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ArribaAbajoEstrategias discursivas y emergencia de la identidad criolla

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ArribaAbajoOrden dogmático y marginalidad en la «Carta de Monterrey» de sor Juana Inés de la Cruz

La gran obra de Poder consiste en hacerse amar.


Pierre Legendre                


Las angustiosas razones de su corazón quiere [Sor Juana] devolvérnoslas ordenadas como silogismos.


Mariano Picón Salas                


La «Carta de Monterrey», escrita por sor Juana Inés de la Cruz alrededor de 1681 y descubierta en la Biblioteca del Seminario Arquidocesano de Monterrey en 1980, se ha revelado ya como uno los textos más valiosos y elocuentes del Barroco virreinal. En diálogo epistolar con su confesor, el jesuita Antonio Núñez de Miranda, una de las figuras de importancia en la vida de la monja mexicana, la «Décima Musa» documenta a través de una escritura tensa, arrebatada a veces, muchas de las facetas que tiempo después elaborará, con mayor mesura, en la carta Respuesta a sor Filotea de la Cruz. En efecto, la «Carta de Monterrey» surge de la circunstancia concreta de la represión intelectual y la censura impuestas por la España imperial, contrarreformista, en las colonias del Nuevo Mundo. En ella sor Juana se sitúa, sirviéndose de la retórica barroca, en el cruce de caminos formado por el saber escolástico y la literatura profana, el ambiente cortesano y el medio conventual, el dogmatismo y los albores del pensamiento racionalista moderno. Pero a esa coyuntura cultural e ideológica tan visible en los centros metropolitanos de la época, se agrega a través de la pluma de sor Juana la perspectiva   —66→   otorgada por su posición periférica. En efecto, en la monja habla no solamente la mujer y el intelectual marginado de la Colonia sino además el letrado criollo, que comenzaba a percibirse como parte de un sector social específico, dentro de una sociedad diferenciada de la europea en múltiples sentidos. Por eso, aunque la «Carta de Monterrey» ilumina la circunstancia personal de sor Juana (dando antecedentes de su relación con Antonio Núñez, refiriéndose a las ocasiones que motivaron algunas de sus composiciones literarias más conocidas o a detalles relacionados con su ingreso a la orden religiosa) su texto aparece principalmente como un manifiesto que remite a una doble vertiente: por un lado, la de su individualidad amenazada; por otro lado, la que vincula el pensamiento crítico de sor Juana con la sociedad de la época conduciendo así, de un modo aún más general, al cuestionamiento del orden dogmático. A través de los treinta y siete apartados en que ha sido ordenado por el editor el texto de Monterrey, el Yo es el centro de un conflicto que tiene su origen en la creatividad poética de la monja y la fama controversial que ésta le ha aparejado. Pero al debatir este punto, la reflexión y la argumentación recaen sobre la situación de la mujer dentro de las instituciones religiosas, su relación con la cultura y la sociedad novohispanas, el problema del «honor» femenino, el derecho a la privacidad y al enriquecimiento espiritual, la censura y el libre albedrío. En efecto, el texto va expandiendo su acción cuestionadora desde el sujeto hacia sus condiciones de existencia, desde su coyuntura histórico-ideológica hacia el sistema político-económico que la ha condicionado. Puede afirmarse que es a través de la escritura airada de esta carta que se expresa, como en ningún otro documento de la época, una de las aristas más sutiles de la sociedad novohispana hacia fines del siglo XVII: la que anuncia la crisis de legitimación de un sistema hegemónico que empieza a vacilar ante los avances de la emergente conciencia criolla55. El propósito de este trabajo es proponer   —67→   una lectura de la «Carta de Monterrey» con relación a dos problemas esenciales que se sitúan en los orígenes del desarrollo histórico-social hispanoamericano: el problema del poder y el de la marginalidad. Mientras que el ejercicio del poder se vincula en el sistema colonial al afianzamiento de la hegemonía imperial y a la praxis del adoctrinamiento dogmático, la cuestión de la marginalidad nos remite más bien a la estrategia de desplazamiento de sectores sociales que, siendo dependientes de los centros de poder político y religioso, van adquiriendo progresivamente una identidad diferenciada dentro de la totalidad social. La «Carta de Monterrey» nos enfrenta a esos dos polos que determinan la estructura político-social del virreinato, poniendo en juego una serie de estrategias retóricas que hacen del texto un ejemplar discurso de ruptura y, a la vez, una pieza fundacional en el desarrollo del pensamiento hispanoamericano.

Distanciada en más de tres siglos del momento de su producción, la «Carta de Monterrey» -llamada también por Aureliano Tapia Méndez, su descubridor, Autodefensa espiritual- aparece así, por todos los rasgos arriba señalados, como prototexto de la célebre carta Respuesta a sor Filotea de la Cruz a la cual precede en aproximadamente diez años56.

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En tanto «momentos del mismo conflicto», como señalara Octavio Paz57, y a partir de una continuidad temática y estilística de fácil verificación, ambos textos remiten al ámbito del Poder tal como éste se formaliza -como red económica, política y cultural, pero también como espacio simbólico- en la realidad social de la Colonia58. Las dos cartas de sor Juana pueden leerse, entonces, como «discurso epistolar», en el cual se formalizan las funciones de emisor, destinatario y mensaje (o «contenido comunicativo») de acuerdo a una retórica estrechamente vinculada a los condicionantes ideológicos de la Colonia y al juego de máscaras instalado por la sociedad barroca.

Encabalgado entre lo sagrado y lo profano, entre el ser público y la interioridad, entre lo mundano y temporal y lo eterno y canónico,   —69→   el texto epistolar de Monterrey establece un juego oximorónico desde el cual se revela, en el seno de la compleja sociedad novohispana, una semántica de la represión. Por esa definición contra-hegemónica, la «Carta de Monterrey» es uno de los textos claves a través de los cuales empiezan a plasmarse la autodefensa y la autoafirmación criollas, primeros pasos hacia la consolidación de las identidades nacionales.

Combinando los rasgos intimistas de la confesión, el dato autobiográfico, la acusación y la doctrina, el gesto escritural va diseñando como destinatario del texto epistolar una imagen del Otro (padre, hombre, confesor, obispo, inquisidor) como contrapartida de un Yo ideal que expresa su conflicto y se autopropone como descifrador de discursos y productor de un texto-espejo en el que se revela el rostro contradictorio y agrietado de la sociedad colonial, en una etapa crítica de su dominación.

El texto de Monterrey está dirigido al sacerdote Antonio Núñez de Miranda, de la Compañía de Jesús, confesor de sor Juana y calificador de la Inquisición. En él la monja mexicana responde, alternando la queja, el reclamo, la justificación, a la censura de que es objeto por sus actividades intelectuales. Es obvio, sin embargo, que las identidades son apenas las máscaras biográficas tras las cuales los individuos -dramatis personae del conflicto epocal- amparan su representatividad59. Los linajes, funciones sociales e investiduras de   —70→   cada uno de ellos trascienden la particularidad de las historias personales que los textos de sor Juana iluminan, también, en detalle. Pero es al desmontaje del mecanismo autoritario y a la deconstrucción de sus principios de legitimación que el texto se encamina esencialmente60.

Es en este sentido que la «Carta de Monterrey» representa, hoy por hoy, un eslabón imprescindible en la cadena discursiva que va marcando en Hispanoamérica la transición del dogmatismo al libre albedrío, de la fe a la razón, del determinismo a la voluntad, y abonando el terreno en que echará raíces el pensamiento iluminista61.

Pero la impugnación del orden dogmático que esta carta plantea, en un tono más airado y beligerante que el utilizado hacia «sor Filotea», en 1691, no se opera de manera lineal. La cultura disciplinaria y ritualizada del Barroco impone al texto las cortapisas de la censura; el principio de autoridad es alternativamente afirmado y desafiado; la práctica escritural se define, en fin, desde la perspectiva enunciativa asumida por sor Juana como emisora del texto epistolar, como un instrumento de autoafirmación y cuestionamiento social. La carta se presenta así, a partir de su innegable circunstancialidad, como una forma vicaria de representación del Yo en sus formas incipientes de conciencia social.

Surgen así una serie de interrogantes con respecto al alcance ideológico y a las alternativas compositivas del texto de Monterrey, que se hacen extensivas, en muchos puntos, a la «Carta Respuesta»: ¿cómo se ubica el texto con respecto a la dialéctica hegemonía/marginalidad, que sin duda subyace en la revuelta sociedad novohispana?   —71→   ¿Qué representación del Poder corresponde a este proceso de impugnación del canon y de los valores que ese canon institucionaliza? ¿Cuáles son los asientos desde los que se afirma la perspectiva enunciativa? ¿Cuáles los mecanismos de interpelación y descargo que se ponen en práctica para asediar el amurallado discurso escolástico?

El texto de la carta se organiza a partir de una serie de estrategias oblicuas aplicadas al menos a tres niveles discernibles: el nivel del hablante o emisor epistolar (abarcando todo lo relativo a sus funciones y ubicación dentro del texto), el nivel que remite a la formalización del interlocutor epistolar, y el que corresponde a la definición misma del cuerpo textual de la carta, situada en el centro de una polémica de amplias repercusiones ideológicas62.

Conviene detenerse en cada uno de estos aspectos, entendidos como niveles interdependientes en el proceso de producción de significados.


Construcción del hablante epistolar: retórica de la marginalidad

El hablante del texto de Monterrey -como luego el de la «Carta Respuesta»- se propone como sujeto del discurso epistolar desde una posición triplemente marginal desde la cual el texto ejecuta sus funciones básicas de impugnación y autodefensa. En efecto, sor Juana asienta su conflicto en su condición de mujer, intelectual y subalterna de la jerarquía eclesiástica novohispana, y es desde esta dudosa palestra que impugna la unicidad masculina y dogmática del discurso ortodoxo y las bases del sistema al cual ese discurso legitima.

Su cuestionamiento se apoya en varios puntos: crítica a la sociedad compartimentada, cuestionamiento del criterio de productividad,   —72→   por el cual la sociedad solamente contempla a aquellos de sus miembros que le prestaran utilidad, y explicitación del mecanismo de reproducción ideológica de los valores dominantes.

Mis estudios, no han sido en daño, ni perjuicio de nadie, mayormente habiendo sido tan sumamente privados, que no me he valido ni aun de la dirección de un maestro, sino que a secas, me lo he habido conmigo y mi trabajo, que no ignoro que el cursar públicamente las escuelas no fuera decente a la honestidad de una mujer, por la ocasionada familiaridad con los hombres, y que esta sería la razón de publicar los estudios públicos; y el no disputarles lugar señalado para ellos, será porque como no las ha menester la República para el gobierno de los magistrados (de que por la misma razón de honestidad están excluidas) no cuida de lo que no les ha de servir63.



La escritura marginal se nutre así de la experiencia social en diversos niveles que confluyen hacia la constitución del Yo sobrecondicionado por una específica coyuntura social, cultural y política. Pero no es esta múltiple posición del emisor, que determina al texto estructural e ideológicamente, el único recurso que permite diversificar los frentes ofensivos de la que fuera llamada Autodefensa espiritual.

También desde el punto de vista de las funciones discursivas el emisor asume diversas posiciones dramatizando alternativamente los papeles de víctima, fiscal y defensor que sirven a la formalización del procedimiento judicial que, hasta en su instancia final -absolución o sentencia- remite a la dialéctica hegemonía/subalternidad y a la estructura de poder que las engloba64.

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El emisor del texto de Monterrey, como centro de una controversia que apunta a la vez hacia varios niveles de la organización social novohispana, expone así, en una dinámica de réplicas y contrarréplicas, la liturgia del giro de la palabra como representación discursiva de un proceso en un imaginario tribunal65.

No es este emisor o «hablante», sin embargo, el único que se desdobla a través de este procedimiento. El interlocutor (confesor, sacerdote, juez, padre, inquisidor) es el rostro visible del Poder, el enlace final de la cadena simbólica en la que Palabra, Ley, Verdad, son las bases desde las que se ejerce la «ciencia del perdón»66. Sólo que el texto de sor Juana subvierte el ritual de la confesión sustituyéndolo por el texto epistolar que deja al descubierto las máscaras que encubren las funciones sociales que corresponden al juego del culpable y el pastor67.

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De manera provisional, la estrategia epistolar dispone simétricamente, en un mismo nivel, al emisor y al destinatario del discurso, como polos del sistema comunicativo. El ejercicio de la retórica alternativamente cancela y restituye jerarquías, suspende y reinstaura derechos individuales y competencias institucionales. En el juego escritura el Otro es accesible: hacia él se dirigen los cuestionamientos y las maniobras persuasivas; es transitoriamente vulnerable, puede ser derrotado a través de la lógica. Pero el nivel retórico del texto no es un epifenómeno discursivo, ni es explicable solamente de acuerdo a la casuística textual. Es la actualización de una serie de procedimientos que se adaptan a las necesidades expresivas, individuales y epocales a que el texto responde. La coherencia lógica y los recursos argumentativos de la carta compensan y rearticulan la fraccionada personalidad social de la autora, su vivencia de las múltiples formas de alienación y marginalidad, a través de una escritura en el interior de la cual ella controla las fuerzas ideológicas en pugna.

La postura del hablante, que de acuerdo al juego discursivo podría definirse como de un narcisismo logocéntrico, arraiga ideológicamente en el cartesianismo: el yo es el punto de partida para una recuperación posible de la realidad, la conciencia aparece como representable y el Cogito es, en fin, el apoyo desde el cual se afirma la existencia social68.

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De manera que si, por un lado, el juego autobiográfico y confesional propone el Yo como objeto y lo distancia objetivando su conflicto a través de la escritura, por otro lado, ese protagonismo es trascendido ideológicamente: el Yo es producido como sujeto de una determinada dinámica epocal, es decir como agente social que se afirma en la conciencia de sus condicionamientos históricos.




Modelación textual del destinatario

Como contrapartida de lo anterior, el segundo nivel (aquel en que se ubica al interlocutor) corresponde a la imagen del Otro, representante del Poder, intérprete de textos e intermediario entre el sujeto y el orden dogmático. El receptor marcado del discurso es aquí aquel en quien circunstancialmente se fija el juego de convenciones capaz de conferir al Yo el lugar del culpable, administrando la absolución o la condena.

La estrategia principal es, sin embargo, en este nivel de construcción discursiva del receptor marcado al interior del texto, la de subvertir el pacto social que adjudica a cada individuo, junto con su función y, jerarquía, una carga simbólica, una segunda naturaleza que opera como máscara que revela y esconde a la vez su significado ideológico.

El recurso concreto es la inversión, por la cual el hablante intercambia posiciones con el interlocutor, lo pone en su lugar y asume, discursivamente, el suyo, utilizando preguntas retóricas y planteamientos hipotéticos tendientes a construir una situación discursiva cerrada, en la cual se fortalece la posición del yo por fraccionamiento y desgaste de la imagen del Otro. Refiriéndose a la composición que le fuera solicitada por jerarcas de la sociedad virreinal, en nombre del arzobispo y con aprobación del Cabildo, en ocasión de la llegada a México del conde de Paredes, marqués de la Laguna, sor Juana expresa:

Ahora quisiera yo que Vuestra Reverencia con su clarísimo juicio, se pusiera en mi lugar, y consultara, ¿qué respondiera en este lance?   —76→   ¿Respondería que no podía? Era mentira. ¿Que no quería? Era inobediencia. ¿Que no sabía? Ellos no pedían más que hasta donde supiese. ¿Que estaba mal votado? Era sobredescarado atrevimiento, villano, y grosero desagradecimiento a quien me honraba con el concepto de pensar que sabía hacer una mujer ignorante, lo que tan lucidos ingenios solicitaban. Luego no pude hacer otra cosa que obedecer69.



A ese mismo objetivo retórico corresponde también el cuestionamiento de la representatividad del interlocutor, según un procedimiento de argumentación ad hominem, de efecto obviamente reductivo, reforzado por imágenes de espacialización:

Y así le suplico a Vuestra Reverencia que si no gusta, ni es ya servido favorecerme (que eso es voluntario) no se acuerde de mí, que aunque sentiré tanta pérdida mucho, nunca podré quejarme, que Dios que me crió, y redimió, y que usa conmigo tantas misericordias, proveerá con remedio para mi alma, que espero en su bondad, no se perderá, aunque le falte la dirección de Vuestra Reverencia, que del cielo hacen muchas llaves, y no se estrecha a un solo dictamen, sino que hay en él infinidad de mansiones para diversos genios, y en el mundo, hay muchos teólogos, y cuando faltaran, en querer, más que en saber, consiste el salvarse, y esto más estará en mí, que en el confesor70.

¿Qué precisión hay en que esta salvación mía sea por medio de Vuestra Reverencia? ¿No podrá ser por otro? ¿Restringiose, y limitose la misericordia de Dios a un hombre, aunque sea tan discreto, tan docto y tan santo como Vuestra Reverencia?71



Sor Juana discute los rasgos de un poder personalizado, que se extralimita en sus atribuciones reduciendo las reglas generales de la ortodoxia a un dictamen individualizado y arbitrario. Con frecuencia llega a extremar el procedimiento de contraposición, enfrentando la opinión o voluntad del confesor a la voluntad divina, para   —77→   desautorizar sus posiciones y evidenciar la improcedencia de sus críticas, como cuando alude a los «negros versos, de que el cielo tan contra la voluntad de Vuestra Reverencia me dotó»72.

La ironía y la trivialización son otros de los recursos utilizados con mayor frecuencia, intentando una reducción al absurdo de los argumentos del contrario, en secuencias discursivas de marcada agresividad:

¿Por qué ha de ser malo que el rato que yo había de estar en una reja hablando disparates, o en una celda murmurando cuanto pasa fuera, y dentro de casa, o pelear con otra, o riñendo a la triste sirviente, o vagando por todo el mundo con el pensamiento, lo gastara en estudiar?73

[...]

Tócale a Vuestra Reverencia mi corrección por alguna razón de obligación, de parentesco, crianza, prelacía, o tal que cosa?74



La imagen del interlocutor se construye así a través de procedimientos de avance y retroceso, concediendo y relativizando el principio de autoridad, pasando sucesivamente de la autojustificación al cuestionamiento.

Esta dinámica marca, de hecho, la totalidad discursiva, y puede ser identificada en sintagmas nominales, adjetivales o verbales, en que las oposiciones (tácitas o expresas) funcionan como apoyo formal en el proceso de producción de significados.

A partir del par básico hegemonía/marginalidad se derivan textualmente muchos otros, que sirven para definir el nivel temático (literatura sagrada/literatura profana; cristiandad/gentilidad; santidad/herejía; vanidad/modestia; sabiduría/ignorancia), para caracterizar la circunstancia concreta que da lugar a la carta (favores/reproches; agasajos/vituperios; iracundia/paciencia) o que se aplica, de manera más amplia, a la sociedad virreinal (mujeres/hombres; represión/tolerancia; vida privada/vida pública; institución/individuo).   —78→   En otros casos los pares remiten de modo más general a la cultura del Barroco (ser/parecer; fe/razón; dogmatismo/albedrío) o a la práctica represiva (pecado/virtud; persuadir/mandar; salvación/condena).

El sistema de opuestos puede extenderse a muchos otros aspectos del texto y es verificable también, obviamente, en la «Carta Respuesta». El efecto de tensión ideológica que deriva de esta práctica metaforiza la situación conflictiva de base y llama la atención sobre las condiciones reales en que esa situación se originó, a saber, la imposición autoritaria de un sistema canónico excluyente que sofoca y condena cualquier otra manifestación discursiva que tienda a relativizar su hegemonía. Es en reconocimiento a ese tenso fragmentarismo que el hablante epistolar opta por fórmulas totalizadoras: propone la continuidad del saber sagrado y profano, la utilización de la razón como fortalecedora de la fe, el reconocimiento de la paridad intelectual de la mujer, la conciliación de ortodoxia y albedrío.




Discursos convergentes: hegemonía y subalternidad

El sistema binario a partir del cual se encuentra ideológicamente articulada la «Carta de Monterrey» alcanza también al que se mencionara como tercer nivel de construcción del texto: el que tiene que ver con la ubicación de éste en tanto centro de entrecruzamiento de corrientes culturales, de diferente carga ideológica.

En efecto, en el texto se alude a varias vertientes discursivas en conflicto, que podríamos identificar, siguiendo una ordenación jerárquica, de la siguiente manera:

  1. El discurso teológico ortodoxo, que representa el canon hegemónico.
  2. El corpus de la literatura profana, disciplinas científicas, etcétera.
  3. El conjunto de textos literarios o «de circunstancias» producidos por sor Juana espontáneamente o solicitados a ella para acontecimientos sociales o ceremonias públicas. —79→
  4. El texto epistolar como espacio intermedio que cataliza y ordena la controversia textual. Dentro de él es posible identificar: a) la línea argumentativa que representa a sor Juana como emisor del texto y, en relación con este eje organizador del texto, b) la línea que corresponde al interlocutor, aludido o citado de manera indirecta.

Conviene retomar sucintamente cada una de esas vertientes.

I. Por un lado, la epístola está escrita a contraluz del discurso ortodoxo, aunque las referencias al mismo son escasas, selectivas, y utilizadas en un estilo contraargumentativo:

¿Las letras estorban, sino que antes ayudan a la salvación? ¿No se salvó san Agustín, san Ambrosio, y todos los demás santos doctores? ¿Vuestra Reverencia, cargado de tantas letras, no piensa salvarse?75

[...]

Y si me responde que en los hombres milita otra razón, digo: ¿No estudió santa Catalina, santa Gertrudes, mi madre santa Paula sin estorbarle a su alta contemplación, ni a la fatiga de sus fundaciones, el saber hasta griego?76



Por así decirlo, el pensamiento escolástico está (como la idea final que legitima) poco visible pero omnipresente, y sobredetermina la relación con otras formas discursivas subalternas.

Los textos sagrados (las Escrituras, la patrística y, en su totalidad, el sistema doctrinal de la escolástica) son aceptados como cuerpo canónico, el texto por excelencia en que el libro es «objeto monumental y signo de legitimidad, lugar físico de la Palabra conservada»77.

Institucionalizado e inapelable, el discurso ortodoxo se defiende por intermediarios y por símbolos, y es en este nivel superior que se legitiman las modalidades represivas que aseguran el mantenimiento del orden dogmático. Es a través de las disposiciones de la   —80→   ortodoxia que se regula, por ejemplo, la dinámica de crimen y castigo por medio del mecanismo general de la censura, que establece la penitencia o la condena como una «pena medicinal» fundamentada en la utopía de la salvación y el amor al Poder. Se enfrentan así, definitivamente, la Palabra contra la palabra, el discurso de la Escuela y el discurso del sujeto78.

II. En segundo lugar, el corpus de la literatura profana aparece como espacio humanístico que encuentra en el terreno de la ética y en el de la conducta su diálogo con el espíritu cristiano:

Porque, ¿qué cristiano no se corre de ser iracundo a vista de la paciencia de un Sócrates gentil? ¿Quién podrá ser ambicioso, a vista de la modestia de Diógenes Cínico? ¿Quién no alaba a Dios en la inteligencia de Aristóteles? Y en fin, ¿qué católico no se confunde si contempla la suma de virtudes morales en todos los filósofos gentiles?79



La carta Respuesta agregará argumentos en contra de la compartimentación disciplinaria y a favor de la investigación y la ciencia como complementarias del saber teológico e instrumentos para el fortalecimiento de la fe. La carta Respuesta aumentará también el catastro libresco que la monja convoca en su apoyo.

III. En tercer lugar el texto de Monterrey alude repetidas veces a la propia producción sorjuanina como parte de un corpus circunstancial, no consagrado, de literatura social o cortesana, que opera como causa ocasional de la defensa. «La materia, pues, de este enojo de Vuestra Reverencia (muy amado Padre y Señor mío) no ha sido otra que la de estos negros versos de que el cielo tan contra la voluntad de Vuestra Reverencia me dotó»80.

Hay alusiones concretas a villancicos compuestos y cantados en ceremonias religiosas hacia 1676, loas en celebración de los años   —81→   del rey Carlos II y a la «Explicación suscinta» del Neptuno Alegórico, escrito a pedido del Cabildo de la Catedral de México en ocasión de la entrada a esa ciudad del conde de Paredes. Pero lo que principalmente plantea la alusión a esta vertiente discursiva es el conflicto entre la esfera pública y la privada, cuyas mutuas interferencias alude el texto en múltiples ocasiones. Solicitada, autorizada o censurada, asumida a través de la firma o anónima, la producción literaria personal introduce al problema de la vulnerabilidad del corpus de la cultura profana frente al orden dogmático, asociado a la práctica de marginación de la mujer.

Pero los privados y particulares estudios, ¿quién los ha prohibido a las mujeres? ¿No tienen alma racional como los hombres? Pues, ¿por qué no gozará el privilegio de la ilustración de las letras con ellos? ¿No es capaz de tanta gracia y gloria de Dios como la suya? Pues, ¿por qué no será capaz de tantas noticias, y ciencias, que es menos? ¿Qué revelación divina, qué determinación de la Iglesia, qué dictamen de la razón, hizo para nosotras tan severa ley?81



La defensa de este cuerpo textual implica finalmente la problemática del placer (delectatio) y de la vanidad frente a la austeridad del voto eclesiástico. Sor Juana alude constantemente a su «natural repugnancia» por la creación, y a los efectos de la envidia y la censura, que transforman el aplauso en «tan extraño género de martirio» o en «pungentes espinas de persecución», introduciendo el tema de la autocensura como resultante de la represión generalizada: «¿Qué más castigo me quiere Vuestra Reverencia que el que entre los mismos aplausos que tanto se duelen tengo? ¿De qué envidia no soy blanco? ¿De qué mala intención no soy objeto? ¿Qué acción hago sin temor? ¿Qué palabra digo sin recelo?82

IV. En cuarto lugar se puede mencionar el texto epistolar (confesional, autobiográfico) como desprendimiento de la forma discursiva anterior.

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a) Propuesto más como interpelación que como autodefensa, la escritura epistolar es, como ya se ha visto, un instrumento de legitimación, de ofensiva ideológica y desmontaje del discurso hegemónico. Quizá lo más notorio sea, en este nivel, la tensión existente entre la fuerza emocional del texto y su extremada -y por momentos contradictoria- racionalidad: «las angustiosas razones de su corazón [sor Juana] quiere devolvérnoslas ordenadas como silogismos»83.

La importancia de la palabra, que salva o que condena, siguiendo la dinámica binaria, se expresa reiteradamente a lo largo del texto, por la recurrencia a verbos que sugieren acciones realizadas a través de la actividad verbal (prometer, aceptar, reprochar, reprender, fiscalizar, objetar, redargüir) aunque en el texto no formen parte, necesariamente, de enunciados performativos. En cualquier caso, la semántica de esas expresiones incluye una pragmática potencial: la posibilidad de que el lenguaje opere en su capacidad represiva, o, contrariamente, como un ejercicio liberador, de autolegitimación y afirmación individual. Es en este segundo sentido que el texto de la carta se propone al lector. Pero al mismo tiempo ella registra las sutiles maniobras represivas del sistema, que estrecha el círculo de la censura penetrando en la esfera privada, en las zonas que tocan a la identidad personal, en defensa de una sociedad jerárquica y compartimentada. Sor Juana denuncia «prolija y pesada persecución, no por más de porque dicen que parecía letra de hombre, y que no era decente, conque me obligaron a malearla adrede, y de esto toda esta comunidad es testigo [...]»84.

La letra como unidad mínima del texto, la grafía como la forma de expresión individual más directa e inalienable, la práctica escritural como reducto final a partir del cual el ser social se reconoce como sujeto participante dentro de la dinámica disciplinaria del sistema: sor Juana lo cita como evidencia extrema del avasallamiento de que es objeto toda praxis social no alineada en los principios dominantes y que transgrede su marginalidad amenazando la hegemonía del sistema, esencialmente masculino, exclusivista, inquisitorial.

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Los efectos enajenantes de la práctica represiva se inscriben dentro de la lógica de reproducción ideológica verticalizada que caracteriza a la sociedad virreinal; la extensión de esos efectos a otras zonas de la cotidianidad novohispana es una de las tantas sugerencias que el texto de Monterrey, por razones obvias, no desarrolla.

b) Finalmente, la carta de sor Juana está armada como texto reactivo y espontáneo en respuesta a las opiniones y comentarios de su confesor con respecto a la actividad creativa de aquélla. Sin embargo, la línea argumentativa del jesuita no llega a nosotros sino a través de la interpretación del hablante epistolar, que a su vez invoca a otros informantes que actúan como voces anónimas mediatizando el discurso originario atribuido a Antonio Núñez. Así se abre la «Carta de Monterrey»:

Aunque ha mucho tiempos (sic) que varias personas me han informado de que soy la única reprensible en las conversaciones de Vuestra Reverencia fiscalizando mis acciones con tan agria ponderación como llegarlas a escándalo público y otros epítetos no menos horrorosos [...]85.



La carta de sor Juana se inscribe así dentro de un espacio dialógico complejo, en que el perfil del interlocutor se subsume en una multiplicidad de versiones convergentes que, lejos de desdibujar su pensamiento, lo articulan.

La situación discursiva es obviamente diversa a la de la carta Respuesta, en que se contestaba concretamente a los conceptos expresados por el obispo de Puebla, Manuel Fernández de Santa Cruz en el escrito suyo que acompañó a la publicación de la Carta Atenagórica. En el caso de la «Carta de Monterrey» se adjudica al destinatario de ésta la titularidad de una serie de conceptos anonimizados por la transmisión oral y espontánea, y convertidos, por ende, en patrimonio colectivo.

Las múltiples versiones a propósito de las posiciones del interlocutor constituyen así una corriente de opinión a la que se opone el   —84→   texto de la carta como cuerpo que asume, sistematiza y contrarresta esa corriente.

El discurso del receptor tiene así el estatus de discurso referido o aludido a través de los filtros de la interpretación. La personalización del receptor es entonces casi convencional: Antonio Núñez es producido por el texto de Monterrey como sujeto social que centraliza circunstancialmente una batalla discursiva, y a su línea argumentativa se aplica también, como a las otras vertientes mencionadas, el ejercicio hermenéutico. Sólo en dos casos hay una recuperación formal de sus palabras, a través del discurso indirecto: en la calificación de «escándalo público», que Núñez habría dado a la actividad creativa de sor Juana (citado más arriba) y en la alusión a la mención que Núñez habría hecho de la alternativa matrimonial para sor Juana: «Pues, ¿por qué es esta pesadumbre de Vuestra Reverencia y el decir que a saber que yo había de hacer versos, no me hubiera entrado religiosa, sino, casádome86.

Ambos aparecen subrayados en la versión del amanuense, obviamente respondiendo a la correspondiente indicación del original. Quizá no sea casual que estas dos alusiones que se incluyen para recuperar del modo más concreto posible las acusaciones de Antonio Núñez se centren en las repercusiones públicas de las actividades de sor Juana y en las decisiones que tienen que ver con su vida privada, como polos de una ecuación irresuelta.

El texto de Monterrey logra deslindar esas esferas dejando al descubierto las tensiones entre ambas, y su efecto desestabilizador. El objetivo retórico principal es aislar el discurso del poder a través de sucesivos deslindes en la argumentación que conducen, por un procedimiento reductivo, de lo doctrinario a lo normativo, del espíritu cifrado de la revelación a la implementación disciplinaria institucionalizada, del nivel ortodoxo y doctrinal al subjetivo y contingente del juicio individual.

Eficaz en su mecánica reductiva, el texto de Monterrey impugna el ejercicio de la función sacerdotal vulgarizada por el subjetivismo que termina degradando las nociones de culpa y de castigo, de virtud y pecado.

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En resumen, es obvio que, al menos en una primera instancia, el texto de sor Juana quiere convencer, y para eso cita una serie de hechos que confirman la inconsistencia del sistema y reducen al absurdo los argumentos dados en su contra. Esos hechos constituyen «la verdad», y se fijan en relación con una «realidad» extratextual. Pero al mismo tiempo, como parte de una pugna textual, sus fundamentos se articulan en una retórica que los presenta como verosímiles dentro de su horizonte sociocultural, en el sentido que Platón recordaba amargamente al indicar que «en los juicios, de hecho, no importa tanto decir la verdad como persuadir, y la persuasión depende de la verosimilitud»87.

Pero en una segunda instancia, el texto obviamente trasciende esa primaria intencionalidad persuasiva y se constituye en documento desconstructor e interpelativo que devela la mecánica del poder y su ejercicio megalomaníaco.

La carta fija como centro polémico la derivación del poder hacia la autoridad, y la problemática de la regulación. El dictamen rationis, la actualización de la norma, la aplicación del canon, aparecen así como operaciones legitimadoras de un sistema coercitivo y victimizador. El confesor convertido en intérprete descifrador de textos, juez, censor -también difamador, profanador- modela, en un juego dialéctico, la perspectiva enunciativa (/denunciativa) del hablante que opone la individualidad al ser corporativo, abriendo paso a nuevas formas de conciencia social.

Así, sería pueril adjudicar al texto de sor Juana una dirección meramente polémica o defensiva, dedicada a la exaltación del protagonismo intelectual de su autora en el cerrado círculo de la sociedad novohispana. La «Carta de Monterrey» posee una cualidad expansiva que va desde el hablante epistolar hacia el grupo social en que se incluye, desde la producción del receptor hacia el sistema por él representado. Es con atención a esas ondas concéntricas de expansión ideológica que el texto debe ser leído y evaluado, como documento de época que registra, a través de las estrategias indirectas del texto censurado, el nivel de conciencia posible en el ser social que lo produce.

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El texto de Monterrey surge del cuerpo místico del estado imperial y veladamente contra él se dirige, señalando las líneas de fracción ocultas en un mundo que Pal Kelemen caracterizara como «de contrastes extremos, de magnificencia arrogante y miseria sin esperanza, de indulgencia carnal y ascetismo estático»88. Pero la dialéctica hegemonía/subalternidad trasciende también los límites de esa contingencia epocal. Bajo otras estructuras de poder se continúa aun hoy la marginación de los discursos no dominantes, y se reproducen los argumentos en favor de la persecución de los herejes.





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