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ArribaAbajo- III -

Concluido el segundo templo que edificaron los religiosos mercedarios para el servicio divino junto a su convento de Quito el año 1627, como queda dicho, no pudo acabar en buen estado el siglo XVII; pues bien pronto tuvo que soportar el terremoto de 1645 y, si salió ileso de su sacudimiento, por poco no quedó en escombros con el de 1660, el más terrible de los producidos por el Pichincha, a cuyas faldas se recuesta Quito. «El 27 de octubre de 1660, dice Wolf, hizo el Pichincha su última erupción, más espantosa que todas las precedentes»116. Muy maltratado quedó, pues, el edificio, principalmente su cubierta a dos vertientes que ostentaba un sencillo artesonado, después de ese formidable terremoto que, dos años más tarde, era recordado por los quiteños con otro, felizmente de mucha menor intensidad que el anterior; pero como estaba ya muy cuarteada la iglesia, este movimiento, como el del 20 de junio de 1698, que asoló Latacunga, Ambato y Riobamba, la pusieron en estado lamentable y de inspirar serios cuidados. Así lo comprendieron los religiosos y, no bien principiado el siglo XVIII, comenzaron a poner en ejecución el plan de una nueva iglesia.

Había subido al provincialato el padre maestro fray Francisco de la Cueva, religioso lleno de entusiasmo y celo, y que, en reconocimiento de sus virtudes de prelado, había de ser llevado nuevamente por sus hermanos a la misma dignidad, en un segundo período, el de 1709 a 1712. Tocó a este religioso dar comienzo a la obra que, aunque considerada desde mucho antes como imprescindible y necesaria, nadie se había atrevido a comenzarla.

Pero si el primer plan fue derribar la iglesia vieja para edificar una nueva, al tratar de llevarlo a cabo, se lo reformó, teniendo en cuenta que las paredes del primitivo edificio y, sobre todo, sus cimientos, se encontraban en magnífico estado de conservación, siendo inútil gasto el que se quería emplear en derribarlos o cavar nuevos cimientos. La iglesia actual ocupa, pues, en opinión nuestra, el mismo sitio que la anterior, habiéndose apenas variado en la parte del presbiterio y de las capillas laterales.

  —[Lámina XII]→  

La sala de Profundis  y entrada al refectorio

La sala de Profundis y entrada al refectorio

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Nombrose obrero mayor al padre fray Felipe Calderón, recurríase a José Jaime Ortiz, para que, como arquitecto, hiciere los planos y dirigiere la construcción del nuevo templo y, obtenido su asenso, se contrató su dirección por la cantidad de 350 pesos anuales, que poco después, la subieron a 300. Mientras este hacía los planos y se derribaban las paredes de la iglesia que debían reconstruirse, se comenzó a reunir los materiales necesarios, para lo cual se habilitó el antiguo tejar que los frailes tenían desde los primeros años de la fundación de la ciudad; la «chamisa y la leña» para quemar los ladrillos que en ese tejar se fabricaban, las sacaron de un monte que en el Pichincha tenía el padre Pedro Reyes, religioso dominicano, quien con permiso de su provincial, fray Castañeda, arrendó con este objeto a los mercedarios por el plazo obligatorio de ocho años, según consta de la escritura pública celebrada ante el escribano Blas Rubio.

El 1.º de junio de 1700 se iniciaron los trabajos, derribando el ábside y las capillas laterales y, como era preciso mantener el culto en la misma iglesia, se vio a un escultor que desarmara los retablos, que luego fueron nuevamente levantados apoyándolos sobre un «paredón» provisional que se fabricó «para arrimar el Tabernáculo» y «aderesar las Capillas».

«Desde dho. día mes y año hasta 21 de nov.e en que se hizo la última paga se ha gastado lo siguiente -dice el Libro de Gastos de Obra de la iglesia, que se conserva en el Archivo mercedario-: trescientos noventa y ocho ps. dos rs. en ir derribando la capilla maior, en el paredon que se hizo p.ª arrimar el Tabernaculo, aderesar las Capillas de la Iglesia, en renovar el Texar de abajo117 levantar paredes y techar galpones; en peones para todo, Albañiles, Carpinteros, clavos, herramientas, herrero, madera, Pellejos, sogas, escultor y ladrillos, como consta de el manual de el Obrero, el P. Fr. Phelipe Calderon donde se hallaran por menudo dichos gastos = Desde Domingo 12 de Diz.e hasta el sabado 8 de En.º de 701 se han gastado sinquenta p.s y dos r.s En peones, Albañiles, Carpintero, costales, herrero, hierro, pellejos, Escaleras y almuersos, y armar los retablos en las Capillas, como consta por   —114→   el Libro Manual de el Obrero, el P.e fr. Phelipe Calderón donde están por menudo y con distinción los dhos. gastos»118.

Pero estas partidas apuntadas globalmente, no corresponden exactamente a la verdad; pues, descompuestas y en detalle, según el mismo Libro de gasto de Obra, hasta el 21 de noviembre (domingo) se gastaron por todo concepto 448 pesos, 2 reales y medio, además de lo gastado en el tejar y en la cantera: 22 pesos, 6 reales en el primero, y 83 pesos, 1 real en la segunda, hasta el 13 de enero de 1701. Desde el domingo 12 de diciembre hasta el sábado 8 de enero, se habían gastado 52 pesos 2 reales en la mano de obra y en armar los retablos en las nuevas capillas provisionales, y 50 pesos se habían dado al mayordomo de la cantera. Total de los gastos desde el 1.º de junio de 1700, que se comenzó la obra, hasta el 13 de enero de 1701: 671 pesos 2 reales.

El lunes 15 de enero de 1701 se abrieron, al fin, los cimientos de la parte derribada, es decir, del ábside y de las capillas laterales. En ese mismo día firmaba su contrato el arquitecto Ortiz con los religiosos, comprometiéndose a dirigir la fábrica de la iglesia, según los planos que les había presentado, por el salario de doscientos cincuenta pesos el primer año y doscientos los demás, y a ejecutar por su cuenta las seis pilastras del crucero y del presbiterio por la cantidad de ocho mil pesos. En el folio 44 del Libro de gasto de Obra se ha abierto la cuenta especial del arquitecto mencionado, en esta forma:

«En quince días del mes de Enero de 1701 años se conserto el Architecto Mayor D. Jayme para la fabrica de la Iglesia obligandose a hazer a su Costa los seis pilares de Cruzero y Presbyterio, por ocho mill pesos y por el Salario de cada año se le an de dar docientos pesos, y el Primer año docientos y sinquenta pesos en cuia conformidad se le an dado las partidas siguientes». Siguen, luego, diferentes partidas que pueden resumirse así: 3308 pesos en dinero, 2600 en unas casas, 300 en un negro esclavo, 100 en dinero, 1458 en 324 arrobas de lana fina, 67 pesos y 4 reales en 54 fanegas de cal, 59 pesos y 4 reales en 17 arrobas de lana ordinaria, 691 pesos en 153 arrobas y 15 libras de lana fina: lo que totaliza la cantidad de 9494 pesos hasta el 11 de enero de 1705.

El hecho de que no se encuentre otra partida en la cuenta, desde aquella fecha, no significa que el mencionado arquitecto no hubiere trabajado más allá del 11 de enero de 1705; pues en la   —115→   sección Gastos del Libro de Obra, encontramos que en 1706 todavía dirigía la nueva construcción de la iglesia, como lo manifiestan estas dos partidas apuntadas en dicho año: «Dieronsele al Arquitecto D.n Jayme por cuenta de su salario dos paños a dies y ocho rr.s baya ambos Con ciento nueve baras y media q. Importan Doscientos quarenta y seis ps. Y tres rr.s = En dies de setiembre de dicho año (1706) Se le dieron al dicho D.n Jayme aquenta de dho. su salario sinquenta y tres pesos y Cinco rr.s para el ajuste de trescientos»119. Pero, como después de estas partidas, no hemos encontrado en aquel libro ninguna otra referente a pago alguno a dicho arquitecto; presumimos que desde 1708 ya no prestó servicios a la obra, puesta en 1714 bajo la dirección de don Agustín de Silva, con el título de maestro de obraje, y en 1724, durante el provincialato de fray Carlos Gonzales, bajo la de Gaspar Loza. ¿Sustituyeron estos al arquitecto Ortiz? Hay que tener en cuenta que con las partidas constantes en el Libro, el arquitecto estuvo, en 1706, pagado, tanto de los 8000 pesos en que contrató las seis pilastras del Crucero y del Presbiterio, como de su salario hasta 1707, computándose esto, a razón de 300 pesos el primer año y 200 los siguientes, según el apunte de la cuenta del arquitecto, constante en el «Libro de Gasto y Revivo de la Obra», con un déficit de 6 pesos, que bien pudieron completárselo para ajustar el año; pero que no consta en aquel Libro. De todos modos, el nombre del arquitecto Ortiz sólo figura hasta el trienio de 1706-1709, en que gobernó el provincial fray Antonio de Onrramuño. Desde las cuentas correspondientes al trienio de 1709-1712, bajo el provincialato de fray Francisco de Carrera no se lo encuentra en absoluto. Si   —116→   se tiene presente que, al terminarse el año de 1709, la obra se hallaba precisamente en la mitad de su costo (49524 pesos y medio sobre 99944 pesos, 3 reales que costó toda ella), y que aún faltaban 27 años para su terminación, no podemos acusar la ausencia del arquitecto a una sencilla omisión en el Libro de Obra, por más que este tenga sus deficiencias.

Hechos los planos de la nueva construcción, abiertos los cimientos del ábside y de las dos capillas del crucero, el entusiasta padre fray Francisco de la Carrera se preocupó de dotar a la obra de los necesarios fondos para que no sufriere interrupción alguna, y del entusiasmo del Provincial, participaba toda la comunidad. Esta, con aquel a la cabeza comenzó bien pronto en la tarea de la recolección de dinero para la obra: todos los frailes se impusieron el deber de pedir limosna dentro y fuera del templo, en calles y en plazas, en Quito y fuera de la ciudad, y hasta en las naciones extrañas. Ayudaban a pedir las limosnas en la ciudad, los devotos del Convento y de la Virgen de Mercedes. Así una vez salió el mismo provincial fray Manuel Mosquera y Figueroa, acompañado de los capitanes don Félix de Luna y don Juan de Centeno, a recoger en fuente de plata, la limosna por el centro de la ciudad, mientras el padre comendador y otros religiosos recorrían diferentes barrios. Los frailes hacían esta recolección pública por riguroso turno semanal; pero, como es natural, algunos se distinguían en ella por el fervor y la buena suerte con que pedían y obtenían la limosna. Vemos, por ejemplo, que el trienio de 1709 a 1712, que gobernó por segunda vez la provincia fray Francisco de la Carrera, recogían buenas cantidades de dinero fray Manuel Mantilla en la ciudad y, fuera de ella, el padre José Ortiz; mientras el padre fray Blas de Torres y el hermano Pedro Carrillo enviaban desde lejanas tierras sumas considerables de dinero.

Estos dos últimos religiosos nombrados eran de los más celosos e incansables en la tarea. En 1705, fray Pedro Carrillo, que ya no podía andar con sus propios pies, cansado y fatigado, se consiguió un caballo y, caballero sobre él, continuó su tarea diaria con tanto entusiasmo, que en el trabajo llegó a enfermar gravísimamente. Pero apenas mejoró, con más bríos y en unión del padre lector fray Juan de Arroyo, se fue a Latacunga, llevando la imagen de la Virgen, para aumentar con ella la limosna que daban con fervor los pueblerinos; y, no contento con lo que allí recogió, regresado que hubo a Quito, se fue con la Virgen a Colombia, en unión del padre Manuel Mantilla, de donde enviaron 1263 pesos   —117→   en tres partidas: 200 desde Panamá con el padre procurador de la Compañía de Jesús, y el resto, desde uno de los pueblos del interior de Colombia. Esto pasaba en el trienio de 1706 a 1709.

Vimos también ya que en 1709 hasta 1712, el mismo hermano Carrillo continuaba pidiendo limosna fuera de la Audiencia de Quito; pero debemos anotar también que en el trienio de 1712-1715, durante el provincialato de fray Diego de Villacreses, encontramos a este célebre hermano Carrillo, en Pasto, pidiendo limosna nuevamente en Colombia, mientras fray Tomás Sotelo la recogía en la ciudad y alrededores de Quito. El hermano Carrillo no enviaba sólo patacones. En cierta ocasión del año 1712, mandó, por ejemplo, un buen cargamento de alhajas, esmeraldas, perlas y amatistas que, vendido a tasación de plateros, produjo la suma de 336 pesos. Otro día envió un rosario de oro que pesó 43 castellanos y se vendió en 96 pesos y 6 reales; otro, dos barretones de oro con el peso de 390 castellanos, cuya venta produjo la bicoca de 950 pesos y dos reales.

No debemos dejar de consignar que los mismos religiosos daban limosna de su propio peculio, y que, incansables en su penosa tarea de recoger fondos para la magnífica obra que realizaban a mayor gloria de la Iglesia, honra de la ciudad y bien del arte, encomendaron a la misma Virgen, parte de esa tarea.

Desde los primeros días del establecimiento de los mercedarios en Quito, fueron poseedores de una joya doblemente valiosa, que les obsequió la liberalidad y devoción del Emperador Carlos V. Era esta una estatua de madera de la Virgen, de tamaño algo menor que el natural y reproducción exacta de la «Matrona de Barcelona» venerada en esa ciudad desde los tiempos de San Pedro Nolasco. El regalo de Carlos V fue recibido con gran gozo por el pueblo de Quito y, después de una solemne procesión con que se la llevó a su templo, fue depositada en la Capilla de San Juan de Letrán, de donde no se la movió durante más de ciento cincuenta años, hasta que un día de los primeros del siglo XVIII, la sacaron de allí para enviarla en peregrinación por la América en demanda de limosna para su propio templo, la arreglaron debidamente como para viaje, compráronle gargantillas y zarcillos vistosísimos, zapatos y calcetines aparatosos más que ricos y, al cuidado y con la compañía del padre lector Arroyo y del famoso lego Pedro   —118→   Carrillo, comenzó su gira en los primeros días del mes de marzo del año de 1706120.

«Al entrar y salir por las poblaciones donde tocaban, dice el Dr. D. Julio Matovelle, conducían procesionalmente el precioso simulacro; y como en tales circunstancias se realizaron no pocas veces portentos verdaderamente singulares, todos acudían a la Santa Virgen con viva fe y finísima confianza, llegando por este medio a hacerse celebérrima, hasta los más remotos países la imagen de la Virgen de Mercedes de Quito, llamada por sus continuos viajes La Peregrina de Quito»121.

Desde 1706 no cesó la Peregrina de viajar por América. El último viaje lo realizó a España durante el provincialato del presentado fray Manuel Pérez Marcillo (1733 -1736). La llevó el célebre padre fray Francisco Javier Henríquez de Armendariz, de quien se recibió el 8 de marzo de 1735, mil pesos: la última limosna que mandó la Peregrina para su templo de Quito, que un año más tarde se concluía y consagraba y al cual no había de regresar jamás, quedándose en Cádiz, en la misma tierra española, que dos siglos antes había abandonado por las risueñas tierras americanas. Una disposición expresa de los Superiores de la Orden, asegura el padre Monroy, la detuvo en Cádiz. A fin de seguir recogiendo limosnas para las obras del Convento del Tejar, mandó a trabajar una copia el padre Bolaños, por un escultor quiteño, y con lo que ella recogió se concluyeron el Convento y la preciosa Capilla de San José. Pero estaba de Dios que tampoco esta nueva «Peregrina de Quito» quedase en nuestra ciudad. Después de un recorrido que hizo la imagen por algunos pueblos de Colombia, quedose retenida en Pasto, en donde hoy se venera en la iglesia de Jesús de la Congregación de San Felipe de Neri.

Lo que es la primitiva estatua de la Peregrina, la regalada   —119→   por Carlos V, existe hasta hoy en uno de los altares colaterales de la hermosa iglesia de la Merced de Cádiz, iglesia más americana que española, abandonada ya por los religiosos mercedarios y ahora en poder de unas religiosas franciscanas. Allí se le venera, como también en Pasto, con la advocación de «La Peregrina de Quito».

Pero los religiosos no se contentaban con sólo las limosnas que recogían fuera de su convento: ellos mismos, como dijimos, contribuyeron con su peculio personal a aumentar las rentas de la obra de la iglesia, como los padres Antonio Ruiz de Alvarado, Francisco Xavier de Grijalva, Juan Bolaños, el padre de la Carrera y varios otros frailes doctrineros, como el padre José Ibarra, cura de Mallama, fray Nicolás Humanes, cura de Cumbal, fray Tomás Forzen, cura de Huaca, fray Francisco Montenegro, cura de Cahuasquí, fray Salvador González, cura de Carlosama y fray Alonso Benavides, cura de Tusa: cuya contribución voluntaria sumó casi dos mil pesos.

Y no paró en esto sólo el devoto celo de los religiosos: la obra devoraba dinerales, a pesar del bajo salario que tenían los obreros y del barato precio del material122 y era menester tener siempre provista la caja a fin de no suspender la obra. Dedicaron entonces los religiosos a la edificación de la iglesia los expolios de los frailes difuntos y muchos de los censos que en esa época se redimieron, aún segregaron lotes de terreno en las haciendas del Convento para sembrar en ellos y con sus productos vendidos, acrecer el dinero de la obra; y hasta unos mil pesos que fray Nicolás Flores había ofrecido para la fábrica del Colegio, los aplicó el definitorio a la obra de la iglesia123.

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Pero al definitorio de 1701, sin duda a propuesta del entusiasta provincial fray Francisco de la Carrera, el iniciador de la obra, se le ocurrió conceder títulos de confraternidad a todos cuantos contribuyeran con 200 pesos a la obra de la Iglesia, quedando sobre el Convento la obligación de aplicar dos sufragios por el eterno descanso de sus almas, exactamente como si fuesen religiosos profesos de la Orden. Las patentes de los confraternos o Cartas de Hermandad, fueron dibujadas por un indio llamado Chachillo y escritas por fray Miguel Arellano124.

Aunque la cuota era algo fuerte, no dejó de surtir un buen efecto la medida del definitorio, dado el carácter devoto y cristiano de nuestros abuelos y, al par que daban cuantiosas limosnas, los nobles y ricos quiteños, se apresuraron a hacerse extender el título de Confraternos por el definitorio. Y como tales figuraron en el libro el Conde de Selva Florida don Manuel Ponce de León y Castillejo, y su hermano don Ignacio; los de Castro, de Anagoitia, de Lagos, de Neyra y Cevallos, de Peñalosa, de Torres Pizarro, de Carcelén, de Salazar, de Leguía, Centeno del Villar, de la Escalera, de Chiriboga y muchos otros, junto al obispo de Quito, doctor Sancho de Andrade y Figueroa, y el presidente de la Real Audiencia, don Mateo de la Mata Ponce de León, sin excluir religiosas como doña Beatriz Guerrero de Santa Inés, del Convento de Santa Clara, ni humildes artífices, como cierto «Simón el Pintor».

Preciso es subrayar una vez mas que para la construcción de la actual basílica de la Merced, los ricos vecinos de Quito contribuyeron con no poco dinero. Los hermanos de la confraternidad, no sólo erogaban su cuota obligatoria de doscientos pesos sino que daban junto con el pueblo cuantiosas limosnas las veces que podían. El mismo obispo de Quito, el presidente de la Real Audiencia,   —[Lámina XIII]→     —121→   el Conde de Selva Florida, sus familias y muchos confraternos figuran en el libro de ingresos de la fábrica con algunas limosnas. Y los más ricos, y aún los más pobres, no escatimaban su óbolo. Grandes y pequeñas, las limosnas llovían materialmente, recibidas unas en el Convento o en la Iglesia y recogidas otras en las calles y plazas de la ciudad por los limosneros, que no eran sólo religiosos mercedarios, sino también de otros conventos, y muchas veces, individuos particulares de posición, que se ocupaban con entusiasmo en implorar, la caridad pública y recoger una limosna para la Casa de la Virgen de las Mercedes y Madre de Dios125.

Artesonado de la galería inferior del claustro principal

Artesonado de la galería inferior del claustro principal

[Lámina XIII]

En un libro del Archivo, marcado con el número 4 y el año de 1799, llamado de «ingreso y gasto a beneficio de la Iglesia de nra. Sra. de las Mercedes, hecho por su devoto sindico el presvitero Joaquín Arrieta, cura de San Luis y después de Cumbal», se halla una imagen grabada de la Virgen María coronada y sentada en una silla, vestida con manto y túnica ricamente bordados y sosteniendo con sus manos una custodia: a sus lados, dos ángeles descorren unas cortinas con una de sus manos, mientras con la otra sostienen un cirio encendido. Al pie del grabado se han puesto las siguientes inscripciones:

La SS. Virgen de la Merced la Peregrina de Quito. Los Ilmos. Srs. D. D. Domingo Pantaleon Alvares de Abreu Arzopo. Obpo. de la Puebla y su Auxiliar el de Císamo, y D. Frai Juan Lasso de la Vega Obpo. de la Habana, D. Andrés de Paredes, y D. Juan Polo Obpos. de Quito, Conceden cada vno a 40 dias de indulg. a los que saludaren con vna Ave María a esta soberana Imag. y ayudaren a la fabrica de santo Templo.



Debajo de estas inscripciones se halla la firma del grabador: «Nava Sc: a 1733».

Y las limosnas venían en toda forma. Haciendas, casas, patacones, plata labrada, oro, joyas, ganado y hasta algodón, lana, pailas de bronce, y objetos de uso doméstico vinieron a las arcas del Convento, abiertas siempre para recibir los fondos con que la devoción de los quiteños contribuía a levantar la basílica mercedaria que hoy admiramos, como una de las mejores obras de arte con que se engalana la ciudad126.

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Bajo tan buenos auspicios y asegurada la prosecución de la obra, en sus primeros, pasos, con unos 600 pesos que, por pronta providencia, votó el padre Carrera del «Erario de la Provincia» y 500 para los dos años subsiguientes de 1701 y 1702, se comenzó la edificación de la iglesia, como ya lo dijimos, el 1.º de junio de 1700, demoliendo el ábside y las capillas del crucero de la iglesia anterior, y abriendo, en seguida, los cimientos de la nueva el 15 de enero de 1701, según los planos y bajo la dirección del arquitecto José Jaime Ortiz127.

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Los materiales se habían ya alistado en los seis meses que duró la demolición de los primeros muros; se compraron cuatrocientas fanegas de cal en el Convento de los jesuitas y como la producción del tejar de la Merced se considerara insuficiente, compráronse al principio los ladrillos de otros tejares, prefiriendo los de los franciscanos y agustinos128 y, después, en 1704, como apurara la necesidad de este material se arrendó una «casita y pedazo de tierra» inmediatos al tejar de la Merced y que pertenecían al maestro de capilla del Convento, llamado Jacinto129. Se compraba también la cal al convento franciscano, de su calera de Nono, y la preferían a cualquiera otra, porque la daban a precio muy favorable: a diez reales fanega puesta en la obra y a seis, en la calera. Corría con la administración del tejar el entusiasta hermano   —124→   José Chabarría, quien, con el maestro tejero, Lázaro Bautista, no cesaba en su tarea de cocer ladrillos incesantemente, para evitar mayores gastos a la caja de la iglesia, pagando a particulares hasta 20 pesos los ladrillos de marca mayor y 14, los ordinarios. Al padre Blas Torres se le encargó una tarea más difícil: la corta y la conducción de madera desde las montañas de San Juan-Urcu y de Nono. Durante algún tiempo el padre Blas contó con los buenos servicios de un entusiasta lego, el hermano Taguada, quien cuidaba la madera y la conducía en mulares a Quito, o la hacía cortar y mandaba con los indios de la hacienda que en Chillo tenían los frailes. Al mismo padre Torres se le encargó el cuidado de la calera de Nono, y al padre fray Manuel Araque la compra y conducción de piedra pómez desde Latacunga. Parece que el plan del arquitecto fue utilizar lo más posible en la construcción de la nueva iglesia la piedra pómez, pues desde los comienzos de la edificación se comenzó a traerla en buena cantidad, según se desprende de muchas partidas de gasto en compra y conducción de este material en el trienio de 1700 a 1703, intensificadas, a fines de este año, en los comienzos del Provincialato del padre Mosquera, como lo manifiesta el aumento de las recuas para el transporte, comprándose 25 mulas en quinientos pesos a don José Freire de Andrade, 30 al capitán don Nicolás de Grijalba y 14 a un pastuso «para traer la mayor cantidad posible de piedra pómez»130. Y es que crecían las paredes y se acercaba ya el día de comenzar el trabajo de abovedamiento, que se lo principió, en efecto, en los primeros meses del año 1706, en que se hacían y colocaban las cimbras131. Era entonces tan urgente la necesidad de este material que, río uno, sino varios frailes y hasta coristas fueron despachados a Latacunga con grandes recuas, en medio de un invierno riguroso para que, no faltando la piedra, no se interrumpieran los trabajos. Algunas veces el mismo padre provincial, fray Manuel Mosquera y Figueroa, tan entusiasta en la obra de la nueva iglesia, se movió personalmente para acelerar el despacho rápido de la piedra pómez y hubo ocasión en que al ir al valle cercano de Chillo, a despachar   —125→   indios para el acarreto de este material, las lluvias del invierno habían dañado tanto el camino que hubo de recurrir a peones de la hacienda de La Merced, para que vinieran aderezándolo, en su regreso a la ciudad, porque era peligroso su tránsito132. Ese mismo invierno hacía más costosa la conducción de la piedra pómez; pues para evitar la humedad, la cubrían completamente con cueros, que se compraban por centenares con ese objeto.