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Nota sobre un motivo áulico en Pedro de Padilla y Ginés Pérez de Hita

María Soledad Carrasco Urgoiti





Como apostilla a sus ejemplares estudios de romances de la frontera de Granada y de El Abencerraje, me es muy grato ofrecer a Francisco López Estrada unas consideraciones sobre una novedad en el cuadro áulico de la entrada de los caballeros a una justa, que aparece en un romance de Pedro de Padilla, romancista inclinado a convertir en peripecia los dinámicos esbozos de acción que habían surgido a través de sucesivas reelaboraciones de romances fronterizos. Aunque aparecen los nombres de Abindarráez y Xarifa, no se trata en este caso de una derivación de El Abencerraje1. Tampoco se introduce el motivo de la disputa entre Fátima y Xarifa, surgido en las elaboraciones del romance fronterizo de «La mañana de San Juan», donde aparecen las damas moras como espectadoras de las hazañas de los caballeros granadinos. Sin embargo, el poeta mueve el hilo narrativo sin salirse de la tónica de cortesano discreteo y ambiente de fiesta que marcan tales composiciones.

El motivo áulico a que aludo se conoce principalmente por el uso que de él hizo Ginés Pérez de Hita en la descripción del juego de sortija que ocupa los capítulos IX.° y X.° de la Historia de los vandos de los Zegríes y Abencerrajes, caballeros moros de Granada (1595), libro más frecuentemente citado por el subtítulo Guerras civiles de Granada2, respondiendo a un requisito formulado en el cartel, el mantenedor y el resto de los participantes hacen su solemne entrada en la Plaza de Vivarrambla acompañados de un retrato de su dama, que en caso de no triunfar el caballero, pasará a ser posesión del vencedor y se colocará a los pies de la efigie introducida por éste. El texto deja claro que se trata de esculturas o de tallas policromadas, lo que permite al autor demorarse en la descripción del lujoso atuendo que lucen estas figuras de bulto. Con ello satisface Pérez de Hita una inclinación que, además de coincidir con tendencias manieristas que también se dan en otras obras del mismo periodo, recibe cierto estimulo de su familiaridad con la artesanía de la indumentaria3. A esto debe sumarse su experiencia en el montaje de autos e invenciones, artes menores que alcanzaban un nivel artístico en el ámbito social de los antiguos mudéjares del reino de Murcia, en que se mueve Ginés4

La corte nazarí de las Guerras civiles de Granada se configura fundiendo y dotando de sustancia novelesca los esbozos ambientales de un número considerable de romances, que a su vez habían tomado ejemplo de la novelita El Abencerraje, para decantar el juego de amor, honor, ambición y virtud, a partir de los lances de la frontera. Los emplazamientos más frecuentes de la acción son la Vega de Granada y la plaza urbana -teatro de juegos ecuestres en la Europa del Renacimiento- aunque alternan con el jardín ameno, ola calle a que se abre la ventana o balcón en que se enmarca la figura femenina. Representan principalmente esta fase del romancero de Granada, las Rosas de Juan de Timoneda, publicadas en 1573, y el Romancero historiado de Lucas Rodríguez, del que no se conserva edición anterior a 1582. Posteriormente el poema se irá centrando en la descripción de una estampa cargada de sentido, y la peripecia quedará relegada a un papel de ambientación5. Esto no ocurre aún en los romances moriscos incluidos en el Thesoro de varias poesías (1680) de Pedro de Padilla, donde en cambio si se potencia el cromatismo que desde el inicio caracterizaba este género. Hace resaltar asimismo el poeta la belleza plástica y la calidad de las diversas prendas y galas, que se observan en sus mínimos detalles, y se valoran por su exquisita manufactura, al margen de la referencia a los sentimientos del sujeto poético, implícita en los elementos descriptivos.

También a Pérez de Hita le interesaban por sí mismos los objetos bellos, realizados y ornados por la mano del hombre. Para él debían ser cosa a un tiempo familiar y preciada; y en las galas moriscas veía además quintaesenciado ese mundo caballeresco, herido sin embargo por la discordia y amenazado por un adversario de superior coherencia interna, que pintó en las Guerras civiles de Granada. Destino último del reino nazarí, en el contexto de la obra, será su anexión a Castilla y la conversión de toda la clase cortesana, lo cual debería legitimar la hidalguía de sus descendientes. Ésa es la convicción que mueve su pluma6 cuando levanta la gallarda aunque desigual construcción novelística, cuyo material aportan básicamente historia y romancero.

En el estudio introductorio a su edición de las Guerras civiles de Granada, Paula Blanchard-Demouge7 identificó las colecciones del siglo XVI de que proceden casi todos los romances insertos en la obra, llegando a la conclusión de que, por lo que se refiere al romancero nuevo, la única cantera que Pérez de Hita utilizó fue la Flor de varios romances nuevos y canciones (Huesca, 1589)8 compilada por Pedro de Moncayo, que se adelanta a otros florilegios integrados luego en el Romancero general de 1600. Como fue señalado por Montesinos9, esta colección contenía, junto a exquisitas muestras del estilo que propiciaban Lope de Vega y otros poetas jóvenes, varios poemas en que la narración jugaba papel sustancial, y que fueron suprimidos en posteriores ediciones de la Flor I.ª Creo que dos episodios de las Guerras civiles que no ilustra composición poética alguna pueden derivar de tales romances.

«En el Alhambra en Granada / donde el Rey Chico viuia», refiere con pequeñas variantes la misma peripecia galante que se narra en el Cap. V.° de las Guerras civiles. Se trata de un motivo que la comedia explotará hasta la saciedad: el desaire infligido a un caballero cuando una dama pone en manos de otro un obsequio que el primero le ofreció. La coincidencia en los nombres de los personajes -Muza y Daraja- y el linaje -Abencerraje- del galán favorecido, así como la circunstancia de que en ambos textos la pequeña intriga se desencadene durante un sarao en la Alhambra, no pueden ser casuales. Tampoco es probable que se anticipase a la obra de Pérez de Hita la comedia, hoy perdida, El ramillete de Daraja, que citan varios autores del siglo XVII 10.

Otra huella probable es la de un pequeño ciclo, que del Romancero historiado de Lucas Rodríguez pasa a la Flor de 1589. Refiere los amores de Albençaydos y Tarifa, que huyen de Granada por pretender el rey casar a la dama contra su voluntad. El último romance de la serie. «Después que la clara aurora / su luz al mundo ha mostrado», trata de un torneo celebrado en Granada en el que varios caballeros cristianos justan a favor de la pareja mora. De aquí pudo tomar Pérez de Hita la idea de insertar en las Guerras civiles un juicio de Dios con contendientes semejantes, si bien lo hace depender de otra situación novelística, también tópica: la defensa de la virtud de una reina calumniada11. Se trata de un motivo superpuesto a la leyenda de la muerte de los Abencerrajes, después de la primera amplificación que representa «Entre los moros guerreros / granadinos naturales» (glosa de «Caualleros granadinos, / aunque moros hijosdalgo»12) de la colección de Lucas Rodríguez, donde se imputa la matanza a la venganza del rey moro, a quien el bando contrario hace creer en los supuestos amores de su esposa y un Abencerraje.

Estos ejemplos indican que, además de intercalar los principales romances en que basa la acción novelística, Pérez de Hita encuentra en otros textos romancísticos no citados material aprovechable. Dentro de esta práctica pienso que se inserta la adopción del tipo de entrada de los caballeros a un juego de sortija descrito por Padilla en «El gallardo Abindarráez / tan conocido por fama»13, romance que aparece en su Thesoro de varias poesías (1580) y es de los que exasperaba por su prolijidad a don Agustín Durán. En pocos casos, sin embargo, cuadraría tan bien la observación de Montesinos sobre la presencia en las colecciones de Lucas Rodríguez y Padilla de romances moriscos «avant la lettre»14.

Como otras composiciones de su autor, el citado poema difiere de los romances moriscos más logrados por la carencia de tensión emotiva, que potencie la validez como significante poético de los profusos datos descriptivos. Pero en la temática del romancero morisco entran las relaciones de fiesta, y dentro de esta variedad se sitúa «El gallardo Abindarráez», aunque, como es costumbre de su autor, la estampa áulica quede enmarcada en un leve argumento. Remontándose hasta el momento en que los personajes acuerdan celebrar una «fiesta de sortija», introduce un largo exordio, estimable en cuanto pone en pie el relato, que progresa, con especificaciones de lugar y dentro de un proceso temporal lógico. Los rasgos físicos de los dos caballeros no se describen, pero sí el aspecto que ofrece su persona, envuelta en galas y arreos moriscos. Queda también consignada la fascinación que ejercen, con lo que se da entrada al personaje colectivo del pueblo de Granada, que al desarrollarse la fiesta aportará el importante elemento que es el efecto producido por lo descrito o narrado. El poeta es consciente de que el juego de sortija no pertenece a la tradición hípica de los moros, pues advierte que era entre ellos «cosa muy nueva». El segmento descriptivo dedicado a la entrada del mantenedor y su cuadrilla abarca los versos centrales del poema. En más rápida andadura se destacan otras dos entradas -una de ellas de carácter grotesco-, y se alude a las incidencias del juego, que deja la victoria en tablas por ser igual la pericia de los personajes que llenaban la primera parte del romance.

La descripción del séquito del mantenedor, que se inicia con doce músicos seguidos de doce pajes, podría utilizarse para la reconstrucción del aparato áulico español en las últimas décadas del siglo XVI, pues abunda en detalles como el de que los seis músicos que tocan atabales lleven doce instrumentos, «que dedos en dos tocauan», o que la mitad de los jinetes vayan en caballos «encubertados» y la otra mitad «con sillas rasas». En el atuendo predomina el esquema bicolor, que se corresponde con la simetría dual que rige, tanto la imagen de la cuadrilla, como los procedimientos retóricos aplicados al describirla. El detallismo se hace más preciso al aparecer el carro triunfal en el que se introduce en la plaza el retrato de la dama, que va seguido de seis padrinos. Minuciosamente se enumeran también las galas y joyas del mantenedor, que hace a continuación su entrada, y termina el paseo apeándose en la tienda de campaña a ese efecto armada, después de esparcir una «letra» o divisa alusiva a sus amores. El elemento singular, dentro de esta escena áulica, es la inclusión del carro triunfal, que entra después de los pajes:


[...]
tras ellos entra Xarifa
al natural retratada,
en vn carro adereçado
con mucha riqueza y gala.
Quatro cauallos le tiran,
todos de color castaña
[...]
y ante los pies de Xarifa
Venus viene arrodillada
ofreciéndole del hijo
el arco, flechas y aljaua,
y Amor, a su lado puesto,
viene la venda quitada,
llorando porque Xarifa
no quiere lo que le dauan15.



¿De dónde le vino a Padilla la ocurrencia de colocar en el carro triunfal que preside el séquito del mantenedor un retrato escultórico de su amada? En cierto modo lo que hace es desplazar, ampliándolo, el signo alusivo a sus amores que ostenta el caballero en una divisa o un emblema, encubriendo en unos casos bajo referencias crípticas la identidad de la dama y manifestándola paladinamente en otros. El procedimiento de magnificar un detalle no deja de ser coherente con la estética manierista, pero la innovación también debió responder a algún precedente, pues Padilla fue hombre de vastas lecturas, dado a probar diversidad de estilos en sus poemas16. Por un lado debemos tener en cuenta que en ocasiones se había asignado a la mujer un papel activo en la entrada o presentación del caballero. Así, en las Chroniques de Froissart17 se cuenta que en Londres, el año 1390, los sesenta participantes en una justa fueron introducidos en la plaza atados con cadenas de plata, que sujetaban otras tantas damas, cabalgando sobre palafrenes. El hecho de que este libro se sitúe en un terreno fronterizo entre crónica y ficción no invalida el interés del testimonio, como configuración de una fiesta ideal.

Ya en el campo de la literatura caballeresca, puede citarse un pasaje significativo de Tirant lo Blanch18, y precisamente de la parte del libro dedicada a las fiestas de Inglaterra, en que se refleja un ceremonial que hasta cierto punto tuvo vigencia en cortes europeas. En él se estipula que el caballero que acuda a estas justas entrará en el palenque conducido por dos damas de honor. Según el estado de la señora a quien sirva, será luego acompañado por dueñas o doncellas, y una de ellas introducirá su tarjeta en una caja de oro con las de los demás justadores.

Dos ejemplos del siglo XVI se acercan más al cuadro áulico del romance de Pedro de Padilla. El primero y el que con más probabilidad conocerla este autor, se encuentra en Palmerín de Inglaterra19, donde se refiere que un caballero aventurero llega a la corte del emperador de Constantinopla, y arma en una plaza del palacio una fastuosa tienda de campaña, decorada con una imagen de su señora, que después de muchos triunfos perderá, cuando al fin sea vencido. También en un episodio posterior entran en juego los retratos de las damas, pues los justadores los llevan pintados en sus respectivos escudos, que irán quedando en posesión de los campeones. Este desenlace no se produce en el poema de Padilla, ya que después del mantenedor solamente el caballero ridículo introduce, no la estatua de la amada, sino la vera y poco atractiva persona a quien ciegamente sirve. Por el contrario, en las en las Guerras civiles desfilan hasta cinco carros triunfales con retratos escultóricos, lujosamente aderezados con galas y colores, que permiten identificar el modelo. En este caso el autor maneja como nota ambiental la competencia en belleza de las ataviadas imágenes y de sus originales, que son las mismas damas presentes en la plaza.

El segundo ejemplo se encuentra en Don Clarisel de las Flores, del capitán Jerónimo de Urrea. escritor aragonés de la época de Carlos V20, a quien dieron fama sus traducciones de Olivier de la Marche y de Ludovico Ariosto. Entre otros objetos preciosos descritos en esta obra, figura el escudo de un rey musulmán, que va adornado con una columna de diamantes sobre la cual aparece la figura de una mujer, que recibe el homenaje de un caballero. Aunque este libro de caballerías permaneció inédito, pudo conocerlo un hombre tan metido como Padilla en el mundillo literario y que además coincide en más de un rasgo con Urrea, ya que ambos ingenios se caracterizan por el gusto ecléctico, la afición a las lenguas, el interés por introducir en España a Ariosto, y la tendencia a las prolijas descripciones suntuarias que en parte derivan de la influencia de este último. Pudiéramos añadir que también compartían el conocimiento del medio mudéjar -aragonés en un caso, granadino en otro- aunque ello no se manifiesta de modo comparable en sus escritos.

La innovación, respecto al uso del retrato en los dos libros de caballerías citados que introduce el romance de Padilla, consiste en presentar sobre un carro triunfal una estatua de bulto. Ello permite exhibirla de modo que se aprecie desde lejos, y esto es significativo si consideramos el texto como proyecto susceptible de llevarse a la práctica, o al menos de ser visualizado por el lector u oyente como ejemplo sobresaliente de un tipo de fiesta con el que está familiarizado. En la España del siglo XVI los carros que salían en las procesiones del Corpus se empleaban también en los grandes festejos no religiosos, como los que se organizaban con motivo de las bodas reales. Mitología y alegoría aportaban en tales ocasiones símbolos de todos conocidos, que servían para realzar el espectáculo y difundir el mensaje apropiado. En los carros pequeños, tirados por dos o por cuatro caballerías, se veía con frecuencia la imagen sedente de una figura femenina, en cuyas manos se solía colocar algún objeto revelador de su identidad. No era raro que junto a ella apareciesen una o dos figuras menores, de valor emblemático21. Estas circunstancias se dan en la estampa que pinta el citado romance de Padilla al presentar la efigie de Xarifa. Lo mismo sucede en las Guerras civiles de Granada, donde se hace desfilar hasta siete carros triunfales, incluyendo dos grandes en forma de galera y de castillo, y por último una invención pirotécnica, todo lo cual se aproxima a los medios de que se podía disponer en una ciudad mediana22.

Sobre los escritores actúan también otros estímulos procedentes de las artes plásticas. Los retratos deque se habla en Palmerín de Inglaterra sonde dimensiones reducidas, pero el papel que se les adjudica refleja la fascinación que en tiempos de Carlos y ejerce tal forma de arte. Algo semejante pudo ocurrir con la escultura policromada, que tan notable auge alcanzó durante las últimas décadas del siglo XVI, precisamente en Granada, donde Pedro de Padilla se había educado y había iniciado su actividad literaria como miembro del círculo presidido por los Granada Venegas, cuya ascendencia se vinculaba a los reyes nazaríes23. Circunstancias que se sumaban a la tradición del género morisco para configurar las imaginadas fiestas suntuarias emplazadas en la Alhambra, que describe como si de sucesos reales se tratara.

Así va plasmando, en éste y otros romances, una visión esplendorosa del pasado moro, condicionada por los grandes festejos públicos del presente. En este caso el poema se centra en la crónica de un juego ecuestre, aparentemente descrito con minuciosidad. La técnica detallista propia del romancero morisco se pliega en cada autor a su particular intención y estilo. En Padilla la exactitud se acerca a la de un cronista áulico, pero el poema no es seguramente la relación de una fiesta real. Más bien toma cuerpo en él un sueño, en que se adivina un profundo apego al recuerdo del reino nazarí y un deleite en la belleza de las cosas que a través de la artesanía mudéjar perpetuaban una pequeña parte de su patrimonio cultural. Los objetos tan morosamente reflejados en los poemas son además comparables con los que fueron confiscados a los moriscos, después de sofocada la rebelión del 6824. ¿Habría en Padilla, como en Pérez de Hita un anhelo soterrado de reivindicación para la población de origen moro? ¿Se sentía en alguna medida solidario de quienes podían considerarse descendientes de los protagonistas de sus romances moriscos? En otro lugar he expuesto la hipótesis deque este poeta fuese el primero de los ingenios vejados en el romance satírico «¡Ah, mis señores poetas! / descúbranse ya esas caras», que arremete contra los autores de este tipo de composiciones25. Quizá valiera la pena de examinar de nuevo su biografía y su obra, teniendo en cuenta las perspectivas que tales circunstancias abren.

De la mano de Pérez de Hita, la invención ideada por Padilla encontró eco. La curiosa comedia morisca por nueve ingenios La Luna africana incluye la relación de un juego de sortija, en un romance de muy acusados rasgos culteranos, que se debe a la pluma de Luis Vélez de Guevara, y allí de nuevo aparece el mantenedor acompañado de un carro triunfal en que ostenta la efigie de su dama26. Mayor repercusión tuvo en Francia este motivo áulico, del que Claude François Menestrier se ocupa en su Traité des tournois (1669) como si los juegos ecuestres relatados por Pérez de Hita se hubiesen celebrado realmente en la Granada nazarí. Ello puede deberse a que en el más largo y famoso «roman hispano-mauresque», Almahide ou l'Esclave reyne (1660?) de Madeleine de Scudéry, se refiere un solemnísimo juego de sortija, emplazado en la Granada mora. Entre otros elementos que proceden de las Guerras civiles destaca la descripción de una entrada en que los caballeros van acompañados por los retratos escultóricos de famosas reinas africanas, desde Dido hasta la heroína de la obra, que comparte el trono con «Boabdilin». A la representación de figuras históricas o legendarias, perceptible por el ropaje, atributos y acompañamiento de las esculturas, se suma la identificación, a través de sus rasgos faciales, de las damas de la corte nazarí, que es el ámbito en que se emplaza la acción. Como ha hecho notar Lucien Clare27, la autora amplia y alambica el tipo de fiesta descrito por Pérez de Hita, aprovechando entre otros recursos novelísticos, el juego de perspectivas que aportan las emociones y comentarios de las propias damas.

Esto nos lleva de nuevo al tipo de romance de moros que hacia 1580 se cultiva en España. Lucas Rodríguez y Pedro de Padilla entretejen con otros hilos de ficción cortesana los discreteos de las damas moras28. A partir de ahí, el autor de las Guerras civiles de Granada supo ensamblar un vibrante cuadro áulico y articularlo dentro de un dilatado ámbito novelístico, que tuvo amplísima resonancia. Si su deuda es grande con el romancero fronterizo y con los anónimos romances nuevos recopilados por Pedro de Moncayo, también saca partido, según he intentado mostrar, de la aportación del romancista Pedro de Padilla al proceso de recrear, o inventar, los fastos de la Granada nazarí.





 
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