Selecciona una palabra y presiona la tecla d para obtener su definición.


ArribaAbajoIV.- La extraña boda del «dulce Batilo» (1782 y 1783)

Meléndez en 1782.- Sus amores de juventud.- La familia García de Coca.- El matrimonio secreto.- «La mujer de treinta años».- La situación de la pareja y su «tierno amor»


En 1782, cuando recibe el grado de licenciado, el profesor de Humanidades tiene veintiocho años187. De estatura ligeramente superior a la media sólidamente constituido, incluso recio, tiene, sin embargo, buena presencia y aspecto bastante elegante. Por reacción contra una ligera tendencia a encorvarse, lleva muy erguida la cabeza, que atrae y retiene la mirada. La cara, ovalada, afeitada, de facciones un poco acusadas, pero regulares, de mandíbula ancha, es notable por la blancura de la tez, ligeramente coloreada en las mejillas. La frente, marcada por dos cicatrices, es amplia, alta, muy despejada: indica inteligencia, aptitud para la reflexión, mientras que la nariz, bastante gruesa, de punta redondeada y aletas separadas, refleja una viva sensualidad, confirmada por la boca, sobre todo por el labio inferior. Sus ojos, azules, de un azul que la edad tornará más oscuro y profundo188, están impregnados de bondad, pero son penetrantes y reflexivos bajo la espesa barrera de las cejas, más oscuras que la abundante cabellera castaño claro, casi rubia189. En la mirada, directa y franca, se transparenta a veces un resplandor de inquietud, o bien se torna por un instante vaga, como si el escritor, replegándose sobre sí mismo, siguiese el movimiento de un pensamiento íntimo, el revoloteo de alguna fugaz imagen. Pero quizás esta impresión de mirada perdida no proviene sino de la miopía del poeta. Sin embargo, su distracción se encuentra en la conversación, siempre agradable, un poco lenta a veces, un poco embarullada, como si este prosista de pluma fecunda buscara el término apropiado, la metáfora que expresase su pensamiento. Aunque vivió durante mucho tiempo en Castilla o en el reino de León, nunca perdió del todo esa pronunciación extremeña que en tantos rasgos recuerda a la de los andaluces190. Trabajador encarnizado, infatigable (comprometió durante un tiempo su salud por realizar a la vez múltiples actividades), Meléndez posee enormes facilidades y tiene el gusto, el «virus» del estudio. Algunos atribuyen su obstinación a la ambición, y quizás tengan algo de razón. Pero una especie de timidez le impidió a menudo sacar provecho de sus esfuerzos: ella fue la que le hizo renunciar hasta entonces a publicar sus Poesías; será necesaria la presión de sus amigos para que se decida a ello. Pese a esto, enesta época, la actividad del joven acaba de recibir una doble recompensa: el rey le ha otorgado una cátedra de latinidad y la Academia su primer premio de poesía. Lo cual no le impide seguir leyendo con pasión a los autores contemporáneos, sobre todo extranjeros. Nueve años antes, Cadalso indicaba ya que era «sobre todo afecto a estas cosas modernas», y no ha cambiado.

Por otra parte, los estudios y los libros no le han hecho romper por completo con el género humano; su afabilidad, su cortesía, hacen agradable su trato desde el primer momento; su dulzura, su humanidad, su bondad, le atraen la simpatía que la rectitud de sus principios y de su juicio, su cultura, sus inmensas lecturas, suelen hacer más honda, transformándola a menudo en amistad. Los que le conocen desde su llegada a la Universidad están asombrados de la metamorfosis que se ha operado en él: diez años antes, su precocidad poética contrastaba curiosamente con una especie de timidez, de desconfianza de sí mismo, de infantilismo psicológico, que le hacía buscar como un refugio, como un apoyo para su personalidad, poco firme, un guía, un tutor, un mentor. Desde entonces, al calor de algunas amistades benéficas, bajo el efecto de sus lecturas y de sus primeros éxitos, este retraso de su carácter ha sido llenado, se ha afirmado su personalidad: los que le tratan de cerca, sus colegas de la Universidad, por ejemplo, saben muy bien que el joven, superando su timidez, ahora sabe imponerse; en pleno Consejo defiende con energía, a veces en tono irónico, otras de manera fogosa e incluso con violencia, estas nuevas ideas de las que lentamente se ha impregnado y que encuentra objetivamente fundamentadas en la razón. El timorato de antaño se ha transformado en un audaz, que ya no teme chocar de frente con la autoridad, los hábitos o las costumbres.

El único rasgo de su carácter que permanece idéntico en él es una sensibilidad muy viva, que sus lecturas -Young, Saint-Lambert, Rousseau- no han hecho sino enriquecer y desarrollar. Meléndez es doblemente sensible: primero, por temperamento, y subsidiariamente, por la influencia de su época. Este rasgo fundamental será la constante de su carácter, el que en último término explicará su conducta y será el motivo de algunas tomas de posición aparentemente ilógicas. Siempre en Meléndez la inteligencia pedirá en último recurso sus órdenes al corazón.

En resumen, con esta personalidad compleja, Batilo resulta atractivo, pues, como dice fray Diego, «es hermoso de cuerpo y de alma». Nos complacemos en encontrar la fisonomía que tenía en esta época en el retrato que conserva la Biblioteca Nacional de Madrid191. Su porte elegante, su rostro regular y abierto, amable y decidido; su gentileza y su cultura; en una palabra, su encanto, así como las primicias de una carrera universitaria y literaria brillante, no pueden por menos que hacer latir los corazones de las jóvenes soñadoras de la antigua ciudad del Tormes. Más de una, al volver de la iglesia del brazo de su madre por la Plaza Mayor, donde el seductor poeta le ha sonreído, murmura, pensando en el autor, estos versos del romance «Rosana en los fuegos», que circulaba manuscrito por los salones de la ciudad:


De amores me muero;
Sin que nada baste
A darme la vida
Que allá me llevaste;
Si ya no te dueles,
Sensible de mí,
Que me muero de amores
Desde que te vi192 .



*  *  *

Por su parte, el poeta no permanecía de ninguna manera insensible a los encantos del bello sexo; ya en su primera juventud quería ser solamente el cantor del amor:


La paz y los amores
Te harán, Batilo, insigne193...



En 1773, cuando Meléndez aún no tenía veinte años, Cadalso le caracterizaba así: «Mozo algo inclinado a los placeres mundanales, a las hembras, al vino y al campo...»194. Y en varias cartas, que creemos datan de 1774-1775, hace alusión a los amores de su joven amigo, al que asedia con preguntas: «De te enim, de tuis amoribus... libentissime semper audio»195. El amorío de turno en aquel momento, ¿tomó caracteres de noviazgo serio? Podría inferirse de los términos que emplea el capitán amigo de las Letras: «Quidnam de Hymenaco tuo credam? Arcadius quae affirmat tu negas». El tono ligero que se desprende de toda esta epístola latina nos impide, sin embargo, tomar muy en serio esta noticia.

Pese a que los biógrafos del poeta han interpretado a su modo las invocaciones de Dalmiro: «Phoebe, Musarum pater... salve! Fata mihi per te pateant... De Baty1o autem, de illius uxore [...] sciam quidquid [factum est]», no han puesto en claro en absoluto la vida sentimental del joven estudiante. Los más, espigando a lo largo de las anacreónticas un haz de nombres encantadores, trenzan con ellos una poética guirnalda con que rodean graciosamente el cuello de nuestro Don Juan: Filis, Julia, Fany, Dorila, Clori, Cinaris, Cintia, Licoris, Galatea y muchas otras pastoras habrían sido las víctimas complacientes, confusas y encantadas del «tierno» e irresistible Batilo. Estamos convencidos de que en esto hay mucha literatura y muy poca verdad: la mayor parte de estos amables nombres no encubre nada; nada, sino seres imaginarios, nacidos de la fantasía del poeta, igual que las Erithie, Glycère, Climène, y otras Daplmé, de Gessner; varias de estas exquisitas criaturas, como Licé, Julia, Fanny quizás, han pasado directamente, con sus encantos y su lenguaje, de los modelos de este poeta a los versos de Batilo196. En cuanto a Vecinta, si el poema es, efectivamente, de Meléndez197, es un empréstito que el estudiante hace para bromear al serrallo de su casto y religioso amigo Delio; no hay que buscar a toda costa confesiones autobiográficas en los poemas amorosos de Meléndez, sobre todo en las anacreónticas.

Pese a esto, entre las graciosas siluetas que cruzan por los versos de Batilo, existen dos o tres que parecen tener más realidad que las otras, sin que por ello estemos autorizados a concluir que sus relaciones con el poeta fueron más allá de las declaraciones platónicas o de los amores adolescentes cuando no infantiles.

Ciparis, cuyo verdadero nombre ignoramos, era una joven salmantina cuya familia recibía a Batilo, principalmente en el otoño de 1776, cuando la enfermedad interrumpió sus estudios198.

Filis, que le sucedió en el corazón del poeta, terminó, según el marqués de Valmar, despachando, finalmente, a su enamorado199. Pero algunos manuscritos de los poemas a Filis, que poseía Antonio Rodríguez Moñino, llevan en lenguaje cifrado esta mención marginal: «A doña María Andrea de Coca». Si no supiéramos que Meléndez no cesó, al copiar una y otra vez sus poemas, de sustituir a Clori por Fanny, o a Licoris por Cinaris, nos sentiríamos inclinados a identificar a Filis, por lo menos en algunos casos, con la hija de don José de Coca200.

La única, entre las musas del poeta, cuya identidad conocemos con certeza, es Rosana. Desde la edición de las Memorias de un setentón, de Mesonero Romanos, no es un secreto para nadie que Rosana es doña Rosa de la Nueva y Tapia201, Esta identificación está confirmada por Mariano de Rentería y Fica, uno de cuyos sonetos se titula «Al retrato de Doña Teresa (sic) de Tapia, celebrada por don Juan Meléndez»202.

No creemos que Cadalso se refiriera a estas jóvenes de buena familia cuando al hablar de Batilo le juzgaba «inclinado a las hembras». ¿No aludiría más bien al grupo bullicioso y poco serio que formaban:


La Chispa y la Cacharra,
La Ojotes, las Gurrumas,
Las Calluzas y Claras
[...]
Que francas de sí mismas
A nada se negaran?203



Más que estas musas imaginarias o reales, objeto de un amor platónico o carnal, pero de todas formas pasajero, otra salmantina merece que nos detengamos un poco: aquella a quien el poeta, en el año de 1782 unió su destino para siempre; la que sería su abnegada compañera durante treinta y cinco años: doña María Andrea de Coca y Figueroa. Si admitimos con Somoza que la boda de Meléndez orientó todo el curso de su vida ulterior, no es inútil consagrar algunas páginas a este acontecimiento que en otra biografía no merecería sino una simple mención.

Quintana, apoyándose en el testimonio de la viuda del poeta, escribe que doña María Andrea procedía de una de las familias más distinguidas de Salamanca. En efecto, si se juzga por su tren de vida, la familia de Coca pertenecía a lo que en nuestro tiempo llamaríamos la alta burguesía. El abuelo materno de la joven, don Diego González de Rueda, era mayordomo administrador de las fundaciones piadosas de la catedral. En 1744, agobiado por las enfermedades, el anciano, de acuerdo con el cabildo, confió el cargo a su yerno, don José García de Coca204. Este, padre de María Andrea, ejercerá hasta su muerte estas funciones de administrador; pero en 1790, arguyendo a su vez su avanzada edad, firmará un poder general en favor de su hijo, don Matías, que así podrá ayudarle, o incluso reemplazarle totalmente, llegado el caso205.

Este cargo de administrador se renovaba cada seis años. Como el candidato debía reunir todas las garantías, no sólo morales, sino económicas, en los contratos que hemos leído se hace mención detallada de los bienes que don José aceptaba hipotecar a título de garantía. El contrato registrado el 15 de noviembre de 1782, y valedero para el período enero 1783-diciembre 1788206, nos da a conocer que don José poseía en bienes inmuebles alrededor de 150000 reales: en Villaflores, tierras de trigo muy parceladas -cuarenta parcelas de extensión y calidad muy diferentes-, cuyo valor total se elevaba a 19000 reales; en Villoria, una explotación vinícola, igualmente muy dispersa: trece viñas, que, con la casa provista de un lagar y de una bodega, un solar y un huerto, se estimaban en 55000 reales, y, finalmente, en Salamanca, tres inmuebles y un «censo», que representaban una suma de 72000 reales.

Es, pues, muy acomodada la familia en que entra nuestro poeta y el inventario general que establecerá el notario Joseph Iglesias de la Casa, a la muerte de don José, pondrá de manifiesto que los herederos del administrador tienen que repartirse entre bienes muebles e inmuebles un valor de 451000 reales.

Gracias a las actas notariales, perfectamente conservadas en Salamanca; gracias también a los archivos parroquiales, hemos podido reconstituir con bastante exactitud la historia de la familia política de Meléndez.

Don José García de Coca, nacido en octubre de 1712, se casó el 9 de junio de 1743, ante su hermano don Blas García de Coca, con doña María Xaviera de Rueda y Figueroa, nacida el 2 de diciembre de 1721207, emparentada con la ilustre familia de los Maldonado, según se desprende de un documento en el que se la designa con los nombres de doña Xaviera González de Rueda Figueroa, Vega y Maldonado208. De este matrimonio nacieron cinco hijos, de los que sobrevivieron cuatro: María Andrea, Manuel Antonio, Luisa Gonzaga Josefa y Mathías. El quinto vástago, Juan Joseph, nacido el 6 de mayo de 1746 y bautizado el 12, debió de morir de corta edad, ya que en adelante no se habla de él, y ni don José García de Coca ni su esposa le mencionan en sus respectivos testamentos.

Doña Xaviera murió en mayo de 1759, habiendo dictado sus últimas voluntades el 2 de mayo209. Como buena cristiana -era terciaria de Nuestra Señora del Carmelo, mayordoma de la cofradía de Nuestro Señor en la parroquia de San Benito y pertenecía igualmente a las cofradías de las Animas del Purgatorio de San Benito, de San Martín y de San Adrián- recomienda por una cláusula explícita que se le digan cincuenta misas rezadas por el descanso de su alma, y, como buena esposa y madre, nombra herederos universales a sus cuatro hijos y a su marido.

Diez años más tarde, en octubre de 1769, moría el hermano de don José, don Blas García de Coca, canónigo de la catedral de Salamanca, fulminado por un ataque de difteria mientras dirigía las labores de vendimia en Villoria. Legaba a cada una de sus sobrinas, María Andrea y Luisa Josepha, una docena de platos de plata, y a sus dos sobrinos, menos favorecidos, únicamente una pieza de plata de escaso valor.

Así, cuando en 1782 Meléndez se casa con María Andrea, la situación de la familia de Coca es la siguiente: don José, su suegro, tiene setenta años, es viudo desde hace veintitrés; el hijo mayor, don Manuel Antonio, teniente en el regimiento de Pavía, está casado con doña María Pedrosa, hija del capitán de este mismo regimiento; doña Luisa Josepha está casada desde 1773 con don Ignacio Javier de la Riva, capitán del regimiento provincial de Salamanca, tiene de él dos hijos: Benito y Cándida. Este último matrimonio vive en la casa contigua a la de don José, calle de Sordolodo. Finalmente, don Mathías, ordenado sacerdote desde 1780, vive con su padre, a quien ayuda en sus funciones de administrador. Es María Andrea quien gobierna la casa, con bastante autoridad, si damos crédito a Somoza210.

Esta es la familia salmantina -una familia «principal», respetable- en la que Meléndez va a entrar; pero contra toda previsión, el joven profesor, a quien algunos, como hemos visto, tildaban de ambicioso, va a llevar a cabo esta halagüeña alianza de la forma más discreta posible: a escondidas, al margen de toda la ciudad.

*  *  *

Quintana, en su Noticia211, cita sin comentarla la boda de su maestro Meléndez: «Al año siguiente de 82 [1782], recibió el grado de licenciado en Leyes y el de doctor en el inmediato de 83. En este mismo año, y poco antes de recibir el último grado, había contraído matrimonio con doña María Andrea de Coca y Figueroa, señora natural de Salamanca e hija de una de las familias distinguidas de la ciudad. Pero como la cátedra apenas le daba ocupación y de su casamiento no tuvo hijos, el poeta, a pesar de haber tomado estado y colocación, quedó libre para seguir sus estudios favoritos y entregarse enteramente a la filosofía y a las letras».

Otro discípulo de Meléndez, José Somoza, que publicó en 1843 Una mirada en redondo, a los sesenta y dos años212, no tenía las mismas razones que Quintana para ser discreto. Muerta desde hace más de veinte años la mujer de Meléndez, Somoza puede dar libre curso a su lengua, algo chismosa. Trata sin consideración a doña María Andrea de Coca y la colma de epítetos malintencionados: «...de lo que constituye la virtud de su sexo, nada había que tachar; pero ¡qué virtud, Dios mío!, altiva, intratable, hostil, como la de algunas damas de Calderón o Moreto, a cuya lectura ella era muy aficionada... Su talento e instrucción los pervertía un juicio estrafalario, y eran tan extremadas sus pasiones que transformaban en vicios varias de sus buenas prendas: por economía, ruin; por pundonor, ambiciosa, y por amor conyugal, intolerante y verdugo implacable del pobre hombre, y celosa de cuantos le estimaban, sin distinción de sexo... Demonio encarnado, la llamaba su padre, Don José de Coca». Así comprendemos la exclamación de Somoza: «¡Era un enlace bien extravagante el del dulce Meléndez con aquel energúmeno!»

Estos detalles picantes no carecen de interés para los biógrafos del poeta, pero la revelación más importante que nos hace Somoza es que la boda de Meléndez fue primeramente una boda secreta: «El día en que Meléndez pidió consejo sobre esta boda al festivo Iglesias, al enérgico Cienfuegos y a otros amigos suyos, no hubo uno de ellos que la aprobase, y cada cual hizo de la futura una descripción en diverso estilo y a cual menos favorable; pero Meléndez les tapó la boca confesándoles que estaba ya casado en secreto...»213

La práctica de los casamientos secretos no ha sido patrimonio exclusivo de la literatura novelesca, lo mismo en el Siglo de Oro que en el de la Ilustración: recordemos si no la unión secreta de Alcalá Galiano y la extraordinaria fuga de Madrid a Andalucía, que le sirvió de viaje de novios, durante la guerra de la Independencia. Sin embargo, lo extraño de esta decisión, la sorpresa que causó entre los contertulios del poeta, los mismos términos que emplea Somoza para describirnos a la «futura», nos han incitado a investigar por qué razón el dulce Batilo escogió como compañera de su vida a este «demonio» con faldas.

*  *  *

A lo largo de una búsqueda metódica, en diversas parroquias salmantinas, hemos encontrado varios documentos reveladores y principalmente el acta de matrimonio de Meléndez, que se encuentra en el:

«Libro de casados y / velados de la parroquia de San Benito de Salamanca, en 7 de julio de 1774, [hasta] 1851»214.



El primer documento de los que en ese libro se conservan es la «licencia». o dispensa del ordinario. No está expedida por el obispo, sino por el canónigo Salgado, que simultanea las funciones de juez eclesiástico y de vicario general de la diócesis215:

Por la presente damos licencia a Dn. Mathías de Coca, de esta diócesis, para que sin perjuicio del Derecho Parroquial pueda -desposar y despose por palabras de presente que hagan verdadero matrimonio y no resultando impedimento alguno a) tiempo de contraer el licenciado Dn. Juan Meléndez Valdés, natural de la villa de Ribera... hijo legítimo de Juan Beléndez Valdés (sic) y de Doña María Cacho Montero -de la Vanda, de el Gremio de esta Universidad y su cathedrático de Humanidad, con Doña María Andrea de Coca y Rueda, soltera, natural de esta ciudad, hija de..., etc., encargando el sigilo a los testigos, por justas y razonables causas que nos mueven, dispensamos en las tres canónicas moniciones dispuestas por el Santo Concilio de Trento y veinte y cuatro horas que devían preceder, i ponga a continuación de ésta certificación de haber executado dicho desposorio para que entregada al infraescrito notario, se coloque a continuación de los Autos para que a su tiempo y cuando se dé al público dicho matrimonio se siente la partida en los libros y recivan las vendiciones numpciales lo que pueda hazer sin incurrir en pena alguna.

Dada en Salamanca a veinte y dos del mes de noviembre de mil setecientos ochenta y dos.



A continuación se lee el acta de matrimonio, redactada por Mathías de Coca. Hace constar la dispensa citada, da los nombres de los contrayentes y de sus padres, enumera después los cuatro testigos que han asistido a la ceremonia: don Francisco Stanislao Montero Gorjón, canónigo de esta Santa Iglesia; don Francisco Ibáñez, de la orden de Calatrava, rector del Colegio de esta orden; el doctor don Gaspar González Candamo, canónigo, del Colegio de la Vega, de la regla de San Agustín, profesor en la Universidad y titular de la cátedra de lengua hebraica, y don Ignacio de la Riva, capitán de los Reales Ejércitos; a continuación especifica que el cura de la iglesia de San Benito, parroquia de dicha doña María Andrea, podrá insertar este acta «adonde conbenga... quando se publique este matrimonio», firma «en Salamanca el 24 de noviembre de 1782» (con todas las letras).

Así, pues, habían sido tomadas todas las precauciones contra posibles indiscreciones: igual que el celebrante -el propio hermano de la novia-, todos los testigos eran familiares o íntimos. Ya conocemos a González de Candamo, amigo y colega de Batilo, y a don Ignacio de la Riva, que era el cuñado de María Andrea; en cuanto al canónigo Montero Gorjón, debían de unirle lazos de amistad con don José, ya que éste le demostrará su confianza designándole como uno de sus albaceas testamentarios. En fin, don Francisco Ibáñez no nos es desconocido; es él quien, en julio de 1781, toma posesión, en nombre de Batilo, de la cátedra de humanidades que el rey acababa de conceder a éste.

Igual que la dispensa, el acta de matrimonio subrayaba el carácter provisional de las causas que exigían el secreto: «Para que conste y pueda poner esta partida adonde conbenga... quando se publique este matrimonio». Esta publicación tuvo lugar dos meses y medio más tarde. En efecto, el 6 de febrero de 1783 don Félix Martín Básquez, cura de la parroquia de San Benito, habiendo tenido conocimiento del acta de matrimonio establecida por Mathías de Coca (y que se vuelve a copiar in extenso), da la bendición nupcial a los esposos, «solemnizándola yn facie Eclesie», en presencia de «Domingo García, Don Joseph de Coca, Don Ignacio de la Riva y otros...»216.

Esta «publicación» no nos aclara las razones que tenían los esposos para buscar el secreto. Si se hubiera tratado de un matrimonio canónicamente secreto, «matrimonio de conciencia», autorizado solamente por razones «gravísimas y urgentísimas» por el canon 1041217, no se debería encontrar mención de él en el registro parroquial de matrimonios. Era, pues, un matrimonio social y temporalmente secreto, pero canónicamente normal218. Para tranquilidad de conciencia, hemos hecho algunas investigaciones en los archivos episcopales y hemos encontrado el expediente reservado relativo a nuestro poeta: comprende seis hojas, la primera de las cuales lleva la mención:

Meléndez Valdés Juan 1782.

Información Matrimonial Año de 1782.

Información de Livertad practicada a Ynstancia de el Licenciado Don Juan Meléndez Valdés, etcétera... para contraher matrimonio con Doña Andrea de Coca y Rueda, soltera, natural de esta ciudad. Notario: Muñoz.



Están registradas cinco declaraciones. Son por orden: el 20 de noviembre: la de Meléndez; el 21 de noviembre: las de doña María Andrea, don Francisco Estanislao Montero Gorjón, don Gaspar González Candamo y el Dr. Fr. Francisco Ibáñez.

El expediente se termina con la autorización para celebrar la boda, firmada por el vicario general Salgado (la fórmula es bastante diferente de la «licencia» que hemos transcrito, pero evidentemente estas diferencias no afectan al fondo).

La declaración del novio, abarrotada de cláusulas jurídicas o canónicas, presenta, sin embargo, cierto interés por las consideraciones invocadas. Después de recordar sus orígenes, el compareciente expone que «por la voluntad de Dios decidió contraer el Santo Sacramento del Matrimonio con Doña María Andrea de Coca, soltera, natural de esta ciudad, etc.», tanto el uno como la otra, que tienen más de veinticinco años -es decir, son mayores de edad-, han tomado consejo de sus familiares y no existe ningún obstáculo para la celebración de esta unión..., pero, «conviniendo que por aora sea con el mayor sigilo, por las justas y razonables causas y motivos que tengo representadas y comunicadas a V. S»., suplica al ordinario que, después de una investigación sobre la libertad de los contrayentes y la ausencia de todo impedimento, autorice a un sacerdote, escogido por los novios, a proceder, sin perjuicio del derecho parroquial, a esta boda, imponiendo a los testigos la obligación de conciencia de observar el silencio y guardar el secreto, hasta que llegue el momento de hacer pública esta unión; en consecuencia, solicita la dispensa de las tres amonestaciones previstas por el concilio de Trento y de las veinticuatro horas de plazo, «en que, además de ser justicia, recibe merced».

Por su parte, la joven «dijo ser natural de esta ciudad, hija legítima, etc., y que siempre se ha mantenido soltera, no casada, sujeta a matrimonio ni religión; que no tiene ni padeze defecto ni impedimento alguno que la prohiva la Zelebración de el matrimonio que tiene tratado con el licenciado Don Juan Meléndez Valdés, por lo cual no ha sido, ni es, Rovada, Ynducida, ni atemorizada por persona alguna, pues lo hace y executa de su libre y Expontanea Voluntad y que suplica al Sr. Provisor Governador se sirva dispensar en las tres canónicas moniciones, etc.; y lo dicho dijo ser la verdad so cargo el Juramento fecho en que se afirmo, ratifico, y firmo, y dijo ser de edad de treinta años poco más o menos».

En cuanto a las declaraciones de los tres testigos, son, con muy pocas variantes, idénticas. Afirman que son familiares de los dos prometidos, garantizan que son libres y aseguran que no hay en absoluto, que ellos sepan, impedimento para la celebración del proyectado matrimonio.

*  *  *

Un hecho se impone desde el principio: estos documentos no aportan ninguna precisión sobre las «justas y razonables causas» que decidieron al vicario general a conceder la dispensa; más aún, la fórmula conviniendo que por aora sea con el mayor sigilo, por las justas y razonables causas y motivos que tengo representadas y comunicadas a V. S. nos quita casi toda esperanza de llegar a saber un día, por un documento oficial, la naturaleza de las consideraciones invocadas. Meléndez debió de limitarse a exponerlas al obispo o a su suplente de viva voz, o en una carta confidencial que no debía unirse al expediente.

Ignoramos, además, si los novios se conocían desde hacía mucho tiempo y de cuándo databa su proyecto de matrimonio. No parece que se pueda sacar la menor indicación de las obras dedicadas por Meléndez a su mujer, tal como la égloga Batilo, publicada recientemente por A. Rodríguez Moñino219 y totalmente diferente a la égloga del mismo nombre que valió al poeta su primer triunfo público. Esta obra no está fechada y es sabido que Meléndez cambiaba fácilmente en el título o en el cuerpo de un poema el nombre de la musa que le inspiraba.

Al ser mudas las actas oficiales y los poemas confidenciales, hemos intentadosacar alguna luz del derecho canónico o de la jurisprudencia eclesiástica consultando la conocida obra de E. Montero220.

Tras recordar que la razón de un matrimonio secreto ha de ser «gravísima y urgentísima», el autor añade:

Es verdad que el código no enumera aquellas causas, ni siquiera cita una por vía de ejemplo: pero puede servirnos mucho para la apreciación de causas la disciplina antigua, en la cual se consideraba Vr. gr. como suficiente para permitir el matrimonio de conciencia la necesidad, de unir en legitimo matrimonio a un hombre y a una mujer que aparecían públicamente como casados, aunque en realidad vivían en concubinato.



Siguiendo a Wernz, da el ejemplo de los matrimonios de conciencia de los oficiales superiores del ejército en Francia y en Italia221; siguiendo a Rosset, evoca el caso de «la viuda que si dejase de serlo, contrayendo nuevo matrimonio, perdería la tutela de sus hijos o la facultad de ejercer la profesión de comerciante que le era necesaria para sí y para los suyos». Aunque situado en plano muy distinto, el matrimonio de doña Cristina de Borbón con Fernando Muñoz ilustra perfectamente esta nota.

Lo mismo que los documentos de archivos citados más arriba, tampoco estos ejemplos nos proporcionan la clave del enigma. Sin embargo, nos permiten desechar algunas hipótesis.

El secreto de esta unión no puede explicarse por razones profesionales, ya que Meléndez lo hará público antes de graduarse como doctor.

Tampoco se trataba de poner al padre de doña María Andrea ante un hecho consumado, pues se tomó la decisión «con consejo y vendizión» de don José de Coca.

Lo que choca en este asunto es la extrema rapidez, la precipitación con que se llevan a cabo las diferentes gestiones y ceremonias: del 20 al 24 de noviembre, petición de dispensa, interrogatorios y declaraciones de los testigos, concesión de una dispensa, valoración de los bienes del novio -de los que ya hemos tratado-, celebración de la boda, todo esto se despacha en cuatro días. ¡Es verdad que las razones que ignoramos debían de ser gravísimas, o al menos urgentísimas!

Debemos rechazar una hipótesis que se acercaría al primer caso citado por Montero: «Necesidad de unir en legítimo matrimonio a un hombre y a una mujer que aparecían públicamente como casados». Está claro que si hubiera sido este el caso, se habría evitado cuidadosamente la ceremonia pública y solemne del 6 de febrero de 1783, la única que cita Quintana. Además, si damos crédito a Somoza, los mismos amigos del poeta no tenían la menor sospecha; Meléndez los sorprende con su decisión, y con la brusquedad de los grandes tímidos les «tapó la boca» al revelarles una unión cuidadosamente escondida.

Queda la hipótesis de una «reparación» exigida por las esperanzas o temores concebidos por doña María Andrea acerca de su estado. Batilo se habría visto obligado a casarse con la hija de don José de Coca. Pero entonces, ¿por qué la boda no fue pública, sino privada? La explicación de este hecho reside quizás en la noción que los canonistas llaman el «tempus clausum»: durante el Adviento y la Cuaresma no podía celebrarse la boda; exactamente «desde las primeras vísperas del domingo de Adviento hasta la Epifanía inclusive». «Pero lo único prohibido en este tiempo es la solemnidad de las bodas (bendición solemne, misa de velaciones, grandes fiestas profanas), por lo que no se trata de un verdadero impedimento»222. Ahora bien, la publicación de las tres amonestaciones, exigida por el concilio de Trento para todo matrimonio público, hubiera retrasado necesariamente la ceremonia hasta mediado el «tempus clausum» y, en consecuencia, hasta después de la Epifanía, época demasiado alejada, según nuestra hipótesis, para que María Andrea pudiera ocultar su estado. El matrimonio secreto, en cambio, ofrecía ventajas, siendo la principal que dejaba incierta la fecha de la unión. Llegado el momento de la celebración solemne, hubiera sido posible no revelar esta fecha y evitar así todo escándalo; o bien, quizás, en el caso preciso que nos ocupa, ¿había desaparecido accidentalmente antes del 6 de febrero de 1783, día del matrimonio público, la causa de inquietud de los esposos?

No se dejará de objetarnos la frase de Quintana: «de su casamiento no tuvo hijos el poeta». Es un hecho, pero que no tuviera un hijo viable no quiere decir que no hubiera tenido en algún momento la esperanza -o el temor- de tener descendencia. Además, sólo se trata, como ya lo hemos dicho, de una hipótesis que sugerimos, con el fin de explicar de forma verosímil la precipitación con que se concluyó este extraño matrimonio secreto.

*  *  *

Una última observación se impone en relación con doña María Andrea y nos permite aportar a su personalidad una precisión suplementaria.

En su declaración, la novia afirmaba tener «unos treinta años» («y dijo ser de treinta años poco más o menos»). Aunque vaga, la indicación no carece de interés. Por confesión propia, la declarante había nacido alrededor de 1752 y, por lo tanto, tendría dos años más que su esposo por lo menos. Ciertamente, la diferencia parece mínima, sobre todo en nuestra época; pero en el siglo xviii era frecuente que el marido llevase a su mujer diez o veinte años. El propio padre de doña María Andrea tenía nueve años y dos meses más que su mujer.

Este hecho, unido a los rasgos de carácter que nos refiere Somoza, explicaría quizás el ascendiente que doña María Andrea adquirirá y conservará durante toda su vida sobre su «Monsiurito».

Sin embargo, este «poco más o menos» -fórmula usual en las actas de la época- nos ha intrigado. Hemos emprendido la tarea de revisar sistemáticamente los registros de bautismo de todas las parroquias de Salamanca, vecinas al domicilio de don José de Coca. En el registro de San Isidro223 hemos encontrado las precisiones que buscábamos:

En la ciudad de Salamanca, a ocho días del mes de Diziembre del año de mil setecientos y quarenta y cuatro, yo, el Licdo. Don Joseph Manuel de Rueda, cura de la Parroquial de San Isidro y San Pelayo de ella, Bauptizé solemnemente y puse óleo y Chrisma a una niña que aviendo nacido el día 29 (veinte y nuebe) de noviembre de dicho año pusieron por nombre María Andrea, Yja legítima de Don Josef Frco. García de la Puente Coca y Ramos [...] y de Doña María Xaviera González de Rueda Figueroa Vega y Maldonado... (siguen los nombres de los abuelos).



Así, pues, no son «treinta años poco más o menos» los que tenía la novia de Meléndez cuando se casó el 24 de noviembre de 1782, sino exactamente treinta y ocho años (menos cinco días); y, en consecuencia, no tenía dos años más, sino diez años -«poco más o menos»- que el poeta.

Esta comprobación nos parece de cierta importancia y viene a confirmar plenamente las afirmaciones de Somoza. Las circunstancias habían reforzado aún más los rasgos psicológicos y caracterológicos que distinguían a María Andrea.

El primogénito de familia numerosa es propenso al autoritarismo, al orgullo y a la susceptibilidad, así como a la envidia; pero si se trata de una hija, y de una hija que tiene sentido del deber, la desaparición de la madre, que la obliga a ocuparse de sus hermanos más pequeños, desarrolla su instinto maternal y su ternura, al mismo tiempo que refuerza ese sentido de la autoridad que ya hemos señalado. Ahora bien, a los quince años María Andrea perdió a su madre y, sin duda, desde este momento tomó las riendas de la casa. No es, pues, de extrañar que la joven fuera para el dulce y tímido poeta, para el huérfano privado de ternura maternal, no sólo una atenta esposa, sino también una madre, a la vez exigente y vigilante; en relación con su mujer, Meléndez nunca perderá totalmente ese complejo de adolescente, de «niño», que nos revelan con ocasión de la muerte de su hermano Esteban, cinco años antes, sus cartas a Jovellanos. Edipo se casaba, pues, con Yocasta; quizás por esto su unión fue secreta, y por esto también la esposa, habituada a mandar, tomó la dirección del hogar. Si es cierto, como apuntamos al estudiar el caso de los hospitales de Ávila, que Meléndez supo en ocasiones, en el cumplimiento de su cargo de magistrado, imponer con vigor sus decisiones o las del Consejo de Castilla, del cual fue ministro, es evidente que la influencia de doña María Andrea también pesó, y quizás de manera lamentable, sobre las grandes determinaciones que el poeta hubo de tomar a lo largo de su vida.

Siempre que encontró un camino -vacilamos en decir «su camino»-, Meléndez supo desplegar sus cualidades o sus conocimientos, e incluso afirmar su voluntad. Pero en cada uno delos grandes giros de su vida se comprueba que sufrió una influencia exterior: la de Cadalso; luego la de Jovellanos, al comienzo y a lo largo de su carrera literaria; la de doña María Andrea, con toda seguridad, cuando abandonó la Universidad por la magistratura. ¿Sería aventurado imaginar que esta misma voluntad tenaz, deseosa de cortar de raíz las últimas vacilaciones del poeta, es a la que se debe imputar en último término la precipitación con que fue preparada y celebrada esta boda?

*  *  *

Dejando al margen por ahora las consecuencias que acarreará esta unión sobre la vida profesional, literaria e incluso política de Meléndez, debemos reconocer que le aportó considerables ventajas, tanto en el plano social como material.

El 22 de marzo224, solamente un mes más tarde de la publicación de su boda con doña María Andrea, el poeta recibía la Borla de doctor, coronación de su carrera universitaria. Probablemente fue por instigación de su mujer por lo que Meléndez decidió graduarse con este título, y, sin duda, una parte de la dote se empleó en pagar los cuantiosos gastos ocasionados por este costoso honor. Un apartado de la Carta de pago de dote, firmado por Meléndez ante notario, según la costumbre, nos aclara este punto:

«Por un vale de 20 de marzo de mil setecientos ochenta y tres: ocho mil cuatro cientos reales vellón...»225.



La comparación de las fechas, así como la relativa importancia de la suma recibida por el impetrante, nos permiten adivinar el empleo de estos 8400 reales.

Sabemos que la dote de doña María Andrea se elevaba a 40812 reales 16 maravedíes, pero después de la celebración del matrimonio público recibió un «aumento de dote» de cerca de 10000 reales, lo que elevó la cifra global a 49992 reales 16 maravedíes.

El examen de la Carta de pago de dote nos lleva a hacer tres comprobaciones:

  1. Solamente una parte del valor de esta dote -alrededor de la mitad- se hizo efectiva en metálico, es decir, en total 20000 reales. El resto comprendía una importante cantidad de vajilla de plata, con un peso de 773 onzas, que llevaba el sello de los plateros Montero y Ron, valorada en 15470 reales; un reloj de oro (400 reales); efectos diversos, y telas.
    • En todo este contrato dotal, tan detallado, advertimos la inspiración de don José, administrador concienzudo de los bienes de la catedral, a quien la edad hacía un poco puntilloso. Algunas anotaciones recuerdan indefectiblemente las cuentas de Harpagón:
      • 7 varas de gusanillo de estopa para toallas de criadas a cuatro reales vara son 28 reales: 28 rs.;
      • 6 mudas de tela de camisas y enaguas a 76 reales cada una componen 456 reales: 456 rs.
    • Afortunadamente para doña María Andrea, don José no tenía «lagarto disecado».
  2. El «aumento de dote» estaba constituido por joyas o vestidos regalados a doña María Andrea por amigos (como el deán del cabildo, don Francisco Estanislao Montero Gorjón, que regala una sortija de plata adornada de brillantes, valorada en 600 reales) o por miembros de la familia: su tío, don Blas de Coca, le legó, además de un reloj de oro con miniatura (1200 reales), algunos adornos femeninos de gran valor: «un traje de tisú y mandilete de red de oro (5000 reales), unos vuelos de encajes de Inglaterra (1500 rs.)», así como un pañuelo y un corte de encaje, valorados en 760 reales.
  3. Finalmente, es oportuno señalar la fecha tardía -siete años después de la celebración solemne del matrimonio- en la que se redactó este acta notarial. Su próxima marcha a Zaragoza obliga a Meléndez a poner en orden sus asuntos: hasta entonces esta puesta al día había sido inútil, ya que el poeta y su mujer no habían abandonado el hogar de los Coca.

Efectivamente, después de la ceremonia pública de febrero de 1783, Meléndez, abandonando las pensiones baratas en las que había pasado sus años de estudiante y de soltero226, se domicilió en casa de su suegro, cuyo gobierno ejercía María Andrea227.

Allí permanecería durante siete anos, hasta septiembre de 1789, época en que sus nuevas funciones de juez de lo criminal le obligaron a residir en Zaragoza. La casa de don José, donde Somoza visitó a su maestro228, daba a la calle de Sordolodo, en la que habían establecido sus talleres todos los herreros salmantinos. Morada burguesa, bastante amplia, para albergar no solamente a don José, a su hijo don Mathías y al matrimonio Meléndez, sino también, sin contar a los criados, a doña Luisa Josefa y a sus dos hijos, después de la muerte del capitán de la Riva. Contaba con trece o catorce habitaciones229. Retengamos únicamente que comprendía, además de un cuarto de estar, un oratorio y las habitaciones de uso corriente, dos despachos («despacho alto» y «despacho bajo») y una sala de trabajo («cuarto estudio»). Si damos crédito a Somoza, era en el primer piso donde trabajaba el profesor de humanidades, bajo la vigilancia de su intratable esposa: «En vano discurrían los amigos de hablar con Meléndez sin ser perturbados por este demonio de íncubo (sic). En vano era el elegir horas, en vano subir de puntillas la escalera de su estudio...»230.

Parece ser que, pese a esta prolongada vida en común, las relaciones de Meléndez con su familia política fueron excelentes. Don José apreciaba la abnegación de su hija y la compañía de su yerno; nos lo prueba una cláusula de su testamento:

Y aunque después de casados permanecieron ambos en mi casa y compañía por espacio de siete años, poco más o menos, hasta que pasaron a Zaragoza, es mi voluntad que por razón de manutención o alimentos no se le pida o cargue cosa alguna a dicha mi hija, puesdesde luego la mejoro en lo que importare, como así lo tengo declarado en papel firmado de mi mano que obra en su poder231.

Por su parte, Meléndez prueba sus buenas relaciones con su suegro y su cuñado al darles un poder general cuando se ausenta de Salamanca, en 1789232. Después de la muerte de don José, don Mathías quedará en excelentes relaciones con el magistrado y le pedirá, concretamente en octubre de 1797, que tome posesión en su nombre del beneficio simple de San Juan de los Gavilanes de Astorga y que cobre las rentas vencidas desde la muerte del titular precedente233.

Una última prueba de la buena armonía que reinaba entre don Mathías, doña María Andrea y el poeta nos parece que la proporciona el testamento de don José de Coca, en el que encon-tramos asociados los tres nombres, junto con el de Estanislao Montero Gorjón, a título de ejecutores de las últimas voluntades del anciano. No figuran ni don Manuel Antonio ni doña Luisa Josefa, cuyas funciones o cuyo hogar les habían alejado algo de su padre.

Si al fin de su vida don José otorgó esta prueba indiscutible de confianza a Meléndez, ocho años después de haberle acogido en su familia, es, sin duda, porque el matrimonio del poeta parecía sólido. Después de su boda, abandonando la era de las Licoris, Ciparis, Rosana y demás Fany -la era de los amores reales o imaginarios que nos revelan sus cartas o sus poemas-, Meléndez se consagra a su hogar, a su cátedra, a sus lecturas y a la defensa de sus ideas.

Como opina Colford, los poemas de amor, tales como la serie de dieciséis odas agrupadas bajo el título de Galatea o la Ilusión del Canto, y no aparecidas hasta 1820, serían puramente literarios e imitados de las querellas amorosas de Catulo y de Lesbia234.

En cuanto a la vida infernal que la «demoníaca» María Andrea hizo padecer a su esposo, según Somoza, ningún hecho parece confirmar estos asertos del discípulo solterón. En los escritos de Batilo que nos quedan no encontramos ninguna queja, ninguna amarga alusión a una unión mal avenida, a la incomprensión de su compañera. Si lamenta que «ciertos asuntos domésticos» le hayan hecho entrar en la magistratura, es en época tardía, estando en el exilio; y creemos que no habría escrito estas palabras en la primavera de 1798, cuando varias de sus requisitorias le habían hecho célebre en la capital.

Por el contrario, lo que sabemos del magistrado nos lo presenta lleno de atenciones para con su esposa. La asiste durante sus frecuentes quebrantos de salud235, comunica sus inquietudes a sus amigos. Así, cuando en1795, en Valladolid, el estado de doña María sufrió una grave alteración236, consultó a su fiel consejero Jovellanos. Este consigna en su Diario:

Martes 9 de junio 1795: Meléndez me franquea y consulta sobre la indisposición de María Andrea; dígole que se mire en ello, que la mueva a consultar primero una m... [matrona] luego un c... [comadrón o cirujano], todo a isu presencia y que cuando ambos estén seguros tome su partido con decoro y secreto. Infeliz. El último de los males. Despedida tierna.



Parece, efectivamente, que el matrimonio estuvo siempre muy unido. Además, encontramos la confirmación en cierto modo oficial del cariño que se profesaban los dos esposos en la Carta de pago de dote ya citada.

Después de reconocer que, efectivamente, ha recibido la dote y prometido que «volverá o restituirá a la dicha Doña María Andrea, su mujer, o a la persona que en su nombre lo deba haber los dichos 49992 reales y 16 mrs. de su valor a lo que consintió ser compelido por todo rigor y vía ejecutiva...», Meléndez inserta esta cláusula,que nos parece significativa, ya que no encontramos ninguna comparable en las otras cartas de pago que hemos podido leer en Salamanca:

Y en atención al entrañable amor que se profesan mutuamente dicha D.ª María Andreade Coca y D. Juan Meléndez Valdés y a sus buenos y singulares servicios en todo el tiempo de su matrimonio y en atención también a ser dicho Don Juan libre para disponer de todos sus bienes por carecerde herederos forzosos, quiere y es su voluntad que o por vía de donación, manda, aumento de dote o cualquaera otro modo el que tenga más fuerza en el derecho, haya además de dichos sus bienes por suyos propios y con libre y absoluto dominio doce mil reales vellón... que esa donación, manda o liberalidad sea (sic) de entender de suerte que sola su mujer D.ª María Andrea tenga el derecho y larepetición de dichos 12000 reales contra los herederos de dicho D. Juan, mas no los suyos en caso de su fallecimiento contra el mismo doctor y los suyos, pues quiere hacerla este don gratuito a que sólo le inclina el mutuo y tierno amor que les une...



Que este tierno amor tomase en laesposa del poeta el aspecto de una pasión invasora, es lo que Somoza deja suponer y lo que una carta autógrafa e inédita de María Andrea237 no anula, sino todo lo contrario:

Mi querido io no lo paso bien ia telo tengo dicho este istérico238 ade acabar conmigo, toda me aogo pues semesube a la garganta y cabeza, además deeste mal tan malo quees, el aber quedado sin limpiarme de calentura desde las tercianas y con mucha debilidad, metiene estropeada, por Ds te pido tebengas, pues, como meallo de la suerte que te digo me parece que si tardas no nos bolbemos aber y por remedios (más eficaz)239 que los médicos me hagan el remedio más eficaz paramí es el berte, en mejorándome si Ds quiere te podrás bolber, no estoi para poder escribir más a Ds tu esposa.

María Andrea.

Sin gana ninguna me icieron lebantar aier y estube una ora lebantada y me puse mui mala, esta carta laeescrito en tres días aratos, mal lo paso mi querido y me tiembla el pulso un poco por lo que no puedo más.



(Abajo, a la derecha, una huella clara, como de lágrima enjugada.)

Este afecto, exclusivo, exigente, pudo parecer molesto a los amigos del poeta. Pese a los epítetos poco lisonjeros con que a veces llenaron a María Andrea, no deja de ser cierto que este «demonio» fue también, y con abnegación admirable, el ángel custodio del poeta, cuyas vicisitudes compartió, a quien asistió con abnegación inalterable en sus enfermedades y cuya gloria defendió valientemente hasta su último suspiro240.




ArribaAbajoV.- La férula y la lira

La Universidad de Salamanca hacia 1780.- Reacción contra la decadencia: la asiduidad.- La biblioteca.- La Academia práctica de Derecho.- Reforma de las oposiciones y de los estudios jurídicos.- Las ideas pedagógicas.- La oposición de los tradicionalistas: el asunto de la imprenta y el sostenimiento de las conclusiones sobre la cuestión «de poenis».- Hostilidad encubierta contra los innovadores y contra Meléndez.- La obra poética.- La égloga «Batilo».- La edición de 1785.- Los ensayos dramáticos.- Actividades literarias diversas.- Los últimos meses en la Universidad y el traslado a Zaragoza


Quizás parezca inútil, tras el documentado artículo de Emilio Alarcos, al que ya nos hemos referido241, volver sobre el mismo tema. Pero, desde un punto de vista diferente, ciertos detalles omitidos por el erudito, algunos hechos silenciados por él, adquieren para nosotros una significación y una importancia que tenían para él242. Dejando aparte el aspecto administrativo, el funcionamiento de las instituciones de la Universidad, así como la cronología, perfectamente establecida por nuestro predecesor, pondremos toda nuestra atención sobre los grandes problemas ideológicos, universitarios y, a veces incluso, materiales, que han ocupado o preocupado a Batilo durante la etapa de su profesorado.

En efecto, Meléndez no cesó de luchar por mejorar la enseñanza y por elevar el nivel de los estudios. Cuando obtuvo la cátedra de Humanidades no albergaba apenas ilusiones: en los diez años que llevaba frecuentando las aulas, en los cinco en que venía enseñando como profesor sustituto de las Facultades de Letras o de Derecho, había podido comprobar desde dentro todos los puntos débiles de la vieja institución. Y cuando denunciaba a Llaguno las absurdas cuestiones escolásticas o jurídicas sobre las que, a lo largo del curso, ergotizaban sus colegas con una pasión bizantina, mientras que «los buenos estudios estaban en un abandono horrible»243, sabía de lo que estaba hablando.

Era cierto que el venerable organismo estaba afectado de senilidad y vivía del prestigio adquirido en otro tiempo. La disminución del número de estudiantes demuestra que Salamanca había perdido, para una juventud que se iba apartando de las disciplinas del espíritu, el atractivo que había ejercido sobre las generaciones precedentes; las cifras son elocuentes. En 1546-1547 (primer curso del que se conservan los registros de matrícula), el número de estudiantes es de 5150; veinte años después, en 1566-1567, se ha elevado a 7830; pero a partir de esta fecha no cesa de decrecer. Salvo raras excepciones, en el transcurso del siglo XVIII, el número de inscripciones no dejará de ser inferior a 2000, y durante el período de permanencia de Meléndez en Salamanca oscilará entre 1350 y 1675244.

Contra la decadencia que traducen estas cifras, contra la disminución en calidad de que son signo, es contra lo que nuestro poeta latinista va a esforzarse en luchar animosamente, tanto en el seno del claustro de profesores -donde chocará a menudo con la incomprensión de sus colegas- como fuera de la Universidad, mediante sus escritos, solicitudes y gestiones que emprende cerca de sus amigos influyentes.

*  *  *

En el Libro de claustros -registro de sesiones del Consejo de Profesores-, el nombre de Meléndez no aparece hasta la asamblea plenaria del 24 de marzo 2 de 1783245, cosa que no tiene nada de sorprendente, puesto que era preciso ser doctor para tomar parte en los Claustros246 y el poeta no recibió el «bonete con borla», símbolo de su nuevo grado, hasta la antevíspera, día 22 de marzo.

Desde entonces asiste con regularidad a las diferentes asambleas plenarias -«Claustros plenos»-, así como a las reuniones de comisiones -«juntas particulares»-, de las que forma parte en diversas ocasiones. Tiene razón Alarcos al destacar su asiduidad: Meléndez ejerce su profesorado con puntualidad; en 1781-1782, por ejemplo, sólo deja de asistir del 1 al 8 de febrero247.

Quintana nos hace saber que, una vez terminadas sus clases, Meléndez tenía por costumbre todos los años pasar el verano en Madrid248. En conjunto, esta afirmación parece exacta: excepto en el verano de 1785, en que asiste, sin excepción, a todos los claustros, Meléndez se ausenta generalmente a fines de junio o en el transcurso del mes de julio, para no volver hasta octubre, e incluso hasta noviembre. En 1784, por ejemplo, su nombre no aparece en las actas de sesiones del 16 de junio al 20 de noviembre; pero estas ausencias corresponden en su mayor parte al período de vacaciones. No debemos extrañarnos, por tanto, de ver al profesor de latinidad, consciente de su puntualidad y de su conciencia profesional, manifestarse públicamente, en plena sesión, contra el abandono y el absentismo sistemático de sus colegas. Se encarniza especialmente con el profesor de anatomía, don Francisco Zunzunegui, que había enviado al consejo una memoria sobre la gran penuria reinante en su disciplina, la dificultad de encontrar cadáveres para disecar y los obstáculos que había encontrado para organizar un anfiteatro o un gabinete de anatomía bien montado. Meléndez redarguye: «Que la Universidad, por todos los medios posibles, se oponga a las solicitudes del Dr. Zunzunegui, diciendo no es tanto lo que ha trabajado como lo pondera. Que se pida un testimonio al bedel multador de los días que ha asistido el Dr. Zunzunegui a su cátedra para hacer su mérito»249. Y algunos meses más tarde, vuelto a exponer el asunto sobre el tapete, Meléndez apoya vigorosamente una proposición, en que se previenen sanciones en caso de ausencia. Desde hacía dieciséis meses el profesor de anatomía no había puesto los pies en la Facultad250.

Dentro del marco de la Universidad, y más tarde en el de la nación entera, Meléndez quiere, por tanto, reaccionar contra la decadencia, de la que está dolorosamente consciente. Sólo luchando contra la rutina251, adaptándose a las nuevas condiciones de vida, trabajando con ardor y meditando con sinceridad sobre los verdaderos problemas que se plantean a España y a sus habitantes, puede la Universidad recuperar su brillo y su prestigio. Es necesario ante todo evitar a los estudiantes toda causa de dispersión o de disipación. Desde 1777, cuando no era más que «Consiliario de Andalucía», el poeta se levanta contra un proyecto de construcción de cuarteles en Salamanca. La Municipalidad había solicitado que se alojaran tropas a orillas del Tormes; consultado el Consejo de Castilla, requiere el parecer de la Universidad. Meléndez y sus compañeros, así como los profesores, se oponen al proyecto: «No sólo que no haya Quarteles, sino también que no haya soldados». Y el informe redactado en común subraya la incompatibilidad entre «el glorioso bullicio de las Armas» y el «sosiego tan oportuno a los que siguen y cursan los Estudios». Hace constar que la traída de tropas solamente serviría para corromper a los estudiantes, para alborotar la ciudad y para encarecer enormemente la vida»252.

Es preciso también proporcionar a todos, tanto estudiantes como profesores, instrumentos de trabajo y de información: «En lugar de construir una nueva sala [para la biblioteca], que se repare la antigua, exclama el poeta, y que la asamblea se reúna más bien para comprar libros», intervención que merece a su autor el ingreso en la comisión de la «librería»253. La iniciativa de Meléndez tuvo consecuencias felices: en agosto de 1787 se consagra totalmente un claustro a la cuestión de la biblioteca; el orden del día prevé una exposición de las necesidades en libros de toda índole, la renovación de la junta permanente, el nombramiento de comisarios encargados de supervisar la contabilidad, el destino del producto de la venta de obras para la adquisición de nuevos títulos, indispensables en la «librería». Otro apartado es mucho más interesante: se examinará «si convendrá pedir a el Sr. Inquisidor General licencia para que los catedráticos de ella, o algunos, respectivamente, puedan dentro de la librería leer libros prohibidos que se hallen en ella»254.

Meléndez -no hay que extrañarse de ello- se muestra sumamente favorable a toda medida que enriquezca el fondo universitario; es preciso, según él, instituir una nueva comisión, cuyos miembros serán elegidos, dentro de cada Facultad, en razón de su competencia bibliográfica. Además, es preciso que la Universidad destine cada curso créditos para la compra de nuevos títulos255. De septiembre a diciembre de 1787, las reuniones de los comisarios de la biblioteca, de los cuales ya no forma parte Meléndez, se multiplican, así como los encargos de libros, a juzgar por las listas de compras o por las facturas que se encuentran en el curso siguiente256. Sería interesante estudiar detalladamente estas adquisiciones; anotemos simplemente el hecho de que un espíritu de renovación parece inspirar a la comisión de compras, pues, junto a las Cuatro Poéticas, del abate Batteux, y al Thesaurus Juris, de Othon, encontramos obras menos inofensivas -desde el punto de vista de la Inquisición-, tales como «Elvecius, 5 t., 25 rs., y Condillad (sic), 1 t., 14 rs».

Meléndez no se muestra satisfecho de estos primeros resultados. El 22 de abril de 1788 reclama nuevos créditos para enviar al bibliotecario, que está en Madrid: «Dijo que le parecen pocos los mil pesos, que si a la Universidad pareciese se le pueden librar dos mil, que se hagan las listas de los libros que ha de comprar y de las ediciones y se le remitan para que así no se compren cosas que haia duplicadas», propuesta que pasa sin modificación a la decisión o Acuerdo del Claustro.

Está muy bien tener libros a disposición de los lectores, pero es preciso que éstos se atengan a cierta disciplina: Meléndez protesta ante la comisión contra el doctor Ocampo, que retiene en su poder «el libro o tomo de Cortes», teniendo todos los demás lectores o profesores el mismo derecho a leerlo257.

Inclinado siempre a las realizaciones prácticas, Batilo quiere que la enseñanza no sea puramente abstracta o teórica; por ese motivo se constituye en defensor de las Academias, donde, al margen de las clases, los estudiantes se ejercitaban, sobre casos concretos, en llevar a la práctica los conocimientos adquiridos. El nuevo doctor, que recordaba haber participado, no sin provecho, en las sesiones de las Academias de Letras y de Derecho, desea que se instituyan otras, una por cada Facultad, con autorización del Consejo Real, y se señalen para los presidentes de sesión las retribuciones y honorarios que se juzguen convenientes258. Esta vez también la sugerencia apoyada, si no lanzada, por Meléndez se abrió camino: el 21 de noviembre de 1785 se discute la creación de una Academia práctica -el adjetivo merece subrayarse- de Derecho; el futuro magistrado teme que el proyecto sea escamoteado; bien está que se establezca esta Academia, pero que se establezca «bien», y -muestra de la confianza que tenía en sus colegas- añade: «Que el director no sea catedrático»259. La cuestión progresa: en febrero de 1786 se examina el proyecto de constitución, elaborado por los doctores Salas y Ayuso, para «una Academia de Derecho español y práctica forense para la Universidad de Salamanca». Indignado por las objeciones ridículas que se habían hecho al proyecto, Meléndez expone con ardor su opinión, llegando a exigir que su dictamen, que ha redactado por escrito, se inserte en el acta de la sesión: «El Doctor Meléndez, en su lugar, y viendo que un proyecto tan útil iba a sepultarse como otros por intereses y fines que él cree particulares, exclamó agriamente contra este abuso...» Denuncia la estupidez de ciertas opiniones proferidas; por ejemplo, que la Universidad no tenía que formar hombres políticos; que el retraso de la agricultura y de las manufacturas españolas, las relaciones comerciales con las Indias o las modificaciones de la legislación reclamadas por las circunstancias eran cuestiones demasiado arduas para ser debatidas en esta Academia. «Esos errores son causa de que no estudiamos ni adelantamos. Hemos, pues, de libramos de ellos, y ponernos con ahínco al estudio, empezando por el de la lengua española». Vitupera a los profesores rutinarios, «responsables del retraso de nuestra cultura». ¡Al diablo los paliativos! En este caso hay que poner el dedo en la llaga; y termina felicitando al doctor Ocampo por su celo260. El 1 de julio se discuten las constituciones redactadas por el mismo doctor Ocampo, sin llegar a ponerse de acuerdo; en junio de 1787 (el 22) se sigue discutiendo «sobre la creación de una Academia de Derecho...» Meléndez, cansado, sin duda, por estas dilaciones, no interviene y no encontramos su nombre entre los miembros de la Junta de la Academia de Práctica forense que se reunió el 15 de julio de 1787.

Todas estas medidas, cuya utilidad es manifiesta, no afectan, sin embargo, a lo esencial. Si se quiere que la Universidad salmantina recupere su papel rector dentro de la nación y forme hombres capacitados en todas las ramas del saber, es necesario ante todo que disponga de excelentes profesores. Las cátedras se deben conceder al mérito únicamente; es, pues, indispensable reformar las oposiciones, concebidas de un modo demasiado blando y rutinario al mismo tiempo. Tal era el parecer del poder central, que pide a la Universidad un informe sobre esta cuestión. Meléndez, aprovechando la ocasión que se le ofrecía de exponer sus puntos de vista, resume sus ideas en once puntos y una nota, en los que se trasluce una preocupación por la estricta justicia. El sumo cuidado que pone en evitar los fraudes basta para indicar en dónde estaba él mal.

El examen comprenderá una disertación escrita y una explicación oral, según la forma habitual. Pero los examinadores, dice Meléndez, deberán ser sorteados entre los titulares de las cátedras más estrechamente relacionadas con la que se saca a oposición. Estos escogerán un buen número de temas, sin temor a entrar en el detalle de la materia. estudiada. El día fijado, en presencia de los tres candidatos que formarán la «trinca» y del secretario que legalizará la operación, el rector sacará a la suerte las cuestiones propuestas a los opositores. Estos quedarán inmediatamente encerrados, cada uno con secretario y con los libros e instrumentos necesarios. Para evitar todo fraude, los secretarios no deberán pertenecer a la especialidad sobre la que versa la oposición; los opositores tienen, por otra parte, la facultad de rechazarlos; finalmente, la puerta de salida tendrá tres cerraduras diferentes, de las que cada uno de los candidatos poseerá una llave, y el papel sobre el cual redactarán tendrá que estar firmado por el secretario.

Al cabo de veinticuatro horas saldrán, entregando cada uno su disertación, contraseñada por los otros dos candidatos. Los examinadores compararán las disertaciones (que se enviarán a Madrid si se juzga conveniente, y los candidatos estarán autorizados a reclamar contra un juicio que estimen perjudicial).

La explicación de textos -de una duración igual a la que tendría en realidad ante los estudiantes- se hará en español, con cuatro horas de preparación y en presencia de los demás opositores, que tendrán la facultad de plantear todas las preguntas que estimen pertinentes. Finalmente, las cátedras vacantes deberán ser sacadas a oposición sin dilación alguna261.

Poco después, Meléndez confirma su opinión y propone que en lo sucesivo nadie pueda ser opositor sin haber impreso dos disertaciones, una en español y otra en latín, sobre la disciplina enseñada en la cátedra a proveer. La misma medida propone para la obtención de grados, y añade: «Que todos los individuos del Claustro den ejemplo imprimiendo en el término de un año, otras dos iguales disertaciones»262.

Sobre ciertas cuestiones de detalle relacionadas con las precedentes, también toma partido Meléndez. Se comunica a la Asamblea una Carta Real, en que se prohíbe a los candidatos a una cátedra ir a Madrid antes de que el titular haya sido designado; las opiniones se muestran divididas, pero el poeta, recordando su estancia en la capital, durante la cual había «trabajado su nombramiento», se declara abiertamente hostil a tal medida: «Que se represente al Consejo, suplicándole no tenga efecto esa orden, por ser impracticable»263.

Poco tiempo después critica una tradición secular que acompaña a la colación del grado de doctor: la de «tirar guantes» a los asistentes al final de la ceremonia que se desarrollaba en la catedral: esta costumbre, onerosa para el recipiendario264, había dado lugar a verdaderos escándalos. Algunos sugieren que se proceda a esta. distribución en el patio de honor de la Universidad, en vez de en la catedral. Meléndez, por su parte, aboga por la supresión total: «Que ya no haya guantes; y si se tiran, que sea en el patio de la Universidad»265.

Sin embargo, no basta con disponer de profesores competentes, escogidos por sus méritos, sin fraudes ni injusticias, y con dignidad. Es preciso, además, reformar los programas, de cuya enseñanza se encargarán. Este es el parecer que Meléndez expone, no solamente en privaao, en sus cartas a Llaguno266, sino también públicamente en el informe que redacta en nombre de una comisión encargada de estudiar las modificaciones que el rector de la Universidad de Valladolid proponía aportar a los estudios jurídicos: sugería éste que se sustituyeran las cátedras de Código y de Volumen por otras de Derecho natural y de Derecho de gentes. Meléndez le felicita por haber reconocido «la necesidad indispensable del estudio de la Jurisprudencia natural para el conocimiento verdaderamente científico de las Leyes Civiles»267; subraya la importancia de «aquellas otras (leyes) primitivas, universales e invariables, que con un lenguaje sencillo, puro y uniforme dicta la naturaleza a todos los hombres... y graba en nosotros con caracteres indelebles para nuestra felicidad y bienestar, siendo después en las sociedades la fuente y el principio de toda justicia civil»268. Es preciso, por tanto, comenzar por ellas, puesto que constituyen «un preliminar de las dos ciencias, canónica y civil, y debiera serlo para todas las profesiones y carreras, si los estudios públicos tubiesen entre nosotros un orden verdaderamente sistemático y hubiésemos consultado en ellos la utilidad más bien que el ornato y la filosofía antes que la erudición». No hay que consagrar todo el tiempo, o casi todo él, al derecho romano, aunque éste haya ejercido una enorme influencia sobre la legislación española; no hay que relegar al último rango el estudio de las leyes nacionales que, precisa Meléndez como lector atento de l'Esprit des Lois, reflejan nuestra manera de ser, nuestras costumbres y nuestras necesidades, en beneficio de las Instituta, de las Digesta y del Código. Los estudios universitarios están tan mal adaptados a la vida, a la utilidad práctica, que al salir de la Universidad un jurista es casi completamente inepto para desempeñar un cargo cualquiera: «Ha empleado el tiempo en estudiar especulaciones o cosas generales que nada o muy poco le pueden ya servir, y se halla vacío de todo aquello que a cada paso le piden y que tal vez ni aún sabe dónde debe buscarlo». En conclusión, tal como lo seguiría haciendo en sus discursos jurídicos, nuestro redactor propone un plan de reformas: «La Facultad de Leyes -afirma- debiera ordenarse dando mucho al Derecho natural y de gentes, como fuente y raíz de toda buena legislación269; algo a las Leyes Romanas, siquiera por su venerable antigüedad; mucho más a las nuestras, como norma y pauta de nuestras acciones y juicios, y mucho también a nuestro Derecho público y a las ciencias económicas, que tanto contribuyen a fomentar y promover la Felicidad común»270.

¿Es porque pensaba abandonar pronto la Universidad por lo que Meléndez se revelaba tan abiertamente como discípulo de Montesquieu y defensor de Puffendorf?271 Puede ser. En contraste, desde antes de su entrada en el Claustro y hasta su salida de él se muestra constantemente partidario de ciertas ideas pedagógicas de Locke y de Rousseau. En tres ocasiones, en 1781, en 1785 y en 1789, lo encontramos formando parte de comisiones encargadas de reorganizar los exámenes o los programas. En todas ellas el poeta se muestra partidario del esfuerzo, defensor de la verdadera cultura y del pensamiento original contra el psitacismo y la memoria pura; en todas también propone o hace proponer premios para estimular el celo de los estudiantes.

El 20 de diciembre de 1781, cuando acaba de obtener su cátedra de «latinidad», en el seno de la Junta de Letras Humanas, se evocan los estudios de gramática, que yacían en el más completo abandono272. Además de los exámenes habituales, celebrados cada cuatro meses, la Junta propone exámenes públicos de fin de curso, después de la festividad de San Juan, a los cuales se someterán todos los alumnos de los dos cursos, recibiendo los tres mejores de cada uno de éstos un premio de un centenar de reales (el total de los seis premios se elevaría a 600 reales, proporcionados por la Universidad). No nos sorprendería que esta sugerencia hubiera sido hecha por el joven profesor de latinidad, asignatura cuya enseñanza debía beneficiarse princípalmente con esta reforma.

En efecto, cuatro años más tarde, a propósito de los estudiantes del colegio trilingüe, Meléndez somete a la Universidad una proposición firmada por él y cuyo contenido era idéntico. Como miembro del tribunal, reconoce la aplicación de los estudiantes; pero, siendo este establecimiento el último asilo de los buenos estudios, conviene que la Universidad estimule el ardor de los becarios: «Diré, sí, que este Colegio debe ser siempre el desvelo de la Universidad... Las lenguas y las humanidades, sin cuyo auxilio nada puede saberse, pero que lastimosamente yacen despreciadas en las aulas, hallan y han hallado en el solo Trilingüe un asilo seguro y unos apasionados que corran en pos de ellas. A nosotros toca hoy alentar estos apasionados, fomentarlos y proponerles premios para que no desfallezcan ni cedan al torrente de la preocupación y la ignorancia... « El poeta presenta en catorce puntos un plan muy completo para la concesión de cinco premios, cuyo importe total se elevaría, como en los cursos de «latinidad», a 600 reales: 100 para el hebreo, el griego, la retórica y las humanidades; 150 para una composición en latín, y otro tanto para una composición en español. Las disertaciones se enviarán bajo pliego cerrado, sin nombre alguno; un lema servirá para identificar a su autor, y quedarán depositadas tras el concurso en la biblioteca de la Universidad.

Los artículos 12 y 14 son particularmente reveladores de las preocupaciones y esperanzas de Meléndez:

  • Número 12.- En estas composiciones (latina o española) «se cuidará mucho de la pureza y elegancia de las dos lenguas y de que reine una elocuencia sólida y verdadera, libre de juegos de palabras, hinchazón y demás vicios que las han desfigurado».
  • Número 14.- «Si surtiesen ellos [los premios] el saludable efecto que es de esperar, pudieran aumentarse con otro de poesía castellana para despertar la aplicación... hacia esta lengua, que es lastimosamente muy poco cultivada en el Colegio».

«Estas reglas sencillas -dice el profesor para terminar-, más severidad en los exámenes y nuestro continuado desvelo pueden causar en el Colegio los más saludables frutos de aplicación y hacer de él un asilo eterno de las Bellas Letras y de las Lenguas, tan glorioso a la Universidad como útil a la Nación»273.


En 1788, cuando ya está gestionando abandonar la Universidad, Meléndez, encargado, juntamente con su colega, don José Ruiz de la Bárcena, de estudiar una oferta del preceptor de latín de Alba de Tormes, propone una vez más, a pesar de las decepciones anteriores, el establecimiento de premios. La influencia de Rousseau se transparenta claramente en las reflexiones preliminares que acompañan a su informe: «El hombre -escribe- se mueve siempre en proporción de los estímulos de gloria o de interés que se le ponen a la vista, y es utilísimo presentar estos estímulos y ofrecer ciertos alicientes a la niñez para ponerla, desde luego, en la senda del trabajo274; muchos colegios han debido a tales premios un espíritu de emulación y de aplicación en sus alumnos que les han colmado después de gloria, siendo, por otra parte, la falta de ellos causa muy principal de los atrasos de nuestras Letras». Insiste con tal motivo sobre la rigurosa justicia que debe presidir la atribución de estos premios, sobre el carácter público y solemne de su distribución, que se hará en presencia de las familias y de las autoridades locales en Navidad o en la festividad de San Juan; la originalidad de este proyecto es que prevé, además de tres premios de gramática, otro, llamado «premio de virtud», para recompensar la buena conducta, la disciplina, la obediencia, la docilidad y la veracidad, independientemente de los progresos escolares. «Y si ya se ha probado y hallado que a los hombres se les puede hacer laboriosos y aplicados por el premio, también debe probarse y se hallará igualmente que se les puede hacer buenos y virtuosos por el mismo camino... Ojalá que la villa de Alba dé un exemplo palpable de lo que puede hacer el interés aún en la misma virtud...»275.

Siempre afanoso por adaptar la enseñanza a las necesidades nuevas del país, por luchar contra la tradición, cuando ésta no es más que rutina, nuestro profesor de latinidad defiende los libros franceses cuando se presenta la ocasión: «Una carta orden manda que se estudie la lógica por las Instituciones del Padre Jacquier». Meléndez aplaude esta medida: «Que se guarde a la letra y por su parte que se estudie la Filosofía Moral por el Jacquier desde este año», parecer que se adopta por la Junta en su acuerdo276.

*  *  *

Tales son los hechos más notables de la lucha que emprendió Meléndez en el seno de la Universidad para sacarla de su somnolencia, de su rutina, para devolver su preeminencia a los buenos estudios «caídos en un abandono horrible». Pero su actividad en favor de la ilustración no se ejercerá solamente en el dominio de la enseñanza.

En la junta plenaria del 9 de mayo de 1785 se discute la creación en Salamanca de una Sociedad Económica de Amigos del País. El proyecto se acepta, sin que Meléndez, que desde hace casi diez años estaba en contacto con la Sociedad vascongada, intervenga extensamente en el debate277. Quizás pensara que esta excelente iniciativa tropezaría como tantas otras con la inercia y con la mala voluntad de los elementos tradicionalistas locales, y tenía razón, porque en los archivos municipales salmantinos no hemos encontrado ninguna huella de la existencia de esta Sociedad a fines del siglo XVIII; Godoy, que da el nombre de sesenta y tres sociedades económicas que funcionaban hacia 1798, no cita en absoluto la de Salamanca278.

Sin embargo, Meléndez no deja de comportarse como un miembro ilustrado de una tal sociedad: se esfuerza por extender las luces hasta en las clases populares y por favorecer el desarrollo de la artesanía local y principalmente de la imprenta. Se había planteado la cuestión de establecer en Salamanca un taller de imprenta, estrechamente ligado con la Universidad, cuyas publicaciones aseguraría. Las autoridades de la capital habían dado su aprobación al proyecto y una carta real, leída en sesión de 10 de mayo de 1784, pedía a la Universidad que señalara «los libros que se podrán publicar en la imprenta, cuyo establecimiento se propone: deberán ser a la vez útiles para la Universidad y para los estudiantes que la frecuentan y servir para el desenvolvimiento de dicha imprenta»279. También en este caso el proyecto choca con los intereses particulares y el poeta protesta enérgicamente y por escrito:

El Dr. Meléndez Valdés, que dio su parecer por escrito, dixo que íntimamente persuadido, de que las intenciones del Consejo son que según tiene mandado se establezca en la Universidad una imprenta, que este establecimiento es evidentemente en beneficio de las letras, que de él vendrá con el tiempo a la Universidad la mayor utilidad en ellas, y en sus intereses, que por otra parte, la Universidad si gusta, tiene y hallará fondos para el establecimiento, ya suprimiendo la Capilla de Música, que está mandado y no es mucho del caso según los verdaderos destinos de un cuerpo verdaderamente literario, ya por otros medios, votaba que la orden del Consejo leída en el Claustro, se guarde, cumpla y execute en todas sus partes, protesta los perjuicios que puedan pararse a la Universidad y pide testimonio de su voto...» El Dr. Meléndez añadió: que la Universidad mire con cuidado particular el segundo punto: se puede poner imprenta con menos costa sin valerse de la exclusiva como hará ver en caso necesario el que vota280.


La realización del proyecto se va dilatando, hasta el punto de que, dos años y medio más tarde, Meléndez insiste de nuevo y vivamente en favor de la creación de la imprenta. Solicita «que franquee el Vice Rector los caudales que sean convenientes», y más tarde, en una segunda intervención:

Se opone a que se nombre comisario y a que se haga cosa alguna que no sea fomentar las intenciones del Consejo estableciendo la imprenta y oficina: protesta y protestará siempre las facultades amplias de las Juntas por lo perjuiciosas que han sido a la verdadera gloria de la Universidad. Pide testimonio de su voto, y del acuerdo que se haga en contra para según él y lo que de palabra ha expuesto representar lo que parezca mejor a los verdaderos intereses de la Universidad a su Mgd. o al Supremo Consejo281.


Observamos que Meléndez se enfrenta con cierta violencia con la mayoría de sus colegas y defiende unguibus et rostro una medida que estima útil.

Lo mismo ocurre con otro asunto estrechamente ligado con el anterior: la creación de un «taller de grabado de caracteres y troqueles de toda clase de letras». No pudiendo oponerse directamente al establecimiento de la imprenta, muchos adversarios del proyecto centran sus ataques sobre el taller de grabado. No nos es posible seguir detalladamente todas las vicisitudes de esta pequeña guerra; baste con reproducir una intervención del poeta, en la que se verá cuán abrumado se siente por las objeciones minúsculas y absurdas que difieren la realización de la empresa y cómo endurece su postura frente a sus colegas rutinarios y obscurantistas.

El Sr. Dr. Meléndez dijo: Que por la Universidad no se haga instancia ninguna en contra de un proiecto que me consta juzgar el Consejo útil y que el que vota está persuadido serlo a la Universidad: que por el contrario se solicite venga el fundidor para ver si los trabajos están bien executados o no; que protesta cualquier recurso que se aga a su Mgd. por parecerle se pondrá la cosa de peor semblante, como hará ver en caso necesario; protesta qualquier comisión que se embie maiormente siendo catedrático; protesta más que todo las Juntas secretas expendan los caudales de la Universidad en cosas que no son útiles y pide testimonio de ese su voto para lo que convenga282.


Estos no son más que algunos ejemplos de las escaramuzas en que se enfrentaron, de una parte, el batallón cerrado de los tradicionalistas, y, de otra, nuestro poeta y un pequeño número de franco-tiradores, resueltos partidarios de las nuevas ideas, entre los que se cuentan Gaspar González de Candamo, don Tadeo Ortiz, el doctor Salas, don Miguel Martel y algunos otros.

El asunto más esclarecedor a este respecto tiene lugar en mayo de 1784. Merece que nos detengamos en él un poco. El 21 de mayo se reunía la Junta de Derechos para examinar las «conclusiones» que el doctor don Juan Meléndez se proponía hacer defender el jueves siguiente, bajo su dirección, por don Nicasio Álvarez Cienfuegos, sobre una cuestión de derecho. La Junta examina seis apartados de conclusiones, redactadas en latín y relativas a los castigos legales: De Poenis283.

Después de dar una definición de la pena, Meléndez precisaba sus principales caracteres:

  • I.- Debe ser: apropiada al crimen, pública, necesaria, legal, irremisible y moderada.
  • II. [Juiciosa:]- Aplicar el mismo castigo al crimen consumado y a la simple tentativa es invitar a los hombres al delito.
  • III.- La pena capital es admisible en ciertos casos, «...pero no vacilamos en sostener que el talión, las mutilaciones y las torturas son siempre actos salvajes y bárbaros».
  • IV-V.- La privación de la libertad, la nota de infamia y la confiscación de bienes no deben afectar, por encima del culpable, a los inocentes.

Seguía después una demanda, cuyos términos permiten suponer que el interesado había barruntado las dificultades que pensaban oponerle:

Memorial: El Dr. D. Juan Meléndez Valdés, persuadido a que unas conclusiones sacadas literalmente del Discurso sobre las penas, publicado recientemente por D. Manuel Lardizábal284, del Consejo de S. M., pudieran legítimamente defenderse en la Universidad y que de ello no podía ni devía temerse el más ligero inconveniente, ha dispuesto las que hoy se examinan por la facultad de Dro. convocada para este fin; y está íntimamente persuadido a que si el Supremo Consejo huviese hallado el más leve inconveniente en que el común de la Nación entendiese, quando se está tratando de formar nuestra legislación criminal según las presentes circunstancias de la Nación y los tiempos, sus observaciones y los dictámenes de la Política y la filosofía, que con tanto tino ofrece en su discurso, en ninguna manera lo huviera permitido imprimir; y persuadido de que también por otra parte no devía temerse que estas doctrinas sobre las penas fuesen o pareciesen nuevas siendo sacadas a la letra de un libro tan reciente y entendido, juzga que, aunque la Universidad, por causas que no alcanza, determinare lo contrario, él deve insistir en sostener sus aserciones hasta que otro Supremo Tribunal le mande desistir al cual en caso necesario protesta recurrir, para todo lo qual pide testimonio de las conclusiones de este voto, del acuerdo de la Universidad, y de quanto se obrare en esto y las demás juntas que se tengan sobre el particular y así lo firmé: Dr. Dn. Juan Meléndez Valdés.


La Comisión, tras deliberar y proceder a votación, decide «que dichas conclusiones no se defiendan tales como van» y rehúsa entregar a Meléndez copia certificada de esta decisión285.

Se comprende el furor del profesor cuando recibe esta afrenta el 24 de mayo; «para vindicación... de su honor, ya comprometido en este asunto», redacta un nuevo memorial, lleno de una. humildad fingida, en el que defiende vigorosamente su postura y con una estupenda impertinencia felicita a la Universidad por el celo que pone en defender y promover las ciencias y la literatura... Esta pieza se lee en una nueva sesión de la Comisión el 27 de mayo de 1784:

Memorial: Ilmo. Señor: La seguridad en que estoy de mis proposiciones sobre las penas son en sí ciertas i de que de su defensa ningún daño puede resultar havdo. yo de hacerlas sólo por el Dro. Público y univ.l me hace recurrir de nuevo a V. Y. para que las examine y revea; mi intención siempre ha sido seguir el espíritu y opiniones de D. Manuel Lardizabal, del Consejo de S. M. en su discurso sobre las penas recientemente publicado, usando ahora para evitar toda equivocación casi de las mismas palabras; pero mi honor está ya comprometido en este asunto y lo está de manera que no será en mi mano desentenderme dél en medio del respeto con que miro los dictámenes de V. S. Y. por lo cual, en caso que V. S. Y. no se sirva aprovarme las conclusiones tales como van, me será forzoso, aunque extraordinariamente sensible, acudir a Tribunal superior con la misma solicitud sin que deva imputárseme como desobediencia tan legítima vinculación, pido para ello testimonio de las conclusiones que presento de esta súplica del Acuerdo de V. S. Y. en su mayor grandeza y lustre literario p.ª bien de las ciencias, por el anelo y honor con que las promueve y alienta.

Salamanca, veinte y quatro de maio de mil setecientos ochenta y cuatro. Ilmo. S.or, humilde hijo de V. S. Y., Dr. D. J. M. V.286


Al mismo tiempo que la súplica, Meléndez presentaba una segunda versión de sus proposiciones, algo endulzada en sus detalles.

Los miembros de la Comisión pasan entonces a la discusión y al voto. De once votos, solamente tres son favorables a Meléndez; los ocho restantes, con algunos matices, son hostiles a la defensa de estas proposiciones o preconizan el aplazamiento287. Los partidarios de Meléndez repiten su argumentación: puesto que la obra de Lardizábal está autorizada y Meléndez ha extraído de ella las proposiciones a defender, no hay ninguna razón para prohibir a éste lo que se le permite a aquél. Los adversarios adelantan varias razones: «Las disputas públicas de esta Universidad no se deben dirigir a averiguar qué legislación será mejor, y sólo a explicar, interpretar y comprobar el Derecho establecido, dejando el cuidado de la primera parte a el Monarca y sus Ministros» (Dr. Encina); «En la disputa de estas conclusiones, es dificultoso se guarde el decoro y respeto con que se debe hablar en estas materias, que nos exponemos a hacer una mala impresión en los profesores de este estudio; paralelamente sobre la disputa de la licitud o no del tormento y mutilación de miembros, porque poniéndose como cruel y en ningún caso lícitas, se zahiere nuestra legislación como inicua e injusta en este punto, lo que puede sembrar la inquietud y la duda en el espíritu de los estudiantes» (Dr. Robles). Se decide, por tanto, nombrar tres comisarios que, teniendo en cuenta los votos anteriores y las órdenes reales, «formen el acuerdo y respuesta que se ha de dar al Sr. Meléndez».

El 15 de junio la Junta se reúne de nuevo para examinar el texto establecido por los tres delegados.

Los relatores reconocen que las conclusiones están conformes con el discurso de Lardizábal y que Meléndez ha hecho un esfuerzo para quitarles lo que pudieran tener de excesivo en su primera redacción. Pero como ciertas aserciones están en contradicción con la legislación vigente, estiman que las «conclusiones» no pueden ser defendidas sin autorización real, y recuerdan precedentes y Órdenes Reales: «Queda prohibido tocar punto alguno de Regalía u otro que hiera el respeto del Soberano o el honor y derechos de la Nación»288. Y si bien es verdad que el autor de estas conclusiones se sitúa fuera de toda legislación, también es cierto que «...reprobando como reprueba absolutamente el uso del tormento y de la pena de mutilación de miembros y que se castigue con las de infamia a los hijos del delincuente», fustiga necesariamente nuestra legislación, que autoriza estas penas, y a los tribunales que las aplican. El sostenimiento público de tales conclusiones podría desacreditar nuestra legislación ante los ojos de los estudiantes, mientras que el papel de la Universidad es precisamente imprimir en el espíritu de los jóvenes la más profunda veneración por las instituciones vigentes... Después de dar algunos ejemplos precisos de las dificultades ocasionadas por la discusión pública de ciertas cuestiones delicadas, los comisarios reconocen que el Consejo de Castilla ha autorizado a don Manuel de Lardizábal a publicar su discurso; pero hay una gran diferencia entre un escrito cuyos términos han sido todos meditados, y en que las objeciones, las rectificaciones y las aclaraciones necesarias siguen inmediatamente al enunciado de una idea nueva, y la discusión pública, en que «el ardor escolástico», el fuego de la. emulación ponen a los participantes en el riesgo de dejarse arrastrar «fuera de los límites de la moderación». El peligro es mayor aún para los que sólo recibieran un eco indirecto del debate por no haber asistido a él o para los que leyeran solamente el texto de las conclusiones; algunas precauciones oratorias a que recurre Meléndez, tal como el empleo del verbo videtur, son correcciones muy insuficientes. Finalmente, don Manuel de Lardizábal publicaba sus meditaciones sobre las penas en vista de la reforma de la legislación nacional proyectada por Carlos III; pero si el Consejo y los consejeros tienen el deber de ilustrar al soberano y de presentarle sugerencias, no es lo mismo con la Universidad, que solamente debe explicar y justificar las leyes en vigor hasta que el Gobierno real decida su abolición; ignorando si las máximas de Lardizábal serán adoptadas, «si nuestro monarca benéfico abolirá o confirmará la práctica del tormento y la de las otras penas que en esas conclusiones se reprueban, consideran los comisarios como intempestiva e inoportuna su defensa pública mientras las leyes que autorizan dichas penas no hayan sido abolidas», o hasta que el defensor no obtenga la autorización expresa para sostenerlas (doctor Encina, doctor Borja).

La Comisión adoptó sin modificaciones esta resolución, de la que remitió copia a Meléndez.

Esta escaramuza, que no tuvo consecuencia, es reveladora del espíritu de la Universidad y de las reacciones de Batilo. Los colegas del poeta admiten un estado jurídico de hecho en que la tortura está permitida; aceptan una limitación y una orientación autoritaria del uso de su propia razón; pueden comentar la legislación en vigor, pero sin criticarla; su tradicionalismo monárquico les hace adoptar el principio de autoridad: la prudencia y el respeto debido al soberano deben, según ellos, hacer callar a la razón e incluso a la verdad; admiten estas «muchas razones que no nos es lícito inquirir». Meléndez es mucho más radical: discípulo de Montesquieu y de Rousseau (y quizá también de Voltaire), lleva el ejercicio de su razón hasta sus límites extremos; ninguna consideración ajena a la misma debe detenerla en su marcha. Opone el pensamiento original y vivo a las ideas recibidas. Rehúsa categóricamente el principio de autoridad. ¿No era él quien, días antes de este incidente, había proclamado públicamente, en plena asamblea, su posición de «filósofo» al exclamar: «En las materias de razón, sólo la razón juzga»?289 No podemos, por tanto, seguir a quienes, juzgando superficialmente y sin pruebas, acusan a Meléndez de cobardía, de vileza y de servilismo frente a la autoridad, sea ésta cual fuere. Por el contrario, acepta valientemente sus responsabilidades y se convierte en defensor de la libertad de opinión, con riesgos y peligros para él.

Como tal, vuelve a aparecérsenos, un año más tarde, en un incidente análogo, del que es víctima esta vez otro partidario de las luces, su amigo Salas290. El censor real no quiere permitir a este profesor la impresión de las conclusiones que quería sostener, y la Comisión encargada de examinarlas encuentra más cómodo lavarse las manos en este asunto: «En las circunstancias actuales, la Junta no puede dar su dictamen». Meléndez, indignado, rompe una lanza en favor del amigo que le sostuvo anteriormente e interviene con esa aspereza y ese vigor que ya le conocemos:

[El señor Dr. Meléndez, dixo] que le parece que la Junta está en obligación de dar su dictamen a las conclusiones presentadas por el Dr. Salas porque cree que dho. Doctor puede pedirle sobre cosas pertenecientes a su facultad, qual es ésta, que tampoco debe retrahernos al ser el examen de dichas conclusiones trabajoso, porque en la Universidad y en cosas pertenecientes a las letras, no debemos recusar el trabajo, y que también le parece que las facultades y el empleo de Censo regio no deben ser para extinguir la honesta libertad que debe tener todo hombre de letra de defender questiones opinables, como de ellas no puede racionalmente temerse algún daño y que le parece que la facultad debe meditar con seriedad este último punto por la conexión que tiene con el estado floreciente o atraso de las letras291...


Parece ser, por tanto, que Meléndez, a la cabeza de un grupo muy reducido de espíritus ilustrados, se opone frecuentemente a la mayor parte del Claustro. En las actas de las juntas en las que participa nuestro profesor ya se percibe claramente la existencia de dos partidos -los aristotélicos y los innovadores-, cuya constante y radical oposición anotará Jovellanos años más tarde292. Se tiene demasiada tendencia a creer que el «dulce Batilo» no contaba más que con amigos en el cuerpo profesoral. En realidad, la lectura de los libros de actas nos demuestra que frecuentemente choca en sus intervenciones con sus colegas: muchas veces queda en minoría, o bien, como hemos visto a propósito del colegio trilingüe, se le agradecen las proposiciones que se apresuran a enterrar. Creemos que no todos sus colegas, cuya apatía le desalentaba, y cuya insuficiencia, imbecilidad e incluso maniobras interesadas293 denunciaba, le llevaban dentro de su corazón. Algunos de ellos debieron de criticarle bajo mano y de denunciar las ideas peligrosas que defendía e incluso de calumniarle. No es necesario esperar al proceso de 1800 ni siquiera a los años 1796-1797, que pasa en Valladolid, para ver a Meléndez «desgarrado por la calumnia». Ya sintió las primeras dentelladas de ésta desde su estancia en Salamanca.

En la epístola a Candamo, que es de esta época294 se queja de su soledad y de la envidia y odio de que es víctima:


¡Ay, qué tierra, qué hombres! La calumnia,
la vil calumnia, el odio, la execrable
envidia, el celo falso, la ignorancia
han hecho aquí, lo sabes, su manida,
y contra mí, infeliz, se han conjurado295.


Felizmente, el profesor tenía un medio para escapar de la sofocante atmósfera de la Universidad, de las vanas querellas escolásticas, de las mezquinas intrigas de que era víctima y que le hacían sufrir cruelmente: cabalgando a Pegaso, se evadía al Helicón, donde le esperaban sonrientes las nueve hermanas.

*  *  *

Sin llegar a decir, como Quintana, que nuestro poeta apenas encontraba en qué ocuparse en el desempeño de su cátedra, admitiremos de buen grado que pudo «consagrarse a sus estudios predilectos, dedicándose a la filosofía y a las letras». No es necesario insistir en la presentación y el análisis de los poemas que datan de esta época y que valieron a su autor el comienzo de su renombre; la égloga Batilo, «perfumada toda de tomillo», premiada por la Academia en marzo de 1780296, y la Oda a la gloria de las Bellas Artes, que el joven profesor, apadrinado por Jovellanos, recitó al año siguiente, con ocasión de una distribución solemne de premios en la Academia de San Fernando (1781), cuya nobleza de tono, grandeza de miras y dignidad de expresión alabaron los críticos. Quintana y, más recientemente, Cotarelo y Mori han estudiado estas composiciones en páginas elegantes y vigorosas, cuyo interés no ha disminuido el tiempo. No obstante, la égloga -primera obra sometida al juicio público y primer éxito de Meléndez- exige ciertas observaciones complementarias.

En primer lugar, es uno de los poemas -bastante poco numerosos- de Meléndez cuya fecha de composición nos es conocida con alguna precisión. El Elogio de la vida campestre fue redactado entre el 12 de julio de 1779, día en que se abrió el concurso, y el 31 de enero de 1780, fecha límite fijada para el envío de manuscritos.

Ciertos detalles geográficos o autobiográficos auténticos contribuyen a liberar, parcialmente al menos, a este poema de los convencionalismos inherentes al género bucólico. El Otea, el Tormes, discretamente evocados, sitúan la escena en los alrededores inmediatos de Salamanca; y bajo los seudónimos poéticos de esta Arcadia salmantina se ocultan personajes históricos que nos son conocidos por la correspondencia o por las producciones poéticas de Meléndez. Este se sitúa en escena bajo el nombre de Batilo y, accesoriamente, en el personaje del poeta. Junto a él vemos evolucionar a Arcadio-Iglesias de la Casa, Dalmiro-Cadalso, Elpino y Delio, que son, respectivamente, Llaguno y Amírola y fray Diego González. Albano es el padre Alba, cuyos cursos de retórica y de poesía aún seguía Meléndez cinco años antes, y finalmente:


       ...el famoso
que dijo de las magas el encanto
con su verso divino
junto al Betis undoso.


(p. 117b)                


es Jovellanos, quien en su epístola «Jovino a sus amigos de Salamanca» (1776) se esforzaba en sacar a sus amigos de su sueño anacreóntico:


¡Ay, ay!, que os han las magas salmantinas
Con sus jorguinerías adormecido...


A los ojos de un Tavira, por ejemplo, muy al corriente de la vida del grupo salmantino, estas evocaciones transparentes no podían dejar de conferir a la égloga un carácter de autenticidad, de sinceridad, que aumentaban su encanto e interés. Meléndez, como Garcilaso, se situaba a sí mismo en escena en su égloga.

Por otra parte, no es éste el único detalle por el cual el pastor del Tormes se asemeja al cantor del Tajo. Este poema de 598 versos está constituido por 46 estrofas de 13 versos heptasílabos y endecasílabos. Pero ¿se ha observado que esta estancia: a b C a b C d e e D f F es una de las formas estróficas de Canción introducidas en la lírica española por Garcilaso, y que éste utilizó principalmente en la Égloga II, v. 38 a 76, en el pasaje en que Salicio parafrasea el Beatus ille? Verosímilmente este fragmento -otro elogio de la vida campestre- ha servido de modelo a Batilo297, y es cierto que la combinación métrica escogida por el poeta es particularmente feliz: el predominio de los heptasílabos sobre los endecasílabos (9 contra 4) confiere a la estrofa vivacidad, juventud y alegría, mientras que los metros largos repartidos en los versos tercero, sexto, décimo y décimotercero templan con su tranquila nobleza esta exaltación juvenil y terminan cada una de las estrofas con una nota apacible. El ritmo subraya así el sentido profundo del poema y contribuye a producir esa impresión de frescura y de paz a la que eran tan sensibles los contemporáneos.

A pesar de la identidad de título, la segunda égloga Batilo, recientemente exhumada por Antonio Rodríguez Moñino298, no tiene ni el mismo tono ni la misma forma. Es un poema de 448 versos, en el cual interviene el trío melendeciano que ya nos es familiar: el Poeta, el pastor Batilo y Tirsi, que reemplaza a Arcadio. La égloga está compuesta de 32 estrofas de «canción» de 14 versos del tipo: A B C B A C c d d E E F e F, estrofa mucho más maciza que la de 13 versos, pues sólo cuenta con 4 heptasílabos para 10 endecasílabos. También la ha tomado Meléndez de Garcilaso, de la primera égloga esta vez. Por otra parte, también por su tema Batilo II recuerda al cantor de Elisa: las dos composiciones, netamente elegíacas, tienen por tema fundamental la separación de los amantes, a quienes alejan la vida y la muerte; pero en nuestro poeta es el pastor quien muere y no la pastora. Finalmente, Meléndez debe la idea de sus tres personajes a la primera égloga del toledano, en la que, además de Salicio y Nemoroso, hay un tercer personaje que expone el asunto del poema, hace el elogio de don Pedro de Toledo, a quien dedica la égloga, y al final describe la partida de los pastores; este personaje es el poeta, quien, poniéndose discretamente al margen del retablo, asume el papel de presentador.

La fecha de esta obra es difícil de precisar; la dedicatoria, en lenguaje cifrado, «Égloga dedicada a doña María Andrea de Coca», no constituye más que un vago indicio, y la estrofa VII, que podría hacer alusión al destierro del poeta en Medina, quizás esté desprovista de toda significación autobiográfica, o bien puede haber sido añadida posteriormente. Situar esta composición entre 1780 y 1800 equivale a decir que no podemos fecharla299.

Lo que sigue siendo cierto es la profunda influencia de Garcilaso sobre la obra de Meléndez, especialmente sobre las églogas. Muchas veces el extremeño imitará


del dulce Laso la fácil llaneza300 .


Por ejemplo, en las ediciones de 1785 y de 1797 figura una oda XVIII, suprimida posteriormente, que lleva la mención: «Imitando a Garcilaso»301. Y sin salirnos siquiera del Elogio de la vida campestre, premiada en 1780, ¿sería ir demasiado lejos ver en el verso inicial de este poema como el corolario del comienzo de la primera égloga garcilasiana? El pastor, viendo a sus ovejas «de pacer olvidadas, escuchando», ¿no tiene como reacción natural el incitarlas a pacer la tierna hierba: «Paced, mansas ovejas...»?

Estas observaciones esporádicas están lejos de agotar el problema: se limitan a demostrar cuán deseable sería que se emprendiera y se llevara a feliz término el estudio sistemático de la influencia de Garcilaso sobre los poetas españoles de los siglos XVIII y XIX.

A través de estos primeros éxitos públicos de 1780 y 1781 Meléndez comenzaba a llamar la atención de los medios cultos; sus obras ya circulaban manuscritas más allá del restringido círculo de literatos salmantinos y sevillanos; en Barcelona, por ejemplo, vemos a la duquesa de Benavente esperar con impaciencia un cuaderno de poesías del joven autor de quien tanto se habla:

El librito de las poesías inéditas de Meléndez que avisas a Téllez dirigías por este correo con sobre para mí no ha llegado a mis manos, ni a la estafetta de esta ciudad; sentiría infinito que se perdiera y assí haz diligencia por medio de Ayllón el administrador de correos para ver si puede parecer. Nuestro Señorte guarde muchos años. Barcelona 9 de Julio de 1783.

La condesa Duquesa302.


Desde esta época, pues, se leía a Meléndez o se le discutía en ciertos salones de la grandeza española.

No son, sin embargo, estas señales de interés las que decidieron a Meléndez a dar sus obras al público, sino las apremiantes incitaciones de Jovellanos, como reconoce el mismo poeta en su preámbulo de Valladolid. La primera edición, a menudo llamada de 1785, ya estaba lista para ver la luz a comienzos de septiembre del año anterior. En esta fecha, por intermedio de don Antonio de Parga, Meléndez solicita del Consejo autorización para publicar «el libro que tiene compuesto de Poesías». El 11 de septiembre, los consejeros (Campomartes, Urríes, Santa Clara, Vallejo, Taranco) remiten la obra a la censura de don Josef de Guevara Vasconcellos, que da su aprobación en los términos siguientes:

M. P. S.

En cumplimiento del encargo de V. A., he leído las Poesías líricas que pretende publicar Don Juan Meléndez Valdés y he hallado que el autor tiene gusto, y conocimiento de la buena poesía, que procura acercarse al estilo de los poetas Griegos y Latinos y que en sus anacreónticas hay la suavidad y dulzura que corresponde a este género de composiciones. La materia de las Odas, Romances y Letrillas es propia de las Heróticas, y de la que usaron nuestros célebres Poetas Fr. Luis de León, Don Esteban Manuel de Villegas, y otros. De la publicación de este tomo de poesías podrán conocer así los extrangeros como los españoles que no faltan en nuestros días personas que desviándose del mal gusto de conceptos y equívocos que reinaba en el siglo pasado y en los principios de éste, cultivan las Musas amenas y festivas con gusto y elección.

En una materia de mera recreación y placer, lo único que puede exigirse es que esté desempeñada con gracia y naturaleza, como lo está según mi juicio la presente. V. A. en virtud de lo expuesto resolverá lo que estime conveniente.

Real Panadería, 18 de septiembre de 1784.

Josef de Guevara Vasconcellos.


Este dictamen, sumamente favorable, logra convencer al Consejo, y el 25 de septiembre, o sea quince días después del comienzo de sus gestiones oficiales, Batilo se veía conceder el permiso de imprimir.

No insistiremos sobre el éxito de esta edición, rápidamente agotada303 y no menos rápidamente reproducida por tres o cuatro imitaciones fraudulentas que disgustaron al poeta y le disuadieron de publicar el segundo volumen, ya preparado, pero que no fue sometido a la censura de J. de Guevara Vasconcellos al mismo tiempo que el primero304.

Gracias a Sempere y Guarinos conocemos el tema de los doce poemas que debían constituir este tomo II305. Ignoramos de dónde extraía el polígrafo su información, pero los informes que proporciona son serios al parecer; quizás los obtuviera del propio autor o de sus íntimos.

A decir verdad, los títulos citados son, al menos en su mitad, bastante oscuros. Es cierto que El cántico de muerte, Lo incomprensible de Dios, La prosperidad del malo, La noche y la soledad, La canción fúnebre a su amigo D. Joseph Cadalso y, finalmente, La caída de Luzbel no plantean problemas porque han permanecido idénticos poco más o menos306. Pero no ocurre lo mismo con los otros títulos, que no se encuentran entre las obras de Batilo, sea porque el poeta haya modificado su redacción, sea porque haya apartado de sus ediciones los poemas que designaban307. Nos es preciso, por tanto, interpretarlos informes de Sempere, lo que nos expone a error. En la oda filosófica XXI, Inmensidad de la Naturaleza y bondad inefable de su Autor308:


¡Oh, gran Naturaleza,
Cuán magnífica eres!


os vemos tentados a ver el antiguo Himno a la Naturaleza. Los cielos eran quizás la forma primitiva de la oda A las estrellas309, a menos que no deban identificarse con el comienzo del discurso III, Orden del Universo y cadena admirable de sus seres310 (alrededor de 150 de los versos iniciales): la duda es posible, pues los dos poemas presentan muchas similitudes. Las pasiones y la virtud fue probablemente el primer estado de El deleyte y la virtud311. Con las Reflexiones en un templo abandonamos el terreno de la probabilidad para aventurarnos en el de la conjetura: es difícil identificar este poema con La presencia de Dios312, vuelo panteísta que supone la contemplación de la bóveda estrellada. ¿Se trataría entonces de la oda XXII, El hombre imperfecto a su perfectísimo Autor?313 Sí; más bien que de la oda XXXI, La meditación314 (no aparecida hasta 1820). Estos dos poemas, en todo caso, se presentan como verdaderas oraciones.

Quedan dos títulos: La dignidad del hombre y Locura y vanidad de sus deseos. Quizás esta última composición se haya convertido en la oda XII, Vanidad de las quejas del hombre contra su Hacedor315, mientras que aquélla habría producido el discurso II, El hombre fue criado para la virtud, y sólo halla su felicidad en practicarla316.

Este discurso es anterior a 1787 con toda seguridad; en efecto, Meléndez lo dedica a Amintas, nombre que en la Academia de los bellos ingenios del Tormes había adoptado Forner:


¿Nació, Amintas, el hombre
Para correr tras la apariencia vana,
Cual bestia, del placer?


A esta cortés dedicatoria y a esta interrogación directa, Forner respondió, como hemos visto, con el quinto de sus Discursos filosóficos sobre el hombre317:


Vive el mortal de la apariencia vana,
Batilo...


Dado que los cinco discursos fueron publicados por la Imprenta Real en 1787318, hemos de suponer por fuerza que el discurso de Meléndez es sensiblemente anterior a 1787, e incluso a 1786; no es imposible que este poema, en que el autor encuentra en la razón y la virtud -que distinguen al hombre de la bestia- las fuentes de la verdadera felicidad, se haya llamado primitivamente La dignidad del hombre.

Sea como sea, las obras que debían constituir el segundo volumen de la primera edición presentaban caracteres comunes muy marcados: merecían perfectamente el título de poesías «filosóficas y sagradas» que el poeta les dará en 1797. Saca, en efecto, su inspiración de los antiguos (epicureísmo en Horacio, estoicismo en Séneca y Marco Aurelio), de la Biblia (de la que imita o traduce diversos salmos), de los autores cristianos: Milton, Pascal, Young... Con toda evidencia, Meléndez, cuando se encauza por esta vía, sigue exactamente los consejos de Jovellanos. Después de 1789, sus funciones de magistrado le apartan de la meditación filosófica abstracta, y entonces le veremos, en sus epístolas sobre todo, entregarse a una poesía de inspiración completamente nueva. No obstante, desde 1786 aparecerá en la producción de Meléndez un primer cambio de orientación y de tono que no está desprovisto de significación. Pero no nos anticipemos.

No nos detendremos sobre Las bodas de Camacho el Rico, anteriores en un año a la edición de las Poesías. Quintana y, más tarde, Colford han dicho lo esencial sobre este ensayo dramático desafortunado, que parece imposible rescatar de un merecido olvido. Las circunstancias políticas de su composición, la deuda de Meléndez para con Jovellanos (que le había sugerido e incluso proporcionado el plan de este drama pastoril desde 1778)319, el primer premio (entre cincuenta y siete concursantes) que el jurado otorgó a la pieza y, finalmente, la fría acogida que mereció por parte del público, todo ello es bien conocido actualmente. Pero no es completamente exacto que esta obra constituya «la primera (y última) tentativa de nuestro poeta en el campo del arte dramático», como dice Colford320.

Es cierto que nuestro autor, que apenas sentía en él la inspiración épica, tampoco se creía dotado por la naturaleza de la vis cómica o trágica. En la primera composición que envía a Jovellanos321, el joven poeta se lamenta de que Talía y Melpómene no le sean tan favorables como Erato y Polymnia:


Pero ya sólo amores
Canto humilde entre flores
Y tiemblo del escénico aparato.
Mas no fue dado a todos
La máscara falaz o el siervo astuto,
Ni el que con altos modos
Ornasen la virtud o el escarmiento
De negras tocas y sangriento luto;
Que supera la empresa los deseos.


Este último verso deja entender que, ya en esta época, el poeta había ensayado el género dramático. Y, en efecto, hemos encontrado ciertos borradores autógrafos de Meléndez que testimonian que en dos ocasiones por lo menos, en fechas que ignoramos, pero probablemente durante su primera estancia en Salamanca, albergó la intención de escribir «dramas».

El primer fragmento es un plan, un esbozo de plan manuscrito, que recuerda a la. vez El delincuente honrado de Jovellanos y El mejor alcalde, el rey de Lope de Vega.

Helo aquí:

Argumento: Abelinda, casada felizmente con Mauricio. El gobernador de la ciudad se enamora de ella, solicítala, prende al marido; ella ruega por él, declárase el gobernador y sobreviene el Rey de repente: ella se echa a sus pies, al punto de irle a ajusticiar, es escuchada, examínase la causa, descúbrese la culpa del juez, dase él la muerte y ella recobra a su esposo. Que el interés crezca de escena en escena y de acto en acto322.


Ignoramos si Meléndez llevó más adelante la ejecución de este proyecto, que sólo nos es conocido por este «argumento», realmente embrionario.

En cambio, elaboró mucho más otro proyecto de drama, que no lleva título, pero cuyo tema hemos podido identificar fácilmente, pues se trata de un hecho histórico relatado en los anales salmantinos: la historia de Doña María la Brava323. Este episodio, que recuerda la lucha inexpiable de Capuletos y Montescos, ofrece a Meléndez ocasión para rivalizar con el genial autor de Romeo y Julieta324 . La audacia de tal empresa, al mismo tiempo que la estricta fidelidad a las normas del teatro neoclásico, nos incitan a pensar que se trata de una tentativa de juventud, que data quizás de los años en que se ejercían sobre los salmantinos lo que César Real de la Riva llama el «magisterio incomprensivo de Jovellanos».

Probablemente en el Compendio de Dorado (1776) es donde Meléndez encontró la idea de su pieza, cuyos detalles extrajo de la Historia de González de Ávila:

«El drama comenzó, según la tradición lo relata, en un juego de pelota. Dos jóvenes, hijos de la noble familia de los Manzanos, mataron en una contienda suscitada sobre el juego a otros dos jóvenes, muy amigos suyos, e hijos de la familia de los Monroy. La madre de éstos, Da. María Rodríguez, buscando a los agresores, y hallándolos en tierra de Portugal, a donde se habían refugiado huyendo de la justicia, tomó sangrienza venganza en ellos, cortándoles las cabezas y entrando con ellas triunfante en Salamanca. A su vez los deudos de los Manzanos, indignados de aquella bárbara acción, quisieron ejercer represalias semejantes, y agrupados los Monroy en torno a Dña. María, defendieron a la vengativa madre, arrastrando unos y otros a muchos parciales».


Las dos facciones rivales, adoptando el nombre de sus parroquias, Santo Tomé y San Benito, se hicieron durante cuarenta años una guerra sin merced, sembrando la desolación y el espanto por la ciudad, cuyas calles ensangrentaron muchas veces. El obispo, el cabildo, el conde de Benavente, que se esforzaron por poner término a esta terrible lucha, tuvieron que confesarse impotentes. San Juan de Sahagún, más afortunado que las autoridades, se interpuso entre los combatientes y consiguió llevarles a hacer las paces325.

Tal es el tema «de negras tocas y sangriento luto» con el cual Batilo parece haber querido demostrar sus dotes de dramaturgo principiante.

El borrador de este drama326 es mucho más detallado que el precedente. Encierra en sí dos listas bastante diferentes de personajes, un plan de conjunto en prosa en que se indica sumariamente el contenido de los cinco actos y de las treinta y una escenas, un plan detallado en prosa de la escena I del acto I y, finalmente, un esbozo de redacción en verso de esta misma escena I.

En la segunda lista el poeta ha fijado, tras los tanteos iniciales, el número de sus personajes y el carácter de algunos de ellos327:

N.º y carácter de personajes
Personas:C(arácte)r:
D.ª María, viuda de Enrique Enríquez. Vengativo hasta lo sumo.
D.ª Mencía, su hija, amante de Sancho Manzano. Tierno y suave.
García Monroy, amante de Mencía.
Albar Monroy, su padre. De falso honor.
Ximénez, confidente de D.ª María.
Sol, confidente de Mencía.
Nuño, escudero de D.ª María.
Monroyes y Enríquez, deudos de María.
Sancho Manzano y Rodrigo Manzano. Hermanos.

A imitación de los grandes dramaturgos frances.es, Meléndez divide su tema en cinco actos. Respeta así las venerables unidades y restringe su pieza al único momento de crisis, a la preparación y ejecución de la venganza. Sacrificada así la anécdota, la atención se reconcentra sobre la psicología de doña María. La tensión dramática se encuentra acrecentada por la inserción dentro de la trama histórica de una intriga sentimental entre la hija de doña María y uno de los asesinos de sus hermanos, Sancho Manzano. Quizás sea el Cid de Corneille la obra que ha sugerido a Batilo el recurso a este motivo dramático accesorio. Pero el autor español reparte entre dos personajes los sentimientos antagónicos que desgarran el corazón de Jimena: el amor es la parte que le corresponde a doña Mencía, mientras que su madre está dominada por un sentimiento único, por una idea fija: el deseo de venganza. Toda clase de conflicto interior desaparece aquí, ya que los personajes parecen sistemáticos, fijos, sin matices, en este esbozo al menos. Júzguese328.

El drama comienza tras la muerte violenta de los hijos de doña María. Esta, con una pasmosa fuerza de espíritu, impone silencio a su dolor para ocultar mejor sus proyectos de venganza, que declara en un monólogo. Informada de los amores de su hija, sigue disimulando. Sus íntimos y parientes están sorprendidos por la indiferencia en que la deja la muerte de sus hijos. Ella misma interroga a la muchacha, y después procura sorprender las confidencias que encarga de obtener a la dueña Ximénez de doña Mencía. El primer acto termina con un soliloquio de doña María.

En el transcurso de una segunda entrevista, doña Mencía, conmovida por las muestras de afecto que le prodiga su madre, le confiesa al fin su secreto; doña María parece dar su aprobación a este idilio. Pero intercepta una carta de Manzano a Mencía y, tras haberla leído, hace que se la entreguen a su destinataria. Puesta así al corriente de los proyectos de sus adversarios, hace preparar secretamente armas y avisar a todos sus parientes y aliados (acto II).

Mencía, agitada por funestos presentimientos, escribe a los Manzanos, mientras que la dueña está al acecho. El billete cae en manos de doña María, que exhala su alegría al ver la venganza al alcance de su mano. A pesar de la intervención de don Alvar, persiste en la decisión que ha concebido (acto III).

La dueña, cuyo papel aparece muy ambiguo, advierte a Mencía de los preparativos ordenados por su madre. Esta, que tiene la condenable costumbre de escuchar tras de las puertas, sorprende esta conversación. Mientras que la muchacha se regocija por haber podido poner en guardia a su amante mediante un segundo billete, doña María se apodera de esta carta, que sostiene en la mano cuando llegan los parientes que ha hecho convocar. (Este acto IV es, en grandes líneas, como una repetición, mutatis mutandis, del precedente.)

Finalmente, se anuncia la llegada de Sancho Manzano. Mencía le comunica las buenas disposiciones de su madre; pero, enterada de que su segundo billete no ha sido remitido a Sancho, se siente de repente llena de temor. No obstante, pronto tranquilizada, expresa en un monólogo su alegría por haber convencido a su madre; la dueña le hace coro ingenuamente. Surge entonces doña María, que anuncia triunfalmente a la joven «que ha mandado plantar en unas picas las cabezas de sus amantes» (sic). Mencía muere de dolor. Doña María intenta matarse con el puñal de don Alvar, pero éste se lo impide, y «entonces comienzan los remordimientos».

Sin duda alguna, estas violentas escenas finales jamás fueron escritas. Pero, a título de curiosidad, daremos el plan en prosa de la escena inicial, la única que ha llegado hasta nosotros. La puesta en limpio, autógrafa y sin tachones,nos autoriza a pensar que Meléndez, provisionalmente al menos, juzgaba aceptable esta escena.

Acto I

Escena I

DOÑA MARÍA, XIMÉNEZ.

XIMÉNEZ.-  No, señora, en la ciudad no hay uno que no se conduela de vuestra desgracia, y cada día es más sensible la infeliz pérdida del esforzado Alfonso y vuestro querido Hernando. ¡Oh, si mi señor viviese!

DOÑA MARÍA.-  No me recuerdes la pérdida de mi esposo; ésta es la única que no dejaré de llorar; en la flor de sus años, la muerte le arrebató de entre mis manos, pudo más que la guerra; yo le vi venir de las orillas del Genil triunfante con las vanderas de su mando, cargado de los ricos despojos del moro, y luego la muerte... déxamele llorar mi Ximénez...

XIMÉNEZ.-  ¡Que haya de poder más una desgracia tan antigua que la reciente de vuestros hijos lan vilmente asesinados! La ciudad toda...

DOÑA MARÍA.-  ¿Qué dice la ciudad?

XIMÉNEZ.-  Perdonadme, señora, yo no quiero aumentar vuestras penas...

DOÑA MARÍA.-  Ximénez, ¡dilo!

XIMÉNEZ.-  Pues culpan vuestra indiferencia y havéis perdido el concepto que teníais ganado. Os tenían por la primera de las mujeres que hoy sois.

DOÑA MARÍA.-  ¿Qué?

XIMÉNEZ.-  Asta Albar, el honrado Albar, no puede dexar de culparos.

DOÑA MARÍA.-  ¡Qué injustos que son! Yo hago lo que devo. Mis hijos... ¡Ay! su padre, su padre...

XIMÉNEZ.-  Consolaos, señora, pues aun tenéis una hija, la flor de la ciudad.

DOÑA MARÍA.-  Sí, ella lo es; pero le seguirá la desgracia que a su madre...

XIMÉNEZ.-  No, señora, ella será, si no me engañan mis deseos...

DOÑA MARÍA.-  La veo tan inquieta que me parece que siente demasiado nuestras desgracias y en sus años la melancolía... Ximénez, procurad alentarla.

XIMÉNEZ.-  También yo temía lo mismo, pero me parece ser otra la causa; yo la he oído por acaso hablar con Sol, y el amor de D. Sancho las ocupaba.  (DOÑA MARÍA, al oír este nombre, se estremece y procura disimularlo.)  Siento haber pronunciado este nombre, pero Monroy la ama.

DOÑA MARÍA.-  ¿Monroy, Ximénez?

XIMÉNEZ.-  Sí señora, y no debéis aprobar su elección, porque en nobleza, estados y gentileza, en todo es digno de ella.

DOÑA MARÍA.-  Es mi deudo y me debe mucha inclinación. Ojalá pudiese ser tan dichosa que le hiciese mi hijo; pero, Mencía ¿sin el conocimiento de su madre?... Hija desconocida...

XIMÉNEZ.-  Si su elección os agrada, no la culpéis.

DOÑA MARÍA.-  No la culpo... Pero D. Albar llega. Id pues, y pues apruebo la elección, no os descuidéis en examinar lo que podáis para informarme.

XIMÉNEZ.-  Lo haré así.

(Fin de la escena.)


No nos parece interesante copiar aquí los veinte endecasílabos que Meléndez construyó trabajosamente y que corresponden al comienzo del parlamento de doña María. Los versos!son incompletos o imperfectos: algunos tienen diez pies; otros, doce. Se trata de un borrador aún informe, abandonado por el poeta, que, sin duda, se juzgó incapaz de proseguir la redacción de esta pieza.

Así es este embrión de drama, a la vez muy clásico por su estructura y al mismo tiempo netamente romántico por su tema y también por algunas de sus escenas. El carácter de doña María -esa sed de venganza capaz de justificar todas las bajezas, todas las argucias de un extraordinario maquiavelismo femenino- podría haber proporcionado a Meléndez la ocasión para hacer un interesante análisis psicológico. La debilidad de carácter y la estupidez de Ximénez, la credulidad amorosa e ingenua de doña Mencía, habrían podido poner de relieve la implacable figura de la protagonista. Pero no debemos lamentarnos por estas posibilidades no actualizadas: los limbos de la literatura están llenos de estas obras nacidas muertas329.

Por fragmentarios e imperfectos que sean, estos breves retazos y estos borradores ofrecen, sin embargo, un interés: demuestran que nuestro poeta soñó por un momento en escribir una, o tal vez varias tragedias, y que concebía estas obras dramáticas según las normas del teatro neoclásico330, aunque con un espíritu muy diferente del de la tragedia francesa, un espiritu que recordaba al de algunas comedias calderonianas o que anunciaba el drama romántico de Víctor Hugo; demuestran también que, según el viejo precepto de Lope, Meléndez comenzaba por redactar en prosa cada escena antes de versificarla. Al hacer esto aplicaba al teatro un método que seguía constantemente en la composición de sus poesías líricas. La identidad de método no impidió que el público acogiera de manera muy distinta las composiciones líricas y la obra dramática del poeta.

Desafortunado en el teatro, Meléndez creyó por un momento, a pesar de los temores que en otro tiempo había experimentado, encontrar en el «canto épico» cierta compensación a aquel doloroso fracaso. ¡Ay! La crítica no vio nunca La caída de Luzbel con los mismos ojos que su autor. Estimando que aquellas «octavas tenían esquinas y picos, en vez de ser redondas»,


la echó de sí al abismo despeñada331 .


Sobre este poema no podemos suscribir sin muy importantes reservas las observaciones hechas por Colford. Efectivamente, Meléndez, que desde 1777 había estudiado muy de cerca el primer canto del Paraíso perdido de Milton para corregir la traducción de Jovellanos, se ha inspirado, sin duda alguna, en el autor inglés. Pero no creemos que la influencia de Milton sea tan directa como supone el crítico norteamericano332. En cuanto a la fecha, nos encontramos en disposición de confirmar la hipótesis de Ticknor, que sitúa este poema hacia 1785 y supone que fue escrito por Meléndez para concurrir al premio instituido por la Academia Española aquel año. Esto es muy plausible, y otro poeta salmantino tomó parte en esta justa literaria: José Iglesias de la Casa, cuya composición manuscrita se conserva en la Biblioteca Nacional de Madrid333. La introducción de este manuscrito contiene precisiones interesantes sobre el concurso de 1785 y sobre su organización. Sabemos que ninguno de los poemas enviados obtuvo el favor de la docta asamblea, hecha más severa, sin duda, por la desaprobación que el público acababa de infligir a su juicio sobre Las bodas de Camacho el Rico334.

Parece que durante el período que siguió inmediatamente a la edición de las Poesías en 1785 y hasta el final de su profesorado salmantino la actividad creadora de Meléndez se hubiera aminorado sensiblemente. Las obras datadas con seguridad durante este período son bastante poco numerosas, pero tienen un nuevo tono. Apartándose cada vez más de las mezquindades del mundo universitario, que le decepciona, el poeta considera seriamente la posibilidad de abandonarlo. Busca consuelo en la amistad, en las bellas artes y en las consideraciones filosóficas sobre el sentimiento estético; e incluso, adquiriendo conciencia de la inutilidad de sus esfuerzos, exhala su amargura con acentos vigorosos, a los que está poco acostumbrado: los de la invectiva y a veces de la sátira.

La epístola V, a don Gaspar González de Candamo335, fue compuesta entre noviembre de 1786 y junio de 1787; la fecha de 1801, propuesta por algunos críticos, es evidentemente errónea336. Según toda probabilidad, el primer discurso, La Despedida del Anciano337, es exactamente contemporáneo de esta epístola V. Se encuentran en ambas obras ciertos desarrollos muy parecidos, ciertas ideas expresadas en la carta a Llaguno de octubre de 1786 (cf. página 93). El poeta increpa al odio y a la envidia, que obligan al mérito a exiliarse. «Tú te ofendes de los buenos», reprocha a España:


Con grillos sus luces pagas.
Si la calumnia apadrinas,
La desidia y la ignorancia,
¿Dónde los varones sabios
Podrás hallar que hoy te faltan?
La verdad ser gusta libre,
Y con el honor se inflama;
El no preciarla la ahuyenta,
Las cárceles la degradan.
Nunca el saber fue dañoso,
Ni nunca ser supo esclava
La virtud. Si ciudadanos
Quieres, eleva las almas.


En realidad, este Discurso sobre la decadencia moral y material de España es una verdadera sátira, que puede emparentarse muy estrechamente por los temas y por el tono con las sátiras a Arnesto de Jovellanos. ¿Cómo extrañarse de ello, cuando se sabe la parte que desempeñó Meléndez en la corrección de la sátira II, sobre la mala educación de la nobleza338 y, sobre todo, cuando se dedica uno a la confrontación de las fechas de publicación? El discurso de Batilo apareció en el número CLIV, de El Censor, es decir, el 24 de mayo de 1787. Ahora bien, la segunda sátira a Arnesto se publicó una semana más tarde, en el número CLV de la misma revista (31 de mayo de 1787). ¿Pura coincidencia? En absoluto. Hay ahí un designio concertado de los autores, que quieren atraer la atención de los lectores sobre una cuestión que juzgan vital para el país. En esta inmediatez de fechas, en la similitud de ideas y a veces de expresión, creemos incluso que hay un indicio, si no es una prueba, de una colaboración entre los dos amigos, que se han consultado y aconsejado mutuamente: toda investigación sobre la influencia de Jovellanos en Meléndez, o viceversa, nos parece sobre este punto destinada por adelantado al fracaso.

También durante el primer semestre de 1787 fue escrita la oda filosófica XIX, El Deseo de Gloria en los Profesores de las Artes339 . Esta composición se emparienta con las precedentes por sus cuatro estrofas iniciales, que constituyen un elogio entusiasta del esfuerzo, del coraje, del espíritu de creación y de empresa opuestos a la pereza y al egoísmo del vulgo. Esta oda fue enviada a la Academia de San Fernando y leída con ocasión de la distribución solemne de los premios, el 14 de julio de 1787. El autor no asistió a la ceremonia.

Del año 1788 conservamos la publicación de un soneto a don Francisco Gregorio de Salas, en el Correo de Madrid (o de los ciegos), número 205, el sábado 8 de noviembre de 1788. Una nota nos informa de que fue compuesto este soneto porque habían hecho correr el infundio de que Meléndez dudaba del mérito de Salas. Creemos oportuno exhumarlo, porque hasta ahora es desconocido por todos los críticos, y A. Rodríguez Moñino no lo ha recensado en su precioso catálogo de primeros versos de Batilo340.




Don Juan Meléndez Valdés,
al señor don Francisco Gregorio de Salas



La fuerza de Virgilio, la eloqüencia
de Homero y del Petrarca la dulzura
tu observatorio rústico procura
esceder ¡o gran Salas! sin violencia:
del Pindo tú has subido la eminencia
quando cantas en loor de Extremadura,
y así que Apolo te miró en la altura,
de sus hijas te dio la presidencia
Qualquiera que con pluma licenciosa,
dixere que Meléndez, ha dudado
el mérito de Salas algún día,
y esto quiera afirmarlo en verso o prosa
está poco instruido y enterado
en Meléndez, en Salas y en poesía.

Meléndez341.


Antes de cerrar este capítulo debemos mencionar también dos intervenciones de Batilo en un terreno que, aunque no es exactamente el de la poesía, no deja de estar en estrecha relación con la vida literaria española contemporánea.

La primera es un proyecto de edición forjado por Meléndez y dos de sus colegas, los doctores don Juan Justo García y don Miguel Martel: los tres profesores se proponían publicar las homilías del obispo don Gerónimo Bautista Lanuza; un curso de matemáticas; las Cartas Marruecas, de Cadalso, y el Ensayo sobre la propiedad, de Meléndez. La solicitud común de autorización está fechada el 6 de diciembre de 1788, un mes antes de la partida del profesor para Madrid, donde quería preparar su nombramiento en la magistratura342.

El segundo documento que hemos encontrado se sitúa durante la permanencia del «pretendiente» en la capital. Dos hombres de letras, don Luciano Comella y don Lorenzo de Burgos, deseaban publicar un periódico titulado el Diario de las Musas, cuyo carácter y originalidad definían ellos mismos en la solicitud de autorización que dirigieron al Consejo:

Haviéndose propuesto publicar diariamente un papel con el título de Diario de las Musas, en el que reuniendo la amenidad y deleite con la utilidad y solidez de las doctrinas puedan con notable ventaja instruir al Pueblo tanto en aquellos azuntos que se rozan con las costumbres como en todos los demás ramos que tengan conexión con la ciencias y las Artes; criticar y ridiculizar con decoro aquellos defectos y vicios comunes a muchos hombres, y a muchos estados que son los que regularmente influyen en la corrupción de las costumbres; se hallan en el día con la suficiente copia de materiales para dar principio a la publicación del expresado papel al que se han ofrecido contribuir con sus luces varios literatos de mérito con quienes han comunicado este pensamiento.


Deseando que el diario aparezca para el domingo de Pascuas, solicitan que el juez de imprenta designe censores sin dilación alguna (26 de marzo de 1789).

El Consejo, menos apremiado por el tiempo que los autores, emplea un mes para encontrar el censor competente: «Remítase a D. Juan Meléndez Valdés para que informe lo que se le ofreciere y pareciere». Concienzudo como era su costumbre, el profesor de Humanidades no se contenta con examinar el programa y el plan de varios números de este diario, sino que toma contacto directo con los autores, cuyas intenciones sondea antes de dar un dictamen favorable. He aquí el texto de la única censura que, a nuestro conocimiento, ha llegado a nosotros con la firma de Batilo:

10 de mayo de 1789343

M. P. S.

He visto y leído con la mayor atención el proyecto y cuadernos del Diario de las Musas, que V. A. se sirvió remitir a mi censura, y he conferenciado además con los autores dél sobre la ejecución de la obra; y en vista de todo, debo decir a V. A. que el plan de este periódico me ha parecido juicioso y bien meditado y de no poca utilidad al público por la variedad de objetos que debe abrazar, unos de instrucción y filosofía, y otros de amenidad y honesto entretenimiento: Los Autores se me han mostrado llenos del mejor deseo de trabajar por sí, y solicitar por todos los medios que les sea posible auxilios de otros literatos para llevarle cada vez a mayor perfección; y los números que he examinado, y devuelvo a V. A., no conteniendo nada opuesto a la religión ni las leyes, están por otra parte escritos con pureza y llenos de buenos y juiciosos pensamientos.

V. A. pues que conoce cuanto estas hojas volantes bien trabajadas contribuyen a la propagación del buen gusto, y que a ellas deben otras naciones en gran parte los progresos que han hecho en él, puede sin ninguna dificultad permitir la publicación de dicho Diario: que es cuanto puedo informar a V. A.

M. P. S.

A. L. R. P. de V. A.

Dr. Dn. Juan

Meléndez Valdés. (Autógrafo.)


A pesar de este juicio sumamente favorable, el asunto se va dilatando; el diario no puede salir ni en Pascuas de 1789 ni siquiera en la Trinidad de 1790. Finalmente, el rey concede la autorización con tal de que el nuevo periódico respete «las reglas y precauciones que propone el juez de imprenta» y se someta a la censura permanente de Fr. Diego González, prior del colegio de doña María de Aragón, y de don Francisco Marina, canónigo de San Isidro, de esta villa. Pero dicha autorización no tiene validez hasta después de ser registrado por el Consejo, con fecha 1 de septiembre de 1790. Cuando el Diario de las Musas está en condiciones de aparecer, hace mucho tiempo que Meléndez, nombrado alcalde del Crimen de Zaragoza, ya no se ocupa en juzgar inocentes diarios literarios: sus nuevas funciones le obligan a perseguir las hojas «subversivas» que intentan difundir a través de la monárquica España el peligroso fermento de la Revolución francesa.

A partir del 3 de enero de 1789, día en que asiste a una reunión de la Junta de Letras Humanas, Meléndez no vuelve a aparecer, durante cinco meses, hasta el 6 de junio, por los claustros de la Universidad. Se traslada entonces a Madrid, adonde le llaman «ciertos asuntos personales que requieren absolutamente su presencia»344. En realidad, se dedica a «trabajar» su nombramiento, haciendo su corte y las indispensables visitas de «pretendiente». Su estancia en la capital nos es atestiguada de múltiples maneras: por la censura que acabamos de citar, por su presencia en una reunión general de accionistas del Banco de San Carlos345 y también por las diferentes peticiones de permiso que el profesor presenta al Consejo de Castilla346. Había partido «en tiempo de vacaciones... y creyendo poder volver a servirla [la cátedra] en muy breve tiempo»; pero los mencionados asuntos se han prolongado más allá de sus previsiones y el poeta se ve obligado el 7 de mayo a solicitar un permiso pretextando su estado de salud, demostrado por un certificado médico. Si es cierto, como apunta Alarcos, que esta enfermedad es simulada, debemos reconocer que el médico y el interesado han tomado sus buenas medidas para enternecer a los jueces: reúma, resfriados persistentes, erupción cutánea que degenera en laringofaringitis complicada con aftas; y cuando la curación parece próxima, una nueva crisis de reúma abate por segunda vez al desgraciado poeta. Los consejeros de Castilla, compadecidos, le conceden dos meses de permiso, con las tres cuartas partes de su sueldo (13 de mayo). El destino, hasta entonces desfavorable al candidato a magistrado, empieza a sonreírle: el 22, tres días antes de la firma del decreto que le concierne, Meléndez conoce ya su nombramiento de juez de lo criminal en el Real Tribunal de Aragón, nombramiento que se apresura a comunicar aquel mismo día a la Universidad. Tras haber arreglado diversas cuestiones financieras relacionadas con sus nuevas funciones, el convaleciente, satisfecho, regresa a sus lares. Del 6 de junio al 22 de agosto asiste a casi todos los claustros de la Universidad. La necesidad de asegurar sus clases hasta el final del curso escolar -¡hele aquí de repente lleno de celo!-, la larga preparación de la mudanza de su hogar a Zaragoza son los argumentos de que se sirve para lograr que la torna de posesión en el Tribunal, fijada primitivamente para el 9 de julio, sea aplazada por dos meses. Pareciéndole pronto insuficiente el plazo concedido, vuelve a obtener veinte días suplementarios, gracias a un nuevo certificado médico, que atestigua que su mujer esta vez no está en condiciones de viajar.

Aparte de las clases y de su participación, bastante pasiva, en los claustros, el recién nombrado magistrado consagra su último mes salmantino a poner en orden sus negocios.

El 22 de agosto, ante el notario Bernardo Pérez, firma en favor de su suegro, de su cuñado don Mathías y de don Francisco Gorjón un poder general para asegurar la gestión de sus bienes y de los de su mujer durante su ausencia»347.

Una semana más tarde, el 29, hace registrar por el mismo oficial público el reconocimiento de carta de pago de dote»348, estableciendo que su suegro ha cumplido puntualmente sus compromisos.

Si damos crédito a Estala, en aquella ocasión Meléndez no se dedicó únicamente a estas enojosas y necesarias formalidades, sino que también hizo un viaje más o menos turístico.

El 12 de agosto, el futuro redactor de El Imperial escribe a Forner desde Salamanca:

Batilo está disponiendo su marcha. Quiere que hagamos primero un viaje a las Batuecas do diz que tiene hecha una singular promesa. Iremos porque creo que ha de ser la romería un poco poética. Está recogiendo sus escritos para dejarlos en poder de Jovino para la impresión349...


Nos alegraría saber la naturaleza exacta de esta peregrinación que emprendía con más curiosidad que devoción el abate volteriano -en compañía del profesor filósofo. Pero no importa; el poeta, durante la convalecencia de su mujer, hace, pues, una escapada hasta las Batuecas. Dada la brevedad de este desplazamiento, hay que excluir que Meléndez haya podido llegarse hasta Ribera del Fresno para despedirse de su hermana Agustina. Regresado al punto de partida y encontrando restablecida a su esposa, firma con ella los instrumentos jurídicos que sabemos y concluye sus preparativos. Abandona por fin Salamanca el 1 o el 2 de septiembre puesto que el 3 no asiste al claustro, y el 5 don Joseph García de Coca percibe, en virtud del poder que le ha dejado su yerno, los 8754 reales que aún le debía la Universidad350.

*  *  *

Se ha comentado mucho sobre las razones que determinaron al poeta a dejar la enseñanza por la magistratura. A los motivos que invocan tradicionalmente biógrafos y críticos, y cuyo valor no desconocemos de ningún modo -ambición personal, interés, influencia de su mujer y «ciertos asuntos domésticos» principalmente-, añadiremos otros que, a nuestro parecer, no son menos decisivos.

Hemos demostrado en otra parte351 que la resolución de Meléndez no fue repentina, sino lentamente madurada durante dos años por lo menos, y que solicitó trece puestos antes de obtener su nombramiento para Zaragoza. Fue, por tanto, hacia 1786 ó 1787, en la época en que se quejaba de estar expuesto a la hostilidad de sus colegas y a la calumnia352, cuando el profesor, profundamente herido por estos procedimientos tortuosos, se decide a abandonar las Humanidades; consciente de la bivalencia que ha marcado toda su vida de estudiante, se decide a sacar provecho de sus conocimientos jurídicos y a emprender una carrera de legista. Pero el desaliento y la susceptibilidad heridas son unas razones negativas. Ahora bien, Meléndez no es solamente un poeta; como hombre de acción, desea intervenir en la evolución de su país. Comprobando la inutilidad de sus esfuerzos en el seno de una Universidad rutinaria, busca un terreno en el cual esa actividad pueda ejercerse más libremente, en el que los prejuicios no le detengan a cada paso; el deseo de eficacia entra, pues, en parte no despreciable, en su resolución.

Finalmente, sufrió presiones exteriores; la invitación de Jovellanos353, como él mismo nos informa, y las instancias de varios altos magistrados (en su cátedra de Humanidades) «se esmeró en trabajar con celo y aprovechamiento por espacio de ocho años, hasta que en el de 1789, instado y aún solicitado por vuestro difunto conde de la Cañada y otros de vuestro Consejo para que, dejando la Universidad por la toga, y sirviese en ella al público y a V. M. con mayor utilidad, fue nombrado Alcalde del Crimen de la Audiencia de Zaragoza»354.

No fue, pues, por cabezonería ni por la influencia aislada de María Andrea por lo que Meléndez abandonó la Universidad salmantina: todo un conjunto de razones, que había sopesado maduramente, le llevaron a tomar esta decisión.

Sea como sea, la partida del poeta no podía transcurrir sin que algo de él se desgarrara: a orillas del Tormes dejaba diecisiete años de su vida, múltiples recuerdos ligados a la Universidad, sus amores de adolescente, sus éxitos de estudiante y de poeta; abandonaba sus sueños y sus ilusiones; en una palabra, su juventud. Alarcos ha citado muy certeramente como prueba de este desgarramiento algunos versos significativos de la égloga IV. Pero hasta en los documentos oficiales -fríos e impersonales por esencia- encontramos la expresión del dolor del poeta: escribiendo a Antonio García, mayordomo de la Universidad, para suplicarle que se abonen a su suegro, don Josef García de Coca, los honorarios que aún se le adeudan, termina la carta con esta confesión: «Mandando quanto guste para Zaragoza, pues yo, es tanto el dolor que me causa dejar esta ciudad donde he sido tantos años feliz, que no tengo valor para despedirme de mis amigos; mande Vm. a quien lo es de veras de Vm. y B. S. M. (Salamanca, 31 de agosto de 1879)»355.