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Rafael Altamira y el teatro galdosiano

María de los Ángeles Ayala





En estos últimos años la figura de Rafael Altamira parece renacer de un desmesurado e injustificado olvido. En torno al cincuentenario de su muerte (2001) su polifacética trayectoria intelectual y profesional ha sido objeto de nuevos y sugerentes estudios1 que complementan los trabajos más clásicos existentes sobre el mismo2. Cincuentenario que dio lugar en diciembre de 2002 a la celebración en la Universidad de Alicante del Congreso Rafael Altamira: historia, literatura y derecho y que ha logrado, también, poner en marcha proyectos de investigación como el que hoy día está llevando a cabo el Departamento de Filología Española de la Universidad de Alicante sobre la recuperación del material disperso que Rafael Altamira publicó en distintos medios periodísticos a lo largo de su vida3. Tarea ardua, pero necesaria, que sin duda permitirá un mayor acercamiento a esta figura de tanta trascendencia en la vida intelectual de finales del siglo XIX y buena parte del XX.

La literatura fue, sin duda, la vocación más temprana del ilustre polígrafo, una inclinación que se verá relegada en su trayectoria profesional por la historia y el derecho. No obstante, Rafael Altamira, además de dejar un notable corpus narrativo -cuentos y novelas, especialmente- ejerció de sagaz crítico literario. Actividad, esta última, que mantuvo aun después de haber renunciado a la «amena literatura», tal como el propio escritor subraya en el prólogo de su obra Fantasías y recuerdos4. Altamira comenzó su labor como crítico literario desde época temprana; primero desde las páginas de periódicos alicantinos y valencianos; después, en La Ilustración Ibérica de Barcelona, con su trabajo «El realismo y la literatura contemporánea», artículo que mereció la atención, entre otros, del exigente Clarín y que, sin duda, afianzó su nombre como crítico literario.

Rafael Altamira siempre se proclamó admirador de Benito Pérez Galdós, desde que su padre, terminado el bachillerato, le regalase los Episodios Nacionales5. A partir de este momento, Altamira no descuidará la lectura de la obra de Galdós, convirtiéndose en estímulo y modelo de emulación tanto para él mismo como para un joven Blasco Ibáñez, cuando ambos, estudiantes en la Universidad de Valencia, soñaban con convertirse en célebres escritores. La admiración de Altamira por Galdós se mantiene a lo largo del tiempo, tal como se aprecia en las veinte cartas que el primero dirige al consagrado novelista y que se conservan en la Casa-Museo Pérez Galdós6. El propio Altamira recordará con verdadera emoción cómo se produjo el ansiado encuentro con el venerado novelista. El 15 de enero de 1893, en un artículo titulado «Pérez Galdós» publicado en La Justicia, Altamira evoca dicho encuentro cuando describe que, acompañado de Leopoldo Alas, se dirigió a la casa que el consagrado novelista habitaba en el paseo de Santa Engracia. El encuentro se produjo un día antes del estreno de Realidad y la emoción embarga al joven Altamira hasta el punto que, de los primeros instantes de su visita, sólo recuerda «... la cara bondadosa del gran novelista, tras de cuya frente despejada hubiera querido yo percibir toda la rica construcción cerebral que le ha permitido ser tan fecundo y tan feliz en las creaciones»7. Posteriormente, los tres juntos se dirigirán a presenciar los ensayos al teatro; irán caminando, pues Galdós, según Altamira, era poco amigo del tranvía, lo que dará pie a una larga conversación en la que Galdós irá comentando multitud de asuntos, ajenos a la preocupación del momento, la representación del drama. Altamira destaca de esta conversación la humildad del escritor, sorprendiéndose de su extraordinaria indulgencia y generosidad a la hora de hablar o juzgar a los demás: «Citó multitud de nombres y ¡cosa que maravillará a muchos! No dijo de nadie cosa mala. En este punto Galdós es un mirlo blanco; no murmura jamás... ni de sus compañeros»8.

En el presente trabajo centro mi atención en los artículos que Rafael Altamira dio a la prensa o publicó en volumen y que versan sobre las representaciones de las obras teatrales que Benito Pérez Galdós estrenó en los teatros madrileños. Las primeras reseñas críticas corresponden a Realidad, primera obra dramática que Galdós dio a las tablas en el madrileño Teatro de la Comedia el 15 de marzo de 1892. Una, fechada el 16 de marzo del citado año, en el periódico La Justicia9; otra, un mes más tarde, 15 de abril de 1892, en el Boletín de la Institución Libre de Enseñanza10. La primera de ellas responde a lo que Altamira define como crónica teatral, aquella que recoge la impresión del momento: éxito obtenido en el estreno, análisis del comportamiento y de las manifestaciones del público. La crónica cumple así con la función de testimonio que da cuenta de la ecuación entre el autor dramático y su tiempo. Frente a este juicio inmediato, la crítica teatral, en opinión de Altamira, tiene la función de reflexionar con detenimiento y serenidad sobre la trascendencia artística de la obra, apuntando aspectos concernientes a la técnica o subrayando la belleza que el público del estreno no pudo o supo apreciar. Aunque el crítico alicantino diferencia la crónica de la crítica teatral, lo cierto es que muchos de los juicios y elementos que destaca en los dos artículos coinciden. Así, por ejemplo, en ambos artículos señala los dos errores más evidentes del drama: la excesiva extensión y considerar que un único episodio puede llenar un acto. Para Altamira el tercer acto sobra en gracia a la unidad de impresión que impone el teatro. Reconoce que algunas de las escenas hacen falta para condensar los motivos que llevan a Viera a su trágico fin, pero, desde su punto de vista, estos elementos se pudieron incorporar a los actos anteriores. Altamira en su «Crónica Teatral» atiende, claro está, a subrayar los aciertos de Galdós, de manera que destaca la perfección y claridad conceptual con que se expone la situación en el primer acto del drama. No obstante, se lamenta de que el público, por culpa de la interpretación de los actores, no apreciara la belleza del mismo. Igualmente, dedica bastantes líneas a destacar las emocionadas ovaciones que el autor recibió del público durante la ejecución del segundo y cuarto actos. Para Altamira ambos son altamente dramáticos, aunque, desde su punto de vista el segundo resulte más original, más nuevo en la historia de nuestro teatro. El quinto acto, de manera sorprendente y contra su propio pronóstico, gustó al público, que oyó con verdadero recogimiento las palabras de Orozco. La crónica concluye subrayando, por un lado, el éxito de la obra y, por otro, señalando que la actuación de los actores fue inferior a lo esperado.

En la crítica teatral del 15 de abril Altamira amplía lo apuntado en la crónica anterior. Así, por ejemplo, a pesar de que se ratifica en su opinión de que el acto tercero pudiera suprimirse, reconoce que este acto gustó mucho al público, porque «como acto, sin pensar que pertenece a otro drama, es una maravilla de gracia, de movimiento, de experiencia y observación mundanas, de intención y naturalidad en el lenguaje» (p. 111). Asimismo, resalta el acierto del segundo cuadro correspondiente al acto segundo y dedica un tercio del artículo a analizar el quinto, trasunto del capítulo último de la novela y que en su opinión condensa la idea del autor: «En aquel perdón; en aquella indiferencia, no fría (puesto que viene con lucha), sino piadosa, hacia las pequeñeces del mundo; en aquel profundo sentido moral con que Orozco mide la elevación ideal de Augusta, no por la falta cometida, mas por la dureza de corazón y el miedo físico que le impiden confesarla, está el drama todo» (p. 111). Rafael Altamira destaca, al igual que hiciera Emilia Pardo Bazán en su reseña publicada en el Nuevo Teatro Crítico11, la novedad del comportamiento de Orozco, que representa para él el sacrificio de todo egoísmo frente al egoísmo vengativo de los tipos clásicos de nuestro teatro del siglo XVII. Orozco, sigue apuntando Altamira, «no perdona a su mujer; la perdonaría, si ella tuviera la suficiente grandeza de alma para confesar su culpa. Lo que hace es despreciarla, es despojarse de ella como de una ilusión marchita, como de una cosa que ha dejado de ser interesante, hacia la cual siente algo menos que indiferencia y que le estorba» (p. 112). Para Altamira, no obstante, al personaje adolece de psicología ideal, pues la rigidez de sus principios le impide tener fe en la posible redención de Augusta.

Sobre los demás personajes del drama, Altamira señala que Federico está más borroso en el drama que en la novela, pues permanece poco tiempo sobre el escenario, lo que le impide transmitir al público su alma llena de contradicciones y conflictos. La Peri tampoco trasluce con nitidez esa amistad inexplicable que le une a Viera y que constituye uno de los hallazgos psicológicos de Galdós, en el sentir del crítico. Augusta, por el contrario «dice y expresa todo lo que necesita para el drama; su pasión, el divorcio moral con su marido y la terrible, humana flaqueza y pequeñez de su alma para todo lo ideal» (p. 112). El artículo finaliza con una decidida defensa del teatro galdosiano frente a las críticas negativas que han aparecido en algunos medios periodísticos12, subrayando el acierto de Galdós por haber prescindido de los recursos tradicionales y efectistas. Frente a estos habituales defectos de la escena española del momento se alza para Altamira una composición dramática realista. Un estilo natural, escogido, henchido de pensamiento y con toques dramáticos acertadísimos.

No contento con las dos reseñas dedicadas a Realidad, Rafael Altamira insiste en el análisis de la figura de Orozco, en su alejamiento de la tradición teatral española, en un nuevo artículo: «Orozco y Juan Lanas»13. En él, contradice las aseveraciones de algunos críticos que han señalado que Orozco es un Juan Lanas, tonto y ridículo, pues ante la afrenta recibida por Augusta no se muestra colérico, arrebatado y vengativo como cabía esperar. El crítico alicantino define a Orozco de santo del individualismo absoluto, ya que su moral es egoísta, «atiende a su propia perfección y no se preocupa de la ajena. Gasta todas sus energías en depurar su alma (...) pero no sabe, no acierta a tender la mano al prójimo, que también podía, y aun tal vez quisiera salvarse» (p. 301). Galdós ha creado un personaje complejo, caracterizado, a pesar de su generosidad hacia los necesitados, por la incapacidad de hacer partícipe a Augusta de su forma de ver la vida. Altamira desentraña la naturaleza humana y contradictoria de Orozco al señalar que la generosidad del personaje está motivada por el «placer subjetivo de sentirse capaz de ello» (p. 302). Orozco, según Altamira, se asemeja, de ahí su humanidad, a esos moralistas llenos de egoísmos, incapaces de ayudar a los demás a redimirse y que luego terminan por despreciar desde lo alto de su supuesta perfección. Este es el comportamiento de Orozco al enterarse de la infidelidad; quiere que Augusta confiese, pero la deja sola a merced exclusivamente de su propio esfuerzo y resolución. El resultado es que «Augusta sucumbe, no confiesa, se queda en su pequeñez, y Orozco... la deja caída; su elevación sobre el vulgo le aparta de la pasión furiosa de los celos, que lleva al homicidio; pero aquí se para. No alcanza ni a perdonar ni a compadecer; mucho menos a interesarse por el pecador, de tal modo que aun intente su corrección» (p. 304). Altamira concluye el artículo señalando que Orozco no es un Juan Lanas, «le sobra ideal y aun energía para ser cosa tan despreciable y baja, pero no es un santo, ni siquiera un cristiano, porque su perfección es egoísta, estrechamente personal y dura» (p. 305).

Altamira, el 4 de enero de 1893, dirige a Galdós una carta donde le recuerda su encuentro el día de estreno de Realidad, lamentando la imposibilidad de haberle ofrecido en mano las dos críticas realizadas a la obra. En la misiva le comunica que se acaba de hacer cargo de la dirección de La Justicia con el objetivo de convertir el diario en un órgano donde se dé amplia acogida al movimiento literario. Para ello, señala, cuenta con la colaboración de Menéndez Pelayo, Alas, Palacio Valdés, Emilia Pardo Bazán y otros amigos, esperando, claro está, que Galdós se sume a esta lista. Altamira le solicita el autógrafo de una o varias páginas de Gerona o La loca de la casa -la que antes se represente, añade-, para fotograbarla y publicar el fotograbado en la primera plana del mencionado diario unos días antes de producirse el estreno. Petición concedida, pues en una nueva carta, 9 de enero, Altamira agradece a Galdós que haya accedido a su requerimiento y le comunica que pasará a recoger «una de esas escenas refundidas o reformadas» por el teatro de la Comedia el día 11 de enero. De esta manera el 15 de enero de 1893, un día antes de que La loca de la casa se estrenase en el citado Teatro de la Comedia, aparece reproducida en un artículo titulado «La loca de la casa. Los ensayos», publicado en La Justicia, una hoja manuscrita de la escena primera, del primer acto, al lado de los retratos de María Guerrero y Cepillo, artistas que daban vida a los personajes principales del drama.

Rafael Altamira dedicará, como en el caso de Realidad, diversas crónicas teatrales a la obra que a continuación estrena Pérez Galdós. El 17 de enero en La Justicia firma la colaboración titulada «La loca de la casa», donde señala que todo el argumento de la obra estriba en el «choque de dos caracteres, el de Cruz y el de Victoria», haciendo hincapié en que José M.ª Cruz o Pepet es la gran figura del drama, una de las más originales creaciones de Galdós. Altamira destaca los rasgos temperamentales y psicológicos del personaje: su valentía ante la vida, su tenacidad en el trabajo, su individualismo, su forma de obrar pero falta de compasión hacia los que no se ganan la vida con su propio trabajo, son algunos de los rasgos destacados del personaje en el primer acto. En el segundo, la figura de Victoria emerge con fuerza; personaje complejo, pues si el pragmatismo es una de sus notas destacadas, también lo son, en el sentir de Altamira, el amor y la abnegación, pues al percatarse de la situación apurada de su padre, al verlo próximo al suicidio, decide sacrificarse y aceptar, al contrario que su hermana, el matrimonio con Cruz, aunque antes, haciendo gala de su mencionado pragmatismo, estipule las condiciones de su matrimonio. Altamira informa que esta escena y aquella otra en la que Victoria explica a Sor María del Sagrario los motivos de su sacrificio fueron muy aplaudidas por el público el día del estreno. Altamira señala que el tercer acto no fue apreciado por los espectadores y que en el cuarto y último se han hecho tantos cortes al texto que se desnaturaliza bastante, de manera que el público lo encontró frío y falto de intención dramática. La crónica concluye con unas escasas líneas dedicadas a los actores. Para Altamira, Cepillo acertó en la creación del personaje de Cruz en los dos primeros actos del drama. Luego exageró el tipo, la voz y los gestos. Con respecto a la actuación de María Guerrero, el crítico señala que acertó con algunas frases, pero que en el ensayo general estuvo mejor que el día del estreno.

El 22 de enero de 1893 publica en La Justicia una nueva reseña crítica14 en la que incide en el análisis de los principales personajes, reiterando o matizando algunas de las opiniones expresadas en la crónica escrita a raíz del estreno de La loca de la casa. Altamira ratifica sus impresiones con respecto al personaje masculino: «Cruz es el hombre apegado a la riqueza, que tiene la compasión por debilidad, que sólo respeta al que gana el pan con rudo y continuo trabajo; mezclando, en sus ideas económicas, la sensatez con el desvarío como lo demuestran, v. gr., sus palabras acerca del efecto desmoralizador de las limosnas...» (s. p.). Respecto al personaje de Victoria, Altamira, subraya su temperamento desequilibrado, soñador y aventurero, exaltado un punto a la religión; dulce en el trato y enérgico en las decisiones. Sin embargo, en el sentir de Altamira, Victoria no es un oponente eficaz ante Cruz, pues no consigue ni educar ni modificar la forma de ser del mismo. El crítico subraya que Victoria se casa no sólo por salvar de la ruina a su padre, motivo fundamental, sino también «con la ilusión y el deseo de regenerar a Cruz» (s. p.). Objetivo, este último, frustrado, pues carece de las aptitudes necesarias para realizar la empresa. Altamira, con gran sagacidad destaca dos aspectos que nacen del contacto de estos dos personajes. Uno es el amor, la atracción que Victoria empieza a sentir hacia Cruz; el otro, es el sentimiento de paternidad en Cruz, sentimiento que se manifiesta ya en el primer acto (escena IX), la repite en el tercero (escena XVIII) y se deja arrastrar por ella en el cuarto acto. Cruz, en efecto, al finalizar la obra «no es vencido por su mujer, sino por su futuro hijo» (s. p.), derrota que, tal como Altamira señala, no implica modificación alguna del carácter de Cruz.

Altamira en esta crítica teatral señala que el público no entendió apenas el carácter de Cruz, como lo prueba el hecho de que riera muchas de las cosas que dice este personaje y que no tienen, en la obra, intención alguna de chiste15. La comicidad de la obra nace, según Altamira, del contraste entre la franqueza ruda de Cruz y las finuras, hipócritas en muchas ocasiones, de sus interlocutores. El crítico se lamenta de que el público no haya sabido apreciar las bellezas que la comedia posee, ni haya sabido entender alguno de los pensamientos e ideas que Galdós expresa en su obra.

Altamira concluye su «Revista» subrayando la capacidad dramática de Galdós. Ensalza la modernidad de sus dos obras estrenadas, la sobriedad de los efectos, la naturalidad en el lenguaje. Se ratifica en la apreciación del acierto teatral de la aparición de Victoria en el acto I. De la belleza de las escenas protagonizadas por Cruz en el acto II y añade, en esta ocasión, el mérito del III acto, al ofrecer al espectador con verdadero realismo «la vida doméstica de Cruz, su vida de trabajador... y de marido» (s. p.). Altamira, en definitiva, muestra su entusiasmo por el teatro de Galdós, señalando que el admirado novelista se ha acercado a la escena con ideas propias y originales acerca de las condiciones del arte escénico, ideas que chocan con un público poco preparado, en el sentir del crítico, que «no quiere, ni actos largos, ni sencillez de acción, ni dramas interiores; pide brevedad, intriga, dislocamiento de frase y de conducta y (...) que sólo se conmueve con los sentimientos violentos, trágicos o cómicos» (s. p.). En esta frase, Altamira, resume, evidentemente, los aspectos destacados, aunque no apreciados por el público, de las piezas dramáticas estrenadas por Pérez Galdós hasta este momento.

En el epistolario conservado encontramos una referencia al nuevo y desastroso estreno teatral de Galdós, Gerona, pieza representada en el prestigioso Teatro Español, el 3 de febrero de 1893. Como es bien sabido, la obra recibió una fría acogida por parte del público. Altamira el 9 de febrero envía una carta a Galdós comunicando sus deseos de saludarle, ya que acaba de llegar a Madrid. Altamira no ha asistido a la representación de Gerona, pero no duda en dar a conocer a Galdós su deseo de asistir al teatro para «formar un juicio por mí propio para publicar la correspondiente Revista Dramática». No obstante, le hace saber que no le ha pasado desapercibido el estreno, pues los redactores de la revista que él dirige, La Justicia, han defendido la obra, enviándole adjuntas las reseñas aparecidas en este periódico16.

La correspondencia entre Galdós y Altamira se mantiene hasta la muerte del primero y en las cartas conservadas Altamira muestra constantemente su admiración y cariño por Galdós, apreciándose en la evolución del contenido de las mismas un acercamiento personal entre ambos, pues no sólo Altamira le solicita colaboraciones para las revistas que en determinados momentos dirige, sino que también muestra su preocupación por los reveses de salud de Galdós, se adhiere a la fallida petición del Nobel, le invita a pasar unos días con él en París o se alegra extraordinariamente cuando Galdós alcanza algún reconocimiento público, como sucede, por ejemplo, en el caso de la concesión de la medalla de plata por parte de la prestigiosa Real Sociedad de Literatura del Reino Unido. No obstante, en estas cartas apenas hay referencias a los nuevos estrenos teatrales galdosianos, con la excepción de la escrita un día después del estreno de La de San Quintín, 28 de enero de 1894, en la que se lamenta de que una inoportuna gripe le haya impedido acudir, por primera vez, a la representación de una obra de su «autor preferido». Altamira se hace eco del éxito obtenido por Galdós y se congratula, pues, por fin, se están disipando las dudas acerca de los méritos teatrales de su admirado amigo17. Altamira ha leído la reseña aparecida en El Liberal y promete escribir, en cuanto pueda asistir al teatro, la suya propia para publicarla en La Justicia. No obstante a la promesa hecha, lo cierto es que en el mencionado periódico aparecieron dos reseñas a la obra firmadas por José Zahonero y no por Altamira18. También en una carta, sin fecha, aparece una nueva y escueta referencia a un estreno teatral galdosiano. En esta ocasión Altamira expresa su felicitación por el triunfo de Marianela, novela adaptada al teatro por los hermanos Quintero y estrenada con extraordinario éxito el 18 de octubre de 1916 en el Teatro de la Princesa. Altamira, que siempre sintió predilección por esta novela galdosiana, recogerá en su libro misceláneo Arte y realidad un artículo dedicado al estreno de Marianela19, donde pondera el éxito de la obra, teniendo en cuenta la dificultad que entraña el triunfo de un texto dramático en el que predomina: «... lo fino, lo suave, lo que no excita los nervios con choques rudos, lo que no tiene recursos escénicos ni sorpresas de finales trágicos, lo que al propio tiempo hace pensar y sentir» (p. 52). Para alcanzar ese triunfo, prosigue el crítico, «es preciso que el autor sea un creador excelso y la obra una verdadera obra de arte» (p. 52). Altamira destaca que en la obra teatral predomina el elemento sentimental, mientras que en la novela prevalece el elemento filosófico, aunque el conocimiento por parte de los espectadores del texto novelesco puede completar la impresión y hacer que resalte también el hondo y desconsolador problema que la obra plantea. Altamira afirma, siguiendo las intuiciones que Clarín plasmó en su reseña a la novela galdosiana, que el hombre es esclavo de la ley de la Naturaleza, esa inclinación «que nos hace buscar y caer rendidos ante el esplendor de la belleza física» (p. 53) en detrimento de la belleza moral. «Nuestra espiritualidad fracasa ahí, aunque nuestra razón proteste» (p. 53), añade Altamira, condensando el pensamiento hondo del drama.

La última crítica teatral escrita por Altamira está dedicada a la adaptación de la novela publicada por Galdós en 1871, El Audaz. Historia de un radical de antaño20. La adaptación del texto novelesco corre a cargo de Jacinto Benavente, un personaje ultraconservador, en opinión de Altamira. El crítico se pregunta si Benavente se ha percatado de que la situación histórica reflejada en el drama, finales del siglo XVIII -en tiempo de Godoy, cuando se prepara el motín de Aranjuez-, guarda estrecha similitud con los tiempos presentes, tiempos de agitación espiritual, violentos, de desilusión ante la ineficacia de todos los cambios realizados por la organización gubernamental, Altamira subraya que «... las predicciones de El Audaz suenan como algo de ahora, como protestas y avisos que se dirigen a los hombres de hoy y a los problemas palpitantes; y el drama entero, como un drama revolucionario, ofrecido en espectáculo a un pueblo que, espiritualmente, al menos está en plena revolución» (p. 64). Ahí radica, principalmente, el mérito de la obra, pues Altamira es consciente de que la condición psicológica del protagonista y «el drama espiritual e ideológico que en su espíritu se produce, ofrecen grandes dificultades para lograr que en la escena no resulten, más de una vez, ilógicos o desconcertantes los cambios» (p. 62).

En Arte y Realidad, además de los dos últimos artículos mencionados, Altamira reunió varios artículos escritos entre 1919 y 1920 dedicados a Galdós en los que pondera la importancia y relevancia de sus trabajos literarios. Algunos están marcados por concretas circunstancias, como el titulado «La estatua de Galdós»21 con motivo de la inauguración en el Retiro de la estatua del escritor esculpida por Victorio Macho en 1919 o los escritos al acaecer la muerte del literato, como «Galdós y la Historia de España»22 y «Hablemos de Galdós»23. Especialmente significativo para este trabajo es el artículo titulado «La resurrección teatral de Galdós»24 , ya que en él se congratula por el hecho de que la temporada teatral de 1920 en Madrid se inaugure con la representación de tres textos dramáticos galdosianos. Altamira no regatea elogios al Galdós dramaturgo y señala que, aunque la adaptación de una novela al teatro suele conducir al fracaso, en el caso de Galdós, como en Shakespeare, esto no sucede, pues ambos autores toman la idea de una novela y de cuentos italianos, respectivamente, y haciendo gala de una enorme libertad conciben teatralmente el asunto. Si a esta forma de creación, le añadimos la condición dramática con que concibe Galdós muchas de sus novelas, podemos entender el éxito de Realidad o de El abuelo. Altamira señala que estas dos obras junto a La loca de la casa bastan para «que Galdós tenga, en la historia de nuestra historia literaria contemporánea, tanto derecho a figurar en primera línea como novelista que a título de dramaturgo» (p. 75). De Realidad destaca su teatralidad en el movimiento de escenas y personajes, su fondo moral y su prosa admirable. De El abuelo le parece excelente el personaje principal, el león de Albrit, y el drama que en espíritu se desarrolla al chocar sus ideas sobre el honor y la realidad.

Por último, sólo cabe señalar que para Altamira la transición del Galdós novelista al Galdós dramaturgo es totalmente lógica, pues si alguna nota destaca por encima de otras en sus obras novelescas es la tremenda capacidad de Galdós, al igual que en los casos de Balzac o Dickens, para crear, con un vigor y una originalidad que muy pocos escritores poseen, unos personajes excepcionalmente complejos y verdaderos. Es precisamente en esta característica donde radica la explicación fundamental que lleva a Galdós al teatro. Altamira señala que el verdadero literato busca su inspiración en el mundo exterior, un mundo que él reduce a conceptos e imágenes propias, solazándose al ver que esos hijos de su cerebro toman carne, parecen hombres de verdad aunque repitan las palabras y los actos escritos en las cuartillas. El paso siguiente, el anhelo inmediato, de un autor como Galdós, capaz de crear esas inolvidables figuras humanas, es mostrarlos a sus seguidores encarnados en tipos dramáticos, «ver moverse realmente los tipos inventados, a pesar de todas la imperfecciones que el convencionalismo teatral lleva consigo»25. Es evidente, tras la lectura de los artículos que he ido mencionando, que Altamira fue uno de los primeros estudiosos que supo apreciar las novedades que el teatro galdosiano aportaba a las tablas españolas de finales del siglo XIX. Su actitud fue siempre de defensa frente a aquellos que estimaban que Galdós debía permanecer fiel al género literario que con gran talento había desarrollado hasta ese momento. Altamira, por el contrario, siempre estuvo seguro de que tanto el genio de Galdós, como su capacidad para crear personajes complejos y reales, su cultura teatral y su misma audacia, le permitirían ofrecer unas obras dramáticas de calidad que pudieran servir de revulsivo al anquilosado teatro de la época. Convicción que le llevó, para acallar voces contrarias a la faceta dramática del novelista, a proclamar, en numerosas ocasiones, que Galdós «¡Si no es un autor dramático, merece serlo!».





 
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