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Juan Eduardo Cirlot

Semblanza crítica de Juan Eduardo Cirlot

Francisco Ruiz Soriano (2023)

Fotografía de Juan Eduardo Cirlot

Juan Eduardo Cirlot Laporta (Barcelona 1916-1973), músico dodecafónico (formó parte del círculo de Manuel de Falla, compuso una Suite atonal), simbólogo (iniciado por Marius Schneider) y destacado crítico de arte (conocedor tanto del mundo medieval y céltico como del arte contemporáneo), es uno de los poetas más excepcionales de la literatura española.

Situado en la heterodoxia, al margen del debate oficialista entre sociales y garcilasistas que marcó en buena medida la poesía de posguerra, Cirlot fue tejiendo una obra poética inusual caracterizada por un surrealismo de tonos telúricos y una cosmogonía simbólica y alquímica de universos imaginativos desde la expatriada soledad del eremita. Se adentró en el misterio de lo sagrado y el fin de la existencia humana desde las filosofías orientales, el gnosticismo, el orfismo, el sufismo, la Cábala o el psicoanálisis. También avanzó en la experimentación musical y el método permutatorio, que utilizaba el sistema dodecafónico o la combinatoria mística hebrea, para profundizar bajo la magia de los sonidos y el hermetismo letrista en otras realidades más allá de la palabra y la verdad, en la nada, para «sublimar esa negación del mundo».

Descendiente por el lado paterno de una tradición castrense, pues su abuelo Juan Cirlot Butler –de madre irlandesa– fue general y gobernador de Filipinas, y de tradición comercial por el lado materno, Cirlot estudió el bachillerato con los jesuitas y pronto mostró gran interés por las culturas antiguas, la egiptología y la música, matriculándose en la academia Ardèvol y asistiendo a conciertos de música contemporánea, recitales poéticos, conferencias (Alexander Scriabin) y exposiciones como la de Picasso o la del surrealismo en la que participaría Éluard. De formación autodidacta, trabajó de oficinista en un banco hasta su movilización durante la Guerra Civil, pasando por el frente del Guadarrama y Madrid para acabar –una vez terminada la contienda– cumpliendo de nuevo el servicio militar en Zaragoza, ciudad que le abriría las puertas a su bagaje cultural. Allí –por mediación de su amigo Ernest Xancó– entró en contacto con el círculo surrealista de Alfonso Buñuel (García Abrines, Tomás Seral, José Alcrudo, etc.), gracias a cuya amistad pudo acceder a las revistas de vanguardia, frecuentar cafés y conocer a críticos de arte como Camón Aznar o a la pianista Pilar Bayona, cuya fascinación inducirá uno de sus primeros poemarios de ecos ravelianos, Pájaros tristes ([1942] 2001). En él se aprecian ya la angustia neorromántica, la imagen surreal y, sobre todo, la técnica musical que determinará su poesía, y no solo en composiciones dedicadas a artistas («Oda a Ígor Strawinsky» o «Elegía a Alexander Scriabin»), pues definirá poemarios iniciales como La muerte de Gerión. Ballet (1943) y, más tarde, su poesía permutatoria y experimental de obras como Homenaje a Bécquer ([1954] 1971), El palacio de plata (1955), Bronwyn, permutaciones (1970), Inger, permutaciones (1971) o Variaciones fonovisuales ([1972] 1996).

A mediados de los cuarenta, Cirlot entró en contacto con el grupo de la revista Entregas de Poesía –que dirigía Juan Ramón Masoliver– y el círculo surrealista de la taberna La Leona y el antiguo Café Suizo (Julio Garcés, Manuel Segalá, Ramón Eugenio de Goicoechea y César González Ruano); también confraternizó con los postistas: por ejemplo con Carlos Edmundo de Ory, «amistad celeste» que nunca le abandonaría, encarnando –a través de su correspondencia– un recorrido existencial de heterodoxia mágica. Es durante esta época de finales de los cuarenta cuando viaja a París para conocer a André Breton, escribe la novela Nebiros (1950) y conoce a Gloria Valenzuela, con la que tuvo dos hijas, Lourdes y Victoria Cirlot, profesoras universitarias que también ejercerían la crítica artística y literaria con ensayos fundamentales sobre el simbolismo, el medievalismo y el arte moderno.

Su trabajo en la Editorial Argos y Gustavo Gili lo llevó a conocer a numerosos artistas. En ese tiempo colaboró en revistas (El Correo de las Artes, Índice, Papeles de Son Armadans, Revista de Literatura, Goya, Art Actuel International, Cuadernos de Arquitectura, Die Kunst, La Vanguardia, etc.) y realizó una frenética actividad ensayística y traductora. Su poesía, que fue apareciendo también en periódicos y en plaquettes limitadas de difícil acceso al lector, se inscribe dentro de una vertiente surreal de posguerra con rasgos apocalípticos que había inaugurado el José Luis Hidalgo de Las luces asesinadas y otros poemas con Raíz (1944), y que seguirían Miguel Labordeta o Álvarez Ortega. Se trata de un surrealismo caracterizado por la violencia anímica y los universos irredentos bajo una subjetividad críptica, correlato de la angustia existencial del ser humano con su ideales caídos en una sociedad alienante: son los sucesivos «cantos» de la vida muerta (1946, 1953, 1954, [1956] 1961, 1970) y Donde las lilas crecen (1946), pero sobre todo es el imaginismo cósmico –representado mediante metáforas modernistas y símbolos oníricos– el que le define ya desde sus obras iniciales Seis sonetos y un poema del amor celeste (1943) y La muerte de Gerión (1943) –de ecos valeryanos– para fundamentarse en Árbol agónico y En la llama (sintomáticamente ambos de 1945). La poesía órfica a la búsqueda de la amada perdida o el paraíso destruido aparece en Susan Lenox (1947) y se va consolidando en obras de 1949 como Elegía sumeria, Lilith o Eros, a veces con incursiones en la poesía cotidiana, como fue Diariamente (1949), producto del neorrealismo del momento, o en el universo del cine. Películas como Susan Lenox, Hamlet, El señor de la guerra o Piel de asno son un detonante simbólico en su obra, pues el cine permite –como señaló el propio poeta– que los contornos de la vida cotidiana supriman «lo inútilmente repetido de nuestra existencia y pongan ante la mirada el modelo de una condensación típicamente poética».

Este surrealismo onírico, presente también en la prosa lírica de 80 sueños (1951) –sin soslayar la línea de reflexión estética y aforística de Ontología (1950) y Del no mundo (1969)–, se caracteriza por el nihilismo de la negatividad. Se trata de una poesía que destella isotopías infernales y herméticas que horadan en la ruina del alma humana, mientras el misterio de lo pasado, la magia y lo simbólico hilvanan obras como La dama de Vallcarca (1957), a la que habría que añadir esa veta elegíaca y oracional de tintes visionarios en la línea blakeana o lautreamontiana, tan presente en Cordero del abismo (1946) o Libro de oraciones (1952), y que llega hasta Los restos negros (1970): una inclinación por el dolor que luego encontraremos en obras de los años sesenta como Regina tenebrarum o Las oraciones oscuras (ambas de 1966).

Asimismo, su poesía se adentrará en la experimentación, colaborando con el grupo Dau al Set (1948-1954) que dirigían Tharrats, Tàpies, Ponç, Brossa, Puig y Cuixart, artistas que reivindicaron el magisterio de alquimistas y heterodoxos como Ramon Llull, Schönberg o Gaudí, y de pintores como Max Ernst, e, incluso, el influjo del jazz. Estos revelan, a su vez, mitos significativos como Osiris, Perséfone, Lilith o Mitra, que explican esa tendencia metafísica de exacerbado desconsuelo que ha definido a Cirlot, y cuya vía de escape sería una lírica cada vez más transcendental a la búsqueda de lo sagrado, de la mano de la experimentación poética con el juego de la combinatoria. Esta tendencia aparece ya en El palacio de plata (1955) y marcará su segunda etapa: el Inger, permutaciones (1971) o el ciclo Bronwyn (1967-1972). Este último tiene su origen en el visionado de la película de Franklin Schaffner, impacto mítico que el mismo poeta explicó de la mano del simbolismo y el psicoanálisis en Cuadernos Hispanoamericanos (núm. 247, julio de 1970), ya que interpretó esa palabra celta bajo el simbolismo fonético. Ello dio origen a toda una serie de poemarios herméticos sin parangón en las letras hispánicas del siglo XX, que hacen de él uno de los poetas más geniales de nuestra lírica. Hablando de sus espadas, había indicado Cirlot su afición «a lo extraño, lo perdido, lo oculto: al surrealismo, el simbolismo, la astrología, la alquimia, la morfología y la heráldica», inclinaciones que perfectamente lo retratan.

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