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ArribaAbajo- III -

«Por aver mantenencia»


El aristotelismo heterodoxo en el Libro de buen amor


«De todos instrumentos yo, libro, só pariente...». Conocemos el recurso por clásicos y medievales: el poema se presenta a sí mismo y charla sobre sí mismo en primera persona. Pero en el Libro de buen amor la vieja treta tiene la virtud de certificarnos que la voz que dice yo en la copla 70 no puede ser la misma que dice yo en la inicial lamentatio animae peccatricis o en el accessus en prosa. Lo iba anunciando el acento cada vez más ligero de los preámbulos, y ahora nos consta ya: hay que estar en guardia, porque hemos entrado resueltamente en los reinos de la ficción. Tras oír a la obra, pues, no nos costará mucho descubrir que quien inmediatamente rompe a hablar tampoco es el autor, sino el principal protagonista. Él no parece hombre de «poquilla ciencia e de mucha e gran rudeza», qué va, ni amigo de acogerse a la Biblia, el Decreto y San Gregorio. Al contrario, aunque pronto haya de bajar el punto, él comienza con el tonillo de seguridad que le presta el más egregio de los paganos:



71    Como dize Aristótiles, cosa es verdadera,
el mundo por dos cosas trabaja: la primera,
por aver mantenencia; la otra cosa era
por aver juntamiento con fenbra plazentera.

72    Si lo dixiese de mío, sería de culpar;
dízelo grand filósofo, non só yo de rebtar:
de lo que dize el sabio non devemos dubdar,
ca por obra se prueba el sabio e su fablar.

73    Que diz verdat el sabio claramente se prueva:
omnes, aves, animalias, toda bestia de cueva
quieren segund natura conpaña sienpre nueva,
e quanto más el omne que toda cosa que·s mueva.

74    Digo muy más el omne que toda creatura:
todas a tienpo cierto se juntan con natura;
el omne de mal seso, todo tienpo, sin mesura,
cada que puede, quiere fazer esta locura.
—56→

75    El fuego sienpre quiere estar en la ceniza,
comoquier que más arde quanto más se atiza;
el omne quando peca bien vee que desliza,
mas non se parte ende, ca natura lo enriza.

76    E yo, como só omne como otro pecador,
ove de las mugeres a las vezes grand amor;
provar omne las cosas non es por ende peor,
e saber bien e mal, e usar lo mejor.96

Peor o mejor entendida, enlazada mejor o peor con las estrofas siguientes, la mención de Aristóteles que abre el pasaje ha solido explicarse como una referencia no menos concreta que las «palabras de sabio» que dijo «Catón» y se recuerdan al comienzo del capitulillo precedente (44): como la cita unívoca e inequívoca de un texto bien determinado. Nadie, sin embargo, ha llegado a mostrar que el texto en cuestión se traduzca a la letra (según sí ocurre con las aludidas «palabras» de los Catonis Disticha, III, 6); y creo que es empeño inútil buscar en el corpus aristotelicum un par de frases contiguas que coincida exactamente con la copla 71. Ni es aceptable que a Juan Ruiz le conviniera aducir en posición tan prominente unas afirmaciones del Filósofo mal conexas y relativamente poco conocidas:97 la eficacia de la auctoritas -veremos- consistía en contrastar en seguida unas famosísimas premisas de Aristóteles y las particulares conclusiones que apunta el Arcipreste.

Si no nos las habemos, pues, con una cita literal y, con todo, los lectores habían de identificarla como auténtica, parece verosímil que nuestros versos remitan a unos grandes rasgos, a unos planteamientos básicos del sistema aristotélico. No se trataba, entonces, de   —57→   romancear un proverbio tan manoseado como el «Interpone tuis interdum gaudia curis» del pseudo Catón, sino de evocar en general las enseñanzas de un autor: no reducidas a una breve acuñación memorable, pero también universalmente sabidas (y también aprendidas desde la escuela). Casi como al indicar que en Tolomeo se hallan -sin más precisiones- valiosos datos sobre «el ascendente e la costellación» (124), o en Ovidio «muchas buenas maneras para enamorado» (429).

La articulación de las coplas 71-75 revela que Juan Ruiz no toma el nombre de Aristóteles en vano: alega, en efecto, una doctrina suya fundamental, y se apoya con seguridad en el locus classicus ineludible. Pero la alega con la soltura de quien está suficientemente familiarizado con el pensamiento del Estagirita: sin necesidad de ceñirse a la mera transcripción de unas líneas, sino invocándolo en una formulación a la vez fiel y personal, entresacando y trenzando diestramente las ideas de ese locus classicus. Ya hubiera accedido a él por vía directa -aunque desde luego con escolios o con los comentarios del maestro-, ya lo hubiera asimilado a través de una o varias de las incontables fuentes que lo transmitían desentrañado y expuesto en términos similares, el Arcipreste se remonta al mismo núcleo de la «filosofía natural» aristotélica.

No otra cosa es el libro segundo del De anima, en apenas tres páginas, allá donde los seres vivos se jerarquizan en una scala naturae,98 de acuerdo con las potencias del alma que poseen: pues «en ciertos vivientes se dan todas, mientras en algunos se dan unas cuantas y en otros, en fin, una sola» (II, iii; 414 a 29-31). Las tales potencias o almas son «las facultades nutritiva, sensitiva, desiderativa, motora y discursiva»: «vegetativum, sensitivum, appetitivum, motivum secundum locum, intellectivum» (31-32).99 Para aclarar ese apretado esquema,   —58→   hay que hablar «primeramente de la nutrición y la generación», «primum de alimento et generatione». «Porque la potencia primera y más común», definitoria de los seres vivos, es «el alma nutritiva» («vegetativa anima»), «y obras suyas son el engendrar y el alimentarse», «cuius sunt opera generare et alimento uti» (II, iv; 415 a 22-26).

De hecho, las dos funciones del alma vegetativa se reducen a una, en tanto una y la misma es su finalidad: la perduración. «Y es que para todos los vivientes que son perfectos» -continúa Aristóteles, sin quiebros- «la más natural de las obras consiste en hacer otro viviente semejante a sí mismos -si se trata de un animal, otro animal, y si de una planta, otra planta- con el fin de participar de lo eterno y lo divino en la medida en que les es posible». La pervivencia es el fin de todos los seres y de «cuantas acciones realizan naturalmente»: «omnia illud appetunt et illius causa agunt quaecumque agunt secundum naturam». Ahora bien, como el ser vivo es mortal y «no puede permanecer siendo el mismo en su individualidad», su forma de participación en lo eterno se logra mediante la conservación de la especie: «et permanet non idem sed ut idem, numero quidem non unum, specie autem unum» (26 b 7).

Tal es la concepción que recoge la copla 71 y se prolonga y manipula en las siguientes. Recitándola de memoria, y quizá aviesamente, muchos aficionados a la literatura hemos confundido el sujeto del verso b: ‘el omne por dos cosas trabaja...’. Pero Juan Ruiz, claro, no escribe eso, ni siquiera piensa únicamente en «los omnes e las otras animalias» (como reza el epígrafe del códice salmantino). El sujeto no ofrece dudas: «el mundo»; y nos consta que «‘mundo’ es dicho por las cosas vivas que viven sobre tierra, e tanto quiere dezir ‘mundo’ como ‘cosas que se mudan’»:100 es el mundo sublunar -plantas incluidas-,101 donde el movimiento se ofrece como principio intrínseco de la vida (la noción aristotélica se cifra en una célebre etimología: mundus a motu).102 El predicado tampoco es dudoso: «trabaja por...», scilicet, ‘pone esfuerzo y aplicación para obtener un fin’. Y en el mundo de Aristóteles todos los seres vivos están en una tensión -el movimiento-   —59→   entre la potencia y el acto para alcanzar el fin de su propia perfección (cf. 415 b 8-24). En nuestro caso, la permanencia. «Omnia illud appetunt et illius causa agunt...». En verdad, «el mundo trabaja», primero, «por aver mantenencia», es decir, por perdurar, pervivir, conservarse.

No cabe limitar el sentido de «mantenencia» a ‘alimento, comida’, ni las «dos cosas» enunciadas -«mantenencia», «juntamiento con fenbra plazentera»- reflejan una a una la decisión de Aristóteles de disertar «primum de alimento et generatione». El paralelismo es tan tentador como engañoso. En el De anima, alimento y generación no son «dos cosas», sino una, «la primera». En el Libro de buen amor, por su parte, «mantenencia» no significa ‘alimento’, sino ‘conservación’.103 En la copla 71, en concreto, «el mundo trabaja por aver mantenencia» marca el acento en el impulso de perduración inherente a los seres vivos y, con ese horizonte, se hace cargo del entero ciclo del alma vegetativa. Pues hay que reiterar, todavía con el mismo capítulo   —60→   de Aristóteles, que «haec potentia animae» es indisolublemente nutritiva y reproductora, «et vegetativa et generativa» (416 a 19). Como subrayan los exegetas medievales, desde los más antiguos, «per hoc quod dicit generare cointendit hoc quod est alimento uti», y todo el proceso se endereza unitariamente a la permanencia, a la postre «in esse perpetuo».104 Así, el individuo «pervive en tanto se alimenta» («salvat substantiam et usque ad hoc est quousque alat»), mientras el alimento «produce la generación, no del viviente que se alimenta, sino de otro semejante a él, puesto que la substancia de este existe ya y nada se engendra -solo se conserva- a sí mismo» (b 14-17).

«El mundo», entonces, «por dos cosas trabaja»: en un primer escalón, en el ámbito del primer grado de la vida, en el dominio del alma solo vegetativa, «trabaja» por la perduración, del individuo e -inseparablemente- de la especie. Trabaja «por aver mantenencia». Es «la primera» característica y el común denominador de los seres vivos. La formulación del Arcipreste hace plena justicia a las funciones del alma vegetativa: «como lo correcto es poner a cada cosa un nombre derivado de su fin y el fin en este caso es engendrar otro ser semejante [que asegure la pervivencia], el alma primera será el principio generador de otro ser semejante» (23-25).

Pero el último verso de nuestra copla nos hace subir un peldaño y llegar al alma sensitiva, que incluye a la vegetativa y se despliega en un continuo de facultades nítidamente conexas. Cierto: la sensibilidad supone el discernimiento y va de la mano con el deseo; «y el apetito, los impulsos y la voluntad son clases de deseo. Ahora bien, todos los animales poseen una al menos de las sensaciones, el tacto, y en el sujeto en que se da la sensación se dan también el placer y el dolor, lo placentero y lo doloroso; luego si se dan estos procesos, se da también el apetito, ya que este no es sino el deseo de lo placentero»: «cui autem sensus inest, huic et laetitia et tristitia, et dulce et triste; quibus autem haec, et concupiscentia; delectabilis enim rei appetitus est haec» (II, iii; 414 b 2-7). A ciertos animales, además, «les corresponde también la facultad del movimiento local» (17), para procurar el placer y rehuir el dolor.

Ese es el marco de referencia cuando Juan Ruiz proclama que «la otra cosa» a que «el mundo» se aplica es «aver juntamiento con fenbra   —61→   plazentera». Estamos ahora en el reino del alma sensitiva, en el segundo grado de la vida. El alma sensitiva retiene -por supuesto- el afán de conservación del alma vegetativa y discierne las operaciones ad hoc como causa mayor del placer que a ella le es propio. La potencia reproductora del alma vegetativa, al ascender al escalón del alma sensitiva, va dotada de la sensación (cuando menos) del tacto, de la discriminación del placer y del movimiento al servicio del apetito. Para cualquier letrado de la época, con la falsilla proporcionada por los anteriores versos de la copla, el substantivo «juntamiento» y el adjetivo «plazentera» bastaban para sugerir los rasgos peculiares del alma sensitiva.

Y para provocar una sonrisa. Porque claro está que el personaje de Juan Ruiz ha empezado a barrer para dentro. No sería hipérbole indefendible afirmar que «aver mantenencia» describe exhaustivamente las funciones del alma vegetativa. Pero resulta evidente que «aver juntamiento con fenbra plazentera» abarca un campo bastante más restringido en relación con el alma sensitiva: es la ‘traducción’ de las facultades del alma vegetativa al plano del alma sensitiva, con hincapié -cómicamente determinado- en unos aspectos de la segunda y en detrimento de muchos otros. Hemos ascendido un peldaño en la scala naturae -de todos los seres vivos, sin excepción, a los animales-, pero lo contemplamos sólo con el punto de vista que traíamos del precedente, y desprovisto de dimensiones que no hubiera sido inútil realzar. (Sin embargo, no se descuide que cada potencia del alma está contenida en las superiores, «como el triángulo en el cuadrilátero y el alma vegetativa en la sensitiva» [414 b 30]: tampoco era forzoso, por tanto, insistir en que buscar «juntamiento» implica buscar «mantenencia»). Al ascender, pues, ya no divisamos todo el nuevo panorama, sino una parte tendenciosamente coloreada. No sería necesario que siguiéramos ascendiendo -según habremos de hacer- hasta el alma discursiva del hombre, para advertir que los planteamientos del De anima están usufructuados pro domo, con malicia. El Arcipreste no traiciona a Aristóteles, pero lleva el agua a su molino: elige los elementos que mejor se prestan a justificar una soñada carrera de «doñeador alegre». De suerte que la chispa del asunto estaba en que el lector medianamente instruido -no hacía falta sino haberse asomado por las aulas- reconociera al punto la doctrina general de Aristóteles y el concreto, interesado enfoque que le daba Juan Ruiz.

Es obvio que el De anima no se copia literalmente (aunque a la letra se recuerde a veces): nos hallamos menos ante una cita que   —62→   ante una expositio, en síntesis, de la idea aristotélica de la scala naturae. Una expositio, pues, no de la littera, sino de la sententia, y conducida con la flexibilidad permitida en ese género didáctico, pero sin mengua de las rigurosas maneras escolásticas. A decir verdad, nuestro pasaje de ningún modo podría explicarse mejor que utilizando las pautas técnicas del escolasticismo («Ostendit... Dividit in partes duas... In prima determinat...», etc., etc.), notoria y zumbonamente evocadas por Juan Ruiz. Mas, para no fabricar un pastiche a su vez menesteroso de elucidación, me contentaré con aludir ocasionalmente a tales pautas y señalar a grandes trazos la andadura de las coplas 71-76.

A poco que se analicen, es obvio que las estrofas impares se dedican mayormente a presentar la doctrina del De anima, a ceder la iniciativa a la auctoritas, mientras las estrofas pares asumen un tono más subjetivo -incluso cuando introducen asertos igualmente autorizados- y se ofrecen como exégesis o reacción personales a la enseñanza de Aristóteles. Nos consta que no por ello las estrofas impares están limpias de manipulación, pero sí se percibe que el Arcipreste las da por más objetivas: a conciencia de que aun un bachiller en agraz se divertiría comprobando hasta qué punto respetaban y hasta qué punto distorsionaban el pensamiento aristotélico. Tanto era así, que tras el claroscuro de la copla 71 se imponía una (demasiado) ostentosa proclamación de fidelidad: «Si lo dixiese de mío, sería de culpar; dízelo grand filósofo...». La auctoritas significaba en principio la garantía de veracidad, pero, según veremos (ad n. 135), también un óptimo escudo para esquivar responsabilidades. En cualquier caso, el buen método aconsejaba una demostración «por obra». El buen método, el saber proverbial,105 y la estrategia de Juan Ruiz, que diseñaba el Libro con patrón silogístico, ab universali ad particulare, para desembocar en las experiencias del protagonista singular: experiencias -gozosamente abocetadas- que rebatían «por obra» gran parte de los razonamientos previos...106

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En la copla 73, pues, el Arcipreste -a lo escolástico- probat quod supposuerat. «Prueva» las «dos cosas» de la estrofa 71 (y no sólo una, como sucedería si «mantenencia» valiera ‘alimento’),107 pero por vía de especificación y evidentia. Antes se había referido in communi a la meta y funciones definitorias del alma vegetativa y a su prolongación en el dominio del alma sensitiva. Ahora distingue y enumera las varias familias de vivientes sensitivos cuya «obra» demuestra la «verdat» del aserto general: «omnes, aves, animalias, toda bestia de cueva...». La actividad de todos ellos, en efecto, es una puntual ilustración del principio de acuerdo con el cual los seres vivos se esfuerzan por perdurar en un ser semejante, «omnia illud appetunt et illius causa agunt quaecumque agunt secundum naturam» (415 b 1-2): «quieren segund natura conpaña sienpre nueva». Hay un guiño, desde luego: «conpaña» no es el «alterum sicut ipsum», «quale ipsum», «sibi simile» del De anima medieval, pero ambas nociones son obviamente afines y el llano tránsito de la una a la otra -como por una cándida inexactitud en la traducción- da a la humorada los suficientes visos de seriedad; y, a mayor abundamiento, «sienpre nueva» es calificación que se corresponde fácilmente con la idea de la pervivencia «in esse perpetuo» (cf. n. 104), la pervivencia en la especie a que se dirige el deseo de «alterum sicut ipsum».108 Al igual que en 71 d, Juan Ruiz revuelve y equipara los fines y los medios. No obstante, el eco de Aristóteles aún resuena limpiamente en las notas de universalidad, persistencia e ineludibilidad que otorga a las gustosas operaciones mediante las cuales el «mundo» sensitivo persigue la «mantenencia»: «omnia», «quaecumque», «toda bestia» (y, en seguida, «toda cosa», «toda creatura»), «sienpre». Por otro lado, culminando la ascensión y progresiva particularización a lo largo de la scala naturae -para resaltar   —64→   cómo se realiza en cada peldaño el prurito de «aver mantenencia»-, el Arcipreste ponit hic differentiam: «e quanto más el omne...»; differentia que se aprecia por cotejo con todo el «mundo» dotado de movimiento intrínseco, es decir -aristotélicamente-, de vida: «más el omne que toda cosa que·s mueva».109

Una noticia trilladísima prueba a su vez, en la estrofa 74, la exactitud de tal afirmación: los demás animales no se aparean sino en épocas prefijadas, «a tienpo cierto»; el hombre, cada vez que se tercia. La observación no falta en Aristóteles110 (aunque sí en el De anima), pero circulaba normalmente como res nullius, sin connotaciones distintivamente aristotélicas.111 En cualquier caso, Juan Ruiz la introduce como ocurrencia propia, como glosa por su cuenta a la doctrina de Aristóteles que le suministra la armazón para las coplas 71, 73 y 75. Pues, frente a las precauciones anteriores («Si lo dixiese de mío...») y cuando tan oportuno sería citar a su auctoritas («dízelo   —65→   grand filósofo...», «diz... el sabio»), lo que subraya es justamente que está hablando «de suyo»: «Digo muy más el omne...».

Hay aquí, sin duda, un cambio de impostación. Del alma vegetativa hemos subido al alma sensitiva, y en la estrofa 73 se ha mencionado al «omne», pero sólo como uno más entre los animales, reducido a los rasgos que con ellos comparte secundum naturam. La voz que se oye en las coplas 71-73 propone un razonamiento diáfano: el afán de perdurar -mediante la generación- es inherente a todos los seres vivos, ya no pasen de vegetativos, ya lleguen a sensitivos o... A discursivos, sí. Porque también cede a ese afán el ser que corona la scala naturae merced al entendimiento y la voluntad, el que supera a «toda creatura» gracias al alma discursiva. Al entrar en el dominio de esta, no obstante, el autor del Libro no sabe dejar que la voz que venimos oyendo cierre por completo el razonamiento y concluya que el hombre se atiene lisa y llanamente a idéntica ley natural que los restantes seres vivos. En el hombre, la «natura» ha de conjugarse con la «mesura». No puede decirse imperturbable que la «creatura» beneficiaria del alma discursiva se comporta como una «bestia de cueva»; que, aun más ciegamente, ni siquiera circunscribe su apetito «a tienpo cierto». Comprobar que sucede así demanda una valoración. Elevarse hasta el alma discursiva obliga a tomar en cuenta sus exigencias y su peculiaridad. Por ende, cuando esperaríamos que el hombre -y el personaje del Libro- recibiera una patente de corso para «aver juntamiento» a capricho «con fenbra plazentera» -«por aver mantenencia», eso sí-, el autor nos previene contra semejante «locura». Los sofismas naturalistas del personaje se cortan con el sólido juicio del autor: puesto que, remontando la scala naturae, se ha llegado al territorio del «seso», se impone la advertencia de que proceder en los términos que amagaban las coplas 71-73 es de hecho usar «de mal seso» (y abandonarse a la mala voluntad: «cada que puede, quiere fazer esta locura»).

En la ficción teórica del protagonista se ha cruzado la «memoria de bien», se ha infiltrado la enseñanza de un ortodoxo eclesiástico. Sobre los versos 74 cd se proyecta la luz del prólogo: «Comoquier que a las vegadas [el hombre] se acuerde pecado e lo quiera e lo obre, este desacuerdo non viene del buen entendimiento, nin tal querer non viene de la buena voluntad, nin de la buena memoria non viene tal obra, ante viene de la flaqueza de la natura humana que es en el omne, que se non puede escapar de pecado». La conducta «segund   —66→   natura» que el juguetón personaje apuntaba como igualmente legítima en lo bajo y en lo alto de la scala resulta ser aquí «flaqueza de la natura humana». No es lícito encogerse de hombros y conformarse «con natura», porque «la natura humana ... más aparejada e inclinada es al mal que al bien, e a pecado que a bien»; y porque el intento de aplicar al hombre criterios deducidos de la analogía con las «animalias» se descalifica ya en el prólogo con palabras del Psalmista: «E dize otrosí a los tales mucho disolutos e de mal entendimiento: “Nolite fieri sicut equus et mulus, in quibus non est intellectus”».

Es que entre las múltiples voces de Juan Ruiz son frecuentes las interferencias. Un discurso palmariamente grave puede sorprendernos con la pirueta ocasional de «algunas burlas». Incluso una pieza tan circunspecta como el prólogo se permite «enxerir» una socarronería a costa del infeliz que se decida a emplear el Libro como manual «del loco amor» (y a quien esperan, por tanto, las mismas desdichas que al protagonista); y la socarronería se convierte en tomadura de pelo cuando, todavía en los preliminares, se le promete: «avrás dueña garrida» (64 d). Por el contrario, un pasaje en clave cómica más de una vez se horada con una proclamación que nos devuelve al terreno de las veras. Pasa así sobre todo cuando el yo del personaje arriesga opiniones poco o nada aceptables desde el punto de vista de un estricto catolicismo: el autor prefiere mostrarlas refutadas «por obra», con los fracasos y pesares del protagonista, o anularlas por la contraposición de castigos y documentos irreprochables; pero, por el momento, es incapaz de reprimir un ademán de protesta, de anticiparse a desacreditarlas con una frase demoledora.112 En la copla 74 no tiene ánimo para tolerar que el personaje lleve a sus consecuencias teóricas extremas el planteamiento iniciado: bien está que el alma vegetativa busque la «mantenencia»; bien -en parte- que el alma sensitiva la logre mediante el «juntamiento»; pero, si el alma discursiva se queda en ese estadio, pervierte el mismísimo factor que la define: no responde al «seso», sino al «mal seso»; no a la «natura», sino a la «flaqueza de la natura», a la «locura». Que es el caso del Juan Ruiz personaje, pese a la «memoria de bien» -conciencia del actor, amonestación del autor-   —67→   que surge en la estrofa 74 y se remacha en la que en seguida comentaremos.

Sin embargo, nuestras coplas se han leído siempre tan distraídamente, que no será inútil detenernos antes un momento y proponer un punto de comparación que confirme cuanto hemos visto. Valga, pues, traer a colación, someramente, un texto capaz de suplir muchos de los que podrían aportarse al propósito. Procede de un artículo de la Summa theologica que versa sobre la «lex naturae» y muestra que esta abarca «plura praecepta» (I-II, q. 94, a. 2). Nos hallamos, por tanto, en un campo inmediato al del Arcipreste que repasa jerárquicamente ciertos comportamientos «segund natura». Santo Tomás observa que el orden de las inclinaciones naturales calca el «ordo praeceptorum legis naturae»; y lo ejemplifica, como Juan Ruiz, echando un vistazo a cada uno de los tres escalones que hemos recorrido en las estrofas 71-74:

-Inest enim primo inclinatio homini ad bonum secundum naturam in qua communicat cum omnibus substantiis: prout scilicet quaelibet substantia appetit conservationem sui esse secundum suam naturam. Et secundum hanc inclinationem, pertinent ad legem naturalem ea per quae vita hominis conservatur, et contrarium impeditur.

-Secundo inest homini inclinatio ad aliqua magis specialia, secundum naturam in qua communicat cum ceteris animalibus. Et secundum hoc, dicuntur ea esse de lege naturali quae natura omnia animalia docuit, ut est coniunctio maris et feminae [cf. n. 120] et educatio liberorum et similia.

-Tertio modo inest homini inclinatio ad bonum secundum naturam rationis, quae est sibi propria: sicut homo habet naturalem inclinationem ad hoc quod veritatem cognoscat de Deo, et ad hoc in societate vivat. Et secundum hoc, ad legem naturalem pertinent ea quae ad huiusmodi inclinationem spectant: utpote quod homo ignorantiam vitet, quod alios non offendat cum quibus debet conversari, et cetera huiusmodi quae ad hoc spectant.


Inmediatamente reconocemos el esquema y los contenidos. La primera inclinación del hombre y de todos los seres («cum omnibus substantiis») es «aver mantenencia» («appetit conservationem»). La segunda, compartida sólo con los otros animales, está en conseguir «juntamiento con fenbra» («coniunctio maris et feminae»)... y otras ‘cosillas’ en que el Arcipreste no repara, porque le interesa más destacar   —68→   la cualidad «plazentera» que el alma sensitiva disfruta en el «juntamiento». La última indicación es únicamente racional, exclusiva del alma discursiva: en nuestras coplas, es ahí donde asoma el conflicto, porque el «buen entendimiento» definido en el prólogo no se aviene con el tosco reduccionismo que supone discurrir por la scala naturae sin más patrón que el modo en que se manifiestan en cada peldaño los impulsos del alma vegetativa; en la Summa, desde luego, no hay rastro de conflicto: la auténtica naturaleza racional del hombre no tolera ni sombra de confusión con otros aspectos de la «lex naturae» (antes bien, «oportet quod omnes inclinationes naturales ad alias potentias pertinentes ordinentur secundum rationem», a. 4, ad 3), y no deja de realzarse oportunamente que la gracia es «efficacior quam natura» (a. 6, ad 2). Datos que el protagonista del Libro no ignora en teoría, pero a los que pone sordina en la práctica...

El paralelo de Santo Tomás nos sirve para certificar que las estrofas estudiadas aportan un diseño corriente en la época y lo matizan a su aire. Nos consta que el diseño tiene su origen en el De anima, fuera cual fuera el conducto por el que le llegó a Juan Ruiz. Pero la estrofa 75 remacha la seguridad de tal dependencia -directa o indirecta- y esta, a su vez, ilumina a aquella inesperadamente. El retorno al tratado aristotélico se produce sin perder ni el hilo de 71-73 ni la nueva impostación -del autor contra el personaje- patente en 74. El verso inicial enlaza en la letra con la proclamación del ansia universal de pervivencia («omnia appetunt...») corroborada en los animales («quieren... conpaña sienpre nueva») y en el hombre («todo tienpo... quiere fazer esta locura»): «el fuego sienpre quiere estar en la ceniza». Mas en el espíritu recoge esencialmente el signo negativo que en la copla 74 se ha otorgado a tal ansia al encontrarla en el plano del alma discursiva. La «locura» de una conducta humana guiada meramente «segund natura» se pinta ahora con la imagen del «fuego». La sugerencia, como decía, viene del De anima. En el capítulo (II, iv) que tan copiosamente hemos debido extractar, Aristóteles, exponiendo la teoría de la potencia vegetativa y de su perenne deseo de «mantenencia», acota que es el alma la que «mantiene unidos al fuego y a la tierra a pesar de que se mueven en direcciones contrarias». Yerran -añade- quienes atribuyen al fuego las funciones que pertenecen al alma vegetativa, pero el error es comprensible: porque, si los demás seres naturales tienen un límite de tamaño y crecimiento, «el crecer del fuego carece de límite, mientras haya combustible»,   —69→   «ignis augmentatur in infinitum, quousque combustibile» (416 a 6-17). Juan Ruiz lo repite con plena fidelidad («el fuego... más arde quanto más se atiza») y moldea la estrofa sobre la falsilla aristotélica.113

En efecto, de igual modo que se aúnan el fuego y la tierra -o que el fuego persevera «en la ceniza», en la versión poética del Arcipreste- por más que debieran separarse, «el omne de mal seso» se sale de su camino («desliza»)114 «quando peca», cuando procura «juntamiento» «sin mesura»; y, aun a sabiendas de que habría de seguir la senda propia del «buen entendimiento» -«la carrera de salvación», la «via veritatis» del prólogo-, persiste en «esta locura» acicateado por la «natura» -más presta «a pecado que a bien»-, no de otra forma que crece el fuego según se le añade combustible, «quanto más se atiza».115

No necesitaba Juan Ruiz establecer expresamente ese teorema metafórico: como tantas veces, la mera yuxtaposición de los dos primeros y los dos últimos versos de una copla le bastaba para indicar la equivalencia de ambas parejas. Ni esperaría que fuera inteligible por entero a todos los lectores: le constaba que requería una mínima familiaridad con las doctrinas del De anima, la mínima familiaridad con la filosofía de Aristóteles que poseía cualquier letrado del Trescientos. También ocurría así, claro, con el resto del pasaje: sin el telón de fondo aristotélico, era imposible apreciar cómo la vocación de pervivencia del alma vegetativa se examinaba -con exquisita graduación- en los otros niveles de la scala naturae, cómo se aludía a los rasgos peculiares de cada uno de ellos, etc., etc. Pero incluso sin los arreos del De anima las coplas 71-75 se dejaban entender suficientemente: la ‘corteza’ del texto revelaba ya al lector de a pie los argumentos básicos con que el protagonista aspiraba a justificar su conducta116 y las objeciones que le oponía el verdadero autor. En esa posibilidad de varias medidas en   —70→   la interpretación y en esa dialéctica del personaje y el escritor reside en gran parte la «manera sotil» que el Arcipreste había ponderado en las estrofas inmediatamente anteriores (64-70). Sin desdeñar que el pícaro empleo de Aristóteles de que arranca nuestro fragmento (71-73) no está libre de semejanzas con la distorsión a que el «ribaldo» del cuento vecino redujo las «señales» de otro «dotor de Grecia» (46-63); y pese a que no hay medio de comprobar si la voz del arranque en cuestión pertenece a un «ribaldo» o más bien a un «dotor» con vetas de «ribaldo».

O mejor dicho: no hay medio, si nos confinamos artificiosamente dentro de las fronteras del Libro. Pero ‘la obra en sí’ no existe: el texto y el contexto son indisociables. O restituimos el contexto histórico o imponemos el nuestro; nihil est tertium. Escapar del anacronismo no se logra únicamente con una adecuada comprensión literal: exige además percibir las reverberaciones culturales de la letra. No se entiende, por caso, en qué consiste el triunfo del Amor, si uno no está al tanto de que, cuando el Arcipreste escribe que


los omnes e las aves e toda noble flor


recibían al dios con canciones (1225 cd), no forja un conjunto caprichosa y ornamentalmente gratuito, sino que elige y jerarquiza a un representante de cada uno de los tres grados que hemos visto en la scala naturae. Los versos 1225 cd vienen a decir lo mismo que el pasaje hasta aquí analizado. Sin el aliento de la cultura, la letra mata o no llega a dar vida. Ganamos no poco si advertimos que «mantenencia» significa ‘conservación’; pero nos quedamos con la miel en los labios si no captamos los vínculos con el De anima. Debemos ir más allá, sin embargo, y preguntarnos por qué el nombre y ciertas doctrinas de Aristóteles comparecen en una posición tan descollante. Pues sin duda la ocupan. En la copla 71, tras una serie de preámbulos cuidadosamente graduada, toma por fin la palabra el Juan Ruiz protagonista y expone nada menos que las razones fundamentales de la actuación que en adelante le veremos desempeñar y que le define como tal protagonista. En la estrofa 76, donde el personaje asume con resignación tragicómica las objeciones que en 74-75 se han opuesto a las premisas de 71-73, las razones concluyen, para desanudar la trama con la victoria de la «natura» sobre el «seso»:

  —71→  

E yo, como só omne como otro pecador,
ove de las mugeres a las vezes grand amor...117


Y empieza la farsa: «Assí fue que un tienpo una dueña me priso...».

¿Por qué precisamente Aristóteles, insisto, para dar cuenta de unas andanzas de «doñeador»? La explicación del De anima tenía obviamente una envergadura formidable -el universo entero «trabaja por aver mantenencia»-, pero otras de mayor autoridad y superior alcance se ofrecían al donjuán dispuesto a escudarse con una cita prestigiosa. Ninguna más adecuada que el precepto del Génesis (I, 22 y 28), que en última instancia convertía la proposición aristotélica en mandato divino: «Crescite et multiplicamini». Al Génesis recurre el Arcipreste para justificar en segundo término la pasión por las «dueñas»: Dios creó a la mujer «por conpañera» del hombre, y «una ave sola nin bien canta nin bien llora» ( 109-111; cf. n. 108). La tradición cristiana aprobaba el matrimonio en gracia, primero, al «Crescite et multiplicamini», y, luego, al «faciamus ei adiutorium simile sibi».118 Juan Ruiz atiende a la idea contenida en ese último versículo (y la sitúa en el segundo lugar habitual), pero no a la del anterior, que normalmente le abría paso, según la prelación bíblica. Con todo, no hay dicho de la Escritura que los lujuriosos hayan esgrimido con más fervor y pertinencia, torciendo los argumentos que los sesudos varones utilizaban para esclarecer que, aun siendo preferible la virginidad, tampoco es ilícito contraer nupcias. De él echaban mano igual los dómines refutados por Tomás de Aquino que el mismísimo diablo para tentar a Santa Justina; y en la región del Arcipreste, hasta los rústicos provocaban una y otra vez el desespero de la Inquisición al alegar que con sus escarceos libidinosos estaban cumpliendo el sagrado imperativo de ‘multiplicarse’...119

  —72→  

En tesitura diversa, pero siempre en convergencia con el dictamen de Aristóteles, las posibilidades no se agotaban en el Génesis. Para legitimar el «grand amor» «de las mugeres», cabía buscar disculpas no sólo en la facultad de teología, sino también en las de derecho y medicina. Verosímilmente jurista de formación, Juan Ruiz podía haber aducido -y quizá recordó- el principio del Digesto, presente en la introducción en prosa: «Ius naturale est quod natura omnia animalia docuit», «ius naturale est maris et feminae coniunctio».120 O, de apetecerle, pudo fingir la asepsia clínica de un tratado de coitu como el atribuido a Arnau de Vilanova: «Creator omnium, volens animalium genus firmiter ac stabiliter permanere et non perire, per coitum illud ad generationem disposuit renovare. Renovatum interitum ex toto non habet, ideoque copulavit animalibus naturalia membra quae ad haec apta fuerint et propria eis, qua causa admirabilem delectationem inseruit, ut nullum sit animalium quod non per annum delectetur coitu. Nam si animalia coitum odio haberent, genus animalium pro certo periret; propterea namque animalibus coitus naturaliter inest, et per multa tempora impeditur possibilitas complendi».121 Afirmaciones como esas brindaban una excelente excusa al (anhelado) desenfreno erótico del protagonista, eran más accesibles al común del público y, si se quería, se prestaban a una fácil concordancia con el De anima. Pero el Arcipreste no eligió ninguna fuente bíblica, jurídica ni médica. Fue directo a los cimientos de la «filosofía natural» de Aristóteles, propia de la facultad de artes. El sentido de tal elección no está explícito en el Buen amor, pero se aclara de sobras si el texto se restaura en el contexto.

Es cosa tan sabida, que bastará evocarla al vuelo.122 La irrupción del corpus aristotelicum y de los comentarios anejos deslumbró a los   —73→   hombres del Doscientos con luz cada vez más cegadora. «L’entrata del Filosofo nel mondo cristiano è l’avvenimento che domina la vita intellettuale del XIII secolo. Per la prima volta nella storia, il pensiero occidentale si trova in presenza di una sintesi filosofica e scientifica possente, d’ispirazione empiristica e naturalista, incompatibile in più d’un punto con la visione cristiana dell’universo; i libri di Aristotele apportano ai latini la rivelazione di un sapere la cui novità, ricchezza, rigore ed armonia li sorprende. Nelle scuole di arti liberali, la curiosità dei maestri e dei discepoli supera largamente ormai i quadri tradizionali dell’Organon e si estende a poco a poco alla Fisica, alla Metafisica, all’Etica ed al Trattato dell’anima». Las consecuencias de tal descubrimiento se hicieron sentir con particular intensidad justamente en el dominio al que servía de puerta el De anima. «La rivoluzione culturale compiutasi nel secolo XIII in seguito alla invasione della letteratura pagana è stata spettacolare nel campo della filosofia naturale più che in qualsiasi altro, perché questo settore del sapere era stato il più trascurato fino ad allora e la natura era rimasta un libro sigillato per la maggioranza degli studiosi. Agli spiriti curiosi che han preso conoscenza dei libri naturales di Aristotele, questi scritti offrivano improvvisamente una spiegazione “scientifica” dell’universo corporeo considerato sotto tutti i suoi aspetti. Davanti all’opera grandiosa del Filosofo, l’uomo colto del secolo XIII doveva avere il sentimento di una riuscita stupefacente. Di qui l’infatuazione generale degli scolastici di quell’epoca per la scienza peripatetica, della quale d’altronde essi non erano in grado di scoprire le debolezze».

La razón natural se encuentra con la naturaleza, con una materia propia, para cuya exploración no necesita el sustento de la fe. Puede despreocuparse de la teología y enorgullecerse de su independencia recién obtenida. La nueva filosofía se erige en paradigma de todo saber, y el filósofo, el «philosophus» que gana terreno al «clericus», se vuelve influyente modelo vital. La independencia a menudo desemboca en el imperialismo: la razón natural tiende a exaltar la naturaleza   —74→   como norma universal, y principalmente como norma ética, tal vez postergando o poniendo entre paréntesis las verdades sobrenaturales, los requisitos de la gracia. El naturalismo, en fin, se encrespa en el determinismo que reputa los actos morales tan inevitables como los físicos, en el fatalismo que quiere «quod omnia quae hic inferius aguntur subsunt necessitati corporum caelestium».

Así rezaba uno (§ 4) de los trece asertos de regusto pagano condenados por Étienne Tempier en diciembre de 1270. Siete años después, pasaban de la docena las tesis análogas que el mismo obispo de París incluía entre los 219 errores que se propagaban por la Sorbona.123 La mayoría de ellos tiene que ver también con la orientación naturalista marcada por Aristóteles y sus exegetas. Los filósofos reprobados por Tempier, los artistae que se envanecían de que «sapientes mundi sunt philosophi tantum» (§ 154), muestran diáfanamente qué ámbito de implicaciones corresponde a la referida del Libro de buen amor a «lo que dize el sabio». Pártase, cierto, de una convicción aristotélica tan central como la eternidad del mundo y de las especies: «Quod mundus est aeternus quantum ad omnes species in eo contentas» (§ 87), «Quod ... semper fuit et semper erit generatio hominis ex homine» (§ 9). Será malo, pues, no contribuir a semejante meta conservando la especie humana: «continentia non est essentialiter virtus» («quia natura hominis finem appetit quare est, scilicet, ut multiplicet naturam humanam; immo... continentia est vitium, in quantum impedit motum naturae et finem ipsius») (§ 168);124 «perfecta abstinentia ab actu carnis corrumpit virtutem et speciem» (§ 169). O con otra formulación y oponiendo más resueltamente el naturalismo filosófico y el dogma católico: «simplex fornicatio, utpote soluti cum soluta, non est peccatum» (§ 183). Ni hay alternativa, además, a preservar la especie obrando en consecuencia, si el hombre es ineludiblemente esclavo de sus apetitos («homo in omnibus actionibus suis sequitur appetitum et semper maiorem», § 164) y si «qual es el ascendente e la costellación / del que nace, tal es su fado e su don» (124): «sanitatem, infirmitatem, vitam et mortem attribuit positioni siderum et aspectui fortunae» (§ 206), «in hora generationis hominis in corpore   —75→   suo et per consequens in anima... inest homini dispositio inclinans in actiones tales et eventus» (§ 207), etc., etc.

«Aristotelismo heterodoxo» o «aristotelismo radical» se llama hoy a la tendencia que reflejan esos y tantos otros artículos del decreto de 1277, acta clamorosa de la crisis de la intelligentsia cristiana ante el asalto del paganismo filosófico. Pienso que si el Juan Ruiz protagonista aparece en escena esgrimiendo el nombre y algunos supuestos de Aristóteles es porque el Juan Ruiz de carne y hueso quería presentarlo -por lo menos en ese momento inicial- como contaminado por las mismas opiniones que denunciaba Étienne Tempier.

Nadie ignora qué amplia y resistente fue la difusión del aristotelismo heterodoxo. España estuvo involucrada en la peripecia, no ya desde las traducciones toledanas o mediante el esfumadizo «Mauricio el Hispano»,125 sino a través de múltiples vías. No en balde continúa en el Archivo de la Corona de Aragón el manuscrito (Ripoll, 109) que es nuestro más temprano documento de que en la facultad de artes parisina, hacia 1235, sonaban ya nociones proscritas en 1277: que la resurrección es fenómeno «innaturale» (o sea, «plus per miraculum quam per naturam») «et ideo non ponitur a philosophis», o que cabe alcanzar resultados divergentes en cuestiones morales «loquendo philosophice» y «loquendo theologice».126 Fue a instancia de Pedro Hispano, ahora Juan XXI, como Tempier anatemizó los lodos de aquellos polvos: la osadía de los «studentes in artibus» que profesaban haber cosas «vera secundum philosophiam, sed non secundum fidem catholicam, quasi sint duae contrariae veritates et quasi contra veritatem Sacrae Scripturae sit veritas in dictis gentilium damnatorum» (Pról.). Y fue Ramón Llull, tan admirado en la Castilla de don Juan Manuel y el Arcipreste, quien se convirtió en el «héroe» (Renan dixit) de la cruzada contra esos «novi philosophi..., sequaces antiquorum philosophorum», y no dejó de hostigarlos con cerca de una veintena de opúsculos: desde la Declaratio de 1297 que impugna una a una las 219 «opiniones erroneas damnatas a venerabili Patre Domino   —76→   Episcopo Parisiensi» hasta la Lamentatio de 1311 que hace cuestión de estado el castigar a los «averroístas» que imaginan «contrarietatem... inter [philosophiam] et theologiam».127

Es que el escándalo del aristotelismo radical se propagaba también fuera de la universidad, entre los romancistas y aun los curiosos sin letras. En los días de Juan Ruiz, hacia 1340, un fraile renegado, Tomás Escoto («selon toute vraisemblance, natif de la Péninsule Ibérique»), sembraba «in quibusdam partibus Hispaniae» la impía nueva de un Aristóteles más santo que Jesús y más sabio que Moisés: «dicens quod melior erat Aristoteles quam Christus..., sapientior, subtilior et altior... locutus quam Moyses». El apóstata, gloriándose «in sua philosophia inani», proclamaba que hubo hombres antes de Adán, que nunca dejó de haberlos y «quod semper fuerit mundus et... non debebat habere finem», «quia ipse cum suo ydolatra Aristoteli mundum posuit eternum». A la vez, predicaba la aniquilación de las almas tras la muerte («sic dicendo resurrectionem negat») y, convencido de que todo se regía «melius per philosophiam quam per decreta et decretales», no veía impedimento a que los religiosos tuvieran concubinas.128

La divulgación de despropósitos de ese corte inquieta ya a Sancho IV en el último decenio del siglo XIII. Se dolía el Rey de «la contienda que era entre los maestros de la thología e los de las naturas, que eran contrarios unos de otros en aquellas cosas que son sobre naturas», y para atajar su repercusión entre los menos doctos encargó la compilación de un Lucidario castellano que se sirviera sistemáticamente «destas dos ferramientas... que son naturas e thología». Como   —77→   le constaba que «nasció grand eregía» de las demandas impertinentes sobre el origen del universo, veló por que desde el primer capítulo se insistiera en que «el mundo comienço obo» y por que no faltara una refutación del parecer opuesto de «Aristóteles, que fue gran filósofo» y que «prueva... su razón muy derechamente», pero sin tomar en cuenta que frente a la voluntad de Dios «non ha naturas nin otra cosa ninguna que ý pueda poner razón, ca Él es sobre la natura».129

Don Sancho, pues, quizá pudo acoger con tranquilidad las primeras páginas de la gigantesca fantasía nigromántica que se presentaba como obra de «Virgilio Cordobés» y traducida del árabe, en Toledo, en 1290.130 Porque ahí se rechaza, trasladada clave de patraña, la creencia peripatética en la eternidad del mundo («philosophi Andalici dicebant... mundus ab aeterno sic esse et sic dicebant per se semper esse», p. 341); como se rechaza, después, la interpretación específicamente averroísta de la unidad del entendimiento («dixerunt aliqui philosophi quod non erat nisi unus intellectus in omnibus hominibus et per unum intellectum regebantur omnes homines», p. 363).131 No sorprende que «Virgilio» supiera rebatir tales ideas, si, según refiere, él mismo era compañero de claustro de «Aben Royx» y tenía diariamente revelaciones prodigiosas, afines a las que habían   —78→   infundido a Salomón la ciencia que Aristóteles le robó luego... No obstante, la tranquilidad de don Sancho se disiparía tan pronto como advirtiera que «Virgilio» alegaba además, sin muestras de condena, proposiciones acordes con las que el decreto de 1277 anexionaba a los errores de raíz aristotélica recién mencionados. Por ejemplo: «omnes illi qui servant castitatem vadunt contra naturam», «quod summum bonum erat carnalis coniunctio et quod aliud bonum non erat nec alia delectatio nec alia gloria, nisi haec cum feminis iacendo..., et sic utebantur omnes idem de illa gloria incessanter et frequenter, maxime quia habebant intentionem procreandi et multiplicandi animas...» (pp. 351-353). Cierto que esas palabras se atribuyen a los «philosophi Marrochitani et omnes alii ultramarini», con prominente alusión a los «Saraceni». Pero «Virgilio» añade de suyo abundantes sentencias de un naturalismo no menos crudo, apuntado a un estupendo libertinaje: «Quod naturale est omnibus agendum est et nullus evitare debet nec potest»; «Peccare hominem naturale quid est. Nullus peccata evitare potest»; «Qui castitatem custodiunt et ipsimet se interficiunt»; «Nullus perfecte castitatem potest observare recte. Quod natura dat nemo sibi contradicere potest nec debet. Tam sapientes quam insipientes a mulieribus fuerunt semper illusi et decepti: ideo nullus a mulieri potest defendi»; «Quod naturale est... peccatum non est»; «Homines nunquam satiantur mulieribus...»; «haec este gloria huius mundi, carnalis copula et in hoc mundo sic regnat caritas...» (pp. 365-375).

La descomunal logomaquia y a ratos pura broma de «Virgilio Cordobés» hubiera caído en hoz y coz en el interdicto de Tempier. En vano se fingía traducción de un original arábigo (en el cual los maestros toledanos se llamarían Dubiatalfac, Aliafil, Mirrazanfel, Nolicaranus...): los contenidos la delataban como una tosca secuela del aristotelismo heterodoxo, aliñada con la envidia libidinosa de un voyeur de la poligamia musulmana. En las cercanías del 1300, en verdad, las doctrinas de ese aristotelismo agresivo habían hecho un largo camino más allá de la facultad de artes. Obviamente atractivas en sus implicaciones de moral práctica, a veces indistinguibles del naturalismo espontáneo de los ignorantes,132 a menudo se borraron los   —79→   rastros de su procedencia y se las blandió como simple desahogo frente a las constricciones éticas del catolicismo. Ocurre así en el Libro del caballero Zifar. El rey de Mentón da a sus hijos «castigos» perfectamente ortodoxos sobre la castidad:

Onde, míos fijos, devedes saber que la primera e la [más] presciada de las buenas costunbres es castidat, que quiere dezir tenperança, por que ome gana a Dios e buena fama. E sabet que castidad es amansar e atenprar ome su talante en los vicios e en los deleites de la carne e en las otras cosas que son contrarias de la castidat e mantener su cuerpo e su alma; ca ninguna alma non puede entrar en paraíso sinon después que fuere purgada e linpia de sus pecados, así como quando fue enbiada al cuerpo. E, certas, de ligero podrá ome refrenar su talante en estos vicios si quisiere, salvo en aquello que es ordenado de Dios, así como en los casamientos.


Algo le desazonará, sin embargo, cuando no se satisface con tales preceptos, antes se siente obligado a impugnar ciertas abominables enseñanzas al propósito:

Mas los omes torpes dizen que, pues Dios fizo másculo e fenbra, que non es pecado; ca, [sy] pecado es, que Dios non gelo devía consentir, pues poder ha de gelo vedar. E yerran malamente en ello, ca Dios non fizo al ome como las otras animalias mudas, a quien non dio razón nin entendimiento, e non saben nin entienden qué fazen, pero [an] sus tienpos para engendrar, e en el otro tiempo guárdanse. E por eso dio Dios al ome entendimiento e razón, porque se podiese guardar del mal e fazer bien; e diole Dios su alvedrío para escoger lo que quisiese, así que si mal feziese, que non rescebiese galardón. E, ciertamente, si el entendimiento del ome quisiese vencer a la natura, sería sienpre bien. E en esta razón dizen algunos de mala creencia que cada uno es judgado según su nacencia.133


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No hay duda de que «los omes torpes» hablan el lenguaje de los aristotélicos reprobados en 1270 o 1277: y el Zifar cree necesario contradecirlos porque en España seguían oyéndose sus argumentos naturalistas y deterministas.

Que son en buena medida los argumentos del Juan Ruiz personaje.134 No de otro modo que las objeciones del rey de Mentón son substancialmente las objeciones del Libro de buen amor: el «alvedrío» y el «entendimiento» han de «vencer a la natura». Para mí es evidente, en efecto, que la referencia a Aristóteles en la copla 71 y los elementos que la desarrollan cumplen una función caracterizadora: al saltar al tabladillo del poema, el protagonista aparece tiznado por los dislates de una secta de pensadores gravemente peligrosos. Son los que se tienen por los únicos «sapientes», los que presumen de «philosophi» (y, con la perspectiva de los párrafos anteriores, se adivina con qué diferente retintín sonaría «grand filósofo» para el Juan Ruiz actor y para el Juan Ruiz autor). Son los que todo lo someten al cedazo de la naturaleza en que se dicen expertos, los que todo lo miden, «prueban» y encauzan «segund natura». Son los aristotélicos objetivamente heterodoxos, o cuyo primer impulso, cuando menos, es razonar como si la fe no tuviera ningún papel y pudiera orillársela sin miramientos: aunque, al fin, tal vez se les despierte la «memoria de bien», devolviéndolos a unos términos más equilibrados o avivándoles una saludable conciencia de pecado. El naturalismo radical había extendido su veneno hasta las gentes sin cultura y algunos olvidaban de dónde venía. No el Arcipreste. Él identifica con plena exactitud al «filósofo» y uno de los núcleos especulativos que subyacen a las tergiversaciones de los «omes torpes» del Zifar. El Juan Ruiz protagonista podía a su vez habernos endilgado anónimas las explicaciones que estos ofrecen: al no hacerlo, sino más bien recurrir oportunísimamente al locus classicus del De anima, se nos revela con hartos «paños» de auténtico «dotor en la filosofía» (53 ab). Y, por ende, por bien instruido, doblemente culpable de sus ‘deslices’, pero asimismo, por saberse «pecador», con una más acuciante posibilidad de arrepentimiento.

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Importa precisar que esa caracterización del personaje como contagiado de aristotelismo heterodoxo -al levantarse el telón de la trama- se hace sólo con el énfasis justo para que el buen entendedor sepa a qué atenerse. Al igual que en otros aspectos de las coplas ahora estudiadas, nuestro escritor está seguro de que incluso los lectores peor formados percibirán lo más imprescindible del pasaje: el protagonista, pretendiendo razonar «segund natura», se nos descubre como un ‘ome torpe’. Para el que no conociera sino el naturalismo espontáneo de los rústicos (vid. n. 132) o las simplificaciones vulgares del aristotelismo, era inútil decir más. Para los espíritus cultivados, bastaba insinuar, con la cita expresa, en el punto más estratégico, quién estaba al fondo de ciertas falacias morales por entonces largamente difundidas. Como bastaba insinuar, con un manierismo de grupo, qué actitudes y hasta qué autores eran culpables de la situación. «Si lo dixiese de mío -protesta Juan Ruiz-, sería de culpar; / dízelo grand filósofo, non só yo de rebtar...». Conviene no perder de vista que tal enunciado calca un tic de la «izquierda» aristotélica, y en especial de Sigerio de Brabante, el capitoste, muy amigo de eludir responsabilidades y acusaciones alegando que él se limitaba a exponer el pensamiento del Filósofo o del Comentador, «secundum documenta philosophorum probatorum, non aliquid ex nobis asserentes»: «Quaerimus enim hic solum intentionem philosophorum et praecipue Aristotelis, etsi forte Philosophus senserit aliter quam veritas se habeat et sapientia, quae per revelationem de anima sint tradita, quae per rationes naturales concludi non possunt...».135 Una alusión de esa índole era harto locuaz para el experto. Para quien no lo fuera, el Arcipreste no tenía por qué cargar las tintas. Verosímilmente, además, no se proponía hacer de su criatura un aristotélico heterodoxo que, por serlo, se inclinaba a la lujuria, sino un lujurioso que quería justificarse ‘filosóficamente’ (un tipo no disímil de los goliardos -tan caros a Juan Ruiz- que algún contemporáneo tildaba de averroístas).136

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Tampoco puede postularse que la tal caracterización sea un motivo conductor del Libro. El poeta era demasiado versátil, estaba demasiado acostumbrado -en parte, por resabio de lírico- a construir -y superponer- unidades relativamente autónomas, tanteaba demasiadas direcciones, para mantener más que unos pocos hilos esenciales. Pero ello no significa que el aristotelismo heterodoxo del personaje haya de limitarse al arranque de la acción. El mero hecho de que asome en un lugar tan relevante ya sugiere que es legítimo esperar después otras huellas suyas. Valga comprobarlo con un par de rápidas observaciones.

La expositio en torno al De anima sirve de introducción teórica a todas las andanzas amorosas del protagonista, iniciadas con el episodio de la dueña «mansa e leda» (77-106). La segunda aventura, el lance de la panadera y Ferrand García (107-123), se fundamenta en unas muy someras consideraciones sobre la conveniencia de buscar compañía en la mujer (108-111), consideraciones donde se conjugan la imagen «cortés» de la dama y el versículo del Génesis tradicionalmente recordado en favor del matrimonio (cf. ad notas 108, 118). La tercera intentona (168-180), en cambio, va precedida de un minucioso prólogo doctrinal. El hombre está condicionado en «su fado e su don» por los astros que presiden su nacimiento; «muchos», pese a su «esfuerço» por tal o cual meta, jamás la consiguen: «non pueden desmentir a la astrología»; de ahí la plausibilidad de la creencia en los vaticinios «estrelleros» (123-127), como los pronunciados en la historia del hijo de Alcaraz (128-139), que resultan «verdaderos» porque captan «lo que Dios ordena... segund natural curso» (136 cd). Sin embargo, «Dios, que crió natura e acidente, / puédelos demudar e fazer otramente», de manera similar al rey o al Papa que decide permitir una excepción a las leyes que él mismo ha dictado. Con la oración y el bien obrar, por tanto, cabe superar el «mal signo»: «el poderío de Dios tuelle la tribulación». Pero «non son por todo aquesto los estrelleros mintrosos / que judgan segund natura» (140-150). No hace falta ser maestro en astrología para percatarse de que así ocurre a diario (151), y también de que «muchos nascen en Venus, que lo más de su vida / es amar las mugeres»... sin llegar nunca a catarlas: y Juan Ruiz   —83→   parece ex illis (152-153). Vale la pena, no obstante, arrimarse a la sombra de las dueñas en flor, por las «muchas noblezas» que el amor trae y por si sucede «que buen esfuerço vence a la mala ventura» (154-160). ... Aunque, pensándolo bien, el amor sí es reo de un pecadillo: «sienpre fabla mentiroso» y «tiene por noble cosa lo que non vale una arveja» ( 161-165; cf. n. 112). En cualquier caso, Juan Ruiz se lanza por tercera vez a la caza de «amiga» movido por «la costunbre, el fado e la suerte» (166-167).

Prescindamos de otros cien rasgos dignos de glosa y notemos sólo uno. Tras las coplas 71-76, cuando el protagonista vuelve a explicar con algún sosiego qué lo empuja al «iuntamiento con fenbra», vuelve asimismo a subrayar que está procediendo «segund natural curso» (127 d): concretamente, plegándose al «signo», «el ascendente e la costellación» que le han correspondido. El punto de partida, pues, se halla de nuevo en una posición típica del aristotelismo heterodoxo: el fatalismo de someter cuanto en el mundo sucede «necessitati corporum caelestium» (arriba quedan algunas de las tesis proscritas por Étienne Tempier), el determinismo de los «omes torpes» -acusaba el rey de Mentón- de que «cada uno es judgado según su nacencia». Como en las estrofas 71-73, la voz que se escucha al principio de nuestra disertación astrológica nos encarrila por la vía de un duro naturalismo. Sólo más adelante, cuando ya marchamos por ese camino con comprensible inercia (123-135), se matiza que el «natural curso» de los astros es sencillamente «lo que Dios ordena» (136), con libertad para hacerlo y deshacerlo (137-150). También ahora, como en 74-75, se interpone la «memoria de bien» y el planteamiento no llega a sus consecuencias extremas. Todo apuntaba que no hay medio de resistir el influjo de los astros. Pero el personaje cae en la cuenta de que la «fe católica» (140 d) no admite semejante afirmación; o, si se prefiere, aunque pintándolo como ofuscado por los errores, el autor no tolera que los lleve hasta la ceguera absoluta. De forma que se impone recoger velas hacia la ortodoxia, resaltando que es posible contrariar a los astros «por ayuno e limosna e oración / e por servir a Dios con mucha contrición» (149). Subsiste, sin embargo, el naturalismo determinista del planteamiento, y el Juan Ruiz actor se conduce de acuerdo con él, según el «natural curso» que lo arrastra a un tiempo a amar y a fracasar en el amor. El «buen esfuerço» no lo pone en «servir a Dios» para vencer esa «mala ventura», sino en «servir a las dueñas» (154 b y 153 b), por si acaso alguna «pera» se le viene a las   —84→   manos (160). Otra vez, pues, como en 75-76, asume con tragicómica resignación el «pecado» de que la «natura» triunfe sobre el «seso». Y otra vez lo hace escudándose en una lectura de Aristóteles a la luz del aristotelismo heterodoxo. Porque donde la Ética a Nicómaco (VII, x, 1152 a 32-36) no pasa de advertir que el hábito es difícil de cambiar porque se torna naturaleza («consuetudinem mutare difficile est, quia naturae similis est... “atque in naturam tandem convertitur usus”»), él añade un factor no contemplado ahí por el Estagirita, pero tan abultado como hemos visto en el aristotelismo radical:


Como dize el sabio, cosa dura e fuerte
es dexar la costunbre, el fado e la suerte:
la costunbre es otra natura, ciertamente,
apenas non se pierde fasta que viene la muerte.


(166)137                


El último verso nos ahorra cualquier duda sobre cómo comprobar aún -en vez de por otras vías- que los tintes aristotélicos de nuestro protagonista no se desvanecen a las primeras de cambio. «Fasta que viene la muerte». También en un cierto momento la muerte irrumpe en el Libro de buen amor. De hecho, la segunda mitad del poema está ensombrecida por su insistente presencia.138 Tras los enredos de doña Endrina y don Melón, el «doñeo» usual se reanuda con una «niña... de mucha juventud» que «murió a pocos días» (911 y 944). El «limpio amor» de doña Garoça no dura mucho más: «dos meses passados, / murió la buena dueña» (1506). En seguida, una noticia especialmente dolorosa: «Trotaconventos ya non anda nin trota» (1518). El «engenio» de Ruiz se «embota» con tamaño   —85→   «pesar e tristeza»,139 la pluma se le resiste: «non puedo dezir gota»; y ya nunca volverá a abrírsele ninguna «buena puerta» ( ibidem). El Libro, pues, tiene que acabar y acaba porque «viene la muerte».

Esa presencia letal que marca la segunda parte e implica la conclusión de la obra culmina en una magnífica invectiva, revuelta con el planto y el «petafio» por la alcahueta (1520-1578). El mero incipit deja claro el tenor del fragmento:


¡Ay Muerte, muerta seas, muerta e malandante!
Mataste a mi vieja, ¡matasses a mí ante!
Enemiga del mundo, que non as semejante,
de tu memoria amarga non es que non se espante.


La apóstrofe inicial contiene el problema y la solución que nutren las estrofas siguientes. Como en la fuente bíblica (Oseas, XIII, 14),140 la maldición «¡muerta seas!» es al tiempo una profecía: el horror y la ira frente a la muerte se aplacarán cuando ella muera a su vez, cuando la resurrección de Jesús la quebrante «por sienpre». De ahí, a la postre, los acentos triunfales del Arcipreste: «dionos vida moriendo al que tú muerte diste» (1557-1567). No obstante, la esperanza en la «vida» perdurable (que para el pecador puede trocarse en perdición in aeternum) no anula ni en el propio Cristo -en cuanto hombre- el «espanto» de la muerte (1554-1557). En esa perspectiva, el verso c comprime todo el inagotable pliego de cargos en un tajante hemistiquio: «enemiga del mundo».

En la copla 1520, «mundo» vale exactamente como en la copla 71: «las cosas vivas» (ad n. 5). Y todavía más: debe leerse sobre el fondo de las ideas expuestas en las coplas 71-74. Se había partido, recuérdese, de que «el mundo... trabaja... por aver mantenencia», de que el dato primario de «las cosas vivas» es el instinto de conservación:   —86→   la muerte aparece, por tanto, definitoria, esencialmente, como «enemiga del mundo». Se había explicado que el instinto de conservación busca su cauce en el amor: luego la muerte es también el supremo fracaso del amor. Vida y amor son sólo uno, y precisamente en lucha con la muerte. Juan Ruiz lo cincela en otro verso lapidario (1549 d):


Muerte, matas la vida, el amor aborreces.141


En verdad, si tal es el planteo, se comprende de maravilla un importante aspecto en la disposición del poema: el discurso del personaje empieza con una proclamación del élan de la vida, del amor, y termina con una suerte de ejemplar triumphus Mortis.

El presupuesto de que «toda creatura» se afana «por aver mantenencia», glosado al principio de la obra con falacias de aristotelismo radical, pesa, así, sobre el desenlace y contribuye a moldear la estructura del conjunto. Pero, además, el protagonista, aunque ahora harto más presto a desecharlas, da pruebas de no haber olvidado las falacias de marras. Se ha escrito que, a juzgar por la invectiva en que la denuesta, la muerte es «para Juan Ruiz, ante todo, y en el fondo casi exclusivamente, implacable y pavorosa destrucción». Si fuera el caso, no cabría vacilación. Tendríamos que relacionar esa actitud con la incredulidad y el naturalismo condenados por Tempier: «Quod felicitas habetur in ista vita, non in alia» (§ 176); «Quod homo post mortem amittit omne bonum» (§ 15); o, más cerca del «en ti es todo mal» de la copla 1546, «Quod finis omnium terribilium est mors» (§ 178). Tendríamos que ponerla en serie con la del blasfemo Tomás Escoto que predicaba «animas post mortem in nihilum redigi» (n. 128); con el extravío común a los «naturales» y a los «filósofos» refutados por Ramón Martí (n. 132), etc., etc. Pero opino que no es posible abultar el «terror» que a nuestro personaje «le producía la extinción de la existencia terrena». De tejas para abajo y en cuanto a la carne, era un «terror» compartido incluso   —87→   con Cristo («tú le posiste miedo e tú lo demudeste», «temiote la su carne», etc.);142 con los ojos vueltos al más allá, era substancialmente pánico al «fuego infernal», a la mors aeterna («para sienpre jamás non los as de perder», 1565): el inequívoco temor de los católicos que pecamos a ciencia y conciencia, pertinazmente, con intención de enmendarnos algún día, como desde el comienzo confiesa el Juan Ruiz actor (75-76). De ningún modo era, en cambio, un «terror» absoluto, porque se contrapesaba con la esperanza de gustar los frutos de la Resurrección e ir con los justos «do an vida veyendo más gloria quien más quiso» (1564 b). Que esa «vida» perenne alcanza el «buen amor», «en la carrera de salvación», mientras el «loco» se agosta con la muerte y se «desliza» en «infierno profundo» (1552).

No creo, pues, que el «espanto» frente a la muerte llegue, ni por insinuación, al extremo que obligaría a arrimar de nuevo al protagonista a las filas del aristotelismo heterodoxo. Sin embargo, de igual manera que el planteamiento de las coplas 71-74 se proyecta sobre el final del Libro, la caracterización que allí se atribuye al personaje retorna perceptiblemente en la invectiva contra la muerte que -en palabras de don Rafael Lapesa- «clausura el ciclo de intentonas eróticas». Retorna como wishful thinking a cuyo halago ya no se cede (en tanto sí se cedía a la tentación del naturalismo amoroso y astrológico), como pasajero movimiento reflejo de quien está habituado a pensar en unos términos que, con todo, otras convicciones recién ganadas o reavivadas le fuerzan a descartar. El rasgo es inconfundible, y el autor, subrayándolo, verosímilmente pretendía que no se perdiera de vista en el último momento una faceta saliente en el retrato global del protagonista: la filiación intelectual de ciertos errores que desorientaban también a otras gentes de la época.

En efecto, en el clímax de la invectiva se arriesga una ocurrencia que en el pronto suena una pizca sorprendente: no habría por qué temblar ante la muerte, ni tendría razón de ser el infierno, «mors secunda» (Apocalipsis, XX, 14), si el hombre y el mundo vivieran eternamente.

  —88→  

Muerte, por ti es fecho el lugar infernal,
ca, beviendo omne siempre en mundo terrenal,
non avrién de ti miedo nin de tu mal hostal,
non temerié tu venida la carne umanal.


(1553)143                


Es, nos consta, la doctrina arquetípica del aristotelismo heterodoxo: la eternidad del mundo, presente dondequiera que encontramos influencias de la secta y aquí evocada en forma que apunta perfectamente sus destructivas consecuencias morales y religiosas. Si en los dicterios contra la muerte el personaje introduce semejante reflexión, es porque las aberraciones aristotélicas le son particularmente familiares. Claro está que la eternidad del mundo y del hombre se presenta sólo como hipótesis no atendible o como concesión a una fantasía por un instante lisonjera: pero ha sido el aristotelismo radical quien la ha infiltrado. Se entiende que aparezca en el ápice de la invectiva, inmediatamente antes de insertarse el broche positivo de la victoria del Redentor que «dionos vida moriendo» (1559 d): es el último coletazo de la proposición con que saltaba a escena el protagonista. «Como dize Aristótiles..., el mundo... trabaja... por aver mantenencia». Sino que ahora se dan de lado las argucias naturalistas y se mira a la auténtica e imprescriptible «mantenencia».

Prolijas como seguramente parecen, las páginas precedentes se limitan a desflorar la presencia del aristotelismo heterodoxo en el Libro de buen amor. Queríamos explicar las coplas 71-76 y notábamos que la letra no se nos entregaba si simultáneamente no leíamos en transparencia las enseñanzas del De anima. Captar más cabalmente el sentido y la función del pasaje -para ir perfilando, por ejemplo, la fisonomía del protagonista- nos exigía salirnos del Libro y ojear ciertas explosivas consecuencias de los libri naturales de Aristóteles en la Europa de los siglos XIII y XIV. Y la exploración del ámbito cultural del Arcipreste nos revelaba en el Buen amor elementos de estructura que de otro modo difícilmente se hubieran dejado percibir. La literatura -como la historia de la literatura, claro está- se hace en ese ir y venir entre el texto y el contexto. No me sentiría tranquilo si no insistiera en que mi examen de uno y otro ha sido aquí extremadamente rudimentario. A propósito de ambos, y   —89→   siempre en el horizonte del aristotelismo heterodoxo, quedan abundantes problemas por enfrentar: no ya matices, sino asuntos primarios.

Una simple muestra puede sugerir la envergadura de las cuestiones pendientes. ¿Qué pensar de un poema, largo y complejo, en cuyo núcleo se asienta la visión de un «buen amor» que se pliega a los impulsos de la naturaleza y busca la «mantenencia» de la especie combatiendo la muerte con la vida, la corrupción con la generación? Un poema tan «sotil», que uno se pregunta si sus variadas lecciones eróticas se enuncian para que el lector las acepte o las rechace, si el yo múltiple que las dicta se cree en la verdad o se sabe perversamente equivocado, si la dramatis persona del amante que las acoge es un necio o un pillo desvergonzado. Un poema que combina los tonos narrativos, líricos y didácticos; donde conviven las figuras alegóricas y las tomadas de la vida diaria, las lucubraciones teóricas y las crudezas verbales; que se nos antoja a un tiempo tan piadoso y desenfadado como para que la vieja alcahueta que haldea en la trama espere a su muerte -ella misma nos lo dice- padrenuestros por su alma... ¿Qué pensar, repito, cuando el poema de que hablo no es el Libro de buen amor, tan substancialmente acorde con la descripción anterior, sino el sumo exponente literario del aristotelismo heterodoxo, el singular y con justicia afortunadísimo Roman de la Rose?144



«“Por aver mantenencia”. El aristotelismo heterodoxo en el Libro de buen amor», en Homenaje a José Antonio Maravall, Centro de Investigaciones Sociológicas, Madrid, 1986, pp. 271-297; versión revisada, en El Crotalón. Anuario de filología española, II (1985), pp. 169-198.

  —90→  

La edición anunciada en la n. 96 no llegó a puerto, y Alberto Blecua publicó su propio texto (Madrid, 1992), sin duda el mejor hoy accesible, con prólogo y notas de gran valor (por ejemplo, sobre el sentido adversativo de comoquier, problema que yo había esquivado en la n. 115). Por mi parte, actualmente trabajo con Bienvenido Morros y otros colaboradores en el Libro de buen amor que debe constituir el volumen 7 de la «Biblioteca clásica».

Algunas de mis observaciones podrían matizarse ahora a la luz de la bibliografía reciente (así, la doctrina de la eternidad del mundo, aun siéndole propia, es menos «arquetípica» del aristotelismo heterodoxo de lo que yo decía; vid. sólo R. C. Dales, Medieval Discussions of the Eternity of the World, Leyden, 1990). Con todo, me importa más insistir en la necesidad de no incurrir en una confusión que creo advertir en ciertos estudios posteriores al mío: la atribución de cualquier forma de naturalismo a la «izquierda» aristotélica, por más que los elementos naturalistas están presentes en todas las visiones del amor puestas en solfa por el Arcipreste, trovadoresca, clerical (ovidiana o goliárdica) y «cazurra» (vid. sólo mi n. 125).

En cualquier caso, las huellas del aristotelismo radical en España han seguido siendo provechosamente rastreadas, para los siglos XIII y XIV, por F. Bertelloni, «El averroísmo en el medioevo latino (repercusiones filosófico-literarias de un locus historiográfico)», Studia Hispanica Medievalia, IV (Pontificia Universidad Católica Argentina, 1999), pp. 65-82; H. O. Bizzarri, «Una disputa entre filósofos y teólogos: la concepción de la naturaleza en las colecciones sapienciales castellanas», Medioevo, XXII (1996), pp. 303-334 (y tangencialmente «Fray Juan García de Castrojeriz receptor de Aristóteles», Archives d´Histoire Doctrinale et Littéraire du Moyen Âge, LXVII, 2000, pp. 225-236); y Á. Martínez Casado, en el colectivo La filosofía española en Castilla y León, ed. M. Fartos y L. Velázquez, Valladolid, 1997, pp. 71-85. -Francisco Márquez Villanueva, que ya había rozado la cuestión en «El carnaval de Juan Ruiz», Dicenda, VI (1987), pp. 177-188 (y vid. mi n. 129), se ha interesado en especial por «El caso del averroísmo popular español (Hacia La Celestina)», en Cinco siglos de «Celestina», ed. R. Beltrán y J. L. Canet, Valencia, 1997, pp. 121-132 (y véase también, entre otros trabajos suyos, El concepto cultural alfonsí, Madrid, 1994, pp. 203-209). -A Pedro Manuel Cátedra, Amor y pedagogía en la Edad Media (Estudios de doctrina amorosa y práctica literaria), Salamanca, 1989, pp. 41-56 y passim, se debe un revelador análisis de la pervivencia del naturalismo erótico, y aun del posible eco de las coplas 71-76 de Juan Ruiz, en el Breviloquio del Tostado y en otros textos del siglo XV, hasta la novela sentimental y la lírica cortesana.

Varias otras apostillas a los aspectos del Libro tratados por mí pueden hallarse, que yo recuerde, en J. Dagenais, «‘Se usa e se faz’: Naturalist Truth in a Pamphilus Explicit and the Libro de buen amor», Hispanic Review, LVII (1989), pp. 417-436, y The Ethics of Reading in Manuscript Culture. Glossing the «Libro de buen amor», Princeton, 1994, pp. 187-188 y 206-207; A. Torres-Alcalá, «El Libro de buen amor y el Roman de la rose; algunas analogías», Anuario Medieval, II (1990), pp. 172-183; D. Polloni, «Amour» et «clergie». Un percorso testuale da Andrea Cappellano all’Arcipreste de Hita, Bolonia, 1995; y Domingo Ynduráin, Las querellas del buen amor. Lectura de Juan Ruiz, Salamanca, 2001.



Otras adiciones. -Al dar el Digesto por «presente en la introducción en prosa» (ad n. 120) estaba yo aceptando tácitamente una propuesta de L. Jenaro-MacLennan (art.   —91→   cit. en mi n. 129) que no toma en cuenta el tantas veces admirable Paolo Cherchi, «Il prologo di Juan Ruiz e il Decretum Gratiani», Medioevo romanzo, XVIII (1993), pp. 257-260. -El artículo «Aristoteles Hispanus» citado en la n. 130 figura ahora, ampliado, en mi libro Texto y contextos. Estudios sobre la poesía española del siglo XV, Barcelona, 1990, pp. 55-94. -La «versión proverbializada» que Juan Ruiz recuerda en la copla 166 (arriba, ad n. 137) ha sido identificada con grandes posibilidades de acierto por María Pilar Cuartero, «Paremiología en el Libro de buen amor», en prensa en las Actas del Congreso Internacional sobre el Arcipreste de Hita y el «Libro de buen amor», Alcalá la Real, en el Compendium moralium notabilium de Geremia da Montagnone, fuente más que probable de varios pasajes del Libro.



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