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Tres heroínas ante el matrimonio: Marisalada, Tristana y Feíta

Toni Dorca


Macalester College



En esta comunicación se presentan tres modelos de mujer casada en la narrativa del siglo XIX: la adúltera cuya arrebatada pasión es castigada con el anonimato y el ostracismo de su comunidad (Marisalada); la huérfana esclavizada por su protector que rechaza unirse con el hombre que ama mientras persigue inútilmente su independencia en el trabajo (Tristana); finalmente, la hija de familia numerosa cuyo sentido práctico e indomable energía la conducen a un matrimonio en igualdad de condiciones (Feíta). No pretendo ofrecer un repertorio de las múltiples posibilidades temáticas y argumentales de dicho tema, ni tan siquiera un compendio de las más recurrentes. El propósito que me guía es más modesto, pues se limita a esbozar el azaroso destino de tres heroínas que buscan emanciparse mediante el ejercicio de una profesión. El hecho de que todas ellas terminen casándose no ha de leerse necesariamente como una claudicación de sus ideales frente a la todopoderosa sociedad patriarcal, sino más bien como una muestra de la complejidad y tupidez del texto en que se inscriben. Efectivamente, el carácter de obra abierta que singulariza a estas novelas es lo que confiere atractivo a la espinosa y, en ocasiones, irresoluble cuestión del matrimonio tal como se expone una y otra vez a lo largo de la ficción decimonónica1. No obstante, y aun consciente de habérmelas con textos de difícil catalogación, me propongo en última instancia avanzar una serie de hipótesis que puedan servir para comprender mejor la respuesta autorial al deseo de autonomía que comparte cada una de estas heroínas.

La Gaviota (1849) es la primera novela publicada por Fernán Caballero y, en muchos sentidos, la más radicalmente ambigua. De una lectura inicial se desprende que su protagonista, Marisalada, es castigada por entregarse incondicionalmente al amor del torero Pepe Vera. Un desgraciado accidente en una corrida acaba primeramente con la vida del diestro en presencia de su enamorada. Poco después, el protector de ésta, el duque de Almansa, la abandona a su suerte y regresa a Andalucía en compañía de su familia. El marido burlado, Fritz Stein, no vacila tampoco en emigrar precipitadamente a América, donde fallece víctima de la fiebre amarilla. Sola en la capital y perdida la consideración social de que gozaba, Marisalada no tiene otra opción que la de regresar al pueblo natal, Villamar. Allí termina casándose con el barbero del lugar, Ramón Pérez, sumiéndose en una burda existencia de ama de casa al lado de un marido zafio e ignorante.

Lo que en principio parece una doble condena del adulterio y la desmedida ambición de Marisalada se revela problemático en posteriores interpretaciones a la luz de la teoría literaria moderna. En efecto, tanto desde la narratología de sesgo estructuralista como desde el feminismo se ha cuestionado legítimamente la adscripción de La Gaviota a una fábula moral con desenlace unívoco. En primer lugar, es característico de la narrativa de nuestra escritora el desacuerdo entre el autor (Cecilia Böhl de Faber) y el autor implícito (Fernán Caballero), que se cifra en «la defensa de unas tesis en las cuales la propia Cecilia no tenía plena convicción»2. Por otro lado, la actitud ambivalente hacia la protagonista constituye una práctica habitual en la escritora del XIX. Según Sandra Gilbert y Susan Gubar, la superposición de distintos niveles de significado no hace sino ocultar una voluntad transgresora bajo una aparente conformidad con el status quo3. De este modo, la censura del comportamiento de Marisalada se impugna desde dentro mismo del texto al hallarse indicios de una adhesión no menor a su peripecia vital4.

No es difícil tampoco encontrar en La Gaviota una serie de trazos que dan pie a reconsiderar la cuestión de la responsabilidad de Marisalada en sus dos fallidas experiencias matrimoniales. Dicho ejercicio de deconstrucción, a la vez que rebaja el grado de culpa que se atribuye a la protagonista, facilita la empatía del lector con el sufrimiento de una víctima tanto de su temperamento apasionado (y a ratos egoísta) como de la incomprensión de quienes la rodean. Desde el principio se percibe en Marisalada la confluencia de un carácter indómito, «que no se puede meter por vereda»5, y una aguda sensibilidad nerviosa, «más tirante que las cuerdas de una guitarra»6. Al igual que Tristana y Feíta, no manifiesta interés alguno en el matrimonio: «Yo no quiero casarme»7. Ante la disyuntiva que le plantea la tía María de servir al hombre o a Dios, ella replica que carece en absoluto de «vocación ni para casada ni para monja»8. Ello no obsta, sin embargo, para que la tía María se empeñe temerariamente en convertirla en esposa de Fritz Stein.

La escena de la declaración de éste en la playa no deja dudas acerca del poco entusiasmo con que Marisalada otorga el sí, pensando que las comodidades de tal unión puedan tal vez compensar su falta de amor por el caduco galán.9 No es casual que la primera respuesta de la joven al ofrecimiento de Stein, siguiendo «su natural impulso», sea negativa: «un novio con canas no pega»10. Y aunque Marisalada se retracta de lo dicho y matiza que «[s]i un novio con canas no pega, un marido con canas no asusta», lo hace «precipitadamente» y con poca convicción11. Mientras Stein se explaya acto seguido en una disquisición de tipo panteísta, una «aburrida» Marisalada se distrae dibujando figuras en la arena12. Cuando su prometido la insta a jurarle amor eterno, ella pergeña con una varita «¡Siempre!»13. Igualmente, al hacerle prometer que no va a ser infiel, la joven traza la palabra «¡Nunca!»14. Mas todo lo que escribe Marisalada lo van borrando las olas, indicio de su nulo compromiso con el ofrecimiento que acaba de hacer a su prometido.

A los tres años de la boda de Stein y Marisalada se le presenta a ésta la oportunidad de labrarse un porvenir con su trabajo. Auspiciada por el duque de Almansa, quien queda prendado de la voz y los encantos de la joven, Marisalada no tarda en persuadir a su marido de la conveniencia de alejarse de Villamar en busca de la gloria como cantante de ópera. El demonio del ascenso social, tantas veces censurado por doña Cecilia, es el causante de una marcha que deja postrado en una soledad inconsolable al padre de la heroína. En Sevilla Marisalada inicia una carrera meteórica que representa el triunfo de una «hija del pueblo»15 frente a la encopetada aristocracia andaluza, la cual no puede sino rendirse a un talento superior. La determinación de Marisalada, carácter eminentemente masculino, contrasta con el apocamiento del marido. Al poco tiempo el matrimonio se desplaza a Madrid, donde la relación de Marisalada con Pepe Vera llega a su apogeo. Es el suyo un amor hecho de pasión y violencia a partes iguales, en el que la afinidad de caracteres conduce a una atracción mutua: «diremos buenamente que estas dos naturalezas estaban formadas para entenderse y simpatizar una con otra, y que, en efecto, se entendieron y simpatizaron»16. Si bien el dominio que ejerce Pepe sobre su amante es despótico17, ésta ha encontrado a alguien que colma por fin sus deseos más íntimos: «Gozando en un amor que la subyugaba, que la hacía temblar, que le arrancaba lágrimas, porque ese amor brutal y tiránico era, en cambio, profundo, apasionado y exclusivo, y era el amor que ella necesitaba»18. Ni que decir tiene que la figura de un Stein sexualmente impotente no puede resistir la comparación con la arrebatadora masculinidad de Pepe19.

Es usual en la novelística de Fernán Caballero que el personaje del pueblo vuelva al pueblo una vez consignada la imposibilidad de ajustarse a la vida cortesana. Así sucede por ejemplo en Clemencia (1852), cuya heroína homónima regresa a Villa-María por decisión propia a fin de unirse felizmente a Pablo. Caso muy distinto es el de Marisalada, cuya pérdida de voz suele identificarse justamente con una castración que le impide desarrollar su nueva identidad como mujer independiente. Así pues, ella recala en su aldea natal para hundirse definitivamente en el tedio y la mediocridad tras contraer segundas nupcias con un antiguo pretendiente, Ramón Pérez. Transcurridos cuatro años desde su caída en desgracia, el declive de Marisalada es más que notorio. Al hacer acto de presencia en la tienda de su marido, con un niño en brazos y «otro que la seguía llorando, agarrándose a sus enaguas», sorprende lo desaliñado de su aspecto: pálida, delgada, de mal talante, con «largos cabellos mal trenzados» que dejan ver unos «largos pendientes de oro», cubierta con un «pañolón de espumilla desteñido y viejo» y calzada con «zapatos de seda en chancletas»20. Las frecuentes pendencias con Ramón han exacerbado además su sensibilidad nerviosa, hasta el punto de hacer de ella una enferma crónica. Por si ello fuera poco, la dote de que disponía se la apropió el barbero para llevar a cabo reformas en su establecimiento. Ante tal cúmulo de infortunios, el grito de desaliento en que prorrumpe encierra el germen de una profunda frustración: «¿Quién me ha metido a mí en este villorrio, entre este hato de villanos?»21.

Este giro realista del epílogo, sin duda el aspecto más moderno de La Gaviota, impide que Marisalada pueda morir románticamente como una heroína trágica (privilegio sí concedido, por otra parte, a Pepe Vera y a Stein)22. Arrepentida seguramente de las simpatías que en ella despierta, Fernán la somete a un castigo más duro que el de la pérdida del amante y el cónyuge. Al no conformarse con el marido que le ha asignado la sociedad, Marisalada recibe su merecido en forma de un nuevo compañero cuyo trato no sólo le resulta indiferente, como el de Stein, sino repulsivo. Ello se justifica desde la insoluble contradicción de la escritora del XIX, escindida por un doble impulso de conformidad y desafío a los códigos vigentes. El descenso a los infiernos de Marisalada es inseparable, en suma, de su condición de mujer indomable, a mitad de camino entre la locura y la monstruosidad23.

Benito Pérez Galdós llega a la década de los noventa con un bagaje extraordinario como escritor realista que le permite aventurarse por sendas menos transitadas en la ficción española de su tiempo24. De dicha voluntad experimental participa Tristana (1892), afín en parte al canon realista pero que anticipa un posicionamiento ético y estético más propio del fin de siglo. La novela se inscribe también dentro de un debate sobre el naciente feminismo y la llamada «mujer nueva», que por aquel entonces estaba ocupando a destacados intelectuales de la época. Finalmente, la relación del escritor con Concha-Ruth Morell (de quien Tristana es presumiblemente trasunto) es otro factor que explica la génesis de esta obra a primera vista insólita.

La valoración de Tristana se ha enriquecido sobremanera gracias a la genial lectura cinematográfica de Luis Buñuel (1970), así como a la aportación de la teoría feminista. Ciñéndome a esta última, hay unanimidad en constatar el fracaso de Tristana en su afán de independencia y libertad. La actitud del autor implícito es más que problemática, sin embargo, oscilando entre un mensaje antifeminista (Jagoe), el reconocimiento de la imposibilidad de Tristana para triunfar en la sociedad de su época (Mayoral) o la indescifrable ambigüedad del texto (Condé)25. La lectura que propongo conecta con algunas directrices del pensamiento finisecular, en concreto la noción de voluntad (o falta de ella) de Schopenhauer. De este modo, el debate sobre el matrimonio se va a examinar más allá de la (por otra parte innegable) antagónica relación de la protagonista con una sociedad represiva encarnada por don Lope y, en grado menor, Horacio.

Rasgo decisivo en la caracterización inicial de Tristana es la pasividad con que se somete a los abusos de don Lope: «¡ella parecía tan resignada a ser petaca, y siempre petaca!»26. No es hasta los veintiún años cuando adquiere plena conciencia del ultraje de que ha sido objeto por parte de su tutor. A los veintidós, no obstante, se manifiesta en ella la voluntad de elevarse por encima de su prosaica existencia al lado de un viejo autoritario y arruinado: «iba cobrando aborrecimiento y repugnancia a la miserable vida que llevaba bajo el poder de don Lope Garrido»27. Sus anhelos de independencia van cuajando en la formulación del principio de la «libertad honrada»28 con el que pretende regir su vida a partir de aquel momento. La relación amorosa con Horacio no hace sino acuciar tal deseo. Disponiendo de un interlocutor que secunda sus iniciativas, Tristana va desmenuzando poco a poco sus ideas hasta hacer de ellas una especie de manual de conducta de la mujer liberada: trabajo digno29, convivencia con el hombre amado y abjuración del matrimonio30, renuncia a la maternidad o derecho a la custodia de los hijos caso de tenerlos31. A la vez que su mente florece espontáneamente con una plétora de nociones disolventes para su tiempo, Tristana no vacila en enfrentarse cara a cara con su tutor. Llega incluso a desobedecer las órdenes de éste de encerrarse entre las cuatro paredes del hogar para encontrarse todas las tardes con Horacio32.

Gracias al estímulo amoroso surge, pues, una Tristana vitalista y llena de voluntad, espíritu nada convencional en una sociedad fuertemente codificada en cuanto a las normas de comportamiento de la mujer. Su talento innato por la pintura y los idiomas va a la par con su entusiasmo por toda forma de saber: «Estudio a todas horas y devoro los temas. Perdona mi inmodestia; pero no puedo contenerme: soy un prodigio»33. Con la sinceridad por bandera34, Tristana comunica asimismo a Horacio la pérdida de su honra a fin de que éste no se llame a engaño al respecto de los lazos que la unen con don Lope. La conciencia de la marginación de su sexo asoma también en más de una ocasión, en especial en lo referente a cómo la deficiente educación de la mujer restringe el acceso de la misma al mundo laboral: «un poco de piano, el indispensable barniz de francés y que sé yo..., tonterías»35. Al estereotipo decimonónico del ángel del hogar opone ella la orgullosa proclamación de su falta de sentido doméstico: «es que sirvo, que podré servir para las cosas grandes; pero que decididamente no sirvo para las pequeñas»36. Las cartas que dirige a Horacio durante la ausencia de éste culminan la metamorfosis de la antigua petaca en un ser humano con voz y reflexión propias37.

La exacerbación del discurso feminista de Tristana y su aspiración a un ideal que ella misma califica de imposible «38 la van alejando paulatinamente de Horacio. La estancia del pintor en Villajoyosa es el detonante de un cambio decisivo en la relación de la pareja. Horacio va perdiendo corporeidad en la exaltada imaginación de la tullida, hasta convertirse en una entelequia dotada de atributos más divinos que humanos: «Enamorada de un hombre que no existe, porque si existiera, Saturna, sería Dios», comenta el avispado de don Lope39. A partir de la amputación de la pierna, Tristana se despreocupa por la gloria que perseguía tanto para ella como para Horacio. Muestra ahora «indiferencia del arte», y sus aptitudes se atrofian «por falta de fe»40. En su gradual ensimismamiento Tristana se va desentendiendo de Horacio para abrazar sucesivamente una serie de sucedáneos de una pasión amorosa a punto de extinguirse: la música primero41, después la religión42. Lejos de concluir en una nueva transformación de su ser, este proceso de interiorización la conduce a una rápida decadencia: «Representaba cuarenta años cuando apenas tenía veinticinco»43. De aquí a una inmersión completa en el ámbito doméstico no hay más que un paso, el del matrimonio impuesto por los otros y aceptado por ella con impasible resignación: «la casaron»44. Que a partir de aquel momento ejerza su pericia en la repostería representa un irónico desenlace para una heroína que, dispuesta en su momento a transformar su mundo, ha terminado por sucumbir a la inacción. Para regocijo de un don Lope contagiado del ideal burgués, Tristana vuelve a ser definitivamente petaca.

La falta de voluntad de que hace muestra nuestra heroína en la parte final de la novela afecta con no menor intensidad a su amante, si bien con resultados opuestos. A pesar de la temporada de libertinaje en Italia, donde va a «doctorar[se] de hombre»45, la personalidad de Horacio está condicionada por la espartana educación que recibió bajo la férula de su abuelo. La pretensión de éste no fue otra que la de hacer de su nieto un hombre práctico cuya existencia estuviera reglada en los principios del trabajo, el orden y la modestia46. En un principio las ansias de Horacio por alcanzar renombre en la pintura se fundamentan en una dedicación «con alma y vida al trabajo»47, mas su ambición se va diluyendo en consonancia con el enfriamiento de la pasión amorosa. Surgen así las primeras dudas acerca de la conveniencia de una unión permanente con Tristana: «por más que procuraba, haciendo trabajar furiosamente a la imaginación, figurarse el porvenir al lado de Tristana, no podía conseguirlo»48.

El alejamiento mutuo se hace evidente a partir de la marcha de Horacio a Villajoyosa, donde el contacto con la naturaleza sacude sus vagas ensoñaciones y lo devuelve a la realidad. Si bien desea aún casarse con Tristana, no es menos cierto que aspira a hacer de ella una aldeana, complemento ideal de su persona. El matrimonio tal como lo concibe Horacio cumpliría de este modo una función terapéutica, la de curar a la joven de «las locas efervescencias» que la turban y transfigurarla en «una feliz y robusta villana»49. Nada como el campo, piensa Horacio, para sanar de la fiebre de romanticismo trasnochado. Los goces que experimenta el joven en Villajoyosa no son ajenos tampoco a su acomodo de pequeño propietario rural, más aferrado cada vez a «las pequeñeces domésticas»50. Cuando Tristana se niega repetidamente a enterrarse en la aurea mediocritas de la vida rural al objeto de preservar el sueño de gloria artística que ambos compartían51, Horacio se desengaña al respecto de su porvenir con ella. No sólo ve con malos ojos el empeño de Tristana en aprender cosas nuevas, sino que llega incluso a dudar de su cordura: «empezó a creer que [Tristana] más padecía de la cabeza que de las extremidades»52. Tras un breve retorno a Madrid, Horacio se instala definitivamente en Villajoyosa para contraer matrimonio un año después con una lugareña53.

En conclusión, mi lectura de Tristana se basa en la carencia de voluntad que, según Schopenhauer, reduce a la persona a una vida futura en el Nirvana o reino de la inactividad. Si la derrota de la heroína es achacable al despotismo y la manipulación de don Lope (especialmente tras la amputación de la pierna), no por ello hay que olvidar la resignación con que Tristana se presta al juego. Estamos, pues, ante un proceso regresivo que rebaja las ansias de liberación de la mujer a la conformidad con su destino de ama de casa. La ironía de Galdós alude tanto a la omnipotencia del patriarcalismo burgués como a la desilusión romántica fruto de un idealismo que no acepta pactar con la realidad y termina sometido a los designios de ésta. En cuanto a Horacio, el abandono de una carrera en Madrid a cambio de la tranquila existencia de propietario rural no escapa tampoco a la sátira galdosiana. La disolución de su personalidad en contacto con la naturaleza anticipa al héroe abúlico de la novela modernista que van a encarnar, tan sólo una década más tarde, Antonio Azorín en La voluntad y Fernando Ossorio en Camino de perfección.

Al igual que Galdós, a partir de 1890 la novelística de Emilia Pardo Bazán se va desvinculando de la referencialidad del realismo al objeto de ensayar nuevas fórmulas. El influjo de los novelistas rusos y de Paul Bourget, junto a los logros de la psicología experimental, son decisivos a la hora de explicar el creciente interés de doña Emilia en la introspección de sus personajes54. Al mismo tiempo, su papel de abanderada de los derechos de la mujer se intensifica en esta última década del siglo. Producto de la simbiosis de psicología y feminismo es el denominado «ciclo de Adán y Eva», compuesto de las novelas Doña Milagros (1894) y Memorias de un solterón (1896). En dicho ciclo se ofrece al lector un abanico de diversas posibilidades de interacción entre los dos sexos. A pesar de la existencia de un narrador masculino en primera persona (Benicio Neira en un caso, Mauro Pareja en el otro), la intención feminista de la autora deja pocas dudas al respecto, en especial en Memorias de un solterón.

Desde el pionero artículo de Maryellen Bieder en 197655, la crítica ha venido insistiendo en que Memorias de un solterón constituye la respuesta pardobazaniana a Tristana. Dicha asunción se fundamenta en el deseo de emancipación que comparte Fe Neira, Feíta, con la protagonista de la novela homónima de Galdós. Con todo, la semejanza de ideales entre ambas oculta apenas las profundas diferencias que las separan, señal de que el objetivo de ambos autores diverge considerablemente. Si bien Tristana y Feíta terminan casándose después de haber abjurado repetidamente del matrimonio, el destino de una nada tiene que ver con el de la otra. Se produce, por tanto, una articulación distinta del tema de la voluntad que en el caso de Feíta se resuelve favorablemente en virtud de su indomable energía y el talante igualitario de Mauro Pareja, tan distinto del control a que don Lope y Horacio someten a Tristana.

En Doña Milagros asistimos a la génesis del personaje de Feíta, así como a la adscripción de los rasgos que configuran su carácter. En la primera mención de la hija de don Benicio se la define como «niña muy revoltosa y diabólica, extravagante, mimosa»56. El nombre que sus padres eligen para ella alude a «la primera de las virtudes teologales»57 y prefigura la que va a ser cualidad esencial de su temperamento, una fe inagotable en las posibilidades de llevar a cabo las iniciativas que se propone58. Su madurez y sentido de la responsabilidad se manifiestan por vez primera tras el nacimiento de las gemelas, cuando insiste en que la dejen vestir a una de las niñas59. En poco tiempo su padre la hace partícipe de la penuria que se cierne sobre la familia Neira60, siendo pronto la única conocedora de la gravedad de la situación61. Desesperado por su falta de autoridad, Benicio la pone al frente de «la administración de esta casa» para que ponga freno al despilfarro de sus hermanas mayores62. Esta temprana diligencia en los asuntos domésticos contrasta evidentemente con el nulo interés de Tristana en este tipo de menesteres.

Además de sus excelentes cualidades para el gobierno del hogar, Feíta es una muchacha «de viva sensibilidad»63 que llora más que ninguna otra persona la muerte de su madre y ama entrañablemente a su padre. Por otro lado, su metamorfosis de niña a mujer revela una precocidad inusitada que la dota asombrosamente para el estudio. De ahí arranca su promesa de ganarse la vida con su trabajo, aspecto que recuerda a Tristana: «Quiero estudiar, aprender, saber, y valerme el día de mañana sin necesitar de nadie. Yo no he de estar dependiendo de un hombre. Me lo ganaré, y me burlaré de todos ellos»64. Otros atributos de su persona, tales como su opinión en contra de la beatería65, el reconocimiento abierto de la belleza masculina66 o su «aspecto hombruno»67, hacen de ella una rara avis en la Marineda de su tiempo.

La evolución de Feíta en Memorias de un solterón no desmiente ninguna de las características hasta aquí presentadas, sino que les da aún mayor relevancia. Su intento de emanciparse a través del estudio es ya de dominio público, lo que exacerba el desprecio y la hostilidad del establishment masculino68. Mauro Pareja la juzga de loca, ridícula e insensata, lamentando que se haya transformado en una marisabidilla: «su malhadada afición a leer toda clase de libros, a aprender cosas raras, a estudiar a troche y moche»69. Su trabajo de institutriz le procura un sueldo, mas también la oportunidad de salir de casa y pasear sola por las calles de la ciudad. No ha variado tampoco su escepticismo hacia el matrimonio, sobre todo en vista del infausto enlace de su hermana Tula con un pintor de paredes70. El ejercicio de la libertad honrada, ideal al que Tristana no pudo nunca acceder, propicia asimismo la regeneración física de Feíta, quien aparece embellecida ante un sorprendido Mauro: «Feíta había ganado mucho, y para negarlo era preciso no tener ojos»71.

A diferencia de Doña Milagros, cuya trama gira en torno a las desastrosas consecuencias de un matrimonio en el que el marido carece de capacidad de mando, Memorias de un solterón trata de la unión entre dos personas iguales, Feíta y Mauro. En consecuencia, equiparar el desenlace de Feíta con el de Tristana como si se tratara de una capitulación no se ajusta al propósito de doña Emilia72. Igualmente hay que consignar que Mauro, a pesar de las pocas simpatías que despierta al principio, evoluciona en dirección inversa a la de Horacio. En vez de dejarse vencer por la inercia de su cómoda existencia, se afana por comprender lo valioso de la actitud de Feíta sin pretender que ésta se someta a sus gustos. Para llegar a tal armonía Mauro tiene que superar su aversión inicial a la joven y aceptar de buen grado la intrusión que ésta representa en su ordenada vida de celibato y soledad. Es indudable que el cambio de Mauro viene a raíz de un proceso casi inconsciente de enamoramiento, cuyos primeros síntomas son los celos al creer a Feíta prendada del joven Sobrado73.

Soltero empedernido por egoísmo más que por indiferencia al sexo femenino, Mauro logra al fin despojarse de sus recelos hacia la conducta de Feíta para abrazar la singularidad de ésta: «todo lo que en principio me pareció en Feíta reprobable y hasta risible y cómico, dio en figurárseme alto y sublime, merecedor de admiración y aplauso»74. Su condición de outsider ha facilitado en buena medida el acercamiento, arrogándose el papel de protector de las arriesgadas iniciativas de la muchacha. Al hacer esto tiene conciencia de estar rompiendo los tabúes de la sociedad bienpensante, para la cual el comportamiento de la hija de Benicio carece de justificación: «al estimarla, me ponía en pugna con todos y contra todos, sin el menor escrúpulo ni recelo»75. En última instancia, sin embargo, Mauro se deja guiar por la prudencia, sabedor de que el pulso de Feíta contra el mundo solamente se puede ganar a nivel personal mediante un matrimonio que los iguale a ambos «en condición y en derecho»76. Pese a que en un primer momento Feíta rechaza la propuesta de su pretendiente, las adversas circunstancias familiares van a hacer que reconsidere su opinión. Tras la muerte de Benicio y la bancarrota moral y económica de los Neira, Feíta y Mauro trabajan afanosamente una al lado del otro hasta conseguir poner a flote a toda la parentela: «asumimos la dictadura y agarramos el timón de aquella casa»77. Convencida de la necesidad de salvaguardar la honra de los Neira, Feíta desecha por inconveniente el plan de marcharse de Marineda en busca de oportunidades. Concede, pues, la mano a Mauro, retractándose de su ideal de soltería a fin de disponer de un marido que colabore con ella en su tarea regeneradora: «El Deber y la Familia (con mayúscula, amigo Mauro) han caído sobre mí... y ¡cuánto pesan! me declaro rendida... Necesito un Cirineo»78.

En Memorias de un solterón la resolución del conflicto llega por un acto de fe laica mediante el cual los protagonistas efectúan un giro positivo y real en su trayectoria vital. Es esta fe la que busca inútilmente Benicio a lo largo de toda su vida para que le imprima carácter; es esta fe la misma de la que carece el compañero Sobrado, cuando de la noche a la mañana sustituye la blusa de proletario por «un terno fino de paño inglés» de señorito79. En conclusión, esta voluntad compartida por Mauro y Feíta no se cifra tanto en un enfrentamiento abierto con el mundo, cuanto en la construcción de un ámbito de felicidad doméstica donde hombre y mujer cohabiten armoniosamente.

Marisalada, Tristana y Feíta ejemplifican tres visiones en torno a la cuestión de la mujer independiente en el siglo XIX. La pérdida de la voz de Marisalada y la amputación de la pierna de Tristana aluden simbólicamente a una castración que les impide realizar su ideal de liberación y las empuja a un rápido declive físico. A pesar de lo semejante de su desenlace, Fernán Caballero y Galdós encarnan una ideología distinta. Al confrontar en La Gaviota el dilema de toda escritora del XIX, Fernán Caballero ahoga la admiración que siente por su rebelde heroína infligiéndole un duro, y a todas luces desproporcionado, castigo. La actitud de Galdós en Tristana es más difícil de valorar, oscilando entre un rechazo del romanticismo postizo, la censura del poder patriarcal y una condena no menor de la pasividad con que Tristana y Horacio aceptan resignadamente su sino. En cuanto a Memorias de un solterón, Pardo Bazán pretende trascender el escepticismo del autor canario apelando a la iniciativa individual. Así pues, Feíta y Mauro se erigen en la contrapartida de Tristana y Horacio, asumiendo el derecho de la mujer y el hombre a gozar de un matrimonio en igualdad de condiciones. El esfuerzo de dos voluntades que trabajan al unísono para la consecución de un logro difiere así sobremanera de la indiferencia con que Horacio y Tristana renuncian a la posibilidad de una convivencia mutua.





 
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