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Amalia

José Mármol




ArribaAbajoExplicación

La mayor parte de los personajes históricos de esta novela existe aún, y ocupa la posición política o social que al tiempo en que ocurrieron los sucesos que van a leerse. Pero el autor, por una ficción calculada, supone que escribe su obra con algunas generaciones de por medio entre él y aquéllos. Y es ésta la razón por que el lector no hallará nunca los tiempos presentes empleados al hablar de Rosas, de su familia, de sus ministros, etc.

El autor ha creído que tal sistema convenía tanto a la mejor claridad de la narración, cuanto al porvenir de la obra, destinada a ser leída, como todo lo que se escriba, bueno o malo, relativo a la época dramática de la dictadura argentina, por las generaciones venideras; con quienes entonces se armonizará perfectamente el sistema aquí adoptado, de describir bajo una forma retrospectiva personajes que viven en la actualidad.

Montevideo, mayo de 1851.






ArribaAbajoParte I


ArribaAbajoCapítulo I

Traición


El 4 de mayo de 1840, a las diez y media de la noche, seis hombres atravesaban el patio de una pequeña casa de la calle de Belgrano, en la ciudad de Buenos Aires.

Llegados al zaguán, oscuro como todo el resto de la casa, uno de ellos se para, y dice a los otros:

-Todavía una precaución más.

-Y de ese modo no acabaremos de tomar precauciones en toda la noche -contesta otro de ellos, al parecer el más joven de todos, y de cuya cintura pendía una larga espada, medio cubierta por los pliegues de una capa de paño azul que colgaba de sus hombros.

-Por muchas que tomemos, serán siempre pocas -replica el primero que había hablado-. Es necesario que no salgamos todos a la vez. Somos seis; saldremos primeramente tres, tomaremos la vereda de enfrente; un momento después saldrán los tres restantes, seguirán esta vereda, y nuestro punto de reunión será la calle de Balcarce, donde cruza con la que llevamos.

-Bien pensado.

-Sea, yo saldré delante con Merlo, y el señor -dijo el joven de la espada a la cintura, señalando al que acababa de hacer la indicación. Y diciendo esto, tiró el pasador de la puerta, la abrió, se embozó en su capa, y atravesando a la vereda opuesta con los personajes que había determinado, enfiló la calle de Belgrano, con dirección al río.

Los tres hombres que quedaban salieron dos minutos después, y luego de haber cerrado la puerta, tomaron la misma dirección que aquéllos, por la vereda determinada.

Después de caminar en silencio algunas cuadras, el compañero del joven que conocemos por la distinción de una espada a la cintura, dijo a éste, mientras aquel otro a quien habían llamado Merlo, marchaba adelante embozado en su poncho:

-¡Es triste cosa, amigo mío! Esta es la última vez quizá que caminamos sobre las calles de nuestro país. ¡Emigramos de él para incorporarnos a un ejército que habrá de batirse mucho, y Dios sabe qué será de nosotros en la guerra!

-Demasiado conozco esa verdad, pero es necesario dar el paso que damos... Sin embargo -continuó el joven después de algunos segundos de silencio-, hay alguien en este mundo de Dios que cree lo contrario que nosotros.

-¿Cómo lo contrario?

-Es decir, que piensa que nuestro deber de argentinos es el de permanecer en Buenos Aires.

-¿A pesar de Rosas?

-A pesar de Rosas.

-¿Y no ir al ejército?

-Eso es.

-¡Bah, pero es un cobarde o un mashorquero!

-Ni lo uno, ni lo otro. Al contrario, su valor raya en temeridad, y su corazón es el más puro y noble de nuestra generación.

que quiere que hagamos, pues?

-Quiere-contestó el joven de la espada- que todos permanezcamos en Buenos Aires, porque el enemigo a quien hay que combatir está en Buenos Aires, y no en los ejércitos, y hace una hermosísima cuenta para probar que menos número de hombres moriremos en las calles el día de una revolución, que en los campos de batalla en cuatro o seis meses, sin la menor probabilidad de triunfo... Pero dejemos esto porque en Buenos Aires el aire oye, la luz ve, y las piedras o el polvo repiten luego nuestras palabras a los verdugos de nuestra libertad.

El joven levantó al cielo unos grandes y rasgados ojos negros, cuya expresión melancólica se convenía perfectamente con la palidez de su semblante, iluminado con la hermosa luz de los veinte y seis años de la vida.

A medida que la conversación se había animado sobre aquel tema, y que se aproximaban a las barrancas del río, Merlo acortaba el paso, o parábase un momento para embozarse en el poncho que lo cubría.

Llegados a la calle de Balcarce:

-Aquí debemos esperar a los demás -dijo Merlo.

-¿Está usted seguro del paraje de la costa en que habremos de encontrar la ballenera? -preguntóle el joven.

-Muy seguro -contestó Merlo-. Yo me he convenido a ponerlos a ustedes en ella, y sabré cumplir mi palabra, como han cumplido ustedes la suya, dándome el dinero convenido; no para mí, porque yo soy tan buen patriota como cualquiera otro, sino para pagar los hombres que los han de conducir a la otra Banda; ¡y ya verán ustedes qué hombres son!

Clavados estaban los ojos penetrantes del joven en los de Merlo, cuando llegaron los tres hombres que faltaban a la comitiva.

-Ahora es preciso no separarnos más -dijo uno de ellos. Siga usted adelante, Merlo, y condúzcanos.

Merlo obedeció, en efecto, y siguiendo la calle de Venezuela, dobló por la callejuela de San Lorenzo, y bajó al río, cuyas olas se escurrían tranquilamente sobre el manto de esmeralda que cubre de ese lado las orillas de Buenos Aires.

La noche estaba apacible, alumbrada por el tenue rayo de las estrellas, y una brisa fresca del sur empezaba a dar anuncio de los próximos fríos del invierno.

Al escaso resplandor de las estrellas se descubría el Plata, desierto y salvaje como la Pampa; y el rumor de sus olas, que se desenvolvían sin violencia y sin choque sobre las costas planas, parecía más bien la respiración natural de ese gigante de la América, cuya espalda estaba oprimida por treinta naves francesas en los momentos en que tenían lugar los sucesos que referimos.

Los que alguna vez hayan tenido la fantasía de pasearse en una noche oscura a las orillas del Río de la Plata, en lo que se llama el Bajo en Buenos Aires, habrán podido conocer todo lo que ese paraje tiene de triste, de melancólico, y de imponente al mismo tiempo. La mirada se sumerge en la extensión que ocupa el río, y apenas puede divisar a la distancia la incierta luz de alguno que otro buque de la rada interior. La ciudad, a dos o tres cuadras de la orilla, se descubre informe, oscura, inmensa. Ningún ruido humano se percibe, y sólo el rumor monótono y salvaje de las olas anima lúgubremente aquel centro de soledad y de tristeza.

Pero aquellos que hayan llegado a ese paraje, entre las sombras de la noche, para huir de la patria cuando el desenfreno de la dictadura arrojó a la proscripción centenares de buenos ciudadanos, ésos solamente podrán darse cuenta de las impresiones que inspiraba ese lugar, y en esas horas, en que se debía morir al puñal de la Mashorca si eran sentidos; o decir ¡adiós!, a la patria, a la familia, al amor, si la fortuna les hacía pisar el débil barco que debía conducirlos a una tierra extraña, en busca de un poco de aire libre, y de un fusil en los ejércitos que operaban contra la dictadura.

En la época a que nos referimos, además, la salud del ánimo empezaba a ser quebrantada por el terror: por esa enfermedad terrible del espíritu, conocida y estudiada por la Inglaterra y por la Francia, mucho tiempo antes que la conociéramos en la América.

A las cárceles, a las personerías, a los fusilamientos, empezaban a suceder los asesinatos oficiales ejecutados por la Mashorca; por ese club de bandidos, a quien los primeros partidarios de Cromwell habrían mirado con repugnancia, y los amigos de Marat con horror.

El terror, pues, que empezaba a apoderarse de todos los espíritus, no podía dejar de obrar su influencia eficaz en el ánimo de esos hombres que caminaban en silencio por la costa del río, en dirección a Barracas, a las once de la noche, y con el designio de emigrar de la patria, crimen de lesa tiranía que con la muerte se castigaba irremediablemente.

Nuestros prófugos caminaban sin cambiarse una sola palabra; y es ya tiempo de dar a conocer sus nombres.

Aquel que iba delante de todos, era Juan Merlo: hombre del vulgo; de ese vulgo de Buenos Aires, que se hermana con la gente civilizada por el vestido, con el gaucho por su antipatía a la civilización, y con el pampa por sus habitudes holgazanas. Merlo, como se sabe, era el conductor de los demás.

A pocos pasos seguíalo el coronel Don Francisco Lynch, veterano desde 1813; hombre de la más culta y escogida sociedad, y de una hermosura remarcable.

En pos de él caminaba el joven Don Eduardo Belgrano, pariente del antiguo general de este nombre, y poseedor de cuantiosos bienes que había heredado de sus padres; corazón valiente y generoso, e inteligencia privilegiada por Dios y enriquecida por el estudio. Este es el joven de los ojos negros y melancólicos, que conocen ya nuestros lectores.

En seguida de él, marchaban Oliden, Riglos y Maisson, argentinos todos.

En este orden habían llegado ya a la parte del Bajo que está entre la Residencia y la alta barranca que da a Barracas en la calle de la Reconquista; es decir, se hallaban en paralelo con la casa que habitaba el ministro de Su Majestad Británica, caballero Mandeville.

En ese paraje, Merlo se para y les dice:

-Es por aquí donde la ballenera debe atracar.

Las miradas de todos se sumergieron en la oscuridad, buscando en el río la embarcación salvadora; mientras que Merlo parecía que la buscaba en tierra, pues que su vista se dirigía hacia Barracas, y no a las aguas donde estaba clavada la de los prófugos.

-No está -dijo Merlo-; no está aquí, es necesario caminar algo más.

La comitiva le siguió, en efecto; pero no llevaba dos minutos de marcha cuando el coronel Lynch, que iba en pos de Merlo, divisó un gran bulto a treinta o cuarenta varas de distancia, en la misma dirección que llevaban; y en el momento en que se volvía a comunicárselo a sus compañeros, un ¡quién vive! interrumpió el silencio de aquellas soledades, trayendo un repentino pavor al ánimo de todos.

-No respondan; yo voy a adelantarme un poco a ver si distingo el número de hombres que es -dijo Merlo, que sin esperar respuesta caminó algunos pasos primero, y tomó en seguida una rápida carrera hacia las barrancas, dando al mismo tiempo un agudo silbido.

Un ruido confuso y terrible respondió inmediatamente a aquella señal: el ruido de una estrepitosa carga de caballería, dada por cincuenta jinetes, que en dos segundos cayeron como un torrente sobre los desgraciados prófugos.

El coronel Lynch apenas tuvo tiempo para sacar de sus bolsillos una de las pistolas que llevaba, y antes de poder hacer fuego, rodó por tierra al empuje violento de un caballo.

Maisson y Oliden pueden disparar un tiro de pistola cada uno, pero caen también como el coronel Lynch.

Riglos opone la punta de un puñal al pecho del caballo que le atropella, pero rueda también a su empuje irresistible, y caballo y jinete caen sobre él. Este último se levanta al instante, y su cuchillo, hundiéndose tres veces en el pecho de Riglos, hace de este infeliz la primera víctima de aquella noche aciaga.

Lynch, Maisson, Oliden, rodando por el suelo, ensangrentados y aturdidos bajo las herraduras de los caballos, se sienten pronto asir por los cabellos, y que el filo del cuchillo busca la garganta de cada uno, al influjo de una voz aguda e imperante, que blasfemaba, insultaba y ordenaba allí; los infelices se revuelcan, forcejean, gritan; llevan sus manos hechas pedazos ya a su garganta para defenderla... ¡todo es en vano!... El cuchillo mutila las manos, los dedos caen, el cuello es abierto a grandes tajos; y en los borbollones de la sangre se escapa el alma de las víctimas a pedir a Dios la justicia debida a su martirio.

Y, entretanto que los asesinos se desmontan y se apiñan en derredor de los cadáveres para robarles alhajas y dinero; entretanto que nadie se ve ni se entiende en la oscuridad y confusión de esta escena espantosa, a cien pasos de ella se encuentra un pequeño grupo de hombres que, cual un solo cuerpo expansivamente elástico, tomaba, en cada segundo de tiempo, formas, extensión y proporciones diferentes: era Eduardo que se batía con cuatro de los asesinos.

En el momento en que cargaron sobre los prófugos; en aquel mismo en que cayó el coronel Lynch, Eduardo, que marchaba tras él, atraviesa casi de un salto un espacio de quince pies en dirección a las barrancas. Esto sólo le basta para ponerse en línea con el flanco de la caballería, y evitar su empuje; plan que su rápida imaginación concibió y ejecutó en un segundo; tiempo que le había bastado también para desenvainar su espada, arrancarse la capa que llevaba prendida al cuello, y recogerla sobre su brazo izquierdo.

Pero si había librádose del choque de los caballos, no había evitado el ser visto, a pesar de la oscuridad de la noche, que por momentos embozaba la débil claridad de las estrellas. El muslo de un jinete roza por su hombro izquierdo; y ese hombre y otro más hacen girar sus caballos con la prontitud del pensamiento, y embisten, sable en mano, sobre Eduardo.

Este no ve, adivina, puede decirse, la acción de los asesinos, y, dando un salto hacia ellos, se interpone entre los dos caballos, cubre su cabeza con su brazo izquierdo envuelto entre el colchón que le formaba la capa, y hunde su espada hasta la guarnición en el pecho del hombre que tiene a su derecha. Cadáver ya, aún no ha caído ese hombre de su caballo, cuando Eduardo ha retrocedido diez pasos, siempre en dirección a la ciudad.

En ese momento, tres asesinos más se reúnen al que acababa de sentir caer el cuerpo de su compañero a los pies de su caballo, y los cuatro cargan entonces sobre Eduardo.

Este se desliza rápidamente hacia su derecha para evitar el choque, tirando al mismo tiempo un terrible corte que hiere la cabeza del caballo que presenta el flanco de los cuatro. El animal se sacude, se recuesta súbitamente sobre los otros, y el jinete, creyendo que su caballo está herido de muerte, se tira de él para librarse de su caída; y los otros se desmontan al mismo tiempo, siguiendo la acción de su compañero, cuya causa ignoran.

Eduardo entonces tira su capa y retrocede diez o doce pasos más. La idea de tomar la carrera pasa un momento por su imaginación; pero comprende que la carrera no hará sino cansarlo y postrarlo, pues que sus perseguidores montarán de nuevo y lo alcanzarán pronto.

Esta reflexión, súbita como la luz, sim embargo no había terminádose en su pensamiento, cuando los asesinos estaban ya sobre él, tres de ellos con sables de caballería y el otro armado de un cuchillo de matadero. Tranquilo, valiente, vigoroso y diestro, Eduardo los recibe a los cuatro parando sus primeros golpes, y evitando con ataques parciales que le formasen el círculo que pretendían. Los tres de sable lo acometen con rabia, lo estrechan y dirigen todos los golpes a su cabeza; Eduardo los para con un doble círculo, y haciendo dilatar la rueda que le formaban, con cortes de primera y tercera, comienza a ganar hacia la ciudad largas distancias, conquistando terreno en los cortes con que ofendía, y en los círculos dobles con que paraba.

Los asesinos se ciegan, se encarnizan, no pueden comprender que un hombre solo les resista tanto; y en sus vértigos de sangre y de furor no perciben que se hallan ya a doscientos pasos de sus compañeros; cumpliéndose más en cada momento la intención de alejarlos, que desde el principio tuvo Eduardo para perderse con ellos entre la oscuridad de la noche.

Eduardo, sin embargo, sentía que la fuerza le iba faltando, y que era ya difícil la respiración de su pecho. Sus contrarios no se cansan menos y tratan de estrecharlo por última vez. Uno de ellos incita a los otros con palabras de demonio; pero al momento de descargar sus golpes sobre Eduardo, éste tira dos cortes a derecha e izquierda con toda la extensión de su brazo, amaga a todos, y pasa como un relámpago de acero por el centro de sus asesinos, ganándoles algunos pasos más hacia la ciudad.

El hombre del cuchillo acababa de perder éste y parte de su mano al filo de la espada de Eduardo, y otro de los de sable empieza a perder la fuerza en la sangre abundante que se escurría de una honda herida en su cabeza.

Los cuatro lo hostigan con tesón, sin embargo. El hombre mutilado, en un acceso de frenesí y de dolor, se arroja sobre Eduardo y lanza sobre su cabeza el inmenso poncho que tenía en su mano izquierda. Este último, que no había comprendido la intención de su contrario, cree que lo atropella con el puñal en la mano, y lo recibe con la punta de su espada, que le atraviesa el corazón. El poncho había llegado a su destino: la cabeza y el cuerpo de Eduardo quedan cubiertos en él; no se turba su espíritu, sin embargo: da un salto atrás; su mano izquierda, libre de su capa que había arrojado desde el principio del combate, coge el poncho y empieza a desenvolverlo de la cabeza, mientras su diestra describe círculos con su espada en todas direcciones. Pero en el momento en que su vista quedaba libre de aquella nube repentina y densa que la cubrió, la punta de un sable penetra a lo largo de su costado izquierdo, y el filo de otro le abre un honda herida sobre el hombro derecho.

-¡Bárbaros -dice Eduardo-, no conseguiréis llevarle mi cabeza a vuestro amo, sin haber antes hecho pedazos mi cuerpo!

Y, recogiendo todas las pocas fuerzas que le quedaban, para en tercia una estocada que le tira su contrario más próximo; y, desenganchando, se va a fondo, en cuarta, con toda la extensión de su cuerpo: dos hombres caen a la vez al suelo: el contrario de Eduardo, atravesado el pecho, y Eduardo que no ha tenido fuerzas para volver a su primera posición, y que cae sin perder, empero, su conocimiento, ni su valor.

Los dos asesinos que peleaban aún se precipitan sobre él.

-¡Aún estoy vivo! -grita Eduardo con una voz nerviosa y sonora; la primera voz fuerte que había resonado en ese lugar e interrumpido el silencio de esa terrible escena; y los ecos de esa voz se repitieron en mucha extensión de aquel lugar solitario.

Eduardo se incorpora un poco; fija el codo de su brazo derecho sobre el vientre del cadáver que tenía a su lado, y tomando la espada con la mano izquierda, quiere todavía sostener su desigual combate.

Aun en ese estado, los asesinos se le aproximan con recelo. El uno de ellos se acerca por los pies de Eduardo y descarga un sablazo sobre su muslo izquierdo, que el infeliz no tuvo tiempo, ni posición, ni fuerza para parar. La impresión del golpe le inspira un último esfuerzo para incorporarse; pero a ese tiempo la mano del otro asesino lo toma de los cabellos, da con su cabeza en tierra, e hinca sobre su pecho una rodilla.

-¡Ya estás, unitario, ya estás agarrado! -le dice, y volviéndose al otro que se había abrazado de los pies de Eduardo, le pide su cuchillo para degollarlo. Aquél se lo pasa al momento. Eduardo hace esfuerzos todavía por desasirse de las manos que le oprimen, pero esos esfuerzos no sirven sino para hacerle perder por sus heridas la poca sangre que le quedaba en sus venas.

Un relámpago de risa feroz, infernal, ilumina la fisonomía del bandido cuando empuña el cuchillo que le da su compañero. Sus ojos se dilatan, sus narices se expanden, su boca se entreabre, y tirando con su mano izquierda los cabellos de Eduardo casi exánime, y colocando bien perpendicular su frente con el cielo, lleva el cuchillo a la garganta del joven.

Pero en el momento que su mano iba a hacer correr el cuchillo sobre el cuello, un golpe se escucha, y el asesino cae de boca sobre el cuerpo del que iba a ser su víctima.

-¡A ti también te irá tu parte! -dice la voz fuerte y tranquila de un hombre que, como caído del cielo, se dirige con su brazo levantado hacia el último de los asesinos que, como se ha visto, estaba oprimiendo los pies de Eduardo, porque, aun medio muerto, temía acercarse hasta sus manos. El bandido se para, retrocede, y toma repentinamente la huida en dirección al río.

El hombre, enviado por la Providencia al parecer, no lo persigue ni un solo paso: se vuelve a aquel grupo de heridos y cadáveres en cuyo centro se encontraba Eduardo.

El nombre de éste es pronunciado luego por el desconocido con toda la expresión del cariño y de la incertidumbre. Toma entre sus brazos el cuerpo del asesino que había caído sobre Eduardo, lo suspende, lo separa de él, e hincando una rodilla en tierra suspende el cuerpo del joven y reclina su cabeza contra su pecho.

-¡Todavía vive! -dice, después de haber sentido su respiración. Su mano toma la de Eduardo, y una leve presión le hace conocer que vive, y que le ha conocido.

Sin vacilar alza entonces la cabeza, gira sus ojos con inquietud; se levanta luego, toma a Eduardo por la cintura con el brazo izquierdo, y, cargándole al hombro, marcha hacia la próxima barranca, en que estaba situada la casa del señor Mandeville.

Su marcha segura y fácil hace conocer que aquellos parajes no eran extraños a su planta.

-¡Ah! -exclama de repente-, apenas faltará media cuadra y... tengo que descansar porque... -y el cuerpo de Eduardo se le escurre de los brazos entre la sangre que a los dos cubría-. ¡Eduardo! -le dice poniéndole sus labios en el oído-; ¡Eduardo! Soy yo, Daniel; tu amigo, tu compañero, tu hermano Daniel.

El herido mueve lentamente la cabeza y entreabre los ojos. Su desmayo, originado por la abundante pérdida de su sangre, empezaba a pasar, y la brisa fría de la noche a reanimarle un poco.

-Huye... ¡Sálvate, Daniel! -fueron las primeras palabras que pronunció.

Daniel lo abraza.

-No se trata de mí, Eduardo; se trata de... a ver... pasa tu brazo izquierdo por mi cuello; oprime lo más fuerte que puedas... pero ¿qué diablos es esto? ¿Te has batido acaso con la mano izquierda, que conservas la espada empuñada con ella? ¡Ah, pobre amigo, esos bandidos te habrán herido la derecha!... ¡Y no haber estado contigo yo!

Y durante hablaba así, queriendo arrancar de los labios de su amigo alguna respuesta, alguna palabra que le hiciese comprender el verdadero estado de sus fuerzas, ya que temblaba de conocer la gravedad de sus heridas, Daniel cargó de nuevo a Eduardo, que, vuelto en sí de su primer desmayo, hacía una débil fuerza sobre los hombros de su libertador, y lo llevó en sus brazos segunda vez, en la misma dirección que la anterior.

El movimiento y la brisa vuelven al herido un poco de la vida que le había arrebatado la sangre; y con un acento lleno de cariño:

-Basta, Daniel -dice-, apoyado en tu brazo creo que podré caminar un poco.

-No hay necesidad -le responde éste, poniéndole suavemente en tierra-; ya estamos en el lugar a donde quería conducirte.

Eduardo quedó un momento de pie; pero su muslo izquierdo estaba cortado casi hasta el hueso, y al tomar esa posición todos los músculos heridos se resintieron, y un dolor agudísimo hizo doblar las rodillas del joven.

-Ya me imaginaba que no podrías estar de pie -dijo Daniel, fingiendo naturalidad en su voz, pues que toda su sangre se había helado sospechando entonces que las heridas de Eduardo eran mortales-. Pero, felizmente -continuó-, ya estamos aquí, aquí donde podré dejarte en seguridad mientras voy a buscar los medios de conducirte a otra parte.

Y diciendo esto había vuelto a cargar a su amigo, descendiendo con él, a fuerza de gran trabajo, a lo hondo de una zanja de cuatro o cinco pies de profundidad, que dos días antes habían empezado a abrir a distancia de veinte pies del muro lateral de una casa sobre la barranca que acababa de subir Daniel con su pesada pero querida carga; casa que no era otra que la del ministro de Su Majestad Británica, caballero Mandeville.

Daniel sienta a su amigo en el fondo de la zanja, lo recuesta contra uno de los lados de ella, y le pregunta dónde se siente herido.

-No sé; pero aquí, aquí siento dolores terribles -dice Eduardo tomando la mano de Daniel y llevándola a su hombro derecho y a su muslo izquierdo.

Daniel respira entonces con libertad.

-Si solamente estás herido ahí -dice-, no es nada, mi querido Eduardo -oprimiéndolo en sus brazos con toda la efusión de quien acaba de salir felizmente de una incertidumbre penosa; pero a la presión de sus brazos, Eduardo exhala un ¡ay!, agudo y dolorido.

-Debo estar también... sí... estoy herido aquí... -dice llevando la mano de Daniel a su costado izquierdo-... Pero sobre todo, el muslo... el muslo me hace sufrir horriblemente.

-Espera -dice Daniel, sacando un pañuelo de su bolsillo, con el cual venda fuertemente el muslo herido-. Esto, a lo menos-continúa-,podrá contener algo la hemorragia, ahora venga la cintura; ¿es aquí donde sientes la herida?

-Sí.

-Entonces... aquí está mi corbata -y con ella oprime fuertemente el pecho de su amigo.

Todo esto hace y dice fingiendo una confianza que había empezado a faltarle desde que supo que había una herida en el pecho, que podría haber interesado alguna entraña. Y dice y hace todo entre la oscuridad de la noche, y en el fondo de una zanja estrecha y húmeda. Y como un sarcasmo de esa posición terriblemente poética en que se encontraban los dos jóvenes, porque Daniel lo era también, los sonidos de un piano llegaron en ese momento a sus oídos: el señor Mandeville tenía esa noche una pequeña tertulia en su casa.

-¡Ah! -dice Daniel, acabando de vendar a su amigo-. Su Excelencia inglesa se divierte.

-¡Mientras a sus puertas se asesina a los ciudadanos de este país! -exclama Eduardo.

-Y es precisamente por eso que se divierte. Un ministro inglés no puede ser buen ministro inglés sino en cuanto represente fielmente a la Inglaterra; y esta noble señora baila y canta en derredor de los muertos como las viudas de los hotentotes; con la sola diferencia, que éstas lo hacen de dolor, y aquélla de alegría.

Eduardo se sonrió de esa idea nacida de una cabeza cuya imaginación él conocía y admiraba tanto; e iba a hablar cuando de repente Daniel le pone su mano sobre los labios.

-Siento ruido -le dice al oído, buscando a tientas la espada.

Y en efecto no se había equivocado. El ruido de las pisadas de dos caballos se percibía claramente, y un minuto después el eco de voces humanas llegó hasta los dos amigos.

Todo se hacía más perceptible por instantes; entendiéndose al fin clara y distintamente la voz de los que venían conversando.

-Oye-dice uno de ellos, a diez o doce pasos de la zanja-, saquemos fuego y a la luz de un cigarro podremos contar, porque yo no quiero ir hasta la Boca, sino volverme a casa.

-Bajemos entonces -responde aquel a quien se había dirigido, y dos hombres se desmontan de sus caballos, sonando la vaina de latón de sus sables al pisar en tierra.

Cada uno de ellos tomó la rienda de su caballo, y, caminando hacia la zanja, vinieron a sentarse a cuatro pasos de Daniel y Eduardo.

Uno de los dos recién llegados sacó sus avíos de fumar, encendió la yesca, luego un grueso cigarro de papel, y dijo al otro:

-A ver, dame los papeles uno por uno.

El otro se quitó el sombrero, sacó de él un rollo de billetes de banco, y dio uno de ellos a su compañero; quien tomándolo con la mano izquierda lo aproximó a la brasa del cigarro que tenía en la boca, y aspirando con fuerza iluminó todo el billete con los reflejos de la brasa activada por la aspiración.

-¡Cien! -dice aquel que había entregado el billete, y cuya cara se había juntado con la del otro para ver junto con él el número.

-¡Cien! -dice el del cigarro, arrojando por la boca una gruesa nube de humo.

Y la misma operación que con el primer billete, se hace con treinta de igual valor; y después de repartirse 1.500 pesos cada uno de los dos hombres, mitad de los 3.000 que sumaban los treinta billetes de cien pesos, dice aquel que alumbraba los papeles:

-¡Yo creía que sería más! ¡Si hubiésemos degollado al otro nos hubiese tocado la bolsa de onzas!

-¿Y adónde se iban esos unitarios? Al ejército de Lavalle, ¿no es verdad?

-¡Pues! ¿Y adónde se habían de ir? Lo que yo siento es que no se quieran ir todos para que tuviéramos de éstas todas las noches.

-¡Pero, y si alguna vez entra Lavalle y alguien nos delata!

-¡Qué! Nosotros somos mandados; y cuando veamos la cosa mal, nos pasaremos; entretanto yo me he de hacer matar por el Restaurador, y por eso soy de la gente de confianza del comandante.

-¡Fíate mucho! ¡Que nos eche de menos luego, y verás tú y yo lo que nos pasa!

-¡Oh!, ¿y él no nos mandó por este lado, y a Morales por el Retiro, y a Diego con cuatro más por las calles, a buscar al que se escapó? Entonces, le decimos mañana que hemos pasado la noche buscándolo, y no nos dirá nada.

-Pero, ¡qué susto llevaba Camilo cuando fue a avisarle al comandante! Le dijo que salieron cuatro a proteger al unitario, pero no le ha de haber creído porque sabe que es flojo.

-Sí, pero los otros no eran flojos, y uno solo no los había de matar. Por mi parte, yo no los busco.

¡Qué buscarlos! Yo me voy a la Boca -dijo aquel que había traído los billetes en el sombrero, levantándose y montando tranquilamente en su caballo, mientras el otro se dejó estar sentado.

-Bueno -dice éste-, ándate no más; yo voy a acabar mi cigarro antes de irme a casa, mañana te iré a buscar de madrugada para que nos vayamos al cuartel.

-Entonces, hasta mañana -dice aquél, dando vuelta su caballo, y tomando al trote el camino de la Boca.

Algunos minutos después, el que se había quedado mete la mano al bolsillo, saca una cosa que aproxima a su cigarro en la boca, y la contempla a la claridad que esparcía la brasa.

-¡Y es de oro el reloj! -dice-. Esto nadie me lo vio sacar; y la plata que me den por él no la parto con ninguno.

Y veía y volvía a ver el reloj a la luz de su cigarro.

-¡Y está andando! -dice, aplicándoselo al oído-; pero yo no sé... yo no sé cómo se sabe la hora... -y volvía a iluminar su preciosa alhaja-... ¡Esta es cosa de unitarios!... La hora que yo sé es que serán las doce, y que...

-Esa es la última de tu vida, bribón dice Daniel dando sobre la cabeza del bandido, que cayó al instante sin dar un solo grito, el mismo golpe que había dado en la cabeza de aquel que puso el cuchillo sobre la garganta de Eduardo: golpe que produjo el mismo sonido duro y sin vibración, ocasionado por un instrumento que Daniel tenía en sus manos, muy pequeño y que no conocemos todavía, el cual parece que hacía sobre la cabeza humana el mismo efecto que una bala de cañón que se la llevase, pues que los dos que hemos visto caer no habían dado un solo grito.

Daniel, que había salido de la zanja, y llegádose como una sombra hasta el bandido, luego que le dio el golpe en la cabeza, tomó la brida del caballo, lo trajo hasta la zanja, y sin soltarla, bajó y dio un abrazo a su amigo.

-¡Valor! ¡valor!, mi Eduardo; ¡ya estás libre... salvo... la Providencia te envía un caballo que era lo único que necesitábamos!

-Sí, me siento un poco reanimado, pero es necesario que me sostengas... no puedo estar de pie.

-No hagas fuerza -dice Daniel, que carga otra vez a Eduardo y lo sube al borde de la zanja. En seguida salta él, y con esfuerzos indecibles consigue montar a Eduardo sobre el caballo que se inquietaba con las evoluciones que se hacían a su lado. En seguida recoge la espada de su amigo, y de un salto se monta en la grupa; pasa sus brazos por la cintura de Eduardo, toma de sus débiles manos las riendas del caballo, y lo hace subir inmediatamente por una barranca inmediata a la casa del señor Mandeville.

-Daniel, no vamos a mi casa porque la encontraríamos cerrada. Mi criado tiene orden de no dormir en ella esta noche.

-No, no por cierto, no he tenido la idea de querer pasearte por la calle del Cabildo a estas horas, en que veinte serenos alumbrarían nuestros cuerpos federalmente vestidos de sangre.

-Bien, pero tampoco a la tuya.

-Mucho menos, Eduardo; yo creo que nunca he hecho locuras en mi vida: y llevarte a mi casa sería haber hecho una por todas las que he dejado de hacer.

-¿Y adónde, pues?

-Ese es mi secreto por ahora. Pero no me hagas más preguntas. Habla lo menos posible.

Daniel sentía que la cabeza de Eduardo buscaba algo en que reclinarse, y con su pecho le dio un apoyo que bien necesitaba ya, porque en aquel momento un segundo vértigo le anublaba la vista y lo desfallecía; pero felizmente le pasó pronto.

Daniel hacía marchar al paso su caballo. Llegó por fin a la calle de la Reconquista, y tomó la dirección a Barracas; atravesó la del Brasil y Patagones y tomó a la derecha por una calle encajonada, angosta y pantanosa, y en cuyos lados no había edificio alguno sino los fondos de ladrillo o de tunas de aquellas casas con que termina la ciudad sobre las barrancas de Barracas.

Al cabo de seiscientos pasos, la callejuela da salida a la empinada y solitaria barranca de Marcó, cuya pendiente rápida y estrechísimas sendas causan temor de día mismo a los que se dirigen a Barracas, que prefieren la barranca empedrada de Brown, o la de Balcarce, antes que bajar por aquel medio precipicio, especialmente si el terreno está húmedo. A esa barranca llegó Daniel, y las mismas calidades de mala y solitaria fueron para él en ese momento una garantía por la que le daba preferencia. Además, él conocía perfectamente los senderos, y bajó por ella, dirigiendo hábilmente su caballo sin el mínimo contratiempo.

Llegado a la calle traviesa entre Barracas y la Boca, dobló a la derecha, y recostándose a la orilla del camino, llegó al fin a la calle Larga de Barracas sin haber hallado una sola persona en su tránsito. Tomó la derecha de la calle, enfiló los edificios, lo más aproximado a ellos que le fue posible, e hizo tomar el trote largo a su caballo, como que quisiera salir de ese camino frecuentado de noche por algunas patrullas de policía.

Al cabo de pocos minutos de marcha, detiene su caballo, gira sus ojos, y convencido de que no veía ni oía nada, hace tomar el paso a su caballo, y dice a Eduardo:

-Ya estás en salvo, pronto estarás en seguridad y curado.

-¿Dónde? -le pregunta Eduardo con voz sumamente desfallecida.

-Aquí -le responde Daniel, subiendo el caballo a la vereda de una casa por cuyas ventanas, cubiertas con celosías y los vidrios por espesas cortinas de muselina blanca en la parte interior, se trasparentaban las luces que iluminaban las habitaciones; y al decir aquella palabra, arrima el caballo a las rejas, e introduciendo su brazo por ellas y las celosías, tocó suavemente en los cristales. Nadie respondió, sin embargo. Volvió a llamar segunda vez, y entonces una voz de mujer preguntó con un acento de recelo:

-¿Quién es?

-Yo soy, Amalia, yo, tu primo.

-¡Daniel! dijo la misma voz, aproximándose más a la ventana la persona del interior.

-Sí, Daniel.

Y en el momento, la ventana se abrió, la celosía fue alzada, y una mujer joven y vestida de negro inclinó su cuerpo hasta tocar las rejas con su mano. Pero al ver dos hombres en un mismo caballo retiróse de esa posición, como sorprendida.

-¿No me conoces, Amalia? Oye: abre al momento la puerta de la calle; pero no despiertes a los criados; ábrela tú misma.

-¿Pero, qué hay, Daniel?

-No pierdas un segundo, Amalia, abre en este momento en que está solo el camino; me va la vida, más que la vida, ¿lo entiendes ahora?

¡Dios mío! -exclama la joven, que cierra la ventana, que se precipita a la puerta de la sala, de ésta a la de la calle, que abre sin cuidarse de hacer poco o mucho ruido, y que saliendo hasta la vereda dice a Daniel:

-¡Entra! -pronunciando esta palabra con ese acento de espontaneidad sublime que sólo las mujeres tienen en su alma sensible y armoniosa, cuando ejecutan alguna acción de valor, que siempre es en ellas la obra, no del raciocinio, sino de la inspiración.

-Todavía no -dice Daniel, que ya estaba en tierra con Eduardo sostenido por la cintura; y de ese modo, y sin soltar la brida del caballo, llega a la puerta.

-Ocupa mi lugar, Amalia; sostén a este hombre que no puede andar solo.

Amalia, sin vacilar, toma con sus manos un brazo de Eduardo, que, recostado contra el marco de la puerta, hacía esfuerzos indecibles por mover su pierna izquierda que le pesaba enormemente.

¡Gracias, señorita, gracias! -dice con voz llena de sentimiento y de dulzura.

-¿Está usted herido?

-Un poco.

-¡Dios mío! -exclama Amalia, que sentía en sus manos la humedad de la sangre.

Y mientras se cambiaban estas palabras, Daniel había conducido el caballo al medio del camino, y poniéndolo en dirección al puente, con la rienda al cuello, diole un fuerte cintarazo en la anca con la espada de Eduardo, que no había abandonado un momento. El caballo no esperó una segunda señal, y tomó el galope en aquella dirección.

-¡Ahora -dice Daniel-, adentro! -acercándose a la puerta, levantando a Eduardo por la cintura hasta ponerlo en el zaguán, y cerrando aquélla. De ese mismo modo lo introdujo a la sala, y puso, por fin, sobre un sofá a aquel hombre a quien había salvado y protegido tanto en aquella noche de sangre; aquel hombre lleno de valor moral y de espíritu todavía, y cuyo cuerpo no podía, sin embargo, sostenerse por sí solo un momento.




ArribaAbajoCapítulo II

La primera curación


Cuando Daniel colocó a Eduardo sobre el sofá, Amalia, pues ya distinguiremos por su nombre a la joven prima de Daniel, pasó corriendo a un pequeño gabinete contiguo a la sala, separado por un tabique de cristales, y tomó de una mesa de mármol negro una pequeña lámpara de alabastro, a cuya luz la joven leía las Meditaciones de Mr. Lamartine cuando Daniel llamó a los vidrios de la ventana, y volviendo a la sala, puso la lámpara sobre una mesa redonda de caoba, cubierta de libros y de vasos de flores.

En aquel momento Amalia estaba excesivamente pálida, efecto de las impresiones inesperadas que estaba recibiendo, y los rizos de su cabello castaño claro, echados atrás de la oreja pocos momentos antes, no estorbaron a Eduardo descubrir, en una mujer de veinte años, una fisonomía encantadora, una frente majestuosa y bella, unos ojos pardos llenos de expresión y sentimiento, y una figura hermosa, cuyo traje negro parecería escogido para hacer resaltar la reluciente blancura del seno y de los hombros, si su tela no revelase que era un vestido de duelo.

Daniel se aproximó a la mesa en el acto en que Amalia colocaba la lámpara, y tomando las pequeñas manos de azucena de su hermosa prima la dijo:

-Amalia, en las pocas veces que nos vemos, te he hablado siempre de un joven con quien me liga la más íntima y fraternal amistad; ese joven, Eduardo, es el que acabas de recibir en tu casa, el que está ahí gravemente herido. Pero sus heridas son oficiales, son la obra de Rosas, y es necesario curarlo, ocultarlo, y salvarlo.

-¿Pero qué puedo hacer yo, Daniel? -le pregunta Amalia toda conmovida y volviendo sus ojos hacia el sofá donde estaba acostado Eduardo, cuya palidez parecía la de un cadáver, contrastada por sus ojos negros y relucientes como el azabache, y por su barba y cabellos del mismo color.

-Lo que tienes que hacer, mi Amalia, es una sola cosa; ¿dudas que yo te haya querido siempre como un hermano?

-¡Oh, no, Daniel; jamás lo he dudado!

-Bien -dice el joven poniendo sus labios sobre la frente de su prima-, entonces lo que tienes que hacer, es obedecerme en todo por esta noche; mañana vuelves a quedar dueña de tu casa, y de mí, como siempre.

-Dispón; ordena lo que quieres; yo no podría tampoco concebir una idea en este momento -dijo Amalia, cuya tez iba volviendo a su rosado natural.

-Lo primero que dispongo es que traigas tú misma, sin despertar a ningún criado todavía, un vaso de vino azucarado.

Amalia no esperó oír concluir la última sílaba y corrió a las piezas interiores.

Daniel se acercó luego a Eduardo, en quien el momentáneo descanso que había gozado empezaba a dar expansimiento a sus pulmones, oprimidos hasta entonces por el dolor y el cansancio, y le dijo:

-Esta es mi prima, la linda viuda, la poética tucumana de que te he hablado tantas veces, y que después de su regreso de Tucumán hace cuatro meses que vive solitaria en esta quinta. Creo que si la hospitalidad no agrada a tus deseos, no les sucederá lo mismo a tus ojos.

Eduardo se sonrió, pero al instante volviendo su semblante a su gravedad habitual, -exclamó:

-¡Pero es un proceder cruel; voy a comprometer la posición de esta criatura!

-¿Su posición?

-Sí, su posición. La policía de Rosas tiene tantos agentes cuantos hombres ha enfermado el miedo. Hombres, mujeres, amos y criados, todos buscan su seguridad en las delaciones. ¡Mañana sabrá Rosas dónde estoy, y el destino de esta joven se confundirá con el mío!

-Eso lo veremos -dijo Daniel arreglando los cabellos desordenados de Eduardo-. Yo estoy en mi elemento cuando me hallo entre las dificultades. Y, si en vez de escribírmelo, me hubieses esta tarde hablado de tu fuga, ciento contra uno a que no tendrías en tu cuerpo un solo arañazo.

-Pero, tú ¿cómo has sabido el lugar de mi embarque?

-Eso es para despacio -contestó Daniel sonriéndose.

Amalia entró en ese momento trayendo sobre un plato de porcelana una copa de cristal con vino de Burdeos azucarado.

-¡Oh, mi linda prima -dijo Daniel-, los dioses habrían despedido a Hebe, y dádote preferencia para servirles su vino, si te hubiesen visto como te veo yo en este momento! Toma, Eduardo; un poco de vino te reanimará mientras viene un médico.

Y en tanto que suspendía la cabeza de su amigo y le daba a beber el vino azucarado, Amalia tuvo tiempo de contemplar por primera vez a Eduardo, cuya palidez y expresión dolorida del semblante le daba un no sé qué de más impresionable, varonil y noble; y al mismo tiempo para poder fijarse en que, tanto Eduardo como Daniel, ofrecían dos figuras como no había imaginádose jamás: eran dos hombres completamente cubiertos de barro y sangre.

-Ahora -dice Daniel, tomando el plato de las manos de Amalia-, ¿el viejo Pedro está en casa?

-Sí.

-Entonces ve a su cuarto, despiértalo y dile que venga.

Amalia iba a abrir la puerta de la sala para salir, cuando la dice Daniel:

-Un momento, Amalia, hagamos muchas cosas a la vez para ganar tiempo, ¿dónde hay papel y tintero?

-En aquel gabinete -responde Amalia señalando el que estaba contiguo a la sala.

-Entonces, anda a despertar a Pedro.

Y Daniel pasó al gabinete, tomó una luz de una rinconera, pasó a otra habitación, que era la alcoba de su prima, de ésta a un pequeño y lindísimo retrete, y allí invadió el tocador, manchando las porcelanas y cristales con la sangre y el lodo de sus manos.

-¡Oh! -exclamó mirándose en el espejo del tocador mientras se lavaba las manos-; si Florencia me viese así, bien creería me acababa de escapar de los infiernos, y con aquellas carreras que ella sabe dar cuando la quiero robar un beso y está enojada se me escaparía hasta la Pampa. ¡Bueno! -continuó, secándose sus manos en un riquísimo tejido del Tucumán-, ¡allí está la botella del vino que ha tomado Eduardo; y también beberé, porque el diablo se lleve a Rosas, porque Eduardo sane pronto, y porque mi Florencia haga mañana lo que habré de decirla!

Y diciendo esto, se echó a la garganta media docena de tragos de vino en una magnífica copa que estaba sobre el tocador de Amalia, y cuyas flores arrojó dentro de la palangana.

Volvió inmediatamente al gabinete, sentóse delante de una pequeña escribanía, y tomando su semblante una gravedad que parecía ajena del carácter del joven, escribió dos cartas, las cerró, púsolas el sobre, y entró a la sala donde Eduardo estaba cambiando algunas palabras con Amalia sobre el estado en que se sentía. Al mismo tiempo, la puerta de la sala abrióse y un hombre como de sesenta años de edad, alto, vigoroso todavía, con el cabello completamente encanecido, con barba y bigotes en el mismo estado, vestido con chaqueta y calzón de paño azul, entró con el sombrero en la mano y con un aire respetuoso, que cambió en el de sorpresa al ver a Daniel de pie en medio de la sala, y sobre el sofá un hombre tendido y manchado de sangre.

-Yo creo, Pedro, que no es a usted a quien puede asustarle la sangre. En todo lo que usted ve no hay más que un amigo mío a quien unos bandidos acaban de herir gravemente. Aproxímese usted. ¿Cuánto tiempo sirvió usted con mi tío el coronel Sáenz, padre de Amalia?

-Catorce años, señor; desde la batalla de Salta hasta la de Junín, en que el coronel cayó muerto en mis brazos.

-¿A cuál de los generales que lo han mandado ha tenido usted más cariño y más respeto: a Belgrano, a San Martín o a Bolívar?

-Al general Belgrano, señor -contestó el viejo soldado sin hesitar.

-Bien, Pedro, aquí tiene usted en Amalia y en mí, una hija y un sobrino de su coronel, y allí tiene usted un sobrino del general Belgrano, que necesita de sus servicios en este momento.

-Señor, yo no puedo ofrecer más que mi vida, y esa está siempre a la disposición de los que tengan la sangre de mi general y de mi coronel.

-Lo creo, Pedro, pero aquí necesitamos, no sólo valor, sino prudencia, y sobre todo secreto.

-Está bien, señor.

-Nada más, Pedro. Yo sé que tiene usted un corazón honrado, que es valiente, y, sobre todo, que es patriota.

-Sí, señor; patriota viejo -dijo el soldado, alzando la cabeza con cierto aire de orgullo.

-Bien; vaya usted -continuó Daniel-, y sin despertar a ningún criado ensille usted uno de los caballos del coche, sáquelo hasta la puerta con el menor ruido posible, ármese, y venga.

El veterano llevó su mano a la sien derecha, como si estuviese delante de su general, y dando media vuelta marchó a ejecutar las órdenes recibidas.

Cinco minutos después, las herraduras del caballo se sintieron, luego se oyó girar sobre sus goznes el portón de la quinta, y en seguida apareció en la sala cubierto con su poncho el viejo soldado de quince años de combates.

-¿Sabe usted, Pedro, la casa del doctor Alcorta?

¿Tras de San Juan?

-Allí.

-Sí, señor.

-Pues irá usted a ella; llamará hasta que le abran, y entregará esta carta diciendo que, mientras se prepara el doctor, usted va a una diligencia, y volverá a buscarlo. En seguida pasará usted a mi casa, llamará despacio a la puerta, y a mi criado, que ha de estar esperándome, y que abrirá al momento, le dará usted esta otra carta.

-Bien, señor.

-Todo esto lo hará usted a escape.

-Bien, señor.

-Otra cosa más. Le he dado a usted una carta para el doctor Alcorta; mil incidentes pueden sobrevenirle en el camino, y es necesario que se haga usted matar antes que dejarse arrancar esa carta.

-Bien, señor.

-Nada más, ahora. Son las doce y tres cuartos de la noche -dijo Daniel mirando un reloj que estaba colocado sobre el marco de una chimenea-, a la una y media usted puede estar de vuelta con el doctor Alcorta.

El soldado hizo la misma venia que anteriormente, y salió. Algunos segundos después sintieron desde la sala la impetuosa carrera de un caballo que conmovía con sus cascos la solitaria calle Larga.

Daniel hizo señal a su prima de pasar al gabinete inmediato y, después de recomendar a Eduardo que hiciese el menor movimiento posible en tanto que llegaba el médico, le dijo:

-Ya sabes cuál ha sido mi elección; ¿a quién otro podría llamar, tampoco, que nos inspirase más confianza?

-¡Pero, Dios mío, comprometer al doctor Alcorta! -exclamó Eduardo-. Esta noche, Daniel, te has empeñado en confundir con mi mala suerte el destino de la belleza y del talento. Mi vida vale muy poco en el mundo para que se expongan por ella una mujer como tu prima, y un hombre como nuestro maestro.

¡Estás sublime esta noche, mi querido Eduardo! Tu sangre se ha escurrido por las heridas, pero tu gravedad y tus desconfianzas se quedaron dueñas de casa. Alcorta no se comprometerá más que mi prima; y aunque no fuera así, hoy estamos todos en un duelo, en que los buenos nos debemos a los buenos, y los pícaros se deben a los pícaros. La sociedad de nuestro país ha empezado a dividirse en asesinos y víctimas, y es necesario que los que no queramos ser asesinos, si no podemos castigarlos, nos conformemos con ser víctimas.

-Pero Alcorta no se ha comprometido, y sin embargo, con hacerlo venir aquí puedes comprometerlo gravemente.

-Eduardo, tu cabeza no está buena. Oye: tú, yo, cada joven de nuestros amigos, cada hombre de la generación a que pertenecemos, y que ha sido educado en la universidad de Buenos Aires, es un compromiso vivo, palpitante, elocuente del doctor Alcorta. Somos sus ideas en acción; somos la reproducción multiplicada de su virtud patricia, de su conciencia humanitaria, de su pensamiento filosófico. Desde la cátedra, él ha encendido en nuestro corazón el entusiasmo por todo lo que es grande: por el bien, por la libertad, por la justicia. Nuestros amigos que están hoy con Lavalle, que han arrojado el guante blanco para tomar la espada, son el doctor Alcorta. Frías es el doctor Alcorta en el ejército; Alberdi, Gutiérrez, Irigoyen son el doctor Alcorta en la prensa de Montevideo. Tú mismo, ahí bañado en tu sangre, que acabas de exponer tu vida por huir de la patria antes que soportar en ella la tiranía que la oprime, no eres otra cosa, Eduardo, que la personificación de las ideas de nuestro catedrático de filosofía, y... pero, ¡bah!, ¡qué tonterías estoy hablando! -exclamó Daniel al ver dos gruesas lágrimas que corrían sobre el rostro cadavérico de Eduardo-. ¡Vaya! ¡Vaya! No hablemos más de esto. Déjame hacer las cosas a mí solo, que si nos lleva el diablo nos llevará a todos juntos; y a fe, mi querido Eduardo, que no hemos de estar peor en el infierno que en Buenos Aires. Descansa un momento, mientras hablo con Amalia algunas palabras.

Y diciendo esto, se dirigió al gabinete, pestañeando rápidamente para enjugar con los párpados una lágrima que, al ver las de su amigo, había brotado de la exquisita sensibilidad de este joven, que más tarde haremos conocer mejor a nuestros lectores.

-Daniel -le dice Amalia al entrar al gabinete, parada y apoyando su mano de alabastro sobre la mesa de mármol negro-, yo no sé qué hacer, tú y tu amigo estáis cubiertos de sangre, necesitáis mudaros, y yo no tengo más trajes que los míos.

Que nos sentarían perfectamente, si nos dieses también un poco de la belleza que te sobra, mi hermosa prima. No te aflijas; dentro de un rato tendremos vestidos, tendremos todo. Por ahora, ven acá.

Y llevando a su prima a un pequeño sofá de damasco punzó, la sentó a su lado y continuó:

-Dime, Amalia, ¿cuáles son los criados en que tienes una perfecta confianza?

-Pedro, Teresa, una criada que he traído de Tucumán, y la pequeña Luisa.

-¿Cuáles son los demás?

-El cochero, el cocinero, y dos negros viejos que cuidan de la quinta.

-¿El cochero y el cocinero son hombres blancos?

-Sí.

-Entonces, a los blancos por blancos, y a los negros por negros, es necesario que los despidas mañana en cuanto se levanten.

¿Pero crees tú?...

-Si no lo creo , dudo. Oye , Amalia: tus criados deben quererte mucho, porque eres buena, rica y generosa. Pero en el estado en que se encuentra nuestro pueblo, de una orden, de un grito, de un momento de mal humor se hace de un criado un enemigo poderoso y mortal. Se les ha abierto la puerta a las delaciones, y bajo la sola autoridad de un miserable, la fortuna y la vida de una familia reciben el anatema de la Mashorca. Venecia, en tiempo del consejo de los Diez, se hubiese condolido de la situación actual de nuestro país. Sólo hay en la clase baja una excepción, y son los mulatos; los negros están ensoberbecidos, los blancos prostituidos, pero los mulatos, por esa propensión que hay en cada raza mezclada a elevarse y dignificarse, son casi todos enemigos de Rosas, porque saben que los unitarios son la gente ilustrada y culta, a que siempre toman ellos por modelo.

-Bien, los despediré mañana.

-La seguridad de Eduardo, la mía, la tuya propia, lo exigen así. Tú no puedes arrepentirte de la hospitalidad que has dado a un desgraciado, y...

¡Oh, no, Daniel, no me hables de eso! ¡Mi casa, mi fortuna, todo está a la disposición tuya y de tu amigo!

-No Puedes arrepentirte, decía, y debes, sin embargo, poner todos los medios para que tu virtud, tu abnegación, no dé armas contra ti a nuestros opresores. Del sacrificio que haces en despedir tus criados, te resarcirás pronto. Además, Eduardo no permanecerá en tu casa, sino los días indispensables que determine el médico; dos, tres a lo más.

-¡Tan pronto! ¡Oh, no es posible! Sus heridas son quizá graves, y sería asesinarlo el levantarlo de su cama. Yo soy libre; vivo completamente aislada, porque mi carácter me lo aconseja así; recibo rara vez las visitas de mis pocas amigas, y en las habitaciones de la izquierda podremos disponer un cómodo aposento para Eduardo, y completamente separado de las mías.

¡Gracias, gracias, mi Amalia! Bien sé que tienes en tus venas la sangre generosa de mi madre. Pero quizá no convenga que Eduardo permanezca aquí. Eso dependerá de muchas cosas que yo sabré mañana. Ahora, es necesario que vayamos a preparar la cama en que se habrá de acostar después de su primera curación.

-Sí.., por acá; ven -y tomando una luz pasó con Daniel a su alcoba, y de ésta a su tocador.

Pero antes de seguir nosotros el paso y el pensamiento de Amalia, echemos una mirada sobre estas dos últimas habitaciones.

Toda la alcoba estaba tapizada con papel aterciopelado de fondo blanco, matizado con estambres dorados, que representaban caprichos de luz entre nubes ligeramente azuladas. Las dos ventanas que daban al patio de la casa, estaban cubiertas por dobles colgaduras, unas de batista hacia la parte interior, y otras de raso azul muy bajo, hacia los vidrios de la ventana, suspendidas sobre lazos de metal dorado, y atravesadas con cintas corredizas que las separaban, o las juntaban con rapidez. El piso estaba cubierto por un tapiz de Italia, cuyo tejido verde y blanco era tan espeso que el pie parecía acolchonarse sobre algodones al pisar sobre él. Una cama francesa de caoba labrada, de cuatro pies de ancho, y dos de alto, se veía en la extremidad del aposento, en aquella parte que se comunicaba con el tocador, cubierta con una colcha de raso color jacinto, sobre cuya relumbrante seda caían los albos encajes de un riquísimo tapafundas de cambray. Una pequeña corona de marfil, con sobrepuestos de nácar figurando hojas de jazmines, estaba suspendida del cielo raso por una delgadísima lanza de metal plateado, en línea perpendicular con la cama, y de la corona se desprendían las ondas de una colgadura de gasa de la India con bordaduras de hilo de plata, tan leve, tan vaporosa, que parecía una tenue neblina abrillantada por un rayo del sol. Entre la cama y el muro de la pared, había una pequeña mesa cuadrada, cubierta por un terciopelo verde, sobre la que se veían algunos libros, un crucifijo de oro incrustado en ébano, una pequeña caja de música sobre una magnífica copa de cristal; una caja de sándalo, en forma de concha, con algunos algodones empapados en agua de Colonia, y una lámpara de alabastro cubierta por una pantalla de seda verde. Al otro lado de la cama se hallaba una otomana cubierta de terciopelo azul, marcado a fuego, y delante de la cama, estaba extendida una alfombra de pieles de conejo, blancas como el armiño, y con la suavidad de la seda. A los pies de la cama, se veía un gran sillón, forrado en terciopelo del mismo color que la otomana. Luego una papelera con incrustaciones de plata; y en los dos ángulos del aposento, que daban al gabinete contiguo a la sala, se descubrían dos hermosos veladores de alabastro en forma de piras, que contenían dentro las luces con que se alumbraba aquel pequeño y solitario templo de una belleza. Y por último: una mesa de palo de naranjo apenas de dos pies de diámetro, colocada a la extremidad de la otomana, contenía, sobre una bandeja de porcelana de la India, un servicio de té para dos personas, todo él de porcelana sobredorada. Otra cosa, la más preciosa de todas, completaba el ajuar de este aposento, y era un par de zapatitos de cabritilla oscura bordados de seda blanca, de seis pulgadas de largo apenas, y de una estrechez proporcionada: eran los zapatos de levantarse Amalia de la cama, colocados sobre las pieles blancas que estaban junto a ella.

El retrete de vestirse estaba empapelado del mismo modo que la alcoba, y alfombrado de verde. Dos grandes roperos de caoba, cuyas puertas eran de espejos, se veían a un lado y al otro del espléndido tocador, cuyas porcelanas y cristales había desordenado Daniel pocos momentos antes. Frente al tocador, estaba una chimenea de acero bruñido, guarnecida de un marco de mármol blanco completamente liso; y en continuación a ella, una bañadera de aquella misma piedra, cuya agua era conducida por caños que pasaban por los bastidores del empapelamiento. Un sillón de paja de la India, y dos taburetes de damasco blanco con flecos de oro, estaban, el primero, al lado de la bañadera; y los otros, frente a los espejos de los guardarropas; y un sofá pequeño, elástico y vestido del mismo modo que los taburetes, se hallaba colocado hacia un ángulo del retrete. Dos grandes jarras de porcelana francesa estaban sobre dos pequeñas mesas de nogal, con un ramo de flores cada una; y sobre cuatro rinconeras de caoba, brillaban ocho pebeteros de oro cincelado, obra del Perú, de un gusto y de un trabajo admirable. Seis magníficos cuadros de paisaje, y cuatro jilgueros dentro de jaulas de alambre dorado, completaban el retrete de Amalia, en el que la luz del día penetraba por los cristales de una gran ventana que daba a un pequeño jardín en el patio principal, y que era moderada por un juego doble de colgaduras de crespón celeste y de batista. Al lado de uno de los roperos, había una puerta que se comunicaba con el pequeño aposento en que dormía Luisa, joven destinada por Amalia a su servicio inmediato.

Ahora, sigámosla que entra al aposento de Luisa, dormida dulce y tranquilamente, y que tomando una llave de sobre una mesa, abre la puerta de ese aposento que da al patio, y atravesándolo con Daniel, llega al frente opuesto a sus habitaciones, y abriendo con el menor ruido posible una puerta, en un corredor que cuadraba a aquél, entra, siempre con la luz en la mano y con Daniel al lado suyo, a un aposento amueblado.

-Aquí ha estado habitando cierto individuo de la familia de mi esposo, que vino del Tucumán y partió de regreso hace tres días. Este aposento tiene todo cuanto puede necesitar Eduardo.

Y diciendo esto, Amalia abrió un ropero, sacó mantas de cama, y ella misma desdobló los colchones, y arregló todo en la habitación, mientras Daniel se ocupaba de examinar con esmero un cuarto contiguo, y el comedor que le seguía, cuya puerta al zaguán estaba enfrente de aquélla de la sala, por donde una hora antes había entrado él con Eduardo en los brazos.

-¿A dónde mira esta ventana? -preguntó a su prima, señalando una que estaba en el aposento que iba a ocupar Eduardo.

-Al corredor por donde se entra de la calle a la quinta, por el gran portón. Sabes que todo el edificio está separado, hacia el fondo, por una verja de hierro; y cerrada, los criados pueden entrar y salir por el portón, sin pasar al interior de la casa. Es por ahí que ha salido Pedro.

-Es verdad, lo recuerdo... pero... ¿no oyes ruido?

-Sí... Son...

-Son caballos a galope... -y el corazón de Amalia le batía en el pecho con violencia.

-Es probable que... Se han parado en el portón -dijo Daniel súbitamente, llevando la luz al cuarto inmediato, volviendo como un relámpago, y abriendo un postigo de la ventana que daba al corredor de la quinta.

-¡Quién será, Dios mío! -exclamó Amalia, pálida y bella como una azucena en la tarde.

-Ellos -dice Daniel, que había pegado su cara a los vidrios de la ventana.

-¿Quiénes?

-Alcorta y Pedro.., ¡oh! ¡el bueno, el noble, el generoso Alcorta! -y corrió a traer la luz que había ocultado.

En efecto, era el viejo veterano de la Independencia, y el sabio catedrático de filosofía, médico y cirujano al mismo tiempo. Pedro hízole entrar por el portón, llevó los caballos a la caballeriza, y luego lo condujo por la verja de hierro, de cuya puerta él tenía la llave.

-¡Gracias, señor! -dice Daniel, saliendo a encontrar al doctor Alcorta en el medio del patio, y oprimiéndole fuertemente la mano.

-Veamos a Belgrano, amigo mío -dijo Alcorta apresurándose a cortar los agradecimientos de Daniel.

-Un momento -dijo éste, conduciéndole de la mano al aposento donde permanecía Amalia, mientras el viejo Pedro los seguía con una caja de jacarandá debajo del brazo-. ¿Ha traído usted, señor, cuanto cree necesario para la primera curación, como se lo supliqué en mi carta?

-Creo que sí -respondió Alcorta, haciendo una reverencia a Amalia-, lo único que necesitaré son vendajes.

Daniel miró a Amalia, y ésta partió volando a sus habitaciones.

-Este es el aposento que ha de ocupar Eduardo. ¿Cree usted que lo debemos traer aquí antes del reconocimiento?

-Es necesario -respondió Alcorta, tomando la caja de instrumentos de las manos de Pedro, y colocándola sobre una mesa.

-Pedro -dijo Daniel-, espere usted en el patio; o más bien, vaya usted a enseñar a Amalia cómo se cortan vendas para heridas: usted debe saber esto perfectamente. Ahora, señor, ya debo decir a usted lo que no le he dicho en mi carta: las heridas de Eduardo son oficiales.

Una triste sonrisa vagó por el rostro noble, pálido y melancólico de Alcorta, hombre de treinta y ocho años apenas.

-¿Cree usted que no lo he comprendido ya? -respondió, y una nube de tristeza empañó ligeramente su semblante-... Veamos a Belgrano, Daniel -dijo después de algunos segundos de silencio.

Y Daniel atravesó con él el patio, y entró a la sala por la puerta que daba al zaguán.

En ese momento, Eduardo estaba al parecer dormido, aunque propiamente no era el sueño, sino el abatimiento de sus fuerzas lo que le cerraba sus párpados.

Al ruido de los que entraban, Eduardo vuelve penosamente la cabeza, y, al ver a Alcorta de pie junto al sofá, hace un esfuerzo para incorporarse.

Quieto, Belgrano -dijo Alcorta con voz conmovida y llena de cariño-; quieto, aquí no hay otro que el médico.

Y, sentándose a la orilla del sofá, examinó el pulso de Eduardo por algunos segundos.

¡Bueno! -dijo al fin-, vamos a llevarlo a su aposento.

A ese tiempo, entraban a la sala por el gabinete Amalia y Pedro. La joven traía en sus manos una porción de vendas de género de hilo no usado todavía, que habla cortado según las indicaciones del veterano.

-¿Le parecen a usted bien de este ancho, doctor? -preguntó Amalia.

-Sí, señora. Necesitaré una palangana con agua fría, y una esponja.

-Todo hay en el aposento.

-Nada más, señora -dijo tomando las vendas de las manos de Amalia, cuyos ojos vieron en los de Eduardo la expresión del reconocimiento a sus oficiosos cuidados.

Inmediatamente Alcorta y Daniel colocaron a Eduardo en una silla de brazos, y ellos y Pedro lo condujeron a la habitación que se le había destinado, mientras Amalia quedó de pie en la sala sin atreverse a seguirlos.

Pálida, bella, oprimida por las sensaciones que habían invadido su espíritu esa noche, se echó en un sillón y empezó a separar con sus pequeñas manos los rizos de sus sienes, cual si quisiese de ese modo despejar su cabeza de la multitud de ideas que habían puesto en confusión su pensamiento. Hospitalidad, peligros, sangre, abnegación, trabajo, compasión, admiración, todo esto había pasado por su espíritu en el espacio de una hora; y era demasiado para quien no había sentido en toda su vida impresiones tan improvisas y violentas; y a quien la naturaleza, sin embargo, había dado una sensibilidad exquisita, y una imaginación poéticamente impresionable, en la cual las emociones y los acontecimientos de la vida podían ejercer, en el curso de un minuto, la misma influencia que en el espacio de un año, sobre otros temperamentos.

Y mientras ella comienza a darse cuenta de cuanto acaba de pasar por su espíritu, pasemos nosotros al aposento de Eduardo.

Desnudado con gran trabajo, porque la sangre había pegado al cuerpo sus vestidos, Alcorta pudo al fin reconocer las heridas.

-No es nada -dijo, después de sondar la que encontró sobre el costado izquierdo-, la espada ha resbalado por las costillas sin interesar el pecho.

-Tampoco es de gravedad -continuó después de inspeccionar la que tenía sobre el hombro derecho-, el arma era bastante filosa y no ha destrozado.

-Veamos el muslo -prosiguió.

Y a su primera mirada sobre la herida, de diez pulgadas de extensión, la expresión del disgusto se marcó sobre la fisonomía elocuente del doctor Alcorta. Por cinco minutos a lo menos examinó con la mayor prolijidad los músculos partidos en lo interior de la herida, que corría a lo largo del muslo.

-¡Es un hachazo horrible! -exclamó-, pero ni un solo vaso ha sido interesado; hay gran destrozo solamente.

Y en seguida lavó él mismo las heridas, e hizo en ellas la curación que se llama de primera intención no haciendo uso del cerato simple, ni de las hilas, que había traído en su caja de instrumentos, sino simplemente de las vendas.

En este momento se sintieron parar caballos contra el portón, y la atención de todos, a excepción de Alcorta, que siguió imperturbable el vendaje que hacía sobre el hombro de Eduardo, quedó suspendida.

-¿A él mismo entregó usted la carta? -preguntó Daniel dirigiéndose a Pedro.

-Sí, señor, a él mismo.

-Entonces, salga usted a ver. Es imposible que sea otro que mi criado.

Un minuto después, volvió Pedro acompañado de un joven de diez y ocho a veinte años, blanco, de cabellos y ojos negros, de una fisonomía inteligente y picaresca, y que, a pesar de sus botas y corbata negra, estaba revelando cándidamente, ser un hijo legítimo de nuestra campaña; es decir, un perfecto gauchito, sin chiripá ni calzoncillos.

-¿Has traído todo, Fermín? -le preguntó Daniel.

-No ha de faltar nada, señor -le contestó, poniendo sobre una silla un grueso atado de ropa.

Daniel se apresuró entonces a sacar del lío la ropa interior que necesitaba Eduardo, y a vestirle con ella, pues en aquel momento el doctor Alcorta terminaba la primera curación. Y en seguida, entre los dos, colocaron a Eduardo sobre su lecho.

Daniel pasó al cuarto inmediato con Pedro y Fermín, y en pocos momentos se lavó y mudó de pies a cabeza, con las ropas que le acababan de traer, sin dejar un minuto de dar a Pedro disposiciones sobre cuanto debía de hacer, relativas a los demás criados, a limpiar la sangre de la sala, a quemar las ropas ensangrentadas, etc.

Eduardo, entretanto, comunicaba a Alcorta en breves palabras los acontecimientos de tres horas antes, y Alcorta, reclinada su cabeza sobre su mano, apoyando su codo en la almohada, oía la horrible relación que le auguraba el principio de una época de sangre y de crímenes, que debía traer el duelo y el espanto a la infeliz Buenos Aires.

-¿Cree usted que ese Merlo ignore su nombre? -le preguntó a Eduardo.

-No sé si alguno de mis compañeros me nombró delante de él; no lo recuerdo. Pero si no es así, él no puede saberlo porque Oliden fue el único que se entendió con él.

-Eso me inquieta un poco -dijo Daniel, que acababa de oír la relación que hacía Eduardo-, pero todo lo aclararemos mañana.

-Es preciso mucha circunspección, amigos míos -dijo Alcorta-, y sobre todo, la menor confianza posible con los criados. A este acontecimiento pueden sobrevenir muchos otros.

-Nada sobrevendrá, señor. Sólo Dios ha podido conducirme al lugar en que Eduardo iba a perder la vida; y Dios no hace las cosas a medias. El acabará su obra tan felizmente como la ha empezado.

-¡Sí, creamos en Dios y en el porvenir! -dijo Alcorta paseando sus miradas de Eduardo Belgrano a Daniel Bello, dos de sus más queridos discípulos de filosofía, tres años antes, y en quienes veía en ese momento brotar los frutos de virtud y de abnegación, que en el espíritu de ellos habían sembrado sus lecciones.

-Es necesario que Belgrano descanse -continuó-. Antes del día sentirá la fiebre natural en estos casos. Mañana, al mediodía, volveré -dijo, pasando su mano por la frente de Eduardo, como pudiera hacerlo un padre con un hijo, y tomando y oprimiendo su mano izquierda.

Después de esto, salió al patio acompañado de Daniel.

¿Cree usted, señor, que no corre peligro la vida de Eduardo?

-Ninguno absolutamente; pero su curación podrá ser larga.

Y cambiando estas palabras llegaron a la sala, donde Alcorta había dejado su sombrero.

Amalia estaba en el mismo sillón en que la dejamos, apoyada su cabeza en su pequeña mano, cuyos dedos de rosa se perdían entre los rizos de su cabello castaño claro.

-Señor, esta señora es una prima hermana mía, Amalia Sáenz de Olabarrieta.

-En efecto -dijo Alcorta, después de cambiar con Amalia algunos cumplimientos, y sentándose al lado de ella-, en la fisonomía de entrambos hay muchos rasgos de familia; y creo no equivocarme al asegurar que entre ustedes hay también mucha afinidad de alma, pues observo, señora, que usted sufre en este momento porque ve sufrir; y esta impresionabilidad del alma, esta propensión simpática, es especial en Daniel.

Amalia se puso colorada sin comprender la causa, y respondió con palabras entrecortadas.

Daniel aprovechó el momento en que aquélla recibía de Alcorta las instrucciones higiénicas relativas al enfermo para ir de un salto al aposento de éste.

-Eduardo, yo necesito retirarme, y voy a acompañar a Alcorta. Pedro va a quedarse en este mismo aposento, por si algo necesitas. No podré volver hasta mañana a la noche. Es forzoso que me halle en la ciudad todo el día; pero mandaré a mi criado a saber de ti. ¿Me permites que dé al tuyo todas las instrucciones que yo considere necesarias?

-Haz cuanto quieras, Daniel, con tal que no comprometas a nadie en mi mala fortuna.

-¿Volvemos? Tú tienes más talento que yo, Eduardo, pero hay ciertas cosas en que yo valgo cien veces más que tú. Déjame hacer. ¿Tienes algo especial que recomendarme?

-Nada, ¿has hecho que tu prima se recoja?

-¡Adiós! ¿Ya empezamos a tener cuidados por mi prima?

-¡Loco! -dijo Eduardo sonriendo. Vete y consérvate para mi cariño.

-¡Hasta mañana!

-¡Hasta mañana!

Y los dos amigos se dieron un beso como dos hermanos.

Daniel hizo señas a Pedro y a Fermín, que permanecían en un rincón del aposento, y salió al patio con ellos.

-Fermín, toma esa caja de madera del doctor, y ten listos los caballos. Pedro, dejo al cuidado de mi prima la asistencia de Eduardo, y dejo confiada al valor de usted la defensa de su vida si sobreviniese algún accidente. Puede ser que los que asaltaron a Eduardo sean miembros de la Sociedad Popular; y puede ser también que algunos de ellos quieran vengar a los que ha muerto Eduardo, si por desgracia supiesen su paradero.

-Puede ser, señor, pero a la casa de la hija de mi coronel no se entra a degollar a nadie, sin matar primero al viejo Pedro, y para eso es necesario pelear un poco.

-¡Bravo! Así me gustan los hombres -dijo Daniel apretando la mano del soldado-. Cien como usted, y yo respondería de todo. Hasta mañana, pues. Cierre usted la verja y el portón cuando hayamos salido; ¡hasta mañana!

-¡Hasta mañana, señor!

Alcorta estaba ya de pie despidiéndose de Amalia, cuando volvió Daniel.

-¿Nos vamos ya, señor?

-Me voy yo; pero usted, Daniel, debe quedarse.

-Perdón, señor, tengo necesidad de ir a la ciudad, y aprovecho esta circunstancia para que vayamos juntos.

-¡Bien, vamos, pues! -dijo Alcorta.

-Un momento, señor. Amalia, todo queda dispuesto; Fermín vendrá a mediodía a saber de Eduardo y yo estaré aquí a las siete de la noche. Ahora, recógete. Muy temprano haz lo que te he prevenido, y nada temas.

¡Oh! ¡Yo no temo sino por ti y por tu amigo! -le contestó Amalia, llena de animación.

-Lo creo, pero nada sucederá.

-¡Oh! ¡El señor Daniel Bello tiene grande influencia! -dijo Alcorta con una graciosa ironía, fijos sus ojos dulces y expresivos en la fisonomía de su discípulo, chispeante de imaginación y de talento.

-¡Protegido de los señores Anchorenas, consejero de Su Excelencia el señor ministro Don Felipe y miembro corresponsal de la Sociedad Popular Restauradora! -dijo Daniel con tan afectada gravedad que no pudieron menos de soltar la risa Amalia y el doctor Alcorta.

-Ríanse ustedes -continuó Daniel-, pero yo no, que sé prácticamente lo que esas condecoraciones en mí sirven para...

-Vamos, Daniel.

-Vamos, señor. Amalia, ¡hasta mañana!

El imprimió un beso en la mano que le extendió su prima.

-Buenas noches, doctor -dijo Amalia acompañándolos hasta el zaguán, de donde atravesaron el patio, y salieron por la puerta de hierro que daba a la quinta, doblando luego a la izquierda, y llegando al corredor del portón donde Fermín los esperaba con los caballos. Al pasar Daniel por la ventana del aposento de Eduardo, que daba a la quinta, como se sabe, paróse y vio al viejo veterano de la Independencia sentado a la cabecera del herido.

Amalia, entretanto, no pudo volver a la sala sin echar desde el zaguán una mirada hacia el aposento en que reposaba su huésped. En seguida, volvióse paso a paso a sus habitaciones a esconder, entre la batista de su lecho, aquel cuerpo cuyas formas hubieran podido servir de modelo al Ticiano, y cuyo cutis, luciente como el raso, tenía el colorido de las rosas y parecía tener la suavidad de los jazmines.

Entretanto, maestro, discípulo y criado habían enfilado, a gran galope, la oscura y desierta calle Larga, y subiendo a la ciudad por aquella barranca de Balcarce, que, doce años antes, había visto descender los escuadrones del general Lavalle para ir a sellar con sangre el origen de los males futuros de la patria, tiraron las riendas de sus caballos, a la puerta de la casa del señor Alcorta, tras de San Juan, en la calle del Restaurador.

Allí, maestro y discípulo se despidieron, cambiando algunas palabras al oído: y Daniel, seguido de Fermín, tomó por el Mercado, salió a la calle de la Victoria, dobló a la izquierda, y, a poco andar, Fermín bajó de su caballo y abrió la puerta de una casa donde entró Daniel sin desmontarse. Era su casa.




ArribaAbajoCapítulo III

Las cartas


En el patio de su casa, Daniel dio su caballo a Fermín, y orden de no acostarse, y esperar hasta que le llamase.

En seguida, alzó el picaporte de una puerta que daba al patio, y entró en un vasto aposento alumbrado por una lámpara de bronce; y tomándola, pasó a un gabinete inmediato, cuyas paredes estaban casi cubiertas por los estantes de una riquísima librería: eran el aposento y el gabinete de estudio de Daniel Bello.

Este joven, de veinte y cinco años de edad; de mediana estatura, pero perfectamente bien formado; de tez morena y habitualmente sonrosada; de cabello castaño, y ojos pardos; frente espaciosa, nariz aguileña; labios un poco gruesos, pero de un carmín reluciente que hacía resaltar la blancura de unos lindísimos dientes; este joven, de una fisonomía en que estaba el sello elocuente de la inteligencia, como en sus ojos la expresión de la sensibilidad de su alma, era el hijo único de Don Antonio Bello, rico hacendado del Sur, cuyos intereses giraban en sociedad con los señores Anchorenas, quienes por su inmensa fortuna y por sus relaciones de parentesco y de política con Rosas, gozaban, a esa época, de una alta reputación en el partido federal.

Don Antonio Bello era un hombre de campo, en la acepción que tiene entre nosotros esa palabra, y, al mismo tiempo, hombre honrado y sincero. Sus opiniones eran, desde mucho antes que Rosas, opiniones de federal; y por la Federación había sido partidario de López primeramente, de Dorrego después, y últimamente de Rosas; sin que por esto él pudiese explicarse la razón de sus antiguas opiniones; mal común a las nueve décimas partes de los federalistas, desde 1811, en que el coronel Artigas pronunció la palabra federación para rebelarse contra el gobierno general, hasta 1829, en que se valió de ella Don Juan Manuel Rosas para rebelarse contra Dios y contra el diablo.

Don Antonio Bello, sin embargo, tenía un amor más profundo que el de la Federación: y era, el amor por su hijo. Su hijo era su orgullo, su ídolo; y, desde niño, empezó a prepararlo para la carrera de las letras, para hacerlo doctor, como decía el buen padre.

A la edad en que lo conocemos, Daniel había llegado de sus estudios al segundo año de jurisprudencia. Pero, por motivos que más tarde trataremos de conocer, hacía ya algunos meses que no asistía a la universidad.

Vivía completamente solo en su casa, a excepción de aquellos días en que, como al presente, tenía huéspedes de la campaña que le recomendaba su padre.

Es probable que los sucesos nos vayan dando a conocer, en adelante, la vida y las relaciones de este joven, que después de entrar a su gabinete, y colocar la lámpara sobre un escritorio, se dejó caer en un sillón volteriano, echó atrás su cabeza, y quedó sumergido en una profunda meditación por espacio de un cuarto de hora.

-¡Sí! -dijo de repente, poniéndose de pie y separando con su mano los cabellos lacios de su frente. ¡No hay remedio, de este modo les tomo todos los caminos!

Y, sin precipitación, pero como ajeno a la mínima duda, ni hesitación, sentóse a su escritorio y escribió las siguientes cartas, que leía con atención después de concluir cada una.

5 de mayo, a las dos y media de la mañana.

Hoy tengo necesidad de tu talento, Florencia mía, como tengo siempre necesidad de tu amor, de tus caprichos, de tus enojos y reconciliaciones para conocer una felicidad suprema en mi existencia. Tú me has dicho, en algunos momentos en que sueles hablar con seriedad, que yo he educado tu corazón y tu cabeza; vamos a ver qué tal ha salido la discípula.

Necesito saber, cómo se explica en lo de Doña Agustina Rosas y en lo de Doña María Josefa Ezcurra, un suceso ocurrido anoche por el Bajo de la Residencia: qué nombres se mezclan a él; de qué incidentes lo componen; de todo, en fin, cuanto sea relativo a ese acontecimiento.

A las dos de la tarde yo estaré en tu casa, donde espero encontrarte de vuelta de tu misión diplomática.

Ten cuidado de Doña María Josefa; especialmente, no dejes delante de ella asomar el menor interés en conocer lo que deseas y que harás que te revele ella misma: he ahí tu talento.

Tú comprendes ya, alma de mi alma, que algo muy serio envuelve este asunto para mí; y tus enojos de anoche, tus caprichos de niña, no deben hacer parte en lo que importa al destino de

Daniel.



-¡Mi pobre Florencia! exclamó el joven después de leer esta carta-. ¡Oh! ¡Pero ella es viva como la luz, y nadie penetra en su pensamiento cuando ella no lo quiere! Vamos a otra carta -continuó-, pero a ésta es necesario que el reloj esté adelantado algunas horas.

Y escribió y leyó lo que sigue:

5 de mayo de 1840, a las nueve de la mañana.

Señor Don Felipe Arana, etc., etc.

Mi distinguido amigo y señor: Mientras usted se desvela, y arrostra, con la energía propia de su carácter, todos los peligros de que está rodeado el gobierno, por la oposición y la intriga de sus enemigos, ciertas autoridades, que estando bajo la dependencia de usted no dejan, sin embargo, de hacerle una guerra disfrazada, descuidan el cumplimiento de sus deberes.

La policía, por ejemplo, tiene más empeño en ostentar independencia de usted, que en velar aquello que únicamente la compete.

Sabe usted que en la semana anterior han emigrado cuarenta y tantos individuos, sin que la policía lo haya estorbado, a pesar de sus poderosos medios; y que Su Excelencia el Restaurador lo ha sabido por avisos de usted, a quien tuve el honor de comunicarle tal suceso. Pero basta que fuese usted quien lo comunicó a Su Excelencia para que el señor Victorica se manifieste indolente.

Anoche, a las diez y media, me retiraba de la Boca para la ciudad, por el camino del Bajo; y a la altura de la casa del señor Mandeville, he visto una numerosa reunión de hombres que, por su inmediación a la orilla del río, creo que tenían el pensamiento de embarcarse, y que lo habrán efectuado. Y es el momento en que usted tome su desquite del señor Victorica, informando de esto a Su Excelencia, que, casi me atrevería a asegurarlo, si tiene conocimiento del hecho, no lo ha de tener del nombre de los prófugos, que a estas horas debería saberlo, si la policía imitase a usted en su actividad y celo.

Después de mediodía tendré el honor de hablar a usted personalmente, y me asiste la esperanza de poder ratificarme más en la alta idea que tengo de su talento y de su actividad, al ver que a esas horas ya sabrá usted, sin necesidad de la policía, todo cuanto ha ocurrido anoche, con detalles y nombres, si, como lo creo, mi presunción no es equivocada.

Y, hasta entonces, saluda a usted con su acostumbrado respeto su atento y seguro servidor Q. B. S. M.

Daniel Bello.



-¡Ah, mi buen Don Felipe! -exclamó Daniel, riéndose como un niño después de la lectura de esta carta-, ¡quién te diría alguna vez que, ni en chanza, te hablarían de actividad y de talento! Pero no hay nadie inútil en este mundo, y tú me has de servir para grandes cosas todavía. Vamos a la otra.

5 de mayo 1840.

Señor Coronel Salomón

Paisano y amigo: A mí me consta, como al que más, que la Federación no tiene una columna más robusta que usted, ni el heroico Restaurador de las Leyes, un amigo más fiel y decidido. Y es por eso que me disgusta oír entre ciertas de las relaciones que frecuento, y que usted sabe poco más o menos quiénes son, que la Sociedad Popular, de que usted es digno Presidente, no ayuda a la policía con toda la actividad que debiera, en perseguir los unitarios, que fugan todas las noches para ir a incorporarse al ejército de Lavalle.

El Restaurador debe estar disgustadísimo de esto; y yo, como amigo de usted, quisiera aconsejarle, que hoy mismo reuniese en su casa los mejores federales que tiene la Sociedad, tanto para que le diesen cuenta de cuanto sepan respecto de los que se han ido últimamente, cuanto para acordar los medios de perseguir y escarmentar a los que quieran irse en adelante.

Yo mismo tendría mucho gusto en asistir a la reunión, y en prepararle a usted un discurso federal para que entusiasmase a los defensores del Restaurador, como lo he hecho otras veces, aun cuando usted es muy capaz de desempeñarse por sí solo, toda vez que se trate de nuestra santa causa de la Federación, y de la vida del ilustre Restaurador de las Leyes.

Si usted dispone la reunión federal, sírvase contestarme antes de las doce, y disponga de éste su atento servidor que lo saluda federalmente,

Daniel Bello.



-Este hombre hará cuanto le digo -dijo Daniel después de escribir la carta, con un acento de completa confianza-. Este hombre y todos los demás de su especie, devorarían a Rosas sin saberlo ellos, si solamente hubiera tres hombres como yo que me ayudasen a conducirlos: uno en la campaña, otro en el ejército, otro cerca de Rosas, y yo en todas partes como Dios, o como el diablo... Me falta otra carta todavía -continuó abriendo un secreto de su escritorio y sacando un papel lleno de signos convencionales, que consultaba a medida que escribía con ellos lo siguiente:

Buenos Aires, 5 de mayo de 1840.

Anoche han sido sorprendidos cinco de nuestros amigos a tiempo de embarcarse. Lynch, Riglos, Oliden, Maisson han sido víctimas, a lo menos así lo creo hasta este momento; uno ha escapado milagrosamente. Si por algún otro conducto tienen ustedes conocimiento de este suceso, no hagan uso absolutamente de ningún otro nombre que no sea de los que dejo escritos.



Y firmando con un signo especial, cerró esta carta y escribió en el sobre:

A. de G3-Montevideo.



Y poniendo esta carta bajo otro sobre, la colocó bajo su tintero de bronce, y tiró del cordón de una campanilla.

Fermín apareció en el acto.

-Las cosas no andan buenas, Fermín -dijo Daniel fingiendo cierto aire de distracción y de indolencia mientras hablaba-. El enrolamiento es general y voy a tener que empeñarme otra vez con el general Pinedo por tu papeleta de excepción, a no ser que tú quieras servir.

-¡Y cómo he de querer, señor! -dijo el criado, con esa entonación perezosa, habitual en los hijos del campo.

-Y sobre todo -continuó Daniel-, el servicio va a ser terrible. Es probable que el ejército tenga que andar por toda la república; y tú no estás acostumbrado a tales fatigas. Has nacido en la estancia de mi padre y te has criado a mi lado con todas las comodidades posibles. Yo creo que nunca te he dado que sentir.

-¡Que sentir, señor! -dijo Fermín con lágrimas en los ojos.

-Te tengo a mi servicio inmediato, porque deposito en ti una completa confianza. Tú eres en mi casa el amo de mis criados, gastas cuanto dinero quieres; y yo creo que nunca te he reconvenido, ¿no es verdad?

-Es verdad, señor.

-Nunca hago venir un caballo para mí, sin pedir a mi padre otro para Fermín; y hay pocos hombres en Buenos Aires que no tengan envidia de los caballos que montas. Así es que tendrías que sufrir mucho si te separasen de mi lado.

-Yo no sirvo, señor. Primero me hago matar que dejar a usted.

-¿Y te harías matar por mí en cualquier trance apurado en que yo me encontrase?

-¿Y cómo no, señor? -contestó Fermín con el acento más cándido y sincero de un joven de diez y ocho años, y que tiene en su pecho esa conciencia de su valor, que parece innata a los que han respirado con la vida el aire de la Pampa.

-Así lo creo -dijo Daniel-, y si yo no hubiese penetrado en el fondo de tu corazón hace mucho tiempo, sería bien digno de una mala fortuna, porque los tontos no deben conspirar.

Y pronunciando Daniel como para sí mismo esas últimas palabras, tomó las tres primeras cartas que había escrito, y continuó:

-Bien, Fermín, no te llevarán al servicio. Oye lo que voy a decirte: mañana a las nueve llevarás un ramo de flores a Florencia, y cuando salga a recibirlo le pondrás en la mano esta carta. Pasarás en seguida a casa del señor Don Felipe Arana, y entregarás esta otra. Irás después a casa del coronel Salomón y entregarás también esta otra carta. Ten mucho cuidado de leer los sobres al entregar las cartas.

-No hay cuidado, señor.

-Oye más.

-Diga usted, señor.

-De vuelta de tus diligencias, pasarás por lo de Marcelina.

-Aquella de...

-Aquélla, sí; aquella a quien prohibiste que entrase de día a mi casa, y que tuviste razón para ello: le dirás, sin embargo, que venga inmediatamente a verme.

-Está muy bien.

-A las diez de la mañana estarás de vuelta, y, si no me he levantado aún, me despertarás tú mismo.

-Sí, señor.

-Antes de salir, da orden que se me despierte si viene alguien a buscarme, cualquiera que sea.

-Muy bien, señor.

-Ahora, una sola palabra más, y vete a acostar. ¿No adivinas qué palabra será ésa?

-Ya sé, señor -dijo Fermín con una marcada expresión de inteligencia en su fisonomía.

-Me alegro mucho que lo sepas y que no lo olvides jamás. Para merecer mi confianza y mi generosidad, se necesita no tener boca, o tener una cabeza de hierro para libertarse de un momento de mal humor debido a alguna indiscreción.

-No hay cuidado, señor.

-Bien, vete ahora.

Y Daniel cerró la puerta de su aposento que daba al patio, a las tres y cuarto de la mañana, de esa noche en que su espíritu y su cuerpo habían trabajado más que algunos otros hombres, de gran nombre, en el espacio de algunos años.




ArribaAbajoCapítulo IV

La hora de comer


A la vez que ocurrían los sucesos que se acaban de conocer, en la noche del 4 de mayo, otros de mayor importancia tenían lugar en una célebre casa en la calle del Restaurador. Pero a su más completa inteligencia, es necesario hacer revivir en la memoria del lector el cuadro político que representaba la república en esos momentos.

Era la época de crisis para la dictadura del general Rosas; y de ella debía bajar a su tumba, o levantarse más robusta y sanguinaria que nunca, según el desenlace futuro de los acontecimientos.

De tres fuentes surgían los peligros que rodeaban a Rosas: de la guerra civil, de la guerra oriental, de la cuestión francesa.

La Revolución del Sur, acaecida seis meses antes de la época con que da principio esta historia, había conducido repentinamente a Rosas al más eminente peligro de que se ha visto amenazado en su vida política. Pero el desgraciado suceso de esa revolución espontánea, sin plan y sin dirección, había, como sucede en tales casos, dado más vigor y petulancia al vencedor Rosas, a ese hijo predilecto de las casualidades, que debe su poder y su fortuna a las aberraciones de sus contrarios.

Dos fuertes golpes, sin embargo, hacían temblar desde su base el edificio de su poder: la derrota de su ejército en el Estado Oriental, y la empresa del general Lavalle sobre la provincia de Entre Ríos.

La victoria del Yeruá lleva al general libertador a imprimir el movimiento revolucionario en Corrientes; y, en efecto, el 6 de octubre de 1839, Corrientes se alza como un solo hombre, y proclama la revolución contra Rosas.

Los derrotados en Cagancha se refugian, entretanto, en la provincia de Entre Ríos, hacia la parte del Paraná, y, con los refuerzos precipitados que les envía Rosas, un nuevo ejército se organiza, donde se encontraba con sus orientales el ex presidente Don Manuel Oribe.

El general Lavalle vuelve de la provincia de Corrientes, y con su ejército aumentado en número, en disciplina y en entusiasmo, da y gana la batalla de Don Cristóbal el 10 de abril de 1840: y arrincona en la Bajada los restos de ese segundo ejército, a quien una tempestad de dos días, que sobrevino en la noche de la batalla, salvó de una total derrota sobre el campo mismo del combate.

De otra parte, la tempestad revolucionaria centellaba el Tucumán, Salta, La Rioja, Catamarca y Jujuy.

La Sala de Representantes de Tucumán, en ley de 7 de abril de ese año 1840, había cesado de reconocer en el carácter de gobernador de Buenos Aires al dictador Don Juan Manuel Rosas; y retirádole la autorización que, por parte de esa provincia, se le había conferido para el ejercicio de las relaciones exteriores.

El 13 de abril, el pueblo salteño depone a su antiguo gobernador, elige otro provisoriamente, y desconoce a Rosas en el carácter de gobernador de Buenos Aires.

La Rioja, Catamarca y Jujuy, de un momento a otro, debían hacer igual declaración que las provincias de Tucumán y Salta.

Así pues, de las catorce provincias que integran la república, siete de ellas estaban contra Rosas.

La provincia de Buenos Aires presentaba otro aspecto.

El sur de la campaña estaba debilitado por la copiosa emigración que sucedió al desastre de la revolución, y por las sangrientas venganzas de que acababa de ser víctima.

Al norte, la campaña estaba intacta, y rebosaba de descontentos. Rosas lo conocía, y no podía, sin embargo, dar un golpe sobre ella: porque no había allí caudillos ni campeones conocidos; había ese rumor sordo, ese malestar sensible que indica siempre la cercanía de las grandes conmociones publicas, y que tiene su origen en alguna situación común que pesa sobre todos.

Rosas quería atender a todas partes, pero en todas partes era más pequeño que los sucesos que afrontaba, y sólo su audacia le inspiraba confianza.

En los últimos días de marzo, el general La Madrid había sido enviado por Rosas a solidar su quebrantado poder en las provincias revolucionadas. Pero, casi solo, el valor personal del antiguo contendor de Quiroga no era suficiente para la empresa que se le confiaba, y tuvo que demorarse en Córdoba para reclutar algunos soldados.

Para auxiliar a Echagüe y a Oribe en la provincia de Entre Ríos, acaba Rosas por tirar el guante a la paciencia del pueblo de Buenos Aires; y, en los meses de marzo y abril, hace ejecutar esa escandalosa leva de ciudadanos de todas las clases, de todas las edades, de todas las profesiones, que no fuesen federales conocidos; y que debían elegir entre marchar al ejército como soldados veteranos, o dar en dinero el valor de dos, diez y hasta cuarenta personeros; debiendo, entretanto, permanecer en las cárceles, o en los cuarteles.

Este primer anuncio de la época del terror, que comenzaba, por una parte; y por otra, el entusiasmo, la fiebre patria que agitaba el espíritu de la juventud, al ruido de las victorias del Ejército Libertador y a la propaganda de la prensa de Montevideo, daban origen a la numerosa y distinguida emigración, que dejaba las playas de Buenos Aires por entre los puñales de la Mashorca.

La ciudad estaba desierta. Los que huían de los personeros, se ocultaban; los que tenían valor y medios, emigraban.

Para resistir a Lavalle, vencedor en dos batallas, Rosas tenía apenas unos restos de ejército encajonados contra el Paraná, en la provincia de Entre Ríos.

Para contener las provincias, sólo podía enviar en auxilio de sus partidarios en ellas, al general La Madrid en el estado en que se ha visto.

Para la provincia de Buenos Aires, sólo contaba con su hermano Prudencio, Granada, González, Ramírez, al frente de pequeñas divisiones sin moral y sin disciplina.

Y para aterrorizar la capital, sólo contaba con la Mashorca.

Otros peligros todavía mayores le amenazaban aún, hasta la época en que nos encontramos.

El general Rivera, embelesado con su victoria de Cagancha, no hacía sino pasearse con su ejército de un punto al otro en la República Uruguaya, sin ir a buscar sobre el territorio de su enemigo los resultados provechosos de aquella acción. Pequeñeces de carácter quizá, que la historia sabrá revelar más tarde, estorbaban la unidad de acción entre los dos generales a quienes la victoria acababa de favorecer. Pero el pronunciamiento del pueblo oriental era inequívoco. Desde el primer hombre de Estado hasta el último ciudadano, comprendían la necesidad de obrar enérgicamente contra Rosas; y el noble deseo de contribuir a la libertad argentina, no entusiasmaba menos a los orientales en esos momentos, que a los mismos hijos de la república. Era sólo el general Rivera el responsable de su inacción. Pero aquella opinión tan pronunciada hacía esperar que de un momento a otro se diese principio a la simultaneidad de las operaciones militares, y Rosas no podía menos de creerlo así.

Últimamente, estaba el poder de la Francia delante del dictador.

Desde la ascensión del general Rivera a la presidencia de la república, una alianza de hecho se había establecido entre ese general y las autoridades francesas en el Plata, para resistir y hostilizar al enemigo común.

Las concesiones más importantes habían tenido lugar recíprocamente entre ambos; y, hasta ese momento, la buena fe y la lealtad eran los distintivos del gobierno de la república y de aquellas autoridades, en sus operaciones contra Rosas.

La susceptibilidad nacional de los emigrados argentinos habíase alarmado al principio de la cuestión francesa. Creían de su deber, los más moderados, mantenerse neutrales en una cuestión internacional que se discutía con el gobierno de su país, fuese cual fuese el sistema interior de ese gobierno, y los más celosos de su nacionalidad, como el cantor de Ituzaingó, por ejemplo, hablaban sin reserva de la audacia extranjera.

Las repetidas y francas declaraciones del gobierno y los agentes de la Francia en el Plata, no tardaron, sin embargo, en traer el convencimiento a los emigrados, de que no se trataba de ofender a la dignidad de la nación argentina; ni de querer atentar a ninguno de sus derechos permanentes; que se trataba solamente de obligar a un déspota a respetar principios universalmente reconocidos: y empezó a establecerse entonces, primero la amistad, y después una verdadera alianza de hecho, entre las autoridades francesas y los emigrados, contra el enemigo común.

La República Oriental, pues; la emigración argentina y el poder francés en el Plata obraban de acuerdo en sus operaciones contra Rosas.

Pero a la época en que presentamos los sucesos de esta obra, la política francesa en el Plata empezaba a sufrir ciertas variaciones alarmantes.

Al señor Roger había reemplazado el señor Bouchet de Martigny, y al almirante Le Blanc, el contraalmirante Dupotet.

Bajo el mando de este último, el bloqueo había sido levantado de todo el litoral de Buenos Aires, fuera del Río de la Plata, y limitádose a lo que quedaba dentro de su embocadura en el Océano.

Esta medida debilitaba prodigiosamente los efectos del bloqueo. Y, durante el mando de aquel jefe, se sintieron los primeros síntomas de desconfianza en los enemigos de Rosas.

Desde la mediación del comodoro americano Nicholson, en abril de 1839, no se había hablado de proposiciones de arreglo. Pero a bordo del buque de Su Majestad Británica la Acteon tuvo lugar una entrevista, el 28 de febrero de 1840, del señor Mandeville, Don Felipe Arana y el contraalmirante francés. Y de este triunvirato nacieron alarmantes sospechas. Sin embargo, el señor Bouchet de Martigny era el encargado de entenderse diplomáticamente con Rosas, y él no tenía instrucciones que pudieran hacer declinar las proposiciones del ultimatum de Mr. Roger. Y así se le vio, un mes después de la entrevista en la Acteon, desechar las proposiciones atrevidas del dictador de Buenos Aires, sobre una transacción. Y era el señor Martigny quien, a la vez que sabía defender intransigiblemente en estas regiones los derechos y el crédito de su país, cuyo gobierno les prestaba tan débil atención, cooperaba y fomentaba, con indecible actividad y entusiasmo, las empresas de los aliados de la Francia contra Rosas.

Y él, poniendo en acción los elementos de la Francia en el Plata; la República Oriental, amenazando con la invasión de sus armas; el general Lavalle sobre el Paraná, precedido de dos victorias; al norte de la república, Tucumán, Salta y Jujuy; al oeste, hasta la falda de la Cordillera, Catamarca y La Rioja, en pie proclamando y sosteniendo la revolución; el norte de la provincia de Buenos Aires, pronto a conmoverse a la aparición del primer apoyo que se le presentase; la ciudad, hostigada por la opresión, y desbordándose sobre el Plata para emigrar a la ribera opuesta, eran todos estos los rasgos de ese inmenso cuadro de peligros que se ofrecía a los ojos del dictador. Todo el horizonte de su gobierno se encapotaba. Y sólo alguna que otra palabra consoladora recibía de la Inglaterra, por boca del caballero Mandeville, en lo que hacía relación con el bloqueo francés. Pero la Inglaterra, a pesar de los mejores deseos hacia Rosas que animaban a su representante en Buenos Aires, no podía desconocer el derecho de la Francia para mantener su bloqueo en el Plata, aun cuando el comercio inglés se resentía de esa larga interdicción que sufría uno de los más ricos mercados de la América Meridional.

De una situación semejante sólo la fortuna podía libertar a Rosas; pues de aquélla no se podía deducir lógica y naturalmente sino su ruina próxima.

Él trabajaba sin embargo; acudía a todas partes con los elementos y los hombres de que podía disponer. Pero, se puede repetir, que sólo esa reunión de circunstancias prósperas e inesperadas que se llama fortuna, era lo único con que podía contar Rosas en los momentos que describimos; pues tal era su situación en la noche en que acaecieron los sucesos que se conocen ya. Y es durante ellos, es decir, a las doce de la noche del 4 de mayo de 1840, que nos introducimos con el lector a una casa, en la calle del Restaurador.

En el zaguán de esa casa, completamente oscuro, había, tendidos en el suelo, y envueltos en su poncho, dos gauchos y ocho indios de la Pampa, armados de tercerola y sable, como otros tantos perros de presa que estuviesen velando la mal cerrada puerta de la calle.

Un inmenso patio cuadrado y sin ningún farol que le diese luz, dejaba ver la que se proyectaba por la rendija de una puerta a la izquierda, que daba a un cuarto con una mesa en el medio, que contenía solamente un candelero con una vela de sebo, y unas cuantas sillas ordinarias, donde estaban, más bien tendidos que sentados, tres hombres de espeso bigote, con el poncho puesto y el sable a la cintura, y con esa cierta expresión en la fisonomía que dan los primeros indicios a los agentes de la policía secreta de París o Londres, cuando andan a caza de los que se escapan de galeras, o de forajidos que han de entrar en ellas.

Del zaguán doblando a la derecha, se abría el muro que cuadraba el patio, por un angosto pasadizo con una puerta a la derecha, otra al fondo, y otra a la izquierda. Esta última daba entrada a un cuarto sin comunicación, donde estaba sentado un hombre vestido de negro, y en una posición meditabunda. La puerta del fondo del pasadizo daba entrada a una cocina estrecha y ennegrecida; y la puerta de la derecha, por fin, conducía a una especie de antecámara que se comunicaba con otra habitación de mayores dimensiones, en la que se veía una mesa cuadrada, cubierta con una carpeta de bayeta grana, unas cuantas sillas arrimadas a la pared, una montura completa en un rincón; y algo más que describiremos dentro de un momento. Esta habitación recibía las luces por dos ventanas cubiertas por celosías, que daban a la calle; y por el tabique de la izquierda se comunicaba con un dormitorio, como éste a su vez con varias otras habitaciones que cuadraban el patio a la derecha. En una de ellas, alumbrada, como todas las otras, por algunas velas de sebo, se veía una mujer dormida sobre una cama, pero completamente vestida, y cuyo traje abrochado hacía dificultosa su respiración.

En el cuarto de la mesa cuadrada había cuatro hombres en derredor de ella.

El primero era un hombre grueso, como de cuarenta y ocho años de edad, sus mejillas carnudas y rosadas, labios contraídos, frente alta pero angosta, ojos pequeños y encapotados por el párpado superior, y de un conjunto, sin embargo, más bien agradable pero chocante a la vista. Este hombre estaba vestido con un calzón de paño negro, muy ancho, una chapona color pasa, una corbata negra con una sola vuelta al cuello, y un sombrero de paja cuyas anchas alas le cubrirían el rostro, a no estar en aquel momento enroscada hacia arriba la parte que daba sobre su frente.

Los otros tres hombres eran jóvenes de veinte y cinco a treinta años, vestidos modestamente, y dos de ellos excesivamente pálidos y ojerosos.

El hombre de sombrero de paja leía un montón de cartas que tenía delante, y los jóvenes escribían.

En un ángulo de esta habitación se veía otra figura humana, y al parecer con vida. Era ella la de un viejecito de setenta a setenta y dos años de edad, de fisonomía enluta, escuálida, sobre la que caían los cadejos de un desordenado cabello casi blanco todo él, y cuyo cuerpo flaco, y algo contrahecho, por la elevación del hombro izquierdo sobre el derecho, estaba vestido con una casaca militar de paño grana, cuyas charreteras cobrizas, con sus canelones más decrépitos que el portador de ellas, caían de los hombros, la una hacia el pecho y la otra hacia la espalda. Una faja de seda roja, rala y mugrienta como la casaca, le ataba a la cintura un espadín, que parecía heredado de los primeros cabildantes del virreinato; y un pantalón de color indefinible, y unas botas lustradas con barro, completaban la parte ostensible del vestido de aquel hombre, que sólo mostraba señales de vida por las cabezadas que daba, en la terrible lucha que había emprendido con el sueño.

En el ángulo opuesto, hacia espaldas del hombre del sombrero de paja, había en el suelo el cuerpo de un hombre, enroscado como una boa. Era ese hombre un mulato gordo y bajo al parecer, pero indudablemente vestido con el manteo de un sacerdote, y que dormía, tendido y pegando sus rodillas contra el pecho, un sueño profundísimo y tranquilo.

El silencio era sepulcral. Pero de repente uno de los escribanos levanta la cabeza y pone la pluma en el tintero.

-¿Acabó usted? -dice el hombre del sombrero de paja dirigiéndose al joven.

-Sí, Excelentísimo Señor.

-A ver, lea usted.

-En la provincia de Tucumán: Marco M. de Avellaneda, José Toribio del Corro, Piedrabuena (Bernabé),José Colombres. Por la provincia de Salta: Toribio Tedín, Juan Francisco Valdez, Bernabé López Sola.

-¿No hay más?

-No, Excelentísimo Señor. Esos son los nombres de los salvajes unitarios que firman los documentos de 7 y 10 de abril, de la provincia de Tucumán; y 13 del mismo, de la provincia de Salta.

-¡En que se me desconoce por gobernador de Buenos Aires, y se me despoja del ejercicio de las relaciones exteriores! -dijo con una sonrisa indefinible ese hombre a quien daban el título de Excelentísimo, y que no era otro que el general Don Juan Manuel Rosas, dictador argentino.

-Lea usted los extractos de las comunicaciones recibidas hoy -continuó.

-De La Rioja, con fecha 15 de abril, se comunica que los traidores Brizuela, titulado Gobernador, y Francisco Ersilbengoa, titulado Secretario, en logia con Juan Antonio Carmona, y Lorenzo Antonio Blanco, titulados Presidente y Secretario de la Sala, se preparan a sancionar una titulada ley, en la cual se desconocerá en el carácter de Gobernador de Buenos Aires, Encargado de las Relaciones Exteriores, al Ilustre Restaurador de las Leyes, Gobernador y Capitán General de la Provincia de Buenos Aires, Brigadier Don Juan Manuel de Rosas; y todo esto por sugestiones del cabecilla unitario Marco Avellaneda, titulado jefe de la Liga del Norte.

-¡Brizuela! ¡Ersilbengoa! ¡Carmona! ¡Blanco! -repitió Rosas con los ojos clavados en la carpeta colorada, como si quisiera grabar con fierro en su memoria los nombres que acababa de oír y repetía...-. Continúe usted -dijo después de un momento de silencio.

-De Catamarca, con fecha 16 de abril, comunican que el salvaje unitario Antonio Dulce, titulado Presidente de la Sala, y José Cubas, titulado Gobernador, se proponen publicar una titulada ley en la que se llamará tirano al Ilustre Restaurador de las Leyes, Gobernador y Capitán General de la Provincia de Buenos Aires, Brigadier Don Juan Manuel de Rosas.

-¡Yo les daré dulces! -exclamó Rosas, contrayendo sus labios, y dilatándose las ventanas de su nariz-. A ver -continuó dirigiéndose a otro de los escribientes que acababa de poner la pluma sobre el tintero-; a ver, déme usted la acta de Jujuy, de 13 de abril. Muy bien; lea usted ahora la copia de los nombres que la firman.

Y el escribiente leyó los siguientes nombres, mientras Rosas hacía el cotejo con los que estaban en la acta que tenía en su mano: Roque Alvarado, Rufino Valle, Francisco N. Carrillo, Pedro José de Sarverri, Pedro Sáenz, Benito S. de Bustamante, José Ignacio de Guerrico, Ignacio Segurola, Isidro Graña, José Tello, Pedro Ferreira, Juan Arroyo, José Rodríguez, Pedro Jerez, Pascual Blas, Juan Bautista Pérez, Manuel Sagardia, Mariano Fernández, Manuel J. de Moral, José L. Villar, Hilarión Echenique, Blas Agudo, Pedro Antonio Gogénola, Pedro Alberto Puch, Restituto Zenarruza, Juan Manuel Gogénola, Tomás Games, Estanislao Echavarría, Gavino Pérez, Policarpo del Moral, Jacinto Guerrero, Rafael Alvarado, Dr. Andrés Zenarruza, Gabriel Marquierguy, José Cuevas Aguirre, Antonio Valle, Sandalio Ferreira, Prudencio Estrada, Natalio Herrera, José Pío Ramo, Pedro Antonio de Aguirre, (Secretario) Carlos Aguirre.

-Está bien -dijo Rosas volviendo el acta al escribiente. ¿Bajo qué rótulo va usted a poner esto?

«Comunicaciones de las provincias dominadas por los unitarios», como Vuecelencia lo ha dispuesto.

-Yo no he dispuesto eso; vuelva usted a repetirlo.

de las provincias dominadas por los traidores unitarios» -dijo el joven empalideciendo hasta los ojos.

-Yo no he dicho eso; vuelva usted a repetirlo.

-Pero, señor.

-¡Qué señor! A ver, diga usted fuerte para que no se le olvide más: «Comunicaciones de las provincias dominadas por los salvajes unitarios».

-«Comunicaciones de las provincias dominadas por los salvajes unitarios» -repitió el joven con un acento nervioso y metálico que hizo abrir los ojos al viejecito de la casaca colorada, que en aquel momento se había dormido profundamente.

-Así quiero que se llamen en adelante; así lo he mandado ya, salvajes, ¿oye usted?

-Sí, Excelentísirno Señor, salvajes.

-¿Concluyó usted? -preguntó Rosas dirigiéndose al tercer escribiente.

-Ya está, Excelentísimo Señor.

-Lea usted.

Y el escribiente leyó:

¡Viva la Confederación Argentina!

¡Mueran los salvajes unitarios!

Buenos Aires, 4 del mes de América de 1840, año 31 de la Libertad, 25 de la Independencia, y 11 de la Confederación Argentina.

El General Edecán de Su Excelencia al Comandante en jefe del número 2, coronel Don Antonio Ramírez.

El infrascripto ha recibido orden del Excelentísimo Gobernador de la Provincia, nuestro Ilustre Restaurador de las Leyes, Brigadier Don Juan Manuel de Rosas, para avisar a Usía que Su Excelencia ha dispuesto, que al comunicar Usía el número de tropas de que se compone la división, diga siempre el doble, debiendo informar que la mitad es de línea, y que toda se halla animada de un santo entusiasmo federal.

Lo que deberá Usía tener muy presente en adelante.

Dios guarde a Usía muchos años.



-Eso es -dijo Rosas tomando el oficio que le presentaba el escribiente. ¡Eh! -gritó en seguida dirigiendo sus ojos y su voz al lugar donde cabeceaba el viejo de la casaca grana, que, como tocado por una barra eléctrica, se puso de pie y se encaminó a la mesa, con el espadín hacia el espinazo, y una charretera sobre el pecho y la otra sobre la espalda-. Ya se había dormido, vicio flojo, ¿no es verdad?

-Su Excelencia, perdone...

-Déjese de perdón, y firme acá.

Y tomando el viejo la pluma que le presentaba Rosas, escribió al pie del oficio, y con una letra trémula:

Manuel Corvalán.

-Bien pudo aprender a escribir mejor cuando estuvo en Mendoza -dijo Rosas, riéndose de la letra de Corvalán, quien no le contestó una sola palabra, quedándose de pie como una estatua al lado de la mesa-. Dígame, señor general Corvalán -continuó Rosas todavía sonriéndose-, ¿qué le contestó Simón Pereira?

-Que los paños de tropa no se podían conseguir hoy al mismo precio que los anteriores, sino a un treinta por ciento más.

-¡Mire! -dijo Rosas dándose vuelta en la silla y poniéndose cara a cara con Corvalán-. Mañana a las doce vaya usted a verlo, y, delante de todos los que están con él, hágale así de mi parte, repitiéndole en cada vez, que yo se lo mando. ¿Ha oído?

-Sí, Excelentísimo Señor.

-¿A ver, cómo lo va a hacer?

-El Señor Gobernador le manda a usted esto... El Señor Gobernador le manda a usted esto... El Señor Gobernador le manda a usted esto...

Y al fin de la oración, Corvalán daba un golpe con la mano abierta sobre la mitad del brazo opuesto, con la más profunda y respetuosa gravedad. Rosas soltó una carcajada; los escribientes sonrieron, pero el edecán de Su Excelencia permaneció con una fisonomía inconmovible.

-Dígame, general, ¿a qué hora vino el médico que está ahí?

-A las doce del día, Excelentísimo Señor.

-¿Ha pedido algo?

-Un vaso de agua una vez, y fuego dos veces.

-¿Ha dicho algo?

-Nada, señor.

-Bueno; llévele este oficio que me pasó ayer, y dígale que lo rehaga y ponga la raya marginal que le falta, y que otra vez no se olvide de las disposiciones del gobierno.

-¿Y lo dejo retirarse?

-Sí, ya ha estado doce horas sin comer, y con miedo, para que aprenda a respetar otra vez lo que yo mando

Y Corvalán salió a cumplir las órdenes recibidas con aquel hombre vestido de negro que encontramos en el cuarto a la izquierda del pasadizo.

-¿Las comunicaciones de Montevideo están extractadas? -preguntó Rosas a uno de los escribientes.

-Sí, Excelentísimo Señor.

-¿Los avisos recibidos por la policía?

-Están apuntados.

-¿A qué hora debía ser el embarque esta noche?

-A las diez.

-¡Son las doce y cuarto! -dijo Rosas mirando su reloj y levantándose, habrán tenido miedo. Pueden ustedes retirarse. Pero ¿qué diablos es esto? -exclamó reparando en el hombre que dormía enroscado en un rincón del cuarto envuelto en un mantee-. ¡Ah! ¡Padre Viguá! Recuérdese Su Reverencia -dijo, dando una fuertísima patada sobre los lomos del hombre a quien llamaba Su Reverencia, que, dando un chillido espantoso, se puso de pie enredado en el manteo. Y los escribientes salieron uno en pos de otro, festejando con un semblante risueño la gracia de Su Excelencia el Gobernador.

Rosas quedó cara a cara con un mulato de baja estatura, gordo, ancho de espaldas, de cabeza enorme, frente plana y estrecha, carrillos carnudos, nariz corta, y en cuyo conjunto de facciones informes estaba pintada la degeneración de la inteligencia humana, y el sello de la imbecilidad.

Este hombre, tal como se acaba de describir, estaba vestido de clérigo, y era uno de los dos estúpidos con que Rosas se divertía.

Dolorido, y estupefacto el pobre mulato, miraba a su amo y se rascaba la espalda, y Rosas se reía al contemplarlo, cuando entró de vuelta el general Corvalán.

-Qué le parece a usted, Su Paternidad estaba durmiendo mientras yo trabajaba.

-Muy mal hecho -contestó el edecán con su siempre inamovible fisonomía.

-Y porque lo he despertado se ha puesto serio.

-Me pegó -dijo el mulato con voz ronca y quejumbrosa, y abriendo dos labios color de hígado, dentro los cuales se veían unos dientes chiquitos y puntiagudos.

-Eso no es nada, padre Viguá, ahora con lo que comamos se ha de mejorar Su Paternidad. ¿Se fue el médico, Corvalán?

-Sí, señor.

-¿No dijo nada?

-Nada.

-¿Cómo está la casa?

-Hay ocho hombres en el zaguán, tres ayudantes en la oficina, y cincuenta hombres en el corralón.

-Está bueno; retírese a la oficina.

-¿Si viene el jefe de policía?

-Que le diga a usted lo que quiere.

-Si viene...

-Si viene el diablo, que le diga a usted lo que quiere -le interrumpió Rosas bruscamente.

-Está muy bien, Excelentísimo Señor.

-Oiga usted.

-¿Señor?

-Si viene Cuitiño, avíseme.

-Está muy bien.

-Retírese ¿Quiere comer?

-Doy las gracias a Su Excelencia; ya he cenado.

-Mejor para usted.

Y Corvalán fuese con sus charreteras y su espadín a reunir con los hombres que estaban tendidos sobre las sillas, en aquel cuarto de la izquierda del patio, que ya el lector conoce, y al que el edecán de Su Excelencia acababa de dar el nombre de oficina; tal vez porque al principio de su administración, Rosas había instalado en ese cuarto la comisaría de campaña, aun cuando al presente sólo servía para fumar y dormitar los ayudantes de ese hombre, que como invertía los principios políticos y civiles de una sociedad, invertía el tiempo, haciendo de la noche día para su trabajo, su comida y sus placeres.

-¡Manuela! -gritó Rosas luego que salió Corvalán, entrando al cuarto contiguo, donde ardía una vela de sebo cuya pavesa carbonizada dejaba esparcir apenas una débil y amarillenta claridad.

-¡Tatita! -contestó una voz que venía de una pieza interior. Un segundo después apareció aquella mujer que encontramos durmiendo sobre una cama, sin desvestirse.

Era esa mujer una joven de veinte y dos a veinte y tres años, alta, algo delgada, de un talle y de unas formas graciosas, y con una fisonomía que podría llamarse bella, si la palabra interesante no fuese más análoga para clasificarla.

El color de su tez era ese pálido oscuro que distingue comúnmente a las personas de temperamento nervioso, y en cuyos seres la vida vive más en el espíritu que en el cuerpo. Su frente, poco espaciosa, era, sin embargo, fina, descarnada y redonda; y su cabello castaño oscuro, tirado tras de la oreja, dejaba descubrir los perfiles de una cabeza inteligente y bella. Sus ojos, algo más oscuros que su cabello, eran pequeños pero animados e inquietos. Su nariz recta y perfilada, su boca grande pero fresca y bien rasgada, y, por último, una expresión picante en la animada fisonomía de esta joven, hacía de ella una de esas mujeres a cuyo lado los hombres tienen menos prudencia que amor, y más placer que entusiasmo. Se ha observado generalmente, que las mujeres delgadas, pálidas, de formas ligeramente pronunciadas, y de temperamento nervioso, poseen cierto secreto de voluptuosidad instintiva que impresiona fácilmente la sangre y la imaginación de los hombres; en contrario de esa impresión puramente espiritual, que reciben de las mujeres en quienes su tez blanca y rosada, sus ojos tranquilos y su fisonomía cándida revelan cierta lasitud de espíritu, por la cual los profanos las llaman indiferentes, y los poetas, ángeles.

Su vestido de merino color guinda, perfectamente ceñido al cuerpo, le delineaba un talle redondo y fino, y le dejaba descubiertos unos hombros, que sin ser los hombros poetizados de María Stuart, bien pudieran pasar por hombros tan suaves y redondos, que la sien del más altivo unitario no dejaría de aceptarlos para reclinarse en ellos un momento, en horas de aquel tiempo en que la vida era fatigada por tantas y tan diversas impresiones.

Y fue así que se le presentó a Rosas esa mujer; esa mujer que era su hija; y a quien saludó diciéndola:

-Ya estabas durmiendo, ¿no? Todavía te he de casar con Viguá para que duerman hasta que se mueran. ¿Estuvo María Josefa?

-Sí, tatita, estuvo hasta las diez y media.

-¿Y quién más?

-Doña Pascuala y Pascualita.

-¿Con quién se fueron?

-Mansilla las acompañó.

-¿Nadie más ha venido?

-Picolet.

-¡Ah! El carcamán te hace la corte.

-A usted, tatita.

-¿Y el gringo no ha venido?

-No, señor. Esta noche tiene una pequeña reunión en su casa para oír tocar el piano no sé a quien.

-¿Y quiénes han ido?

-Creo, que son ingleses todos.

-¡Bonitos han de estar a estas horas!

-¿Quiere usted comer, tatita?

-Sí, pide la comida.

Y Manuela volvió a las piezas interiores, mientras Rosas se sentó a la orilla de una cama, que era la suya, y con las manos se sacó las botas, poniendo en el suelo sus pies sin medias, tales como habían estado entre aquéllas; se agachó, sacó un par de zapatos debajo la cama, volvió a sentarse, y, después de acariciar con sus manos sus pies desnudos, se calzó los zapatos. Metió luego la mano por entre la pretina de los calzones, y levantando una finísima cota de malla que le cubría el cuerpo hasta el vientre, llevó la mano hasta el costado izquierdo, y se entretuvo en rascarse esa parte del pecho, por cuatro o cinco minutos a lo menos; sintiendo con ello un verdadero placer, esa organización en quien predominan admirablemente todos los instintos animales.

No tardó en aparecer la joven hija de Rosas, a prevenir a su padre que la comida estaba en la mesa.

En efecto, estaba servida en la pieza inmediata, y se componía de un grande asado de vaca, un pato asado, una fuente de natas y un plato de dulce. En cuanto a vinos, había dos botellas de Burdeos delante de uno de los cubiertos. Y una mulata vieja, que no era otra que la antigua y única cocinera de Rosas, estaba de pie para servir a la mesa.

Rosas llamó con un fuerte grito a Viguá, que había quedado durmiéndose contra la pared del gabinete de Su Excelencia, y fue a sentarse con su hija a la mesa de su comida nocturna.

-¿Quieres asado? -dijo a Manuela cortando una enorme tajada que colocó en su plato.

-No, tatita.

-Entonces come pato.

Y mientras la joven cortó un alón del ave y lo descarnaba más bien por entretenimiento que otra cosa, su padre comía tajada sobre tajada de carne, rodeando los bocados con repetidos tragos.

-Siéntese Su Paternidad -dijo a Viguá, que con los ojos devoraba las viandas, y que no esperó segunda vez la invitación que se le hacía.-Sírvelo, Manuela.

Y ésta puso en un plato una costilla de asado, que pasó al mulato, quien al tomarla miró a Manuela con una expresión de enojo salvaje, que no pasó inapercibida de Rosas.

-¿Qué tiene, padre Viguá? ¿Por qué mira a mi hija con esa cara tan fea?

-Me da un hueso -contestó el mulato, metiéndose a la boca un enorme pedazo de pan.

-¡Cómo es eso! ¿Tú no cuidas al que te ha de echar la bendición cuando te cases con el ilustrísimo señor Gómez de Castro, fidalgo portugués, que le dio ayer dos reales a Su Paternidad? Has hecho muy mal, Manuela; levántate y bésale la mano para desenojarlo.

-Bueno, mañana le besaré la mano a Su Paternidad -dijo Manuela sonriendo.

-No, ahora mismo.

-¡Qué ocurrencia, tatita! -replicó la joven entre seria y risueña, como dudando de la verdadera intención de su padre.

-Manuela, dale un beso en la mano a Su Paternidad.

-Yo, no.

-Tú, sí.

-¡Tatita!

-Padre Viguá, levántese Su Reverencia y déle un beso en la boca.

El mulato se levantó, arrancando con los dientes un pedazo de carne de la costilla que tenía en sus manos, y Manuela clavó en él sus ojos chispeantes de altanería, de despecho, de rabia; ojos que habrían fascinado aquella máquina de estupidez y abyección, sin la presencia alentadora de Rosas. El mulato se acercó a la joven, y ella, pasando de la primera inspiración del orgullo al abatimiento de la impotencia, escondió su rostro entre sus manos para defenderle con ellas de la profanación a que le condenaba su padre. Pero esta débil y pequeña defensa de su rostro no alcanzaba hasta su cabeza, y el mulato, que tenía más gana de comer que de besar, se contentó con poner sus labios grasientos sobre el fino y lustroso cabello de la joven.

-¡Qué bruto es Su Reverencia! -exclamó Rosas riéndose a carcajada suelta-. Así no se besa a las mujeres. ¿Y tú? ¡Bah! ¡La mojigata! Si fuera un buen mozo no le tendrías asco.

Y se echó un vaso de vino a la garganta, mientras su hija, colorada hasta las orejas, enjugaba con los párpados una lágrima que el despecho le hacía brotar por sus claros y vivísimos ojos.

Rosas comía entretanto con un apetito tal, que revelaba bien las fibras vigorosas de su estómago, y la buena salud de aquella organización privilegiada, en quien las tareas del espíritu suplían la actividad que le faltaba al presente.

Luego del asado comióse el pato, la fuente de natas y el dulce.

Y siempre cambiando palabras con Viguá, a quien de vez en cuando tiraba una tajada, acabó por dirigirse a su hija, que guardaba silencio con los labios, mientras bien claro se descubría en las alteraciones fugitivas de su semblante, la sostenida conversación que entretenía consigo misma.

-¿Te ha disgustado el beso, no?

-¿Y cómo podrá ser de otro modo? Parece que usted se complace en humillarme con la canalla más inmunda. ¿Qué importa que sea un loco? Loco es también Eusebio, y por él he sido el objeto de la risa pública, empeñado que estuvo, como lo sabe usted, en abrazarme en la calle; sin que nadie se atreviese a tocarlo porque era el loco favorito del Gobernador -dijo Manuela con un acento tan nervioso, y con una tal animación de semblante y de voz, que ponía en evidencia el esfuerzo que había hecho en sufrir sin quejarse la humillación por que acababa de pasar.

-Sí, pero has visto ya que le he hecho dar veinte y cinco azotes, y que le tendré en Santos Lugares hasta la semana que viene.

-¿Y qué importa? ¿Es por ese castigo que se olvidarán del ridículo en que me puso ese imbécil? ¿Porque usted le mande dar veinte y cinco azotes, dejarán, y con razón, de hacerme el objeto de las conversaciones y la burla? Yo bien comprendo que usted se divierte con sus locos; que son, puede decirse, las únicas distracciones que usted tiene; pero la libertad que usted les consiente conmigo en su presencia, les da la idea de que están autorizados para desmandarse donde quiera que me hallan. Yo consentiría en que me dijesen cuanto quisieran, pero ¿qué diversión halla usted en que me toquen y me irriten?

-Son tus perros que te acarician.

-¡Mis perros! -exclamó Manuela, en quien la animación se aumentaba a medida que se desprendían las palabras de sus labios rojos como el carmín-: los perros me obedecerían; un perro le sería a usted más útil que ese estúpido, porque siquiera un perro cuidaría de la persona de usted, y la defendería si llegase ese caso horrible que todos se empeñan en profetizarme con palabras ambiguas, pero cuyo sentido yo comprendo sin dificultad.

Manuela cesó de hablar, y una nube sombría cubrió la frente de Rosas, con las últimas palabras de su hija.

-¿Y quiénes te lo dicen? -preguntó con calma después de algunos instantes de silencio.

-Todos, señor -contestó Manuela volviendo su espíritu a su natural estado-, todos cuantos vienen a esta casa parece que complotan para infundirme temores sobre los peligros que rodean a usted.

-¿De qué clase?

-¡Oh!, nadie me habla, nadie se atreve a hablar de peligros de guerra, ni de política, pero todos pintan a los unitarios como capaces de atentar en cada momento a la vida de usted... Todos me recomiendan que le vele, que no le deje solo, que haga cerrar las puertas: acabando siempre por ofrecerme sus servicios, que, sin embargo, nadie tiene quizá la sinceridad de ofrecérmelos con lealtad, pues sus comedimientos son más una jactancia que un buen deseo.

-¿Y por qué lo crees?

-¿Por qué lo creo? ¿Piensa usted que Garrigós, que Torres, que Arana, que García, que todos esos hombres que el deseo de ponerse bien con usted trae a esta casa, son capaces de exponer su vida por ninguna persona de este mundo? Si temen que suceda una desgracia, no es por usted, sino por ellos mismos.

-Puede ser que no te equivoques -dijo Rosas con calma, y haciendo girar sobre la mesa el plato que tenía por delante-, pero si los unitarios no me matan en este año, no me han de matar en los que vienen. Entre tanto, tú has cambiado la conversación. Te has enojado porque Su Paternidad te quiso dar un beso, y yo quiero que hagas las paces con él. Fray Viguá -continuó dirigiéndose al mulato que tenía pegado el plato de dulce contra la cara, entreteniéndose en limpiarlo con la lengua-: Fray Viguá, déle un abrazo y dos besos a mi hija para desenojarla.

-¡No, tatita! -exclamó Manuela levantándose, y con un acento de temor y de irresolución, difícil de definir porque era la expresión de la multitud de sentimientos que en aquel momento se agitaban en su alma de mujer, de joven, de señorita, a la presencia de aquel objeto repugnante a cuya monstruosa boca quería su padre unir los labios delicados de su hija, sólo por el sistema de no ver torcido un deseo suyo por la voluntad de nadie.

-Bésela, Padre.

-Déme un beso -dijo el mulato dirigiéndose a Manuela.

-No -dice Manuela corriendo.

-Déme un beso -repite el mulato.

-Agárrela, Padre -le grita Rosas.

-¡No, no! -exclamaba Manuela con un acento lleno de indignación.

Pero en medio de las carreras de la hija, de las carcajadas del padre, y de la persecución que hacía el mulato a su presa, que siempre se le escapaba de entre las manos, pálida, despechada, impotente para defenderse de otro modo que con la huida, el rumor trepitoso que hacían sobre las piedras de la calle las herraduras de un crecido número de caballos, suspendió de improviso la acción y la atención de todos.



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