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Ocupémonos sin pérdida de tiempo de las cosas de que ha poco hablábamos y con cuya verdadera existencia hemos estado siempre conformes en nuestras preguntas y respuestas. ¿Estas cosas son siempre las mismas o cambian alguna vez? ¿Admiten o experimentan algún cambio por pequeño que sea, la igualdad, la belleza, la bondad y toda existencia esencial, o cada una de ellas por ser pura y simple permanece así, siempre la misma en sí, sin sufrir nunca la menor alteración ni el menor cambio?

Es absolutamente necesario que permanezcan siempre las mismas, sin cambiar nunca, dijo Cebes.

Y todas estas otras cosas, siguió diciendo Sócrates, hombres, caballos, vestidos, muebles y tantas otras de la misma naturaleza, ¿permanecen siempre las mismas o son enteramente opuestas a las primeras en el sentido de que jamás permanecen en el mismo estado ni con relación a ellas mismas ni tampoco con relación a las otras?

Nunca permanecen las mismas, respondió Cebes.

Entonces son cosas que puedes ver, tocar y percibir por cualquier sentido; en cambio las primeras, las que siempre son las mismas, no pueden ser -percibidas más que por el pensamiento, porque son inmateriales y nunca se las ve.

Es cierto, Sócrates, dijo Cebes.

¿Quieres, pues, prosiguió Sócrates, que admitamos dos clases de cosas?

Con mucho gusto, dijo Cebes.

¿Una visible y la otra inmaterial? ¿Ésta siempre la misma y aquélla cambiando continuamente?

Lo quiero también.

Veamos, pues; ¿no estamos compuestos de un cuerpo y un alma? ¿O hay además algo en nosotros?

No; no hay nada más.

¿A cuál de estas dos especies es nuestro cuerpo más afín y más parecido?

No habrá nadie que no convenga en que a la especie visible.

Y nuestra alma, mi querido Cebes, ¿es visible o invisible?

Los hombres por lo menos no la ven.

Pero cuando hablamos de las cosas visibles o invisibles, ¿hablamos refiriéndonos sólo a los hombres sin tener en cuenta ninguna otra naturaleza?

Refiriéndonos a la naturaleza humana.

¿Qué diremos, pues, del alma? ¿Puede ser vista o no?

No puede.

¿Entonces es inmaterial?

Sí.

Si es así, nuestra alma se asemejará más que el cuerpo a lo invisible, y éste a lo visible.

Necesariamente.

¿No dijimos antes que cuando el alma se sirve del cuerpo para considerar cualquier objeto, sea por la vista, por el oído o por cualquier otro sentido, puesto que la única función del cuerpo es considerar los objetos por medio de los sentidos, se siente atraída por el cuerpo hacia cosas que nunca son las mismas, y que se extravía, se turba, vacila y tiene vértigos como si se hubiera embriagado por ponerse en relación con ellas?

Sí.

En cambio, cuando examina las cosas por sí misma sin recurrir al cuerpo, tiende hacia lo que es puro, eterno, inmortal e inmutable, y como es de esta misma naturaleza, se une a ello, si es para sí misma y puede. Entonces cesan sus extravíos y sigue siendo siempre la misma, porque se ha unido a lo que jamás varía y de cuya naturaleza participa; este estado del alma es al que se llama sabiduría.

Perfectamente, dijo Sócrates, y es una gran verdad.

¿A cuál de las dos especies de seres te parece que el alma, se asemejará más después de lo dicho antes y ahora?

Me parece, Sócrates, que todos y hasta el más estúpido tendrá que decir después de escuchada tu explicación, que el alma se parecerá y será más afín a lo que siempre es lo mismo que a lo que continuamente cambia.

¿Y el cuerpo?

Se parece más a lo que cambia.

Emprendamos otro camino. Cuando el alma y el cuerpo están juntos, la naturaleza ordena al uno obedecer y ser esclavo y al otro que impere y mande. ¿Cuál, pues, de estos dos es el que te parece asemejarse a lo que es divino y quién a lo que es mortal? ¿No opinas que sólo lo que es divino está capacitado para mandar y que lo que es mortal es apropiado para obedecer y ser esclavo?

Naturalmente.

Entonces, ¿a qué se parece nuestra alma?

Es evidente, Sócrates, que nuestra alma se parece a lo que es divino y nuestro cuerpo a lo que es mortal.

Mira, pues, querido Cebes, si de todo lo que acabamos de decir no se deduce necesariamente que nuestra alma se asemeja mucho a lo que es divino, inmortal, inteligible, simple e indisoluble, siempre igual y siempre parecido a sí mismo, y que nuestro cuerpo se parece a lo humano, mortal, sensible, compuesto, disoluble, siempre cambiante y jamás semejante a sí mismo. ¿Hay alguna razón que podamos alegar para destruir estas consecuencias y hacer ver que no es así?

Ninguna indudablemente.

Siendo así, ¿no conviene al cuerpo disolverse muy pronto y al alma permanecer siempre indisoluble o en un estado indiferente?

Es otra verdad la que dices.

Ves, pues, que después de morir el hombre, su parte visible, el cuerpo, que permanece expuesto ante nuestros ojos y que llamamos el cadáver, no sufre, sin embargo, al principio ninguno de estos accidentes y hasta permanece intacto durante algún tiempo y se conserva bastante, si el muerto era hermoso y estaba en la flor de la edad; los cuerpos que se embalsaman, como en Egipto, duran casi enteros un número increíble de años. En los mismos que se corrompen hay siempre partes como los huesos, los nervios y algunas otras de la misma naturaleza, que puede decirse son inmortales. ¿No es cierto?

Ciertísimo.

Y el alma, este ser invisible que va a otro medio semejante a ella, excelente, puro, invisible, es decir, a los infiernos, cerca de un dios emporio de bondad y sabiduría, un paraje al que espero irá mi alma dentro de un momento, si a Dios le place, ¿un alma tal y de esta naturaleza no haría más que abandonar el cuerpo y se desvanecería reduciéndose a la nada como cree la mayoría de los hombres? Para esto falta mucho, mi amigo Simmias y mi amado Cebes; he aquí más bien lo que ocurre: si el alma se retira, pura, sin conservar nada del cuerpo, como la que durante la vida no ha tenido con él comercio alguno voluntario y al contrario huyó siempre de él recogiéndose en sí misma, meditando siempre, es decir, filosofando bien y aprendiendo efectivamente a morir, ¿no es esto una preparación para la muerte?

Sí.

Si el alma se retira en este estado, va hacia un ser semejante a ella, divino, inmortal, lleno de sabiduría, cerca del cual, libre de sus errores, de su ignorancia, de sus temores, de sus amores tiránicos y de todos los demás males anexos a la naturaleza humana goza de la felicidad; y, como se dice de los iniciados, pasa verdaderamente con los dioses toda la eternidad. ¿No es esto lo que debemos decir, Cebes?

¡Sí, por Júpiter!, le contestó.

Pero si se retira del cuerpo mancillada, impura, como la que siempre ha estado mezclada con él ocupada en servirlo, poseída de su amor, embriagada de él hasta el punto de creer que lo único real es lo corporal, lo que se puede ver, tocar, comer y beber, o lo que sirve a los placeres del amor, mientras que hábilmente huía de todo lo que es oscuro, invisible, e inteligible, de lo cual sólo la filosofía tiene el sentido, ¿piensas tú que un alma en este estado puede salir pura y libre del cuerpo?

No puede ser.

Sí: no puede ser, porque sale cubierta de las máculas corporales que el comercio continuo y la unión más estrecha que ha tenido con el cuerpo, por no haber estado más que con él y no haberse ocupado más que de él, se le han hecho como naturales.

Así tiene que ser.

Estas máculas, mi querido Cebes, son una pesada envolvente terrestre y visible, y el alma cargada de este peso es arrastrada todavía por él hacia este mundo visible, por el temor que a ella le inspira el mundo invisible, o sea, el infierno, y va errante, como se dice, a los lugares de sepulturas, vagando alrededor de las tumbas, donde se han visto fantasmas tenebrosos, como son los espectros de estas almas, que no han salido del cuerpo purificadas del todo, sino conservando algo de esta materia visible que todavía las hace visibles.

Es muy verosímil, Sócrates.

Sí, sin duda, Cebes, y verosímil también que no son las almas de los buenos, sino las de los malos las que están obligadas a errar por esos lugares adonde las lleva la pena de su primera vida, que ha sido mala, y donde continuarán errantes hasta que por el amor que han tenido por esa masa corporal, que las sigue perennemente, penetren de nuevo en un cuerpo y vuelvan probablemente a las mismas costumbres que fueron la ocupación de su primera vida.

¿Qué quieres decir, Sócrates?

Digo, por ejemplo, amado Cebes, que los que han hecho del vientre su dios y que sólo han amado la intemperancia sin pudor y sin comedimiento, entrarán verosímilmente en el cuerpo de asnos o de otros animales semejantes. ¿No opinas como yo?

Ciertamente.

Y las almas de los que sólo han amado la justicia, la tiranía y la rapiña animaran cuerpos de lobos, de gavilanes y de halcones. ¿Pueden ir a otra parte las almas como ésas?

Sin duda que no.

Y otras habrán también que se asociarán a cuerpos análogos a sus gustos.

Evidentemente.

¿Cómo podría ser de otra manera? Y los más felices, aquellos cuyas almas van al lugar más agradable, ¿no son los que siempre han practicado las virtudes sociales y civiles que se llaman templanza y justicia, a las cuales se han formado por el hábito y la práctica solamente, sin la ayuda de la filosofía y de la reflexión?

¿Cómo pueden ser los más dichosos?

Porque es verosímil que sus almas entraron en los cuerpos de animales pacíficos y amables, como las abejas y las hormigas, o que volverán a cuerpos humanos para hacer hombres de bien.

Es probable.

Pero acercarse a la naturaleza de los dioses es lo que nunca estará permitido a los que no filosofaron toda su vida y cuyas almas no han salido del cuerpo con toda su pureza; esto sólo se reserva para el verdadero filósofo. Aquí tenéis, mi querido Cebes y mi amado Simmias, el motivo por el cual los verdaderos filósofos renuncian a todos los deseos del cuerpo, se dominan y no se entregan a sus pasiones; y no temen la pobreza ni la ruina de su casa como el pueblo que se afana por las riquezas, ni la ignominia ni el oprobio como los que aman los honores y las dignidades.

No sería propio de ellos, dijo Cebes.

No lo sería, continuó Sócrates; por esto todos los que se preocupan de su alma y que no viven para el cuerpo, rompen con todas las costumbres y no siguen el mismo camino que los otros que no saben adónde van; mas persuadidos de que es preciso no hacer nada que sea contrario a la filosofía, a la liberación y a la purificación que ella procura, se abandonan a su guía yendo adonde los lleva.

¿Cómo, Sócrates?

Voy a explicároslo. Los filósofos que ven su alma unida verdaderamente y pegada a su cuerpo y forzada a considerar los objetos como a través de una prisión oscura y no por ella misma, comprenden bien que la fuerza de este lazo temporal consiste en las pasiones, que hacen que el alma encadenada a sí misma apriete más la cadena; reconocen que la filosofía, adueñándose de su alma, la consuela dulcemente y trabaja para libertarla haciéndola ver que los ojos están llenos de ilusiones como los oídos y los demás sentidos de su cuerpo, advirtiéndola de que sólo haga uso de ellos cuando la necesidad la obligue, y aconsejándola encerrarse y reconcentrarse en sí misma y a no creer más testimonio que el suyo propio, cuando haya examinado en su interior lo que es la esencia de cada cosa y se haya persuadido bien de que todo lo que examina por cualquier intermediario, cambiando con éste, no tiene nada verdadero. Pero lo que ella examina con los sentidos es lo sensible y visible y lo que ve por sí misma lo visible e inteligible. El alma del verdadero filósofo, persuadida de que no puede oponerse a su libertad, renuncia en todo lo que puede a las voluptuosidades, a los deseos, a las tristezas y a los temores, porque sabe que después de los grandes placeres, grandes temores y extremadas tristezas o deseos se experimentan no sólo los males sensibles que todo el mundo conoce, como las enfermedades o la pérdida de los bienes, sino también él mayor y último de los males, tanto mayor porque no se deja sentir.

¿Qué mal es ése, Sócrates?

El que el alma obligada a regocijarse o afligirse por cualquier causa se persuade de que lo que origina ese placer o esa tristeza es muy real, aunque no lo sea. Tal es el efecto de todas las cosas visibles, ¿no es cierto?

Cierto es.

¿No es en esta clase de afectos, sobre todo, donde el alma está más particularmente unida al cuerpo?

¿Por qué?

Porque cada voluptuosidad y cada tristeza están armadas, por decirlo así, de un clavo con el que fijan el alma al cuerpo y la hacen tan material, que llega a pensar que no hay más objetos reales que los que el cuerpo le dice. Por tener las mismas opiniones que el cuerpo, está por fuerza obligada a tener los mismos hábitos y costumbres, lo que la impide llegar pura a los infiernos; pero saliendo de esta vida, manchada todavía con las máculas del cuerpo del que acaba de separarse, entra muy pronto en otro cuerpo, donde arraiga como si la hubieran sembrado, y esto es lo que hace que esté privada de toda relación con la esencia pura, simple y divina.

Es exacto, dijo Cebes.

Por estas razones trabajan los verdaderos filósofos para adquirir la fortaleza y la templanza y no por las otras razones que el pueblo se imagina. ¿Pensaras tú acaso como ése?

De ninguna manera.

Esto es lo que convendrá siempre al alma de un verdadero filósofo, porque así no creerá nunca que la filosofía deba desligarla para que una vez desligada se abandone a las voluptuosidades y a las tristezas y vuelve a encadenarse, lo que sería volver a empezar de nuevo, como la tela de Penélope. Al contrario, reprimiendo todas las pasiones en una tranquilidad perfecta y teniendo siempre la razón por guía, sin separarse nunca de ella, contempla incesantemente lo que es verdadero, divino e inmutable y está por encima de la opinión. Y alimentada por esta verdad pura, está persuadida de que debe vivir siempre de la misma manera mientras está unida al cuerpo, y que después de la muerte, devuelta a lo que es de la misma naturaleza que ella, estará libre de todos los males que afligen a la naturaleza humana. Con estos principios, mis amados Simmias y Cebes, y después de una vida semejante, ¿podrá temer el alma que en el momento en que se separe del cuerpo se la lleven los vientos y la disipen y que completamente destruida no exista en alguna parte?

Calló Sócrates y se produjo un largo silencio. Sócrates parecía ocupado con lo que acababa de decir; nosotros también lo estábamos, y Cebes y Simmias hablaban en voz baja. Observolo Sócrates y les preguntó: ¿De qué habláis? ¿Os parece que les falta algo a mis pruebas? Porque me figuro que dan lugar a muchas dudas y objeciones, si se quiere tomar la pena de examinarlas detalladamente. Si habláis de otra cosa, no tengo nada que decir, pero por poca que sea la duda que alberguéis acerca de lo que he dicho, no tengáis el menor reparo en decirme con toda franqueza si os parece que falta algo a mi demostración; asociadme a vuestras pesquisas, si creéis que con ayuda mía saldréis más fácilmente de dudas.

Te voy a decir la verdad, respondió Simmias; hace ya mucho tiempo que Cebes y yo tenemos dudas y uno y otro nos instigamos mutuamente a confiártelas por las ganas que tenemos de que nos saques de ellas. Pero los dos hemos temido serte inoportunos y hacerte preguntas desagradables dada la situación en que te encuentras.

¡Ah mi caro Simmias!, replicó Sócrates sonriendo dulcemente. Qué gran trabajo me costaría persuadir a los otros hombres de que no considero una desgracia la situación en que me encuentro, puesto que no sabría persuadiros a vosotros mismos, que me creéis más difícil de tratar que nunca he sido. Me juzgáis, pues, muy inferior a los cisnes en lo que se refiere a los presentimientos y a la adivinación, porque cuando sienten que van a morir cantan mejor que nunca cantaron, alegres porque van a encontrar al dios a quien sirven. Pero los hombres, por el temor que les inspira la muerte, calumnian a los cisnes, diciendo que lloran su muerte y cantan de tristeza. Y no reflexionan que no hay pájaro que cante cuando tiene hambre o frío o sufre por cualquier otra causa, ni siquiera el ruiseñor, la golondrina ni la abubilla, de los que se dice que su canto no es más que un efecto del dolor. Pero estos pájaros no cantan de tristeza, y creo que menos aún los cisnes, que perteneciendo a Apolo son adivinos; y como prevén los bienes de que se disfruta en la otra vida, cantan y se regocijan más que nunca ese día. Y yo pienso que sirvo a Apolo tan bien como ellos y que como ellos estoy consagrado a este dios, que no recibo menos que ellos de nuestro común maestro el arte de la adivinación y que no estoy más disgustado que ellos de partir de esta vida. Por esto mismo no os privéis de hablar tanto cuanto os placerá ni preguntarme todo el tiempo que tengan a bien permitir los Once.

Muy bien, Sócrates, respondió Simmias; voy a decirte mis dudas y Cebes te expondrá en seguida las suyas.

Opino, como tú, que de estas materias es imposible o al menos muy difícil saber toda la verdad en esta vida, y estoy persuadido de que no examinar muy atentamente lo que se dice y cansarme antes de haber hecho todos los esfuerzos, es un acto propio sólo de un hombre débil y cobarde. Porque de dos cosas una es precisa: o aprender de otros lo que es o encontrarlo uno mismo. Si una y otra de estas vías son imposibles, se escogerá entre todos los razonamientos humanos el mejor y más consistente, abandonándose a él como a una navecilla para cruzar así a través de las tempestades de esta vida, a menos que se pueda encontrar para este viaje una embarcación más solida, alguna razón inquebrantable, que nos ponga fuera de peligro. Por esto no me avergonzaré de hacerte preguntas, ya que me lo permites y no me expondré a tenerme un día que echar en cara no haberte dicho lo que ahora estoy pensando. Cuando examino con Cebes lo que has dicho, te confieso, Sócrates, que tus pruebas no me parecen suficientes.

Puede que tengas razón, mi querido Simmias; pero ¿en qué te parecen insuficientes?

En que podría decirse lo mismo de la armonía de una lira, de la lira misma y de sus cuerdas: que la armonía de la lira es algo invisible, inmaterial, bello y divino; que la lira y sus cuerdas son cuerpos, materia, cuerpos compuestos, terrestres y de naturaleza mortal. Y si hiciera pedazos la lira o rompiera sus cuerdas, ¿no habría quizá alguien que con razonamientos parecidos a los tuyos pudiera sostener que es preciso que esta armonía subsista y no perezca? Porque es imposible que una vez rotas sus cuerdas pueda subsistir la lira, y que las cuerdas, que son cosas mortales, subsistan después de la rotura de la lira, y que la armonía, que es de la misma naturaleza que el ser inmortal y divino, perezca antes que lo que es mortal y terrestre; pero es absolutamente necesario, diríase, que la armonía exista en alguna parte y que el cuerpo de la lira y las cuerdas se corrompan y perezcan enteramente antes de que aquélla sufra la menor lesión. Y tú mismo, Sócrates, te habrás dado cuenta seguramente de que pensamos que el alma es algo parecido a lo que te voy a decir: nuestro cuerpo está compuesto y mantenido en equilibrio por el calor, el frío, lo seco y lo húmedo, y nuestra alma no es más que la armonía que resulta de la justa mezcla de estas cualidades cuando están combinadas y muy de acuerdo. Si nuestra alma no es más que una especie de armonía, es evidente que cuando nuestro cuerpo está demasiado agobiado o en tensión por las enfermedades o por otros males, es necesario que nuestra alma, por divina que sea, perezca como las otras armonías que consisten en los sonidos o que son el efecto de los instrumentos, mientras que los restos de cada cuerpo duran todavía bastante tiempo antes de que los quemen o se corrompan. Esto es, Sócrates, lo que podríamos responder a estas razones, si alguno pretendiera que nuestra alma, no siendo más que una mezcla de las cualidades del cuerpo, perece la primera en lo que llamamos la muerte.

Sócrates nos miró sucesivamente, como solía hacer con frecuencia, y sonriendo contestó: Simmias tiene razón; si alguno de vosotros tiene más facilidad que yo para responder a sus objeciones, ¿por qué no lo hace?, porque me parece que ha atacado bien las dificultades del asunto. Pero antes de contestarle quisiera oír lo que Cebes tiene que objetarme, a fin de que mientras habla tengamos tiempo de pensar en lo que debemos decir. Y después de que hayamos, escuchado a los dos, cederemos si sus razones son buenas y si no; sostendremos nuestro principio con todas nuestras fuerzas. Dinos, Cebes, ¿qué te impide rendirte a lo que he establecido?

Voy a decirlo, respondió Cebes. Es que me parece que la cuestión está en el mismo punto que antes y que origina nuestras anteriores objeciones. Encuentro admirablemente demostrada la existencia de nuestra alma antes de que venga a animar el cuerpo, si mi confesión no te ofende, pero que siga subsistiendo después de nuestra muerte es lo que no está igualmente probado. Sin embargo, no me rindo en manera alguna a la objeción de Simmias, que pretende que nuestra alma no es ni más fuerte ni más duradera que nuestro cuerpo, porque me parece infinitamente superior a todo lo corpóreo. ¿Por qué, pues, me dirás, dudas todavía? Puesto que ves que después de morir el hombre lo que hay más débil en él subsiste todavía, ¿no te parece de absoluta necesidad que lo que es duradero dure todavía más tiempo? Escucha, te lo ruego, a ver si contestaré bien a esta objeción, porque para que se me comprenda tengo necesidad de recurrir, como Simmias, a una comparación. A mi modo de ver, todo cuanto se ha dicho es como si después de la muerte de un anciano tejedor se dijera: este hombre no se ha muerto, porque existe en alguna otra parte, y la prueba de ello es que aquí tenéis el vestido que llevaba y que él mismo se confeccionó; todavía está entero y no ha perecido; y si alguno rehusara rendirse a esta prueba, le preguntaría quién es más durable, si el hombre o el vestido que lleva y del que se sirve. Sería preciso que me respondieran que el hombre, y con esto se pretendería haberle demostrado que, puesto que lo que el hombre tiene menos durable no ha perecido, con mucha mayor razón el hombre mismo subsiste todavía. Pero la cosa no es así, creo, mi querido Simmias, y escucha, te ruego, lo que contesto a esto. No hay nadie que al oír hacer esta objeción no diga que es un absurdo. Porque este tejedor, después de haber usado muchos trajes que se hizo, ha muerto entre ellos, pero antes que el último, lo que no autoriza a decir que el hombre sea una cosa más débil y menos duradera que el traje. Esta comparación conviene lo mismo al alma que al cuerpo, y cualquiera que se los aplique dirá sabiamente, a mi modo de ver, que el alma es un ser muy duradero y el cuerpo un ser más débil y de menor duración. Y añadirá que cada alma usa varios cuerpos, sobre todo si vive un gran número de años; porque si el cuerpo se deshace y se disuelve mientras el hombre vive todavía y el alma renueva incesantemente su perecedera envolvente, es necesario que cuando muera lleve su última envolvente y que ésta sea la única antes de la cual ella muera; y una vez muerta el alma, manifiesta muy pronto el cuerpo la debilidad de su naturaleza, porque se corrompe y perece rápidamente. Por esto, no se puede conceder todavía tanta fe a tu demostración, para que tengamos esta confianza en que nuestra alma subsista todavía después de nuestra muerte, porque si alguno dijera aún más de lo que tú dices y se le concediera, no sólo que nuestra alma existe en el tiempo que precede a nuestro nacimiento, sino que nada impide que después de nuestra muerte existan las almas de algunos y renazcan varias veces para morir de nuevo, siendo el alma bastante potente para usar sucesivamente varios cuerpos, lo mismo que el hombre usa varios vestidos; si, concediéndole esto, digo, no se niega sin embargo que se desgasta a fuerza de todos estos reiterados nacimientos y que, finalmente, tiene que terminar por perecer verdaderamente en alguna de estas muertes; y si se añadiera que nadie puede discernir cuál de estas muertes es la que herirá al alma, porque a los hombres les es imposible presentir, entonces todo hombre que no teme a la muerte y tenga confianza es un insensato, a menos que no esté en condiciones de demostrar que el alma es enteramente inmortal e imperecedera. De otra manera, es absolutamente necesario que el que va a morir tema por su alma y tiemble ante la idea de que perezca en esta próxima separación del cuerpo.

Cuando hubimos escuchado estas objeciones, nos enfadamos mucho, como en seguida lo confesamos, de que después de haber estado tan bien persuadidos por los razonamientos anteriores, vinieran éstos a perturbarnos con sus dificultades y a sembrar en nosotros la desconfianza, no sólo de todo lo que se había dicho, sino además de todo lo que en el porvenir pudiéramos decir, puesto que creeríamos siempre que no seríamos buenos jueces en estas materias o que estas serían por sí mismas poco susceptibles de ser conocidas.

ECHECRATES.-   Por los dioses, Fedón, os lo perdono, porque al oírte me digo yo mismo: ¿qué creeremos en adelante puesto que los razonamientos de Sócrates, que me parecían tan capaces de persuadir, resultan dudosos? La objeción de Simmias, en efecto, de que nuestra alma no es más que una armonía, me sorprende maravillosamente y siempre me sorprendió, porque me ha hecho recordar que ya hace tiempo había tenido yo el mismo pensamiento.

Así, pues, tengo que volver a empezar y necesitaré nuevas pruebas para estar convencido de que nuestra alma no muere con el cuerpo. Dime, pues, ¡por Júpiter!, de qué manera continuó Sócrates la controversia, si pareció tan enfadado como nosotros o si sostuvo su aflicción con dulzura; en fin, si os satisfizo por completo o no. Cuéntame todo, con todo detalle, te lo ruego, y sin olvidar nada.

FEDÓN.-   Te aseguro, Echecrates, que si toda mi vida había admirado a Sócrates, en aquel momento le admiré más que nunca, porque tuvo muy prontas sus respuestas, lo que en realidad no es sorprendente en un hombre como él; pero lo que me pareció primero más digno de admiración fue el ver con qué dulzura, con qué bondad y con qué aire de aprobación escuchó las objeciones de aquellos jóvenes y, en seguida, con qué sagacidad observó la impresión que nos causaron, y como si fuéramos vencidos que huyeran, nos llamó, nos hizo volver la cabeza y nos condujo de nuevo a la discusión.

ECHECRATES.-   ¿Cómo?

FEDÓN.-   Vas a oírlo: yo estaba sentado a su derecha, en un taburete, cerca de su lecho, y él, sentado más alto que yo; pasándome la mano por la cabeza y jugando como tenía costumbre con mis cabellos que me caían sobre los hombros, me dijo: Fedón, ¿no es mañana cuando harás que te corten tu hermosa cabellera15?

Así me parece, Sócrates.

No será, si me crees.

¿Cómo?

Hoy es cuando yo me debo cortar el cabello y tú el tuyo si es cierto que nuestro razonamiento ha muerto y que no podemos resucitarlo; si yo estuviera en tu lugar y hubiese sido vencido, juraría como los de Argos no dejar que volviera a crecerme el cabello hasta haber logrado a mi vez alcanzar la victoria sobre las razones de Simmias y de Cebes16.

Pero yo repuse: Has olvidado el proverbio de que el mismo Hércules no basta contra dos.

¿Por qué no me llamas a ti, dijo, como tu Ioalos, ahora que todavía es de día?

Te llamo, le respondí, pero no como Hércules llama a su Ioalos, sino como Ioalos llama a su Hércules.

No importa, repuso; es igual.

Pero tengamos cuidado ante todo de no incurrir en un gran defecto.

¿Cuál?, le pregunté.

De ser misólogos17, me dijo, lo mismo que hay misántropos; porque la desgracia mayor es el odiar a la razón, y esta misología nace del mismo manantial que la misantropía. ¿De dónde procede la misantropía? De que después de haberse fiado de un hombre sin ningún examen y de creerle sincero, honorable y fiel, acabamos por descubrir que es falso y perverso; después de varias experiencias parecidas, viendo que uno ha sido engañado por los que creía eran sus mejores y más íntimos amigos, harto de verse tanto tiempo sometido a tal error, llega a odiar a todos los hombres persuadido de que no hay ni uno que sea sincero. ¿No has observado que la misantropía se forma gradualmente?

Sí, le respondí.

¿No es una vergüenza, continuó diciendo, que un hombre semejante, sin el arte de conocer a los hombres, se atreva a frecuentar su trato? Porque si tuviera la menor experiencia habría visto las cosas humanas tal como son y reconocido que es escaso el número de los buenos y los malos y muy numerosos en cambio los que están entre estos dos extremos.

¿Cómo has dicho, Sócrates?

Digo, Fedón, que hay hombres de ésos, como los hay muy altos o muy pequeños. ¿No encuentras que no hay nada tan extraño como un hombre muy alto o uno muy pequeño, y lo mismo digo de los perros y de todas las demás cosas, como de lo que es rápido y de lo que es lento, de lo que es hermoso y de lo que es feo, de lo que es blanco y de lo que es negro? ¿No observas que en todas estas cosas los dos extremos son raros y lo medio es lo más ordinario y común?

Lo observo muy bien, Sócrates.

¿Y que si se propusiera la concesión de un premio a la perversidad habría muy pocos que pudieran aspirar a él?

Es verosímil.

Seguramente, repuso; mas no es de otra manera como los razonamientos se asemejan a los hombres; pero me he dejado arrastrar por seguirte. El único parecido que existe es que cuando se admite como verdadero un razonamiento sin saber el arte de razonar, sucede más tarde que parece falso, séalo o no, y muy diferente de él mismo. Y cuando se ha adquirido la costumbre de disputar siempre por y contra, se cree uno finalmente muy hábil y se imagina ser el único que ha comprendido que ni en las cosas ni en los razonamientos hay nada verdadero ni seguro, que todo es continuo flujo y reflujo, como el Euripo18, y que nada permanece un solo instante en el mismo estado.

Es verdad.

¿No sería, pues, una verdadera desgracia, Fedón, que cuando hay un razonamiento verdadero, sólido y susceptible de ser comprendido, por haber oído a aquellos otros razonamientos, en que todo parece falso unas veces y verdadero otras, en vez de acusarse a sí mismos de esas dudas o de achacarlas a su falta de arte, se echara la culpa a la razón misma y que se pasara uno la vida odiando y calumniando a la razón, privándose así de la verdad y de la ciencia?

¡Por Júpiter!, exclamé, sí que sería deplorable.

Tengamos entonces cuidado de que no nos suceda esta desgracia y nos dejemos influir por la idea de que nada sano existe en el razonar. Persuadámonos más bien en que es en nosotros mismos donde no hay nada sano todavía y dirijamos animosamente todos nuestros esfuerzos a la consecución de la salud perdida. Vosotros, que todavía tenéis tiempo que vivir, estáis obligados a ello y yo también, porque voy a morir y temo que al tratar hoy de esta materia, lejos de obrar como verdadero filósofo, me he conducido como un terco disputador, como hacen los ignorantes, que cuando disputan no se ocupan para nada de enseñar la verdad o de aprender, porque su único objeto es ganarse la opinión de todos los que nos escuchan. La única diferencia que existe entre ellos y yo es que yo no busco solamente persuadir de lo que diré a los que están aquí presentes, por más que si esto sucediera me encantaría; pero mi objetivo principal es convencerme a mí mismo. Así es, mi querido amigo, cómo razono, y verás que este razonamiento me interesa muchísimo. Si lo que digo parece bien, se hace bien en creerlo, y si después de la muerte no existe nada, habré tenido la pequeña ventaja de no haberos molestado con mis lamentaciones durante el tiempo que me queda de estar entre vosotros. Pero no estaré mucho tiempo en esta ignorancia que consideraría un mal; felizmente va a disiparse. Fortificado por estos pensamientos, mis queridos Cebes y Simmias, voy a continuar la discusión y si me creéis os rendiréis más a la autoridad de la verdad que a la de Sócrates. Si encontráis que lo que os diré es verdad, admitidlo, y si no, combatidlo con todas vuestras energías, teniendo cuidado de que yo mismo no esté engañado y que os engañe con la mejor voluntad y que no me separe de vosotros como la abeja que deja su aguijón clavado en la herida. Empecemos, pues, pero fijaos ante todo, os lo ruego, en si me acuerdo bien de vuestras objeciones. Me parece que Simmias teme que el alma, aunque más excelente y divina que el hombre, no perezca antes que él como ha dicho de la armonía; y Cebes, si no me equivoco, ha estado conforme en que el alma es más duradera que el cuerpo, pero que no se puede asegurar si, después de haber usado varios cuerpos, no perece antes de separarse del último, y si esto no es una verdadera muerte del alma, porque el cuerpo no cesa un solo instante de perecer. ¿No son éstos los dos puntos que tenemos que examinar, Cebes y Simmias?

Los dos dijeron que sí.

¿Desecháis todo lo que antes os dije, continuó, o admitís parte de ello?

Dijeron que no desechan todo.

Pero, añadió, ¿qué pensáis de lo que os dije que aprender no es más que volver a acordarse? ¿Y que, por consiguiente, es una necesidad que nuestra alma haya existido en alguna parte antes de haber estado ligada al cuerpo?

Yo, dijo Cebes, he reconocido desde el primer instante la evidencia y no sé que haya principio que me parezca más verdadero.

Opino lo mismo, dijo Simmias, y me sorprendería mucho si alguna vez cambiara de manera de pensar.

Pues será necesario que cambies, mi caro tebano, replicó Sócrates, si persistes en la creencia de que la armonía es algo compuesto y que nuestra alma no es más que una armonía que resulta del acuerdo de las cualidades del cuerpo; porque probablemente no te creerías a ti mismo si dijeses que la armonía existe antes de las cosas que deben componerla. ¿Lo dirías?

De seguro que no, respondió Simmias.

Pero ¿no ves que es lo que dices, continuó Sócrates, cuando sostienes que el alma existe antes de venir a habitar en el cuerpo y que, por lo tanto, está compuesta de cosas que no existen todavía? Porque el alma no es como la armonía a la cual la comparas, pero es evidente que la lira, las cuerdas y los sonidos discordantes existen antes que la armonía, que resulta de todas estas cosas y perece con ellas. Esta última parte de tu discurso ¿está de acuerdo con la primera?

De ninguna manera, dijo Simmias.

Sin embargo, repuso Sócrates, si un discurso ha de estar acorde alguna vez, es éste, en que se trata de la armonía.

Tienes razón, dijo Simmias.

Y éste, sin embargo, no lo está, dijo Sócrates. Mira, pues, cuál de las dos opiniones prefieres: que la ciencia es una reminiscencia o el alma una armonía.

Opto por la primera, dijo Simmias, porque admití la segunda sin demostración, por su verosímil apariencia que es suficiente al vulgar. Pero ahora estoy convencido de que todos los discursos que no se apoyan más que en las verosimilitudes están hinchados de vanidad, y que si no se tiene mucho cuidado extravían y engañan lo mismo en geometría que en cualquiera otra ciencia. Pero la doctrina de que la ciencia no es más que una reminiscencia se funda sobre una prueba sólida, y es que, como hemos dicho, nuestra alma, antes de venir a animar el cuerpo, existe como la esencia misma, es decir, como realmente es. He aquí por qué, convencido de que debo rendirme a esta prueba, no deba escucharme a mí mismo y ni tampoco escuchar a quienes quieran decirme que el alma es una armonía.

Y ahora, Simmias, ¿te parece que es propio de la armonía o de cualquier otra composición ser diferente de las mismas cosas de que está compuesta?

De ninguna manera.

¿Ni de hacer ni sufrir nada que no hagan las cosas que la componen?

Simmias manifestó su conformidad.

Entonces, ¿no es propio de la armonía el preceder a las cosas que la componen, pero sí seguirlas?

También convino en ello.

Entonces, ¿será preciso que la armonía tenga sonidos, movimientos u otras cosas contrarias a las cosas de que se compone?

Es seguro.

Pero qué, ¿toda armonía no está en el acorde?

No entiendo bien, dijo Simmias.

Pregunto que si, según sus elementos estén más o menos acordes, la armonía no existirá más o menos.

De seguro.

¿Y puede decirse del alma que un alma sea más o menos alma que otra?

De ninguna manera.

Veamos, pues. ¡Por Júpiter! ¿No se dice que tal alma tiene inteligencia y virtud y que es buena, y que tal otra tiene demencia o perversidad, que es mala? ¿Se dice con razón?

Sí, sin ningún género de duda.

Pero los que sostienen que el alma es una armonía, ¿qué dirán que son estas cualidades del alma, este vicio y esta virtud? ¿Dirán que la una es armonía y el otro es una disonancia? ¿Que el alma, siendo armonía por su naturaleza, tiene todavía en ella otra armonía, y que esta última, siendo una disonancia, no produce ninguna armonía?

No te lo sabrán decir, respondió Simmias; pero me parece muy de suponer que los partícipes de esta opinión dirán algo parecido.

Pero hemos quedado de acuerdo, dijo Sócrates, en que un alma no es más ni menos alma que otra, es decir, que hemos admitido que no es más o menos armonía que otra. ¿No es así?

Reconozco que sí, dijo Simmias.

¿Y que no siendo más o menos armonía no está más o menos de acuerdo con sus elementos? ¿Verdad?

Sin duda.

¿Y que no estando más o menos de acuerdo con sus elementos puede haber en ella más armonía o menos armonía? ¿O es preciso que la tenga igualmente?

Igualmente.

Entonces, puesto que un alma no puede ser más o menos alma que otra, ¿no puede ser más o menos un acorde que otro?

Es verdad.

¿De esto se deduce necesariamente que un alma no podrá tener ni más armonía ni más disonancia que otra?

Convengo en ello.

Por consiguiente, ¿puede un alma tener más virtud o vicio que otra, si es verdad que el vicio es una disonancia y la virtud una armonía?

De ninguna manera.

¿O quiere más bien la razón que se diga que el vicio no se encontraría nunca en un alma si ésta fuera armonía, porque la armonía, si es perfectamente armonía, no puede admitir disonancia?

Sin dificultad.

El alma, por lo tanto, si es perfectamente alma, no podrá ser susceptible de vicio.

¿Cómo podrá serlo después de los principios en que hemos convenido?

Según estos mismos principios, ¿serán igualmente buenas las almas de todos los seres animados si todas son igualmente almas?

Me parece que sí.

¿Y te parece bien dicho esto y que sea consecuencia de la hipótesis de que el alma es armonía, si la hipótesis es cierta?

No; de ninguna manera.

Pero te pregunto si de todas las cosas que componen al hombre ¿encuentras que hay otra que mande a más del alma, sobre todo cuando ésta es buena?

No hay más que ella sola.

¿Manda ella dejando sueltas las riendas a las pasiones o resistiéndose a éstas? Por ejemplo, cuando el cuerpo tiene sed, ¿no le impide el alma beber o comer cuando tiene hambre y otras mil cosas análogas donde vemos la manera manifiesta que el alma combate las pasiones del cuerpo? ¿No es así?

Sin duda.

Pero ¿no convinimos antes que el alma, siendo una armonía, no puede nunca tener más sonido que el de los elementos que la tensan, la sueltan y la agitan, ni sufrir más modificaciones que las de los elementos que la componen, a los que necesariamente tienen que obedecer sin nunca poderles mandar?

Sí: convinimos en ello, sin duda, dijo Simmias; pero ¿cómo impedirlo?

Y Sócrates contestó: ¿No vemos ahora precisamente que el alma hace todo lo contrario? ¿Que gobierna, y dirige las cosas mismas de que se pretende está compuesta, las resiste durante casi toda su vida reprimiendo a las unas más duramente por los dolores, como la gimnástica y la medicina, tratando a las otras con más dulzura y contentándose con amenazar y reñir los deseos, la cólera, los temores, como cosas de naturaleza distinta a la suya? Es lo que Homero ha expresado tan bien en la Odisea cuando dice que Ulises, «golpeándose el pecho, reprendió con estas palabras a su corazón: soporta esto, corazón mío; cosas más duras soportaste ya»19. ¿Crees que Homero habría dicho esto si hubiera pensado que el alma es una armonía que debe estar regida por las pasiones del cuerpo? ¿Y no crees más bien que pensó en que el alma debe guiarlas y dominarlas y que es de naturaleza más divina que la armonía?

¡Sí, por Júpiter, lo creo!

Y, por consiguiente, mi querido Simmias, replicó Sócrates, no podemos decir nunca, con la menor apariencia de razón, que el alma es una especie de armonía, porque no estaríamos nunca de acuerdo, me parece, ni con Homero el divino poeta, ni con nosotros mismos.

Simmias convino en ello.

Me parece, añadió Sócrates, que hemos suavizado bastante bien esta armonía tebana20; pero, Cebes, ¿cómo haríamos para calmar a este Cadmos21. ¿De qué discurso nos serviremos?

Tú lo encontrarás, Sócrates, respondió Cebes. Éste que has empleado para combatir la armonía me ha impresionado más de lo que esperaba, porque mientras Simmias te exponía sus dudas consideraba imposible que nadie pudiera refutarlas, y desde el principio me asombré cuando vi que ni siquiera pudo resistir a tu primer ataque; después de esto, no me extrañaría nada que Cadmos corra igual suerte.

No lo ponderes demasiado, mi querido Cebes, dijo Sócrates, no vaya a suceder que la envidia eche por tierra lo que tengo que decir, que es lo que está en las manos de Dios. Y nosotros, uniéndonos más de cerca, como dice Homero22, estudiemos tu argumento. Lo que buscas se reduce a este punto: tú no quieres que se demuestre que el alma es inmortal y que no puede perecer, a fin de que un filósofo que va a morir y muere valientemente, en la esperanza de que será infinitamente más feliz en los infiernos que si hubiera vivido de manera muy distinta a la que ha llevado, no tenga una confianza insensata. Porque el alma sea alguna cosa fuerte y divina y que haya existido antes de nuestro nacimiento no prueba nada, dices, de su inmortalidad. Y todo lo que se puede inferir de ello es que puede durar mucho tiempo y que estaba en alguna parte antes que nosotros, durante siglos casi infinitos; que durante ese tiempo ha podido conocer y hacer muchas cosas sin ser por esto más inmortal; que, al contrario, el primer momento de su venida al cuerpo ha sido quizá el principio de su pérdida y como una enfermedad que se prolonga en las angustias y debilidades de esta vida y que acaba por lo que llamamos la muerte. Añades que importa poco que el alma no venga más que una vez a animar el cuerpo o que venga varias y que esto en nada altera nuestros justos motivos de temor, porque, a menos que uno esté loco, tiene siempre que temer a la muerte mientras no sepa con certeza y no pueda demostrar que el alma es inmortal. He aquí, me parece, todo lo que dices, mi querido Cebes, y lo repito expresamente bien a menudo, a fin de que nada se nos escape y que todavía puedas añadir o quitar algo, si quieres.

Por ahora, respondió Cebes, no tengo nada que cambiar; es todo lo que todavía digo.

Después de haber guardado silencio durante un largo rato, volviose Sócrates hacia él y dijo: En verdad, Cebes, no me pides una cosa fácil, porque para explicarla hay que examinar a fondo la cuestión del nacimiento y de la muerte. Si quieres te diré lo que a mí mismo me ocurrió en esta materia, y si te parece bien y te puede ser útil, lo aprovecharás para apoyar tus opiniones.

Lo quiero de todo corazón, dijo Cebes.

Escúchame, pues. Durante mi juventud estaba poseído de un deseo increíble de aprender la ciencia que se llama la física; porque encontraba admirable el saber la causa de todas las cosas, de lo que las hace nacer y las hace morir y de lo que las hace ser. Y no ha habido molestia que no me haya dado para examinar primeramente si es del calor o el frío, como algunos pretenden23, que nacen los seres animados después de haber sufrido una especie de corrupción; si es la sangre la que hace el pensamiento24, o si es el aire25 o el fuego26 o si no es ninguna de estas cosas y solamente es el cerebro27 la causa de nuestros sentidos, de la vista, del oído, del olfato; si de estos sentidos resulta la memoria y de la representación nace finalmente la ciencia. Quería conocer también las causas de su corrupción; llevé mi curiosidad hasta el cielo y los abismos de la tierra para saber qué es lo que produce todos los fenómenos, y al fin me encontré tan inhábil como más no se puede ser en estas investigaciones. Voy a darte una prueba muy visible de ello, y es que este bello estudio me ha vuelto tan ciego para las cosas mismas que antes conocía evidentemente, al menos así me parecía y a otros también, que me he olvidado de todo lo que sabía acerca de varias materias, como ésta ¿por qué crece el hombre? Me imaginaba que para todo el mundo era muy claro que el hombre crece porque come y bebe, porque por los alimentos las carnes se añaden a las carnes, los huesos a los huesos y todas las otras partes a sus partes similares; lo que al principio no era más que un pequeño volumen se aumenta y crece, y de esta manera un hombre pequeño se hace grande; he aquí lo que yo pensaba. ¿No encuentras que tenía razón?

Seguramente.

Escucha la continuación. También me imaginaba saber por qué era un hombre más alto que otro, llevándole la cabeza, y un caballo de más alzada que otro; y pensaba también en cosas mucho más claras, por ejemplo, en que diez eran más que ocho porque le habían añadido dos, y que lo que medía dos pies era mayor que lo que medía uno, porque le aventajaba en la mitad.

Y ahora, ¿qué crees?, preguntó Cebes.

¡Por Júpiter!, estoy tan lejano de creer conocer las causas de algunas de estas cosas, que no creo ni siquiera saber cuando se añade uno a uno, si es este último uno el que se ha convertido en dos, o si es éste el que se ve añadido, el que se convierte en dos por la adición del uno al otro. Porque lo que me sorprende es que, mientras estaban separados, cada uno de ellos era uno y no era dos, y que después de haberse acercado se hayan convertido en dos por el mero hecho de haberlos puesto uno al lado del otro. Tampoco veo por qué cuando se divide una cosa haga esta división que cada cosa, que antes de estar dividida era una, se convierta en dos desde el momento de esa separación, por ser ésta una causa completamente contraria a la que hace que uno y uno son dos: allí uno y uno hacen dos porque se los junta o se los añade uno al otro y aquí la cosa que es una se convierte en dos porque se la divide y separa. Aún más: tampoco creo saber por qué uno es uno y por las razones físicas menos todavía cómo nace la menor cosa, perece o existe. Pero he resuelto recurrir a otro método ya que éste no me satisface nada. Oyendo leer a alguien en un libro, me dijo ser de Anaxágoras, que la inteligencia es la regla y causa de todos los seres; quedé encantado; me pareció admirable que la inteligencia fuera la causa de todo, porque pensé que si ella había dispuesto todas las cosas las habría arreglado del mejor modo. Si alguien, pues, quiere saber la causa de alguna cosa, lo que hace que nazca y perezca, debe buscar la mejor manera de que aquélla pueda ser; y me pareció que de este principio se deducía que la única cosa que el hombre debe buscar, tanto por él como por los otros, es lo mejor y más perfecto, porque en cuanto lo haya encontrado conocerá necesariamente lo que es lo peor, ya que para lo uno y lo otro no hay más que una ciencia.

Desde este punto de vista, sentía una alegría muy grande por haber encontrado maestro como Anaxágoras, que me explicaría, según mis deseos, la causa de todas las cosas, y que después de haberme dicho, por ejemplo, si la Tierra es redonda o plana, me explicaría la causa y la necesidad de que sea como es y me diría lo que es aquí lo mejor y por qué es lo mejor. Y también si creía que está en el centro del universo, y esperaba me dijera por qué es lo mejor que estuviera allí, y después de haber recibido de él todas estas aclaraciones estaba dispuesto a no buscar jamás otra clase de causa. Me proponía también interrogarle acerca de la Luna y de los demás cuerpos celestes a fin de conocer las razones de sus revoluciones, de sus movimientos y de todo lo que les sucede, y sobre todo para saber por qué es lo mejor que cada uno de ellos haga lo que hace. Porque no podía imaginar que después de haber dicho que la inteligencia había dispuesto las cosas pudiera darme otra causa de su disposición sino ésta que aquello era lo mejor. Y me lisonjeaba de que después de haber asignado esta causa en general y en particular a todo me haría conocer en qué consiste lo bueno de cada cosa en particular y lo bueno de todas en común. Por mucha que me hubiesen prometido no habría dado mis esperanzas en cambio.

Cogí, pues, estos libros con el mayor interés y empecé su lectura lo más pronto que me fue posible para saber cuanto antes lo bueno y lo malo de todas las cosas; mas no tardé mucho en perder la ilusión de tales esperanzas, porque desde que hube adelantado un poco en la lectura vi un hombre que en nada hacía intervenir la inteligencia y que no daba razón alguna del orden de las cosas, y que en cambio sustituía al intelecto por el aire, el éter, el agua y otras cosas tan absurdas.

Me hizo el efecto de un hombre que dijera: Sócrates hace por la inteligencia todo lo que hace, y que queriendo en seguida dar razón de cada cosa que hago, dijera que hoy, por ejemplo, estoy aquí sentado en el borde de mi lecho porque mi cuerpo está compuesto de huesos y nervios; que los huesos, por ser duros y sólidos, están separados por junturas, y que los nervios, que pueden encogerse y alargarse, unen los huesos a la carne y la piel, que los envuelve y se ciñe a unos y otros; que los huesos están libres en su encierro, y que los nervios, que pueden estirarse y encogerse, hacen que pueda plegar las piernas como veis, y que ésta es la causa por la que estoy aquí sentado de esta manera. O también, como si para explicaros la causa de la conversación que tenemos en este instante, no os asignara más que causas tales como la voz, el aire, el oído y otras cosas parecidas y no os dijera una sola palabra de la verdadera causa, que es que los atenienses no han encontrado nada mejor para su provecho que condenarme a muerte y que por la misma razón he encontrado que lo mejor para mí es estar sentado en esta cama esperando tranquilamente la pena que me han impuesto. Porque os juro, por el perro, que estos nervios y estos huesos que tengo aquí estarían hace ya mucho tiempo en Megara o en Beocia, si hubiera pensado que eso era mejor para ellos y si no hubiese estado persuadido de que era mucho mejor y más justo permanecer aquí para sufrir el suplicio a que mi patria me ha condenado, que escaparme y huir. Pero dar aquellas otras razones me parece una suma ridiculez.

Que se diga que si no tuviera huesos ni nervios y otras cosas parecidas no podría hacer lo que juzgara a propósito, pase; pero decir que estos huesos y estos nervios son la causa de lo que hago y no la elección de lo que es mejor y que para esto me sirvo de mi inteligencia, es el mayor de los absurdos; porque es no saber hacer la diferencia de que una es la causa y otra la cosa, sin la cual la causa jamás sería causa; y, no obstante, es esta otra cosa la que el pueblo, que siempre va a tientas, como en las más espesas tinieblas, toma por la verdadera causa y se engaña a sí mismo dándole dicho nombre. He aquí por qué unos28, rodeando a la Tierra en un torbellino, la suponen fija en el centro del mundo, y otros29 la conciben como un ancho dornajo que tiene el aire por base de sustentación, como si fuese un taburete, pero todo esto sin preocuparse para nada del poder que la ha dispuesto como debía ser para que fuera lo mejor, y no creen que haya un poder divino, y, en cambio, se imaginan haber encontrado un Atlas más fuerte, más inmortal y más capaz de sostener todas las cosas; y a este bien, único capaz de ligar y abarcar todo, lo consideran como algo vano.

De mí puedo deciros que de buena gana me habría convertido en discípulo de todo el que hubiese podido enseñarme esta causa, pero como por más que he hecho no he conseguido conocerla por mí mismo ni por los otros, ¿quieres, Cebes, que te diga la segunda tentativa que hice para encontrarla?

No deseo con más vehemencia cosa alguna.

Después de haberme cansado de examinar todas las cosas, creí que debía tener sumo cuidado de que no me ocurriera lo que sucede a los que contemplan un eclipse de sol, porque ha habido alguno que por no tener la precaución de mirar en el agua o en otro medio la imagen de este astro, perdiera la vista, y temí que pudiera perder los ojos del alma al mirar los objetos con los ojos del cuerpo y servirme de mis sentidos para tocarlos y conocerlos. Quizá no sea demasiado apropiada la imagen de que me sirvo para explicarme, porque no estoy conforme conmigo mismo de que el que ve las cosas con la razón las ve en otro medio que el que las mira en sus fenómenos; mas sea lo que fuere, he aquí el camino que emprendí, y desde entonces, teniendo siempre por fundamento lo que me parece lo mejor de lo mejor, lo tomo por lo verdadero, lo mismo en las cosas que en las causas y, desde luego, desecho como falso lo que no está de acuerdo con aquello. Pero voy a explicarme todavía con mayor claridad, porque me figuro que no acabas de comprenderme.

Tienes razón, Sócrates, dijo Cebes, porque no te he comprendido del todo.

Sin embargo, replicó Sócrates, no te digo nada nuevo; no digo mas que lo que he dicho en mil ocasiones y he repetido en la discusión anterior. Para explicarte el método que me ha servido en la investigación de las causas, voy a volver a lo que tanto he rebatido, empezando a tomarlo como fundamento. Digo, pues, que existe algo bueno, bello y grande por sí mismo. Si me concedes este principio, confío en demostrarte por este medio que el alma es inmortal.

Te lo concedo, dijo Cebes; y hazte la cuenta de que te lo concedí hace mucho para que cuanto antes me convenzas. Pues presta atención a lo que voy a decir y mira si estás en ello de acuerdo conmigo. Me parece que si existe algo bello, además de lo que es bello por sí mismo, será bello únicamente porque participa de lo bello mismo, y lo mismo digo de todas las otras cosas. ¿Me concedes esta causa?

Te la concedo.

Entonces no comprendo ni entiendo ya más todos aquellos sabios razonamientos que nos han dado, pero si alguien me dice que lo que proporciona la belleza a un objeto es la vivacidad de sus colores o la armónica proporción de sus partes, u otras cosas semejantes, prescindo de todas estas razones, que no hacen más que confundirme, y contesto inhábilmente, lo reconozco, que lo que lo hace bello no puede ser más que la presencia o la comunicación de la primera belleza, de cualquier manera que se haga esta comunicación, y no aseguro nada más. Solamente afirmo que todas las cosas bellas son bellas por la presencia de lo bello mismo. Y mientras me atenga a este principio no creo poder engañarme, y estoy persuadido de poder responder con toda seguridad que las cosas bellas son bellas por la presencia de lo bello. ¿No te parece también?

Digo lo mismo que tú.

¿Y que las cosas grandes no son grandes más que por la magnitud y las pequeñas por la pequeñez?

Sí.

Y si alguien te dijera que un tal es más alto que otro porque le lleva la cabeza o viceversa, ¿no serías de su opinión y sostendrías, en cambio, que piensas que todas las cosas que son más grandes que otras lo son únicamente por la magnitud, y que ésta sola es la que las hace grandes, y que las que lo son más pequeñas lo son únicamente por la pequeñez? Porque si dijeras que uno es una cabeza más alto o más bajo que el otro, temerías, me figuro, que pudiera objetarte primero que es por sí misma una cosa que lo más grande es más grande o lo más pequeño más pequeño, y después que, según tú, la cabeza que por sí misma es más pequeña, hace mayor la magnitud de lo que es más grande, lo que es un absurdo: ¿qué más absurdo, en efecto, que decir que algo es grande por cualquier cosa pequeña? ¿No temerías te hicieran estas objeciones?

Sin duda, contestó Cebes sonriendo.

¿No temerías decir por la misma razón que diez son más que ocho porque los aventaja en dos? ¿Y no dirías más bien que es por la cantidad? Lo mismo de dos codos, ¿no dirías que son más grandes que un codo por la magnitud que no porque tienen un codo más? Porque hay el mismo motivo de temor.

Tienes razón.

Pero, ¿qué? Cuando se añade uno a uno o que se divide uno en dos, ¿tendrías dificultad en decir que en el primer caso es la adición la que hace que uno y otro sean dos y en el último que la división sea quien haga que uno se convierta en dos? ¿Y no afirmarías mejor que de la existencia de las cosas no sabes más causas que su participación en la esencia propia a cada objeto, y que por consiguiente no sabes más razón para que uno y uno sean dos, que la participación en la dualidad, y de que uno es uno la participación de la mitad? ¿No dejarías a un lado estas adiciones y divisiones, y todas estas bellas respuestas? ¿No se las abandonarías a los más sabios y teniendo miedo como se dice de tu propia sombra o mejor dicho, de tu ignorancia, no te atendrías firmemente al principio que hemos expuesto? Y si alguno lo atacara, ¿lo dejarías sin respuesta hasta que hubieras examinado bien todas las consecuencias de este principio para ver si están de acuerdo o en desacuerdo entre sí? Y cuando estuvieras obligado a dar la razón, ¿no lo harías además tomando algún otro principio más elevado, hasta que hubieses encontrado alguna cosa segura que te satisficiera? Al mismo tiempo procurarías no tergiversar todo, como estos discutidores, y no confundir tu principio con aquellos que derivan para encontrar la verdad de las cosas. Es cierto que pocos de estos disputadores se molestan por la verdad y que mezclando todas las cosas por efecto de su profundo saber, se contentan con gustarse a sí mismos; pero tú, si eres verdaderamente un filósofo, harás lo que te he dicho.

Tienes razón, dijeron al mismo tiempo Simmias y Cebes.

ECHECRATES.-   ¡Por Júpiter! Fedón, era muy justo. Porque me ha parecido que Sócrates se expresaba con una claridad maravillosa, aun para aquellos dotados de la menor inteligencia.

FEDÓN.-   Lo mismo opinaron todos los allí presentes.

ECHECRATES.-  Y yo, que no estaba, opino lo mismo después de oír lo que me dices. Pero ¿qué más se dijo después de esto?

FEDÓN.-   Me parece, si recuerdo bien, que después que le concedieron que toda idea existe en sí y que las cosas que participan de esta idea toman de ésta su denominación, continuó de esta manera: Si este principio es verdadero, cuando dices que Simmias es más alto que Sócrates y más bajo que Fedón, ¿no dices que en Simmias se encuentran la elevada estatura y la pequeñez?

Sí, dijo Cebes.

¿Pero no convienes en que si dices: Simmias es más alto que Sócrates, no es una proposición verdadera por sí misma? Porque no es verdad que Simmias sea más alto porque es Simmias, pero es más alto porque tiene la estatura. Tampoco es verdad que sea más alto que Sócrates porque Sócrates es Sócrates, sino porque Sócrates participa de la pequeñez por comparación con la estatura de Simmias.

Es verdad.

Simmias tampoco es más bajo que Fedón por ser Fedón, Fedón, sino porque Fedón es alto cuando se le compara con Simmias que es bajo.

Así es.

Así, pues, Simmias es a la vez alto y bajo porque está entre dos; es más alto que uno por la superioridad de su estatura, y en cambio más bajo por su estatura que el otro. Y echándose a reír añadió: Creo que me he detenido demasiado con esas expresiones, pero, en fin, es como os digo.

Cebes convino en ello.

He insistido tanto para persuadiros mejor de mi principio, porque me parece que la magnitud no puede ser al mismo tiempo grande y pequeña, sino, además, porque la magnitud que está en nosotros no admite la pequeñez y no puede ser excedida; porque de dos cosas, la una, o sea, la magnitud, huye y cede el puesto cuando ve aparecer a su contraria, que es la pequeñez, o perece por entero. Pero si recibe la pequeñez jamás podrá ser otra cosa que lo que es, como yo, por ejemplo, que después de haber recibido la poca estatura, me quedo tal como soy y además bajo. Lo que es grande no puede nunca ser pequeño; del mismo modo lo pequeño en nosotros no quiere nunca volverse grande o serlo, ni tampoco una de dos cosas contrarias quiere, siendo lo que es, ser su contraria, y o huye o perece en esta variación.

Convino Cebes en ello, pero alguno de los presentes, no recuerdo bien quién, dijo, dirigiéndose a Sócrates: ¡Por los dioses! ¿No admitiste antes lo contrario de lo que dices? Porque, ¿no conviniste en que lo más pequeño nace de lo mayor y lo mayor de lo menor? ¿En una palabra, que los contrarios nacen siempre de sus contrarios? Y ahora me parece haber comprendido que has dicho que esto no podrá suceder nunca.

Sócrates adelantó un poco la cabeza para oír mejor: Muy bien, dijo, tienes razón al recordarnos lo que hemos dejado establecido, pero no ves la diferencia que hay entre lo que dijimos entonces y lo que ahora decimos. Dijimos que una cosa nace siempre de su contraria y ahora decimos que un contrario no se convierte nunca en su contrario a sí mismo ni en nosotros ni en la naturaleza. Entonces nos referíamos a las cosas que tienen sus contrarios y a las que podíamos llamar por su nombre, y aquí hablamos de las esencias mismas, que por su presencia dan su nombre a las cosas en que se encuentran, y de estas últimas es de las que decimos que no pueden jamás nacer una de otra. Y mirando al mismo tiempo a Cebes, dijo: ¿No te ha turbado lo que acaban de objetarnos?

No, Sócrates; no soy tan débil, por más que hay cosas capaces de desorientarnos.

¿Entonces convenimos todos unánime y absolutamente, dijo Sócrates, en que un contrario no puede convertirse nunca en el contrario de sí mismo?

Es verdad, dijo Cebes.

Vamos a ver si convendrás también en estotro: ¿hay alguna cosa a la que puedas llamar frío? y ¿alguna a la que puedas dar el nombre de calor?

Seguramente.

¿La misma cosa que la nieve y el fuego?

No, ¡por Júpiter!

¿El calor es, pues, diferente del fuego, y lo frío de la nieve?

Sin dificultad.

Convendrás también, me figuro, en que la nieve, cuando ha recibido calor, como decíamos ha poco, no será más lo que era, pero que cuando se le acerque el calor le cederá el puesto o desaparecerá por completo.

Sin duda.

Lo mismo puede decirse del fuego; que en cuanto lo gane el frío se retirará o desaparecerá, porque después de haberse enfriado no podrá ya ser lo que era y no será frío y calor simultáneamente.

Muy cierto, Cebes.

Hay, pues, cosas cuya idea tiene siempre el mismo nombre que se comunica a otras cosas, que no son lo que es ella misma, pero que conservan su forma mientras existen. Dos ejemplos aclararán lo que digo: lo impar debe tener siempre el mismo nombre, ¿no es así?

Sin duda.

Pero ¿es ello la única cosa que tenga este nombre? Te lo pregunto, o ¿hay alguna otra cosa que no sea lo impar y, sin embargo, sea preciso designarla con el mismo nombre por ser de una naturaleza que no puede existir nunca sin impar? Como, por ejemplo, el número 3 y muchísimos otros. Pero fijémonos en el tres. ¿No encuentras que el número 3 debe ser denominado siempre por su nombre y al mismo tiempo por el nombre de impar, por más que lo impar no sea la misma cosa que el número 3? Sin embargo, tal es la naturaleza del tres, del cinco y de toda la mitad de los números, que aunque cada uno de ellos no sea lo que es lo impar, es a pesar de ello siempre impar. Lo mismo ocurre con la otra mitad de los números, como dos, cuatro, que aunque no sean lo que es lo par, cada uno de ellos es, sin embargo, siempre par. ¿No estás de acuerdo conmigo?

¿Cómo podría no estarlo?

Ten mucho cuidado con lo que ahora voy a mostrar. Helo aquí: es que me parece que no solamente estos contrarios, que no admiten jamás a sus contrarios, sino además todas las demás otras cosas que, no siendo contrarias entre sí, tienen, no obstante, sus contrarios, no parecen poder recibir la esencia contraria a la que tienen; pero desde que esta esencia se presenta desaparecen o perecen. El número tres, por ejemplo, ¿no desaparecerá antes que convertirse en un número par permaneciendo tres?

Seguramente, dijo Cebes.

El dos, sin embargo, no es contrario del tres, dijo Sócrates.

Indudablemente, no.

Entonces los contrarios no son las únicas cosas que no reciben a sus contrarios, pero además hay otras cosas que les son incompatibles.

Es cierto.

¿Quieres que las determinemos tanto como nos sea posible?

Sí.

¿No serán, Cebes, aquellas que no sólo obligan a aquello de que han tomado posesión a conservar siempre su propia idea, sino también siempre la de cierto contrario? ¿Qué quieres decir?

Lo que decíamos hace un instante: todo aquello donde se encontrará la idea de tres debe infaliblemente seguir siendo no sólo tres, sino también permanecer impar.

¿Quién lo duda?

Y por consiguiente es imposible que admita nunca la idea contraria a la que constituye como tal.

Sí; es imposible:

¿No es lo impar la idea que lo constituye?

Sí.

La idea contraria a lo impar, ¿no es la idea de lo par?

Sí.

¿La idea de lo par no se encuentra, pues, nunca en lo impar?

Sin duda.

¿El tres es, pues, incapaz de lo par?

Incapaz.

¿Por qué el tres es impar?

Por esto.

He aquí, pues, lo que queríamos determinar: que hay ciertas cosas que no siendo contrarias a otra, excluyen, sin embargo, a esta otra por lo mismo que si le fuera contraria; como el tres, que aunque no sea contrario al número par, no lo admite; lo mismo el dos, que lleva siempre algo contrario al número impar, como el fuego al frío y otros varios. Piensa, pues, si no te agradaría hacer la definición en esta forma: no solamente lo contrario no admite a su contrario, sino además todo lo que lleva consigo un contrario, al comunicarse a otra cosa no admite nada contrario a lo que lleva consigo.

Piénsalo bien todavía, porque no está de más el oírlo varias veces. El cinco no admitirá nunca la idea del par, como el diez, que es su doble, no admitirá jamás la idea de lo impar; y este doble, aunque su contrario no sea lo impar, no admitirá, sin embargo, la idea de lo impar, lo mismo que las tres cuartas partes, ni el tercio ni todas las demás partes admitirán nunca la idea del entero, si me escuchas y estás de acuerdo conmigo.

Te sigo maravillosamente y estoy de acuerdo contigo.

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