, de amor maternal, de política y hasta de misterio. Pues lo mismo hay que verificar todavía el concepto de lo alarconiano, completando el Alarcón de los manuales con el Alarcón de las comedias.

Y, sin embargo, no puede negarse que hay en esta obra un encogimiento paulatino, un creciente propósito de sofrenar a Pegaso, y el intento de una disciplina cada vez más austera. En busca del arte para pocos -callejón estrecho en apariencia- se encamina hacia el descubrimiento de nuevas tierras. La musa baja del coturno y va a palpar el corazón del simple y sencillo vecino. Del burgués, se ha dicho: ¡era la revolución de su tiempo, la nueva sensibilidad del porvenir! Sus lacayos dejan de ser graciosos para convertirse en filósofos y consejeros, maestros del sentido común. Va castigando la locura. Se va resignando poco a poco. El fermento, la levadura terrible de lo femenino eterno no se deja sentir muy mucho. Por aquí se va hacia el silencio. Ha escrito unas cuantas comedias. Se resigna, a fuerza de ceñirse, aunque no se deja vencer; porque al recoger, más tarde, su Teatro, se declara satisfecho y seguro de la fama que ha de alcanzar. Lo alarconiano, la quintaesencia de lo alarconiano, ¿será acaso, con su cortejo de urbanidad, cortesía y dulzura, este camino hacia el mutismo? Hasta su tumba ha desaparecido en la parroquia de San Sebastián, como si quisiera esconderse. «Oblivion» -oh, sir Thomas Browne-, pero «the brother of death daily haunts us with dying mementos». Ahora ya es, de pleno derecho, «el semejante a sí mismo». Tal como en sí mismo, por fin, lo ha mudado la eternidad.





 
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