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ArribaAbajo- XI -

¿Se disolvían las juntas? ¿Sería disuelto el Senado? ¿Era cierto que el Infante D. Francisco salía con la gaita de reclamar la Regencia? ¿Qué tal el Manifiesto de la Reina Cristina, tronando contra la situación que había creado con su renuncia? Vamos, que el Ministerio-Regencia no se mordió la lengua en la refutación de aquel documento. ¿Qué había del conflicto eclesiástico? ¿Nos quedábamos sin Nuncio, absolutamente incomunicados con la Corte y curia romanas? ¿Qué se decía de casamiento de príncipes   —110→   y princesas brasileñas con infantes e infantas españolas? Y a la Reinita, ¿con quién la casaban?... De todas estas cosas y de otras menudencias políticas y sociales que en aquellos días (ya entrado Noviembre) fatigaban la opinión, habló y oyó hablar Ibero en sus primeras visitas a la modesta casa de Milagro. Fue allí por añadir un recurso más a los que empleaba para combatir su aburrimiento, y en verdad que no le pesó, pues la familia era muy agradable, las niñas muy despiertas, el bajo muy complaciente, y en la tertulia nocturna, alrededor de la camilla, no faltaban señoras dicharacheras ni aun hombres políticos que decían cosas muy atinadas sobre los problemas del día. Los chiquillos pequeños eran el único desconcierto de la grata armonía doméstica, porque no brillaban por su buena educación, ni sabían hacerse agradables en la edad que precede al último estirón de la infancia. Eran pegajosos, entrometidos, preguntones y cargantísimos. Pero, en fin, a esta pejiguera servía de compensación la discreta amabilidad, la risueña juventud de María Luisa y Rafaela.

Ya llevaba Ibero algunos días de conocimiento y no podía conseguir que María Luisa tocase el arpa. Se excusaba pretextando rigidez de dedos por el abandono de la ejecución   —111→   en largos meses; y en tanto, como el instrumento padecía también de la dilatada inacción, el bajo, que era hombre para todo en cosas musicales, se pasaba las horas componiéndolo y echándole nuevas cuerdas. María Luisa no había dado aún nietos al buen Milagro; a los siete meses de casada, un mal parto malogró las esperanzas paternales, que de nuevo reverdecían en el invierno de 1840; y como se hallaba ya de cinco meses, a D. José no le gustaba que se la instara demasiado a lucir sus habilidades de arpista, no fuera que con el ajetreo de pies y manos y con las sofoquinas que suele producir la inspiración, cuando es de ley, se malograse el fruto. El pobre Cavallieri era un hombre excelente, conocedor de sus deberes como presunto padre de familia. A pesar de hallarse sin contrata, pues por no lanzarse a viajes costosos había rechazado las que le propusieron de los regios teatros de San Petersburgo, Londres y Nápoles, sabía traer dinero a casa, sacando un jornal de todas las solemnidades religiosas y de los funerales de primera. Además daba lecciones de canto, y también componía su poco de música, ora un invitatorio, motete o tanda de villancicos, ora alguna canción con letra de Espronceda para acompañamiento de guitarra. En casa era de una seráfica   —112→   mansedumbre: respetuosísimo con su suegro, obediente a su mujer, sin exigencias en las comidas, dispuesto a todo, aun a cosas tan contrarias al arte de Rosini como el planchar vuelillos y el peinar a las señoras.

La casa era modestísima, los muebles viejos y descabalados, simbólica expresión de la vida procelosa de Milagro y de las cesantías, traslados a provincias y demás accidentes de la vida del funcionario público en esta desordenada tierra. Notó Ibero los apuros que había cuando los visitantes vespertinos o nocturnos excedían del número de sillas, contando para los grandes llenos con las de la cocina. Mas no por estas escaseces de mobiliario, ni por otras faltas que a cada paso se ponían de manifiesto, perdían aquellos benditos el gusto de la vida social, y cada vez querían atraer y recibir a más personas, sin reparar que fueran de mejor pelo y de clase superior a la suya. No les era difícil sostener la casa con el sueldo de Don José y las ganancias no deslucidas de Cavallieri: la experiencia de Milagro y sus dotes de gobierno impusieron desde el primer día el sistema salvador de gastar menos de lo que ingresara, y por nada del mundo se alteraba este método, al que debían la tranquilidad, un comer apropiado a las necesidades, y una vida,   —113→   en fin, decorosa, aunque humilde. Los chicos no iban rotos a la escuela, ni D. José a la oficina con facha indigna de su posición; para todo había, y aun se juntaba duro a duro el presupuesto de sastrería que había de dotar a Milagro de todas las prendas indispensables a un jefe político.

La menor de las hermanas, la que, según el dicho de su padre, no era viuda, ni casada, ni soltera, Rafaela, en fin, por mote familiar vigente aún, la Perita en dulce, daba quince y raya a todos en lo hacendosa y hormiga para su atavío particular. Otra que mejor y con más gusto se arreglara los cuatro pingos que poseía, y los lazos, cintas y moños, no ha existido en Madrid. ¿Qué arte secreto era el suyo para vestirse y emperifollarse, y qué hacía para parecer tan bien con su trajecillo pobre y con cualquier trapo de bien combinados colorines que se pusiera? Verdad que ayudaban al mágico efecto su rostro bonito y la perfecta conformación de su talle; pero algo más había, y era un instinto, una adivinación, y el conocimiento genial de todas las modas y sus cambios, sin sobar figurines ni andar entre modistas. Descollaba Rafaela entre sus iguales como la rosa entre mastranzos; su superioridad consistía quizás en que nunca delató con la afectación su prurito   —114→   de elegancia, en que su sencillo atavío no revelaba el estudio previo y paciente para obtener tan feliz resultado. Era su rostro finísimo y algo picaresco, de un estilo (si estilo hay en las formaciones de la Naturaleza) que bien podría llamarse Pompadour, pintiparado para el traje de pastoras de abanico, con empolvado pelo, corpiño estrecho y espléndidas faldas recogidas. El pelo era rubio, la tez de una blancura porcelanesca, los ojos obscuros, reveladores de amor, de ensueño, a veces de inteligente malicia.

No se creía D. Santiago infiel a su compromiso de amor porque la Perita en dulce le gustase. Le gustaba, sí; pasaba ratos muy entretenidos a su lado; pero todo el goce que recibía en ello era superficial y no le llegaba al corazón. Le divertían los conceptos extravagantes que expresaba Rafaela sobre cualquier tema de los usuales de la vida, y reconocía en ella una inteligencia no común. «¿No les parece a ustedes -dijo la Perita una noche, no hallándose presente su padre- que esto de la libertad es una paparrucha? La libertad, como el retroceso, ¿qué son sino los motes o letreros que se ponen estos o los otros señores para mangonear? ¡Ay, Virgen del Rosario, que no me oiga mi padre!... Me mataría».

  —115→  

Oído aquel disparate gracioso, le soltó Ibero un discursillo enalteciendo las ventajas que obtienen los pueblos del régimen que felizmente disfrutábamos, y no fueron risas y chacota las de ella para zaherir tan manoseadas retóricas. «¿Con que libertad? ¿Y para qué sirve esa libertad? Para escribir en los papeles mil disparates, para insultar a los ministros y no dejarles gobernar; libertad para los que alborotan, y entre tanto el pobre, pobre se queda, y los ricos se hacen más ricos, y nosotras las mujeres seguimos esclavas. Dígame usted qué libertad es esta que a mí me tiene prisionera de una equivocación. Mi marido es un mal hombre, y no soy yo quien lo dice: es el juez, es su propia familia, es todo el mundo. ¿Pues por qué no había yo de poder descasarme y volver a la soltería?».

-Por mí -dijo Ibero-, que vuelva usted. No me opongo.

-Poco sacamos de que usted no se oponga.

-Las Cortes, el Rey, el Papa, el Concilio de Trento, tienen que poner mano en eso para reformarlo.

-Pues ya verá usted cómo no lo reforman... Tanto hablar de libertad, y no nos traen el divorcio. Que mi padre no me oiga decir la herejía de que no tendremos una buena Constitución   —116→   hasta que no traigan las reglas de descasar... y otras cosas, Señor, otras cosas que por ahora me callo, para que usted, Sr. de Ibero, que es tan remilgado y para poco, no se nos escandalice. En fin, vengan libertad y pobreza, que me parece a mí que andan unidas... Yo, si ustedes no se asustan y me prometen no contárselo a papá, diré que, a mi modo de ver, en tiempo del moderantismo y de la camarilla había más dinero.

-¡Qué cosas tienes, mujer! -dijo María Luisa, que no por contradecir a su hermana dejaba de gozar oyéndola-. ¿Más dinero entonces? ¿Dónde?

-En casa no; a eso no me refiero. En Madrid, quiero decir.

-No va descaminada Rafaelita -indicó una señora mayor, esposa de un compañero de oficina de Milagro, muy rolliza de carnes, y de ideas harto enjuta, pues no hablaba más que de novenas y modas, o del eterno sisar de las criadas-. Ello es que en todos los comercios se quejan. Es lo que dice Gerardo: que aquí los ricos no tienen patriotismo.

-Lo que yo sé -declaró el músico Cavallieri- es que sólo en los tiempos moderados se ha sostenido aquí una buena compañía de ópera. Cuando yo salí en la Serva Padrona, ¿se   —117→   acuerdan?, y cuando hice el Don Magnífico de la Cenerentola, era en lo más crudo de los tiempos ominosos, mandando el Sr. Cea Bermúdez.

-Hoy me ha dicho Doña Rosaura, la de la tienda de encajes -afirmó Rafaela-, que desde que han venido los libres no venden ni la mitad. Y en casa de Bárcena, hay días en que no entran en el cajón arriba de catorce reales. ¡Ya ven... una casa como aquélla...!

-El dinero -observó María Luisa-, como dice papá, no se pierde: lo que hace es ocultarse.

-Pero ya le haremos salir, ¿verdad, Sr. Don Gerardo? -dijo Ibero dirigiéndose a un sujeto acartonado, esposo de la no ha mucho citada señora rolliza-. En Gobernación, según oí, preparan sin fin de decretos para desarrollar la riqueza pública.

-Así es -replicó D. Gerardo, hombre comedido, discreto, que se oía cuando hablaba, y no hablaba más que lo preciso; funcionario excelente, de procedencia masónica de los Tres años, que no había llorado largas cesantías, y usaba en invierno y verano levita muy larga y sombrero de copa de desmedida elevación-. Ya ve el país que el Sr. de Cortina no se duerme. Hombres como D. Manuel son los que han de regenerarnos. Prepara reformas en todos los   —118→   ramos, en minas, en policía, en caminos vecinales, y sobre todo, en Instrucción pública, que es el barómetro, ya lo saben ustedes, el barómetro de la civilización de los pueblos. Con esto, y el buen gobierno de la Hacienda y las economías, la riqueza pública y privada tomará gran desarrollo. Un buen Gobierno trae la confianza, y la confianza trae la riqueza, el curso de los capitales, la circulación del numerario...

-Esas son tonadillas, D. Gerardo -dijo Rafaelita, burlándose con gracia del rígido funcionario-, tonadillas que nos cantan todos mientras tienen la sartén por el mango. Pero como al fin resulta que lo que es buen Gobierno aquí no lo hay nunca, tampoco tenemos confianza, y todo se queda en música: música de himnos, música de discursos, y en tanto el dinero no parece... que es a lo que vamos.

-No hagan caso de mi hermana -dijo María Luisa-, que ha tomado ahora este tema del dinero por pasar el rato y matar el fastidio. Rafaela varía de gustos a cada triquitraque; no es como yo, que siempre soy la misma.

-Cuando eran ustedes solteras -observó la señora rolliza- pasábamos ratos muy divertidos oyéndolas recitar versos.

-Sí... y los aprendíamos de memoria, y parecíamos cómicas; en casa no nos podían sufrir.   —119→   Naturalmente, con la edad cambian los gustos. El tiempo pasa, y una se va formalizando. Vienen las necesidades, y ante la cara dura de las necesidades ya no está una de humor de poesías. Pero a mí me gustan siempre.

-A mí no -dijo Rafaela-. Hace algún tiempo les he tomado una tirria tremenda. Ellas tienen la culpa de muchas desgracias. Los poetas son los que traen los malos casamientos, la falta de verdadera libertad y la pobreza... y lo digo... y lo pruebo.

Celebraron todos con risas estos donaires de la Perita en dulce, y el Sr. D. Gerardo se permitió defender la poesía, que adoraba por haberla cultivado sin fruto en su mocedad.

«Hace cuatro noches -dijo- tuvo María Luisa la bondad de recitar unos versos divinos... Yo me entusiasmé de tal modo, que se me saltaron las lágrimas. El Sr. de Ibero no estaba presente aquella noche, y como yo deseo que oiga lo que oímos, y que goce lo que gozamos, solicito de la simpática señora de Cavallieri que nos repita la función».

¡Ay, Dios mío! ¡Qué melindres los de la señora de Cavallieri! No se acordaba... Tenía un poquito de ronquera... ¡Qué compromiso! No sabía recitar sino en familia, o entre amigos muy íntimos... Le daba vergüenza.

  —120→  

Las súplicas de Ibero, a las que unió tímidamente su autoridad Cavallieri, no vencieron la modestia de la dama. Intervino Rafaela diciendo: «Lo que recitaste fue La gloria y el orgullo de Pepe Zorrilla. Yo lo sabía también; pero se me ha olvidado. Si lo recordara, verías qué pronto despachaba yo. No me acuerdo más que de aquel pasaje:


    De un dios hechura, como Dios concibo;
Tengo aliento de estirpe soberana...».



Con tal estímulo se arrancó por fin María Luisa, y recitó la composición entera con tono y énfasis de teatro, exagerando un tanto la expresión del rostro para comunicar vida y color a cada concepto y a cada palabra. Oyéronla con religioso pasmo los presentes, fijos en el rostro bonito de la declamadora, y a medida que avanzaba, graduando la sensibilidad y el entusiasmo, se iban quedando sin aliento. Cuando llegó al pasaje culminante en que dice el poeta:


    Gloria, madre feliz de la esperanza,
Mágico alcázar de dorados sueños,
Lago que ondula en eternal bonanza
Cercado de paisajes halagüeños,



D. Gerardo tuvo que llevarse el pañuelo a los   —121→   ojos, y el buen Ibero, fácil a la emoción, hacía visajes, pestañeaba, componía su rostro para que no vieran llorar a un soldado rudo, ni flaquear una entereza forjada en las batallas.




ArribaAbajo- XII -

«No es propio de una dama -dijo Ibero a Rafaelita, otra noche, en grupo apartado de la piña de tertuliantes- mostrarse tan materialista, tan aficionada al dinero, que, según todos los filósofos, es cosa despreciable».

-Como no he leído a ningún filósofo, no sé lo que dicen, D. Santiago, ni creo que me haga falta saberlo. Todo eso de los filósofos estará escrito en latín. Cualquier día lo leo yo... En cuanto al dinero, si es cosa tan mala, yo tiraré a la calle el poquito que tengo, si los demás hacen lo mismo... Pues vería usted lo que pasaba. El dinero que los ricos tirasen lo cogerían los pobres, y volveríamos a estar lo mismo: unos con mucho, otros con nada.

-Pero usted... vamos a ver, ¿por qué se nos ha hecho tan ambiciosa? La ambición es pecado de hombres, como la modestia es la virtud de las mujeres.

  —122→  

-¿Que por qué soy ambiciosa? Pues porque no soy tonta ni ciega. ¡Ay!, ¿no lo entiende? ¡Qué torpe se hace usted cuando le conviene!

-Tiene usted talento.

-Puede. Si Dios me lo ha dado, ¿qué quieren que haga con él?

-Naturalmente, emplearlo.

-Es usted hermosa.

-No digo que no.

-Y no se resigna a una vida obscura.

-Dígame usted: ¿para qué nos ha dado Dios la vida?

-Para amarle y servirle, según el Catecismo.

-Con perdón del Catecismo, Dios nos ha dado la vida para que vivamos... No nos la ha dado para que nos muramos.

-Y naturalmente, usted no quiere morirse...

-Si Dios me manda una enfermedad y la muerte con ella, ¿qué remedio tengo más que conformarme?... pero lo que es de fastidio no quiero morirme.

-Ni yo tampoco: por eso vengo aquí, y viéndola a usted y gozando de su conversación, y admirando sus gracias, no sé lo que es hastío.

-Vamos, que viene usted a pasar un rato en mi compañía. Yo se lo agradezco. Algo es algo.   —123→   No soy tan desgraciada como parece. Pero... verá usted lo que va a pasar. El mejor día se cansa usted, o encuentra mejor entretenimiento en otra parte, con personas de más viso, de la clase que a usted le corresponde, y adiós D. Santiago. El pájaro voló de esta casa, huyendo de la pobreza.

-Se equivoca usted, amiga mía. Soy muy constante, y si no tuviera esa virtud, los méritos de usted me la darían.

-Fíjese usted en lo que dice.

-Sé lo que digo. No sabe usted lo que vale, Rafaela, ni la atracción que ejerce.

-Mire, D. Santiago, que eso que me dice es muy grave, y que podría yo tomarlo por declaración... volcánica.

-¿Y qué?

-Que si usted se empeñara en declararse, yo tendría que decirle que soy casada.

-¿Y qué más?

-¿Le parece poco? También podría darme la ventolera de admitirle... con la condición de ser ¡ay!, sumamente platónico.

-A eso iba, a que seamos... ¡terriblemente platónicos!

-Hable usted bajito. Mire que estamos llamando la atención. Mi hermana me mira.

En esto entró D. José con la cara muy larga,   —124→   afectando seriedad y mordiéndose los labios para contener la risa. Era la cara de las buenas noticias, que sus hijas conocían muy bien, y en cuanto le vieron se lanzaron hacia él, cogiéndole cada una por un brazo. «¿Qué hay, papá? ¿Eres ya jefe político?».

-¿Jefe político? ¡Qué cosas tenéis! ¿De dónde habéis sacado el disparate de que vuestro pobre padre fuese mandarín de una provincia?

Con estas denegaciones festivas preparaba siempre el buen hombre sus anuncios de felicidades. D. Gerardo se abalanzó a estrecharle la mano, diciéndole: «No martirices a tus hijas, Pepe, y dales pronto el alegrón... Ya lo supe esta mañana; pero no he querido decir nada por no quitarte el gusto de las albricias».

-Mil enhorabuenas a usted, mi queridísimo D. José -le dijo Ibero abrazándole con efusión-, y otras tantas a D. Manuel Cortina por un nombramiento que le honra. ¡Viva el Gobierno! Así se regeneran las naciones, así, llevando la probidad y la inteligencia a los puestos de peligro...

-Y recompensando a los buenos liberales.

-A los probados, a los consecuentes.

-¿Y qué provincia al fin?

-La que yo quería. ¡Pues hemos bregado poco por ella, en gracia de Dios! -dijo D. José   —125→   paseándose por la salita, como si padeciese un delirio de actividad-. Querían mandarme a Lérida. Se han convencido de que para mejor servicio de la situación y de la libertad debo ir a la Mancha. Ciudad Real es mi ínsula, y los compatriotas de Sancho mis súbditos. Buena gente, según me han dicho; país sano; excelente carne de cabra, y a veces de carnero... Su capital goza fama de sucia y villanesca; pero la mejoraremos, introduciendo los adelantos. Los moderados han tenido al país aquel en un abandono lamentable... ¡Ya se ve!... son gente que no gobierna, que no instruye a los pueblos, que no les inculca la civilización...

-No te olvides, Pepe -díjole D. Gerardo con una gravedad administrativa que fue la admiración de todos-, de llevar allá la Memoria y estudios de los Pozos artesianos...

-¡Vaya si los llevaré!... con planos y presupuesto.

-Como allí entren por ese adelanto, a la vuelta de un par de lustros todo el páramo manchego será un vergel magnífico.

-Y la cosa es sencillísima... Figurémonos un tubo... varios tubos que se van hincando en la tierra... hasta llegar a la capa húmeda... y una vez en ella, frrrrr... sale el agua con un chorro que da gusto. Me ocuparé de eso, procuraré   —126→   hacer un ensayo a poco de mi llegada, para lo cual me llevaré tubos en cantidad suficiente... Allí tenemos un ingeniero muy listo, que ha estado en Francia... Tengo tiempo de prepararme aquí para la implantación del artesianismo, porque no puedo irme antes de diez o doce días. Sobre que no me ha concluido el sastre los trapitos de gobernar, Carrasco quiere que le espere aquí, para celebrar con él y con el Ministro, quizás con Espartero, un par de conferencias. ¿Conviene o no conviene que al Parlamento, que ha de elegir la Regencia, vengan hombres de probado amor al progresismo, hombres de arraigo, hombres de circunstancias...? Pues no tengo más que decir. Bruno estará en Madrid dentro de pocos días, pues en su última carta me dice que activaba la venta de sus cosechas de vino y pan, que ya tenía ultimados los arrendamientos de sus propiedades, y se ocupaba en el levantamiento de casa y transporte de toda la familia.

Tratose luego de si D. José llevaría consigo a los hijos menores, o a su hija Rafaela, para que en las soledades de la ínsula le cuidase; pero esta idea fue pronto desechada por la resistencia ingeniosa que la Perita en dulce opuso al proyecto paternal. Érale forzoso permanecer en Madrid, a la mira de los incidentes del pleito   —127→   que había de entablar reclamando alimentos. No se reiría de ella, no, el bribón de su marido. En cuanto a los muchachos, mejor seguirían sus estudios en Madrid que en la Mancha, y el papá, sin la incumbencia de cuidarles y vigilar su educación, podría dedicarse en cuerpo y alma al gobierno político y a la grande innovación de los pozos. Apoyó María Luisa el sesudo dictamen de su hermana, sosteniendo que el gasto sería menor permaneciendo en Madrid toda la familia y D. José solito en su Barataria, donde viviría como un príncipe, casi de balde, pues había que contar con regalos de comestibles y con el servicio de ordenanzas. Del mismo parecer fue D. Gerardo, que por triste experiencia conocía los dispendios y molestias de cargar con familia cuando se iba destinado a provincias, y en apoyo de su aserto expresó la contingencia de que, efectuadas las elecciones, fuese trasladado D. José a un mando de primera clase. Por gusto de hacer coro, Ibero sostuvo la misma opinión.

Toda la noche, hasta la avanzada hora en que terminó la tertulia, estuvo el buen Milagro dándose un tono fenomenal, ora llevando a gloriosa regeneración los graves asuntos nacionales, ora los manchegos. Las esperanzas optimistas, los risueños programas, afluían de   —128→   su boca como un fresco manantial inagotable que fecundando toda la tierra, la poblaba de venturas. Las extensas plantaciones de arbolado darían a la Mancha frescura y sombra, y la desecación de las lagunas de Ruidera aumentaría en muchos miles de fanegas los terrenos laborables. Con una administración proba y activa y unos cuantos toques de Gaceta, el país de D. Quijote sería un edén, y vendrían en tropel a establecerse en él los extranjeros, cargados de capitales; y el día en que Inglaterra y Francia probaran el valdepeñas, adiós Burdeos y toda la porquería de vinos de la Gironda. Retiradas las visitas, reiterando los plácemes, entregose la familia al descanso, y se adormecieron grandes y chicos en rosados ensueños de gloria. No podía María Luisa apartar de su mente los versos


    No baste a mi placer la inmensa copa
Del báquico festín, libre y sonoro,
De esclavos viles la menguada tropa
Sin las llaves de espléndido tesoro,



y dormida los recitaba con la misma entonación de teatro y el propio juego de ojos y boca. Rafaela no concilió fácilmente el sueño, rehaciendo en su mente los últimos coloquios con Santiago, el cual le agradaba en extremo por   —129→   su condición blanda, dentro de la superficial fiereza militar; por su corazón sano y potente, sin picardía; por su poco mundo y el candor honrado con que juzgaba de cosas y personas.

En la tarde que siguió a los sucesos referidos, Rafaela cogió por su cuenta al Coronel, y sin cuidarse de la presencia de su hermana que cosía la ropa de los niños, le trasteó con gran maestría.

«¡Qué lástima, amigo Ibero, que se haya concluido la guerra!».

-¿Y qué razón hay, señora Perita, para que usted no se crea dichosa en la paz que disfrutamos?

-Porque si tuviéramos guerra todavía, usted, tan valiente y pundonoroso, sería muy pronto general.

-Más quiero la paz que cien fajas; puede usted creérmelo.

-Pues yo no pienso lo mismo. Porque usted se pusiera dos entorchados, por lo menos, vería yo con gusto una tremolina muy gorda.

-Agradezco el buen deseo por lo que a mí se refiere; pero tengo que decir que es usted muy inhumana.

-Diga usted lo que quiera; pero yo pienso que con las guerras, aunque sean civiles, las naciones crían callo y se hacen más fuertes...   —130→   Y qué sé yo... me parece a mí que las peleas encarnizadas ilustran, quiero decir que despabilan a la gente. En fin, si es disparate que lo sea. Lo que usted no me negará es que con las guerras se aumenta el dinero.

-¡Anda, morena! Si la guerra, señora mía, es la paralización, la ruina del comercio, de la industria...

-Ya pareció el estribillo... A mí no me venga usted con estribillos, D. Santiago, si no quiere que le tenga por tonto. ¡Paralización! ¡Vaya una música! Bien a la vista está que concluida la guerra salen por ahí hombres riquísimos que antes eran pobres. ¿Usted no ha oído hablar de uno que hace años, no sé cuántos años, iba vendiendo paja con una reata de tres mulas? Pues ahí le tiene usted hecho un caballero millonario, que de algo le ha valido el suministrar a los ejércitos tanta paja y cebada. ¿Y qué me dice de los maragatos que antes venían aquí con sus cargas de trigo de Castilla, y después, llevando víveres al ejército, o haciendo que los llevaban, se han forrado de dinero? Mi padre conoció a uno que vendía por las calles piezas de lienzo, y ahora revuelve con pala los montones de onzas. En pocos años de guerra ha salido de pobre. Pues eso quiere decir que con la guerra hay más hombres ricos que antes, y que estos, si mucho   —131→   tienen, mucho han de gastar... o lo gastarán sus hijos, sus mujeres... sabe Dios quién se encargará de dar aire al dinero.

-En todo eso que se cuenta, crea usted que hay mucho de leyenda o fábula.

-Pues mi padre, hombre que lo entiende, nos decía: «hay más de cuatro que desean la continuación de la campaña, porque con ella se están cubriendo el riñón».

-Esos pesimismos de D. José eran el desahogo natural de las tristezas de la cesantía. Vea usted cómo ahora no lo dice.

-Bueno: ya veremos quién tiene razón, si usted, que es un ángel, o yo, que, aunque me esté mal el decirlo, soy más lista que usted, y no se ofenda. No ha de pasar mucho tiempo sin que vea usted construir en Madrid casas magníficas... me lo ha dicho quien lo sabe... casas como no se han conocido aquí nunca, con portales al modo de palacio, y comodidades por dentro y decorado muy bonito. ¿Y usted no sabe que a esta fecha están llegando de París todos los días modistas que traen la última novedad, y además una caterva de perfumistas, camiseros, estufistas? ¿Pues esos a qué vienen sino al olor del dinero que ahora saldrá? ¿Cree usted que vienen por la libertad? ¡Ay qué simple!

  —132→  

-Es el resultado de los adelantos, Rafaela.

-¿Y usted no ha oído decir que van a poner en Madrid una cosa que se llama el gas, para alumbrar toditas las calles?

-Sí, sí; y también se habla de caminos de hierro para ir de aquí a Aranjuez en dos o tres horas. Pero eso no es porque hayamos tenido guerra civil.

-Es porque ahora hay ricos y antes no los había -prosiguió la Perita con gracia-, es porque nos hemos despabilado con la sacudida de las guerras. Pues otra: ¿y qué me cuenta de los ricos nuevos que van a salir, de todos esos que están comprando por un pedazo de pan las tierras y casas que fueron de frailes? ¿Y los que afanaron, como dice papá, el papel de Deuda que tenían las monjas? Vamos, que habrá cada millonario que meta miedo, y eso, eso es lo que conviene. La grandeza tiene cada día menos dinero, así lo cuenta D. Gerardo, que entiende de estas cosas. Pero ya le oyó usted anoche: ahora va a salir otra grandeza nueva, la de los que vendieron paja y después compraron dehesas de frailes; la de los que daban de comer a las tropas, y luego establecerán los adelantos, haciendo caminos nuevos y poniendo máquinas para todo... qué sé yo, cosas muy buenas. El cuento es que haya dinero y que corra.

  —133→  

-Vamos, que es usted una materialista tremenda -dijo Ibero, que a medida que la Perita se metalizaba la veía más graciosa y dulce. Sus atractivos no despertaban en él un afecto puro, sino más bien curiosidad ardiente, como un deseo de conocer a fondo aquel carácter extraño, y de ver hasta dónde llegaba el vuelo de sus ideas atrevidas.

-Me han hecho materialista mis desgracias -replicó Rafaela mirando un trazado ideal que con el dedo hacía en el tapete de la mesa- y la necesidad en que me veo de abrirme sola los caminos de la vida... También me hace materialista el que no me siento yo... ¿cómo decirlo?... de manera de pobre... cosa rara, ¿verdad?, pues en la pobreza nos hemos criado. La pobreza es cosa muy mala, y hay que huir de ella sin faltar a la decencia.

-Ahora comprendo por qué le son simpáticas las guerras y desea que se repitan.

-¿Por qué?

-Porque en una nueva guerra podría perecer Piquero, víctima de su arrojo. Usted se quedaría libre y en disposición de arreglarse mejor con otro.

-¿Con otro marido? Falta que lo encontrara como yo me lo merezco.

-Yo sé de algunos que se determinarían...   —134→   corriendo el riesgo de que usted les volviera locos.

-Veo que me está tomando miedo por esto del materialismo. Yo lo conozco en que ya no me hace declaraciones.

-¿Es que quiere que las repita? Ya me he cansado de hacerlas inútilmente.

-Porque usted, por otro lado, es también de un materialismo que da miedo. No es fácil que nos entendamos.

-Porque usted me pide como medida previa que la divorcie, y yo lo haré con mucho gusto el día en que me nombren Papa.

-Lo que hay es que usted quiere que toquen a divorciar, como mandaría tocar fajina.

-Diga usted de una vez que no soy su salvador, su libertador, y así habremos acabado.

-No digo eso, y bien podría decir todo lo contrario... ¿Ve usted?, ya está lleno de fatuidad, porque esto que he dicho, casi sin pensarlo, lo toma el Sr. D. Santiago a declaración.

-Claro; como que lo es.

-Silencio: viene mi hermana.

-Y me temo que venga también Cavallieri a cantarnos el aria que acaba de componer.

-Para que se convenza usted de que aquí no podemos hablar.

  —135→  

-Imposible que hablemos aquí con libertad; ya lo he dicho.

-Yo he sido quien primero lo dijo.

-Y yo quien propuse que buscáramos otro sitio donde...

-Si no fuera usted tan pillo, desde luego.

-Basta de melindres. ¿Mañana...?

-¿Dónde?

-Un paseíto y nada más.

-¿A qué hora?... ¡Chitón!... Luego veremos.




ArribaAbajo- XIII -

Cómo pasó Ibero por suave pendiente desde las alturas del amoroso ideal caballeresco a una liviandad caprichosa y pasajera, lo comprenderá quien considere su soledad triste, su juventud misma vigorosa y la fuerza de los hábitos militares en tiempo de paz, y a veces de guerra. Emprendió, pues, la fácil aventura, manteniendo en su espíritu con secreto culto la fe del amor verdadero, sin que le costase muy grande esfuerzo establecer la distinción, el deslinde de campos, conforme a las ideas vigentes en nuestra edad y a la imperfecta   —136→   educación moral y religiosa del hombre del siglo. Trazada la raya entre lo accidental y lo permanente, entre la superfluidad de unos días y el deber de siempre, se divirtió el hombre todo lo que pudo, con no poca ventaja de su espíritu y de sus nervios, porque en verdad se hallaba necesitado de esparcimiento y también de variedad en su monótona existencia de caballero soñador. No se tome por giro retórico esto de la fidelidad que a su ideal señora conservaba, y adviertan los que le critiquen que se pasaba la vida sin verla más que en figuración de la mente. Cualquiera sale indemne de semejante prueba.

Lo más gracioso del caso fue que con los deslices del señor Coronel coincidieron las buenas noticias de La Guardia, y ello hubo de producirle alguna inquietud de conciencia, no mucha, y bastante confusión en los pensamientos, porque era en verdad cosa muy peregrina que el destino le recompensara sus traicioncillas con esperanzas en lo que más amaba. No por este contrasentido se despertaron sus hábitos mentales de superstición, ni aquella manía de ver en todos los objetos signos de felicidad o ventura. Por el contrario, la distracción, el contento que recibía de aquella forma de vida, siquiera no fuese un contento integral, pleno y   —137→   comprensivo de todo el ser, le aliviaron de sus murrias, haciéndole olvidar las aberraciones que sufrió en Valencia, donde a punto estuvo de practicar la quiromancia y otras artes diabólicas. Similia similibus: un diablo bonito le había sacado del cuerpo los feos diablos; al propio tiempo se divertía, se recreaba, como quien espacia su ánimo admirando las hermosuras de la Naturaleza, y además aprendía, pues seguramente aquellos fugaces amores eran muy instructivos, ¿quién podía dudarlo? El carácter de Rafaela, que iba observando día por día, viéndolo manifestarse en mil accidentes y ocasiones, le producía la satisfacción del que adquiere conocimientos, del que descubre mundos, aunque sean áridos; del que viaja y ve panoramas bellos, lugares donde no ha de vivir, pero que contempla y examina para poder describirlos.

¡Y que no tenía poco que estudiar la dichosa Perita en dulce! Si al descubrirla en la casa paterna la tuvo el militar por una pizpireta de mucho cuidado, luego, en el trato íntimo, pensó que se había quedado corto en la opinión que formara de sus hechiceras malicias. Si al principio se dejó coger en el sentimentalismo que con supremo arte tendía Rafaela como una suave y fina red para cazar a los tiernos de   —138→   corazón, pronto supo escabullirse rompiendo las mallas. Cualidades extraordinarias desplegaba la hija de Milagro en la seducción; era en ella un don nativo, y así como conocía, sin que nadie se las enseñara, las artes del adorno y de la elegancia, sabía emplear mil sutilezas para establecer su dominio. La dulzura, los alardes de puntillosa estimación de sí misma, el llanto, la risa, la seriedad o el abandono, los admirables métodos de disimulo que empleaba para revestir de decencia su liviandad, y evitar el escándalo, todo era de una admirable falsificación psicológica, imitando sabiamente la verdad. Pero en nada se revelaba su inspirado histrionismo como en los superiores artificios para inspirar lástima, haciendo una pintura muy patética de su situación social, ni casada ni viuda, queriendo ser buena y no pudiendo conseguirlo, incapacitada por ley de su naturaleza para ser vulgar. Habíala hecho Dios para un fin, y si a él no se dirigía, era porque el mismo Dios le cortaba los caminos, como arrepentido de su obra.

Con todas estas artimañas estuvo a dos dedos del peligro el valiente Ibero, y por espacio de una semana se vio el hombre aturdido, sintiendo que algo profundo, negro y aterrador, como una sima sin fondo, ante sus ojos se   —139→   abría. Tuvo la suerte o la entereza de contar los pasos que le faltaban para llegar al borde, y se propuso atajar vigorosamente su carrera, valiéndole de mucho para conseguirlo la serenidad con que fijó el pensamiento en la ideal señora de La Guardia, pidiéndole con mental invocación que en aquel trance le socorriese.

Dígase ahora, para componer el buen orden de los sucesos, que Milagro no había podido detener su viaje a la ínsula manchega tanto como quería: apremiado por el señor Ministro para ponerse en camino, partió antes de que D. Bruno Carrasco abandonase el terruño. Allá conferenciaron días y noches cuanto les dio la gana y exigía el grave negocio de la elección; y dejando el manchego bien preparados los trastos caciquiles, y arreglado lo tocante a sus haciendas en los pueblos de Peralvillo y Torralba de Calatrava, cargó con toda la familia y se vino a Madrid, pensando en la falta que haría en la Corte su presencia para deshacer tantos agravios entre pueblo y Monarquía, y resolver tanto litigio hispánico, ultramarino y europeo.

Cuando el manchego y su gente llegaron a Madrid, medio derrengados todos del traqueteo de la infame galera, ya habían pasado muchos días, lo menos veinte, del enredillo de Ibero con la hija del jefe político; mas tan sutil era   —140→   el arte de Rafaela para rendir el debido homenaje al formalismo de una sociedad dominada por la etiqueta religiosa y moral, que los allegados a la familia no tenían de aquel lío conocimiento. Siempre encontraban a la Perita en casa, por las noches, con rarísimas excepciones, tan simpática, graciosa y elegantita con cuatro pingos muy bien puestos, haciendo la víctima interesante y encantando a todos con su sencillez y modestia. Los amigos de Ibero sí que lo sabían; pero estaban en esfera tan distante de la casa y relaciones de Milagro, que la opinión respecto a Rafaela no había podido variar todavía. En el ámbito de Madrid, que es lugar grande, pero lugar al fin, corrían ya malignas especies; mas la murmuración andaba todavía muy desorientada, y como toda ruindad de pensamiento tiende aquí a envilecerse más y más revistiéndose de ruindad política, los comentaristas, que veían a Rafaela vestida de seda, dijeron: «¡Cómo le luce la jefatura política a ese buey cansino de Milagro!... ¡Y decían que era ciego! Pues si llega a ver el hombre, ¡pobre Mancha! Se trae para su casa hasta la langosta». Quedaba el recurso de menospreciar estas malicias con la muletilla: «Cosas de los moderados».

Una vez lanzado a la irregularidad, fácilmente   —141→   recayó Ibero en otros vicios muy propios de la vida militar, y de los ocios de la guarnición en tiempo de paz. Por distraerse dejábase llevar de la corriente licenciosa de sus compañeros y amigos. En la calle de la Aduana tenían una timba, exclusivamente para militares, algo como casino o cuartón, que había sido logia en tiempos no lejanos, y en el callejón de Sevilla había otro asilo de esta clase para pasar las noches, no menos corrupto, pero más divertido: el local era más bonito y casi lujoso, y en él no reinaba sólo el naipe, sino la galantería, si este nombre puede darse al trato de mozas guapas: no puede negarse que la disipación era allí más amena. A uno y otro sitio concurría Santiago, y anegaba en el azar su hastío, con tan mala sombra que al poco tiempo tuvo necesidad de pedir dinero a su familia para salir de compromisos. Por dicha suya, era su carácter de los que, poseyendo lo que hoy llamaríamos freno automático, saben contenerse en el filo de la perdición, y esta entereza, que le había salvado en el caso de Rafaelita, le salvó asimismo en los desórdenes del juego.

Ya que se ha nombrado a la Milagro (así solían nombrarla ya), sépase que Ibero no se habría desprendido tan pronto de sus redes si a   —142→   ello no le ayudara un amigo, llamado Manuel Catalá, comandante de Caballería con grado de teniente coronel, valenciano, de buena presencia, muy corrido en lances amorosos. En aquella ocasión las cosas vinieron rodadas del modo más feliz para D. Santiago, pues Catalá quiso jugar una mala partida a su compañero, quitándole su hembra; hizo a ésta la corte ganoso de alcanzar una victoria; aprovechó el otro la ocasión con seguro instinto, haciendo una retirada hábil, y Catalá se encontró dueño del campo creyendo deber tan fácil triunfo a sus propios méritos. Gozoso de su liberación, hizo Ibero el papel de sentirse herido en su amor propio; mas este fingimiento no fue de larga dura, pues no tardó el valenciano en comprender que había sido estratégica la sustitución. Por su desgracia fue cogido muy estrechamente en la red y ya no tenía escape: el arte sentimental de Rafaelita hizo su efecto, y el comandante se prendó de ella con pasión tan viva y ardiente, que allí fenecieron sus vanaglorias de conquistador y empezaron sus martirios de conquistado.

La nube de rivalidad entre Ibero y Catalá se disipó bien pronto, pues el uno supo sostener su papel con dignidad y el otro no hizo alarde de vencedor; volvieron a ser amigos; no dejó de   —143→   serlo Santiago de Rafaelita, y siempre que la veía en su casa o en la calle le hablaba en tonos de protección fraternal, recomendándole aplicara enérgicos emolientes a la llaga lastimosa de su materialismo. Entre el defecto capital de Rafaela y la pasión cada día más loca de Catalá, hubo de entablarse colosal lucha, y esta trajo conflictos graves, estallidos de ira, dolor intenso, riñas y reconciliaciones en que uno y otro ponían el fuego de sus almas. A tal extremo llegó la desesperación de Catalá algunos días, que hubo de recurrir a Ibero solicitando su amistosa mediación: «Chico -le dijo, echando lumbre por los ojos, balbuciente y trémulo-, soy hombre perdido: ni puedo consentirle sus infamias, ni puedo dejar de quererla. ¡Ya ves, yo, tan corrido, tan dueño de mí en otros lances de mujeres! Pues aquí me tienes loco, niño, imbécil; no sé qué soy. Creo lo que nunca hubiera creído, que se dan y se toman filtros o venenos para enloquecer. Yo no me conozco. Antes de dos días haré lo único que cabe para poner fin a esta situación: la mato y me mato. He comprado dos pistolas muy seguras y las tengo bien cargadas... Porque no me quiere la mato a ella; porque la adoro me mato yo».

Esto dijo en la calle con frase entrecortada, sin añadir explicaciones que permitieran a Santiago   —144→   formar juicio exacto de los motivos de la inminente tragedia; pero luego, solos en el cuarto de banderas del cuartel del Conde Duque, dio suelta el lastimado amante a sus agravios, refiriendo al Coronel cosas que le afligieron y abrumaron en extremo, pues si no amaba a Rafaela, no gustaba de verla tan despeñada por la pendiente del mal.




ArribaAbajo- XIV -

Sin pérdida de tiempo trató Ibero de ver a Rafaela en su casa, decidido a hablarle severamente; pero encontrose con un obstáculo formidable, porque, habiendo llegado aquel día D. Bruno con todo su rebaño, las hijas de Milagro se consagraban con alma y vida a la instalación de la familia manchega. Se les había tomado el principal de la misma casa; mas como no estaba aún pertrechado de camas, se les daba vivienda provisional y comida en la casa de Milagro, para lo cual no hubo más remedio que poner colchones en el suelo y arreglarse todos como Dios quisiera. La casa era una Babel, y los chicos manchegos y matritenses, enredando juntos, producían un estruendo insoportable.   —145→   Atendían Rafaela y María Luisa, multiplicándose, al menester de preparar comistraje para tantas bocas, y las viajeras, hijas y señora de Carrasco, descoyuntadas y muertas de fatiga, dormitaban en sofás y sillones, mientras Don Bruno y Cavallieri se ocupaban en clavar escarpias en las paredes del nuevo domicilio, y en abrir baúles y colgar perchas. Vio Santiago que no era ocasión para lo que se proponía, y se fue, no sin anunciar a Rafaela que se preparase para una buena reprimenda.

A primera hora de la noche se fue Ibero a pasar un rato en casa de D. Antonio González, con quien había contraído amistad recientemente, por Seoane. ¡Cuánto mejor aquella sociedad que los garitos en que se había dejado su dinero y su decoro! Diríase que en las moradas de cierto tono a que por entonces concurría, restauraba su personalidad, medio deshecha en la borrascosa vida del vicio. El único inconveniente de los salones era que en ellos se hablaba demasiado de política, hasta el punto de producir mareo y confusión en los que como él tenían ideas fijas, que apenas admitían controversia. Pero esta dificultad se obviaba dejándose llevar de la corriente general, y no haciendo gala de un radicalismo chocante en las opiniones. En casa de González jugaba sus   —146→   tresillos con Sartorius y con la señora de Seoane, o con Beltrán de Lis y el brigadier Latre; de allí solía irse al café Nuevo, donde encontraba a Espronceda, a veces a González Bravo y a los Escosuras. De la primera tertulia sacaba la impresión de que todo iba como una seda: vendrían unas Cortes elegidas con libertad, representación genuina del Progreso, que era la voluntad del país; se elegiría la Regencia, una o trina, y entraríamos en un periodo de bienandanzas y prosperidad. De la segunda reunión, ahumada por los cigarros, sacaba impresiones contrarias: íbamos a un cataclismo si no venía pronto el gobierno del pueblo por el pueblo, la verdadera igualdad, la supresión de monigotes y de ficciones ridículas. ¿Qué saldría del cataclismo? Pues la regeneración grande y sólida, un Estado potente, costumbres europeas y una civilización de nueva planta. Retirábase Ibero a dormir, procurando conciliar en su mente unas opiniones con otras, estas y aquellas esperanzas, y en su tarea de imposible conciliación, dando vueltas al endiablado problema, concluía por anegar sus ideas en el sueño.

Volvió a casa de Milagro a la hora del siguiente día que le pareció más oportuna; pero Rafaela estaba ausente, pues había tenido que ir de compras con la señora de Carrasco para   —147→   proveer a lo más apremiante en cosas de vestimenta. María Luisa también revoloteaba por tiendas de telas y comestibles. Ya se iba el hombre, huyendo de las arias mortíferas de Cavallieri, cuando le cogió por su cuenta el Sr. de Carrasco, que no quería soltarle a dos tirones, y le invitó a comer, para que probara los chorizos, hechos en casa, que había traído de su pueblo, cosa excelente sobre toda ponderación, y las perdices escabechadas y el mostillo.

¿Qué debía de hacer Ibero más que quedarse, cediendo a los agasajos y carantoñas del buen Carrasco? Su aquiescencia le deparó el gusto de conocer a la noble familia, transportada como una tribu desde las soledades manchegas al bullicio de la Corte. Doña Leandra Quijada, esposa de D. Bruno, era una señora flaca, más que vieja envejecida, muy descuidada de su persona, llena de arrugas la faz, los ojos lacrimosos, áspero el cabello entrecano y partido en bandós aplastados sobre la frente y sienes. Estaba la pobre mujer atontada, en una estupefacción triste, como quien no se da cuenta de lo que pasa ni entiende lo que oye. El ruido, la mucha gente que iba por las calles, el paso continuo de coches, la altura de las casas, los gritos de los vendedores, todo cuanto veía y escuchaba, le había infundido más terror   —148→   que asombro. Su anhelo era huir de este barullo, volviéndose al sosiego de donde había venido; pero la timidez no le permitía manifestar su tristeza y miedo más que con suspiros. Su vestido, totalmente negro, de lana, y el pañuelo del mismo color anudado bajo la barba, dábanle aspecto lúgubre. Hablaba poco, respondía con urbanidad concisa a cuanto Ibero le preguntaba del viaje y de sus primeras impresiones en Madrid, y cuando nada le decían tomaba una actitud meditabunda, cogiéndose la barba y fijando los ojos en el suelo.

Nacida en Peralvillo, casada con D. Bruno en Torralba de Calatrava, de donde no había salido más que una vez para visitar a sus primas en la ciudad de Almagro; hecha desde muy niña a la vida de propietaria rica, a los espectáculos de la Naturaleza y a las faenas de la labranza; formado su carácter en una sociedad de cariz feudal, en la cual se pasaban los años viendo pocas y siempre las mismas caras; acostumbrados sus ojos a la horizontalidad expansiva de su tierra, su oído al silencio campestre, su vida a las casonas grandísimas, no podía menos de sentir, traspasados ya los cincuenta, el brusco salto de aquel medio a otro tan distinto. La casa en que había venido a parar le pareció un gallinero, un palomar, algo   —149→   peor y más estrecho aún; las personas que aquí veía le hicieron efecto de estar locas o borrachas. Hablaban para ella tan aprisa, que comúnmente no entendía palotada. Ni era el lenguaje de Madrid como el de allá. En su tierra se hablaba más fuerte y con tono más reposado, y las palabras sonaban con más pompa. Las primeras comidas que probó le supieron a broza desabrida, insustancial. ¡Qué chocolate! ¡Y el caldo qué insípido! El pan no alimentaba ni tenía gusto. Se aterró cuando le dijeron lo que en Madrid costaban dos palominos, un cabrito o una docena de huevos. Sin duda en Madrid no vivían más que ricachones. Y toda aquella gente que veía por las calles, ¿qué gente era, en qué se ocupaba, a dónde iba?

Compadecido Ibero de la buena señora, y deplorando lo violento del trasplante, procuró consolarla con la esperanza de un próximo cambio de hábitos y gustos. «Verá usted -le dijo- qué pronto se hace a esta vida, y cómo acaba por encontrarla mejor, más cómoda y placentera que la de Torralba de Calatrava. Madrid es un pueblo en el cual se aclimatan fácilmente los españoles de todas castas y terruños. Comprendo que le costaría un gran esfuerzo arrancarse de su concha... La cosa es dura, lo veo; sé lo que es una casa donde han   —150→   vivido tres o cuatro generaciones de nuestra sangre, una cocina que huele a las carnes ahumadas de un siglo, de dos... sé lo que es una tierra propia, un árbol que ya era grande cuando nacimos, un burro que nos mira diciendo: «yo también soy de la familia...».

Doña Leandra echó media docena de suspiros, y sin abandonar su actitud de melancólica resignación, dijo: «Sí que me dolió el arrancarme, señor; pero Bruno lo quiso, y yo... La verdad, al principio no me entraba en el pensamiento la idea de venir. Yo quería meterla, y ella... no entraba. Pero Bruno decía que nos desterráramos, porque así nos convenía, y por dar carrera a los hijos, y yo... todo lo que Bruno quiera se hace, cueste lo que cueste...».

Calló, y sus ojos húmedos volvieron a mirar al suelo.

Componíase la familia de Carrasco de los mismos elementos que la de D. José: dos hijas mayores y dos chicos pequeños, entre los ocho y los doce años. Solteras eran las muchachas, de la misma edad, próximamente, que María Luisa y Rafaela, pero de tipo, casta y educación muy diferentes. Ambas eran negruchas, desgarbadas, desapacibles. A la primera ojeada que Ibero echó sobre ellas las diputó por feas; observándolas mejor y aseándolas mentalmente;   —151→   suponiéndolas despojadas de los horrorosos vestidos de pueblo y trajeadas a estilo de Madrid, vio que eran susceptibles de una mejora radical en su cariz y facha. En principio, no pertenecían al odioso reino de la fealdad; pero mucho había que desbrozar en ellas para obtener dos mujeres bonitas.

A la mayor, bautizada Leandra, por su madre, la llamaba su padre Lea, para evitar el inconveniente de la igualdad de nombre en dos personas de la familia. Eufrasia era la segunda, y los chicos Bruno y Mateo. No fue tan penoso como el de la madre el trasplante de las dos señoritas, por razón de la edad, por la ilusión de ver Madrid y de afinarse y embellecerse. Con todo, a su llegada no podían vencer el azoramiento y confusión, que era la conciencia de su inferioridad. Hablaban muy poco, temerosas de decir algún disparate, o de pronunciar algún término que pareciese ridículo a la gente de Madrid. Apenas echaron la primera ojeada por las calles, comprendieron que venían hechas unos adefesios, y que ningún pingo de los que habían traído de su lugar les servía para lucirse en la coronada villa. Miraban a María Luisa y a Rafaela con arrobamiento, asombradas del lindo talle de la segunda, del aire garboso de la primera, a pesar de su embarazo de cinco   —152→   meses; admiraban su ropa, su aire de soltura y elegancia, los andares, el habla fácil y descarada con airosas cadencias, la gracia del reír, y la movilidad de expresión en sus bellas facciones. Las pobrecitas Eufrasia y Lea habían recibido la mejor educación posible en las soledades manchegas. Un preceptor muy hábil les había enseñado a escribir con letra española de casta de archivo, redonda, y ponían una carta con bastante primor. Sus lecturas habían sido escasas; sus labores, la costura casera y puntilla de Almagro. De conocimientos generales andaban medianas, porque el preceptor no daba de sí más que la aritmética elemental, una geografía y una gramática primitivas. Avergonzadas reconocían las dos muchachas su rusticidad, al llegar a Madrid, comparándose con María Luisa y Rafaela, que, por lo que hablaban y las cosas lindísimas que decían en su conversación, debían de ser unas sabias de tomo y lomo.

Traían a Madrid las hijas de Carrasco las virtudes castizas en grado eminente: la fe religiosa, el sentimiento del honor y la dignidad, el culto de la opinión y el respetuoso amor a los padres, a quienes daban el tratamiento de su merced, conforme a la tradicional costumbre manchega. En los pequeñuelos, la adaptación   —153→   fue repentina, pues apenas se juntaron con los chicos de Milagro, hiciéronse todos unos; se asimilaban cuanto en sus amiguitos hallaron de novedad en habla y modos, y no querían más que estar siempre en la calle viendo cosas, y saltando y brincando con libertad y alegría.

Cuando Rafaela y María Luisa se encontraban solas, hacían apreciaciones reservadas de la familia Carrasco, que conviene consignar. «Es buena gente -decía la Perita en dulce-; corazones muy sanos, con toda la honradez que da la vida de pueblo; pero trabajo les ha de costar desasnarse. La pobre Doña Leandra me parece que ha venido tarde para rasparse la corteza. De Lea y Eufrasia no digo lo mismo, y como son mozas, aprenderán pronto la civilización. ¡Mira que vienen salvajes las pobres! ¡Qué cuerpos, qué talles y qué manera de vestirse! Si bien se las mira, mal formadas no son; pero con aquellos justillos y aquellas faldas son verdaderos espantajos. También te digo que no tienen un pelo de tontas: anoche hablé largo rato con Eufrasia, y si vieras cómo se suelta... Estas paletas lo que tienen es mucha hipocresía».

-Ya verás cómo se transforman en poco tiempo -dijo María Luisa-. Son mujeres, y eso basta. El problema es que aprendan a lavarse, que no hay costumbre más difícil de quitar que   —154→   la del desaseo. Luego vendrá el vestirse bien. Lea no ha cesado de hacerme preguntas: quién nos hace los vestidos; lo que cuesta una buena modista; cómo se estilan ahora los cuerpos. Yo, que no me paro en barras y me intereso por ellas, ¡pobrecillas!, le dije: «Mira, Lea: lo primero es que tires a la basura todos los pingos del pueblo, los cuales dan el quién vive con el olor ovejuno». ¿No has reparado que traen también pegado a la ropa un tufo de cominos, de anís o no sé qué?... En fin, dinero no les falta. Doña Leandra no se desprende de un pellejo, a modo de vejiga, que parece lleno de onzas. Querrán vestirse, y hemos de procurar presentarlas como personas ricas de provincias, que vienen a Madrid a ocupar una posición, y quizás a figurar más de lo que ahora parece.

-Ha dicho D. Gerardo que D. Bruno es de madera de ministros... ¡Mira que si nos le hicieran ministro!...

-Eso me parece mucho. Pero de que viene diputado no tengas duda, que allí está papá, lanza en ristre, para sacarle por encima de todo. Y una vez diputado, sabe Dios lo que le harán.

-Eufrasia y Lea tienen de su padre una idea que ya ya... Creen... así me lo ha dicho Lea, que Espartero y D. Bruno se pasean del brazo, y que Cortina le consulta todo lo que hace.   —155→   Así se contaba en Torralba de Calatrava y en Peralvillo.

-No me parece disparatado que a D. Bruno le den la poltrona -dijo María Luisa con segura dialéctica-. Mira lo que son otros, de dónde han salido, y compara. Cierto que no sabe lo que papá. Papá sí que es de madera de ministros. Yo siempre lo he dicho... Pero su cortedad de genio le pierde, y a nosotras más, y siempre estaremos lo mismo, pobres, olvidadas, viendo


       caminar lentos
los turbios días y las altas horas.






ArribaAbajo- XV -


    Ven a mis manos, ven, arpa sonora.
Baja a mi mente, inspiración cristiana,
y enciende en mí la llama creadora
que del aliento del querub emana.



Esto recitaba María Luisa una tarde, atizando el fogón para poner a calentar unas planchas, cuando sintió entrar a Ibero en el comedor, donde estaba Cavallieri copiando música. Presurosa salió a recibir al Coronel, que en aquella casa merecía de continuo extremadas   —156→   consideraciones, y con oficiosa y dulce voz, antes que la del bajo acabase de saludar al visitante, le dijo: «Santiago, por Dios, aguárdela usted, que no puede tardar: ha salido con Doña Leandra a comprar loza».

Con pretexto de trasladar a sitio más decoroso la visita, fuese con Ibero a la sala, donde acabó los conceptos que expresar no quería delante de Cavallieri. «No pase lo de ayer y anteayer, ¡por Dios!... Usted no tuvo paciencia para esperarla, y así se nos va el tiempo, y se escapan los días sin que Rafaela oiga las verdades que usted tiene que decirle. Crea usted que está muy echada a perder. Si usted no la sujeta, no sé, no sé, amigo Ibero, a dónde va a parar mi hermana. Anoche también entró en casa a las doce dadas... Ya no sé qué decir a los amigos, ni cómo explicar estas ausencias... Luego no pasa día sin que lleguen aquí unos recados estrambóticos, traídos por mujeres de mala traza... ¡Ay, Santiago, estoy afligidísima!... ¡Pues si llegara a mi padre y viera estas cosas! Usted, usted es quien puede traerla a la razón, y ya que no a la virtud, a la decencia, Señor, al buen parecer, al recato... Yo le digo: 'Mujer, ten cuidado, piensa en tu familia, piensa en el nombre sin tacha de nuestro padre, que ahora, por hallarse en alta posición,   —157→   es el foco de las miradas de sus amigos y enemigos'. Responde que sí, que tendrá cuidado, y ya ve usted el cuidado que tiene. Yo, que la conozco, estaba contenta cuando vi que se entendía con usted, guardando las debidas reservas. 'Del mal el menos', dije. Cuando se da con personas nobles y decentes, queda el consuelo de que no habrá escándalos... Pero viene el rompimiento, que sentí, me lo puede creer, como si se nos cayera la casa encima, y mi hermana se disloca, y una tarde nos arma ese bruto de Catalá una gritería en el portal, y una mañana se planta en casa el otro, el Don Frenético, que así le llamo yo, y con pretexto de encargar música de bajo, le cuenta a mi marido mil historias que parten el corazón... Nada, nada, sea usted cariñoso y al mismo tiempo terrible: que ella vea su amistad, y que coja miedo, mucho miedo. Yo sé que a usted le respeta más que a nadie, Santiago; que le estima... y es natural que así sea. Duro en ella; pegue usted fuerte...».

-A duro no me gana nadie, amiga mía; yo pegaré... Tengo una mano como la maza de Fraga...

-Chitón, que ahí está... Es ella la que entra. Yo me escabullo por la alcoba...

Dos minutos después, Ibero y Rafaela, solos   —158→   en la sala, producían una escena que, sin ser histórica, merece ser puntualmente relatada. ¿Y por qué no había de ser histórica, siendo verdad? No hay acontecimiento privado en el cual no encontremos, buscándolo bien, una fibra, un cabo que tenga enlace más o menos remoto con las cosas que llamamos públicas. No hay suceso histórico que interese profundamente si no aparece en él un hilo que vaya a parar a la vida afectiva.

«Al fin -dijo Ibero- te cojo a tiro, y ahora no te me escapas. Buena la has hecho, y contento tienes al pobre Catalá. No creí nunca que tu ambición te enloqueciera hasta ese punto... Ya sé lo que vas a decirme: que yo, por haber contribuido a corromperte, no tengo derecho a predicarte ahora la moral. Pero no tienes razón, Rafaela: yo te cogí dañada y bien dañada, y traté de que anduvieras todo lo derecha que podías con el daño que tienes. No habrás olvidado cuánto bregué contigo. El día de nuestra separación te dije que... ¿no lo recuerdas?».

-Que te dabas de baja como amante, y de alta como inspector mío... así dijiste... pues pensabas vigilarme, no permitir que yo descarrilara...

-Así me lo propuse, pensando en el pobre   —159→   D. José. Si yo fuera un egoísta, habría dado media vuelta, diciendo como aquel Rey: «Después de mí el diluvio». Pero no puedo hacer esto; no soy tan malo; y aunque rabies, me constituyo en tu fiscal, en tu juez, y si es menester, en tu verdugo, por mucho que me duela. Con que tú verás, Rafaela. Ya me conoces: soy un pelma terrible.

-Pega todo lo que quieras. He venido al mundo para víctima, y víctima seré siempre, hoy de un marido villano, mañana de otros que no lo son y quieren gobernarme como si lo fueran.

-No debías tener queja de Catalá, Rafaela. Arréglate pacíficamente con él, porque es un hombre de corazón muy bueno. Sabiendo manejarle, harías de él lo que quisieras: Como todos los vehementes, en el fondo es un niño; como todos los que gritan mucho, en el fondo es la misma docilidad. Pero le has irritado, has cogido una tea encendida, y con ella le has chamuscado el corazón. ¡Los celos!, ¡qué cosa tan mala! El que debía ser cordero se te hace tigre.

-Estoy divertida, como hay Dios -dijo Rafaela, sacudiéndose con gracia los golpes que recibía-, con estos protectores que me salen ahora. Yo les pregunto qué es lo que me dan,   —160→   sepámoslo, a cambio de esta esclavitud en que quieren tenerme. ¿Me han descasado, para que yo pueda volver a casarme y tener una posición decente? ¿Me han hecho más persona de lo que yo era? ¿Qué pretenden, que yo les guarde fidelidad y me sacrifique por ellos, sin que de ellos reciba nada de lo que me falta: dignidad, nombre, posición?

-Nosotros no podíamos descasarte. ¿Somos por ventura el Papa? En eso de las posiciones, tú no has pensado bien lo que dices, porque... posición totalmente honrada no puedes tenerla sino resignándote a estar metida entre cuatro paredes haciendo la viuda inconsolable. Al declararte independiente, podías aspirar a lo mejor dentro de las posiciones falsas, a un bien relativo, a una moral de circunstancias. Pues todo eso lo habrías tenido con Catalá, que se ha enamorado de ti como un trovador... Por lo que me ha dicho el pobre, casi llorando, habría llegado hasta la bondad inaudita de casarse contigo, en caso de que enviudaras... Ya ves si esto es bondad, si esto es amor, y amor de los que gastan la venda más espesa.

-¡Casarse conmigo! Si tan largo me lo fías... Mi marido goza de buena salud, según me cuentan; es de familia de vividores, pues su abuelo tiene ochenta y seis años y lee sin gafas,   —161→   y da paseos de dos leguas; familia de Matusalenes... ¡Vaya un consuelo!

-Confiésame con sinceridad -dijo Ibero un tanto confuso, sin saber en qué terreno ponerse- que ni a mí ni a Catalá nos has querido con verdadero amor. Confiésamelo; ten franqueza y alma grande para declarar que fue mentira todo lo que a mí y a Manuel nos dijiste...

-Si te empeñas en ello -replicó la Perita en dulce, gustosa de mostrar la grandeza de alma que su amigo le recomendaba-, te daré una prueba de rectitud declarando que ni tú ni Manuel habéis sabido interesar mi corazón. ¿Quieres más franqueza? Pues por mí no queda, Santiago. Sabrás que a uno y otro no los he mirado más que como escalones...

-¡Como escalones...! -repitió Ibero aturdido del golpe, pues la arrogancia calmosa y un tanto cínica de Rafaelita le desconcertó-. No te servíamos más que de peldaños para subir hasta D. Federico Nieto, a quien tu hermana llama Don Frenético. Bien. Vale más que te expliques con claridad para saber qué clase de armas debo emplear contigo.

-Y es ridículo, Santiago -prosiguió, más altanera y fría Rafaela-, que tú me pidas amor, cuando no me tomabas más que por pasatiempo: me alquilabas, Santiago, no me   —162→   hacías tuya. ¿Me explico bien? No podía ser de otro modo, porque el amor verdadero se lo guardas a la señorita de La Guardia con quien estás en relaciones honradas, y con quien quieres casarte... Hace poco lo he sabido, como sé también que están verdes. Nada me dijiste de estos amores tuyos, tan finos, ¡ay! Y tomándome por mujer-simón para una carrera, o unas horas, pretendías que yo te amase, que me pusiera flaca y ojerosa y lánguida por ti. ¡Pero qué tonto eres, qué cosas tiene mi maestro!

-Si no recuerdo mal -dijo Ibero, más desconcertado por la certeza lógica de la que fue su amante-, te manifesté que tenía un compromiso antiguo, serio... Pero Catalá no se encontraba en ese caso: Catalá no estaba ni está ligado a otra mujer por una cadena espiritual, y tenía, por tanto, derecho a tu amor.

-El amor no es cosa que se reclama por derecho. Se inspira sabiéndolo inspirar, se siente cuando se siente; pero no pueden venir alcaldes y alguaciles a decirle a una: «pague usted el amor que debe». Manuel Catalá será todo lo bueno que tú quieras; pero su carácter violento y sus celos furibundos no son para enamorar a nadie... Luego, hijo mío, si quieres que te lo diga todo, yo... vamos, soy algo ambiciosa...

-El materialismo es tu locura y será tu   —163→   perdición. ¿Qué entiendes por bienes de la vida? ¿Das este nombre a lo que puede adquirirse con dinero?

-Dime una cosa, Santiago: ¿por qué te has batido tú, por qué has pasado tantas fatigas y trabajos en la guerra? ¿Lo has hecho por quedarte siempre de soldado raso? ¿No soñabas tú con ascensos, con ser lo que eres, más aún, brigadier, general? Claro; ahora que has ascendido dirás que no, que lo hacías todo por la gloria, ¡angelito!

-¿Y qué tiene que ver la carrera militar con esa carrera tuya, despeñadero del vicio? ¿Adónde vas tú? ¿Qué quieres? ¿Riquezas, posición? Aquí no hay eso para las mujeres que se salen del camino derecho. Somos, gracias a Dios, un pueblo muy morigerado, un pueblo virtuoso...

-No era mala virtud la que me predicabas tú cuando...

-No te burles... -gritó Ibero, que enrojecía del calor de la discusión-. Lo que yo afirmo, y no puedes desmentirme, es que aquí no hay posiciones ni riquezas para las mujeres que descarrilan. En Francia sí lo hay; pero esa es una moda que no ha de venir.

-Yo no traigo modas, Santiago, las traéis vosotros, los que hacéis las guerras, los que   —164→   hacéis las revoluciones, los que perseguidos emigráis y luego venís diciéndonos que aquí somos salvajes, que no hacemos más que rezar, y que España está infestada de clérigos; tú lo has dicho, tú... y que las mujeres apenas sabemos leer y escribir, y no tenemos el aquel de las extranjeras, ni la coquetería extranjera, ni la finura extranjera... Con que yo no traigo modas, ¿sabes?

-Ni yo. Lo que haré contigo -dijo Ibero, sospechando que Rafaela manifestaba tan sólo la parte menos interesante de su ser, que en su alma había un doble fondo, en el cual no era fácil penetrar-, lo que yo haré contigo es cortarte los vuelos, no dejarte correr con la velocidad que quieres tomar.

-¿Y qué harás para cortarme los vuelos? -dijo Rafaela con altanería desdeñosa-, ¿amarrarme a Catalá?

-Amarrarte, no: convencerte de que debes ser benigna para él, de que debes limitarte a su amistad, sin buscar otras.

-¿Y si no me dejo convencer?

-En ese caso, emplearé otros medios, pues por el estado en que se encuentra el pobre Manuel preveo una tragedia, y no quiero tragedias en ti ni en tu casa. No lo hago sólo por ti, lo hago principalmente por tu padre.

  —165→  

Y encrespándose y tomando bríos, como quien siente muy sólido el terreno que pisa, se levantó, y con arrogante ademán continuó el vapuleo: «Que no te escapas, Rafaela, que no tienes salida. Tú a que has de ser mala, y yo a que no. Tú a caminar torcida, y yo a cogerte y a llevarte derechita. ¿No quieres de grado? Pues a la fuerza. Soy muy bruto: tú lo has dicho, y ahora vas a verlo...».

-Veamos, pues -dijo la infortunada fingiéndose asustadica-. Lo primero que me manda mi sátrapa es que haga buenas migas con Manuel.

-Que le guardes fidelidad, que seas suya y sólo suya... Después... no, no, antes o al mismo tiempo, que despidas, quitándole toda esperanza, a ese D. Federico Nieto... Eso has de hacerlo prontito, Rafaela, porque si no, yo, yo me encargo de romperle el espinazo al Don Frenético, para que no te trastorne más. Si hay materialismo de por medio, y lo habrá, porque ese caballero es rico, no me importa. Él y su dinero van rodando... Créelo como te lo digo... Con que ya ves cómo las gasto. Me he propuesto que seas buena, y lo serás, vaya si lo serás. Y para que te convenzas de la energía, de la honradez de mi resolución, te diré que me constituyo en tu hermano. Con el esposo perdido, el padre ausente,   —166→   ¿qué sería de la pobrecita Rafaela si ahora no tuviese el amparo de un hermanote muy bruto, muy leal, muy honrado?... ¡Ay!, honrado no fui, ahora lo soy, y derecha has de andar, mal que te pese, porque yo, con la voz de tu padre y la mía juntas, te digo: «¡Rafaela, cuidado; Rafaela, que soy tu hermano, y como tal te dirijo, te castigo, y si es preciso... te mato!».

-¡Matarme! -exclamó la Perita en dulce abstrayéndose, balanceando su pensamiento en vaguedades recónditas, lejanas-. Puede que esa fuera le mejor corrección.

-Lo dicho... Ya me conoces. No gasto palabras ociosas. Desde hoy, ten en cuenta que te vigilo, que no darás un paso sin que yo lo sepa... Por mucho que te recates, por grande que sea tu habilidad para escabullirte, no te librarás de mi vigilancia... Mucho ojo, señora Doña Rafaela del Milagro.

-¡Vaya por Dios!... ¡Qué hermanito tan fiero! ¿Y me libraré de la tragedia queriendo a Catalá?

-Queriendo a Catalá, que bien lo merece el pobre; a él solo, solo... Adiós... Ya es hora de comer. Hasta mañana.

Salió dejándola más meditabunda que asustada,   —167→   y en el pasillo se encontró a María Luisa, que había oído lo más substancial de la conferencia, agazapadita tras la vidriera de la alcoba, y no quiso dejarle partir sin expresarle su entusiasmo y gratitud por la buena obra. No estimando discreto el hablar del caso donde Rafaela pudiese oírla, se contentó con besar las manos del valiente y generoso amigo de la casa.




ArribaAbajo- XVI -

Obediente quizás a estímulos de su conciencia, o a otros móviles que por el momento nadie conocía, volvió Rafaela a la vida regular, entendiendo por esta el no excederse demasiado en los desatinos, no dar motivo a los desplantes furiosos de Catalá y suspender las salidas nocturnas.

No pudo gozar todo lo que quisiera el buen Catalá de la dichosa enmienda de su ídolo, porque a consecuencia de los pasados berrinches cayó gravemente enfermo de un ataque a la cabeza, y por poco toma el portante para el otro mundo. Con algo de espontaneidad por su parte, y con no poca docilidad a los mandatos de Ibero, Rafaelita se portó muy bien en aquella   —168→   ocasión, visitando diariamente a su amigo enfermo, asistiéndole con exquisitos cuidados y consolándole con su presencia. En cuanto al Don Frenético, no fue posible espantarle tan pronto como se quisiera. El enamorado petimetre limitábase a obsequiar a su ídolo, no ya con ramos de flores, que no eran admitidos, sino con novelas, mostrando una preferencia de buen gusto por las pocas de Balzac que en aquellos tiempos se habían traducido al castellano. Rafaela no sabía francés; pero Don Frenético, galómano furibundo, como recriado en París, había querido iniciar a su amada en el conocimiento y en la admiración del gran pintor de las pasiones, miserias y vanidades humanas. Un día y otro dejó en la casa Úrsula Mirouet, Honorina, El lirio en el valle, La piel de zapa. Leía María Luisa, tardando algún tiempo en tornar gusto a una literatura en todo diferente de la poesía caballeresca de acá; y después tocaba el turno a Rafaela, que comprendía y apreciaba los profundos análisis de aquel soberano ingenio mejor que su hermana. «Esto es muy filosófico -decía María Luisa-, y no va con nosotras...».

A los entretenimientos que retenían en el hogar a las dos hermanas, se unió bien pronto la faena de ayudar a las de Carrasco en la magna   —169→   obra de vestirse a la moderna para presentarse en público como les correspondía. Largos días y semanas largas se emplearon en esto, primero con la elección de modelos y de telas, después con las tareas prolijas del corte y costura. La primera lección que dieron las de Milagro a sus amigas fue la de prescindir de modistas, trayéndose a casa buenas costureras que bajo su dirección trabajasen. María Luisa era maestra en el corte, y Rafaela no tenía rival para el ajuste, combinación de colores, conforme al modelo vigente de la elegancia, ni para la adaptación de cada forma al tipo, talle, estatura y corte de cara de la persona que había que vestir. Poseía el don especialísimo de ver el efecto, y en todo lo que trazaba ponía un sello personal de gracia y tono. Instalado el taller en la casa de Carrasco, allá se pasaban todo el día cortando y cosiendo, con ayuda de buenas oficialas, y no duró menos de un mes la campaña. En las probaturas que se hicieron para cada pieza, resultaban las chicas manchegas completamente transformadas; eran otras, y Doña Leandra creía soñar viendo a sus niñas tan elegantes. Ante el espejo, Eufrasia y Lea reventaban de satisfacción observando que las caras se les ponían más bonitas sin necesidad de afeites, y los cuerpos más esbeltos y airosos por la   —170→   virtud de aquellos corsés, que parecían obra de magia.

A cada una de las señoritas de Carrasco se le hicieron dos vestidos de calle, y uno para teatro y sociedad. Para los primeros eligió Rafaela las telas llamadas bareges y popelines, entonces muy en boga, y resultaron lindísimos, claro el uno, obscurito el otro. En los faralaes dispuso la directora una gran sobriedad; hubo fuerte discusión entre ella y su hermana, y al fin, en la primera prueba, todas le dieron la razón, rindiéndose a su maestría. Los cuerpos o jubones con el cuello alto, ostentando una imitación de camisa con chorreras, fueron el éxito más brillante de las Milagros. No se verían en Madrid cuerpos tan bonitos. Pero en lo que extremaron su ciencia fue en los vestidos de sociedad, verdaderas obras de arte por la interpretación fiel de la moda, dejando algo a la invención y fantasía personal. Eran de lo que llamaban Pekín glacé, con rayas arrasadas de colores pálidos y guarnecidos de encajes, canesús de batista bordada con hilo de Escocia, y cuellito fruncido a la Lucrecia. ¡Vamos, que el día que los estrenaran darían golpe!

Para doña Leandra se confeccionaron dos vestimentas, una de calle y otra para teatro, entrambas muy apropiadas a la seriedad y modestia   —171→   de señora tan respetable. Echaron en el primero no pocas varas de muselina de la India, de color llamado de escarabajo, y en el segundo tafetán negro de Italia, que adornaron con plegado de cintas à la vieille, todo muy rico, muy bien compuesto, sin extremar el adorno, porque así lo recomendaba de continuo Doña Leandra, que no quería desmentir su nativa sencillez, y hacía un verdadero sacrificio en ponerse aquellos ringorrangos. En las pruebas no disimulaba su mal humor, repitiendo que tales magnificencias no eran para ella; que no se acostumbraría jamás a ir por la calle vestida de señorona, y que ya se sofocaba pensando que la gente se mofaría de su facha. ¡Qué dolor, qué Madrid este! En los trapos que ella había de lucir, violenta, forzada, vistiéndose de máscara por dar gusto a la familia, se había empleado el valor de seis cochinos, y todo el trapío y galas de las hijas suponían una piara entera, ¡Señor!, la más lucida de Torralba de Calatrava.

Rematado hasta en sus últimos perfiles el grandioso aparato de los trapitos, lanzáronse todas a la calle, rivalizando en elegancia, pues las Milagros no querían dar su brazo a torcer, y endilgaron sus más lindos trajes y perifollos. Hubo días espléndidos de sol en aquel invierno,   —172→   lo que a todas vino muy bien para lucirse: iban al Prado y al Retiro, sin descuidar las visitas de presentación, y al propio tiempo las madrileñas mostraban a las novatas todas las curiosidades de Madrid, no olvidando llevarlas, como había recomendado expresamente desde Ciudad Real el buen D. José, a ver la Historia Natural y Caballerizas. No sólo se iban soltando con este ajetreo social Lea y Eufrasia, adquiriendo modales y la desenvoltura madrileña, sino que en sus cuerpos y rostros se determinó radical mudanza; el encogimiento desapareció al primer revuelo, y nadie diría que habían venido de la dehesa, cogidas con lazo. Desprendiéronse pronto del pelo, por virtud del poder asimilativo de la mujer y de las lecciones vivas que continuamente recibían de las chicas de Milagro. El éxito coronó la aplicación de las discípulas, así como la dirección de las maestras, pues a las pocas tardes de andar por el Prado y Retiro, ya llevaban tras sí las manchegas una reata de novios, señoritos elegantes que las miraban y las seguían haciendo mil cucamonas.

Doña Leandra, pasados los primeros días, se resistió a los largos paseos, no sólo por cansancio, sino porque la mareaba el gentío, y aumentaban su murria el barullo y regocijo de las tardes de Madrid. Prefería quedarse en casa,   —173→   adormecida en triste éxtasis, indelebles memorias del abandonado terruño, o bien rezando rosarios y pidiendo a Dios que se realizaran las esperanzas que trajo a Madrid toda la familia, pastoreada por Bruno. Ya le daba en la nariz a la buena señora olor de reveses, porque habiendo salido del Ministerio de Hacienda el señor de Gamboa se rompían los asideros de Carrasco en aquella casa; el expediente de Pósitos no acababa de resolverse, y lo de la Diputación no se veía claro, a pesar de los lisonjeros vaticinios que mandaba en todas sus cartas el seráfico D. José.

Siempre que el servicio se lo permitía, acompañaba Ibero a las señoras y señoritas en su paseo, pues con Bruno no había que contar: se pasaba la vida en los ministerios y en tertulias políticas de café y redacciones. Algunos amigos de Santiago, paisanos y militares, se agregaban a la feliz cuadrilla, y la charla sabrosa y galante no tenía término. Entre ellos se señaló un teniente coronel, que hacía continuo derroche de finezas sin decidirse por las solteras ni por la casadita, como si fuera su plan tocar todas las teclas a ver cuál le sonaba mejor. Era de cuerpo pequeño, de carácter francote y comunicativo, cetrino de color, escaso de bigote y barba, el habla durísima, gorda,   —174→   catalana. Una tarde que iban las manchegas y sus amigas con Ibero por la calle de Alcalá, le encontraron en la esquina de la calle del Turco; parose Santiago al reconocerle, se abrazaron, y al instante hizo la presentación: «Mi amigo muy querido Juan Prim».

Siguieron todos hacia el Retiro. Prim, que vestía de paisano, contó a Ibero rápidamente sus tribulaciones militares y políticas, y luego pegó la hebra con las damas, que le oían con singular agrado, maravilladas de su simpática franqueza, de sus atrevimientos gallardos, que se acomodaban, como al vaso el líquido, a la ruda lengua catalana. Hallándose María Luisa un poco pesada, próxima ya a meses mayores, solía ir a retaguardia con Ibero y D. Gervasio. En una de estas, interrogado el Coronel por su amiga, refirió que el tal Prim era un bravo militar que había empezado su carrera de pesetero en la guerra de Cataluña, adelantando rápidamente por su valor sereno y su militar instinto en la dirección de tropas. Chico despejadísimo, llegaría a donde llegan pocos; y si por entonces parecía fuera de juego y no tenía mando, no era por falta de méritos, sino por significarse en política más de lo prudente, con ideas harto exaltadas.

«Pues abran ustedes mucho ojo para vigilar   —175→   a este pájaro -dijo D. Gervasio parándose para acentuar mejor el tono profético-. Yo podría sostener que las ideas del teniente coronel Prim más que exaltadas, son jacobinas: me consta que no hace muchas noches pronunció en casa de Pacheco palabras que le valdrían una temporada de castillo si el Duque las supiera. Hay en este mozo algo que contradice las costumbres que observamos diariamente en todo joven que politiquea. Fijémonos bien en esta circunstancia: su amigo de usted profesa ideas que casi, casi tocan en el republicanismo, y no obstante, se junta con retrógrados, y sus principales amigotes son lo más granado de la moderación. Le verá usted siempre con Carriquiri, con Salamanca, con Sartorius, y creo que con Fernandito, el hermano del General Córdoba. ¿No le sorprende a usted esta contradicción entre las ideas políticas y los gustos sociales?».

-Le diré a usted, amigo D. Gervasio -replicó Ibero-: antes que ese contraste, veo yo otro más fundamental en ese bravo chico, y es que, siendo de origen muy humilde, no le gusta tratarse más que con aristócratas. Ya ve usted qué bien viste: no hay otro que lleve mejor la ropa, ni quien le iguale en el refinamiento de los gustos; su rumbo, su esplendidez nos harían creer que es noble de nacimiento; sus ideas dicen   —176→   que es hijo de la plebe. Yo le quiero y le admiro.

-Pues a mí me da mala espina... Mi opinión es que se vigile a estos plebeyos que andan demasiado elegantes, y a estos peseteros que adquieren costumbres de próceres.

-La contradicción yo no la temo, y hasta le creo natural, D. Gervasio. Todo hombre es una carrera, una vida que viene de un punto y a otro se dirige... Si el hombre no se aleja del punto de partida, ¿en dónde está el progreso, nuestro Progreso, que tanto amamos y por el cual hemos dado terribles batallas? En Prim ve usted las ideas avanzadas de origen plebeyo y las aficiones aristocráticas: las primeras son los principios, las segundas son los fines.

Creyera o no D. Gervasio paradójica y vana la explicación de Ibero, ello es que no añadió más que lo siguiente: «Estamos perdidos si no se vigila a los exaltados que andan entre obscurantistas. Lo dice un hombre de larga y dolorosa experiencia de las cosas públicas. Si yo tuviera, como usted, mi querido amigo, acceso diario en la casa del señor Duque, le saludaría siempre con estas palabras sibilíticas: Palo al jacobinismo, palo al retroceso».

Procuró Ibero quitar importancia a estos vaticinios del funcionario que se pasa la vida temblando   —177→   por su nómina, y siguieron. A la semana siguiente, agregado también Prim al convoy, halló ocasión de quedarse atrás con su amigo, y le dijo:

«Sé que vas a la parte en los favores de la viudita, y...».

-¿Qué viudita? ¿Rafaela?... es casada.

-¡Ah!, sí... la casada solitaria, de quien me han contado... ¿Qué? ¿Seré indiscreto?

-Sigue hombre, sigue.

-Es monísima, y sabe como ninguna hacerse la candorosa. Diríamos que no rompe un plato. ¿Pero es verdad que tú...?

-Sí, hombre, sí. Sigue, ¡ajo!

-Pues me alegro de tu franqueza, porque así puede la mía serte de algún provecho. Al amigo la verdad... Esa... te engaña.

-Sí, hombre, sí. Acaba pronto. ¿Quién...?

-Vas a saberlo. Ayer salíamos de almorzar en casa de Carriquiri, Narciso Ametller, Luis Sartorius y yo... Al volver la esquina de la calle de las Huertas, vimos a tu amiga salir de un coche con Federiquito Nieto, y entrar... ¿sabes ya dónde?

-Basta; no sigas: esta noche la mato.

-Hombre, no es para tanto.

-¿Qué sabes tú?

-Siento...

  —178→  

-No sientas nada... te digo que la mato... Y a ese Don Frenético le pisotearé en medio de la calle, en cuanto le encuentre. Ella me había prometido... No, no fue a mí... no soy yo. Cállate, déjame. Yo sé lo que tengo que hacer.

-Pues Ametller me contó algo más...

-No sigas: estamos llamando la atención. Ya ves: se paran todos esperándonos.

-Creerán que conspiramos. Y si quieres, por mí no ha de quedar. Conspiremos, Ibero.

-¿Ves? Se ríen de nosotros.

-Se reirán de ti...

-Cállate ya... ¿En dónde nos veremos mañana para poder hablar?

-En ninguna parte, porque yo me voy a Tarragona, donde espero salir diputado.

-Bien, hombre, bien... Para ti es el mundo. ¿Y votarás la Regencia una o trina?

-Creo que con un solo Regente basta y sobra. De lo malo, poco.

Uniéronse al grupo, y el paseo tuvo su desarrollo natural sin incidente alguno. En torno de las damas revolotearon los pretendientes, derrochando su gárrula estolidez amorosa. Ibero, metido en sí, no cesaba de pensar: «¡Pobre Catalá! Bien le decía yo a María Luisa que estas saliditas de mañana no tenían explicación, y   —179→   ella me porfiaba que sí... que iba a la cordonería, al tinte... Enredos... María Luisa tapa. Pues aquí estoy yo para destapar a la tapada y a la tapadera».




ArribaAbajo- XVII -

No tuvo Ibero reposo hasta que vio llegar la mejor coyuntura para interrogar a Rafaela. La increpó con severidad, afeándole su hipocresía y falta de juicio, y ella, negando al principio, balbuciendo luego una tímida confesión, sin descubrir el doble fondo, echó por fin un raudal de lágrimas sobre la disputa. El rígido censor, apiadado, no quiso añadir un martirio más a los que a la pecadora infligía su conciencia, y calló, mandándole que se sosegara. Aquella misma tarde habló a solas con María Luisa, de cuya boca oyó conceptos que cayeron como lluvia glacial sobre su corazón. No esperaba, ciertamente, aquella filosofía de comodín que era al propio tiempo censura y tolerancia de los deslices de Rafaela, ni el desdén con que apreciaba la intervención caballeresca de él en asunto tan grave como el honor de la familia.

«No podemos hacer carrera de ella -decía   —180→   María Luisa-. Y lo que siento, amigo Ibero, es que usted se dé tan malos ratos para no conseguir nada... Hablando con franqueza, yo no creo que Rafaela sea un monstruo, ni mucho menos... Los actos de las mujeres no deben juzgarse sin mirar un poco a las circunstancias, y las de mi hermana ya sabe usted cuáles son. Hay que verlo todo, amigo mío, y no ser demasiado severo. Francamente, yo me pongo en el caso de Rafaela... El tal Catalá no es hombre de tantísimo mérito que merezca sacrificios extremados. Si se tratara de usted, ya sería otra cosa...».

Aterrado más que sorprendido, Ibero no supo qué contestar.

«Yo comprendo -prosiguió María Luisa- que si usted no hubiera rifado con ella, haría muy bien en ponerle el grillete... Tal como están las cosas, no podrá usted enderezar a mi hermana todo lo que deseamos, y de veras lo siento yo; no podrá enderezarla, digo, porque usted la enseñó a torcerse... No es esto censura, líbreme Dios... ojalá durara... es decirle a usted que no se aflija porque sus sermones sean de tan poco efecto...».

-Tiene usted razón, María Luisa -dijo Ibero, cayendo de un nido, de las nubes, de más alto aún-: soy un necio, el mayor mentecato   —181→   de la orden de diablos predicadores. Usted me abre los ojos... No es sólo Rafaela la que está dañada en esta casa.

Las señales del grave daño estaban a la vista, pues rodeaban a María Luisa muestrarios de telas, piezas riquísimas de barege eoliana, de muselina de la India, de tafetán de Italia, y cachemiras, crespones y popelines de dobles reflejos. Tantos y tan lucidos trapos se veían allí, que el gabinete parecía un taller de modas de los más elegantes. Ya había notado Ibero que la transformación indumentaria de las manchegas fue para las Milagros como súbito envenenamiento: la elegancia de sus amigas les inoculó el virus del lujo, y este prendió al instante con aterradora intensidad. La primera envenenada fue Rafaela, que no tardó en comunicar a su hermana el pegajoso mal. Bien pronto invadieron la casa figurines y piezas de tela, mil arrumacos elegantes de seda y encaje, modelos de los abrigos llamados twines y kasadawekas, que se adornaban con pieles riquísimas, y Rafaela frecuentaba la famosa casa de Madame Petibon, depósito de todas las monerías parisienses de última novedad.

«Aunque tarde -dijo Ibero melancólico, tirando a la indulgencia que un hombre debe a la flaqueza mujeril-, caigo en la realidad, y   —182→   veo la ridiculez de mis pretensiones puritanas. ¿Me permite usted, María Luisa, que le hable con la libertad a que tiene derecho un amigo que se despide? Pues si usted no se me enfada, le diré que el dinero enviado por Don José para gastos de ropa (y conozco la cantidad porque ha pasado por mi mano), no basta ni con mucho para ese aluvión de trapos...».

-No hay que asustarse, amigo Ibero... Mucho de esto se devuelve; lo hemos traído sólo para verlo...

-Déjeme seguir. Si ustedes pensaban que debían estirar los pies a mayor largo que el de las sábanas, ¿por qué no me pidieron a mí el dinero necesario, como mil veces le he dicho a Rafaela?... No se enfadará usted tampoco si, como leal amigo de D. José, le digo que es un grandísimo peligro esa ostentación... vamos, ese insulto a la medianía de un jefe político que blasona de honrado, y que lo es... lo es.

-Papá nos autoriza para vestirnos decentemente, contando con lo que nos mandará luego. No quiere que hagamos mal papel al lado de las manchegas. Además, diré a usted que a Cavallieri han venido a buscarle para que cante los meses que quedan de temporada en la Cruz; un contrato ventajosísimo, amigo Don Santiago. El público no está contento de Reguer, y   —183→   Becerra se ha puesto ronco. Tendrá usted a mi marido de primer bajo, con obligación de cantar Chiara di Rosemberg, Marino Faliero, Il Conte Ory, del gran Rossini, y la ópera que ha escrito nuestro celebrado Saldoni, Cleonice, Regina di Siria.

-Lo celebro infinito. Iré a dar mi aplauso al amigo Cavallieri, y a admirarlas a ustedes en su palco de la Cruz. No se ofenda por lo que he dicho, ni aquí hay nada que censurar, como no sea mi conducta: me daría de bofetadas... tal rabia me tengo, puede usted creerlo... por meterme yo en donde no me llaman. Todo lo que dije de querer ser su hermano, y de guiarlas y protegerlas, como tal, contra los infinitos riesgos de este Madrid diabólico, no es más que un quijotismo que, ya lo ve usted, viene a parar en lo que para siempre el meterse a pelear con aspas de molino. Aquí me tiene usted caído y con los huesos quebrantados; pero aprovecho la lección, vaya si la aprovecho, ¡canastos! No volveré, no, a romper lanzas por el honor de nadie, ni a enderezar mujeres que quieren torcerse. Hermoso me parecía lo de ser hermano de estas pobrecitas, y ello me servía como de un buen descargo de mi conciencia; pero ya veo que el oficio de hermano postizo tiene sus quiebras, y... dimito el cargo.

  —184→  

-Siempre será usted un buen amigo nuestro, por más que no quiera -dijo María Luisa, un poco asustada de verle con tal impresión de tristeza y desaliento-. Diríjanos y aconséjenos todo lo que guste, que bien sabe Dios cuánto hemos de agradecérselo. Lo único que le pido es que no sea demasiado regañón con nosotras, vamos, que no nos grite ni ponga los ojos fieros, porque me asusto... crea que me asusto... y como entro ya en meses mayores, cualquier sobresalto repentino podría... ya sabe...

-Esté usted tranquila, que por culpa mía no ha de fracasar la criatura. Le deseo un felicísimo alumbramiento, y a Cavallieri ovaciones sin fin. Con que... a ver si acaban ustedes todo el traperío, para que se pongan bien guapas y tiemble Madrid.

-¡Burlón, mala persona!

-Adiós, amiga mía. Adiós.

Se fue, no ya triste, sino consternado, pues era hombre a quien afectaban hondamente las rupturas o interrupciones de amistad, de cualquier orden que fuesen. Aquel mismo día visitó al pobre Catalá, y le halló tan tranquilo, tan confiado, que habría sido no sólo impertinente, sino criminal, turbar su almo reposo. Por todo ello, se confirmaba en su propósito de abandonar definitivamente la redención de pecadores,   —185→   obra que a Dios pertenecía, no a los hombres, y menos aún a los que se hallan distantes de la perfección. «Hagamos todo el bien que podamos -se decía-; pero dejando siempre a un lado los trastos de redimir».

En los siguientes días, atraída su alma solitaria con nueva fuerza desde La Guardia, fue a ver a Doña Jacinta y después al Duque, con la pretensión de que, si no le trasladaban al Norte, como era su deseo, se le diera al menos una licencia de un mes, de dos semanas. Don Baldomero, meditabundo, mas como nunca benévolo, le dijo: «Ten paciencia, Santiago. Ahora no puede ser. En cuanto se reúnan las Cortes y estas elijan la Regencia, podrás ir a donde quieras».

Por algo que dejó escapar la suma discreción de Espartero, por lo que poco antes le había dicho la Duquesa, y por lo que oyó después en la Secretaría, entendió Ibero que el Gobierno olfateaba conspiraciones. Síntomas de displicencia apuntaban en ciertos círculos, resto nefando de las antiguas logias; cuchicheos misteriosos sonaban en los cuarteles. El retroceso, abrazando con sentimental quijotismo la causa de Cristina, y declarándola víctima inocente de una intriga brutal, se apiñaba para adquirir una fuerza de que carecía. Los moderados   —186→   elegantes y ricachones usaban del resorte social de las suntuosas comidas para producir la agrupación lenta de adeptos, para definir y caldear las ideas que, por el pronto, sólo se expresaban en forma de chistes y agudezas contra el Duque, su familia y adláteres. Figuras importantes del Ejército iban marcando su actitud paladinesca en favor de la ilustre proscripta, que recibía corte de descontentos en su residencia de la Malmaison, comprada a los herederos de Josefina. No era sólo Belascoain el que cerdeaba. Manuel de la Concha tenía muy arrugado el entrecejo, y su hermano Pepe, amigo de Espartero y a punto de emparentar con él, no podía vencer la sugestiva atracción de su hermano; de Juanito Pezuela nada podía asegurarse; O'Donnell era declarado cristino; mas su fría cara irlandesa no revelaba sus intenciones. Seguros eran Seoane, que mandaba en Valencia; Van-Halen, en Cataluña; Ribero, en Navarra. En cuanto a la Milicia Nacional, se creía en su fidelidad como en Dios, viéndola cada día más firme en su liberalismo chillón, ardoroso, pintoresco.

Dos días después de la visita a Espartero hizo otra a Linaje, que le retuvo más de una hora, encareciéndole la necesidad de vigilar con cien ojos y de aplicar el oído a las conversaciones   —187→   de la oficialidad, siquiera fuesen de las más íntimas. Se habían emprendido trabajos en algunos cuerpos por el sistema llamado del triángulo, y no eran pocos los jefes y oficiales que andaban en estos enredos. Urgía conocerles y desenmascararles antes que las cosas fuesen a mayores. Por lo demás, no se temía nada serio, y la popularidad y buen crédito del Duque garantizaban una paz durable... Con todo se mostró conforme Ibero, y prometiendo ser un Argos de buen oído, y no perdonar medio alguno, por duro que fuese, para imponer castigo a los que se salieran de la estricta disciplina, se despidió del famoso secretario del Duque, creyéndole atormentado por pesadillas horrendas, a no ser que inventara las conspiraciones para dar a sus servicios un valor que fuera del terreno policiaco no podían tener.

Recibió en aquellos días Ibero una carta de Navarridas muy grata y consoladora. ¡Cuánto habría dado el hombre por poder llegarse allá y recrear sus ojos en la contemplación del dulce objeto de su amor fino, y hablar con Gracia, con la sin par Demetria y con Navarridas de proyectos felices cuya realización no debía de estar lejana! Pero ¡ay!, vana ilusión, sueño de esclavo era pensar en esto. Viéndose tan sin libertad privada por servir a la pública, fue   —188→   acometido de un tedio sombrío, con desvío de la sociedad y repugnancia del trato de gentes; se pasaba en su casa largas horas leyendo novelas, sin distinguir de géneros y estilos, devorándolas todas con igual atención; y en medio de aquel fárrago pasaron también las de Balzac que semanas antes le había dado María Luisa, y procedían de la mano dadivosa de Don Frenético. Volvieron a despuntar en su mente los delirios supersticiosos que le habían trastornado en Valencia, y por las noches cualquier sombrajo en la habitación obscura o en la calle tomaba forma de animado ser para significarle sucesos terroríficos. Una mañana fue a coger su bastón del sitio donde comúnmente lo ponía, y el bastón cayó al suelo, y al bajarse para recogerlo movió con el hombro un colgadero portátil de ropa, que vino a desplomarse sobre la mesa. En esta había un plato (del servicio de chocolate), que al golpe se rompió por la mitad, mostrando en uno de los pedazos rotos el perfil perfectísimo de una cara burlona, la cual cobró vida y voz en el instante de la rotura, y así le dijo: «Teme a los traidores».



  —189→  

ArribaAbajo- XVIII -

A los traidores ya les temía y execraba, sin necesidad de que el maligno ente se lo advirtiera. Lo que hacía falta era descubrirles y saber por dónde andaban, para meterles mano y hacer en ellos un cruel escarmiento. Coincidieron estas travesuras de la imaginación con un soplo que en aquellos días le dio el Mayor del segundo batallón de su regimiento, D. Gabriel O'Daly. Mandaba la primera compañía del mismo un capitán llamado Vallabriga, tildado de inquieto y sospechoso. Según O'Daly, hombre de carácter muy serio y de bien probada veracidad, Vallabriga andaba en malos pasos y en peores trotes. No era difícil comprobar que había leído proclamas clandestinas a varios sargentos de su compañía; se supo que frecuentaba una reunión nocturna de jovellanistas en una de las calles jorobadas y tortuosas que caen detrás de Buenavista, no lejos de las Salesas, conciliábulo a que concurrían otros militares de distintos cuerpos. Con estos nada tenía que ver D. Santiago; pero como descubriera y evidenciara al traidor de su regimiento,   —190→   sorprendiéndole con el puñal levantado sobre el corazón de la patria, no se contentaría con menos que con atravesarle de una estocada sin más dimes ni diretes, ni sumaria ni consejo de guerra. Nunca le había gustado el tal Vallabriga, que componía versos de moros y cristianos, blasonaba de ideas estrambóticas, y solía concurrir a las tertulias de café peor reputadas. Hizo propósito de seguirle la pista y de echarle la zarpa, sin dar cuenta a nadie de su cacería, ni valerse de persona alguna militar ni civil.

Pero estaba de Dios que en aquellos días su alterada mente no tuviera reposo, porque tras una impresión desagradable venía otra de un orden distinto, y el hombre no ganaba para disgustos. Hallábase una tarde en el Cuarto de banderas, durante el acto de pasar lista, tocando la música en el patio, cuando entró Catalá demudado y trémulo, y con balbuciente voz le dijo: «La mato, Santiago, la mato, la degüello... Ahora no la salva ni el Sursum corda».

A las preguntas de Ibero no respondía sino con expresiones desconcertadas y delirantes, acariciando una pistola que llevaba en el bolsillo interior de la levita. «¿Sabes tú dónde podré encontrarla?... Porque en su casa no está... ¡Cuatro noches pasadas fuera! Es un demonio,   —191→   es la mentira, la traición. De hoy no pasa que le meta una bala en el cráneo... No me mato yo... yo no...».

Y diciéndolo salió disparado sin oír las exhortaciones de su amigo, que a la moderación le incitaba. No se sentía Ibero con ganas de tomar en la cuita del comandante un papel activo: bastaba con tenerle lástima y con desear que las cosas se arreglaran por las buenas, sin catástrofe. Desde que renunció al desairado papel de paladín de la honra Milagrera, sus comunicaciones con las graciosas hermanas eran casi nulas. Supo que María Luisa había dado a luz con toda facilidad un niño que se parecía mucho a Cavallieri, y se enteró de que a este le habían dado una grita fenomenal en la Cruz, cantando Le Prigioni d'Edimburgo, de Ricci, con la Mazarelli, la Lombía y Ojeda, y que a consecuencia de este desastre enmudeció en los teatros la espléndida voz de bajo para tronar de nuevo en los responsos y funerales. De Rafaela no supo más sino que la habían visto sola, por la calle de Alcalá abajo, luciendo un twine de todo lujo, guarnecido de pieles, y que en el teatro del Circo había llamado la atención en un palco, con elegantísimo vestido, en compañía de las manchegas. Las relaciones de Ibero con Catalá no eran ya muy íntimas. Como el pobre Comandante   —192→   no acababa de restablecerse del mal de su desconcertada cabeza, Santiago influyó para que se le retirase del servicio activo, y a sus instancias le colocó Linaje en la Secretaría del Montepío Militar.

La tarde en que se presentó Catalá en el cuarto de banderas de Saboya con aquel rapto de ira, no pudo Santiago ir en su seguimiento para impedir una barbarie, porque había recibido invitación para comer con los señores Duques, y el meterse a componedor habría comprometido su puntualidad. Por la noche, en el café de Pombo, supo que no había ocurrido tragedia clásica ni romántica, porque los compañeros de oficina de Catalá habían recogido a este, llevándosele a su casa y quitándole las pistolas y todo instrumento que pudiera ocasionar muerte. Mas no pudiendo permanecer de guardia indefinidamente en su alcoba, temían la repetición del acceso de furia, el cual no era un fenómeno morboso, sino arrechucho normal producido por discordias terribles con su amada infiel.

A los tres días de esto, el 19 de Marzo, se abrieron las Cortes, y ya no se hablaba en Madrid más que de la elección de Regencia, y de si esta sería una, trina o cuaternaria. Muchos amigos tenía Ibero en el Parlamento que había   —193→   de resolver cuestión tan peliaguda. Triunfaron Prim y Olózaga; elegidos fueron también González Bravo, Ametller y Posada Herrera. En cambio, el pobrecito D. Bruno Carrasco había sufrido una derrota ignominiosa, a pesar de tener el padre alcalde; y el bonísimo D. José del Milagro, a quien el fracaso produjo terribles amarguras, fue acusado por los amigos de no entender la mecánica electoral, de haber conducido a las urnas el rebaño votante con el modo y pasos de la más candorosa legalidad y de una corrección infantil. Por no parecerse a los moderados, había dejado indefensa la candidatura del amigo, y él quedaba como un modelo de la probidad más imbécil. Tal era el criterio de la llamada razón política, enteramente reñido et nunc et semper con toda idea moral.

Ya se aproximaba la elección de Regente, cuando Ibero, libre de todo compromiso social y militar, escogió una destemplada noche de Marzo para lanzarse al ojeo de aquel indigno Vallabriga, que era el oprobio de la brillante oficialidad de Saboya. Un dato de la policía, transmitido por O'Daly, le dio a conocer que la junta secreta de jacobinos y moderados (¡nefando amasijo!), a que concurría el pérfido capitán, se había trasladado a una de las calles próximas a la plazuela de Afligidos, entre el   —194→   cuartel de Guardias y la Cara de Dios. Allá se fue el hombre, en traje de paisano y trazas de cesante, bien embozado en su pañosa, y con un sombrero del año 23 que completaba el disfraz de un modo perfecto. Calles arriba, calles abajo, midió todo el barrio durante dos lentas horas, sin descubrir rastro ni sombra de lo que perseguía; y cansado ya de su inútil acecho, se retiraba por la calle del Limón, cuando vio salir de un portal tenebroso a una mujer, cuyos andares y figura le revelaron persona conocida, sin poder discernir quién era, pues iba bien entapujada con manto negro y cuidadosa de no dejarse ver la cara. El corazón, más que los ojos, fue quien le dijo a Ibero: «O yo veo visiones, o esta es Rafaela». La siguió a distancia. Avivaba ella el pasito como si hubiera notado la persecución; al llegar a lo alto de la calle torció a la izquierda por un solar vacío, y tomó la calle de Amaniel; acortó Ibero la distancia, y observando mejor a la luz de los reverberos, se confirmó más en su sospecha. Entró luego la tapada en la calle de San Hermenegildo, lóbrega, solitaria, de aspecto mísero, y el galán tras ella. La macilenta luz de los escasos faroles apenas permitió al ojeador distinguir el bulto, que no ya de prisa, sino a la carrera, por la calle avanzaba. De pronto se filtró en un   —195→   portal. Reconoció Santiago la casa donde había desaparecido la mujer, y observó que no era de mal aspecto; la mejor de la calle sin duda. Una luz pitañosa, semejante a la mirada de un ojo enfermo, brillaba en lo más hondo del portal larguísimo y angosto.

Hasta aquí la aventura era por demás insípida, pues aun suponiendo que la hembra escurridiza fuese Rafaela, ¿qué interés podían tener ya para Ibero los pasos rectos o torcidos de la que fuese su amante? Pensó retirarse, y una fuerza íntima, nacida de su suspicacia y de su curiosidad juntamente, le retuvo. «Me da el corazón -se dijo- que aún he visto poco, y que debo quedarme aquí para ver más».

Aunque comúnmente no era hombre para largos plantones, determinó hacer aquella noche pruebas de paciencia, y buscando el sitio más adecuado para garita, dio con un cerrado portal, que parecía un nicho, en uno de los trozos más obscuros de la calle, en la acera opuesta a la de la casa misteriosa, y a una distancia tal de esta, que no era difícil observar quién entraba y salía. Porque en la tal casa había de ocurrir algo extraordinario; a Ibero se lo dijo la singular fisonomía que resultaba de la disposición de sus huecos; se lo dijo la ordenada fila de las tres repisas de balcones, la combinación   —196→   de pintura roja imitando ladrillo, y de pintura blanca imitando piedra; díjoselo también una ventana figurada, y, por último, se lo confirmó un letrero pendiente entre las dos rejas del piso bajo. Pudo leer el primer renglón, Imprenta, y el de que había más abajo; pero el nombre expresado en la tercera línea no era legible, ni hacía falta por el momento.

No habían pasado quince minutos de plantón, cuando Ibero vio salir a dos hombres, embozados en luengas capas. Tiraron hacia la calle de San Bernardo. Parecían señores. Diez minutos después salió uno solo, enfundado en un gabán con alzacuello altísimo. Aquel sí era señor efectivo. Le vio Ibero pasar cerca, porque tiró hacia la calle de Amaniel. No pudo ver su cara; no le conocía por el cuerpo y andadura. De pronto, el tal sujeto retrocedió como azorado, vaciló un instante, y al fin salió por pies hacia la calle Ancha con no poca prisa. Antes de perderle de vista, vio salir a otro, y luego a dos... «¿Pero qué jubileo es este? Aquí hay una guarida de conspiradores -pensó, dejando caer el embozo-. Vamos, no aguanto más. Me pondré en la misma puerta, y si sale mi traidor, el Judas de Saboya, no le dejaré hueso sano...». Con paso resuelto avanzó hacia la casa, y al aproximarse al portal, casi estuvo a punto de   —197→   chocar con dos bultos que salían... un hombre y una mujer. Esta era Rafaela: la vio cara a cara; no podía dudar de lo que veía. Y como en aquel súbito encuentro, obra de un instante, aplicara toda su atención a la hembra, no pudo distinguir bien la persona del hombre, que al verse sorprendido se embozó hasta la nariz. No obstante, en rápida visión, que Ibero pudo comparar a la fugaz claridad del relámpago, se le manifestó un semblante hermoso, un bigote rubio... nada más. Quedó en su retina la vaga impresión de un rostro conocido; mas ni en aquel instante ni en los que sucedieron al encuentro, pudo discernir quién era.

Avanzó la pareja por la calle adelante, hacia la de San Bernardo, y a distancia les siguió Ibero. Iban hombre y mujer muy pegaditos, hablando en intimidad confianzuda. Al pie de la mole churrigueresca de Montserrat se pararon un rato; el desconocido parecía reñir amorosamente a Rafaela. Siguieron, y en otra parada comprendió Santiago lo que podría llamarse el sentido escénico de aquel coloquio. Sin oír nada, pues la distancia no lo permitía, pudo, con la sola observación de la pantomima de ambos, comprender que el galán la incitaba a que se separaran. No convenía, por estas o las otras razones, que fuesen juntos. Ella se obstinaba   —198→   en acompañarle; él en que no. Hubo sin duda transacción entre las opuestas voluntades, porque siguieron hasta el Noviciado. En una nueva paradita, reparó Ibero que la Milagro lloraba, llevándose el pañuelo a los ojos, y que el caballero le apretaba las manos. Pareció indicarle que se retirara por la calle de los Reyes al punto que debía de ser su residencia eventual. Ella se resistía; cedió al fin ante exhortaciones o mandatos impuestos con voluntad firme... La despedida fue tierna, penosa, lenta: se apartaban y volvían a reunirse, siendo ella la que tras él corría, como desconsolada de verle partir... Esto fue obra de un minuto, quizás de dos, y por fin el hombre arrancó presuroso calle abajo, y la sombra de ella se desvaneció en la travesía más próxima.

Dudó un instante Ibero... ¿A cuál de los dos seguiría? El primer impulso fue dar caza a Rafaela; pero de pronto una sospecha vivísima le indujo a la determinación contraria: seguir al hombre. Creyó haber encontrado en sus recuerdos la clave del enigma de aquel rostro, visto en un relámpago, y quería comprobarlo con nueva observación. El hombre iba de prisa por la acera del Noviciado, Ibero por la opuesta, avivando el paso con intento de tomarle la vuelta y mirarle de frente. Pero cuando ya el   —199→   desconocido iba cerca del Rosario, vio pasar un simón: lo tomó precipitadamente y metiose en él, dando al cochero la orden desde dentro. Santiago, que se aproximó cuando el caballero cerraba con violencia la portezuela, no pudo ver lo que deseaba. Fue luego en seguimiento de Rafaela; mas ya era tarde. Ni aun pudo determinar la casa de que la vio salir, en la mísera y tenebrosa calle del Limón.




ArribaAbajo- XIX -

Al día siguiente visitaron los corchetes la casa de la calle de San Hermenegildo en cuyo piso bajo estaba la imprenta de Minutria; mas no se encontró nada que transcendiese a conspiración. En el principal había un colegio de niñas, y los vecinos del sotabanco eran vendedores ambulantes, un cochero y dos limpiabotas. En la imprenta se había tirado El Eco del Comercio, después El Huracán, y a la sazón se imprimían dos papeles, cuyo ministerialismo no podía ponerse en duda; el dueño de ella era miliciano nacional, considerado en el cuerpo como de intachable adhesión al Duque.

Pensó Ibero, como síntesis de sus cavilaciones   —200→   de aquella noche y del siguiente día, que no cuadraban al decoro de su posición militar las correrías y acechos de polizonte, desfigurando su persona; y creyendo haber descubierto un rastro de criminales liberticidas, se propuso seguirlo, mas no con tapujo, sino a cara descubierta, de uniforme y a plena luz. Comenzó por la tarde sus indagaciones en la calle que fue principio de su aventura, y tan propicia le fue la suerte, que a primera hora de la noche ya conocía el escondrijo de Rafaela, el cual resultó ser la vivienda de una planchadora llamada Encarnación, nodriza que fue del chiquillo mayor de Milagro. Comió el Coronel a la francesa, con unos amigos, en el próximo cuartel de Guardias, y a punto de las ocho se personó en la casa, presumiendo, como en efecto sucedió, que al preguntar por la extraviada la negarían. «¿Cómo se entiende? Sé que vive aquí; sé también que está en casa -dijo en tono que no admitía réplica-, y si se obstinan en negarla, ya veré yo la manera de despabilar a los que ocultan la verdad». Diciéndolo, empujaba suavemente a la mujer que abrió la puerta, y sin reparo alguno se colaba por un pasillo, a cuyo extremo compareció un hombre corpulento, en mangas de camisa, al modo de tapón para cerrar el paso. Antes que el tal formulase   —201→   una protesta, le echó mano al cuello D. Santiago, diciéndole: «Que salga pronto Rafaela, ¡ajo!; y renuncien a ocultarla si no quieren ir a la cárcel todos los inquilinos, empezando por usted y concluyendo por el gato».

El gato apareció detrás del dueño, mirando receloso al intruso; dos chicos tiznados salieron detrás del gato, haciendo pucheros; se persignaba la mujer, rezongaba el hombre, escupiendo palabras descorteses; y en esto se abrió una puerta vidriera al opuesto extremo del largo pasillo, y la turbada voz de Rafaela dijo claramente: «Sí, sí, Santiago, aquí estoy. Puedes pasar».

-¡A mí con estas bromas de negarte! Ya comprenderás que vengo como amigo, y que no te causaré ningún daño...

Entrando en la sala con esta breve insinuación, y posesionándose de la primera silla que se le vino a mano, invitó a la Milagro a sentarse. Alumbraba la estancia un quinqué bastante avaro de claridad, con pantalla de cartón, puesto sobre una cómoda, y en todos los muebles se veían prendas de vestir, esparcidas con desorden, ropa blanca recién planchada, zapatos y ligas. Rafaela, envuelta en un mantón, despeinada, los pies metidos en pantuflas turquescas de tafilete amarillo bordado de plata, se   —202→   acomodó en un sillón frente a Ibero, mediando entre los dos un brasero sin lumbre. Parecía enferma o profundamente atribulada, y en su bello rostro, que nunca fue romántico, se advertían las transparencias opalinas y el nácar violáceo de las penas hondas y del llorar frecuente.

«¿Qué te pasa, mujer? -dijo Ibero compadecido de veras-. ¿Se te ha muerto alguna persona querida? Es la primera vez que veo en ti un dolor vivo, y esto, dejando a un lado nuestra discordia, no puede serme indiferente. Acaba de suspirar y cuéntame...».

-Soy muy desgraciada -fue lo único que respondió-. Si con esto no te basta, peor para ti, pues poco más podré decirte.

-No creas que voy a mortificarte con interrogaciones, aunque el caso de anoche las justificaría -dijo Ibero-. Pero algo tendrás que decirme... No; no te asustes antes de tiempo.

En aquel punto, juzgó Santiago que sería muy estratégico no atacar de frente la cuestión que bien podría llamarse política. Para obtener claro informe acerca de los visitantes de la casa misteriosa, convenía figurar que esto no interesaba, desviando las indagaciones hacia otro objeto, y suponiendo en este objeto convencional un interés que no existía. Embistió,   —203→   pues, por el lado de las liviandades y de los desvaríos amorosos, hablando de Catalá, de su estado de furor, y de los accidentes graves que podrían sobrevenir si Rafaela no ponía fin a sus locuras.

«¿Pero no habíamos quedado -dijo ella- en que ya no éramos hermanos, y en que no te importaba lo que yo hiciese o dejara de hacer? Son cosas mías, Santiago, cosas malas si quieres, pero mías, y lo que es mío no es de los demás».

-Perfectamente; pero las cosas tuyas afectan a otras personas, a muchas personas, Rafaela... ¡Quién sabe si también a mí!

-¿A ti?

-Tus cosas, como dices, van tomando tal carácter de gravedad, que será difícil ya que tu padre deje de tener conocimiento de ellas. Tu hermana misma, a quien yo vi tan dañada como lo estás tú, y que ha contribuido a lanzarte por el mal camino, ya se asusta de su complicidad... Hasta los pequeños, Rafaela, hasta tus hermanitos sienten o adivinan que hay en ti algo que no es honroso para la familia, y van aprendiendo a pronunciar tu nombre con miedo, con vergüenza. ¿Esto no te dice nada?

-Eso me dice algo, me dice mucho, Santiago -contestó Rafaela, la voz cortada por la   —204→   emoción-; y si te aseguro que ahora me encuentro verdaderamente arrepentida, oirás una verdad como un templo... y no la creerás. Pues tienes que creerla, tienes que creerla.

-¡Si supieras, amiga mía -dijo Santiago dando un gran suspiro-, cuánto me gusta creer en el arrepentimiento de las personas que han hecho algún mal! Pero en este caso, para que yo vea clara tu enmienda, es preciso que conozca el estado de tu ánimo, tus pensamientos todos y los motivos de tu pena. Que la cosa es grave lo veo en el desorden de tu vida, en tu cara demudada, en tu llanto, en este encierro, en ese acento tuyo tan distinto de lo común en ti, que parece otra la que habla. Para que tu carácter se me presente cambiado, lo ocurrido en ti debe de haber sido, más que un suceso, una revolución. Cuéntame esa revolución, y sólo el contármela te aliviará de tu pena.

Le oía Rafaela sin mirarle, inclinado el rostro sobre el pecho.

«Apostaría yo -dijo Ibero después de una pausa en que se cansó de esperar respuesta- a que el origen de tus desgracias no es otro que el infame materialismo. ¿Dices que no? ¿Por qué niegas con la cabeza? ¿Te has quedado muda?».

  —205→  

-No es la ambición, Santiago; te digo que no es la ambición.

-En los días en que yo pude enterarme de lo que hacías, te vi menospreciando la medianía decorosa por buscar la amistad de personas que no tenían otros atractivos que su dinero.

-Una vez en el mal camino -dijo Rafaela con una sequedad que contrastaba con su pena-, me parecía una simpleza perderme sin gracia... Para pobreza ya tenía la de la honradez... ¡Perdición pobre...!, es como ahogarse en un mar hediondo.

-La pobreza y las privaciones son cosa mala, es cierto... Pero podías haberte limitado a una situación media...

-Me entró la locura de las cosas grandes, y no podía contenerme. Quizás no comprendan esto los hombres que pueden satisfacer sus vanidades de mil modos, con los títulos, con los galones, con la gloria, qué sé yo. Nosotras no tenemos más que un medio de satisfacer el orgullo... Por eso yo decía: «Ya que no tengo nada de lo bueno, Señor, tenga de lo malo lo más bonito».

-Y tu hermana, que al principio te contuvo, viéndote después por el camino de las conquistas lucrativas, te jaleaba para que siguieras.

-María Luisa es más ambiciosa que yo, y   —206→   también más cobarde. Tiene, para mantenerse honrada, motivos que yo no tengo: es casada de hecho y madre de un niño. Para ella ha sido muy cómodo que yo peque. De este modo resalta más su virtud, y como nos queremos y siempre hemos partido lo que teníamos, no sale mal librada... sin pecar, por supuesto.

El terrible juicio que en pocas y secas palabras hizo la dolorida de las relaciones morales entre las dos hermanas, causó al Coronel verdadero terror. Quedose un largo rato absorto, contemplando aquel cuadro siniestro en que la virtud y la maldad comían en el mismo plato.

«De todo lo que me cuentas -dijo saliendo al fin de su meditación- resulta que tu hermana y tú no tenéis idea ninguna de la verdadera decencia; resulta también que tú, Rafaela, eres una preciosa muñeca que habla y ríe por mecanismos naturales; pero que no piensa ni siente; no conoces la fe, ni el amor, ni ningún sentimiento grande. Si algún mérito hay en ti es la sinceridad; pero esta virtud no compensa, no, la falta de tantas otras. El día que nos separamos me dijiste que eras incapaz de amar, que...».

-Que no comprendía el amor, ya me acuerdo. ¿Y a eso llamas sinceridad? Nunca he dicho   —207→   una mentira tan atroz. Como nos despedíamos, y no te había engañado nunca, quise echar sobre ti de una vez el engaño mayor del mundo, para que te fueras con todos los sacramentos, bien engañadito, sin entenderme ni tanto así, sin conocer a la mujer que habías tenido, sin poseer de ella lo que más vale, que es el corazón... En esto que te digo ahora sí hay sinceridad, y lo aseguro, aunque te duela.

-Si crees que esa franqueza tuya, tardía, me mortifica, estás muy equivocada, Rafaela -dijo Santiago haciéndose el valiente-. Más te quiero sincera y leal que engañosa... por más que me lastime un poco el no haberte conocido cuando debí conocerte, y el descubrirte ahora, cuando la verdad de tu mentira, como dijo el otro, no debiera importarme...

Siguió a esto un largo silencio. Las aficiones policiacas contraídas en una noche habían despertado en Ibero curiosidades impertinentes; no pudo contener su avidez de examinar los objetos que le rodeaban, y dirigiéndose a la cómoda miró dos o tres libros, un retrato de señora colgado de la pared y un papel a medio escribir, que resultó apunte de ropa, hecho por mano para él desconocida. Ni esto, ni los grabados de periódico, adheridos con obleas a la pared blanca, eran materia sospechosa en la   —208→   que pudiera encontrarse relación con los preparativos de un pronunciamiento militar.

«Lo que me has contado me hace el efecto de ver entrar la luz en un cuarto obscuro. El cuarto obscuro eres tú, y el que a ciegas estuvo en él, dándose trompicones contra las paredes, era yo... Enciendes tú la luz, y ahora te veo. Me alegro de conocerte. Resulta que la que yo tuve por muñeca, linda figura rellena de serrín, es mujer, con todo su relleno interior de sentimientos elevados... Tienes corazón... ¡vaya!, me alegro... Sabes lo que es amor, eres capaz de amar... Digo que me alegro y te felicito. Ya veo claro que tu desgracia viene de... de eso, del amor. Y ahora, completa tu confesión declarándome... porque aquí encaja la cuestión magna, Rafaela: ¿Quién es él?... ¿Te cuesta confesarlo? Pues yo te ayudaré, yo digo: «la que para mí y para todo el mundo ha sido muñeca, mujer ha sido para uno solo, y este uno es el caballero de anoche».