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Sigüenza y el alma del paisaje

Juan Navarro de San Pío





«Miramos el paisaje, y parecía que era el paisaje quien nos miraba con piedad»1.



«El yo y el paisaje»2.



La poesía enciende la naturaleza, la ilumina y nos alumbra. Entonces la redescubrimos como paisaje que nos mira y enseña a vivir. Pero sin amor el paisaje vuelve a ser un espacio inerte e instrumental ante el cual no buscamos más que utilidad y beneficio propio. Este desinterés estético que propicia la experiencia paisajística es asumido por Gabriel Miró, cuando en una de las Glosas de Sigüenza (35) hace suyo el pensamiento de Heinrich Heine contenido en sus Cuadros de viaje:

La naturaleza, como un gran poeta, sabe producir los efectos más grandes con escasos medios; un sol, árboles, flores, agua y amor. Pero, seguramente, si falta el último en el corazón del hombre, todo presentará un miserable aspecto: el sol tendrá entonces no más que tantas o cuantas leguas de diámetro, los árboles serán buenos para leña, las flores para clasificarlas según sus estambres y el agua una cosa húmeda3.



Tomamos conciencia del paisaje en función del daño que le ocasionamos: «nuestro modo de conmovernos ante la naturaleza se parece a la sensación que el enfermo tiene de la salud», escribe Schiller en Sobre poesía ingenua y poesía sentimental. El paisaje en Gabriel Miró surge de un sentimiento de pérdida de esa naturaleza que sólo una mirada poética es capaz de revelar. El discurso ilustrado y positivista, impulsado desde el mecanicismo cartesiano, escinde el mundo, pensado por la ciencia y sentido por el arte, oponiendo y alejando cada vez más el sujeto pensante del objeto material4. De ahí que Miró, como otros paisajistas, sientan nostalgia de la visión armónica y panteísta de la naturaleza desarrollada durante la cultura helenística (especialmente en el caso del estoicismo) y recuperada parcialmente en España, a través del krausismo, a finales del siglo XIX: visión ésta en la que lo espiritual pertenece tanto al espectador como a la naturaleza.

En el ensayo «Lenguaje suficiente», Jorge Guillen escribe: «No hay paisajista más fuerte que Miró en la literatura española»5. El joven Gabriel Miró aprendió a contemplar el paisaje de la mano de su tío el pintor Lorenzo Casanova (1844-1900), lo cual explicaría la poderosa plasticidad que suscitan sus estampas literarias6. La estética del paisaje que encarna el personaje mironiano Sigüenza en la trilogía Del vivir, Libro de Sigüenza, Años y Leguas así como en una serie de textos no publicados en vida del autor (Glosas de Sigüenza y Sigüenza y el mirador azul) se encuentra próxima a la cultura del paisaje desarrollada por Giner de los Ríos y la Institución Libre de Enseñanza, tradición que incorpora una visión panteísta de la naturaleza de inspiración krausista. No obstante, su idea del paisaje se aleja del romanticismo nihilista cultivado por la generación finisecular (Azorín, Pío Baroja, Machado, Unamuno) a pesar de que Miró se inspira en ellos -especialmente en el autor de La voluntad7- para escribir un nuevo género paisajístico al cual se subordinan la narrativa, el ensayo y la poesía. De hecho los primeros artículos publicados por Gabriel Miró en El Ibero de Alicante (1901) llevan por título «Paisajes tristes» y expresan ese difuso nihilismo tan característico de los literatos finiseculares.

Más afinidades estéticas hallamos entre Miró y el pensamiento de Ortega, cuya obra de juventud (hasta Meditaciones del Quijote y los primeros ensayos de El Espectador) recoge una doble tradición: la institucionista y la fenomenológica, las mismas que nos permiten comprender mejor el significado del paisaje en las primeras obras de Miró. Como es sabido, la severa y desconcertante reseña que hiciera el filósofo sobre El obispo leproso dio lugar, como respuesta de Gabriel Miró, a un breve e inacabado texto, Sigüenza y el Mirador azul, donde el autor alicantino expone una estética del paisaje que, paradójicamente, no se halla tan lejos de las coordenadas estéticas trazadas por Ortega en La deshumanización del arte.


1. La mirada del paisaje: Del vivir

Dedicada a la memoria del ingeniero de caminos Próspero Lafarga, Del vivir fue publicada en 1904, posiblemente escrita en 1902 y su «falso» epílogo en 1903, que pronto recibió el elogio y reconocimiento de escritores como D'Ors o Azorín, quien alabó su prosa poética de «estilo conciso, descarnado, lapidario». Como sostiene Lozano8, apenas hay trama en la novela, su autor no se limita a describir la realidad, persigue captar y mostrar la vida que se expresa en el paisaje. El inicio de la novela define a su protagonista como solitario y amante del paisaje: «Sigüenza, hombre apartadizo que gusta del paisaje y de humildes caseríos, caminaba por tierra levantina».

El protagonista llega a Parcent, paraje de leprosos en los primeros años del siglo XX (apuntes de parajes leprosos fue el subtítulo de la primera edición de la novela, posteriormente eliminado). Desde muy pronto el narrador actúa como pintor que describe lo que ve Sigüenza: «El paisaje luce primores y opulencias, tiene riesgo copioso»9. Una tarde «pesada, estuosa», caminando por el valle, siente Sigüenza «suavidades de místico mirando el paisaje, se piensa en amar mucho, en amarlo todo». Este misticismo de filiación panteísta es muy característico de la cultura finisecular española, marcada en gran parte por el krausoinstitucionismo de Giner de los Ríos, incitador de paisajes para numerosos literatos y pintores de la época. En Las cerezas del cementerio (1910), novela lírica de inspiración mística y simbolista, la fusión con el paisaje de su protagonista Félix Valdivia es comparada con la identificación divina: «Verdaderamente mantenía con la naturaleza un íntimo y claro coloquio, semejante al del alma mística con el Señor»10.

El paisaje deja de ser fondo o escenario de una narración realista, se convierte en el auténtico protagonista poético. Pero no se trata tanto de la visión romántica según la cual el paisaje expresa el estado de ánimo de su espectador, sino de una plena identificación entre el alma del paisaje y el de Sigüenza. Es él quien capta el alma del paisaje, superando así todas las barreras establecidas por el idealismo subjetivo que enclaustra al yo en una pura interioridad contemplativa:

Cosas, lugares, paisajes, miran, expresan grandemente. Acaso ese mirar y esa expresión irradian el alma que los contempla... Mas no, tienen la suya. Los paisajes, aunque sean pomposos, espléndidos, muestran siempre así... como una mueca -mueca no-, un gesto, un suavísimo gesto de tristeza... ¡Campos y serranía, tan poderosos, tan inmensos!, y la mano del labriego los desune, los cambia, los sujeta; y el arado los desgarra con herida lenta y sutilísima; el azadón los despedaza, los rompe el barreno11.



El paisaje no es proyección subjetiva de la mirada que tiñe anímicamente cuanto hay a su alrededor: es, como ha señalado Mainer, una «experiencia de naturaleza casi panteísta, relacionada con la profunda unidad advertida entre nuestro ser y el mundo»12. El paisaje crea una armonía corporal y espiritual entre el espectador y la naturaleza.

Pero este descubrimiento del alma del paisaje ya aparece en una novela anterior, Hilván de escenas (1902), donde Miró describe el diferente estado de ánimo que destila el valle con el paso del tiempo, desde la espiritualidad invernal a la sensualidad estival: «Ahora tiene espíritu, poesía, el paisaje; después vendrá la sensualidad, su carne, con los nutridos verdores estivales». Y así, escribe Miró, «el médico continuó pensando en alta voz, interpretando con viveza el sentimiento, el alma del valle»13.

El paisaje, por tanto, no es expresión del alma, él mismo en tanto que alma expresa su estado de ánimo, en este caso la tristeza que llena este paisaje de muerte. Siendo alma el paisaje, éste mira y siente: «Sí, el paisaje mirábale pesaroso; iban a quitarle su calma, su distinción, su sueño»14. Y a pesar de ello, los paisajes son para Miró un ejemplo de serenidad (ataraxia) y belleza al vivir «sin voluntad, generosos, resignados»15.

Persistentes a los cambios estacionales y a las intervenciones humanas, los paisajes enseñan a vivir armoniosamente aunque no siempre seamos sensibles a sus insinuaciones. Al igual que Giner de los Ríos16 y Ortega, Miró destaca el valor pedagógico del paisaje17:

Viven bellamente la calma. Lluvias o recios vientos los rompen, los asuelan. Y ellos grandes, quietos, resignados, esperando, esperando siempre. No se ven amados del hombre, no es comprendida su soledad... ¿Cómo las almas no se dejan inundar de las dulzuras de los campos y serranías?



Por eso los paisajes mitigan el sufrimiento de los leprosos ya que muestran una vida resignada, «sin voluntad» y, por tanto, capaz de alejar el dolor experimentado. Ante Sigüenza y los leprosos se encuentra la «pompa infinita de viña» desnuda en su sueño invernal:

Los leprosos, solos, siempre solos, miraban la inmensidad gris, parda, rojiza, aguardando con ansia la gemación primaveral de las plantas dormidas. Ellas son el alivio de sus ojos, el único que reciben18.



El paisaje aparece como promesa y esperanza de vida. Esta misión terapéutica del paisaje se halla en consonancia con el pensamiento epicúreo y estoico -el propio autor cita al estoico Epicteto en la novela19-, donde la naturaleza enseña a vivir con plenitud y moderación. Como ha destacado Lozano, la visión estoica de la naturaleza remite, en última instancia, al neoplatonismo que trata de aunar lo estético, lo ético y lo ontológico bajo una misma idea:

En la naturaleza hay belleza que engendra bondad, y todo ello es sentido por Sigüenza como verdad: una experiencia que actualiza el platonismo, y que sitúa estos criterios sobre el efecto benéfico del arte y la sensibilidad20.



Esa inspiración ética que sugiere la naturaleza la encontramos también en Félix Valdivia, protagonista de Las cerezas del cementerio, cuya angustia amorosa al hallarse en el paisaje se torna, momentáneamente, quietud melancólica que sublima el deseo:

...Y esa impresión de serenidad, de la inocencia de lo primitivo, que da el paisaje, se apoderaba dulcemente de Félix; y un raro enlace con la belleza del eterno femenino le abrasaba, y le hacía incompleto y necesitado, aun en la soledad campesina que tanto le placía21.






2. «Seamos dichosos» en la naturaleza: Libro de Sigüenza

Publicados en artículos desde 1903, los textos que componen el Libro de Sigüenza (1917) son, según Landeira, «ensayos unos, parábolas otros, meditaciones algunos, fábulas otros más, memorias, cuentos y divagaciones el resto»22. Miró describe a su protagonista como un paseante que recorre al atardecer los muelles portuarios de Alicante. El paisaje es ahora el horizonte marítimo.

Tras el inicial «Capítulos de la Historia de España», Miró presenta una serie de «estampas» paisajísticas bajo el título de «Muelles y mar». En una de ellas, «Otra tarde (La gaviota, 1908)», Miró escribe: «Una tarde primaveral, de mucha quietud, salió Sigüenza antes de que se le mustiase el ánimo bajo el poder de los pensamientos, que, si no tenían trascendencia ni hondura filosófica, agobian las más levantadas ansiedades»23. Si el pensamiento provoca en Miró desasosiego, el paisaje devuelve a su mirada la serenidad anhelada: «y aun le alivió más la vista del cercano paisaje, ancho, tendido, plantado de arvejas y cebadas, ya revueltas y doradas por la madurez, y parecía que todo el sol caído en aquel día estaba allí cuajado en la llanura»24. Al igual que en Glosas de Sigüenza, donde el personaje mironiano logra sustraerse del ruido y la inquietud urbana desde una ventana desde la que contempla las «calladas afueras de la ciudad, luego el paisaje verde, fresco, inocente y dichoso»25, recuperando así la serenidad en su mirada. En el Libro de Sigüenza es el encuentro con el horizonte marítimo, surcado de veleros, el que acaba proporcionándole felicidad e inocencia:

Llegaba la dulce declinación de la tarde. Todo se bañaba en un azul purísimo, y las lejanas costas palidecían, semejando nieblas dormidas, reclinadas sobre el mar liso, inmóvil, como de hielo. Cortaban la soledad del horizonte las blancas alas de un barco velero que venía. Esos bellos barcos dejaban en Sigüenza una inocencia infantil26.



Consciente, al igual que Epicuro, de que el mayor bien y la más elevada forma de la felicidad estriban en la salud, en la ausencia de sufrimiento («en la salud estaba el más grande bien y alegría del hombre»27), Sigüenza siguió la recomendación médica de caminar. Porque Sigüenza soñaba con viajar y para ello debía antes fortalecerse. Caminaba por las tardes a lo largo de los muelles imaginando y soñando los lugares de procedencia de las embarcaciones atracadas. Le movía el «ansía de lejanía».

Tras estas visiones marítimas y urbanas, Miró lanza de nuevo a Sigüenza a contemplar la naturaleza («Días y gentes», «La ciudad») en busca del añorado locus amoenus. Una tarde de domingo Sigüenza y unos amigos experimentan el «júbilo de la Naturaleza» al caminar entre olivos y viñedos. Pero esa felicidad pronto se tiñe de melancolía:

Ríen, gritan, corren creyéndose poseídos del júbilo de la Naturaleza, pero en lo hondo de sus almas pasa una vena sutil que parece dulce y tiene un escondido sabor amargo; es como el silencio del domingo dentro del ancho silencio de siempre en aquellos lugares28.



En otro artículo del mismo año, «Paisaje», incluido en Corpus y otros cuentos, Miró traslada al lector el placer y la felicidad del espectador en la naturaleza. El alma de la naturaleza se funde con la del espectador al alcanzar la visión que proporciona la cumbre:

Gozábamos ya el paisaje; y él y nuestras almas se poseían sagradamente, porque anhelábamos cruzar los abismos, ser ala blanca y fuerte que hendiera en goce supremo la inmensidad para llegar a otras cumbres remotas y besarlas y descubrir con avidez otros valles. Y era también indicio de sentir el paisaje, subir a nuestro lado los amores dejados en la llanura sublimándolos, haciéndolos participar de la belleza; trazarnos vida purificada y venturosa, dolernos de nosotros mismos como si nos viéramos bullir ruinmente por callejas y oficinas y angustiarnos porque había de acabar nuestra beatitud29.



Volviendo a los textos contenidos en El libro de Sigüenza, en «La fruta y la dicha» (1914), camina Sigüenza por el campo uno de esos «días frutales» y se dice a sí mismo: «seamos dichosos». Al pronunciar esas palabras «comenzaba a serlo; su vida se abría gozosamente para recibir los finos oreos y las largas contemplaciones de la dicha prometida»30. Es la palabra dicha lo que desencadena el estado de ánimo y su conciencia, que el paisaje ha despertado sensorialmente: «el origen de esas palabras puede traerlo quizá un accidente de la vida de fuera, pero al decirlas ya se infiere que Sigüenza lo ha hecho suyo».

La palabra, y no la visión, es la que posibilita la «plenitud de la contemplación»31, por lo que la emoción del paisaje es también la de la palabra que lo envuelve y declara. Como ha mostrado Roberta Johnson, el lenguaje en Miró incluye tanto una epistemología como una ontología, pues, tal y como destacó Jorge Guillén, la «conciencia de las cosas» se manifiesta «bajo la palabra»32; se trata de una reflexión que le aproxima a la filosofía del lenguaje más importante del siglo XX33. Por un lado, la hermenéutica de Heidegger y Gadamer, quienes afirman que «el ser que puede ser comprendido es lenguaje»; mientras que el primer Wittgenstein escribe en su Tractatus logico-philosophicus: «Los límites de mi lenguaje significan los límites de mi mundo». La palabra, escribe Miró en El humo dormido:

resucita las realidades, las valora, exalta y acendra, subiendo a una pureza "precisamente inefable" lo que por no sentirse ni decirse en su matiz, en su exactitud dormía dentro de las actividades polvorientas de las mismas miradas y de mismo vocablo y concepto de todos34.



Pero el imperativo de dicha no surge únicamente de la voluntad, de «quererlo ser», es el resultado de la intervención conjunta de la razón y la voluntad, del conocimiento y la sensibilidad:

Ese "seamos dichosos" es voluntad y luz, es firmeza y saber; interpretar las cosas que nos rodean, aun las humildes, y acaso más que nada las humildes, modificando abnegadamente un poco la promesa evangélica -en tanto que no tengamos otro remedio-, que la quimera se nos ha de dar por añadidura.



Sólo quien esté dispuesto a conversar con la naturaleza, por decirlo en términos emersonianos, podrá experimentar este sentimiento de dicha. Para ello aconseja Sigüenza poseer el paisaje. No se trata, advierte, de convertirse en su propietario, sino de apropiarse poéticamente del lugar: «El "seamos dichosos" es propiedad de aptitud de goce y de transfusión a lo íntimo». Por eso la dicha no la encontramos en la naturaleza pero sí

al transfundirse en nuestra alma. En nuestra vida y en lo que la rodea hay una honda claridad cuando queremos ser dichosos, y una atención serena que puede avenirse con la étourderie de Stendhal35.






3. Paisaje y memoria: Años y Leguas

Sigüenza vuelve a su paisaje, la Marina, veinte años después. Los recuerdos, las imágenes, las ideas y los sueños se entremezclan en sus paseos. «Persuadido está Sigüenza de que volver a un lugar es buscarnos de memoria a nosotros mismos»36. Deambula por el paisaje y a través de éste rememora el tiempo pasado vinculado al lugar: «vino una brisa generosa que le levantó los pensamientos». Va buscando Sigüenza el «silencio del paisaje»37. La palabra y la contemplación despiertan el paisaje que se haya dormido: «Acabo de descubrir un lugar delicioso dormido entre los años»38.

La dedicatoria que abre esta obra es toda una declaración de intenciones fenomenológicas de Miró para describir el paisaje.

Sigüenza se ve como espectáculo de sus ojos, siempre a la misma distancia siendo él. Está visualmente rodeado de las cosas y comprendido en ellas. Es menos o más que su propósito y que su pensamiento. Se sentirá a sí mismo como si fuese otro, y ese otro es Sigüenza hasta sin querer. Sean estas páginas suyas para el amigo de Sigüenza, más Sigüenza y más él.



Tal y como sostiene el fundador de la fenomenología, Edmund Husserl, no es posible diferenciar el sujeto que percibe del objeto percibido. Para Miró, la mirada de Sigüenza es inseparable «de las cosas» que le rodean pues «está comprendido en ellas». Ortega y Gasset, influido también por esta visión fenomenológica del paisaje, llegó a escribir en una de sus notas preparatorias de Meditaciones del Quijote: «No hay un yo sin un paisaje»39. La correlación orteguiana del yo y la circunstancia revela la dualidad del yo y su paisaje. En el caso de Miró, Sigüenza llega a percibirse como «espectáculo de sus ojos», ya que su conciencia es la pantalla en la que el paisaje aparece inseparable de sus impresiones y recuerdos: «Cada fragmento del paisaje es un primer término suyo acotado»40. De este modo el paisaje se hace y deshace a medida que el espectador avanza o retrocede, dialogando con sus distintas perspectivas:

Los ojos del paisajista no pueden reprimir un prurito de adivinanzas y apuestas de cómo serán y se quedarán los fragmentos del paisaje que se le aparecen y descogen según se acerca41.



El paisaje aparece aquí como una serie de perspectivas limitadas y subjetivas que representan la naturaleza ilimitada, universal e infinita. Como afirma Simmel, el paisaje deviene totalidad autónoma al lograr recoger en sus límites lo ilimitado, al absorber la infinitud desde su finitud42. Por encima de esas contingencias paisajísticas derivadas del paso del tiempo, Sigüenza contempla la naturaleza sub specie aeternitatis: «Asiste Sigüenza a una pura emoción de eternidad de campo. Como esta tarde pudo ser otra de siglos lejanos»43.

El paisaje propio, la circunstancia vivida con mayor intimidad revela la esencia de la naturaleza: «el paisaje natal, el nuestro, es el que nos mantiene la emoción y comprensión de todo paisaje». Sólo el espectador estético, de mirada libre y desinteresada a diferente del «turista y del deportista», puede comprender ese diálogo entre finitud e infinitud que suscita el paisaje:

Pero un paisaje para un lírico es el paisaje, la evocación de todos, con lo que puede poblarlo nuestra vida y con las regiones solitarias de nuestra vida. Un paisaje, y, entre todos, el nuestro, abre la mirada desde lo lineal, desde el rasgo más sutil, hasta la esencia del campo sin confines, y, al contrario del turista y del deportista, Sigüenza no sentirá más agobio de límites que los de sí mismos44.



Al igual que Miró, Ortega consideraba en Meditaciones del Quijote que el paisaje más próximo se convierte en el símbolo estético de una totalidad intelectual: «Mi salida natural hacia el Universo se abre por los puertos del Guadarrama o el campo de Ontígola». De lo cual extrae Ortega la conclusión de que «hay también un logos del Manzanares»45 que la mirada y la palabra revelan. También Simmel había expresado antes en su Filosofía del paisaje una idea similar: «una parte del todo se convierte en un todo autónomo, brotando de aquél y pretendiendo frente a él un derecho propio»46.

Sigüenza constata la transformación del paisaje acontecida en esos veinte años transcurridos desde su última visita. El paisaje refleja las ideas y creencias de cada época, de ahí que la travesía de Sigüenza discurra por la geografía y su memoria. «Internarse en un siglo es seguir un camino de andadura conocida y apacible. Pero acabar y principiar una época sorprende y contradice nuestra conciencia, nuestros conceptos». Ha desaparecido el sosiego y soledad del paisaje, ya que los «campos van trocándose en afueras» de los pueblos y ciudades. Sigüenza lamenta la pérdida de armonía entre el espacio urbano y la naturaleza, pues antes, cuando salía de la ciudad hacia el campo, «el tránsito de todo su sentir era rápido y puro hasta en su atmósfera interior». Ahora la vida rural ya no corresponde al «concepto prometido»47. El paisaje sólo puede ser habitado en la memoria y en las palabras que lo despiertan de la conciencia donde se haya dormido.

Las carreteras, las chimeneas industriales y los cables de las centrales eléctricas han modificado profundamente el paisaje hasta el punto que Sigüenza siente «repugnancia de conciencia estética», algo que no experimentó delante de los postes telegráficos y los caminos de hierro. Ahora los «nuevos paisajistas inician la acomodación de las presencias urbanas a su lírica»48.

En Francia se emplea el término depaysé para sugerir la falta de sintonía vital y estética entre la persona y el paisaje circundante. Esta alienación paisajística embarga también al protagonista de Miró. «Hasta Sigüenza se sentía muy distante, retrocedido, en aquel mismo lugar que le rodeaba. Lejos y solo. Nadie»49. Sigüenza se siente extraño, desplazado ante el nuevo paisaje de carreteras que destruye la soledad y la melancolía que destila el ferrocarril:

Porque nada rae y encallece el paisaje en el paisaje como las carreteras. La carretera es gente y arrabal, aunque esté solitaria. La carretera ya no es distancia, sino la medida de las distancias. Suprime un concepto de silencio, de clausura, de pureza que tenía cada rodal, cada instante del campo, siendo como era, guardado en sí mismo. Un tren interrumpe menos y promete más. Los carriles traspasan los campos con prisa y sutilidad. Brota la hierba, más dulce junto a las vías. Cuando el tren desaparece deja una emoción de países remotos50.



De ahí que Sigüenza recuerde con nostalgia el patrimonio del paisaje ligado a la mirada de quienes fueron sus conservadores. Es el caso de Torres Orduña, difunto cuando Sigüenza regresa a Guadalest, a quien Miró describe como un guardador de paisajes. Pues el paisaje es también la sucesión de miradas que se encargan de su custodia estética:

Orduña, señor del paisaje. Orduña lo ama y lo guarda, según ha sido siempre; según lo ha visto y caminado toda su vida. Ese valle de Guadalest suyo, pastoril, frutal roto y despeñado entre las sierras Aitana y Serrella, ha de permanecer en su inocencia agrícola, en su clausura geográfica51.



Tres años más tarde, en uno de los últimos ensayos publicados en vida del escritor, «El turismo y la perdiz» (1930), e incluido póstumamente por su hija en las Glosas de Sigüenza, Miró condensa y prolonga alguna de las reflexiones sobre el paisaje que ya habían aparecido en Años y Leguas. La extensión progresiva de la civilización urbana hace de la naturaleza una vaga e indefinida promesa de regeneración que aguarda fuera de los límites de la ciudad. «Nunca el hombre amó y perteneció tanto a la ciudad como ahora»52. Y, sin embargo, acude de un modo más masivo al encuentro con un paisaje no urbano, al disponer de unos medios de comunicación mucho más eficaces que transforman la aventura del viaje en un simple desplazamiento geográfico. Mientras que el ferrocarril preserva la poesía de la naturaleza, la construcción de carreteras disipa su esplendor. Ese cambio en la visión del paisaje es el que describe Sigüenza desde su inicial novela Del vivir hasta Años y Leguas.

A la altura de 1930, Miró constata que el paisaje comienza a desaparecer como género literario, pictórico y filosófico. También se transforma su vivencia. Sin distanciamiento no hay evocación del paisaje: todo es inmediatez, falta perspectiva y distancia para el deseo y la reflexión. Años más tarde el filósofo alemán Adorno constató, en su Teoría estética, la progresiva domesticación cultural de la Naturaleza, transformada en Parque Nacional. El paisaje, por tanto, deja de ser el objeto de una mirada privilegiada (literatos, pintores, filósofos) que escudriñan la naturaleza con un afán redentor. Es lo que Miró denomina «esperanto paisajista», dando a entender con esta expresión que el paisaje representaba entonces todo un universo cultural de sentido y símbolos reservados para quienes quisieran conocerlo. El paisaje se convierte ahora en un objeto de consumo masivo, excesivamente transparente, sin distancia ni deseo anticipador; su experiencia se hace cada vez más fragmentaria a medida que la cultura de masas (fotografía, cine, turismo) produce y difunde un mayor número de imágenes de la naturaleza:

Ahora, sensaciones y extractos del paisaje; Kodak; cine; paisaje anecdotizado en el Kodak y en el cine; albergues; colonias; Patronato del turismo53.



Esta trivialización provoca una proliferación de paisajes visitados pero apenas vividos y pensados. «Ahora la velocidad y la frecuencia enhebra, junta, encalleja los lugares. Los más hermosos de mi comarca dormían a distancias calladas, en el tiempo inmóvil». Incluso en los libros de viajes el lector se deja llevar por una «avidez de prolijidad y de identidad», queriendo reconocer e identificar la palabra con el lugar. La vuelta a Guadalest de Miró confirma la imposibilidad del paisaje y con él del sigüencismo:

Era tan hermoso y sencillo Guadalest que comunicaba la felicidad de la pureza; una felicidad sin posesión de nada concreto. En el instante de sentirla se sabe que está pasando. La buscaremos. Volveremos a Guadalest. Ya no se nos dará sino el recuerdo de nosotros. Y se recibe una sensación simultánea de permanencia que hasta nos lleva al sigüencismo54.






4. Estética del paisaje: Sigüenza y el Mirador Azul

Ortega y Gasset escribió una reseña sobre la novela El obispo leproso de Gabriel Miró en 1927. Fue, sin duda, una crítica muy dura que cuestionaba la capacidad narrativa del autor alicantino a pesar de que el filósofo confesaba que se trataba de una divagación especulativa, siendo él un «pésimo lector de novelas». Tras la «rodillada de Ortega»55, Gabriel Miró quiso responder al filósofo de Meditaciones del Quijote con un ensayo donde exponía su estética: Sigüenza y el Mirador azul. Sin embargo, este escrito quedo incompleto y, póstumamente, fueron publicadas tres versiones del breve texto. En esas páginas encontramos elementos teóricos que apuntan hacia una estética del paisaje: Miró reflexiona, desde un punto de vista estético, sobre el uso descriptivo y narrativo del paisaje en las novelas de Sigüenza.

Miró relata en primer lugar ciertos «episodios verdaderos» de Sigüenza para a partir de ahí derivar los «teoremas» estéticos. Así lo que nos refiere Miró en esta nueva semblanza biográfica de Sigüenza es el traslado de casa siendo un niño de apenas «cinco, seis años». Su criado entonces, Nuño el Viejo, le contó, poco antes del traslado, que la nueva casa albergaba un mirador que tenía todas las vidrieras pintadas de azul: «En aquel cuarto de aire azul, de claridad azul, parecía que se estuviese entre el cielo y el mar, como en un barco de los pasaban lejos». La evocación del lugar provocó ansiedad y desasosiego en el niño, deseoso de que llegara el día del traslado. Cuando llegó ese día, mientras sus padres se ocupaban de la mudanza, Nuño el Viejo llevó a Sigüenza al mirador. Allí el niño se acercó «con su frente y con sus ojos» pero nada pudo ver por lo que pidió permiso a sus padres para devolver al cristal su condición transparente y diáfana:

Le pareció que sus dedos de cinco años acababan de hacer la luz. Y vio que la luz era buena; y siguió creando. Lo que creó, ya estaba; pero ahora estuvo para él con toda la gracia intacta de la nueva casa [...] El mirador sin piel azul le devolvía su universo con un horizonte de aguas moradas y de aguas celestes y encandecidas de sol y de luna. Allí estaba la óptica de lo que recordaba y de lo que nunca vería56.



Sigüenza deduce de esa vivencia la imposibilidad de forjar una estética previa a la creación literaria: al no ser «casi ciencia», en contra de lo escrito por Ortega en su reseña, no puede establecerse a priori un método creativo. «Si la novela es casi ciencia se acabó el encanto»57 (V. B., 110). Para Miró la «ciencia» y el «arte» sólo convergen en la «intuición»: la tarea estética del escritor consiste en expresar el «ser» junto con la «emoción de serlo».

La conclusión de Sigüenza es que el paisaje de desvanece a medida que lo analizamos en sus detalles: «los ojos que ven concretamente un paisaje se cansan pronto de mirarlo». Pero, ¿por qué se disipa el esplendor estético del paisaje tras desteñir el cristal azul? El paisaje es sentido por la palabra y su capacidad evocadora pero lo que encuentra Sigüenza en el «mirador sin piel azul» es la visión del recuerdo ya que nunca podrá ver lo que inicialmente imaginó.

Como ya vimos en Años y Leguas, para que un lugar alcance la condición de paisaje debe ser capaz de sugerir un significado universal, trascendiendo su particularidad y contingencia. Porque «en un paisaje ha de rendir la evocación sensacionada de todo paisaje».

El paisaje habita en la conciencia estética del escritor. No así la precisión y la exactitud, más propia del espacio geográfico y de los mapas topográficos: «Lo preciso, lo exacto, es una magnífica virtud en los mapas, en las guías oficiales, en el Baedecker». Por ello Miró considera que nunca cabe confundir el paisaje con el espacio geográfico. El espacio observado, la realidad vivida actúa como «levadura que hace crecer la verdad máxima, la verdad estética, motivo de la técnica de cada artista»58. La «verdad estética» se inspira en la realidad contemplada pero sin voluntad de trascendencia quedamos sometidos a lo circunstancial. No es, por tanto, la mirada quien desvela el paisaje sino el lenguaje:

Yo sin la carne y la sangre de la palabra no puedo ver la realidad; y cuando un escritor halla la expresión plena, la imagen única, entonces yo puedo forjar otras motivaciones estéticas, o evocar, es decir, recordar con categoría de belleza, cosas que permanecían intactas y calladas en mi conciencia59.



Confiesa Sigüenza que esta reflexión le debe mucho al pensamiento platónico, pues, al igual que para el filósofo griego, la imagen -que en Miró suscita el lenguaje y no la visión- revela la idea de belleza, al participar de su esencia verdadera.

A pesar de que Sigüenza y el Mirador Azul nace como reacción a la inconsistente reseña orteguiana, parte de la estética mironiana contenida en este texto encuentra paralelismos con un escrito fundamental del filósofo madrileño: La deshumanización del arte (1925). El paisaje, para Ortega, supone «ver» la naturaleza «a distancia». El filósofo sugiere comprender la experiencia estética que representan las vanguardias mediante la metáfora del cristal. Cuando miramos un jardín desde una ventana el cristal actúa como marco de visión que posibilita la experiencia estética. «Cuanto más puro sea el cristal menos lo veremos», escribe Ortega, quedando la visión atada a la realidad allende el vidrio. El jardín alcanza su condición y valor estético al fijar la visión en el cristal, desentendiéndonos de lo que hay más allá de él:

Entonces el jardín desaparece a nuestros ojos y de él sólo vemos unas masas de color confusas que parecen pegadas al cristal. Por tanto, ver el jardín y ver el vidrio de la ventana son dos operaciones incompatibles: la una excluye a la otra y requieren acomodaciones oculares diferentes60.



El paisaje sólo surge como consecuencia de la desrealización del jardín observado. En el caso de Miró el cristal azul impide ver la realidad pero al hacerse éste transparente el paisaje sólo puede alcanzarse desde la evocación y la palabra. La realidad sólo sugiere la imagen, y cuanto más tenue y débil sea aquélla, más viva e intensa será la experiencia estética.








Bibliografía

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