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Un modelo de santidad alegre: Feijoo y Boneta

Inmaculada Urzainqui


Universidad de Oviedo



No descubro nada nuevo si recuerdo que la risa, la capacidad consustancialmente humana de la risa, viene siendo objeto de análisis y reflexión desde antiguo y que hay ya mucho escrito sobre ella; en España, como en la Europa humanista, particularmente desde el siglo XVI, al compás del conocido proceso de dignificación y penetración en la alta cultura, tan lúcidamente analizado por Mijail Bajtin1, entre otros.

Obviamente, como la risa -o el humor- es una noción compleja que puede ir asociada a realidades, y por tanto, a campos de reflexión muy diversos (la fisiología, la literatura, la retórica, el arte, la ética civil y religiosa, la psicología, la moral, etc.), entre los humanistas hay muchas maneras de formalizar el discurso teórico sobre ella. Unos, como López de Villalobos, Francisco Valles, el doctor Laguna o Huarte de San Juan, la enfocan desde la perspectiva de la «filosofía natural» y se centran fundamentalmente en determinar los mecanismos que actúan en ella como fenómeno fisiológico, en sus posibles virtudes terapéuticas o en situar la risibilidad en el cuadro clasificatorio de los temperamentos humanos. Otros lo hacen en su sentido más profundo y filosófico, en tanto que fenómeno interno o «afecto del ánimo» para determinar cómo y por qué se produce (por ejemplo Vives en su tratado De Anima). Los tratadistas de moral se encaran con ella en tanto que actividad humana susceptible de ser calificada o sancionada por su adecuación o inadecuación al bien (ad honestum). Las poéticas y las retóricas la consideraron desde sus respectivas perspectivas, esto es, como recurso poético u oratorio. Y en fin, los que quisieron orientar al hombre en su comportamiento social prescribiéndole normas de conducta para conducirse en la vida de relación los numerosos textos surgidos en la órbita de El Cortesano de Castiglione- la avistan como ingrediente fundamental (vir facetus) del arte de agradar en sociedad.

Y todas esas líneas teóricas, que van a continuar con reajustes y reelaboraciones diversas en la época barroca, llegan también al siglo XVIII; de manera, que al lado de la vigorosa literatura cómica de los Siglos de Oro y de la Ilustración, hay también una frondosa reflexión sobre lo cómico.

Esa reflexión, sin embargo, todavía no cuenta con ninguna visión de conjunto. Hay, sí, contribuciones parciales, como las que se refieren a la risa en el plano social (recuérdense las magistrales páginas de Margarita Morreale sobre El Cortesano) o a su plasmación en la teoría poética, pero todavía no sabemos, o no se nos ha dicho, qué han pensado los españoles sobre la risa. Por eso, y porque me interesa la literatura humorística, me he dedicado en los últimos años a reunir materiales que puedan servir para construir esa inexistente historia del pensamiento español sobre ella.

Y ya que estoy en el terreno de la confesión, creo que merece la pena, por lo que se verá, decir algo de los vericuetos que me han llevado a abordar hoy este tema. Cuando, justamente en esta línea de trabajo, me planteé analizar el pensamiento de Feijoo como base inexcusable para entender las ideas y actitudes del Siglo de las Luces sobre la risa2, me topé, de la mano del benedictino -a través de una referencia, aislada y sin coloración crítica de ningún tipo-, con la personalidad y la obra, para mi hasta entonces muy desdibujada, de José Boneta (1638-1714), el racionero de Zaragoza autor de las Gracias de la gracia de los santos (1706) Queriendo saber más de ese oscuro escritor al que citaba el Padre Maestro, busqué noticias sobre él (sin demasiada fortuna, por cierto), y naturalmente leí detenidamente la obra (en la edición de 1723 que está en la biblioteca del Instituto Feijoo de Estudios del Siglo XVIII de la Universidad de Oviedo3); y para mi sorpresa, encontré dos cosas de gran interés: una, que la obra -lo mismo que otras tres suyas, Gritos del purgatorio (1702), Gritos del Infierno (1707) y Crisol del Crisol de desengaños (1702)- fue una de las más reeditadas del siglo XVIII -nada menos que 14 ediciones censa F. Aguilar Piñal entre la primera (1706) y la de 1787, última con indicación de fecha4- y otra, que entre los dos hay una notable sintonía de ideas ya que ambos ofrecen, cada uno a su modo, un modelo de santidad alegre, una visión de la virtud en la que la risa juega un importante papel.




La cita de Boneta

Pero antes de analizar sus ideas creo que importa precisar el contexto y tenor de la referencia feijoniana sobre las Gracias de la gracia de los santos. Se halla en el tomo VI del Teatro crítico, en el discurso X, «Chistes de N.», destinado, como deja claro el benedictino, a evidenciar la abusiva práctica de trasladar «dichos y hechos de una persona a otra, de una región a otra, y de un tiempo a otro», es decir, tomar anécdotas ajenas y referirlas como sucedidas en un entorno próximo al que la relata para hacerla más atractiva, y de paso también, como precisará a continuación, para introducir un puñado de cosas graciosas y divertir un poco a los lectores: «Con este motivo hallará el lector algo de gracejo en este Theatro, que es razón que, como universal, tenga algo de todo»5. Un propósito, este último, que a algunos no gustó, pues tiempo después tuvo que defenderse por haber introducido esas notas de humor que fueron consideradas como extemporáneas y ajenas a un discurso intelectualmente ambicioso como el suyo («descanso impropio de una pluma seria»6).

Sea como fuere, una de ellas, ciertamente graciosa, es una anécdota que corría como recién ocurrida en el Principado de Asturias referida a la generalizada incultura del clero. Fue el caso que un religioso que estaba de paso en una aldea, queriendo confesarse antes de celebrar misa, acudió al excusador del cura del lugar, pero lo encontró tan ignorante que ni siquiera sabía la fórmula de la absolución. Escandalizado ante tamaña ignorancia, se fue a ver al párroco y le reprochó que tuviera con él a un clérigo tan incapaz, a lo que éste contestó que sí, que en verdad era un jumento, pero que como no conseguía hacer carrera con él le decía que se limitara a escuchar los pecados y que luego se los enviara a él para absolvérselos.

Y esa es la cuestión, que Feijoo sabe que tal anécdota no pudo suceder así porque la misma justamente aparece contada por Boneta como ocurrida en otro tiempo y lugar y protagonizada por el P. Suárez:

El doctor Joseph Boneta, en su librito Gracias de la gracia de los santos, refiere este chiste, y dice que el que hizo la casual experiencia de la profunda ignorancia de los dos sacerdotes fue el Eximio Doctor en uno de sus viajes: lo cual, siendo así el chiste sobre ser más antiguo que acá se piensa, sucedió en diverso país, pues el padre Suárez nunca estuvo ni viajó en Asturias.


(p. 314)                


Y en efecto, la anécdota aparece así en la parte final del libro, que acoge un tanto indiscriminadamente unos cuantos sucedidos graciosos de diversos personajes como remate a los que ha ido relatando de distintos santos y beatos (pp. 416-417).




Un territorio común: confluencia temática

Y volvamos a las ideas de ambos. Como a nadie se le oculta, el carácter y propósitos del Teatro crítico y de las Gracias de la gracia poco o nada tienen que ver entre sí. Feijoo, pertrechado de criticismo y racionalidad, escribe para deshacer errores y combatir ideas equivocadas; Boneta en cambio, para hacer patente la condición virtuosa de la eutrapelia («el fin es darte a conocer por virtud a la Eutropelia» [p. 3]) y enseñar a divertirse sin peligro a las personas espirituales. Una es obra de crítica, y la otra de ascética, aun cuando sea con ribetes lúdicos. Si en la primera comparecen una gran variedad de cuestiones, la otra sigue una línea continua, acorde con una plantilla preestablecida, y va desplegando en «actos», con ejemplos de hechos y dichos graciosos de varios santos, el ejercicio de esa virtud. Feijoo se dirige a todo tipo de lectores para agitar los espíritus, desenmascarar prejuicios y fomentar el espíritu crítico, mientras que Boneta privilegia al público selecto de los que están en gracia de Dios, para proporcionar a los frailes y monjas una lectura entretenida para sus tiempos de recreo, a los laicos una alternativa lúdica de más quilates morales que los libros profanos, y a los predicadores un buen surtido de datos para sus sermones de santos. Boneta impregna de sentido religioso-moral todas sus consideraciones, mientras que Feijoo, sin ocultar sus convicciones religiosas, opta por un punto de vista más secularizado y civil... De manera que si confluyen en un territorio común -el binomio risa-santidad- es a través de vías muy diferentes.

Feijoo llega a ese territorio justamente por su propio designio crítico; porque, como advierte que tanto sobre una como sobre la otra, la risa y la virtud, funcionan ideas equivocadas que están distorsionando el paradigma ético sobre el que modelar las conductas, pretende poner en evidencia esos perfiles falseados de la imagen de la virtud y dibujar los verdaderos; y con ello, reivindicar también la gozosa experiencia de la risa frente al desprecio o la infravaloración que circula como moneda corriente. Su discurso sobre ella -que aparece desperdigado a lo largo de toda su obra- es mucho más amplio que el de Boneta, pues se extiende a sus implicaciones en el plano social, médico, literario, psicológico y religioso. El del aragonés, en cambio, se limita prácticamente sólo a este último, pues su propósito apenas va más allá de mostrar, con el ejemplo de muchos santos, que el humor ha caminado con frecuencia uncido con la virtud. La confluencia, pues, se produce cuando la avistan como un componente de eso, de la virtud; y en ello sí que hay bastantes coincidencias.




Risa y virtud en Feijoo. El ejemplo de Tomás Moro

En la estela del pensamiento más clásico sobre el tema (Aristóteles, Cicerón, Quintiliano, Santo Tomás...), piensa Feijoo que la risa es patrimonio irrenunciable de la condición humana; que además de ser un signo de racionalidad, reír es bueno, porque mejora el ánimo, ayuda a mantener la salud y facilita la convivencia humana. Bueno y por tanto virtuoso. Por eso combate con vehemencia el extendido prejuicio que asocia la sabiduría con la gravedad, proclama su importancia en las relaciones humanas, defiende la introducción de notas humorísticas en la literatura, gusta de la risa crítica de Demócrito y él mismo se presenta, por carácter y por convicción, como hombre alegre, simpático y jovial.

Elijo, como ejemplo representativo de su pensamiento, el texto en que se defiende, con el aval de Aristóteles, Santo Tomás y el común de los filósofos morales, del reproche por haber mezclado las bromas con las veras en su Teatro crítico:

Nota V. Rma. lo primero, el Discurso sobre los chistes de N. como descanso impropio de una pluma seria. Yo entendía, que antes el descanso propio de una pluma seria era el chiste o la chanza; y me parecía haberlo entendido del mismo modo Aristóteles cuando dixo (lib. 8 Politic, cap. 3) qui laborant, indigent relaxatione, et hujus gratia est jocus. ¿Y por qué, sino por esta razón, colocan todos los filósofos morales en la clase de las virtudes aquel hábito que inclina a la chanza oportuna y que llamaron los griegos Eutrapelia y los latinos Comitas, cuyos extremos viciosos son la scurrilidad y la rustiquez? El mismo Aristóteles (lib. 4 Ethic, cap. 8) llamó rústicos y duros aquellos genios que ni declinan jamás de la seriedad a la chanza, ni permiten o llevan bien que declinen otros: Qui vero neque dicerent quidquam ridiculi, neque alios dicere paterentur, rustid sunt et duri. Ni se podrá dezir que esta es máxima de una Ethica que tenía su mezcla de gentílica, pues Santo Thomás (2.2. quaest. 168, art. 4) la aprueba y confirma en toda su extensión, condenando por vicio el no admitir ninguna interrupción de la seriedad con el chiste7.


Y por eso, porque defiende el valor humano de la risa -y entramos ahora en la cuestión que nos convoca- combate también las reservas hacia ella y la generalizada identificación de la virtud con el ceño adusto y la aspereza.

Aunque lo apunta ya en el discurso Virtud y vicio (t. I) al poner de manifiesto, contra el sentir común, la alegría de los virtuosos y la permanente angustia y melancolía en que viven los malos, lo hace a propio intento en el tomo IV (1730) del Teatro crítico, en el ensayo que destina a descorrer el velo de hipocresía que frecuentemente encubre muchas conductas virtuosas y que significativamente titula Virtud aparente (disc. 1). Un discurso de enorme interés para la historia de las mentalidades porque, al hilo de su crítica de quienes siendo malos fingen poseer la virtud con actitudes estudiadas, delinea el modelo de santidad al que remiten esas conductas; un modelo profundamente marcado por el espíritu rigorista y gestual de la Contrarreforma para el que la medida de la santidad no está tanto en el cumplimiento del deber, la bonhomía, el desinterés o la justicia con los demás, cuanto en la asistencia al templo, el ayuno, el silencio, las efusiones místicas, el gesto desapacible y el sacrificio teatralmente áspero: como si la verdadera piedad solo estuviera en comportamientos exteriormente graves y no se compaginara con el trato abierto, el gesto alegre y la vida sencilla.

Frente a esta visión deformada y descorazonadora, Feijoo presenta una alternativa mucho más humana y secular, anticipando las señas de identidad que en los años venideros caracterizarán a la virtud ilustrada: la que más allá de exterioridades y amaneramientos místicos funda la integridad moral en valores mucho más profundos que en nada desdicen, antes al contrario, los fueros legítimos de la condición humana. Una alternativa que en vez de exponer en un largo discurso especulativo (cosa que no suele hacer en asuntos de moral, donde habitualmente gusta de andar por libre rehuyendo los patrones expositivos de los casuistas8), prefiere ofrecer desde la cercanía de la realidad, encarnándola en un hombre admirable, verdadera contrafigura de esos falsos virtuosos, para que sirva de ejemplo «para todo y para todos»; en un humanista insigne, autor de obras fundamentalmente profanas y metido hasta el cuello en los azares de la política, que cumplió con su deber con toda naturalidad, sin falsas humildades ni estudiados misticismos, uniendo una fe sólida con un temperamento extremadamente alegre, cordial y divertido que mantuvo hasta el instante mismo del martirio;

un hombre a quien siempre he mirado con devota ternura y con profundo respeto: el justo, el sabio, el discreto inglés Tomás Moro. Si se mira por la frente la vida de Thomás Moro, sólo se ve un político hábil, metido dentro del mundo, manejando dependencias del Rey y del Reino, dexándose llevar del viento de la fortuna, sin pretender los honores, mas también sin resistirlos; en la vida privada abierto, urbano, dulce, festivo, y aun chancero, aprovechando mui frequentemente en alegres sales el esparcimiento del ánimo y la delicadeza del ingenio, siempre inculpable, mas sin el menor resabio de austero. Su aplicación por la parte de la literatura fue indiferente a la sagrada y a la profana; en una y otra adelantó mucho. Su grande estudio en las lenguas vivas de Europa representa un genio acomodado al siglo. En sus obras (exceptuando las que compuso el último año de su vida dentro de la prisión) más parte tuvo la política que la piedad. Hablo del assumpto, no del motivo. En la descripción de la Utopía (escrito verdaderamente ingenioso, agradable y delicado) dejó correr tanto la pluma hacia el interés temporal de la República que parece miraba la religión con indiferencia.


(T. C., IV, 1 & 37, p. 16)                


En efecto, el canciller inglés (1478-1535), el insigne político y humanista que se vio inmerso en el desgarrador conflicto ocasionado por el divorcio de Enrique VIII y pagó con su vida la fidelidad a sus ideas, cumplidor de su deber, moderadamente ambicioso y sin ribetes de austero, de trato franco y alegre, y al que distinguió una acendrada propensión humorística es el prototipo moral del benedictino. Pudiendo haberse fijado en cualquiera de los innumerables ejemplos humanos del santoral, incluso de los muchos que habían prestigiado su orden, opta por un varón de inequívoca vocación civil, alta ejecutoria política, gustos sencillos, espontánea franqueza y nula espectacularidad en el habitual ejercicio de su religiosidad. Un hombre muy normal, sin relumbrones de virtud, pero verdaderamente virtuoso; y a la postre, «glorioso mártyr de Cristo», héroe generoso «cuya constancia no pudieron doblar contra su obligación ni las amenazas, ni las promesas de Enrico Octavo, ni la dura prisión de catorce meses, ni las persuasiones de su propria consorte, ni la triste expectación de ver reducidos a una mísera mendicidad todos los suyos, ni la privación de todo su consuelo, quitándole los libros; en fin, ni el cadalso delante de los ojos» (p. 16). Alguien que, apostilla, en la adversidad y en su heroica muerte fue donde hizo patentes los quilates de su grandeza moral que en su mayor parte habían pasado inadvertidos.

El que Feijoo propusiera por modelo de perfección a un hombre tan en los antípodas del ascetismo convencional y de la espiritualidad monacal como Tomás Moro resulta algo doblemente admirable: por su excepcionalidad respecto de los patrones más generalizados de la literatura espiritual al uso y por venir de la mano de un religioso de tan profundas convicciones monásticas como él. Cosa que no es, sin embargo, sorprendente, pues más allá de su condición de religioso, su mentalidad, que recuerda en muchos aspectos a la de los erasmistas9, es profundamente secular, civil en el sentido más radical de la palabra10. Le repugnan las milagrerías y las tradiciones supersticiosas tanto como los formalismos que favorecen muchos sectores eclesiásticos, distingue perfectamente la esfera de lo religioso y de lo laico, y no confunde lo que le corresponde a una y otra. Y como sabe que su público es mayoritariamente laico, el ejemplo que pone, contradiciendo el viejo modelo del contemptus mundi y el rigorismo exacerbado (de inequívoca matriz religiosa) es el de un santo laico, atractivamente humano y cuyas virtudes pueden ser encarnadas por cualquiera; una santidad que estaba en el interior, en la fuerza de sus convicciones, no en su apariencia -«por la frente»- que en nada desdecía de su condición de político y hombre de mundo.

Pero Feijoo no se limita a enunciar, sin más, sus valores eminentes. Para que el lector pueda hacerse cargo mejor de su rica y atractiva personalidad y del «aire de humanidad» con que vivía las virtudes, se complace en recordar varias anécdotas, dos del momento mismo de su muerte, que a la vez que dan fe de su enorme entereza y nobleza de ánimo, son también expresivo ejemplo de «aquella graciosísima festividad de su genio» que siempre le caracterizó: la que hizo que «no se le oyeron menos chanzas ni con menos aire entre las cadenas que antes le habían oído en los salones» (p. 18). La primera, que estando todavía viéndose su causa, cuando los jueces le enviaron un barbero para que le afeitase la barba que tenía algo crecida, el santo le detuvo diciéndole que, como todavía se estaba litigando sobre su caso y no se sabía si su cabeza era suya o del rey, no era razón que cargase él con el gasto de la barba. Y la segunda, no menos divertida, que al subir al cadalso, con las fuerzas muy debilitadas, pidió a uno que estaba cerca que le ayudara a hacerlo, diciéndole: «Ayúdame a subir, que para bajar no te pediré ayuda».

Lo que admira Feijoo es eso, su congruencia con sus principios y el ejercicio alegre de la virtud que le hizo comportarse a la hora de la muerte como había hecho siempre, sin alardes ni aparatosidades, desdramatizando su propio final con el bálsamo del humor. «¡Oh virtud eminente! ¡Oh espíritu verdaderamente sublime, que subía al cadalso con tan festivo desahogo, como si sentase a un banquete!». Esa es la enseñanza que todos deben aprender, que la santidad no es encogimiento ni poses impostadas -«Miren esta grande imagen las almas apocadas, para aprender que la virtud verdadera no consiste en melindrosas circunspecciones» (p. 18)-, y menos todavía esa severidad desabrida de la que alardean tantos falsos santones que ignoran la afabilidad y la chanza. La reflexión que corona este encendido elogio del santo laico, extrayendo la enseñanza universalizadora de un talante tan admirable, expresa con toda claridad las razones que le asisten para rebelarse contra la caricatura de santidad que encarnan esos falsarios y para despreciar a tantos «genios ásperos y saturninos» que creen acreditar la más alta perfección adoptando un talante adusto cuando no son en realidad más que unos hipócritas abominables:

¡Oh quántos antípodas morales de Thomás Moro hai en todo género de Repúblicas. En el Occidente, como en el Oriente, hai muchos de aquellos ridículos espantajos que llaman Santones; sino que los de acá no se mortifican tanto a sí y mortifican más a otros. Con una seriedad desapacible que llegue a ceño; una conversación tan apartada de la chanza que toque en el extremo de la rustiquez; un celo tan áspero que degenere a crueldad; una observación tan escrupulosa del rito que se acerque a superstición, y la mera carencia de algunos pocos vicios, sin más coste, están hechos estos mysteriosos simulacros de la más alta perfección. Simulacros los llamo porque todo su valor consiste en la configuración extrínseca. Simulacros los llamo porque no los informa espíritu verdadero, sino aparente. Simulacros los llamo porque tienen dureza de mármoles o insensibilidad de troncos. En la étnica que los rige están borradas la dulzura, la afabilidad, la compasión del catálogo de virtudes. Aun he dicho poco. Aquellos dos caracteres sensibles de la caridad señalados por San Pablo, conviene a saber, la paciencia y la benignidad, son tan forasteros a su genio que antes los miran como señas, si no de relaxación, por lo menos de tibieza. Figúranse santos sin tener de santos más que la figura, o la figurada, y quieren pasar por beatos faltándoles los constitutivos de tales que expressa el evangelio, esto es, blandura, misericordia y mansedumbre: beati mites, beati misericordes, beati pacifici.


(p. 19)                


Y es innegable que para su propósito crítico la figura de Tomás Moro era una de las que más juego podían darle. De todas formas, como no se le oculta que entre los santos canonizados hay también algunos «cuyo celo parece muy austero y rígido», para no dejar ningún flanco abierto y anticipándose a las críticas que podrían sobrevenir a su descalificación, puntualiza dos cosas: una, que son tan pocos los que así se han conducido que es de creer que si tiraron por ese rumbo fue porque se hallaron en circunstancias muy especiales y así se lo aconsejó su prudencia, y dos, que como la santidad siempre se encarna según la condición de cada uno, no debe confundirse lo que puede ser una peculiaridad de carácter (el talante duro y desapacible) con la verdadera santidad. Por lo tanto, «en lo general no pueden servir de regla».




El conocimiento de Tomás Moro en España

Que Feijoo se fijara en el humanista inglés -que, recordémoslo, sería beatificado mucho más tarde, en 1886, por León XIII- no es extraño, pues como puso de manifiesto López Estrada en su valioso estudio sobre la presencia de Tomás Moro en España11, la insobornable entereza de su comportamiento, su heroica muerte, que conmovió a la Cristiandad, y el valor de su obra literaria fueron aquí tempranamente conocidos, bien por medio de crónicas e historias de Inglaterra, como la Crónica de Enrique VIII (h. 1551), o por relaciones de sucesos y cartas latinas de carácter informativo. Esas primeras noticias fueron reselladas y matizadas en los años siguientes a través de diversas obras, de las que hay tres de finales del XVI que merecen destacarse. En primer lugar, las dos basadas en la historia del cisma de Inglaterra De origine ac progressu Schismatis Anglicani del católico inglés emigrado a España Nicolás Sander, que se editó, con arreglos de Eduardo Rishton, en Colonia (1585) y luego con otros de Roberto Persons en Roma (1586); la Historia eclesiástica del cisma de Inglaterra del jesuita Pedro de Ribadeneira (que había conocido y tratado a Sander en Madrid), impresa en Madrid en 1588; y Tomás Moro del poeta Fernando de Herrera (Sevilla, 1592; Madrid, 1617). Aunque coincidentes en lo esencial de los hechos protagonizados por el canciller, su tono y carácter son bastante diferentes. La primera, que alcanzó varias reediciones en los años inmediatos, es de espíritu netamente contrarreformista y su figura aparece en su dimensión político-religiosa para servir a la causa de la política española. La de Herrera12, única propiamente monográfica, es menos apologética y más completa; escrita desde una declarada predilección por el personaje, lo presenta como un maestro de espiritualidad dentro del humanismo, de ánimo firme, grandes valores cívicos y, en definitiva, como la encarnación de la virtud en un hombre justo.

La tercera, que contribuirá todavía más a difundir la personalidad ejemplar del canciller inglés fue la popular colección hagiográfica Flos sanctorum de Alonso de Villegas (1578-1603) donde aparece incluido en la tercera parte [1587] que recoge las vidas de santos extravagantes o poco conocidos y otros varones ilustres en virtud13. Más explícita que las otras dos en el retrato de su perfil humano, que se enriquece con muchos rasgos de su vida privada y social y un rico anecdotario, dibuja la imagen de un hombre que siendo como los demás, supo llegar hasta el martirio cuando fue puesta a prueba su virtud. De su talante personal destaca muchas cosas, entre otras, su templanza en la comida, la despreocupación por la indumentaria, la fidelidad a los amigos, su sentido familiar y lo que aquí nos interesa, la condición alegre y ocurrente de su carácter:

Era de linda conversación y gustaba de oír y decir dichos agudos y graciosos, lo cual le era de grande entretenimiento [...]. Donde él estaba, ninguno había de estar triste; aunque hubiese ocasión de grande tristeza, sabía decir tales cosas, que provocaba a risa y regocijo, aun a los muy tristes y afligidos, y siempre guardando en sus palabras modestia para no ser notado de hablador ni mordaz [...] para negocios graves y de peso era su parecer un oráculo; para burlas y pasatiempos era una sal. Con ser tantos y tales los negocios de un Reino, hallábale Henrico siempre entero para todo, sin mostrar cansancio ni rostro torcido, sino muy alegre y contento [...]. Si el rey estaba melancólico y triste, alegrábale y hacíale olvidar de sí con cuentos, fábulas y donaires que le decía; si alegre y contento, no le perturbaban con acuerdos de cosas pesadas y tristes14...



Así, con el trazado de esa pletórica humanidad, logra Villegas, como subraya López Estrada, lo que los artistas de la imaginería barroca y los autores de comedias de santos: acercar las figuras religiosas a la percepción inmediata del que las contempla.

Aparte de su vida ejemplar, también fue pronto conocida entre los humanistas su obra literaria, especialmente la Utopía y los Epigramata (1518), obra en la que quedó materializada esa propensión risueña y humorística que destacan sus biógrafos y que le ganó la fama de escritor agudo y ocurrente. A esta fama contribuyó también la difusión por toda Europa de su anecdotario, que se canalizó particularmente en la Vita Thomae Mori (1588) de Thomas Stapleton, cuyo capítulo XIII trata justamente de eso, de sus «Acute et facete dicta vel responsa»15.

Ecos de ese anecdotario se hallan en el Tratado de filosofía moral del italiano Emmanuele Tesauro, que tradujo al español y publicó en 1682 Gómez de la Rocha y Figueroa y fue luego repetidamente reeditado (en 1692, 1708, 1715, 1718, 1723, 1728, 1750 y 1770); una obra de moral, bien conocida de Feijoo -que significativamente la menciona a propósito de la urbanidad «o hábito virtuoso que dirige al hombre en palabras y acciones en orden a hacer suave y grato su comercio o trato con los demás hombres»16-, que dedica un libro entero a tratar «De la chanza y sus extremos», considerándola como «descanso del ánimo» y «la más dulce salsa de la conversación civil en el paseo, en los corros, en los concursos, en los juegos y en los convites», y en la que aparece una de las anécdotas que cita Feijoo, la frase que dijo a los ministros que le acompañaban al cadalso: «Hacedme merced de ayudarme a subir, que para bajar no pediré ayuda a ninguno». Y ecos también más tardíos, en la continuación de la Floresta española de Melchor de Santa Cruz que hizo Francisco Asensio adicionándola con una segunda y tercera parte, publicadas en Madrid (1730-1731) prácticamente a la par que el tomo IV de Feijoo (luego se reeditó en 1751, 1777, 1790), y en la que Moro aparece también (a partir de Stapleton) como protagonista de varias anécdotas, entre otras, la ya mencionada del cadalso17.

No era extraño, pues, que Feijoo, que sin duda sintonizaba con el pensamiento de Tomás Moro18 y conocía bien ese doble perfil de hombre cabal y divertido que venía dibujándose en su retrato (aun cuando no nos consten los cauces por los que le llegó ese conocimiento, pues salvo a Tesauro, no cita ni hay reflejos en su biblioteca de ninguna de las obras que contribuyeron a difundirlo19), no es extraño, digo, que se sintiera atraído por su personalidad y acudiera a ella a la hora de plasmar su reconfortante prototipo de humanidad cabal y virtuosa frente a la que venían proponiendo tantos «genios ásperos y saturninos».




Risa y virtud en Boneta

Y volvamos ahora a nuestro racionero. Boneta, como hemos visto, llega a la risa como parte de un programa de magisterio moral. Quiere enseñar la virtud de la eutrapelia y hacer que sus lectores la practiquen ofreciéndoles anécdotas divertidas que manifiestan la gracia y el sentido del humor de muchos santos; es decir, enseñar y divertir con una lectura estimulante y amena. Pero aunque no se embarque en ninguna ofensiva crítica, inicialmente se sitúa en un terreno afín al de Feijoo: pone en claro lo mismo que el benedictino reivindica con insistencia, la condición virtuosa y necesaria del entretenimiento, apela a las mismas autoridades -Aristóteles, Santo Tomás de Aquino y el común de los teólogos, aunque en su caso extiende las citas a otros autores como San Agustín y diversos comentaristas de Aristóteles y Santo Tomás que Feijoo no menciona-, pone en guardia contra los perjuicios de la melancolía, y quiere llevar también entretenimiento y risa a sus lectores.

A partir de ahí, sin embargo, sus discursos caminan por veredas distintas. Por lo pronto, como todo su trabajo gira en torno a esa virtud, se extiende más que Feijoo en delinear los perfiles de su concepto y la medida de su ejercicio (como virtud, está más sujeta que ninguna otra a pecar por carta de más o de menos, a caer en el exceso -descuidar las obligaciones, perder el tiempo, utilizar materias ilícitas, como sátiras, lisonjas, murmuraciones, etc., guiarse por propósitos ajenos a la virtud...-, o en el defecto, que sería pecado, de dejar de recrearse), en dilucidar sus confines con otras virtudes, como la modestia o el silencio, en advertir de los daños espirituales que produce no practicarla y, también, en mechar sus argumentos con referencias bíblicas y religiosas (el sentido de la «sal» en las Sagradas Escrituras, la alegría como expresión de estar en gracia, etc.).

Tampoco comparte la apreciación de los dos grandes humoristas que entusiasman a Feijoo, Demócrito20 y Tomás Moro, ya que para él, que los trae a colación cuando se pone a señalar los excesos de la risa, los dos fueron más allá de lo debido; el filósofo griego por estar siempre riendo (cosa que Feijoo se había encargado de matizar en otro lugar aclarando el verdadero sentido crítico- de su risa), y el canciller inglés, porque lo hizo hasta el instante mismo de su muerte, a cuyo propósito cita también la famosa anécdota del cadalso:

De uno y otro extremo fueron públicos delinquentes Heráclito y Demócrito; uno siempre riendo de todo, otro siempre de todo llorando, y de ambos se ríe la posteridad, sudando las plumas en decidir quál de los dos fue no más cuerdo sino más loco. El célebre y celebrado Thomás Moro, también declinó en exceso, pues agitado de su agudísimo ingenio se derramó tanto en las changas que las usó hasta la muerte, y siendo muerte de cadalso, pues ascendiendo a dar la cabeza en él, dixo: Ayudadme a subir, ya que para baxar a nadie pediré ayuda.


(p. 11)                


(Bien es verdad que esto que le escandaliza del ejemplar humanista no le parece tan mal en otros casos pues dice en otro lugar, avalándolo con diversos ejemplos, que «aun en el lance más serio y más penoso, que es el del martirio, usaban los santos gracias y donaires», p. 410).

Y desde luego, tampoco son coincidentes, considerados en conjunto, sus modelos de santidad, pues el de Boneta es bastante más convencional y no traduce propuesta alguna de cambio de valores: los santos que desfilan por sus páginas pertenecen mayoritariamente al estado eclesiástico (los que se casan, o acaban por renunciar a las relaciones matrimoniales, como Francisco de Yepes, o por entrar en religión, como San Francisco de Borja), hacen milagros, practican penitencias muy duras, viven totalmente despreocupados de las cuestiones terrenas, lloran en la oración, sufren éxtasis, consiguen conversiones fulminantes, se ejercitan hasta límites insólitos en la humildad y en la obediencia, practican una pobreza extrema, tienen el don de profecía, hacen prodigios, curan enfermos, animan a penitencias extravagantes, se les aparece el demonio o ellos mismos aparecen después de muertos para la conversión de los vivos, sufren tentaciones increíbles, predican horas sin cansarse...: nada, o muy poco que ver, con la santidad sencilla y sin relumbrones que propugna Feijoo y que harán suya después la mayoría de los ilustrados.

Pero lo que no cabe duda es que a los dos, finos catadores de la expresividad ocurrente, les reconforta y fascina la santidad risueña -la virtud encarnada en un talante alegre y jovial21- y que los dos, a su modo, la proponen con un valor ejemplar oponiéndola a la gravedad desabrida y, en última instancia, contradiciendo la desconfianza y recelo que en el curso de la Contrarreforma se había ido acumulando sobre la risa22.





 
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