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Ahora voy a volver a mis primeras preguntas, y tú me contestarás no idénticamente a dichas preguntas, sino de diferente manera, siguiendo el ejemplo que voy a darte. Porque además de la manera de contestar de la que ya hemos hablado, que es segura, veo todavía otra que no lo es menos. Porque si me preguntases qué es lo que hay en el cuerpo que hace sea caliente, no te daría esta respuesta necia, pero segara: que es el calor; pero de lo que acabamos de decir deduciría una contestación más sabia y te diría que es el fuego; y si me preguntas qué es lo que hace que el cuerpo esté enfermo, no te responderé que es la enfermedad, sino la fiebre. Si me preguntas qué es lo que hace impar a un número, no te contestaré que la imparidad, sino la unidad, y lo mismo de otras cosas. Fíjate bien en si entiendes suficientemente lo que quiero decirte.

Lo entiendo perfectamente.

Respóndeme, pues, continuó Sócrates: ¿qué es lo que hace que el cuerpo esté viviente?

El alma.

¿Es siempre así?

¿Cómo podría no serlo?, dijo Cebes.

¿Lleva el alma, pues, consigo la vida a todas partes donde penetra?

Seguramente.

¿Existe algo contrario a la vida o no hay nada?

Sí; hay algo.

¿Qué?

La muerte.

El alma no admitirá, pues, nada que sea contrario a lo que ella siempre lleva consigo; esto se deduce necesariamente de nuestros principios.

La consecuencia no puede ser más segura, dijo Cebes.

¿Y cómo llamamos a lo que jamás admite la idea de lo par?

Lo impar.

¿Cómo llamamos a lo que jamás admite la justicia sin el orden?

La injusticia y el desorden.

Sea. Y a lo que jamás admite la idea de la muerte, ¿cómo lo llamamos?

Lo inmortal.

¿El alma no admite la muerte?

No.

¿El alma es, pues, inmortal?

Inmortal.

¿Diremos que esto está demostrado o encontráis que todavía le falta algo a la demostración?

Está suficientemente demostrado, Sócrates.

Y si fuera necesario que lo impar fuera inmortal. Cebes, ¿no lo sería también el tres?

¿Quién lo duda?

Si lo que no tiene calor fuera necesariamente imperecedero, siempre que alguien acercara el fuego a la nieve, ¿no subsistiría ésta sana y salva? Porque no perecería, y por mucho que se la expusiera al fuego jamás admitiría el calor.

Muy exacto.

Del mismo modo puede decirse que si lo que es susceptible al frío estuviera exento necesariamente de perecer, por muchas cosas frías que se echaran sobre el fuego jamás se extinguiría éste, jamás perecería; al contrario, saldría de allí con toda su fuerza.

Es de absoluta necesidad.

Es, pues, necesario decir lo mismo de lo que es inmortal. Si lo que es inmortal nunca puede perecer, por mucho que la muerte se acerque al alma será absolutamente imposible que el alma muera, porque, según lo que acabamos de decir, el alma nunca admitirá a la muerte y no morirá jamás, del mismo modo que el tres ni ningún otro número impar nunca podrá ser par, como el fuego no podrá nunca ser frío ni el calor del fuego convertirse en frialdad. Alguno me dirá quizá: estamos conformes en que lo impar no puede volverse par o por la llegada de lo par, pero ¿qué impide que si lo impar muere ocupe un puesto lo par? A esta objeción no podría responder que lo impar no perece si no fuera imperecedero. Pero si lo hemos declarado imperecedero sostendríamos con razón que, por mucho que hiciera lo par, el tres y lo impar sabrían componérselas para no perecer. Y lo mismo sostendríamos del fuego, de lo caliente y de otras cosas parecidas. ¿No es verdad?

Claro está que sí, dijo Cebes.

Y, por consiguiente, si nos referimos a lo inmortal, que es de lo que ahora estamos tratando, y convenimos en que todo lo que es inmortal es imperecedero, es necesario no solamente que el alma sea inmortal, sino absolutamente imperecedera, y si no convenimos en esto hay que buscar otras pruebas.

No es necesario, dijo Cebes, porque ¿qué sería imperecedero si el alma, que es inmortal y eterna, estuviera sujeta a perecer?

Que Dios, repuso Sócrates, que la esencia y la idea de la vida y si hay alguna otra cosa que sea inmortal, que todo eso no perezca, no hay nadie que pueda no estar conforme con ello.

¡Por Júpiter!, todos los hombres al menos lo reconocerán, dijo Cebes, y creo que aún más los dioses.

Pues, si es verdad que todo lo inmortal es imperecedero, el alma que es inmortal, ¿no estará exenta de perecer?

Es necesario que sea así.

Por esto cuando la muerte llega al hombre, lo que hay mortal en él muere y lo inmortal se retira sano e incorruptible cediendo el puesto a la muerte.

Es evidente.

Si existe, pues, alguna cosa inmortal e imperecedera, mi querido Cebes, debe ser el alma y por consiguiente nuestras almas existirán en el otro mundo.

Nada tengo que oponer a esto, dijo Cebes, y no puedo hacer mas que rendirme a tus razones, pero si Simmias y los otros tienen cualquier cosa que objetar, harán muy bien en no callar, porque ¿cuándo volverán a tener otra ocasión como ésta para hablar e ilustrarse acerca de estas materias?

Por mi parte, dijo Simmias, nada tengo tampoco que oponer a las palabras de Sócrates, pero confieso que la grandeza del asunto y de la debilidad natural del hombre me infunden una especie de desconfianza a pesar mío.

No solamente está muy bien dicho lo que acabas de decir, Simmias, sino que por ciertos que nos parezcan nuestros primeros principios, es preciso que volvamos a ocuparnos de ellos para examinarlos con mayor cuidado. Cuando los hayas comprendido suficientemente entenderás sin dificultad mis razonamientos tanto como es posible al hombre, y cuando estés convencido de ellos, ya no buscarás otras pruebas.

Muy bien, dijo Cebes.

Una cosa que es muy justo pensemos, amigos míos, es que si el alma es inmortal, tiene necesidad de que cuiden de ella no solamente en este tiempo, que llamamos el de nuestra vida, sino todavía en el tiempo que ha de seguir a ésta; porque si lo pensáis bien encontraréis que es muy grave no ocuparse de ella. Si la muerte fuera la disolución de toda la existencia tendrían los malos una gran ganancia después de la muerte, libres al mismo tiempo de su cuerpo, de su alma y de sus vicios; pero puesto que el alma es inmortal, no tiene otro medio de librarse de sus males y no hay más salvación para ella que volviéndose muy buena y muy sabia. Porque consigo no lleva mas que sus costumbres y hábitos, que son, se dice, la causa de su felicidad o de su desgracia, desde el primer momento de su llegada al paraje, al que, se dice, que cuando una muere le conduce el genio que le ha guiado durante la vida, un paraje donde los muertos se reúnen para ser juzgados, a fin de que vayan a los infiernos con el guía, al que se le ha ordenado adónde tiene que llevarlos. Y después de recibir allí los bienes o los reales que merecen, permanecen en el mismo lugar el tiempo marcado y entonces otro guía los vuelve a esta vida después de varias revoluciones de siglos. Este camino no es como dice Telefo en Esquilo: «un simple camino conduce a los infiernos». No es único ni simple; si lo fuera no habría necesidad de guía porque no habiendo más que un solo camino, me figuro que nadie se perdería, pero hay muchas revueltas y se divide en varios, como conjeturo por lo que se verifica en nuestros sacrificios y ceremonias religiosas. El alma temperante y sabia sigue voluntariamente a su guía y no ignora la suerte que le espera; pero la que está clavada a su cuerpo por las pasiones, como antes dije, sigue mucho tiempo unida a ellas, lo mismo que a este mundo visible, y sólo después que se ha resistido mucho es arrebatada a la fuerza y contra voluntad por el genio que le ha asignado. Cuando llega a este lugar de reunión de todas las almas, si está impura o manchada por algún asesinato o cualquiera de los otros crímenes atroces, que son las acciones semejantes a ella, huyen de su proximidad todas las almas a las que horroriza; no encuentra compañero ni guía y va errante en el más completo abandono hasta que después de cierto tiempo la necesidad la arrastra al sitio donde debe estar. En cambio, la que pasó su vida en la templanza y la pureza, tiene por compañeros y guías a los mismos dioses, y va a habitar en el lugar que le está preparado, porque hay diversos maravillosos lugares en la Tierra, y esta misma no es tal como se la figuran aquellos que acostumbran a haceros descripciones, como por uno mismo de ellos he sabido.

Simmias le interrumpió diciéndole: ¿Qué has dicho, Sócrates? He oído decir muchas cosas de la Tierra, pero no son las mismas que te han dicho. Me agradaría oírte hablar de esto.

Para referírtelo, caro Simmias, no creo que sea necesario poseer el arte de Glauco30, pero probarte la verdad de ello es más difícil y no sé si bastaría todo el arte de Glauco.

Esta empresa no sólo es quizá superior a mis fuerzas, sino que, aunque no lo fuera, el poco tiempo que me resta de vida no consiente que empecemos un discurso tan largo. Todo lo más que puedo hacer es daros una idea general de esta Tierra y de los diferentes lugares que encierra, tales como me los imagino.

Esto nos bastará, dijo Simmias.

Primeramente, repuso Sócrates, estoy convencido de que si la Tierra está en medio del cielo, y es de forma esférica, no tiene necesidad ni del aire ni de ningún otro apoyo que la impida caer y que el cielo mismo que la rodea por igual y su propio equilibrio bastan para sostenerla, porque todo lo que está en equilibrio en medio de una cosa que lo oprime por igual, no podría inclinarse hacia ningún lado, y por consiguiente estaría fijo e inmóvil; de esto es de lo que estoy persuadido.

Y con razón, dijo Simmias.

Además estoy convencido de que la Tierra es muy grande y que no habitamos en ella más que esta parte que se extiende desde Fasis31 hasta las columnas de Hércules, repartidos alrededor del mar como las hormigas y las ranas alrededor de un pantano. Hay, creo, otros pueblos que habitan otras partes que nos son desconocidas, porque por todas partes en la Tierra hay cavidades de toda clase de tamaños y de figuras en las que el agua, el aire y la niebla se han reunido. Pero la Tierra misma está por encima, en este cielo puro poblado de astros, y al que la mayor parte de los que hablan de él denominan el éter, del cual lo que afluye a las cavidades que habitamos no es más que el sedimento. Sumidos en estas cavernas sin darnos cuenta de ello, creemos habitar en lo alto de la Tierra, casi casi como cualquiera que constituyera su morada en las profundidades del Océano se imaginara habitar encima del mar, y viendo a través del agua, el sol y los otros astros, tomara el mar por el cielo, y como por su peso o por su debilidad no habría subido nunca a la superficie y ni siquiera habría sacado la cabeza fuera del agua, no habría visto que estos lugares que habitamos son mucho más puros y bellos que los que él habita, ni encontrado a nadie que pudiera informarle de ello. Éste es precisamente el estado en que nos encontramos. Confinados en alguna cavidad de la Tierra creemos habitar en lo alto, tomamos el aire por el cielo y creemos que es el verdadero cielo en el que los astros evolucionan. Y la causa de nuestro error es que nuestro peso y nuestra debilidad nos impiden elevarnos por encima del aire, porque si alguno pudiese llegar a las alturas valiéndose de unas alas, apenas habría sacado la cabeza fuera de nuestro aire impuro vería lo que pasa en aquellos dichosos parajes, como los peces que se elevan sobre la superficie del mar ven lo que pasa en este aire que respiramos; y si se encontrase con que su naturaleza le permitía una larga contemplación, reconocería que aquello era el verdadero cielo, la luz verdadera y la verdadera Tierra. Porque esta Tierra que pisamos, estas piedras y todos estos lugares que habitamos, están enteramente corrompidos y roídos como lo que está en el mar está roído por la acritud de las sales. Tampoco crece en el mar nada perfecto ni de precio; no hay en él más que cavernas, arena y fango, y donde hay tierra, cieno. Nada se encuentra allí que pueda ser comparado a lo que vemos aquí. Pero lo que se encuentra en los otros parajes está aún muy por encima de lo que vemos en éstos, y para haceros conocer la belleza de esta Tierra pura que está en medio del cielo os diré si queréis una bella fábula que merece ser escuchada.

Dínosla, porque la escucharemos con el mayor placer, dijo Simmias.

Se dice, mi querido Simmias, que si se mira esta Tierra desde un punto elevado, se parece a unos de esos balones de cuero cubierto de doce franjas de diferentes colores, de los cuales los que los pintores emplean apenas son reflejos, porque los colores de dicha Tierra son infinitamente más brillantes y más puros. Uno es un púrpura maravilloso, otro del color del oro; aquél de un blanco más brillante que el alabastro y la nieve, y así los demás colores, que son tantos y de tal belleza que los que aquí vemos no pueden serles comparados. Las mismas cavidades de esa Tierra llenas de aire y agua tienen matices diferentes de todos los que vemos, de manera que la Tierra presenta una infinidad de maravillosos matices admirablemente diversos. En esta Tierra tan perfecta, todo es de una perfección proporcionada a ella, los árboles, las flores y las frutas; las montañas y las piedras tienen un pulido y un brillo tales, que ni el de nuestras esmeraldas ni nuestros jaspes ni zafiros puede comparársele. No hay ni una sola piedra en aquella Tierra feliz que no sea infinitamente más bella que las nuestras y la causa de ella es que todas aquellas piedras preciosas son puras, que no están corroídas ni estropeadas, como las nuestras, por la acritud de las sales ni por la corrupción de los sedimentos que de allí descienden a nuestra Tierra inferior, donde se acumulan e infectan no sólo la tierra y las piedras, sino los animales y las plantas. Además de todas estas bellezas abundan en aquella Tierra feliz el oro, la plata y otros metales que, distribuidos con abundancia en todas partes, proyectan de todos lados un brillo que deleita la vista, de suerte que el contemplar aquella Tierra es un espectáculo de los bienaventurados. Está habitada por toda clase de animales y por hombres, unos en medio de las tierras y otros alrededor del aire, lo mismo que nosotros alrededor del mar. Los hay también habitando en las islas que el aire forma cerca del continente, porque el aire es allí lo que aquí son el agua y el mar para nosotros; y lo que el aire es aquí para nosotros es para ellos el éter. Sus estaciones están tan bien atemperadas, que sus habitantes viven mucho más que nosotros y siempre exentos de enfermedades, y en cuanto a la vista, el oído, el olfato y los demás sentidos, y hasta la inteligencia misma están por encima de nosotros como el éter aventaja al agua y al aire que respiramos. Tiene bosques sagrados y templos que verdaderamente son morada de los dioses, que dan testimonio de su presencia por los oráculos, profecías e inspiraciones, y por todos los otros signos de su comunicación con ellos. Ven también al Sol y la Luna como realmente son, y todo el resto de su felicidad está en proporción de lo que habéis oído.

Ved, pues, lo que es aquella Tierra con todo lo que la envuelve. En derredor suyo, en sus cavernas, hay una porción de lugares, algunos más profundos y más abiertos que el país que habitamos; otros más profundos, pero menos abiertos, y por último, otros con menos profundidad y menos extensión. Todos estos lugares tienen aberturas en varios sitios en su fondo y se comunican entre sí por galerías, por las cuales corre como en recipientes una enorme cantidad de agua, ríos subterráneos de caudal inagotable, manantiales de aguas frías y otros de calientes, ríos de fuego y otros de fango, unos más líquidos y otros cenagosos como los torrentes de fango y fuego que en Sicilia preceden a la lava. Estos lugares se llenan de una o de otra de estas materias, según sea la dirección que toman las corrientes a medida que se esparcen. Todos estos manantiales se mueven hacia abajo y arriba como un columpio sostenido en el interior de la Tierra. He aquí cómo se efectúa este movimiento. Entre las aberturas de la Tierra hay una, precisamente la mayor, que atraviesa toda la Tierra. De ella habla Homero cuando dice «muy lejos, en el abismo más profundo que hay bajo la Tierra»32. Homero y la mayor parte de los poetas llaman a este lugar el Tártaro. Allá es donde van a parar todos los ríos y de allí salen. Cada uno de ellos tiene la naturaleza de la tierra por encima de la cual corre. Esto hace que estos ríos vuelvan a su curso y es porque no encuentran fondo, pues sus aguas ruedan suspendidas en el vacío, bullendo lo mismo hacia arriba que hacia abajo. El aire y el viento que las envuelven hacen lo mismo y las siguen cuando se elevan y cuando descienden; y lo mismo que en los animales entra y sale el aire incesantemente por la respiración, el aire que se mezcla con estas aguas entra y sale con ellas y provoca vientos furiosos. Cuando estas aguas caen con violencia en el abismo inferior del que he hablado, forman corrientes que vuelven a través de la Tierra a los lechos que encuentran, que llenan como se llena una bomba. Cuando estas aguas salen de allí y vuelven a los lugares que habitamos, los llenan de la misma manera, y de allí se extienden por todas partes bajo la tierra alimentando nuestros mares, nuestros ríos, nuestros lagos y nuestras fuentes. Desaparecen después filtrándose en la tierra, unas después de dar muchos rodeos y otras menores circuitos para volver al Tártaro, en donde entran unas mucho más bajas que no salieron y otras menos, pero todas más bajas. Las unas entran y salen del Tártaro por el mismo lado y las otras entran por el lado opuesto a su salida, y las hay que tienen su curso circular y que después de haber dado una o varias veces la vuelta, a la Tierra, como serpientes que se enroscan, se precipitan a lo más bajo que pueden, van hasta la mitad del abismo, pero más allá, porque la otra mitad está más alta que su nivel. Forman varias corrientes muy grandes; cuatro son las principales, de las cuales la mayor es la que más exteriormente corre por todo el alrededor; es la que se llama Océano. Lo que está enfrente es el Aqueronte, que corre de manera opuesta a través de los parajes desiertos y sumergiéndose en la Tierra se precipita en las marismas de Aquernoiada, adonde las almas van la mayor parte de las veces al salir de la vida y después de permanecer allí el tiempo prescrito, unas más y otras menos, son devueltas a este mundo para animar nuevos cuerpos. Entre el Aqueronte y el Océano corre un tercer río, que no lejos de su fuente cae en un vasto lugar de fuego, donde forma un lago mucho más grande que nuestro mar y en el que se ve hervir el agua mezclada con fango, y saliendo de allí negro y lleno de barro recorre la Tierra y va a parar a la marisma Aquernoiada sin que sus aguas se confundan. Después de dar varias vueltas bajo la Tierra se arroja en lo más bajo del Tártaro; a este río se le denomina Puriflegeton, y de él se ven surgir llamaradas por varias grietas de la Tierra. Frente a éste cae un cuarto río, al principio en un lugar pavoroso y agreste, que dicen es de un color azulado y al que llaman el Estigio; en él forma la laguna Estigia, y después de haber adquirido en las aguas de dicha laguna propiedades horribles, se filtra en la Tierra, donde da varias vueltas dirigiendo su corriente hacia el Puriflegeton, al que por fin se encuentra en la laguna de Aquerón por la extremidad opuesta. Sus aguas no se mezclan con las de los otros ríos, y después de dar la vuelta a la Tierra se precipita como ellos en el Tártaro por el sitio opuesto al Puriflegeton. A este cuarto río le han dado los poetas el nombre de Cocitos.

La naturaleza ha dispuesto así todas estas cosas; cuando los muertos llegan al paraje donde su genio les lleva, se juzga lo primero de todo si llevan una vida justa y santa o no. Aquellos que se encuentra que vinieron ni enteramente criminales ni absolutamente inocentes, son enviados al Aqueronte, donde embarcan en barquichuelas que los llevan hasta la laguna Aquerusiades, donde van a tener su residencia y donde sufren penas proporcionadas a sus faltas y, una vez libres, la recompensa de sus buenas acciones. Los incurables a causa de la enormidad de sus faltas y que cometieron numerosos sacrilegios, asesinatos inicuos, violaron las leyes y se hicieron reos de delitos análogos, víctimas de la inexorable justicia y de su destino fatal, son precipitados al Tártaro, del que jamás saldrán. Pero aquellos que no hayan cometido más que faltas que pueden ser expiadas, aunque muy graves, como la de haberse dejado dominar por la ira contra su padre o su madre o haber matado a alguien en un arrebato de cólera y que han hecho penitencia toda su vida, es necesario que sean precipitados al Tártaro, pero después de haber permanecido un año en él, el oleaje los devuelve a la orilla; los homicidas son enviados al Cocitos, y los parricidas al Puriflegeton, que los arrastra hasta cerca de la laguna Aquerusiades; allí llaman a gritos a los que mataron o contra quienes cometieron actos de violencia, y los conjuran a que les permitan pasar al otro lado de la laguna y los reciban; si los ablandan, pasan y se ven libres de sus males, pero si no, vuelven a ser precipitados en el Tártaro, que los arroja a los otros ríos y esto dura hasta que conmueven a los que fueron sus víctimas; tal es la sentencia que contra ellos pronuncian sus jueces. Pero aquellos a quienes se les reconoce una vida santa, se ven libres de todos los lazos terrestres como de una prisión y son recibidos en las alturas, en aquella Tierra pura donde habitarán. Y de éstos, los que fueron purificados enteramente por la filosofía, viven perdurablemente sin cuerpo y son acogidos en parajes aún más admirables que no es fácil describiros y además no me lo permite el poco tiempo que me queda de vida. Pero lo que acabo de deciros debe bastar, mi querido Simmias, para haceros ver que debemos trabajar toda nuestra vida entera para adquirir virtudes y sabiduría, porque el premio es grande y bello y la esperanza halagadora.

Lo que un hombre de buen sentido no debe hacer es sostener que estas cosas sean como os las he descrito; pero que todo lo que os he dicho del estado de las almas y de sus residencias sea aproximadamente así, creo que puede admitirse, si es cierto que el alma es inmortal, y la cosa vale la pena de correr el riesgo de creerla. Es un azar que es hermoso admitir y del cual debe uno mismo quedar encantado. Ahora comprenderéis por qué me he detenido tanto tiempo en este discurso. Todo hombre, pues, que durante su vida renunció a la voluptuosidad y a los bienes del cuerpo, considerándolos como perniciosos y extraños, que no buscó más voluptuosidad que la que le proporciona la ciencia y adornó su alma, no con galas extrañas, sino con ornamentos que le son propios, como la templanza, la justicia, la fortaleza y la verdad, debe esperar tranquilamente la hora de su partida a los infiernos, dispuesto siempre para este viaje cuando el destino lo llame. Vosotros dos, Simmias y Cebes, y los demás, emprenderéis este viaje cuando el tiempo llegue. A mí me llama hoy el hado, como diría un poeta trágico, y ya es hora de ir al baño, porque me parece mejor no beber el veneno hasta después de haberme bañado, y además ahorraré así a las mujeres el trabajo de lavar un cadáver.

Al acabar de hablar Sócrates, le dijo Critón: Bien está, Sócrates, pero ¿no tienes que hacernos a mí o a los otros ninguna recomendación referente a tus hijos o a algún otro asunto en que te pudiéramos servir?

Nada más, Critón, que lo que siempre os he recomendado: que tengáis cuidado con vosotros mismos, y con ello me haréis un favor, y también a mi familia y a vosotros mismos, aunque ahora nada me prometáis; porque si os abandonarais y no quisierais seguir los consejos que os he dado, de muy poco servirían todas las promesas y protestas que me hicierais hoy.

Haremos cuantos esfuerzos podamos para conducirnos así. Pero dinos, ¿como quieres que te enterremos?

Como se os ocurra, contestó Sócrates; si es que lográis apoderaros de mí y no me escapo de vuestras manos.

Y mirándonos al mismo tiempo que iniciaba una sonrisa, añadió: Me parece que no conseguiré convencer a Critón de que soy el Sócrates que charla con vosotros y que pone en orden todas las partes de su discurso; él se imagina que soy aquel al que va a ver muerto dentro de un instante, y me pregunta cómo me enterrará. Y todo este largo discurso que acabo de pronunciaros para probaros que en cuanto tome el veneno no estaré ya con vosotros, porque os dejaré para ir a disfrutar de la felicidad de los bienaventurados, me parece que ha sido en vano para Critón, que creo se figura que sólo he hablado para consolaros y consolarme. Os ruego, pues, que salgáis garantes por mí cerca de Critón, pero de una manera muy contraria a como él quiso serlo para mí ante los jueces, porque respondió por mí que me quedaría; vosotros diréis por mí, os lo ruego, que apenas haya muerto me iré, a fin de que el pobre Critón soporte más dulcemente mi muerte y que al ver quemar o enterrar mi cuerpo no se desespere como si yo sufriera grandes dolores y no diga en mis funerales que expone a Sócrates, que se lleva a Sócrates y que entierra a Sócrates, porque es preciso que sepas, mi querido Critón, que hablar impropiamente no es sólo cometer una falta en lo que se dice, sino hacer daño a las almas. Hay que tener más valor y decir que sólo es mi cuerpo lo que entierras y entiérralo como te plazca y de la manera que juzgues más conforme con las leyes.

Sin añadir una palabra más se levantó y pasó a una habitación inmediata para bañarse. Critón le siguió y Sócrates nos rogó le esperáramos; así lo hicimos hablando de lo que nos había dicho, examinándolo todavía y comentando lo desgraciados que íbamos a sentirnos, considerándonos como niños privados de su padre y condenados a pasar el resto de nuestra vida en la orfandad.

Cuando salió del baño le llevaron sus hijos, porque tenía tres, dos muy niños y uno bastante grande, y al mismo tiempo entraron las mujeres de la familia. Las habló algún tiempo en presencia de Critón y dioles órdenes; después hizo que se retiraran las mujeres y los niños, y volvió a reunirse con nosotros. El Sol se acercaba ya a su ocaso, porque Sócrates había estado bastante tiempo en el baño. Al entrar se sentó sobre el borde de la cama sin tener tiempo de decirnos casi nada porque el servidor de los Once entró a la vez y acercándose a él le dijo: Sócrates, no tendré que hacerte el mismo reproche que a los otros, porque en cuanto les advierto de la orden de los magistrados que es preciso beban el veneno, me increpan y me maldicen. Pero tú no eres como ellos; desde que entraste en la prisión te he encontrado el más firme, el más bondadoso y el mejor de cuantos aquí han estado presos, y estoy seguro de que de este momento no me guardas ningún rencor; únicamente lo sentirás contra los que son causa de tu desgracia, y los conoces muy bien. Ya sabes, Sócrates, lo que he venido a anunciarte; adiós y procura soportar con ánimo viril lo que es inevitable. Volviose derramando lágrimas y se retiró. Sócrates le siguió con la mirada y le dijo: También yo te digo adiós y haré lo que me dices. Ved, dijo al mismo tiempo, qué honorabilidad la de este hombre y qué bondad: todo el tiempo que he pasado aquí ha estado visitándome constantemente; es el mejor de los hombres, y ahora llora por mí. Pero vamos, Critón, obedezcámosle con agrado. Que me traigan el veneno si está preparado, y si no que lo prepare él mismo.

Pero se me figura, Sócrates, que el Sol está todavía sobre los montes y aún no se ha puesto: sé que muchos no apuraron el veneno hasta mucho tiempo después de recibir la orden; que comieron y bebieron cuanto les plugo, y que algunos hasta disfrutaron de sus amores; por esto no tengas prisa. Todavía tienes tiempo.

Los que hacen lo que dices, Critón, dijo Sócrates, tienen sus razones; creen que es tiempo ganado, y yo tengo las mías para no hacerlo. Porque lo único que creo que ganaría retardando el beber la cicuta sería poseerme el ridículo ante mí mismo al verme tan enamorado de la vida que quisiera economizarla cuando ya no tengo más33. Así, pues, caro Critón, haz lo que te digo y no me atormentes más.

Critón hizo una seña al esclavo que tenía cerca y que salió, volviendo un rato después con el que debía dar el veneno que llevaba preparado en una copa. Al verle entrar le dijo Sócrates: Muy bien, amigo mío, pero ¿qué es lo que tengo que hacer? ¡Instrúyeme!

Pasearte cuando hayas bebido, contestó aquel hombre, y acercarte a tu lecho en cuanto notes que se te ponen pesadas las piernas. Y al mismo tiempo le tendió la copa, que Sócrates cogió, Echecrates, con la mayor calma, sin mostrar emoción, y sin cambiar de color ni de fisonomía, sino mirando al hombre tan firme y seguro de sí mismo como siempre: Dime, dijo, ¿se puede hacer un libamen con esta bebida?

Sócrates, respondió el hombre, no preparamos más que lo necesario para ser bebido.

Comprendo, dijo Sócrates, pero al menos estará permitido, porque es justo elevar sus plegarias a los dioses a fin de que bendigan y hagan próspero nuestro viaje; es lo que les pido: ¡que escuchen mi ruego! Y arrimando la copa a los labios la apuró con una mansedumbre y tranquilidad admirables.

Hasta entonces habíamos tenido casi todos fuerza de voluntad para contener nuestras lágrimas, pero al verle beber, y después que hubo bebido, nos echamos a llorar como los otros. Yo, a pesar de mis esfuerzos, lloré tanto, que no tuve más remedio que cubrirme con mi manto para desahogarme llorando, porque no lloraba por la desventura de Sócrates, sino por mi desgracia al pensar en el amigo que iba a perder. Critón empezó a llorar antes que yo y salió fuera, y Apolodoros, que desde el principio no había hecho más que llorar, empezó a gritar, lamentarse y sollozar de tal manera, que nos partía a todos el corazón, menos a Sócrates. Pero ¿qué es esto, amigos míos?, nos dijo. ¿A qué vienen esos llantos? Para no oír llorar a las mujeres y tener que reñirlas las mandé retirar, porque he oído decir que al morir sólo se deben pronunciar las palabras amables. Callad, pues, y demostrad más firmeza. Estas palabras nos avergonzaron tanto, que contuvimos nuestros lloros. Sócrates, que continuaba paseándose, dijo al cabo de algún rato que notaba ya un gran peso en las piernas y se echó de espaldas en el lecho, como se le había ordenado. Al mismo tiempo se le acercó el hombre que le había dado el tóxico, y después de haberle examinado un momento los pies y las piernas, le apretó con fuerza el pie y le preguntó si lo sentía; Sócrates contestó que no. En seguida le oprimió las piernas, y subiendo más las manos nos hizo ver que el cuerpo se helaba y tornaba rígido. Y tocándolo nos dijo que cuando el frío llegara al corazón nos abandonaría Sócrates. Ya tenía el abdomen helado; entonces se descubrió Sócrates, que se había cubierto el rostro, y dijo a Critón: Debemos un gallo a Esculapio; no te olvides de pagar esta deuda34 . Fueron sus últimas palabras.

Lo haré, respondió Critón; pero piensa si no tienes nada más que decirme.

Nada, contestó; un momento después se estremeció ligeramente. El hombre entonces le descubrió del todo; Sócrates tenía la mirada fija, y Critón al verlo le cerró piadosamente los ojos y la boca.

Ya sabes, Echecrates, cuál fue el fin del hombre de quien podemos decir que ha sido el mejor de los mortales que hemos conocido en nuestro tiempo, y además el más sabio y el más justo de los hombres.




Abajo

El banquete, o del amor


Argumento

El asunto de este diálogo es el amor.

He aquí el preámbulo del que ningún detalle es indiferente. El ateniense Apolodoros refiere a personajes que no se nombran lo ocurrido en un banquete dado a Sócrates, Phaidros, el médico Eryximacos, el poeta cómico Aristófanes y otros invitados por Agatón, cuando fue premiada su primera tragedia. Apolodoros no concurrió a aquella cena, pero conoció todos los detalles por un tal Aristodemos, uno de los convidados, cuya veracidad pudo comprobar con el testimonio del mismo Sócrates. Y estos detalles están muy presentes en su memoria porque hace poco ha tenido ocasión de contarlos. Los aparentemente más sencillos tienen su importancia. Los convidados se han reunido ya en casa de Agatón; Sócrates es el único que se está haciendo esperar. Se le ve dirigirse muy pensativo a la morada de su anfitrión y detenerse largo rato inmóvil y abstraído a pesar de que reiteradamente se le llama mientras comienza la cena. ¿No es ésta una imagen sensible de su frugalidad proverbial y de su decidida inclinación a la meditación más que a la actividad exterior que distrae a los demás hombres? Entra en casa de Agatón hacia el final de la cena, y su llegada imprime a la reunión un carácter de sobriedad y de gravedad desusadas. Por indicación de Eryximacos acuerdan los comensales beber con moderación, despedir a la flautista y entablar una conversación. ¿De qué se hablará? Del amor, asunto favorito de Platón. ¡Qué arte de preparar el espíritu a la teoría que sin esfuerzo va a desarrollarse, pero con una consecuencia lógica en el discurso que cada uno de los concurrentes ha de pronunciar acerca del Amor! ¡Y qué cuidado para precaver de la monotonía al conservar a estos sutiles discursantes la manera de pensar y de decir más conveniente al carácter y a la profesión de cada uno! Phaidros habla como un joven, pero como un joven cuyas pasiones han sido ya purificadas por el estudio de la filosofía; Pausanias, como hombre maduro al que la edad y la filosofía han enseñado lo que no saben los jóvenes; Eryximacos se explica como médico; Aristófanes tiene la elocuencia del poeta cómico ocultando tras de sus palabras bufas profundos pensamientos; Agatón se expresa como poeta, y, por último, después de todos, y cuando la teoría se ha ido elevando gradualmente, la completa Sócrates y la expresa en el maravilloso lenguaje de un sabio y de un inspirado.

Phaidros es el primero que toma la palabra para hacer del amor un elogio de un carácter muy loable. Este panegírico es el eco de la opinión de un corto número de hombres a los que una educación liberal ha capacitado para juzgar el amor libre de toda sensualidad grosera y en su acción moral. El amor es un dios y un dios muy antiguo, puesto que ni los prosistas ni los poetas han podido nombrar ni a su padre ni a su madre, lo que significa sin duda que no es fácil explicar su origen sin estudios. Es el dios que más favorece a los hombres, porque no tolera la cobardía en los amantes y siempre les inspira la abnegación. Es como un principio moral que gobierna la conducta sugiriendo a todos los hombres la vergüenza de lo malo y la pasión del bien. «De manera que si por cualquier encantamiento un Estado o un ejército pudieran estar compuestos únicamente de amantes y de amados no existiría pueblo alguno que extremara tanto el horror al vicio y la emulación a la virtud». En fin, es un dios que labra la felicidad del hombre al hacerlo dichoso en la Tierra y en el cielo, donde todo el que ha practicado el bien encuentra su recompensa. «Infierno, dice Phaidros, que de todos los dioses es el Amor el más antiguo, el más augusto y el más capaz de hacer al hombre virtuoso y feliz durante la vida y después de la muerte».

Pausanias es el segundo que habla. Empieza corrigiendo lo que hay de excesivo en este elogio entusiasta; precisa la cuestión después y coloca la teoría del amor en la entrada de su verdadera vía, de una investigación filosófica. El Amor no puede ir sin Venus, es decir, no se explica sin la belleza, primera indicación del lazo tan estrecho que unirá al Amor con lo bello. Hay dos Venus, la una antigua, hija del Cielo, y que no tiene madre, es Venus Urania o celestial; la otra, más joven, hija de Júpiter y de Dione, es la Venus popular. Hay, pues, dos Amores correspondientes a las dos Venus: el primero sensual, popular, no se dirige más que a los sentidos; es un amor vergonzoso que es preciso evitar. Pausanias, después de señalar en cuanto comenzó a hablar este punto olvidado por Phaidros, y satisfecho después de haber dicho estas palabras, no vuelve a ocuparse de él en la continuación de este discurso. El otro amor se dirige a la inteligencia, y por esto mismo al sexo que participa de más inteligencia, al sexo masculino. Este amor es digno de ser buscado y honrado por todos. Pero exige para ser bueno y honorable varias condiciones difíciles de reunir en el amante. Éste no debe consagrar su afecto a un amigo demasiado joven, porque no podrá prever cómo serán más adelante el cuerpo y el espíritu de su amigo: el cuerpo puede deformarse con el crecimiento y el espíritu corromperse; es de prudentes evitar estas equivocaciones buscando jóvenes con preferencia a los niños. El amante debe conducirse en su trato con su amigo observando las reglas de la honorabilidad: «es deshonesto acordar sus favores a un hombre vicioso con malos fines». Y no lo es menos el ceder a un hombre rico y poderoso por el afán del lucro o de honores. El amante debe amar el alma y el alma la virtud. El amor tiene por fundamento un cambio de servicios recíprocos entre el amante y el amigo con el fin de «hacerse mutuamente felices». Estas reflexiones, cada vez más acentuadas de Pausanias, han separado el elemento de la cuestión, que quedará siendo el objeto de todos los demás discursos; elemento a la vez psicológico y moral, dispuesto a transformarse y a incrementarse más.

El médico Eryximacos que discursea el tercero guarda en su manera de enfocar el tema del amor, en la naturaleza del desarrollo que da a su pensamiento y hasta en su dicción todos los rasgos familiares propios de su sabia profesión. Acepta desde el principio la diferencia de los dos amores indicada por Pausanias, pero va más allá que él. Se propone establecer que el amor no reside únicamente en el alma de los hombres, sino que está en todos los seres; lo considera como la unión y la armonía de los contrarios y prueba la verdad de su definición con los ejemplos siguientes: el amor está en la Medicina en el sentido de que la salud del cuerpo resulta de la armonía de las cualidades que constituyen el buen y el mal temperamento. El arte de un buen médico es tener la habilidad de restablecer esta armonía cuando está perturbada y mantenerla. El amor existe en los elementos, puesto que es necesario el acuerdo de lo seco y lo húmedo, de lo caliente y lo frío, naturalmente contrarios, para producir una temperatura moderada. ¿No hay también amor en la música, esta combinación de sonidos opuestos, de lo grave y de lo agudo, de lo lleno y lo sostenido? Lo mismo puede decirse de la poesía, cuyo ritmo sólo es debido a la unión de las breves y las largas. Lo mismo también de las estaciones, que son el feliz temperamento de los elementos entre sí, un acorde de influencias, cuyo conocimiento es el objetivo propio de la Astronomía, y lo mismo también finalmente de la adivinación y la religión, puesto que su objeto es el mantenimiento en una proporción conveniente de lo que hay de bueno y de vicioso en la naturaleza humana y el que los dioses y los hombres vivan en buena inteligencia. El amor, pues, está en todas partes; funesto y perverso cuando los elementos opuestos rehúsan unirse y existe el predominio de uno de ellos, que los hace sustraerse a la armonía; bueno y saludable cuando esta armonía se produce y mantiene. Es fácil de ver que el rasgo saliente de este discurso es la nueva definición del amor: la unión de los contrarios. La teoría se ha ampliado y abre ya ante el espíritu un vasto horizonte, puesto que desde el dominio de la filosofía en la que estaba encerrada en el principio tiende a abarcar por entero todo el orden de las cosas físicas.

Aristófanes, que cuando tuvo que hablar cedió su vez a Eryximacos, sin duda porque lo que él tenía que decir del amor debía ligarse mejor con el lenguaje del célebre médico, siguiéndolo más que precediéndolo, Aristófanes entra en un orden de ideas que parecen diametralmente opuestas y que en el fondo concuerdan entre sí. Para confirmar su opinión y a su vez dar pruebas completamente nuevas de la universalidad del amor imagina una mitología sumamente extraña a primera vista.

En los tiempos primitivos hubo tres especies de hombres: unos que eran todo hombre, otros todo mujer y los terceros hombre y mujer, los Andróginos, especie del todo inferior a las dos primeras. Estos hombres eran todos dobles: dos hombres unidos, dos mujeres unidas y un hombre y una mujer unidos; su unión se verificaba por la piel del vientre, tenían cuatro brazos y cuatro piernas, dos caras en una misma cabeza, opuestas la una a la otra y vueltas del lado de la espalda, los órganos de la generación dobles y colocados en el mismo lado de la cara a la terminación de la espalda. Los dos seres así unidos, llenos de amor el uno por el otro, engendraban a sus semejantes no uniéndose, sino dejando caer la semilla a tierra como las cigarras. Esta raza de hombres era fuerte, se volvió orgullosa, atrevida y osada, hasta el punto que, como los gigantes de la fábula, trató de escalar el cielo. Para castigarla y disminuir su fuerza resolvió Júpiter dividir a estos hombres dobles. Empezó por cortarlos en dos, encargando a Apolo que curara la herida. El dios arregló el vientre y el pecho, y para humillar a los culpables les volvió la cara hacia el lado por donde se había hecho la separación, a fin de que tuvieran siempre ante los ojos el recuerdo de su fracasada aventura. Los órganos de la generación habían quedado en el lado de la espalda, de manera que cuando las mitades separadas, atraídas por el ardor del amor, se acercaban la una a la otra, no podían engendrar y la raza se perdía. Intervino Júpiter, puso delante aquellos órganos e hizo posibles la generación y la reproducción. Pero desde entonces se verificó la generación por la unión del varón con la hembra y la saciedad separó uno del otro a los seres del mismo sexo primitivamente unidos. Mas han guardado en el amor que sienten el uno por el otro el recuerdo de su antiguo estado; los hombres nacidos de los hombres dobles se aman entre sí, como las mujeres nacidas de las mujeres dobles también se aman unas a otras, como las mujeres nacidas de los Andróginos aman a los hombres y los hombres nacidos de estos mismos Andróginos sienten el amor a las mujeres.

¿Cuál es el objeto de este mito? Aparentemente, explicar y calificar todas las especies del amor humano. Las conclusiones que se deducen de este doble punto de vista están profundamente marcadas por el carácter de las costumbres griegas en la época de Platón, que contradicen en absoluto a los sentimientos que el espíritu moderno y el cristianismo han hecho prevalecer. Porque si se toma por punto de partida la definición de Aristófanes, que el amor es la unión de los semejantes, se llega a la conclusión de que el amor del hombre a la mujer y de la mujer al hombre es el más inferior de todos, puesto que es la unión de dos contrarios. Hay, pues, que poner por encima de él el amor de la mujer a la mujer buscado por las tribadas, y por encima de estos amores, el del hombre al hombre, el más noble de todos. No es solamente el más noble, sino el único amor verdadero y durable. Por esto, cuando las dos mitades de un hombre doble que se buscan incesantemente llegan a encontrarse, comparten al instante el amor más violento e indisoluble que los vuelve a su primer estado. Y en esto es en lo que el sentir de Aristófanes se acerca al sentimiento de Eryximacos. Hay, en efecto, entre ellos este punto común: que el amor considerado una vez como la armonía de los contrarios y otra como la unión de los semejantes es en todos los casos el deseo de la unidad; es una idea que lleva a la metafísica la teoría de la psicología y de la física.

Agatón hace a su vez uso de la palabra. Es poeta y hábil retórico; por esto exhala su discurso un perfume de elegancia. Anuncia que va a completar lo que todavía falta a la teoría del amor, preguntándose primero cuál es su naturaleza y después sus defectos según ésta. Amor es el más venturoso de los dioses; es, pues, de naturaleza divina. ¿Y por qué el más venturoso? Porque es el más hermoso, escapándose siempre de la vejez y el compañero de la juventud. Es el más tierno y el más delicado, porque escoge para residencia el alma del hombre, que es lo más delicado y tierno que hay después de los dioses; también es el más sutil, porque si no no podría, como lo hace, introducirse en todas partes, penetrar en todos los corazones y salir del mismo modo, y el más gracioso, porque jamás va sin la belleza, fiel al viejo adagio de que el amor y la fealdad siempre están en guerra. Amor es el mejor de los dioses porque es el más justo, ya que nunca ofende ni es ofendido; el más temperante, puesto que la templanza consiste en dominar los placeres y no hay ninguno superior al amor; el más fuerte porque venció al mismo Marte, el dios de la Victoria, y el más hábil, en fin, porque forma él a su antojo a los poetas y a los artistas y es el maestro de Apolo, de las Musas, de Vulcano, de Minerva y de Júpiter. Después de esta ingeniosa pintura de la naturaleza del amor quiere Agatón, como se lo ha prometido a sí mismo, celebrar sus beneficios, y lo hace en una brillante peroración impresa de esta elegancia un poco amanerada que caracterizaba su talento y de las que Platón parece haber querido dar una copia fiel y ligeramente irónica. «La elocuencia de Agatón hace decir a Sócrates, me recuerda a Gorgias».

Todos los comensales han expresado libremente sus ideas acerca del amor; Sócrates es el único que no ha despegado los labios. No le falta razón para hablar el último; evidentemente es el intérprete directo de Platón, y es precisamente en su discurso donde hay que buscar la verdad platónica. Por tanto, se compone éste de dos partes: la una crítica, en la que Sócrates rechaza lo que no le parece admisible en todo lo dicho anteriormente, sobre todo en el discurso de Agatón; la otra dogmática, en la que, conservando la división de Agatón, da su propia opinión acerca de la naturaleza y de los efectos del amor. Helas aquí en análisis:

El discurso de Agatón es hermosísimo, pero quizá más penetrado de poesía que de filosofía y más engañador que verídico. Sostiene, en efecto, que el Amor es un dios, que es hermoso y bueno, pero nada de esto es verdad. El amor no es hermoso porque no posee la belleza, puesto que la desea y sólo se desea lo que no se tiene. Tampoco es bueno por la razón de que todas las cosas buenas son bellas, y lo bueno es de una naturaleza inseparable de lo bello. Se deduce que el amor no es bueno puesto que no es bello. Queda por probar que no es dios. Aquí, y por un artificio de compensación que se asemeja a una especie de protesta implícita contra el papel hasta este momento completamente sacrificado de la mujer en esta conversación acerca del amor, pone Platón sus opiniones en boca de una mujer, la extranjera de Mantinea, que las expresa y no Sócrates.

De boca de Diotime, «maestra en amor y en muchas otras cosas», declara Sócrates haber aprendido todo lo que sabe referente al amor. Ella empezó por hacerle saber que el amor no es hermoso ni bueno como él ha probado, y por consiguiente, que no es dios. Si en efecto fuera dios, sería hermoso y bueno, porque los dioses, a los que nada les falta, no pueden estar privados de bondad ni de belleza. ¿Quiere decir esto que el amor sea un ser malo y feo? No puede deducirse necesariamente, porque entre la belleza y la fealdad y entre la bondad y la maldad hay un término medio lo mismo que entre la ciencia y la ignorancia. Pues ¿qué es entonces? El amor es un ser intermedio entre lo mortal y lo inmortal, en una palabra, un demonio. La función de un demonio es servir de intérprete entre los dioses y los hombres, llevando de la Tierra al cielo el homenaje y los votos de los mortales, y del cielo a la Tierra las voluntades y los beneficios de los dioses. Como demonio, mantiene el amor la armonía entre la esfera humana y la divina y aproxima estas naturalezas contrarias; en unión de los otros demonios, es el lazo que une el gran todo. Esto es lo mismo que decir que el hombre se eleva hasta Dios por el esfuerzo del amor: es el fondo presentido del verdadero pensamiento de Platón, pero todavía falta desarrollarlo y aclararlo.

¿De qué serviría conocer la naturaleza y la misión del amor si se debieran ignorar su origen, su objeto, sus efectos y su fin supremo? Platón no ha querido dejar en la duda estas preguntas. El Amor fue concebido el día del nacimiento de Venus y es hijo de Poros, el dios de la Abundancia, y de Penia, la diosa de la Pobreza; esto explica a su vez su naturaleza semidivina y su carácter. De su madre ha heredado el ser pobre, delgado, desvalido, sin hogar y mísero, y de su padre el ser varón, emperador, fuerte, cazador afortunado y siempre sobre la pista de lo bueno y lo bello. Es apasionado por la sabiduría, que es buena y bella por excelencia, no siendo bastante sabio para poseerla ni bastante ignorante para creer que la posee. Su objeto, en último análisis, es lo bello y lo bueno, que Platón identifica en una sola palabra: la belleza. Pero es preciso comprender bien lo que es amar lo bello: es desear apropiárselo y poseerlo siempre para ser feliz. Y como no hay hombre que no aspire a su propia felicidad y no la busque, es preciso distinguir entre todos quién es aquel a quien se le aplica esta caza tras la felicidad en la posesión de lo bello. Es el hombre que aspira a la producción en la belleza según el espíritu. Y como no se juzga perfectamente dichoso más que con la seguridad de que esta producción debe perpetuarse sin interrupción y sin fin, se deduce que el amor verdaderamente no es más que el deseo mismo de la inmortalidad, que es la única inmortalidad que es posible al hombre según el cuerpo, y que se produce por el nacimiento de hijos, por la sucesión y sustitución de un ser joven a uno viejo. Este deseo de perpetuarse es la razón del amor paternal, de esta solicitud para asegurar la transmisión de su nombre y de sus bienes. Pero por encima de esta producción y de esta inmortalidad, según el cuerpo, están aquellas que se logran según el espíritu. Éstas son lo propio del hombre que ama la belleza del alma y que trata de inculcar en un alma bella que le ha sucedido los rasgos inestimables de la virtud y del deber. Ésta perpetúa la sabiduría cuyos gérmenes existían en él, y así se asegura una inmortalidad muy superior a la primera.

Las últimas páginas del discurso de Sócrates están consagradas a señalar la serie de esfuerzos por los cuales el amor se eleva gradualmente hasta su fin supremo. El hombre poseído de amor se siente atraído al principio por un cuerpo hermoso y después por todos los cuerpos, cuyas bellezas son todas hermanas las unas de las otras. Éste es el primer grado del amor. En seguida se enamora de las almas bellas y de todo lo que en ellas es bello, acciones y sentimientos. Atraviesa este segundo grado para pasar de la esfera de las acciones de la inteligencia; en ésta se siente apasionado de todas las ciencias, cuya belleza le inspira con inagotable fecundidad los pensamientos más elevarlos y todos los grandes discursos que constituyen la filosofía. Pero entre todas las ciencias hay una que cultiva por completo toda su alma, y es la ciencia misma de lo bello, cuyo conocimiento es el colmo y la perfección del amor. ¿Y qué es esto tan bello, tan codiciable y tan difícil de alcanzar? Es la belleza en sí, eterna y divina, la única belleza real de la que todas las otras son sólo un mero reflejo: Iluminado por su luz pura inalterable, hombre afortunado entre muchos a quienes les es dado contemplarlo al fin, siente nacer en él y engendra en los otros toda clase de virtudes; este hombre es verdaderamente dichoso y verdaderamente inmortal.

Después del discurso de Sócrates parece que se ha dicho cuanto pudo decirse acerca del amor y que el banquete debe de terminar. Pero a Platón le pareció bien poner en un relieve inesperado la altura moral de su teoría por el contraste con la bajeza de los afectos ordinarios de los hombres. He aquí el motivo de que de repente se vea llegar a Alcibíades medio borracho, la testa coronada de hiedra y violetas, acompañado de tocadoras de flauta y de un tropel de amigos embriagados. ¿Qué significa esta orgía en medio de estos filósofos? ¿No pone ante los ojos, según las expresiones de Platón, el eterno contraste entre la Venus celestial y la Venus popular? Pero el ingenioso autor de El banquete saca de ello otro poderoso efecto. La orgía, que amenazaba ser contagiosa, cesa como por encanto en el momento en que Alcibíades reconoce a Sócrates. ¡Qué imagen del poder del genio y de la superioridad de esta moral de Sócrates en el discurso en que Alcibíades hace contra su voluntad el más magnífico elogio de este encantador y revela su afecto a la persona de Sócrates, su admiración ante aquella razón superior y serena y la vergüenza de sus propios extravíos!

Cuando Alcibíades acaba de hablar, comienza a circular la copa entre los invitados, que sucesivamente van sucumbiendo a la embriaguez. Sócrates, solo, invencible, porque su pensamiento, separado de estos desórdenes, preserva de ellos su cuerpo, se entretiene hablando de diversos asuntos con los que resisten, hasta las primeras horas del día. Entonces, y cuando todos los comensales se han rendido al sueño, abandona la morada de Agatón para ir a entregarse a sus ocupaciones cotidianas: última imagen de esta alma esforzada que la filosofía había inmunizado contra las pasiones.



INTERLOCUTORES
 

 
APOLODOROS.
EL AMIGO DE APOLODOROS.
SÓCRATES.
AGATÓN.
PHAIDROS.
PAUSANIAS.
ERYXIMACOS.
ARISTÓFANES.
ALCIBÍADES.




APOLODOROS.-   Creo que estoy bastante bien preparado para narraros lo que me pedís, porque últimamente cuando desde mi casa de Faleron35 regresaba a la ciudad, me vio un conocido mío que iba detrás de mí y me llamó desde lejos y bromeando: ¡Hombre de Faleron, Apolodoros! ¿No puedes acortar el paso? -Me detuve y lo esperé-. Apolodoros, me dijo, te buscaba precisamente. Quería preguntarte lo que pasó en la casa de Agatón el día en que cenaron allí Sócrates, Alcibíades y algunos otros. Se dice que toda la conversación versó sobre el Amor. Algo de ello he sabido por un hombre al que Phoinix, el hijo de Philippo, refirió parte de los discursos, pero este hombre no pudo darme detalles de la conversación; sólo me dijo que tú estabas bien enterado de todo. Cuéntame, pues; después de todo es deber tuyo dar a conocer lo que ha dicho tu amigo, pero dime antes si estuviste presente en aquella conversación. -Me parece muy natural, le respondí, que ese hombre no te haya dicho nada preciso, porque estás hablando de esta conversación como de una cosa acaecida hace poco y como si yo hubiera podido estar presente-. Sí que lo creía. -¿Cómo, le dije, no sabes, Glauco, que hace ya unos años que Agatón no ha puesto los pies en Atenas? De mí puedo decirte que no hace todavía tres que frecuento a Sócrates y que me dedico a estudiar diariamente sus palabras y todas sus acciones. Antes de este tiempo iba errante de un sitio a otro y creyendo llevar una vida razonable era el más desgraciado de los hombres. Me imaginaba, como tú ahora, que lo último de que uno tenía que ocuparse era de la filosofía. -Vamos, déjate de burlas y dime cuándo fue esa conversación-. Tú y yo éramos muy jóvenes; fue en el tiempo en que Agatón alcanzó el premio con su primera tragedia y al día siguiente del que, en honor de su victoria, sacrificó a los dioses rodeado de sus coristas. -Hablas de algo ya lejano, me parece; pero ¿de quién tienes todo lo que sabes? ¿Del mismo Sócrates? -¡No, por Júpiter!, le contesté, de un tal Aristodemos de Kydaethenes, un hombrecito que siempre va descalzo. Ése estuvo presente, y si no estoy equivocado era entonces uno de los más fervientes admiradores de Sócrates. Algunas veces he interrogado a Sócrates acerca de algunas cosas que había oído a este Aristodemos y lo que ambos me dijeron fue siempre lo mismo. -¿Por qué tardas tanto en referirme la conversación? ¿En qué podríamos emplear mejor el camino que nos queda hasta Atenas? -Consentí y durante todo el trayecto fuimos hablando de esto. Por lo cual, como te he dicho hace un momento, estoy bastante bien preparado y cuando queráis podréis oír mi narración. Debo deciros que además de lo provechoso que es hablar u oír hablar de filosofía, no hay nada en el mundo en lo que con más gusto tome parte; en cambio me muero de fastidio cuando os oigo a vosotros, los que tenéis dinero, hablar de vuestros intereses. Deploro vuestra ceguedad y la de vuestros amigos, porque creéis hacer maravillas y no hacéis nada bueno. Es probable que vosotros por vuestra parte me tengáis mucha lástima y me parece que tenéis razón, pero yo no creo que se os haya de compadecer, sino que se os compadece ya.

EL AMIGO DE APOLODOROS.-  Siempre has de ser el mismo Apolodoros: siempre hablando mal de ti mismo y de los demás y persuadido de que todos los hombres, exceptuando a Sócrates, son unos miserables. No sé por qué no te apodan el Furioso; pero bien sé que hay algo de esto en tus discursos. Estás agriado de ti mismo y de toda la humanidad, exceptuando a Sócrates.

APOLODOROS.-   ¿Te parece que es preciso estar furioso o privado de razón para hablar así de mí y de todos vosotros?

EL AMIGO DE APOLODOROS.-  No es éste el momento a propósito para disputar. Ríndete sin más tardar a mi petición y repíteme los discursos que se pronunciaron en casa de Agatón.

APOLODOROS.-   Voy a complacerte; pero mejor será que tomemos la cosa desde el principio, como Aristodemos me la contó.

Encontré a Sócrates, me dijo, que salía del baño y contra su costumbre llevaba sandalias. Le pregunté adónde iba tan compuesto. -Voy a cenar en casa de Agatón, me contestó. Rehusé asistir a la fiesta que dio ayer por temor al gentío, pero me comprometí a ir hoy; por esta me ves tan engalanado. Me he compuesto mucho para ir a casa de un guapo mozo. Y a ti, Aristodemos, ¿no te entran ganas de venir a cenar también, aunque no estés invitado? -Como quieras, le respondí. -Pues ven conmigo y formemos el proverbio haciendo ver que un hombre honrado puede ir a cenar a casa de otro hombre honrado sin que se lo hayan rogado. De buena gana acusaría a Homero36 no sólo de no haber modificado este proverbio, sino de haberse burlado de él, cuando después de habernos mostrado a Agamenón como un gran guerrero y a Menelao como un combatiente de poco empuje, le hace ir al festín de Agamenón sin estar invitado, es decir, un inferior a la mesa de un superior que está por encima de él. Temo, dije a Sócrates, no ser como quisieras que fuese sino más bien, según Homero, el hombre adecuado que se presenta en el comedor del sabio sin estar invitado. Pero ya que eres tú quien me lleva, a ti te incumbe defenderme, porque no confesaré que voy sin invitación; diré que eres tú quien me has convidado. -Somos dos, respondió Sócrates, y uno u otro encontrará lo que habrá que decir. Vamos, pues.

Charlando amistosamente nos dirigimos a la morada de Agatón, pero durante el trayecto, Sócrates, que se había puesto pensativo, fue quedándose atrás. Me detuve para esperarle, pero me dijo que siguiera adelante. Al llegar a casa de Agatón, encontré la puerta abierta y hasta me ocurrió una aventura bastante cómica. Un esclavo de Agatón me condujo sin demora a la sala donde los comensales se habían sentado ya a la mesa esperando que se les sirviera. Apenas me vio Agatón, exclamó: Bien venido seas, ¡oh Aristodemos!, si vienes a cenar. Si es para otra cosa hablaremos de ella otro día. Te busqué ayer para rogarte que fueras uno de los nuestros, pero no pude encontrarte. ¿Por qué no has traído a Sócrates? -Al oírle me vuelvo y veo que Sócrates no me ha seguido. -He venido con él, que es quien me ha invitado, le dije. -Has hecho bien, repuso Agatón, pero ¿dónde está? -Me seguía y no concibo lo que puede haber sido de él. -Niño, dijo Agatón, ve a buscar a Sócrates y tráenoslo. Y tú, Aristodemos, colócate al lado de Eryximacos. Niño, que le laven los pies para que pueda ocupar su sitio. -Entretanto, anunció otro esclavo que había encontrado a Sócrates parado sobre el umbral de una casa inmediata, pero que por más que le llamaba para que viniera no quería hacerle caso. -¡Que cosa tan extraña!, dijo Agatón. Vuelve y no te separes de él mientras no venga. -No, no, dije, dejadle. Muy a menudo le ocurre detenerse donde se encuentra. Si no me engaño, muy pronto le veréis entrar. No le digáis nada, dejadle. -Si opinas así, sea como dices, replicó Agatón. ¡Niños, servidnos! Traednos lo que queráis, como si no tuvieseis aquí quien pueda daros órdenes, porque es una molestia que nunca me he tomado. Miradnos a mis amigos y a mí como si fuéramos vuestros convidados. Haced lo mejor que sepáis y haceos honor a vosotros mismos.

Comenzamos a cenar y Sócrates no venía. A cada instante quería Agatón que se le fuera a buscar, pero yo lo impedía siempre. Por fin se presentó Sócrates después de habernos hecho esperar algún tiempo, como solía, y cuando ya habíamos medio cenado. Agatón, que estaba sentado solo en un triclinio, en un extremo de la mesa, le rogó se pusiera a su lado. -Ven, dijo, Sócrates; quiero estar lo más cerca posible de ti para procurar tener mi parte de los sabios pensamientos que has encontrado cerca de aquí, porque tengo la certeza de que has encontrado lo que buscabas; si no, estarías todavía en el mismo sitio. -Cuando Sócrates hubo ocupado su puesto, dijo: ¡Ojalá pluguiera a los dioses que la sabiduría, Agatón, fuera una cosa que pudiera verterse de una inteligencia a otra cuando dos hombres están en contacto, como el agua pasa de una copa llena a otra vacía a través de una tira de lana! Si el pensamiento fuera de esta naturaleza, sería yo el que tendría que llamarse dichoso por estar cerca de ti, porque me parece que me llenaría de la buena y abundante sabiduría que posees; la mía es algo mediocre y equívoca, por decirlo así, un sueño. La tuya, al contrario, una magnífica sabiduría y rica de las esperanzas más bellas, como lo atestiguan el brillo con que luce desde tu juventud y el aplauso que más de treinta mil griegos acaban de tributarle. -Eres un burlón, contestó Agatón; ya examinaremos qué sabiduría es mejor; si la tuya o la mía, y Baco será nuestro Juez. Pero ahora no pienses más que en cenar.

Sócrates se sentó, y cuando él y los otros convidados terminaron de cenar, se hicieron las libaciones y cantó un himno en honor del dios y después de todas las otras ceremonias religiosas ordinarias, se habló de beber. Pausanias tomó entonces la palabra:

Veamos, dijo, cómo beberemos para que no nos siente mal. Debo confesar que todavía noto los efectos de la comilona de ayer y que tengo necesidad de respirar un poco, como pienso os debe de suceder a la mayor parte de vosotros, porque ayer fuisteis de los nuestros. Tengamos, pues, cuidado de beber moderadamente. -Pausanias, dijo Aristófanes, no sabes con qué agrado escucho tu consejo para que seamos temperantes, porque soy uno de los que menos moderados estuvieron ayer. -¡Cómo me agradáis cuando estáis de tan excelente humor!, dijo Eryximacos, hijo de Acumenos. Pero todavía queda por hacer una advertencia: ¿se encuentra Agatón en disposición de beber? -No estoy muy fuerte, respondió éste, pero todavía puedo beber algo. -Para nosotros es un hallazgo, replicó Eryximacos, y al decir nosotros me refiero a Aristodemos, Phaidros y a mí, que opinéis así los buenos bebedores porque nosotros a vuestro lado somos malos bebedores. Exceptúo a Sócrates que bebe como se quiere y poco le importa el partido que se tome. Así, y puesto que no vengo animado a hacer demasiados honores a los vinos, no se me podrá tildar de inoportuno si os digo algunas verdades acerca de la embriaguez. Mi experiencia de médico me ha hecho ver perfectamente que el exceso de vino es funesto para el hombre. Yo, por mi parte, lo evitaré cuando pueda y nunca lo aconsejaré a los demás, sobre todo, cuando tengan la cabeza pesada de una orgía de la víspera. -Sabes, le dijo Phaidros de Myrrhinos, interrumpiéndole, que siempre me presto a tu opinión, principalmente cuando hablas de medicina, pero hoy tienes que reconocer que todo el mundo está muy razonable.

No hubo más que una voz; de común acuerdo se decidió que no habría excesos y que se bebería lo que cada uno comprendiese poder beber. -Puesto que así se ha convenido, dijo Eryximacos, y no se obligará a nadie a beber más que lo que le apetece, propongo que empecemos por despedir a la tocadora de flauta. Si quiere tocar lejos de aquí para distraerse, que toque, o si prefiere para las mujeres en el interior. Nosotros, si queréis hacerme caso, entablaremos una conversación y si os parece bien hasta os propondré el tema.

Todos aplaudieron, incitándole a entrar en materia. Eryximacos continuó: Empezaré por este verso de la Melanippe de Eurípides: este discurso no es mío, sino de Phaidros. Porque Phaidros me dice todos los días con una especie de indignación: ¿no es una cosa extraña, Eryximacos, que entre tantos poetas que han compuesto himnos y cánticos en honor de la mayoría de los dioses, no haya habido ni siquiera uno que haya hecho el elogio del Amor que es un dios tan grande? Mira a los hábiles sofistas, que todos los días componen sendos discursos en prosa en loor de Hércules y otros semidioses, y para no citar más que un nombre me referiré al famoso Prodikos, y no es algo que pueda sorprenderos. Hasta he visto un libro titulado: «Elogio de la sal», en el que su sabio autor exagera las maravillosas cualidades de la sal y los grandes servicios que presta al hombre. En pocas palabras: no encontrarás casi nada que no haya tenido ya su panegírico. ¿Cómo, pues, puede explicarse que en este ardor de alabar tantas cosas, nadie hasta hoy haya emprendido la tarea de celebrar dignamente al Amor y que haya olvidado a un dios tan grande? Yo, continuó Eryximacos, comparto la indignación de Phaidros; quiero pagar, pues, mi tributo al Amor y ganarme su benevolencia. Me parece al mismo tiempo que a una compañía como la nuestra no le estaría de más honrar a este dios. Si os parece no busquemos más tema para nuestra conversación. Cada uno improvisará lo mejor que pueda un discurso en elogio del amor. Se dará la vuelta de izquierda a derecha. Phaidros, por su categoría, será el primero que hable, y yo después, por ser el autor de la proposición que os hago. Nadie se opondrá a tu voto, Eryximacos, dijo Sócrates; yo, desde luego, no, y eso que hago profesión de no saber más cosa que del Amor; ni tampoco Agatón, ni Pausanias, ni Aristófanes seguramente, que por entero está consagrado a Venus y Baco. E igualmente puedo responder del resto de la compañía, aunque, si he de decir la verdad, la partida no es igual para nosotros que estamos sentados los últimos. En todo caso, si los que nos preceden cumplen con su deber y agotan la materia, estaremos en paz dándoles nuestra aprobación. Que bajo felices auspicios comience, pues, Phaidros a hacer el elogio del Amor.

La proposición de Sócrates fue adoptada por unanimidad. No debéis esperar de mí que os repita palabra por palabra los discursos que se pronunciaron. Aristodemos, de quien tengo todas estas noticias, no me los pudo repetir perfectamente, y yo mismo me olvidaré de alguna cosa de lo que me refirió, pero os repetiré lo esencial. He aquí, pues, según él, cuál fue el discurso de Phaidros:

«El Amor es un dios muy grande bien digno de ser honrado entre los dioses y entre los hombres por mil razones, pero principalmente por su antigüedad, porque no hay dios tan antiguo como él. Y la prueba es que no tiene padre ni madre. Ningún poeta ni prosista ha podido atribuírselos. Según Hesíodo37, al principio existió el Caos; después la Tierra de amplio seno, base eterna e inquebrantable de todas las cosas, y el Amor. Hesíodo, por consecuencia, hace que la Tierra y el Amor sucedan al caos. Parménides habla así de su origen:

»El amor es el primer dios que él concibió38

»Akusilaos39 comparte la opinión de Hesíodo. Así pues, de un común acuerdo, es el Amor el más antiguo de los dioses y de todos ellos el que más beneficios concede a los hombres. Porque no conozco ventaja mayor para un joven que tener un amante virtuoso y para un amante que amar un objeto virtuoso. Abolengo, honores, riquezas, nada puede inspirar al hombre como el Amor lo que es necesario para llevar una vida honorable: quiero decir la vergüenza de lo malo y la emulación del bien. Sin estas dos cosas es imposible que un particular o un Estado hagan nunca nada gracioso ni bello. Hasta me atrevo a decir que un hombre que ama cometiera una mala acción o recibiera un ultraje sin rechazarlo, no habría padre ni pariente ante quienes este hombre tuviera más vergüenza de presentarse que ante aquel a quien ama. Y vemos que lo mismo sucede al que es amado, porque jamás estará tan abochornado como cuando su amante le sorprende en cualquier falta. De manera que si por cualquier obra de encantamiento un Estado o un ejército pudiera estar compuesto solamente de amantes y de amados, no existiría otro pueblo que profesara tanto horror al vicio ni estimara tanto la emulación a la virtud. Hombres así unidos, aunque fueran en corto número, podrían vencer a los demás hombres. Porque si hay alguien de quien un amante no quisiera ser visto arrojando al suelo sus armas o abandonando sus filas, es el que ama; preferiría morir mil veces antes que abandonar en el peligro a su bienamado y dejarle sin auxilio, porque no hay hombre tan cobarde a quien Amor no infunda el mayor valor y no lo convierta en un héroe. Lo que decía Homero de los dioses que inspiran audacia a ciertos guerreros puede decirse con más justicia del Amor que de ninguno de los dioses. Únicamente los amantes son los que saben morir el uno por el otro. Y no solamente los hombres sino también las mujeres han dado su vida por salvar a los que amaban. Grecia ha visto el admirado ejemplo de Alceste, hija de Pelias; sólo ella se prestó a morir por su esposo, a pesar de tener éste padre y madre; su amor sobrepujó tanto al cariño y a la amistad de aquéllos que comparados con ella parecieron ser unos extraños para su hijo, y su parentesco no más que nominal. Y aunque en el mundo se hayan llevado a cabo nobilísimos actos, sólo hay muy pocos que hayan logrado rescatar de los infiernos a los que a éstos descendieron; pero la acción de Alceste pareció tan bella a los hombres y a los dioses, que éstos, prendados de su valor, la volvieron a la vida. Verdad es que un amor noble y generoso se hace estimar hasta de los mismos dioses.

»No trataron así a Orfeo, hijo de Oiagros, al que enviaron a los infiernos sin concederle lo que pedía. En vez de devolverle su esposa, a la que iba a buscar, no le enseñaron más que su fantasma, porque, como músico que era, le faltó valor, y en vez de imitar a Alceste y morir por la que amaba, se ingenió para descender en vida a los infiernos. Por esto, indignados los dioses, le castigaron por su cobardía, haciéndole perecer a mano de las mujeres. En cambio, honraron a Aquiles, hijo de Tetis, y le recompensaron enviándole a las islas Afortunadas, porque habiéndole predicho su madre que si mataba a Héctor moriría en seguida después, y que si no le combatiera, volvería al hogar paterno, donde moriría después de edad muy avanzada, no vaciló, sin embargo, ni un instante en defender a su amante Patroclo y en vengarle con desprecio de su propia vida, y quiso no sólo morir por un amigo, sino hasta morir sobre el cuerpo de aquel amado40. Por esto los dioses le tributaron más honores que a hombre alguno en su admiración ante aquel testimonio de abnegación por aquel de quien era amado. Esquilo se burla de nosotros cuando nos dice que Aquiles era el amante de Patroclo, él que no sólo era más bello que Patroclo, sino que todos los otros héroes. Era todavía imberbe y mucho más joven, como dice Homero41. Y verdaderamente, si los dioses aprueban lo que se hace por el que se ama, estiman, admiran y recompensan de muy diferente manera lo que se hace por aquel de quien se es amado. En efecto, el que ama es algo más divino que el que es amado, porque está poseído de un dios. Por esto ha sido Aquiles todavía mejor tratado que Alceste después de su muerte en la isla de los bienaventurados. Concluyo diciendo que, de todos los dioses, el Amor es el más antiguo, el más augusto y el más apto para hacer virtuoso y feliz al hombre durante su vida y después de su muerte».

Así terminó Phaidros su discurso. Aristodemos omitió los de otros que había olvidado y habló de Pausanias, que dijo así:

«No apruebo, Phaidros, la simple proposición que se ha hecho de elogiar al ardor. Esto estaría bien si sólo hubiese un amor, pero como no es así, porque hay varios, habría sido mejor decir ante todo cuál es el que tenemos que elogiar, que es lo que voy a ensayar hacer. Empezaré diciendo qué amor es el que merece ser elogiado, y después lo alabaré lo más dignamente que pueda. Es sabido que sin el Amor no habría una Venus; si ésta fuera solamente una no habría más que un Amor, pero puesto que hay dos Venus, tiene que haber también dos Amores. ¿Quién duda de que hay dos Venus? La una, la mayor, hija del Cielo y que no tiene madre, es la que nosotros denominamos Venus celestial; la otra más joven es hija de Júpiter y de Dione y la llamamos Venus popular. Se deduce que de los dos Amores que son los ministros de estas dos Venus, hay que llamar a uno el celestial y al otro el popular. Todos los dioses, sin duda, son dignos de ser venerados, pero distingamos bien las funciones de estos dos amores.

»Toda acción por sí misma no es bella ni fea: lo que hacemos actualmente, comer, beber, discurrir, nada de esto es bello por sí mismo, pero puede serlo por la manera como se haga: bello si se hace según las de la justicia y la honorabilidad, y feo si se hace contra estas reglas. Lo mismo sucede al amar. Todo amor en general no es ni bello ni digno de encomio, sino únicamente el que nos incita a amar honradamente. El Amor de la Venus popular es popular también y no inspira más que bajezas; el Amor que reina entre los malos, que aman sin selección lo mismo a las mujeres que a los jóvenes, al cuerpo más que al alma, mientras más insensato se es, se es tanto más solicitado por los malos, que sólo aspiran al goce sensual, y con tal de conseguirlo poco les importan los medios con que lo logran. De aquí procede el que hagan cuanto se les ocurre, lo mismo lo bueno que lo contrario, porque su Amor es el de la Venus más joven, que nació del varón y de la hembra. Pero como la Venus celestial no nació de la hembra, sino sólo del varón, el Amor que la acompaña no busca más que a los niños. Afecto a una diosa de más edad y que por tanto no tiene los fogosos sentidos de la juventud, aquellos a quienes inspira no aman más que al sexo masculino naturalmente más fuerte y más inteligente. He aquí las características por las cuales se podrá reconocer a los verdaderos servidores de este Amor: no se sienten atraídos por una gran juventud, sino por jóvenes cuya inteligencia comienza a desenvolverse, es decir, a los cuales les apunta el bozo. Porque su objeto no es, a mi parecer, aprovecharse de la imprudencia de un joven amigo y seducirle para dejarle después, y riéndose de su victoria correr tras cualquier otro; se unen con el pensamiento de no separarse más y pasar toda la vida con el que aman. Sería verdaderamente deseable que existiera una ley que prohibiera amar a mancebos demasiado jóvenes para evitar emplear su tiempo en una cosa tan incierta, porque ¿quién sabe en lo que se convertirá un día esa juventud?, porque con los niños el porvenir es dudoso, se ignora cómo se volverán el cuerpo y el espíritu y si sus inclinaciones los encaminarán hacia el vicio o la virtud. Los sabios y prudentes se imponen voluntariamente una ley tan justa, pero sería preciso hacerla observar rigurosamente a los amantes populares de que hablamos y prohibirles estas clases de contratos como se les impide en la medida de lo posible amar a las mujeres de condición doble, puesto que no tienen derecho a amarlas. Ésos son los que han deshonrado al amor, hasta el extremo de que algunos han dicho que es vergonzoso conceder favores a los amantes. Su amor intempestivo e injusto a una exagerada juventud es el único que ha dado lugar a una opinión semejante, puesto que nada de lo que se hace inspirándose en los sentimientos de sabiduría y honradez puede ser censurado justamente.

»Las leyes que reglan el amor en los otros países son fáciles de comprender por su sencillez y precisión. En la ciudad de Atenas y en las de Lacedemonia son complicadas y dificultosas y la costumbre está sujeta a explicación. En la Élida, por ejemplo, y en Beocia, donde la gente se muestra poco hábil en el arte de la palabra, se dice sencillamente que es bueno conceder sus favores a quien nos ama; nadie, joven ni anciano, lo encuentra mal. Es preciso creer que en estos países se ha autorizado así el amor para allanar dificultades y que no haya necesidad de recurrir a artificios del lenguaje de los que sus habitantes no son capaces. En la Jonia y en todos los países sometidos al dominio de los bárbaros está declarada esta costumbre como vergonzosa e igualmente se han proscrito la filosofía y la gimnasia. Y es porque los tiranos indudablemente no quieren que entre sus súbditos surjan individuos de gran valor, ni amistades ni uniones vigorosas, que son las que forma el Amor. Los tiranos de Atenas hicieron la experiencia de ellos en otros tiempos. El amor de Aristogeiton y la fidelidad de Harmodios derribaron su poderío. Es, pues, visible que en los Estados donde se considera vergonzoso conceder sus favores a quien nos ama, procede esa severidad de la iniquidad de los que la han establecido, de la tiranía de los gobernantes y de la cobardía de los gobernados, pero en los países donde simplemente se dice que está bien conceder sus favores a quien nos ama, esta indulgencia es una prueba de grosería. Todo esto está más sabiamente ordenado entre nosotros. Pero, como ya lo he dicho, es más difícil de comprender: por una parte se dice que es preferible amar a los ojos de todo el mundo que amar en secreto y que se debe amar con preferencia a los hombres más generosos y virtuosos, aunque sean menos hermosos que los otros. Es verdaderamente sorprendente cómo se interesan todos por los éxitos afortunados de un hombre amado: se le anima, lo que no se haría si no se creyera que es lícito amar; ganarse el afecto del amado se considera bello y el no lograrlo como humillante. La costumbre permite al amante el empleo de medios maravillosos para conseguir su objetivo y no hay ni uno solo de estos medios que no fuera capaz de perderle en la estima de los buenos si se sirviera de ellos para otros fines que no sean el hacerse amar. Porque si un hombre en el afán de enriquecerse o conseguir un empleo o una influencia de naturaleza análoga se atreviera a tener con alguno la menor complacencia de las que un amante concede al que ama, si recurriera a las súplicas, si uniera a éstas las lágrimas, jurara, se acostara delante de su puerta y descendiera a mil bajezas de las que un esclavo se avergonzara, no habría ni amigo ni enemigo que no le impidiera envilecerse hasta ese extremo. Los unos le echarían en cara su manera de conducirse, propia de un adulador y un esclavo; los otros se avergonzarían y tratarían de corregirle. Y todo esto, sin embargo, no sólo no está mal en un hombre que ama, sino que, al contrario, le sienta maravillosamente; no solamente se soportan las bajezas sin ver en ellas nada deshonroso, sino se le aprecia como a un hombre que cumple bien su deber; y lo más extraño todavía es que los amantes son los únicos perjuros a los que no castigan los dioses, porque se dice que en el amor no obligan los juramentos, ya que es verdad que en nuestras costumbres los hombres y los dioses permiten todo a los amantes. No hay, pues, nadie que acerca de esto no esté persuadido de que en esta ciudad es muy loable amar y ser amigo del amado. Y desde otro punto de vista, si se concediera con qué cuidado coloca un padre cerca de sus hijos a un preceptor que vele por ellos y que el deber principal de este preceptor es impedir que hablen con los que los aman; que sus mismos camaradas se burlan de ellos si los ven mantener un comercio semejante y que los ancianos no se oponen a estas burlas y no riñen a sus autores; al ver esto que es costumbre en nuestra ciudad, ¿no se creería que vivimos en una país donde la gente se avergüenza de formar semejantes amistades íntimas? He aquí como hay que explicar esta contradicción: el amor, como dije antes, no es bello ni feo por sí mismo. Es bello si se ama obedeciendo a las leyes de la honorabilidad, y feo si se ama faltando a ellas; porque no es honrado conceder sus favores a un hombre vicioso y por malos motivos, y es honorable rendirse por buenas causas al amor de un hombre que practica la virtud. Llamo hombre virtuoso al amante popular que ama al cuerpo con preferencia al alma, porque su amor no podrá ser duradero, pues que ama una cosa que no dura. Cuando la flor de la belleza que él ama se marchite, le veréis desaparecer sin acordarse de sus palabras ni de ninguna de sus promesas. Pero el amante de un alma bella permanece fiel toda la vida porque ama lo que es duradero. Por esto quiere la costumbre que antes de obligarnos examinemos bien; que nos entreguemos a unos y huyamos de otros; la costumbre anima a unirse a aquéllos y a evitar a éstos, porque discierne y juzga de qué especie es el que ama lo mismo que el que es amado. Se deduce de esto que debe dar vergüenza entregarse muy pronto, porque se exige la prueba del tiempo que hace se conozcan mejor todas las cosas. También es vergonzoso ceder a un hombre rico y poderoso, sea que se sucumba por temor o por debilidad o por dejarse deslumbrar por el dinero o por la esperanza de conseguir empleos, porque aparte de las razones de esta índole no puede engendrar nunca una amistad generosa, se basan además sobre fundamentos poco sólidos y poco durables. Queda un solo motivo con el cual, según nuestras costumbres, se puede favorecer honorablemente a un amante, porque lo mismo que el servir voluntariamente un amante al objeto de su amor nos es considerado como adulación y no se le reprocha, hay también una especie de servidumbre voluntaria que nunca puede ser criticada, y es aquella a que uno se obliga por la virtud. Nosotros estimamos que si un hombre se une a otro en la esperanza de perfeccionarse, gracias a él, en una ciencia o en la virtud, esta servidumbre voluntaria no tiene nada de vergonzosa y no puede ser calificada de adulación. Es preciso que se mire al amor como a la filosofía y a la virtud y que sus leyes tiendan al mismo fin que la de éstas, si se quiere que sea honorable favorecer al que nos ama; porque si el amante y el amado se aman mutuamente en estas condiciones, a saber, que el primero, agradecido a los favores del que ama, esté dispuesto a prestarle cuantos servicios le permita rendirle la equidad, y que por su parte el amado tenga con él todas las complacencias convenientes en reconocimiento del empeño de su amante en tomarle sabio y virtuoso: si el amante es verdaderamente capaz de infundir ciencia y virtud al que ama, y el amado tiene un verdadero deseo de adquirir instrucción y ciencia, si todas estas condiciones se reúnen, únicamente entonces será decoroso conceder sus favores a quien nos ama. Ningún otro motivo puede ser permitido para amar, pero en este caso no será vergonzoso el verse engañado; en todos los demás sí, sea un engañado o no. Porque si en la esperanza de la ganancia se abandona uno a un amante al que se le creía rico y luego se reconoce que es pobre y que no puede cumplir la palabra que dio, la vergüenza no es menor, porque se ha hecho ver que ante la perspectiva de un provecho se puede hacer todo por todo el mundo, lo que dista mucho de ser bello. Al contrario: si después de haber favorecido a un amante creyéndole honorable y en la esperanza de volverse mejor por medio de su amistad se descubre que este amante no es honorable ni posee virtud, es hermoso verse engañado de tal suerte, porque el engaño ha hecho ver el fondo de su corazón; se ha probado que por la virtud, y en la esperanza de llegar a un grado mayor de perfección, se era capaz de emprender todo, y nada más glorioso que esto. Es hermoso, pues, amar por la virtud; este Amor es el de Venus celestial, y es celestial por sí mismo, beneficioso para los particulares y los Estados y digno de ser objeto de sus principales estudios, puesto que obliga al amante y al amado a velar por ellos mismos a fin de esforzarse en ser mutuamente virtuosos. Todos los otros amores pertenecen a la Venus popular. Aquí tienes, Phaidros, todo lo que en honor tuyo puedo improvisar acerca del Amor».

Calló Pausanias y a Aristófanes le llegó el turno de hablar, como le dijo Aristodemos, pero no pudo por atacarle un hipo debido a haberse excedido en la comida o a cualquier otra causa. En su apuro, se dirigió al médico Eryximacos, a cuyo lado estaba sentado, y le dijo: Es preciso, Eryximacos, que me libres de este hipo o que hables por mí hasta que se me haya pasado. -Haré lo uno y lo otro, contestó Eryximacos, porque hablaré en tu lugar y tú en el mío cuando cese tu hipo. Si quieres que tu incomodidad pase muy pronto, retén algún tiempo la respiración mientras hablo, y si no haz gárgaras con un poco de agua. Si el hipo es demasiado violento, buscas algo con que hacerte cosquillas en la nariz, estornudarás, y si lo repites un par de veces cesará infaliblemente el hipo. -Bueno; empieza a hablar mientras hago lo que me has indicado.

Eryximacos habló en los siguientes términos:

«Pausanias comenzó muy bien su discurso, pero el final no me ha parecido suficientemente desarrollado, por lo que me creo obligado a completarlo. Apruebo la distinción que ha hecho de los dos amores, pero creo haber descubierto por mi parte, la medicina, que el amor no reside solamente en el alma de los hombres, donde tiene por objeto la belleza, sino que también tiene otros muchos objetos, que se encuentran en muchas otras cosas, en los cuerpos de todos los animales, en los productos de la tierra, en una palabra, en todos los seres; y que la grandeza y las maravillas del dios se manifiestan en todo, lo mismo en las cosas divinas que en las humanas. Y para rendir honores a mi arte elegiré en la medicina mi primer ejemplo.

»Naturaleza corporal contiene los dos amores, porque las partes del cuerpo que están sanas y las enfermas constituyen necesariamente cosas diferentes y heterogéneas, y lo heterogéneo desea y se siente atraído por lo heterogéneo. El amor que reside en un cuerpo sano no es el mismo que reside en un cuerpo enfermo; y la máxima de Pausanias acaba de establecer que es bello conceder sus favores a un amigo virtuoso, y vergonzoso entregarse a quien está animado de una pasión desarreglada, es aplicable al cuerpo; es bello y hasta necesario ceder a lo que hay de bueno y sano en cada temperamento, y al contrario, no sólo es vergonzoso complacer a todo lo que hay de malsano y depravado, sino que es preciso hasta combatirlo, si se quiere ser un buen médico. Porque, para decirlo en pocas palabras, la medicina es la ciencia del amor en los cuerpos en su relación con la repleción y la evacuación, y el médico, que sabe discernir mejor en esto el amor ordenado del vicioso, debe ser estimado como el más hábil, y aquel que dispone de tal manera de las inclinaciones del cuerpo que puede cambiarlas según sea necesario, introducir el amor donde no existe y donde es necesario y arrancarlo de donde es vicioso, éste es un excelente artista, porque es necesario que sepa establecer la amistad entre los elementos más amigos e inspirarles un amor mutuo. Pero los elementos más enemigos son los más contrarios, como el frío y el calor, lo seco y lo húmedo, lo amargo y lo dulce y los otros de la misma especie. Por haber encontrado el medio de establecer el amor y la concordia entre estos contrarios es por lo que Esculapio, el jefe de nuestra familia, inventó la medicina, como dicen los poetas, y yo lo creo. Me atrevo a asegurar que el amor preside a la medicina. Con poco que se fije la atención se reconocerá igualmente su presencia en la música, y esto debe ser lo que Heráclito quiso decir probablemente aunque se expresara mal. La unidad, dijo, que se opone a sí misma, se pone de acorde con ella misma; produce, por ejemplo, la armonía de un arco o de una lira. Decir que la armonía es una oposición o que consiste en elementos opuestos, es un gran absurdo, pero Heráclito entendía aparentemente que en los elementos opuestos en principio, como lo grave y lo agudo, y puestos acordes después, es donde el arte musical encuentra la armonía. En efecto, la armonía no es posible mientras lo grave y lo agudo permanezcan opuestos, porque la armonía es una consonancia y la consonancia un acorde, y no pueden ser acordes dos cosas opuestas mientras estén opuestas; por esto las cosas opuestas que no están acordes no producen armonía. Por esto mismo las largas y las breves, que son opuestas entre sí, cuando se ponen acordes componen el ritmo. Y aquí es la música, como antes la medicina, la que produce el acorde estableciendo el amor y la concordia entre los contrarios. La música es, pues, la ciencia del amor en lo relativo al ritmo y a la armonía.

»No es difícil reconocer la presencia del amor en la constitución del ritmo y de la armonía; allí no se encuentran dos amores, pero cuando se trata de hombres, sea inventando lo que se llama composición musical, sea sirviéndose a propósito de los aires y de las medidas ya inventadas, que es lo que se denomina educación, entonces hace falta una gran atención y un hábil artista. Éste es el momento de aplicar la máxima antes establecida: que es necesario complacer a los hombres moderados y a los que están en camino de serlo y fomentar su amor, el amor legítimo y celestial, el de la musa Urania. Pero en cambio se debe proceder con suma cautela con el amor de Polymnia, que es el amor vulgar no favoreciéndolo más que con una gran reserva, de manera que el agrado que procura no puede conducir jamás al desarreglo. La misma circunspección es necesaria en nuestro arte para reglar el uso de los placeres de la mesa, de una manera tan acertada que se pueda disfrutar de ellos sin perjudicar a la salud. Debemos, pues, distinguir cuidadosamente estos dos amores en la medicina, en la música y en todas las cosas divinas y humanas, puesto que no hay ninguna donde no se encuentre. También se hallan en la constitución de las estaciones que componen el año, porque todas las veces que los elementos de los que hablé hace poco: el frío, lo caliente, lo húmedo y lo seco, contraen los unos por los otros un amor ordenado y componen una armonía justa y moderada, el año adquiere fertilidad y es saludable a los hombres, a las plantas y a todos los animales sin perjudicarlos en nada. Pero cuando es el amor intemperante el que prevalece en la constitución de las estaciones, destruye y arrasa casi todo, engendra la peste y toda clase de enfermedades que atacan a los animales y las plantas; las heladas, el granizo y el añublo provienen de este amor desordenado de los elementos. La ciencia del amor en el movimiento de los astros y las estaciones del año se denomina Astronomía. Los sacrificios, el empleo de la adivinación, es decir, todas las comunicaciones de los hombres con los dioses, no tienen más objeto que mantener o curar el amor, porque toda nuestra impiedad viene de que en todos nuestros actos no buscamos ni honramos al mejor amor, sino al peor en nuestras relaciones con los seres vivientes, los nuestros y los dioses. Lo propio de la divinidad es vigilar y conservar estos dos amores. La adivinación es, pues, la obrera de la amistad que existe entre los dioses y los hombres, porque sabe todo lo que hay de santo o de impío en las inclinaciones humanas. Por eso puede decirse en general con verdad que el amor es poderoso y hasta que su poder es universal, pero es cuando se aplica al bien y está reglado por la justicia y la templanza, tanto según nuestra manera de ser como de la de los dioses, y entonces se manifiesta en todo su poderío y nos procura una felicidad perfecta haciéndonos vivir en paz los unos con los otros y conciliándonos la benevolencia de los dioses, cuya naturaleza está muy por encima de la nuestra. Puede ser que omita muchas cosas en este elogio del amor, pero será involuntariamente. A ti, Aristófanes, te corresponde suplir lo que se me haya escapado. Sin embargo, si proyectas honrar al dios de otra manera, hazlo y empieza ya que se te quitó el hipo».

Aristófanes respondió: Se me ha quitado, efectivamente y no ha podido ser más que por el estornudar, y me admiro de que para restablecer el orden de la economía del cuerpo sea necesario un movimiento como ése, acompañado de ruidos y agitaciones ridículas. Porque el estornudo hizo que el hipo cesara inmediatamente. -Ten cuidado, mi querido Aristófanes, dijo Eryximacos; a punto de tomar la palabra estás ya bromeándote, y cuando podrías discursear en paz me obligas a vigilarte para ver si no dirás nada que excite la risa. -Tienes razón, Eryximacos, respondió Aristófanes sonriendo. Hazte la cuenta de que no he dicho nada y no me vigiles, porque no temo haceros reír con mi discurso, que es el objeto de mi musa y que para ella significaría un gran triunfo, pero sí decir cosas ridículas. -Después de haber disparado la flecha, dijo Eryximacos, ¿piensas escaparte? Fíjate bien en lo que vas a decir, Aristófanes, y habla como si tuvieras que rendir cuenta de cada una de tus palabras, y puede ser que si me parece bien te trate con indulgencia. -Sea como quieras, Eryximacos, me propongo hablar de otra manera que Pausanias y tú.

«Me parece que los hombres han ignorado por completo hasta ahora el poder del Amor, porque si lo conocieran le habrían erigido templos y altares magníficos y le ofrendarían suntuosos sacrificios, lo que no es práctica, aunque nada como esto sería tan conveniente, porque de todos los dioses es el que reparte más beneficios a los hombres, es su protector y el médico que los cura de los males que impiden al género humano llegar al colmo de la felicidad. Voy, pues, a ensayar haceros conocer el poder del amor y vosotros enseñaréis a los demás lo que habréis aprendido de mí. Pero es fuerza empezar por deciros cuál es la naturaleza del hombre y las modificaciones que ha sufrido.

»La naturaleza humana era antes muy diferente de como es hoy día. Al principio hubo tres clases de hombres los dos sexos que subsisten hoy día y un tercero compuesto de estos dos y que ha sido destruido y del cual sólo queda el nombre. Este animal formaba una especie particular que se llamaba andrógina porque reunía el sexo masculino y el femenino, pero ya no existe y su nombre es un oprobio. En segundo lugar, tenían todos los hombres la forma redonda, de manera que el pecho y la espalda eran como una esfera y las costillas circulares, cuatro brazos, cuatro piernas, dos caras fijas a un cuello orbicular y perfectamente parecidas; una sola cabeza reunía estas dos caras opuestas la una a la otra; cuatro orejas, dos órganos genitales y el resto de la misma proporción. Marchaban erguidos como nosotros y sin tener necesidad de volverse para tomar todos los caminos que querían. Cuando querían ir más deprisa se apoyaban sucesivamente sobre sus ocho miembros y avanzaban rápidamente por un movimiento circular, como los que con los pies en el aire hacen la rueda. La diferencia que se encuentra entre estas tres especies de hombres procede de la diferencia de sus principios: el sexo masculino está producido por el Sol, el femenino por la Tierra y el compuesto de los otros dos por la Luna, que participa de la Tierra y del Sol. Tenían de estos principios su forma, que es esférica, y su manera de moverse. Sus cuerpos eran robustos y vigorosos y sus ánimos esforzados, lo que les inspiró la osadía de subir hasta el cielo y combatir contra los dioses, como Homero lo ha escrito de Efialtes y de Otus42. Júpiter examinó con los dioses el partido que se debería adoptar. La cuestión presentaba dificultades porque los dioses no querían aniquilarlos como hicieron con los gigantes fulminando rayos contra ellos, pero por otra parte, no podían dejar sin castigo su atrevida insolencia. Por fin, después de largas reflexiones, y de tener en cuenta que si los hombres desaparecieran desaparecerían también el culto y los sacrificios que aquéllos les tributaban, se expresó Júpiter en estos términos: Creo haber encontrado un medio de conservar a los hombres y de tenerlos más reprimidos, y es disminuir sus fuerzas. Los separaré en dos y así los debilitaré y al mismo tiempo tendremos la ventaja de aumentar el número de los que nos sirvan: andarán derechos sostenidos solamente por dos piernas, y si después de este castigo conservan su impía audacia y no quieren estar tranquilos, los separaré de nuevo y se verán obligados andar sobre un pie solo, como los que en las fiestas en honor de Baco bailan sobre un pellejo de vino.

»Después de esta declaración hizo el dios la separación que acababa de resolver, cortó a los hombres en dos mitades, lo mismo que hacen los hombres con la fruta cuando la quiere conservar en almíbar o cuando quieren salar los huevos cortándolos con una crin, partiéndolos en dos partes iguales. A continuación ordenó a Apolo que curara las heridas y que colocara la cara y la mitad del cuello en el lado por donde se había hecho la separación, a fin de que la vista del castigo los volviera más modestos. Apolo les puso la cara del modo indicado y recogiendo la piel cortada sobre lo que hoy se llama el vientre, la reunió a la manera de una bolsa que se cierra dejando una abertura en medio, que es lo que llamamos ombligo. Pulió los demás pliegues, que eran numerosos, y arregló el pecho dándole forma con un instrumento parecido al que emplean los zapateros para pulir el cuero sobre la horma y dejó solamente algunos pliegues sobre el vientre y el ombligo, como recuerdo del castigo anterior. Una vez hecha esta división, cada mitad trató de encontrar aquella de la que había sido separada y cuando se encontraban se abrazaban y unían con tal ardor en su deseo de volver a la primitiva unidad, que perecían de hambre y de inanición en aquel abrazo, no queriendo hacer nada la una sin la otra. Cuando una de estas mitades perecía, la que la sobrevivía buscaba otra a la que de nuevo se unía, fuera ésta la mitad de una mujer entera, lo que hoy llamamos una mujer, o un hombre, y así iba extinguiéndose la raza. Movido Júpiter a compasión, imagina un nuevo expediente: pone delante los órganos de la generación, que antes estaban detrás; se concebía y vertía la semilla, no el uno en el otro, sino sobre la tierra como las cigarras. Júpiter puso delante aquellos órganos y de esta manera se verificó la concepción por la conjunción del varón con la hembra. Entonces si la unión se verificaba entre el hombre y la mujer, eran los hijos el fruto de ella, pero si el varón se unía al varón, la saciedad los separaba muy pronto y volvían a sus trabajos y otros cuidados de la vida. De ahí procede el amor que naturalmente sentimos los unos por los otros, que nos vuelve a nuestra primitiva naturaleza y hace todo para reunir las dos mitades y restablecernos en nuestra antigua perfección. Cada uno de nosotros no es por tanto más que una mitad de hombre que ha sido separado de un todo de la misma manera que se parte en dos un lenguado. Estas dos mitades se buscan siempre. Los hombres que proceden de la separación de aquellos seres compuestos que se llamaban andróginos aman a las mujeres, y la mayor parte de los adúlteros pertenecen a esta especie, de la que también forman parte las mujeres que aman a los hombres y violan las leyes del himeneo. Pero las mujeres que provienen de la separación de las mujeres primitivas no prestan gran atención a los hombres y más bien se interesan por las mujeres; a esta especie pertenecen las tribadas. Los hombres procedentes de la separación de los hombres primitivos buscan de igual manera el sexo masculino. Mientras son jóvenes aman a los hombres, disfrutan durmiendo con ellos y en estar entre sus brazos y son los primeros entre los adolescentes y los adultos, como si fueran de una naturaleza mucho más viril. Sin ninguna razón se los acusa de no tener pudor, y no es por falta de pudor por lo que proceden así; es porque poseen un alma esforzada y valor y carácter viriles por lo que buscan a sus semejantes, y la prueba es que con la edad se muestran más aptos para el servicio del Estado que los otros. Cuando llegan a la edad viril, aman a su vez a los adolescentes y jóvenes, y si se casan y tienen hijos, no es por seguir los impulsos de su naturaleza, sino porque la ley los constriñe a ello. Lo que ellos quieren es pasar la vida en el celibato juntos los unos y los otros. El único objetivo de estos hombres, sean amantes o amados, es reunirse con sus semejantes. Cuando uno de éstos ama a los jóvenes o en otro llega a encontrar su mitad, la simpatía, la amistad y el amor se apoderan del uno y del otro de tal manera, de tan maravillosa manera, que ya no quieren separarse, aunque sólo sea un momento. Éstos hombres que pasan toda la vida juntos, no sabrían decir qué es lo que quieren el uno del otro, porque si encuentran tanta dulzura en vivir así no parece que los placeres de los sentidos sean causa de ello. Su alma desea evidentemente alguna otra cosa que no puede expresar, pero que adivina y da a entender. Y cuando están reposando en el lecho estrechamente abrazados, si Vulcano se presentase ante ellos con los instrumentos de su arte y les dijera: «¡Hombres!, ¿qué es lo que os pedís recíprocamente?», y si viéndoles titubear continuara preguntándoles: «Lo que queréis, ¿no es estar unidos de tal manera que ni de día ni de noche estéis nunca el uno sin el otro? Si es esto lo que deseáis, voy a fundiros y a mezclaros de tal manera que cesaréis de ser dos personas para no ser más que una y mientras viváis viviréis una vida común, como una sola persona, y cuando muráis estaréis unidos de tal manera que no seréis dos personas, sino también una sola. Ved, pues, si es esto que deseáis lo que puede haceros completamente felices». Sí; si Vulcano les hablara de esta manera es seguro que ninguno de ellos rehusaría ni respondería que deseaba otra cosa, persuadido de que lo que acababa de oír expresaba lo que siempre existía en el fondo de su alma: el deseo de estar unido y confundido con el objeto amado de manera que no formara con él más que un solo ser. La causa es que nuestra primitiva naturaleza era una y que nosotros éramos un todo completo. Se da el nombre de amor al deseo de volver a recobrar aquel antiguo estado. Primitivamente, como ya he dicho, éramos uno, pero después en castigo a nuestra iniquidad, fuimos separados por Júpiter, como los de Arcadia por los lacedemonios43. Debemos tener sumo cuidado de no cometer ninguna falta contra los dioses, por temor a tener que sufrir una segunda división y tener que ser como las figuras representadas de perfil en los bajorrelieves que no tienen más que media cara o como dados cortados en dos44. Es preciso que todos nos exhortemos a reverenciar a los dioses a fin de evitar un nuevo castigo y conseguir volver a nuestro estado primitivo por la intercesión del amor. Que nadie se muestre hostil al amor, porque con esto se atraería el odio de los dioses. Procuremos, pues, merecer la benevolencia y el favor de este dios, y él nos hará encontrar la otra parte de nosotros mismos, felicidad que hoy día no alcanzan más que poquísimas personas. Que Eryximacos no critique estas últimas palabras creyendo que con ellas aludo a Pausanias y a Agatón, porque quizá pertenecen ambos a ese pequeño número y también a la naturaleza masculina. Sea como quiera, estoy seguro de que todos, hombres y mujeres, seremos felices si, gracias al amor, encontramos cada uno nuestra mitad y volvemos a la unidad de nuestra naturaleza primitiva. Y si este antiguo estado es el mejor, el que más se le aproxima en este mundo, tiene que ser por fuerza el mejor, y es el poseer un amado como se deseaba. Si, pues, tenemos que alabar al dios que nos procura esta felicidad, alabemos al amor, que no solamente nos sirve mucho en esta vida, conduciéndonos a los que nos es propio, sino porque además de los más poderosos motivos para esperar que si tributamos fielmente a los dioses lo que les es debido, él nos devolverá a nuestra primitiva naturaleza después de esta vida, curará nuestras enfermedades y nos proporcionará una pura felicidad. He aquí, Eryximacos, mi discurso en elogio del amor; es diferente del tuyo, pero vuelvo a conjurarte una vez más a que no te burles de él y así podremos escuchar los otros, mejor dicho, los dos otros, porque solamente faltan por hablar Sócrates y Agatón».

Te obedeceré, dijo Eryximacos, y con tanto más agrado por lo mucho que tu discurso me ha encantado, tanto que si no conociera la altura a que se eleva la elocuencia de Agatón y Sócrates en la materia del amor, temería mucho que se quedaran muy cortos a tu lado por haber dejado entre todos completamente agotado el tema después de lo que aquí se ha dicho. Y, sin embargo, espero mucho de ellos.

Has sabido salir muy airoso de la empresa, dijo Sócrates, pero si en este momento pudiera cambiarte conmigo, Eryximacos, y sobre todo después de que haya hablado Agatón, temblarías de temor y estarías tan apurado como yo. -Quieres hacerme víctima de un maleficio, dijo Agatón a Sócrates, y turbarme haciéndome creer que esta asamblea está nerviosa esperando que me va a oír decir verdaderas maravillas. -Muy corto de memoria tendría que ser, querido Agatón, replicó Sócrates, si después de haberte visto subir a la escena tan tranquilo y seguro de ti mismo y rodeado de comediantes oído recitar tus versos sin el menor asomo de emoción y mirando a la concurrencia, me imaginara que te ibas a turbar delante de unos cuantos oyentes. -¡Ah querido Sócrates!, respondió Agatón, no creas que me embriagarán tanto los aplausos del teatro para hacerme olvidar que para el hombre sensato el juicio de un pequeño número de sabios es mucho más de temer que el de una multitud de locos. -Sería injusto, Agatón, amigo mío, si tuviese tan mala opinión de ti; estoy persuadido de que si te encontraras con un pequeño número de personas a las que creyeras sabias, las preferirías a la muchedumbre; pero nosotros quizá no nos contamos en ese número, porque estuvimos en el teatro y formamos parte del gentío. Pero suponiendo que te encontrases con otros que fueran sabios, ¿no temerías hacer algo que pudieran desaprobarte? ¿Qué crees? -Que tienes razón, respondió Agatón. Phaidros no le dejó contestar, porque tomó la palabra y dijo: Si continúas contestando a las preguntas que te haga Sócrates, no se apurará por no tenerte que preguntar, porque no hay nada que le agrade tanto como poder hablar, sobre todo si su interlocutor es bello. No puedo negar que disfruto oyendo hablar a Sócrates, pero debo cuidar de que el Amor reciba los elogios que le hemos prometido y de que cada uno de nosotros pague su tributo. Cuando estéis en paz con el dios podréis reanudar vuestra charla. -Tienes razón, Phaidros, dijo Agatón, y nada me impide que hable, porque en otra ocasión podré reanudar la conversación con Sócrates. Voy primeramente a establecer el plan de mi discurso y después empezaré.

«Me parece que todos los que hasta ahora han hablado ha sido, más que alabando al Amor, felicitando a los hombres por la dicha que este dios les concede, pero, ¿quién es el autor de tantos beneficios? Nadie lo ha dado a conocer. Y, sin embargo, la única manera de alabar es explicar la naturaleza de la cosa de que se trata y desarrollar los efectos que produce. Así, para elogiar al amor, hay que decir primeramente quién es y a continuación hablar de sus beneficios. Digo, pues, que de todos los dioses, si puede decirse sin cometer un crimen, es el más feliz, porque es el más bello y el mejor. Es el más bello, porque primeramente, Phaidros, es el más joven de los dioses, y él mismo prueba lo que digo, puesto que en su carrera se escapa a la vejez, y eso que su carrera va bastante de prisa, como se ve, más de prisa al menos de lo que nos conviene. El Amor la detesta naturalmente y huye de ella cuando puede; en cambio acompaña a la juventud y se complace en ir con ella, porque la antigua máxima dice que lo parecido se une siempre a lo parecido. Así es que estando de acuerdo con Phaidros en muchos otros puntos, no puedo convenir con él en que el Amor sea más antiguo que Saturno y Japetos. Sostengo, al contrario, que es el más joven de los dioses y que su juventud es eterna. Estas viejas querellas de los dioses que nos refieren Hesíodo y Parménides, si fueron ciertas, que no lo sabemos, se producirían bajo el imperio de la necesidad y no del Amor, porque entre los dioses no hubiera habido mutilaciones ni cadenas ni tantas otras violencias si el Amor hubiera estado con ellos, y la paz y la amistad los habrían unido como ahora desde que el Amor es el que reina entre ellos. Es, pues, cierto que es joven y además delicado. Pero haría falta un poeta como Homero para cantar la delicadeza de este dios. Homero dice que Ate es diosa y delicada: «Sus pies, dice, son delicados, porque jamás los posa sobre la tierra, pues marcha pisando la cabeza de los hombres»45.

»Me parece que es bastante decir para probar lo delicada que es Ate, que no se apoya en lo que es duro, sino en la que es suave. Me serviré de una prueba parecida para mostraros cuán delicado es el Amor. No anda sobre la tierra ni sobre las cabezas, que no presentan un punto de apoyo muy suave, pero sí camina y se reposa sobre las cosas más tiernas, porque es en los corazones y las almas de los dioses y de los hombres donde establece su morada. Y todavía no en todas las almas, porque se aleja de los corazones duros y no se reposa más que en los corazones tiernos. Y como jamás toca con el pie ni con ninguna otra parte de su cuerpo más que la parte más delicada de los seres más delicados, es preciso que por fuerza sea de una extremada delicadeza. Es, pues, el más joven y el más delicado de los dioses. Además, es de una esencia sutil, porque si no no podría extenderse en todos sentidos ni penetrar inadvertido en todas las almas ni salir de ellas si fuera de una sustancia sólida, y lo que sobre todo hace reconocer en él una esencia sutil y moderada es la gracia que, según voz general, le distingue eminentemente, porque el amor y la fealdad están en continua pugna. Como vive entre las flores, no se puede dudar de la frescura de su tez. Y, en efecto, el Amor no se detiene jamás en donde no hay flores o ha dejado de haberlas, sea en un cuerpo, en un alma o en cualquier otra cosa, pero se posa y permanece donde encuentra flores y perfumes delicados. Se podrían aportar muchas otras pruebas de la belleza de este dios, mas éstas son suficientes. Hablemos ahora de su virtud. La ventaja mayor de que disfruta el Amor es que no puede recibir ofensa alguna por parte de los dioses ni de los hombres, a los que tampoco podría él ofender, porque si sufre o hace sufrir es sin constreñir, porque la violencia y el Amor son incompatibles. Al Amor se le someten voluntariamente los hombres y a todo acuerdo adaptado voluntariamente lo declaran justo las leyes, reinas del Estado. Pero el Amor no es solamente justo, es además de la mayor temperancia, porque ésta consiste en triunfar de los placeres y de las pasiones; pero ¿hay algún placer que supere al amor? Si todos los placeres y pasiones son inferiores al amor es porque éste los domina, y si los domina tiene que tener por fuerza una templanza incomparable. En cuanto a su fuerza, ni la de Marte puede igualársele, porque no es Marte quien posee al Amor, sino el Amor a Marte; del Amor de Venus, dicen los poetas: el que posee es más fuerte que el poseído, y sobrepujar al que sobrepuja a los demás, ¿no es ser el más fuerte de todos? Después de haber hablado de la justicia, de la templanza y de la fuerza de este dios, nos resta todavía probar su habilidad. Procuremos cuanto nos sea posible no ser parcos al ponderarla. Para honrar a mi arte, como Eryximacos ha querido honrar al suyo, diré que el Amor es un poeta tan hábil que de quien mejor le parece hace un poeta. Y llega a serlo efectivamente, por extraño que antes se fuera a las Musas, en cuanto el Amor le inspira, lo que prueba que el Amor descuella en todas las obras propias de las Musas, porque no se enseña lo que se ignora, como no se da lo que no se tiene. ¿Podrá negarse que todos los seres vivientes son obra del Amor desde el punto de vista de su producción y de su nacimiento? ¿Y no vemos que en todas las artes quien ha recibido lecciones del Amor se hace hábil y célebre, mientras permanece oscuro cuando no está inspirado en ese dios? Bajo el dominio del Amor y de la pasión descubrió Apolo el arte de disparar el arco, la medicina y la adivinación, de manera que puede decirse que es el discípulo del Amor, como lo son las Musas en la música, Vulcano en el arte de forjar los metales, Minerva en el de tejer y Júpiter en el de gobernar a los dioses y los hombres. Si la concordia se restableció entre los dioses, es preciso atribuirla al Amor, es decir, a la belleza, porque el Amor no se aviene con fealdad. Antes del Amor, como he dicho al principio, pasaron muchas cosas deplorables entre los dioses durante el reinado de la necesidad. Mas apenas nació este dios brotaron del Amor toda clase de bienes para los dioses y los hombres. He aquí, Phaidros, por qué me parece que el Amor es muy bello y muy bueno y además comunica a los otros estas mismas ventajas. Terminaré con su homenaje poético; es el Amor quien da


la paz a los hombres, la calma al mar,
el silencio a los vientos, un lecho y el sueño al dolor.

»Es el que aproxima a los hombres impidiéndoles ser unos extraños; es el principio y lazo de unión de toda sociedad, de toda reunión amistosa, y preside las fiestas, los coros y los sacrificios; llena de dulzura y destierra la aspereza. Es pródigo en benevolencia y avaro en odio. Propicio a los buenos, admirado de los sabios, grato a los dioses, objeto de los deseos de los que todavía no lo tienen, precioso tesoro de los que lo poseen, padre del lujo, de las delicias, de la voluptuosidad, de los dulces encantos, de los tiernos deseos y de las pasiones; vela por los buenos y descuida a los malos. En nuestras penas, en nuestros temores, en nuestras añoranzas y en nuestras palabras es nuestro consejero, nuestro sostén y nuestro salvador. Es, en fin, la gloria de los dioses y de los hombres, el mejor y más hermoso de los dueños a quien todo mortal debe de seguir y repetir en loor suyo los himnos que él mismo canta para derramar la dulzura entre los dioses y entre los hombres. A este dios, Phaidros, consagro mi discurso, que he pronunciado lo mejor que he podido».

Cuando Agatón terminó de hablar, le aplaudieron todos los oyentes, que declararon que había hablado de una manera digna de un dios y de él; después se dirigió Sócrates a Eryximacos: Y bien, hijo de Acumenos, dijo, ¿no tenía yo motivos de temor y no he sido buen profeta cuando os anuncié que Agatón pronunciaría un admirable discurso y me pondría en un grave aprieto? -Has sido un buen profeta, dijo Eryximacos, al decirnos que Agatón hablaría muy bien; pero me figuro que no al predeciros que ibas a verte apurado. -Pero, querido amigo, replicó Sócrates, ¿quién no se apuraría tanto como yo teniendo que hablar después de un discurso tan bello, tan variado y tan admirable en todas sus partes, pero principalmente al final, en que las expresiones son de una belleza tan acabada que no se las podría escuchar sin sentirse emocionado? Me siento tan incapaz de decir nada tan bello, que avergonzado habría desertado de mi puesto si me pudiera haber sido posible, porque la elocuencia de Agatón me ha recordado a Gorgias hasta tal punto, que verdaderamente me ha ocurrido lo que dice Homero: «Temí que al acabar Agatón no lanzara sobre mi discurso la cabeza de Gorgias46, el terrible orador, y petrificara mi lengua». Al mismo tiempo reconocí mi ridiculez al comprometerme con vosotros a celebrar al Amor cuando me llegara el turno, y sobre todo al vanagloriarme de ser un sabio en el amor, yo que no sé alabar nada. En efecto, hasta ahora había sido bastante ingenuo para creer que en un panegírico sólo debían citarse hechos verdaderos; que esto era lo esencial y que después sólo se trataría de escoger entre esas cosas las más bellas y disponerlas de la manera más conveniente. Tenía, pues, gran esperanza en hablar bien, creyendo saber la verdadera manera de alabar. Pero parece que este método no vale nada y que es preciso atribuir las mayores perfecciones al objeto cuyo elogio se ha propuesto hacer, aunque no las tenga, porque la veracidad o la falsedad en esto no tienen importancia, como si se hubiese convenido, a lo que parece, en que cada uno de nosotros aparentara hacer el elogio del Amor, pero en realidad no lo hiciera. Por esto me figuro que atribuís al Amor todas las perfecciones y que lo describís tan grande y causa de tan grandes cosas; queréis hacerlo parecer muy bello y muy bueno; me refiero a los que no conocen el asunto, no ciertamente a la gente ilustrada. Esta manera de alabar es hermosa e imponente, pero me era completamente desconocida cuando os prometí alabarlo en el momento en que me llegara mi turno. Ha sido, pues, mi lengua y no mi corazón quien contrajo este compromiso47. Permitidme, por lo tanto, que le rompa, porque todavía no estoy en disposición de haceros un elogio de este género. Pero si queréis hablaré a mi manera, refiriéndome solamente a cosas verdaderas sin caer en el ridículo de pretender contender con vosotros disputándoos la elocuencia. Mira, pues, Phaidros, si te conviene escuchar un elogio que ni irá más allá de los límites de la verdad y en el que no habrá efectos rebuscados en las palabras ni en su sintaxis. -Phaidros y las otras personas de la asamblea le dijeron que hablara como quisiera. -Permíteme entonces, Phaidros, que antes haga algunas preguntas a Agatón, a fin de que, seguro de su consentimiento, pueda hablar con más confianza. -Puedes preguntarle cuanto gustes, respondió Phaidros. Y Sócrates comenzó:

«Encuentro, mi querido Agatón, que entraste admirablemente en materia al decir que había que empezar por enseñar ante todo cuál es la naturaleza del amor, y en seguida cuáles sus efectos. Tu introito me ha complacido. Veamos ahora, después de todo lo magnífico y bello que has dicho de la naturaleza del amor, lo que me contestas a esta pregunta: el Amor ¿es el amor de alguna cosa o de nada?48 Y no te pregunto si es hijo de un padre o de una madre porque sería ridículo. Pero si, por ejemplo, y a propósito de un padre, te preguntara si es o no padre de alguien, tu respuesta para ser justa debería ser que es padre de un hijo o de una hija; ¿no es así? -Sí, sin duda, dijo Agatón. -¿Y sería lo mismo de una madre? Agatón volvió a mostrarse conforme. -Permíteme que te haga todavía algunas preguntas para descubrirte mejor mi pensamiento: un hermano, por su cualidad de serlo, ¿es hermano de alguien o no? -Tiene que ser hermano de alguien, respondió Agatón. -De un hermano o de una hermana. Agatón dijo que sí. -Procura, pues, replicó Sócrates, mostrarnos si el Amor no es el amor de nada o si lo es de alguna cosa. -De alguna cosa seguramente. -Retén en tu memoria lo que afirmas y no olvides que el Amor es amor; pero antes de ir más lejos, dime si el Amor desea la cosa de la que es amor. -Sí, ciertamente. -Pero, prosiguió Sócrates, ¿posee la cosa que desea y ama o no la posee? -Me parece lo más verosímil que no la posea, contestó Agatón. -¿Verosímilmente? Piensa más bien si no es preciso que al que desea le falta la cosa que desea o bien que no la desee si no le falta. A mí, Agatón, me parece necesaria esta consecuencia. ¿Y a ti? -A mí también. -Perfectamente: así, ¿el que es alto desearía ser alto; el que es fuerte, fuerte? -Esto es imposible después de lo que hemos convenido. -Porque no se sabría prescindir de lo que se tiene. -Tienes razón. -Si el que es fuerte, replicó Sócrates, deseara ser fuerte, el que es ágil ser ágil y el que está bien de salud estarlo..., puede ser que alguno se imagine en este caso y otros análogos que los que son fuertes, ágiles y están sanos y poseen todas estas ventajas desean todavía lo que ya poseen. Para que no caigamos en una ilusión semejante es por lo que insisto acerca de esto. Si quieres reflexionar un poco verás que lo que esta gente posee lo posee necesariamente, quiera o no; ¿cómo, pues, lo desearía? Si alguno rico y hallándose perfectamente bien me dijese: Estoy rico y sano y deseo la riqueza y la salud; deseo, por consiguiente, lo que ya tengo, podríamos responderle: Posees riqueza, salud y fuerza; si las deseas es para el porvenir porque ahora, quieras o no, las tienes. Mira, pues, si cuando dices: Deseo una cosa que ahora poseo, ¿no significa esto: Deseo poseer en el porvenir lo que tengo en este momento? ¿No crees que dirá que sí? -Estoy convencido de ello. -Pues bien, continuó Sócrates, ¿no es amar lo que no se está seguro de poseer, lo que no se posee todavía, el desear tenerlo en el porvenir como lo que actualmente se posee? -Sin duda. Entonces, en este caso, como en cualquier otro, quienquiera que desee, desea lo que no está seguro de poseer en aquel momento, lo que no posee, lo que no tiene y lo que le falta. Esto es lo que es desear y amar. -Ciertamente. -Reparemos, añadió Sócrates, en todo lo que acabamos de decir. Primero: que el Amor es amor de alguna cosa, y, en segundo lugar, de una cosa que falta. -Sí, dijo Agatón. -Acuérdate ahora de que, según tú, el Amor es amor. Si quieres te lo recordaré. -Has dicho, me parece, que la concordia se restableció entre los dioses por el amor de lo bello, porque no hay amor de la fealdad. ¿No es esto lo que has dicho? -En efecto, lo he dicho. Y con razón, querido amigo. Y si es así, ¿el Amor es, pues, el amor de la belleza y no de la fealdad? Agatón asintió. Pero ¿no convinimos en que se aman las cosas que nos hacen falta y que no poseemos? -Sí. -Entonces el Amor carece de belleza y no la posee. -Necesariamente. -Pero ¿llamas bello a lo que le falta la belleza y no la posee de ninguna clase? -No. por cierto. -Y si es así, ¿sigues asegurando todavía que el Amor es bello? -Temo mucho no haber comprendido bien lo que dije, respondió Agatón. -Hablas muy cuerdamente, Agatón, pero continúa contestándome ¿Te parece que las cosas buenas son bellas? -Me lo parece. -Si, pues, el Amor carece de belleza y lo bello es inseparable de lo bueno, el Amor carece también de bondad. -Hay que reconocerlo así, porque no hay posibilidad de resistirse a ti, Sócrates. -A la verdad, querido Agatón, es a la que no es posible resistirse, porque resistirse a Sócrates no tiene ninguna dificultad. Pero ahora voy a dejarte en paz para ocuparme de un discurso que me dijo un día una mujer de Mantinea llamada Diotime. Era una mujer muy versada en todo lo concerniente al Amor y a muchas otras cosas. Ella fue la que prescribió a los atenienses los sacrificios que suspendieron durante diez años una peste que los amenazaba. Todo lo que sé del Amor lo aprendí de ella. Voy a tratar de repetir lo mejor que pueda, después de lo que tú y yo hemos convenido, Agatón, la conversación que tuve con ella; y para no apartarme de tu método, explicaré primero lo que es Amor y a continuación cuáles son sus defectos. Me parece que me será más fácil repitiéndoos fielmente la conversación que mantuvimos la extranjera y yo.

«Había dicho a Diotime casi las mismas cosas que Agatón acaba de decir: que el Amor era un gran dios y el amor de lo bello, y ella se servía de las mismas razones que acabo de emplear contra Agatón para probarme que no era bello ni bueno. Le repliqué: Pero ¿qué dices, Diotime, que el Amor es feo y malo? -Habla mejor, me respondió ella. ¿Crees que todo lo que no es bello tiene forzosamente que ser feo? -Lo creo, sí. -¿Y que no se puede carecer de ciencia sin ser un ignorante?, ¿o no has observado que existe un término medio entre la sabiduría y la ignorancia? -¿Cuál es? -Tener formada una opinión verdadera sin poder dar la razón de ella; ¿no sabes que eso no es ni ser sabio, porque la ciencia tiene que fundarse en razones, ni ser ignorante, puesto que a lo que participa de la verdad no se le puede llamar ignorancia? La opinión verdadera ocupa, pues, el justo término entre la ciencia y la ignorancia. Confesé a Diotime que tenía razón. -Pues no deduzcas entonces, replicó ella, que todo lo que no es bello tiene necesariamente que ser feo y que todo lo que no es bueno ha de ser por fuerza malo. Y por haber tenido que reconocer que el Amor no es bello ni bueno, no vayas a creer que necesariamente sea feo y malo; creo solamente que es un término medio entre lo uno y lo otro, o sea, entre los contrarios. -Sin embargo, le repliqué, todo el mundo está de acuerdo en afirmar que el Amor es un dios muy grande. -Al decir todo el mundo, ¿a quién te refieres, Sócrates: a los sabios o a los ignorantes? -A todo el mundo sin excepción, repuse. -¿Cómo puede pasar por un gran dios entre aquellos que ni siquiera le reconocen por un dios? -¿Quiénes pueden ser ésos?, dije. -Tú y yo, me respondió ella. -¿Cómo puedes probármelo? -No me va a ser difícil. Contéstame. ¿No me has dicho que todos los dioses son bellos y dichosos o te atreverías a pretender que hay algunos de ellos que no sean dichosos ni bellos? -No, ¡por Júpiter! -¿No llamas dichosos a los poseedores de las cosas bellas y buenas? -Ciertamente. -Pero conviniste en que el Amor desea las cosas buenas y bellas y que el deseo es una prueba de privación. -En efecto, convine en ello. -¿Cómo pues, replicó Diotime, puede el Amor ser un dios estando privado de lo que es bello y bueno? -Parece que tiene que ser imposible. -¿No ves, pues, que tú también piensas en que el Amor no es un dios? -Qué, le respondí, ¿acaso es mortal el Amor? -No. -Pues entonces dime, Diotime, ¿qué es? -Es, como te decía hace un momento, algo intermedio entre lo mortal y lo inmortal. -Pero, en fin, ¿qué es? -Un gran demonio, Sócrates, porque todo demonio ocupa el medio entre los dioses y los hombres. -Qué función tienen los demonios?, pregunté. -Ser los intérpretes e intermediarios entre los dioses y los hombres, llevar al Cielo las plegarias y sacrificios de los hombres y transmitir a éstos los mandatos de los dioses y la remuneración de los sacrificios que les ofrecieron. Los demonios pueblan al intervalo que separa al Cielo de la Tierra y son el lazo que une el gran todo. De ellos proviene toda la ciencia de la adivinación y el arte de los sacerdotes en lo que se refiere a los sacrificios, a los misterios, encantamientos, profecías y la magia. Como la naturaleza divina no entra jamás en comunicación directa con los hombres, es por medio de los demonios cómo los dioses alternan y hablan con ellos, sea en el estado de vigilia o durante el sueño. El que es sabio en todo esto es un demonio49, y el que es hábil en lo demás, en las artes y en los oficios, un hombre vulgar. Los demonios son numerosos y de varias especies, y el Amor es uno de ellos. ¿A qué padres debe el haber nacido?, dije a Diotime. -Voy a decírtelo, aunque sea un poco largo, me contestó.

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