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Capítulo XXVIII

En el cual se evidencia que Diego Martinez era un gran pendolista


El pundonoroso marqués de Mondéjar dió cumplimiento á las órdenes del Rey contra los moriscos refugiados en las Alpujarras, pues si bien no concluyó con ellos á los quince dias, como se le habia mandado terminantemente, los tenia á los doce tan sujetos en las fragosidades de la sierra, despues de cortarles sus comunicaciones con la costa de África, embistió sus formidables posiciones con tanto arrojo, que al fin tuvieron que darse á partido y someterse. El capitan general de Granada recibió favorablemente á los diputados de los rebeldes y les ofreció que intercedería con el Rey para que fuésen indultados, si antes deponian las armas. Así lo hicieron ellos y Mondéjar les cumplió la palabra, dando cuenta de todo á D. Felipe y pidiéndole que usase de su real clemencia con los vencidos. Pero el presidente Espinosa fué de parecer contrario, empeñándose en llevar las cosas al estremo, como acontecia siempre que se mezclaba la religion con la política, por lo cual cedió el Rey á los escrúpulos del prelado y dispuso que, pues los moriscos se habian negado á desentenderse de las prácticas supersticiosas de sus padres, á observar exactamente las de la religion católica, á vestir á la usanza de los cristianos viejos y á servirse del idioma castellano, todos los prisioneros que pasasen de la edad de once años, fuesen vendidos como esclavos. Esta medida, que no esceptuaba clases ni sexo, exasperó hasta tal punto á los que eran sus víctimas, que se sublevaron de nuevo, entrando á saco varias poblaciones con la rabia de la desesperacion: alzaron sus pendones por Mahomel Aben-Humeya, proclamándole rey de Córdoba y Granada y se hicieron en pocos dias tan pujantes, que el Rey temió perder aquella tierra y que volviese á la dominacion mahometana.

Al mismo tiempo cundia la desercion, por falta de pagas, entre los soldados castellanos, y habiendo querido Mondéjar reunir sus tropas para marchar otra vez á las Alpujarras, se convenció de que no tenia fuerzas que oponer á los moriscos, y permaneció en la inaccion, esperando los socorros de hombres y de dinero que habia solicitado. Descontento el Rey de su conducta, le quitó el mando y nombró en su lugar á D. Juan de Austria, bajo la tutela y direccion de una especie de consejo militar, á cuyo exámen debia someter sus operaciones. Estas fueron ineficaces durante algun tiempo, porque mientras se discutian y aprobaban, transcurria el momento oportuno de su ejecucion; por lo que, mal avenido el jóven Príncipe con una lentitud que inutilizaba sus mas bien combinados planes, escribió á D. Felipe su hermano, pidiéndole ámplias facultades para obrar contra los moriscos. Concedióselas el Rey, en cuyo ánimo hicieron gran fuerza las razones del fogoso guerrero, y está apretó entonces réciamente á su competidor Aben-Humeya, que al fin pereció asesinado por Lopez Aben-Abó, caudillo feroz, conocido desde entonces entre los suyos con el nombre de Muley-Abdallá. Aquella guerra fué sangrienta y deplorable, pero á los dos años la terminó gloriosamente D. Juan de Austria, después de haber muerto en ella veinte mil españoles y mas de cien mil moriscos, y quedando asoladas las mejores y mas hermosas tierras de la corona de Castilla.

La situacion de Flandes empeoraba de dia en dia por los desaciertos y crueldades del duque de Alba y de su Consejo de Sangre. Es verdad que se concedió á los descontentos una amnistía general, confirmada por el Papa, pero fueron tantos los esceptuados de ella, que las provincias corrieron en masa á las armas. Brilla, capital de la isla de Voorn en la embocadura del Meusa, dió la señal, cuyo ejemplo siguieron Dordrecht, Flesinga y Zelanda: el general de D. Felipe quiso vengarse de estos levantamientos, que no habia sabido evitar con una política prudente y conciliadora; marchó sobre Roterdam ó hizo en los indefensos protestantes de esta poblacion una espantosa carnicería: los rebeldes, por su parte, sitiaron á Midlebourg, aunque sin fruto, y por mas que se defendieron desesperadamente en Turgow, también tuvieron que abandonar esta plaza; pero su flota, compuesta de ciento sesenta velas, atacó á la del duque de Medinaceli, que llevaba grandes refuerzos al duque de Alba, y después de un combate encarnizado, apresaron veinte buques españoles, viéndose obligado Medinaceli á guarecerse con los que le quedaban en el puerto de Slys.

Al mismo tiempo aquejaba á D. Felipe otro gran cuidado, que le traia inquieto, por las terribles consecuencias que podia tener para sus dominios, en caso de que esperimentase un revés. Los turcos se habian hecho dueños de la isla de Chipre, á pesar de la heróica resistencia de los venecianos, y por lo que podia traslucirse de sus inmensos preparativos, amenazaban con una invasion á todos los estados de la cristiandad, y muy particularmente á aquellos que bañaba el Mediterráneo. No bien tuvo noticia el Papa Pio V de tan formidables aprestos, cuando requirió á todos los príncipes cristianos, para que acudiesen al socorro de la Iglesia amenazada y a la defensa de sus propios dominios; pero aunque la razon y la política aconsejaban esta medida, la única salvadera en tan difíciles circunstancias, los gobiernos europeos estuvieron sordos á las exhortaciones del Padre comun de los fieles, y el único que acudió al llamamiento, no solo por altas miras de conveniencia, sino también por merecer mas y mas el renombre de Católico, que habia heredado de D. Fernando y doña Isabel, fué el rey de Castilla.

Confederóse al punto con el Papá y con los venecianos, y Mesina fué el punto designado para la reunion y aparejamiento de una escuadra, compuesta de doscientos sesenta buques de guerra, con la dotacion de cincuenta mil hombres entre marineros y soldados, cuyo mando se dio al joven D. Juan de Austria, que tan grandes servicios habia prestado en la guerra contra los moriscos de las Alpujarras. Gobernaba a la sazon el imperio otomano Selim, sucesor de Soliman, y,tan luego como supo que la flota cristiana habla zarpado, envió contra ella sus grandes fuerzas navales mandadas por el famoso Halí, terror de los mares, quien enderezó el rumbo hácia las costas de la Grecia. Encontráronse por fin las dos escuadras cerca del golfo de Corinto ó de Lepanto, no lejos de la isla de Cefalonia, y el héroe de aquella memorable jornada, sin cuidarse de que las fuerzas enemigas eran superiores á las suyas, dió la órden de embestir. La victoria de los aliados fué tan completa, que echaron á pique doscientas galeras turcas y entro muertos prisioneros tuvo Halí veinte y cinco mil hombres, habiendo perdido el mismo caudillo la vida en lo mas récio de la pelea: también quedaron en libertad unos veinte mil cautivos forzados, que los musulmanes habian destinado a las maniobras de sus buques. Los aliados perdieron diez mil combatientes, y en aquel dia tan glorioso para las armas de Castilla atestiguó su valor con su sangre y quedó manco el soldado Miguel de Cervantes Saavedra, honor y prez de las letras españolas.

Poco después de este señalado triunfo falleció Pió V y subió al pontificado Gregorio XIII, que disolvió la liga cristiana, lo cual alentó en gran manera á las provincias sublevadas de los Países-Bajos. Cara les salió su confianza, porque D. Fernando Alvarez de Toledo, cerrando los oidos y el corazon á todos los sentimientos de piedad, entregó al furor de una soldadesca desenfrenada las plazas de Malinas Y de Zupthen y dió fin á su odioso mando con una gran perfidia contra los míseros habitantes de Harlen. Esta ciudad se habia defendido encarnizadamente contra veinte mil hombres mandados por D. Fadrique de Toledo, hijo del terrible duque de Alba, y ya sus moradores, faltos de víveres, estenuados de fatiga, iban á arrojarse con sus mugeres y sus hijos por medio de las bayonetas enemigas, para abrirse paso ó perecer en ellas, cuando el caudillo español, compadecido de sus horribles sufrimientos, les intimó que se rindiesen, asegurándoles las vidas y eximiéndoles del saqueo, si aprontaban la suma de doscientos mil florines. Aceptaron los sitiados las proposiciones y D. Fadrique cumplió la palabra que les habia empeñado; pero á los pocos dias llegó su padre á Harlen y dispuso la muerte á mas de mil personas, al mismo tiempo que entregaba la ciudad al pillage de sus tropas. Esto acabó de decidir al Rey, quien le llamó á España, dándole por sucesor en el gobierno de los Paises-Bajos á D. Luis de Requesens y Zúñiga, Comendador Mayor de Castilla.

Hemos adelantado á nuestros lectores alguna parte de los sucesos acaecidos durante la tiránica dominacion del duque de Alba en aquel asolado territorio, á fin de que su narracion histórica no venga á interrumpir la de otros no menos interesantes que al mismo tiempo tenian lugar en la corte de Madrid.

Ya sabemos que la condesa de Barajas se hallaba desterrada y que el marqués de la Fabara, supuesto amante de la princesa de Éboli, discurria en el alcázar de Toledo sobre la pequeñez de las grandezas humanas. El buen magnate, que en nada habia ofendido al Rey, se daba también á los diablos por averiguar la causa de su prision, cosa a la verdad difícil, porque la causa, como no ignoramos, entraba en la categoría de un secreto de Estado. El Marqués en efecto era, segun imaginaba D. Felipe, quien arrebatando á D. Ruy Gomez la honra, le habia precipitado en el sepulcro; el Rey mismo además habia peleado contra él enfrente del balcon de doña Ana de Mendoza, y la precipitada fuga de D Lorenzo Tellez en lo mas recio del lance daba á entender claramente, que habia conocido á su adversario, y que por respeto se habia retirado, mas no por cobardía, supuesto que pasaba por hombre valiente y pundonoroso.

El marqués no pudo hacer otra cosa mejor, durante los cuatro primeros dias de su encierro, que dirigirse preguntas á si mismo, acerca de una desgracia tan imprevista para él, como para sus amigos. Al fin se acordó de que podia contar con el secretario Antonio Perez, á quien siempre habia dado señaladas pruebas de estimacion y buen afecto, y le escribió rogándole que asegurase al Rey de su lealtad y descubriese los motivos que habia tenido para darlo por morada el alcázar de Toledo, jurando al mismo tiempo por su honor y por la salvacion de su alma, que estaba decidido á preguntar á D. Felipe en qué habia delinquido, si de otro modo no lograba saberlo. Su carta alarmó desde luego al Secretario, quien llamó al punto á Diego Martinez, para consultarlo aquel nuevo contratiempo.

-Conozco bien al marqués, le dijo, y es muy capaz de llevar á cabo su propósito.

-Es probable que allí se aburra, repuso el veterano y que se empeñe en salir del escondite contra viento y marea.

-No es eso, Diego, no es eso; sino que al fin lo conseguirá.

-Lo dudo mucho.

-Yo no; y tengo por cierto que si pregunta al Rey lo que desea averiguar, me veré perdido. El Rey no quiere que se ponga en duda la justicia de sus acuerdos; mandará que se le presente el marqués, ó pasará él en persona á Toledo para confundirle, para demostrarlo con la cartera en la mano, que se ha hecho merecedor de mas severo castigo; y entonces...

-Todo eso puede suceder, señor Antonio Perez, porque se han visto cosas mas difíciles; pero no imagino que el negocio es tan apurado, que llegue á quitaros el sueño.

-Vamos por partes, y te convencerás muy pronto de lo contrario.

-Se me figura que es inútil todo cuanto vais á relatarme.

-No; no lo es; y si no respondeme. ¿Entregué yo la cartera al Rey, afirmando que tú la encontraste en la cámara de doña Ana?

-Ciertamente: en eso al menos convinimos.

-¿Te dije yo, cuandó buscabas con ahinco una prueba que alejase de mí toda sospecha de galanteo, que el marqués de la Fabara me habia regalado esa cartera, como prenda de buena amistad, el dia en que el Rey me nombró su secretario íntimo?

-Y me la mostrásteis por mas señas; y entonces os aconsejó la fábula, que ha convertidó al marqués en amante de la Princesa.

-Pues ya ves...

-Nada veo.

-¿No conoces que cuando el Rey enseñe la cartera á D. Lorenzo Tellez de Silva, este sostendrá que no es suya, sino mia?

-Sí; mas no podrá probarlo.

-No lo sabemos.

-Es que importa que lo sepamos.

-Pues bien: ignoro si el marqués conservará una carta, que le escribí cuando me envió la cartera, dándole gracias por el obsequio que me hacia.

-Esas cartas se rompen siempre.

-¿Y no puede hacer la casualidad...?

El soldado interrumpió á Antonio Perez con una ruidosa carcajada.

-¿Risa te causa el aprieto en que me ves? le preguntó este con enojo.

-Cuando yo me rio, señor Secretario, le contestó Diego, tambien debeis vos estar alegre.

-No te comprendo.

-¿Ni os figurais que acabó de encontrar el remedio para vuestro apuro?

-Esplícate.

-Voy á hacerlo. ¿Os acordais de Bastian?

-No. ¿Qué Bastian es ese?

-Un hombre de chapa, á quien el príncipe de Éboli tenia en grande estima. ¡Si pudiera hablar Juan Vazquez!

-¡Juan Vazquez!... Me recuerdas un suceso...

-Que pasó hace muchos años entre Bastian y un hermitaño que era, segun creo, secretario particular del duque de Alba.

-¿Pero qué tiene que ver una cosa con otra?

-Pronto habéis olvidado la historia vieja, y eso que á ella debisteis la primera entrevista con doña Ana de Mendoza.

-Diego ó demonio, estás abusando de mi paciencia; pero vive Dios...

-Ahora concluyo: entonces tenia Bastian otro nombre, se llamaba Juan de Mesa.

-Bien; ya sé que ese hombre asesinó á Juan Vazquez.

-Y me sirvió de escudero, cuando tuve que convertirme en conde de Barajas, para engañar al marqués de Mons y al baron de Montigny.

-¡El!

-Desde aquella noche se llamaba Bastian. Vamos, señor Antonio Perez, no seais tan quisquilloso, y tened presente que os le recomendó con mucha eficacia vuestro excelente amigo D. Ruy Gomez de Silva.

-Me escribió, hablándome de él como de un...

-Como de un buen servidor, capaz de todo; por ejemplo, capaz de sacaros del compromiso en que la cartera del marqués de la Fabara y su maldita epístola os han puesto.

-¡Qué es lo que me propones!... ¡Qué haga asesinar á D. Lorenzo Tellez de Silva!

-Teneis dias, señor Antonio Perez, en que es imposible entenderse con vos. ¿Quién os ha metido en la cabeza la idea, de que Bastian solo sirve para despachar á sus semejantes al otro mundo? Cuando le veais...

-No quiero verle... no... no quiero; despues de lo que sé, no podria mirarle sin horror.

-Respeto vuestros escrúpulos, con tal que os sirvais de él.

-Si respondes de que no atentará contra la vida del marqués...

-Respondo de que obedece puntualmente las órdenes que recibe.

-¿Cuáles son las que piensas darle?

-Una sola. El buen Bastian, sin moverse de Madrid, vendrá á esta villa desde Toledo con una súplica para el Rey, de parte del marqués de la Fabara. En ella confesará humildemente D. Lorenzo Tellez las culpas que vos habeis cometido, y se arrepentirá de ellas, jurando que no volverá á pensar en doña Ana mientras viva. Vuestra intervencion consistirá en hallaros casualmente en la cámara de Su Alteza, cuando anuncien á Bastian como portador de un mensage importantísimo, y en inclinar el ánimo del Rey á que eche tierra al negocio, poniendo en libertad al marqués, con prohibicion absoluta de que vuelva á hablarse de las causas de su prision. Si el Rey accede á vuestras razones, aconsejaréis al marqués el silencio, asegurándole que todo ha sido un error cometido por Su Alteza, del cual no quiere, por orgullo, que nadie se acuerde.

-Tu proyecto es ingenioso, si los hay, pero falta en él la parte principal.

-Veamos.

-Echo de, menos la súplica, que el marqués ha de enviar al Rey.

-¿Pues no os he indicado que Bastian la traerá de Toledo, sin haberse movido de la corte?

-Es decir que tú...

-De todo se aprende un poco en la guerra, y me precio de ser tan buen pendolista, como repartidor de tajos y reveses. Dadme acá esa desdichada carta del marqués, y si dentro de dos horas no os traigo una súplica en toda forma, y escrita y firmada tan de su puño y letra, que no haya mas que pedir, llamadme Zárfio, malsin y follon por cuatro costados.

-Dígote que si eso haces, amigo Diego, te tendré por el hombre mas estraordinario de estos tiempos.

-Allá lo veredes, señor Secretarlo. Entre tanto responded hoy mismo al marqués, aconsejándole que se guarde de molestar al Rey con sus impeninencias, pues estáis dando pasos para que se le permita volver á la corte.

Hizólo así Antonio Perez, convencido de la importancia del consejo y esperó el resultado de la habilidad de Diego, quien provisto de la epístola del marqués de la Fabara, fué á buscar á Juan de Mesa para darle las convenientes instrucciones. No le halló en la nueva hosteria en que solian reunirse, y por lo mismo trató de aprovechar el tiempo, poniéndose á estender la súplica que debia presentarse al Rey, con un aplomo y seguridad tan sorprendentes, que no parecia sino que toda su vida se habia dedicado á la improba tarea de falsificar documentos. Dos horas habia dicho al Secretario de D. Felipe que tardaria en dar fin á su trabajo, y cumplió con exactitud su promesa: cuando se lo entregó para que lo examinase, aquel no pudo menos de mirarle asombrado, y al comparar el memorial de Diego con la verdadera escritura de su preso amigo, tuvo por cierto que cuantos no estuviesen enterados de la superchería, debian confesar necesariamente que uno y otro habian salido de la misma mano. Trescientos ducados valió al héroe de Pavía aquella brillante muestra de su talento caligráfico; item mas, la promesa de recibir otros tantos, si su plan producia los resultados apetecidos.

Aquella misma noche regaló el opulento amante de Beatriz al honrado Juan de Mesa un vestido flamante de escudero y una opípara cena. El antiguo villano de Villagarcía no las tenia todas consigo, desde que supo que se le daba la arriesgadísima comision de engañar al Rey; pero la cena y el nuevo trage, con la añadidura de cincuenta ducados, que resonaron agradableinente en sus oidos, hicieron estupendos milagros en su conciencia. Diego se separó de él ya muy tarde, y antes de recogerse previno á Antonio Perez que no fallase del lado de Su Alteza á la siguiente mañana.

A las nueve de ella, segun costumbre, pasó el Secretario á recibir órdenes del Rey,pero quedó aterrado cuando D. Felipe le preguntó:

-¿Tenéis noticia de un hombre, á quien llamad Juan de Mesa? Lo primero que ocurrió á la imaginacion del amante de doña Ana de Mendoza fué, que toda su intriga se habia descubierto, y sintió tan terrible trastorno en todo su cuerpo, que solo tuvo ánimo para esclamar:

-¡Juan de Mesa, Señor!

-Ese es el nombre que me ha revelado D. Luis Quijada; como el de un grandísimo bribon, añadió el Rey.

-¡Don Luis Quijada! pensó Antonio Perez: esto nada tiene de comun con el negocio del marqués.

Y con acento tranquilo, contestó:

-Es la primera vez, si no estoy desmemoriado, que llega á mis oidos.

-Lo creo, señor Antonio Perez, repuso D. Felipe, que afortunadamente para su favorito, no habia separado hasta entonces sus miradas de un papel que tenia delante. No podéis recordar un suceso, que aconteció hace bastantes años junto al alcázar de Villagarcía: todavia no era yo rey de Castilla; aunque la gobernaba en ausencia del emperador mi augusto padre, á quien Diós corone de gloria; el vuestro D. Gonzalo Perez, hombre de probada fidelidad, merecia entonces toda mi confianza, así como habia merecido la del gran Cárlos V., y doña Magdalena de Ulloa, matrona de esclarecida virtud e ilustre nobleza, tenia á su cargo aquel castillo, mientras el honradísimo y muy leal D. Luis Quijada seguia en la paz y en la guerra al Emperador.

El Secretario se acordó al punto de la historia vieja de Diego Martinez, y tembló al pensar que Juan de Mesa no tardaria en anunciarse como escudero del marqués de la Fabara.

El Rey prósiguió diciendo:

-Por aquel tiempo se cometió en las inmediaciones de Villagarcía un horrible crimen: el secretario del duque de Alba, que habia venido á Castilla á descubrir ciertos manejos, fué asesinado, y el matador vivo aun y está en la corte. Es ese Juan de Mesa, que antes he nombrado: pero la justicia de Dios es mas grande é infalible que la de los hombres, y ha dispuesto que ese hombre, ese reconocido ayer por la antigua castellana del alcázar en que él servia. Su esposo ha venido á enterarme del caso.

-De modo, señor, que Juan de Mesa debe estar ya preso, se aventuró á responder Antonio Perez.

-Deberia estarlo, pero desapareció de la iglesia de Santa Maria, antes que doña Magdalena pudiese encontrar algunos alguaciles que le asegurasen. Lo difícil ahora es dar con él, porque habrá mudado de nombre, y acaso no haya en Madrid quien le conozca; pero su prision es importante, porque sin duda armó su brazo un enemigo de D. Fernando Alvarez de Toledo. Así pues, lo que seria imposible á mi justicia, puede conseguirlo vuestro sabueso, señor Antonio Perez.

-Si Vuestra Alteza lo dispone...

-Por dispuesto: encargad de mi parte ese negoci o á Diego Martinez, y aseguradle que si logra poner á buen recaudo á Juan de Mesa, le daré título de alférez, con quinientos escudos por una vez, y veinte de entretenimiento.

-Vuestra Alteza descuide, que todo se hará como mejor sea posible.

-Advertidle también, que doña Magdalena de Ulloa le dará las señas del criminal, si vá á pedírselas por mi mandato.

No habia acabado de pronunciar D. Felipe estas palabras, cuando se abrió la puerta y un paje anunció que el escudero del señor D. Lorenzo Tellez de Silva, marqués de la Fabara, acababa de llegar al real alcázar con un mensage urgentísimo de su amo. Un sudor frio inundó la frente de Antonio Perez, que hizo un movimiento como para retirarse; pero el Rey le dijo:

-Quedaos y sabréis lo que tiene que comunicarme el galán de la Vizca. Venga el mensage, añadió mirando al pago con aquella severidad que imponia respeto á los mas osados.

-Señor, respondió el paje tartamudeando de miedo, el escudero jura que solo saldrá de sus manos para pasar á las de Vuestra Alteza.

-Entre el escudero, repuso D. Felipe.

Desapareció el page con la ligereza de un galgo, y dos minutos después entró en la real cámara Juan de Mesa, convertido de villano en lucido escudero de casa principal, merced al trago que le habia regalado el mismo, que no tardaria en recibir la comision de prenderle. Presentóse con humildad, hizo desde la puerta una profunda reverencia al Rey, luego otras dos mas conforme iba adelantándose, y por último hincó una rodilla en tierra en señal de acatamiento, y esperó licencia del monarca para hablar. El que antes hubiese conocido al mozo, no podria menos de convenir que habia aprovechado á las mil maravillas las cortas lecciones de su incomparable maestro Diego Martinez.

Don Felipe le examinó con su mirada escrutadora y pareció que quedaba satisfecho de sus observaciones, porque le dijo con bastante afabilidad:

-Levántate.

Juan de Mesa obedeció con una ecsactitud enteramente militar.

-Listo eres, añadió el Rey. Sepamos como te llamas.

-Bastian, señor, para hacerme matar en servicio de Vuestra Alteza, respondió el villano con fuego.

-No te esplicas mal.

-Señor, crea Vuestra Alteza que siempre digo lo que siento.

-Bien, bien. ¿Sirves al señor marqués de la Fabara?

-Tengo esa fortuna, señor.

-Veo que eres agradecido. ¿Y qué hace el buen marqués en el alcázar de Toledo?

-Señor, se aburre y llora.

-Que se aburra entre cuatro paredes no es estraño. Pero... ¡llorar un Tellez de Silva!... ¡Ah! Si; ya lo entiendo y vos también lo enteddeis, señor Antonio Perez ¿no es verdad? Le persiguen tiernas memorias.

-Llora, señor, murmuró el fingido escudero, por haber tenido la desgracia de incurrir en la indignacion de Vuestra Alteza.

-¿Qué mensage te ha dado?

Juan de Mesa sacó del pecho el memorial escrito por el veterano saqueador de Roma, é hincando de nuevo la rodilla, lo presentó al Rey con respeto.

Don Felipe leyó muy despacio aquella sentida súplica, en que Diego Martinez habia agotado toda su elocuencia, y Antonio Perez que le óbservaba con disimulo notó en su rostro algunas seriales de enternecimiento. Despues la pasó al Secretario, y este la recorrió desde el principio hasta el fin, aunque no necesitaba hacerlo para enterarse de su contenido.

-Retírate, dijo el Rey al villlano, y aguarda en ese salon la respuesta que has de llevar al marqués.

Luego que se quedó solo con el Secretario, preguntó á este:

-¿Qué os parece que hagamos?

-Señor, respondió Antonio Perez, lo mejor es olvidar lo pasado, supuesto que ya no tiene remedio, y que ni el mismo Marqués entienda nunca la causa de su prision: así no podrá comunicarla á nadie, y no vólverá á andar en lenguas la honra de un servidor tan leal y pundonoroso como fué el Príncipe de Éboli.

-Habeis puesto el dedo en la llaga, porque mi deseo es que no vuelva á hablarse en la corte de tan triste asunto. Estended la orden de libertad para D. Lorenzo Tellez de Silva, y veremos si cumple la palabra que me empeña, de no volver á las atidadas con la vizca.

-La cumplirá, Señor, porque el marqués de la Fabara, aparte de las faltas en que ha incurrido, es muy caballero y no ha de decirse de él, que comete el grave desacato de faltar á lo que ofrece á Vuestra Alteza.

Merced á la estratagema urdida por Diego Martinez, salió el Marqués del alcázar de Toledo; pero se le intimó la órden de que jamás procurase averiguar la razon de su confinamiento, supuesto que en nada habia desmerecido de la gracia del Rey y que no habia sufrido aquel percance por motivos que interesasen á su honra. Así terminó el asunto de las iniciales de la cartera, con gran contentarniento de la princesa de Éboli, que celebró mucho la ocurrencia del soldado, riéndose de la ignorancia en que quedaba el Rey tocante al verdadero objeto de su cariño.




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Capítulo XXIX

De como Diego Martinez convenció á Juan de Mesa de que habia muerto diez años antes


Antonio Perez esperimentó muy pronto las consecuencias de haber depositado sus secretos en un hombre astuto y arrojado, sin corazon y sin conciencia. No bien se separó del Rey, cuando llamando á Diego Martinez, le significó que tenia que comunicarle ciertas órdenes reservadas. Entraron ambos en la estancia del Secretario y éste, queriendo sorprenderá su mayordomo-confidente, le dijo:

-Bravamente nos ha salido la treta; mañana estará en libertad el marqués de la Fabara y por Dios y mi ánima te juro, que el Rey seguirá creyendo que anduvo con él á estocadas por causa de la Princesa. Te ofrecí ayer trescientos ducados, si el negocio de la súplica producia su efecto, y aquí los tienes. De modo, añadió alargando á Diego un bolsillo, que si ya no eres hombre acaudalado, muy poco debe faltarte.

-¡Oh! esclamó el veterano; si vuestros seiscientos ducados se convirtiesen en otros tantos de renta...

-¡Cómo! ¿Conque tienes ambicion?

-Trabajo para mí y para los demás.

-Quisiera entender lo que eso significa. ¿Tienes familia por ventura?

-¡Bah! ¿Queréis que deje morir de hambre al pobre Bastian? El trago que hoy ha lucido en Presencia de Su Alteza lo habéis pagado vos.

-¡Ah! Es decir, que parte de los trescientos primeros ducados...

-Se supone; el escudero del señor marqués de la Fabara no habia de entrar en la real cámara como un arrapiezo.

-Ya veo que nada te se escapa.

-Además tengo á mi prima Beatriz.

-Pero esa no necesita de tus auxilios.

-Si tal cosa imaginais, conoceis poco á las mugeres. Beatriz es como todas, y gasta como si los galeones, que llegan del Perú á los puertos de España fuésen suyos.

-Sin embargo, doña Ana se ha encargado de su suerte, y por mi parte...

-Convengo en lo que decis, señor Secretario, y así no me asusta el porvenir de mi prima; pero me impiden reunir caudal las presentes sangrías que hace á mi bolsa.

-Ahora me acuerdo de que puedo favorecerte por dos lados, si eres el hombre que yo me figuro.

-Esa noticia quiere espresar á las claras, que esperáis de mí otro servicio mas importante que el de la súplica.

-Yo no; el Rey.

-Os estoy viendo llegar desde el principio de esta plática.

-¿Sospechas cuál sea el servicio que exige?

-No por cierto, pero he comprendido que me necesita para algo, desde que habéis celebrado la buena pasada del Memorial.

-Lo seguro es que Su Alteza quiere recompensarte bien.

-Por dos lados, segun habéis dicho...

-Así es la verdad.

-¿Y qué no haré yo por Su Alteza, si en ello intervenís, señor Antonio Perez?

-Se trata de que ganes quinientos escudos.

-¡Quinientos escudos! Esa suma es capaz de dar al traste con la conciencia del diablo.

-Y el título de alférez con su correspondiente soldada.

-¡Ira de Dios! ¿Sabéis, señor Antonio Perez, que el Rey don Felipe es el mas magnífico de todos los monarcas de la tierra?

-Pero quiere ser obedecido.

-¡Oh! Y deja que sus buenos servidores se las entiendan con la justicia. En fin ¿qué es lo que debo hacer?

-Vas á desempeñar una comision que el Rey tiene por poco menos que imposible...

-Por eso me ofrece tan pingüe recompensa.

-Pero que es para ti de poquísimo trabajo.

-¿De menos trabajo que lo de la carta del señor de Montigny?

-¿Quien lo duda? Entonces tuviste que discurrir un plan.

-¿Y ahora?

-Ahora te avistas con un hombre, que no te es desconocido, lo llevas por ahí á dar un paseo...

-¡Demonio! Tambien anda el Rey en esos juegos?¿No considerais que si hago esa muerte, tendré que dejar á la pobre Beatriz abandonada en Castilla?

-El Rey no pretende que muera, al menos por hoy, el hombre de quien te hablo.

-¿Pues qué pretende?

-Lo dicho; que por medio de un engaño aciertes á poner su persona entre los alguaciles.

-Mas... ¿por qué diablos no le prenden ellos?

-Porque no lo conocen.

-¿Y el Rey?

-Tampoco, y eso que hoy lo ha visto.

-Se me figura que empiezo á comprender...

-Solo hay dos personas en la córte, que puedan señalarle con el dedo.

-¿Y esas dos personas...?

-Una eres tú, y la otra doña Magdalena de Ulloa, antigua castellana de Villagarcía.

-Ciertos son los toros; Juan de Mesa es el hombre, á quien debo prender.

-Así es en efecto...

-¿Y qué ha hecho ese honradísimo mortal?

-Mejor que yo lo sabes. El Rey tiene noticia segura de que en otro tiempo mataron al secretario del duque de Alba...

-Vamos; ya estoy en autos: se empeña en sacar al sol los trapos de la historia vieja.

-Y quiere hacer un ejemplar.

-Pero ¿quién ha podido decir al Rey...?

-Doña Magdalena vio ayer á Juan de Mesa en Santa Maria, y al punto lo reconoció.

-¡Imbécil! Por mas que le aconsejo que se desfigure el rostro, nada puedo lograr de su estupidez. Y luego ese afán de meterse en todas las iglesias.

-Diego, con su pan se lo coma; haz tu negocio y el del Rey, y así llegarás á ser hombre.

-¿Y si me niego á tomar á mi cargo la comision?

-Te pierdes y me pierdes.

-Sepamos por qué.

-Porque el Rey cree que nada hay imposible para tu astucia; porque sabe que Juan de Mesa está en Madrid, y que tú solo eres capaz de asegurar su persona.

-Me guardaré de hacerlo.

-¡Diego!

-Si os amostazais, tanto peor: no olvideis que Juan de Mesa os ha servido dos veces con el nombre de Bastian; además, te he prometido mi proteccion y la vuestra.

-¡La mia! ¡Aun ten presente que yo también puedo prenderle.

-Os desafío á que lo intenteis.

-Prendiéndote á tí primero.

-Habeis concebido una idea estupenda, señor Antonio Perez: prendedme, prendedme, y sí conseguís hacerme callar, quedareis á vuestras anchuras. Pero es el caso que yo tengo muy buena lengua, como no ignoráis, y que no la muerdo por apurado que me vea. Os juro que el Rey sabrá cosas, en las cuales no sospecha, como por ejemplo, el nombre del galán de doña Ana, que anduvo á estocadas con él, y la verdadera historia de la cartera que referirá, segun es de razon, el supuesto amante D. Lorenzo Tellez de Silva. Si eso no basta, me ayudará el mismo Juan de Mesa y veremos si el Rey niega que lo reconoce por el escudero del marqués, que lo ha entregado la súplica. ¿Estáis enterado? Prendedme cuando se os antoje, mas... cuidad por Dios de vuestra persona, porque no bien me echen mano los alguaciles, cuando Juan de Mesa, á quien no pódreis asegurar al mismo tiempo que á mí, enviará al Rey una relacion exactísima, que he compuesto y firmado de vuestros amores, con cierto documento al cual dará Su Alteza entera fé.

Pasmado quedó Antonio Perez de la audacia de Diego; mas como nada tenia que oponer á su razonamiento, juzgó prudente contemporizar con él, pues en efecto no dudaba de que el soldado podría perderle cuando quisiera, y eso que ignoraba toda la fuerza de las pruebas que poseia, para dar al traste con su privanza y tal vez para comprometerle mucho en el ánimo del Rey. Nuestros lectores no estrañarán el aplomo y la sangre fria del veterano, cuando sepan que aquella carta en que D. Ruy Gomez de Silva recomendaba al secretario de D. Felipe la persona de Juan de Mesa, como la mas ressuelta y apropósito para negozios graves, y cuyo contenido hemos visto en el capítulo VII de esta historia, se hallaba ya en poder del avisado amante de Beatriz, quien habia logrado sacarla, á fuerza de astucia y de trabajo, del cajon de la mesa en que su amo la guardaba con otros papeles importantes. El Secretario, sin embargo, creyó que no debla abandonar la partida sin echar el resto, ó lo que es igual, que estaba en su interés y en el del mismo Diego hacer que este abandonase la causa de su amigo: y así, dando á sus palabras una entonacion afectuosa, lo dijo:

-No parece, señor Rompe-cabezas, sino que nos vamos á despedazar aquí como dos tigres, cuando unas nos importa obrar de concierto, y con prudencia, ya que es uno mismo nuestro interés. He dicho que me seria fácil, prendiéndote, asegurar á Juan de Mesa; pero eso ha sido para convencerte de que debes entregarlo tú mismo en poder de la justicia. Si no lo echas el guante, creerá el Rey que no lo haces, porque no quieres, y aun sóspechará de mí, imaginando acaso que protejo á ese hombre, que al cabo mató á un agente del mayor contrario de mi parcialidad en los consejos.

-Mirad, señor Antonio Perez, repuso Diego con calma; todo cuanto acabais de relatar es muy santo y muy bueno; vuestros discursos, vuestras insinuaciones, ya lo sabéis, me aguzan el ingenio y al punto doy en el hito de las dificultades: vos recompensais mi sutileza con la generosidad de un emperador, y con decir esto, lo digo todo; pero aunque nada hicierais por mí, me conduciria yo como hoy lo hago. Ya veis si estoy pronto á serviros y complaceros en cuanto se os antoje, por imposible que os parezca... Pues bien; con la misma claridad y lisura os declaro, que todo el oro del mundo no me hará jamás cometer á sabiendas un desatino que pueda salirme al rostro; y desatino de marca mayor para vos? para mí seria la prision de Juan de Mesa.

-De modo que si llegas á persuadirme...

-Venid acá. Supongamos que ya está preso: su primera idea será vengarse de mí; de suerte que para evitarlo, tendré que tomar las de Villadiego. Adios mi fortuna y mis esperanzas de medro. Así y todo quedaríais vos, pues el picaro no dejaría de decir al juez de su causa, que me habéis protegido: además, el Rey no lo ignora, y con solo pronunciarse mi nombre asociado al de Juan de Mesa, tendrías sobre vuestra alma un malísimo negocio. ¿Pues qué dirémos de mi prima Beatriz, á la que el supuesto Bastian citaria como testigo irrecusable de cierta fuga del alcázar de Villagarcía? Por ese lado... ¡pobre princesa de Éboli ¿Creéis que la condesa de Barajas no pediria al Rey el levantamiento de su destierro, para venir á mostrarse parte en la causa, para perseguir á doña Ana como protectora de su antigua doncella, y para romper la cabeza á todo el mundo con el cuento de un cofrecillo de joyas que desapareció, no sé cuando, del monasterio de la Espina? Ya os diré algo de ese asunto en otra ocasion: lo que ahora importa es que desaparezca Juan de Mesa de Madrid, pues si otra vez llega á echarte la vista encima doña Magdalena de Ulloa y le prenden, os aseguro por el cielo, que doña Ana de Mendoza, vos, mi prima Beatriz y yo, estamos perdidos sin apelacion y sin remedio. Con solo pensar que, preso él, me han de coger á mí, tenéis bastante para decidir el pleito.

-¿Y qué hemos de hacer? preguntó Antonio Perez, convencido de las razones del veterano.

-No ignorais, contestó este rascándose la oreja, pues acababa de dar con la solucion de la dificultad, que sé escribir medianamente, y que la mano que ha trazado la súplica, últimamente presentada al Rey, es capaz de hacer otros milagros semejantes. Imagino por lo tanto que debeis probar á Su Alteza la imposibilidad en que me hallo de cumplir sus órdenes y que, en consecuencia, la antigua castellana de Villagarcía, la noble esposa del estirado don Luis Quijada, tiene los ojos al revés.

-¡Estás loco! ¿Cómo pruebo yo tamaños disparates?

-Con un escrito que haga constar la muerte de Juan de Mesa, acaecida hace diez años.

-¿Y ese escrito?

-¿No teneis por ahí la firma de algun escriba ó fariseo del Justicia Mayor de Aragon?

-Sí, poseo muchos documentos certificados de aquel gobierno.

-Venga uno, aunque su rúbrica sea mas enredada que nuestro mismo negocio; entretened al Rey, mientras yo me arreglo con ella, y todo se compondrá. Por lo demas, cuando digais á Su Alteza que Juan de Mesa no existe, ya estará el pobre tan mudado, que no podrán conocerle ni doña Magdalena de Ulloa ni la madre que le parió.

Antonio Perez adoptó, aunque de mala gana, el nuevo espediente discurrido por Diego Martinez, pero no tenia mas recurso que entregarse ciegamente á la voluntad de hierro de aquel hombre fecundo en enredos y bellaquerías. Le tenia otorgada su confianza, cuando le juzgó capaz de hacer que la princesa de Éboli correspondiese á su amorosa pasión, y sufria el yugo de su privanza, para que no se descubriesen secretos que le interesaba guardar.

Las inquietudes del monarca de Castilla se aumentaban por momentos, pues temia que empezase á decaer su preponderancia europea, en fuérza de la perseverancia con que los sectarios de la reforma religiosa se coligaban contra el catolicismo, cuya causa había abrazado con tanto ardor como convencimiento. Los negocios de los Paises-Bajos no habían mejorado con la presencia de Requesens en aquel gobierno, antes bien esta alentó desde luego á los enemigos de Castilla, infundiéndoles esperanzas de un triunfo decisivo, que mas de una vez estuvieron próximas á realizarse. Los caudillos rebeldes no se descuidaron: hicieron cundir la voz de que la retirada del duque de Alba era una señal de impotencia, y que pronto dejaría de funcionar su aborrecido Consejo de Sangre, contra cuyos desmanes protestaba la humanidad entera, publicaron tambien que el nuevo gobernador de los Estados era precisamente uno de los que con mas empeño se habían pronunciado en el Consejo de Castilla contra las ejecuciones sangrientas de su predecesor; que no debia temérsele, y que solo iba á Bruselas con el objeto de salvar las tropas españolas de una derrota completa, por haberlas dejado comprometidas en espediciones aventuradas el terrible caudillo, que contaba por proezas y victorias los horrores cometidos contra indefensas poblaciones.

El Comendador Mayor de Castilla tuvo que luchar con otro obstáculo mas grande, que el que oponla al cumplimiento de sus deberes la imponente actitud de las fuerzas enemigas. La indisciplina era general entre las suyas, y la insolencia con que se conducian en las ciudades, en que entraban sin resistencia, lo había convencido de la justicia con que el pais obraba, levantándose en masa contra la dominacion española. Su primer cuidado fué dar órdenes severas para reprimir el pillage, y para hacer entrar en la obediencia á unas tropas, acostumbradas á todo género de escesos; pero esto le robó un tiempo precioso, que sirvió de mucho á los gefes de la sublevacion, para concertar sus vastos planes de resistencia.

Envió después Requesens socorros á la plaza de Midlebourg, que sitiaban los protestantes hacía diez y ocho meses, pero el príncipe de Orango envió su flota al encuentro de la contraria y esta fué batida: Midlebourg tuvo que capitular, aunque la guarnicion salió del castillo con todos los honores de la guerra. Poco despues consiguieron las armas de Castilla, á las órdenes de D. Sancho de Avila, con señalado triunfo, cerca de Mooch, contra el conde Luis de Nassau; este, su hermano Enrique y el conde Palatino perecieron en la refriega, después de haber perdido cinco mil hombres. No sacó el caudillo español todas las ventajas que desde luego se habla prometido de esta jornada, porque las tropas se amotinaron contra él, pidiendo á gritos sus pagas atrasadas, nombrando nuevo gefe y entrando amotinadas en Amberes. La distribucion de cien mil florines sofocó su descontento, y por fin marcharon al sitio de Leide, cuando ya se había perdido la flota equipada para esta espedicion, por haberla sacado del puerto Adolfo Haustede, á fin de que no se apoderasen de ella los sublevados.

La amnistia publicada á poco tiempo no tuvo resultados satisfactorios, porque esceptuaba á los que no renunciasen el protestantismo y no quisiesen volver al gremio de la Iglesia católica. Por último, D. Luis de Requesens invadió la Zelanda, puso sitio á Zurich-Zea, capital de la isla de Schowen, y la tomó al cabo de nueve meses; pero esto fué el último servicio que prestó al rey D. Felipe y á su patria. Los disgustos ocasionados por la terrible posicion en que agenas faltas le habian impedido á encontrarse, la insuficiencia de los medios con que contaba, no solo para contener al enemigo, sino para estirpar los abusos y aun los crímenes, que se cometian á la sombra de una administracion desacertada y funesta, y en fin, su completo desacuerdo con el Consejo de Sangre, que anulaba á fuerza de providencias insensatas todas sus disposiciones encaminadas á la pacificacion de las provincias insurreccionadas, minaron su constitucion y le condujeron al sepulcro. Aprovechando el príncipe de Orange el desaliento que su muerte habia infundido entro los enemigos, entró en la ciudad de Gante, cuando los españoles se preparaban á saquearla: su presencia la libertó de los españoles, que huyeron á sorprender la plaza de Alost y devastaron todo el pais inmediato.

Estas noticias no eran por su naturaleza muy apropósito para tranquilizar á D. Felipe, quien conociendo que era preciso tomar una resolucion decisiva, confió el gobierno y dirececion de la guerra de los Paises-Bajos á su hermano D. Juan de Austria. El terrible Consejo de Sangre quedó abolido, lo cual daba á entender que la parcialidad, en otro tiempo capitaneada por el príncipe de Éboli, gozaba del favor del Rey; pero Juan Escobedo, secretario del consejo de Su Alteza, y que tambien lo habia sido del proceso de Montigny, fué nombrado con el mismo cargo, por influjo de Juan de Vargas, para acompañar al Príncipe á Bruselas: esto queria decir que D. Felipe se habia propuesto tener al lado de su hermano un testigo, que no agradaba en manera alguna al arzobispo de Toledo, á Mateo Vazquez, que pronto iba á ser secretario de su Alteza, y á Antonio Perez, que se preparaba á ocupar de hecho, ya que no en el nombre, el rango del primer ministro, el cardenal Espinosa. De este modo neutralizaba el monarca de Castilla, cuya política era invariable, la influencia de un partido, que no contaba ya con adalides tan ilustres como D. Ruy Gomez de Silva y Requesens, con la preponderancia de otro, cuyo principal caudillo D. Fernando Alvarez de Toledo estaba, al parecer, en desgracia.

Pero mucho antes que las desastrosas nuevas de los Paises-Bajos llegasen al Rey, para obligarte á entregar su gobierno al vencedor de los moriscos de las Alpujarras, cuya naciente ambicion no dejaba de mirar con algun recelo, se habian calmado ya los temores de Antonio Perez, respecto al encargo que habia recibido para que Diego Martinez prendiese á su buen amigo Juan de Mesa.

En efecto: ochó dias despues de la última e interesante conversacion que tuvo con el héroe de Roma, y en la cual no quedó muy bien parado su orgullo, hizo saber á D. Felipe, por medio de un documento en debida forma espedido desde Zaragoza, que Juan de Mesa, el asesino del secretario Juan Vazquez, habia muerto hacia ya diez años. El Rey examinó la prueba, y dispuso que aunque Diego Martinez no habia puesto en poder de la justicia al criminal, por la susodicha causa, se le contasen los quinientos escudos prometidos, supuesto que habia hecho todo lo humanamente posible para cumplir su comision, dejando tranquila la conciencia de su Alteza por aquella parte; y que en cuanto al título de alférez, se le otorgaria despues del primer servicio que se le encomendase.

Diego Martinez recibió los quinientos escudos, se frotó las manos y corrió á la hosteria de su devocion, que servia de arresto provisional á Juan de Mesa; porque ha de saberse que por disposicion del veterano, no habla salido de ella desde el dia en que el último se propuso darle por muerto. El motivo de esta prudente medida es tan fácil de comprender, que no necesita esplicación.

-Hemos puesto otra pica en Flandes, dijo al villano su carcelero, y cátate ya como si no hubieras nacido.

Juan de Mesa le miró con asombro, porque nada entendia de aquel guirigay; pero al fin repuso gruñendo:

-Si no me esplicas por qué causa no veo el sol hace ocho dias, rompo la promesa que te hice y me echo á la calle.

-Eres tan záfio y tan camello como cuando estábamos en el cuchitril de Villagarcía, contestóle-biego con dignidad. ¡Cómo se entiende! ¿Conque sudo sangre para que tu pescuezo no contraiga estrecha amistad con la cuerda, y tú erre que erre en que te han de ahorcar? No te detengo... sal cuando quieras y el primer corchete que pase te echará los cinco y la garra: pero... ¿qué importa? Tendrás el gusto de que te cuelgen y que nos cuelguen á todos. ¡Ira de Dios! ¡Y que un hombre de bien y valiente como yo se esponga á pasar las penas del Purgatorio por semejante puercoespin!

Estupefacto quedó Juan de Mesa con el arranqne de su compañero; mas queriendo saber á todo trance á qué atenerse, y atemorizado al mismo tiempo por lo que acababa de oir, preguntó entre colérico y humilde:

-¿Pues qué hay de nuevo?

-Una bagatela; que la noble esposa de D. Luis Quijada lo ha visto, le respondió el soldado.

-¡Doña Magdalena!

-Y no solo te ha visto, sino que te ha conocido.

-Es lo único que yo necesitaba ahora.

-Y te ha delatado al Rey.

-¡Miserable de mí!

-Y el Rey ha mandado que lo prendan muerto ó vivo, por aquella fechoria del hermitaño.

-Cesa... cesa, por los cuernos de Satanás, y haz de modo que salga sin ser visto de esta maldita corte.

-¿A dónde quieres ir?

-A Aragon... á los infiernos... léjos... muy léjos de aqui.

-En Aragon hay una requisitoria, pues supongo que no habrás olvidado la carta que te escribí desde Valladolid, y en cuanto á emprender un viage hacia los infiernos, se me figura harto peligroso, porque no estás bastante preparado. Mira, Juan paréceme en efecto, que algun dia ese ha de ser el paradero de tu alma; mas antes es preciso que haga méritos en este mundo, sin que tu afición á visitar iglesias consiga libertarla de las uñas de aquel que ha poco nombraste. Entre tanto, permanecerás en Madrid, donde estás mas seguroque en ninguna otra parte.

-¡Mas seguro, cuando los corchetes andan olfateando mi persona!

-Si hubieras hecho lo que mil veces lo he aconsejado, no te verias en semejante apretura; pero lo que es ahora...

-Ya veo que necesito hacer algo, pues de lo contrario mal pleito me aguarda. Estoy por escaparme á Flandes.

-Es decir, que por huir de la horca, quieres dar con tu cuerpo en la hoguera. ¿Sabes, Juan, que aquel famoso mastin llamado Bravo, que quedó tendido en la poterna del alcázar, la noche de nuestra fuga, discurria mucho mejor que tú?

-No me recuerdes esas cosas, Diego; no me las recuerdes, porque soy capaz de meterme un puñal en el corazon.

-¡Ah! Tienes remordimientos... Con tu pan te lo comas, porque yo no me meto en la conciencia del prójimo: haces bien; hijo mio, haces bien; así rabiará Satanás, y para habérselas contigo, tendrá que convocar á todos sus negros familiares. Ea: hablemos como hombres y desecha la idea de pasar á Flandes, porque si en Castilla hace colgar el rey D. Felipe á los bribones como tu, allí los tuesta la santa Inquisicion, y váyase lo uno por lo otro.

-¿Qué es pues lo que me própones?

-Lo que te he propuesto mil veces; lo que vas á hacer por fuerza. ¿Vés este chirlo que me hizo en la cara el buen Bravo, conociendo sin duda lo mucho que, andando el tiempo, me habia de servir?

-Pero, ¿cómo me desfiguro?

-¡Bah! Yo te traeré una especie de ungüento, que suele componer Beatriz destilando ciertas yerbas, y te untarás con él el rostro dos ó tres veces seguidas.

-¿Y qué acontecerá?

-Que tu rostro se llenará de manchas negras.

-¿No habrá peligro?

-Ninguno: con eso y con un parche en un ojo, podrás desafiar las miradas de doña Magdalena de Ulloa y las de todos los lebreles de la justicia del Rey.

-Venga el ungüento, si él ha de salvarme.

-Y tanto, que sin su auxilio no hay esperanza para tí. Apropósito, para convencerte de ello, tengo que darte una noticia.

-¿Cuál es?

-Que no eres mas que un cadáver.

Juan de Mesa dio un salto hácia atrás esclamando:

-¡Demonio! ¡Qué estás diciendo!

-Que hiciste la última mueca hace unos diez años.

-¡Yo!

-Tú, tú mismo, el mismísimo Juan de Mesa. ¿Lo dudas?

-¿Pues no he de dudarlo?

-Haces mal, supuesto que te lo aseguro yo.

-Pero, hombre...

-Déjate de peros y de observaciones; hace diez años que exhalaste el postrimer suspiro, saliendo en paz de este mundo, y así consta en un documento que se ha presentado al Rey nuestro Señor.

-¿Quién diablos ha podido atreverse á ello?

-El secretario Antonio Perez.

-¡Ah! Conque tú... gritó el villano, comprendiendo al fin la nueva estratajema de su amigo.

-Yo... yo... replicó este con orgullo. ¿Quién habia de ser? Figúrate ahora que los esbirros ó doña Magdalena tropiezan contigo por esas calles, cuando saben y les consta que estás enterrado en Aragon... ¿eres capaz de imaginarte la zambra y el tumulto que se armará en la corte.?

-Me has convencido, Diego, y así... no tardes con el ungüento, porque si estoy mas tiempo encerrado, no respondo de mi paciencia.

-Daca esos cinco por tu docilidad, y toma esos cincuenta para que hagan digna compañia á los otros cincuenta de mas baja ley.

Y diciendo así el soldado, apretó cordialmente la mano de Juan de Mesa, y puso en ella el número de escudos que acababa de indicar. Recomendóle de nuevo que no se diese á luz, hasta que las manchas negras y el parche le desfigurasen completamente, y despues de vaciar con él un buen jarro lleno del afamado mosto que producen los viñedos de Valdepeñas, lo dejó entregado á sus pensamientos.

Tres dias después se hubiera muy bien guardado doña Magdalena de Ulloa de sospechar que Juan de Mesa era el mismo villano, que estuvo á su servicio en Villagarcía.




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Capítulo XXX

Pruébase en el que los celos de un hombre astuto venren muchas dificultades


Ya tenemos noticia de la opinion que formuló el Consejo sobre la consulta del Rey, relativa á la conducta de su hijo D. Cárlos de Austria: el parecer del Papa fué en un todo semejante al que habia emitido el cardenal Espinosa, y D. Felipe, aunque con amargo sentimiento y visibles muestras de repugnancia, ordenó que pasasen las pruebas al tribunal de la Inquisicion. Finalmente puede inferirse lo que el Santo Oficio dispondría acerca de un asunto, que se le presentaba mas con carácter religioso que político, á pesar de que las faltas del Príncipe solo merecían la segunda calificacion. No se atendió sin embargo á su desobediencia, á sus miras ambiciosas, al empeño que siempre habia manifestado de tener participacion en el gobierno, al despecho con que habia obrado contra la autoridad real, contra la dignidad del presidente Espinosa y contra el decoro del duque de Alba; estos yerros pasaron por alto á los ojos de los fanáticos inquisidores, ó cuando mas, los tuvieron por dignos de severa reprension. Lo que dió gran importancia al próceso de D. Cárlos fué el própósito que se entreveia de su fuga á las próvincias de Flandes, con intento de ponerse á la cabeza de los protestantes, para asegurar en aquellos dominios el triunfo de la religion reformada. Este era un crímen que no podia perdonarlo el tribunal de la Fé: la carta de Montigny, que de nada acusaba al Príncipe, y que no habia llegado á sus manos, se consideró como prueba suficiente de su apostasía, y la declaracion forjada por Juan de Vargas en el alcázar de Segovia, como tenaz é impía persistencia en negar la parte que al acusado correspondía en el proyecto fraguado por los embajadores del conde de Egmont contra el catolicismo y sus defensores.

El tribunal, despues de interpretar de la manera que le pareció mas conveniente á sus miras las diferentes piezas que se le habian remitido, dió auto de prision cóntra el príncipe D. Cárlos de Austria, mas como el caso era escepcional y para haber al presunto reo se hacía indispensable allanar la real morada, lo cual no podia llevarse á cabo sin espresa autórizacion y mandato del Rey, mandó el Inquisidor Mayor que compareciese en el Santo Oficio el presidente Espinosa, si Su Alteza á ello no se oponia, para notificarlo el auto. Obedeció el Cardenal, precedida la venía de D. Felipe, mas este, pesaroso ya, y arrepentido de haber aprobado la consulta del Consejo, le dijo al dársela:

-No olvide el Santo Tribunal que va á formar proceso al heredero del trono de Castilla y al hijo del Rey. La precipitacion es mala consejera; yo me holgaré mucho, si su acuerdo no se opone á los privilegios é inmunidades del príncipe D. Cárlos.

Enterado Espinosa del auto de prisión contra este, espedido por los inquisidores, hízoles entender los deseos del Rey; mas el Inquisidor Mayor le contestó al punto:

-El tribunal estima conveniente el auto acordado, en vista de las pruebas irrecusables remitidas por el Rey nuestro señor: el Consejo ha decidido que el proceso debe formarse por la jurisdiccion eclesiástica, y al conformarse Su Alteza con tan acertada opinion, ha mostrado una vez mas el profundo respeto con que acata la religion y los fueros de sus ministros. El príncipe D. Cárlos se ha hecho culpable del crímen de protestantismo, y debe ser entregado por el Rey al Santo Oficio.

-El Cardenal dió cuenta á D. Felipe de todo lo ocurrido y le entregó el auto. El Rey lo recibió temblando; mas serenándose de pronto, murmuró entro dientes:

-Ya lo esperaba, los inquisidores no tienen hijos.

Y alzando la voz y dirigiéndose al presidente, añadió:

-Pase el auto acordado por el Santo Tribunal á consulta de mi Consejo.

-Señor, repuso Espinosa con respeto, el Inquisidor Mayor está aguardando el cumplimiento de su providencia.

-Queréis decir, señor Presidente, que aguarda mi decision sobre ella, replicó enojado D. Felipe.

-Señor, he repetido á Vuestra Alteza sus mismas palabras.

-Pues id, y repetidle las mias.

El cardenal salió de la real cámara cabizbajo, y reunió el Consejo. D. Felipe llamó á Antonio Perez y entregándole el auto de la Inquisicion, le dijo:

-Enviad eso al Consejo, con encargo de que despache sin demora la consulta. Ahí veréis que el Santo Oficio me pide la persona del Príncipe...

-¡Cómo, señor! esclamó el Secretario. ¿No le basta la concesion de Vuestra Alteza para que forme su proceso?

-No le basta, señor Antonio Perez, supuesto que intenta sacar á D. Cárlos de mi jurisdicción y sujetarle á la suya. ¿Deberé consentirlo?

-De ninguna manera. D. Cárlos de Austria es hoy el legítimo heredero del trono de Castilla, pues como tal fué jurado en las cortes de Toledo, y está por lo tanto en posesion de privilegios é inmunidades, de que solo la justicia de Vuestra Alteza, después de oidas otras cortes, puede privarle. Nadie sino Vuestra Alteza puede decretar la prision del Príncipe; nadie, señor, por alta que sea su jurisdiccion, puede atropellar la real morada, sin cometer el gravísimo delito de lesa majestad. ¡El príncipe D. Cárlos en las cárceles del tribunal de la Fé! Será un escándalo en Europa.

Mucho consuelo proporcionaron al Rey las razones de Antonio Perez; pero recordando la votacion del Consejo en la anterior consulta, repuso:

-No todos opinan como vos en tan delicado negocio: el presidente del Consejo, por ejemplo, no quiere que tengamos dimes ni diretes con los señores inquisidores.

-Si Vuestra Alteza me da su beneplácito, iré al Consejo, no como vocal del mismo, sino como representante de la autoridad real, y esforzaré mis argumentos para convencer al señor Cardenal y á cuantos con él piensan, de que el tribunal del Santo Oficio se ha entrometido en las prerogativas de Vuestra Alteza, echando por tierra las del Príncipe.

-¿Y osareis poner en pugna á mi Consejo con la Suprema Inquisicion?

-Haré, señor, que el Consejo devuelva el auto á Vuestra Alteza, consultando que no debe accederse á la demanda de la Inquisicion.

-¿Y si no lo conseguís, señor Antonio Perez?

-Me quedará el recurso, á fuér de leal servidor, de aconsejar á Vuestra Alteza que no se conforme con el parecer del Consejo. Ese cuerpo, señor, ha producido todos los frutos, que de su sabiduria se esperaban. Muertos los ilustres D. Ruy Gomez de Silva y D. Luis de Requesens y Zúñiga, ausente en los Paises Bajos el Señor D. Juan de Austria, ha quedado sin sus principales cabezas y no hace otra cosa que seguir, como manso cordero, por donde el señor Cardenal quiere llevarlo.

-De modo, observó maliciosamente el Rey, que no os pesaria de su reforma...

-Señor, respondió con tranquilidad el secretario, la creo necesaria, para el seguro de la autoridad real, aun cuando sea yo el primero á quien Vuestra Alteza despojo de su cargo.

-No me parecen desacertadas vuestras ideas, señor Antonio Perez. Llevad pues el auto al Consejo, y haced de modo que este lo desapruebe: si nada alcanzais del presidente Espinosa, le direis estas palabras; el Rey lo ha dispuesto así.

Gozoso salió Antonio Perez de la real estancia, porque acababa de obtener sobre el Cardenal una victoria decisiva; pero era mucho mas brillante la que le aguardaba en el Consejo. En vano Espinosa, de acuerdo con el Inquisidor Mayor, encareció la necesidad y la conveniencia de obedecer los mandatos de la Suprema, pintando con los mas negros colores todas las acciones del Príncipe, con el objeto de obtener una votacion unánime, que obligase á don Felipe á conformarse, entregando inmediatamente la persona de su hijo al Santo Tribunal de la Fé. El secretario del Rey, que habia hablado en particular á los consejeros, desbarató con fácil elocuencia todos los argumentos y sofismas del prelado, defendiendo los privilegios de la corona y los del Príncipe: convino en las faltas de este, pero sostuvo al mismo tiempo que las habia cometido contra la autóridad real, y no contra la religion, añadiendo que debiendo conocer de ellas el Consejo y las provincias de la monarquia representadas por sus cortes, y de ningun modo la jurisdiccion eclesiástica, sólo un escrúpulo de conciencia habia decidido á Su Alteza á aprobar la primera consulta, ya que el Consejo, obedeciendo dócilmente al señor cardenal, habia dispuesto con demasiada precipitacion, que pasasen las pruebas de los cargos que existian contra el Príncipe, á donde no debian estar. Sostuvo por último que, si D. Cárlos de Austria era justiciable en opinion del Consejo, y si este temia que se fugase de España, se hallaba en el caso de aconsejar al Rey, que pidiese al Santo Oficio la devolucion de las piezas que se le habian remitido, y que cuidase él mismo de la seguridad del Príncipe, arrestándole de la manera mas cónveniente al decoro de la persona y á los sentimientos paternales, que siempre habla manifestado.

El lenguaje deAntonio Perez fué incisivo y severo para los que lo escuchaban, sobretodo para el cardenal Espinosa, quien desde luego adivinó por él, cual era la voluntad del monarca. Pero arrebatado de su celo por la religion, ó de su orgullo como presidente del Consejo, cometió un error indisculpable, intentando vencer en la lucha al Secretario, esto es, al Rey mísmo, sin comprender que aquella imprudencia iba á costarle la privanza que gozaba. Lleno de ira, sofocado ó incapaz de contenerse por mas tiempo, tomó la palabra, y despues de tratar duramente al jóven político, porque pretendia dar lecciones á los hombres encanecidos en la gobernacien del reino, le dijo:

-Tened por seguro, que no son buenos para estar al lado de un Rey como D. Felipe de Castilla los que se aprovechan de su debilidad, para obligarlo á cometer desaciertos.

-Este apóstrofe, que así se dirigía al Rey, aunque embozadamente, como á su favorito, no mereció la aprobación de los individuos del Consejo. Antonio Perez contestó á él con otro mucho mas punzante para el prelado.

-Peores son aquellos, repuso, que abrigando profundos resentimientos contra un Príncipe, se constituyen en perseguidores suyos.

La alusion á la acometida de D. Cárlos contra Espinosa, el dia en que este se salvó huyendo de su espada, le exasperó hasta tal punto que llamó judío y herege á su contrario, como la mayor injuria que en aquel tiempo podia dirigir un hombre á otro. La sesion fué casi tan borrascosa y tan poco digna de aquel alto Cuerpo, como algunas que se celebran en nuestros ilustrados dias, en pueblos que pasan por los mas adelantados del mundo. Hubo tumulto, llovieron las invectivas y algunos señores, que hasta allí habian soportado con disgusto la dominacion del Cardenal, aprovecharon la ocasión para hablar de sus rentas y del boato que ostentaba como primer ministro, muy poco en armonía, segun se esplicaban, con la humildad evangélica de S. Pedro y de sus primeros sucesores.

Esto era atreverse á mucho en el siglo XVI y en pleno Consejo; un Auto de Fé podria muy bien ser el resultado de tan terrible censura contra una dignidad de la Iglesia, que contaba desde luego como ausillar al Inquisidor Mayor de Castilla. Los que acababan de formular en presencia de Espinosa una acusacion dictada por el odio secreto que le tenian, comprendieron al punto que habian ido demasiado lejos; todas las miradas se volvieron entonces hácia Antonio Perez, pues conocian que solo con la ruina del Cardenal conseguirian eludir el compromiso en que les habia puesto su intempestivo alarde de independencia. Aquel fué precisamente el instante que eligió con habilidad el Secretario, para descargar el golpe de gracia sobre su enemigo.

-Señores, dijo con imperioso acento, estamos malgastando un tiempo precioso, y es la voluntad del Rey que se despache en breve esta consulta. ¿Es justo que por nuestras disensiones demoremos el cumplimiento de nuestros deberes? El Consejo conoce mi voto en tan grave asunto; aquí está escrito y firmado de mi puño y letra, y solo aguardo saber si se aprueba, para unirlo al auto acordado del Santo Oficio y someterlo á la aprobacion de Su Alteza.

Quiso hablar Espinosa, pero estaba trémulo de cólera y una mirada de Antonio Perez decidió á los demás consejeros, quienes se apresuraron á firmar su parecer, que les presentó redactado con arreglo á lo que habia sostenido en su réplica al discurso del Cardenal. Este, cuyo nombre debia ser el último que figurase en el documento, se negó á estamparlo, pero echó mano á la pluma con despecho y escribió en pliego aparte: Debe proveerse en todo, como lo pide el Santo Tribunal. = presidente, el cardenal Espinosa.

Antonio Perez unió este pliego y el suyo al auto acordado, rubricó los dos al pié como secretario del Rey, puso á todo la correspondiente cubierta, escribiendo en ella Para El Rey Nuestro Señor, Que Dios Guarde, y sellándola con el del Consejo, fué á poner en manos de D. Felipe el resultado de tan importante sesion.

Enterado el último de cuanto habia ocurrido en el Consejo, aprobó lo consultado por la mayoría y comisionó á su gentil-hombre D. Alonso de Cabrera para que fuése á ponerlo en noticia del Inquisidor Mayor, á quien escribió también de su puño y letra, pidiéndole los documentos que obraban en su poder, como pruebas contra el príncipe D. Cárlos. Pero el Rey contaba sin la huéspeda, ó lo que es igual, sin el teson del Presidente y gefe de la Suprema, con cuya aquiescencia no dudaba que allanaria todas las dificultades; quedóse pues sorprendido, cuando D. Alonso de Cabrera le hizo saber, de parte del Inquisidor Mayor, que su demanda ajaba al tribunal de la Fé y que en conciencia no podian sus individuos obedecerla. Al escuchar D. Felipe tan estraña respuesta, volviése hácia el presidente Espinosa, á quien acababa de llamar despues de haber despedido á su Secretario, y con irritado acento le previno que inmediatamente partiese para Roma. Conociendo el prelado que su privanza habia concluido y qué si no obedecia al punto no tardarian en descargar sobre él todas las iras del enojado monarca, bajó la cabeza en señal de sumision y salió de la real cámara, pues preferia el destierro en la capital del orbe católico á una prision de Estado. El gentil-hómbre del Rey, testigo involuntario de la caida de Espinosa, voló á buscar al Secretario y se la refirió, dándole cuenta al mismo tiempo del mensage del Inquisidor Mayor, que la habia motivado; pero casualmente se hallaba Diego Martinez en el aposento de Antonio Perez, cuando D. Alonso fué á llevarle tan importantes nuevas, y á este acaso debió D. Felipe la terminacion de un conflicto entre su regia autoridad y el poder asombroso del Santo Oficio, terminacion en la que por el pronto ni él, ni Antonio Perez, ni D. Alonso de Cabrera, ni el mismo Diego Martinez pensaban.

Y aconteció que aquel mismo dia, entre dos luces, dirigiéndose el veterano hácia la casa de doña Ana de Mendoza, que estaba situada enfrente de la iglesia de Santa María, para matar el tiempo platícando con Beatriz, vió dos bultos que, al parecer, en sabrosímo cóloquio seguian la dirección de la calle, en sentido opuesto al que él llevaba. Figuróse desde luego que uno de aquellos bultos no le era desconocido, y en efecto, no bien hubo apretado el paso, cuando reconoció á la doncella de la princesa de Éboli. Cerciorarse de que no se engañaba y sentir en su córazon la afilada punta del aguijon de los celos, fué obra de un segundo; y es preciso advertir que cuando Diego estaba celoso, lo cual le habia sucedido raras veces, pues tenia completa confianza en la fidelidad de Beatriz, lo estaba con su correspondiente acompañamiento de rabiosa ira, la cual despertaba en él un vivísimo deseo de armar camorra con todo el mundo. Impulsado pues por sus instintos belicosos, ciego de cólera, sin encomendarse á Dios ni al diablo y, lo que era mas en aquellos tiempos, sin hacerse cargo de que el individuo que acompañaba á su tórtola vestia trage talar, alcanzóle cuando menos podia imaginárselo, y cayendo sobre él como una bomba, le descargó tan descomunal puñetazo en la cabeza, que el pobre paciente creyó llegado el fin del universo: hubiera dado indudablemente con su cuerpo en tierra, pero su terrible acometedor lo sostuvo aferrándose á su pescuezo con furia, y haciéndole guardar el equilibrio, con la idea de imposibilitarle toda defensa, y desahogar en su cuerpo libremente la saña, de que estaba poseido. Pero Diego, entre sus bellisimas cualidades, tenia la de calmarse tan pronto como se encolerizaba, y en aquella ocasion, bastó un chillido de Beatriz para dar al traste con toda su firmeza. Chilló en efecto la doncella echó á, huir con intento de refugiarse en casa de la Princesa; el soldado soltó entonces el pescuezo del semi-ahogado galán, quien al verse libre, en vez de vengarse de su enemigo, hizo esfuerzos para córrer calle abajo: Diego que acababa de hacer presa en Beatriz, vio que el galán trataba de desaparecer de la escena, y abalanzándose de nuevo á su cuello, hubiera puesto término á sus dias, á no esclamar la primera desecha en lágrimas:

-¡Qué haces, infeliz! ¡A un eclesiástico!

-¡A un familiar de la santa Inquisicion! añadió la víctima de los bruscos ataques del veterano, al notar que los dedos de este le dejaban libre la respiración.

-¡Mil demonios me arrastren! repuso Diego, haciéndose cuatro pasos atrás. Ya ven que me he metido en malísimo negocio: pero ¿por qué no lo habeis dicho antes? ¿Cómo quereis que yo adivinará, que un santo varon como vos se habia de divertir en hacerme rabiar á estas horas? Vamos, padre mio; conozco que anduvo algo impaciente y os pido que me perdonéis el primer arranque de mi mal humor, que he tenido hoy en tódo el dia; absolvedmo de buena voluntad, juradme que no volveréis á perder el juicio por esta bribona, y si me necesitáis para un caso apurado, ya sabéis por esperiencia que no tengo mal puño.

-Eres un hombre brutal, primo Diego, replicó la doncella, y los dedos te se antojan huéspedes. No mereces que te mire á la cara. ¿Quién te ha dicho que el señor D. Damian me requiebra? ¡Pues qué! ¿No puede una muger honrada hablar en la calle, y á vista de todos, con sus antiguos amigos, sin que estos se espongan á perder la vida, por antojo de un desalmado?

-¿Sabes, prima, que para predicar un sermon te pintas que no hay mas que pedir? ¿Cuándo ni de donde debo sacar yo que el reverendo padre es antiguo amigo tuyo? ¿Ha llegado su nombre á mis oldos alguna vez?

-Sí, por cierto; en Valladolid.

-¡En Valladolid, eh! Apuesto á que quieres hacerme tragar gato por liebre.

-Haya paz, hijos mios, dijo á la sazon el eclesiástico, pues en, efecto lo era por su trage, temiendo que su antagonista se amostazase otra vez y volviese á las andadas con su pescuezo. Yo perdono de todo corazon á tu primo el atolondramiento de cabeza que me ha causado, y así no le impacientes mas.

-Beatriz, gritó Diego enfureciéndóse de nuevo á pesar suyo, estoy óbservando que este buen padre te tutea, como si toda su vida...

-¿Y por qué no ha de hacerlo? contestó la doncella.

-Has asegurado que he oido pronunciar su nombre en Valladolid. ¿Cuándo?

-Muchas veces.

-¿A quién?

-Al señor Antonio Perez y á mí.

-Mientes, mala víbora, embaucadora, y así creo que es sacerdote, como yo judío.

-¿Conque nunca te hablé del lego Damian del convento de san Francisco?

-¡Damian!... ¡Damian!... Espera un poco... Sí; ahora recuerdo era el que servia para comunicar al galan de doña... ya me entiendes las noticias que tú le dabas.

-El mismo; ahí le tienes.

-¡Es posible, reverendisimo padre! Mucho habeis subido y os doy el parabien. Ea; echadme la bendicion y no os volvais á acordar de lo pasado, ya que os he acometido equivocadamente.

-Bien pudiérais haber reparado en mi trage, dijóle el antiguo lego, alargándolo la mano en señal de reconcillacion.

-¡Qué diablos! ¡Para reparar en trages estaba yo! Pero... ¿cómo es que...?.

-¿Me encuentro en Madrid, cuando me dejásteis allá en el convento del Cam po Grande?

-Justamente.

-Voy á decíroslo en dos palabras. El Reverendísimo Inquisidor Mayor es hermano carnal de una gran Señora, á la que sirvió en sus buenos años de dueña la abuela de la tia de mi madre; y como yo estaba muy triste entre los Padres de San Francisco, desde que Valladolid se quedó sin córte, halló medio de que la dama me recomendase á dicho Inquisidor Mayor; este me mandó llamar y satisfecho del examen que hizo de mi persona, recibióme en su casa, en la cual he sabido darme tan buena maña, que...

-Sois el familiar de confianza del Inquisidor Mayor, exclamó Diego, á quien acababa de ocurrir en aquel instante una idea tan diabólica como atrevida.

-Así es, contestó el cura Damian. ¿Por qué lo habéis dicho?

-Porque si teneis un poco de corazon y no os falta astucia, se os puede ofrecer un negocio lucrativo, que al mismo tiempo os gano la proleccion de altas personas.

-Eso no es de despreciar; ya sabéis que la principal virtud del sacerdote es la pobreza evangélica, pero...

-Estoy al corriente, descais faltar al voto, aunque proponiéndoos hacer penitencia y pedir perdon á Dios.

-Nada de eso: puedo adquirir todos los bienes de este mundo sin escrúpulo de conciencia, porque todavia no he dicho misa.

-¡Ah! ¿Conque no he aporreado á un cura verdadero?

-No, hijo mio, pero has hecho otra cosa mas abóminable; has querido ahogar al gefe de los familiares de la Suprema, al favorito, al factotum del Inquisidor Mayor.

-¿Conque... favorito, eh?... Mira, Beatriz, retírate, porque si el señor D. Damian no rehusa la compañia de un hombre valiente, deseo servirle de escolta y tratar con él ciertos asuntosde la mayor importancia.

Obedeció la doncella después de despedirse del antiguo lego y de su belicoso amante, y de recomendarles eficazmente que fuesen buenos amigos. Ellos entónces echaron á andar dirigiéndose hacia la calle Mayor y guardando un silencio absoluto.

El nombre del Inquisidor Mayor pronunciado por Damian y la dichosa circunstancia de ser este su ojo derecho inspiraban á Diego Martinez fuertísimas tentaciones de mezclarse en un negocio, que no sole habia encomendado y que, si le salia mal, ó si se descubria su intervencion en él, podia conducirle rectamente á la hoguera del Santo Oficio. No habia olvidado aquello de que el Rey no le protegería contra su justicia, si esta Señora llegaba á prenderle en el desempeño de alguna comision que él mismo lo hubiese dado, y no esperaba por cierto que fuése mas bondadoso, intercediendo en su favor con los inquisidores, sabiendo como sabia que estaba irritado contra ellos. Así y todo, deseaba el veterano jugarles una treta, que no dejaria de agradecerle D. Felipe con régia liberalidad, ya que el encuentro con Damian y la posicion que este ocupaba respecto la Suprema lo habian traido á la memoria los apuros, en que ponia al Rey la negativa del Inquisidor Mayor, en cuanto á devolver los documentos relativos al príncipe D. Cárlos. Lo difícil para el era entablar la conversacion con el familiar del Santo Oficio y conducirla á un resultado satisfactorio; pero tanto discurrió su fecundísimo caletre, que al fin encontró lo que buscaba; por lo que, no queriendo desperdiciar un minuto, ni tener tiempo para arrepentirse, y procurando descubrir el terreno, antes de aventurarse imprudentemente en un mal paso, preguntó á Damian:

-¿Podéis darme alguna noticia del farsante Ballasar Cisneros?

-¡Si puedo! ¿Os interesáis acaso por ese herege? le respondió aquel.

-¡Interesarme yo! repuso el veterano santiguándose. Dios me libre de semejante tentacion: soy soldado apostólico, católico, romano y he hecho la guerra contra los protestantes y contra los turcos que valen algo mas que ellos. Pero como ese negocio del príncipe mete tanto ruido.

-Y meterá mas, si el cielo no lo remedia. Os digo en confianza, por el parentesco que tenéis con Beatriz, todo lo que ocurre. El farsante Cisneros no está cargado de cadenas ni sumido en oscuro calabozo, como aseguran las gentes: tiene la Inquisicion por cárcel y departe y se solaza á su placer con los familiares y los dependientes del Santo Oficio; ya le han tomado tres declaraciónes y no tardará en salir libre, salvo alguna penitencia saludable para purificacion de sus culpas, porque los inquisidores se han convencido de su inocencia en materias de religion.

-¿Pues no acabáis de acusarle de heregia?

-Eso ha sido, porque me sorprendisteis al pronunciar su nom bre; habéis de saber que no á todos se puede decir lo que sucede allá dentro, y cuando algun curioso nos dirige preguntas indiscretas...

-Bien, bien: la discrecion es una virtud y no lo olvidaré, señor familiar. Para dar principio á mi conversión, os declaro que nada pretendo inquirir acerca de esas novedades que hoy entretienen á todo el mundo. ¿Qué me importan Cisneros ni el príncipe D. Cárlos?

-Vos sois primo de Beatriz, á la que conozco hace mucho tiempo, y por lo mismo no perteneceis al número de los curiosos, que se empeñan en escudriñar los misterios del tribunal de la Fé. ¡Si supiérais cuánto que hacer me está dando ahora mismo!

-¡Quién! ¿El Tribunal?

-¡Bah! De ninguna manera: el príncipe D. Cárlos.

-¡El Príncipe! Si me tentara el demonio de la curiosidad, os preguntaría... porque no entiendo jota de eso... pero no: respeto vuestra prudente reserva...

-Es que á mí no me acomoda que imagineis que he dicho algun disparate. En verdad, no me he esplicado con exactitud y he ahí la razon de que no hayáis comprendido mis palabras. Ahora repito que no me dá que hacer el príncipe D. Cártos, sino su proceso.

-Lo cual significa que estáis encargado de él. Os aseguro que me interesan muy poco los negocios agenos.

-¡Oh! La cosa es mas séria de lo que pensáis.

-¿De veras?

-Figuraos que no estoy encargado del proceso, pero que ahora mismo voy á recojer de la mesa del Tribunal un legajo de documentos importantísimos para formarlo; los documentos que pide el Rey, y que el Tribunal no quiere devolverle.

Diego contuvo á duras penas la esclamacion que iba á escaparsele al escuchar estas razones; mordióse los lábios, tosió fuertemente para no descubrir su emocion, y murmuró con indiferencia:

-Mas seguro está ese legajo en la mesa del tribunal, que en ninguna otra parte.

-Os engañáis, amigo mio: de los cinco inquisidores que lo componen, dos han opinado que deben remitirse al Rey esas piezas.

-¿Y qué?

-Que el Rey quiere á toda costa poseerlas, como lo atestigua el haber desterrado hoy mismo al cardenal Espinosa, por haber defendido en el Consejo los privilegios de la Santa Inquisicion; que puede interesar en el asunto á los dos inquisidores disidentes, y que como nunca falta un Judas...

-Aquí el Judas vas á ser tú, de grado ó por fuerza, pensó Diego, al mismo tiempo que decia en voz alta:

-En tal caso, debeis cumplir las órdenes de vuestros superiores.

-Las del Superior de todos, amigo mio; las del Inquisidor Mayor, y... vais á ayudarme.

-¡Yo! Estáis soñando, reverendo padre, y esto lo digo para cuando canteis misa, que pido á Dios-sea lo mas pronto posible. Mas ¿de qué puedo serviros en la comision que llevais?

-De mucho. ¿No me habeis ofrecido vuestra escolta? ¿No sereis capaz de defenderme contra cualquiera que, siguiéndome los pasos, sospeche lo que voy á sacar del tribunal y quiera arrebatármelo?

-Eso sí, por todos los rayos del sol que ahora se niega á alumbrarnos: aunque no me agrada meterme en honduras con los alguaciles de la Justicia del Rey, estoy pronto á hacer frente á una docena de ellos y a despacharlos a cenar con Lucifer, antes que uno solo os mire con mal gesto. Todo irá en descargo de mi conciencia y del mal trato que me debeis, por haber querido mi mala estrella que os encontrase con mi prima Beatriz.

-Acepto la promesa, y de paso os digo que los zelos convierten al hombre, á esa imágen de Dios, en bestia.

-¿Conque suponeis...?

-¿Que Beatriz es vuestra amante? ¡Toma! Si ella misma acababa de declarármelo, cuando llegasteis como un toro feroz.

De buena gana hubiera aplastado Diego al familiar por sus impertinentes comparaciones; pero no quiso echar á perder lo que tan adelantado tenia; y así se contentó con responderle:

-Ya que por ella lo sabeis, es inútil que yo lo disimule.

-Bien, amigo mio, bien; el amor honesto no se opone a la salvacion del alma; es sin embargo indispensable que la Iglesia lo legitime por medio del matrimonio. Beatriz no es ya niña, aunque todavia tiene buen ver, y por lo mismo...

-Os entiendo perfectamente, señor D. Damian, y para probaros que sé aprovecharme de vuestras advertencias, os doy formal palabra de casarme con mi prima, el dia mismo en que recibais las últimas órdenes sagradas.

-Quedais aplazado y no estareis mucho tiempo soltero, porque supongo que no sois viudo. Entre tanto, amigo mio, desterrad de vuestro corazon esa perversa desconfianza, esos zelosos arrebatos, que encienden vuestra sangre, y que á nada bueno conducen...

-Al contrario; siempre aprovechan para cosas que uno á veces no imagina... por ejemplo, para encontrar amigos como vos...

-Sí; después que se descargan sobre su cabeza sendos puñetazos. ¡Ah! Ahora recuerdo otra circunstancia de nuestra entrevista en presencia de Beatriz. ¿No me hablásteis de cierto negocio que puede valerme mucho y alcanzarme la proteccion de encumbrados personages?

-Vaya si os hablé; y os vendrá como de molde. Mas hé aquí que ya llegamos á la Inquisicion, y si nos detenemos para que os pueda esplicar el asunto de que se trata, será fácil que se fije en nosotros la atencion de los que pasen por nuestro lado. Ademas, tampoco debeis dormiros, si habéis de dar cumplimiento al mandato del Inquisidor Mayor.

-Os espresais como un libro y así solo deseo que no olvidéis...

-¿Qué he de olvidar? No bien salgamos del Tribunal... porque supongo que os acompañaré hasta...

-No; eso no es permitido: ahí no entran mas que los acusados, los jueces y los familiares. Me esperareis en la puerta principal de entrada y cuando me veais doblar la esquina de la calle...

-Entiendo: haced lo posible por no tardar demasiado.

-Descuidad, que en cuatro brincos despacharé mi comisión. ¿No conocéis que me dá alas el empeño de saber la que vais á proponerme?

-Eso me gusta, que la mireis desde el principio con buenos ojos. Os juro que, segun os he indicado, os enteraré de todo, en cuanto volvamos a reunirnos.

Aquí terminó el diálogo de nuestros dos personages, porque se hallaban ya junto á la terrible mansion de no pocos desgraciados, que lamentaban dia y noche en lóbregos y misteriosos encierros su separacion del mundo de los vivos, y mas que todo la ignorancia en que estaban sus familias de la horrible suene que les habia deparado el cielo. El familiar se dirigió al interior, y Diego Martinez, de centinela en la puerta, no tuvo mas remedio que atenerse al recurso que siempre le servia para matar el tiempo en casos semejantes. Comenzó pues á silbar su favorita marcha guerrera, aquella con que en otro tiempo entretuvo en Valladolid cierto planton, que lo dio su prima junto á la esquina del convento de San Francisco; mas no habia llegado al quinto compás de la marcial música, cuando sintió sobre sus espaldas una mano y al mismo tiempo oyó una voz que le decia:

-¡Sacrílego! Sígueme y llevarás lo que mereces por tu irreverencia.

Volvióse el soldado con precipitacion y vio en el umbral de la casa terrible una figura negra, semejante á un espectro: reconoció en ella á un dependiente del Santo Oficio, y desde luego supuso que si se mostraba débil podía darse por perdido. Con todo, como era hombre de gran trastienda y estaba firmemente resuelto á no dejarse prender en ningun caso, para que nunca sacase su última fechoría á colacion las anteriores, esquivó el cuerpo echándose al medio de la acera, y desde allí apostrofó al esbirro diciéndole:

-¿Quién le manda al diablo meterse en dibujos con la gente honrada? Sepa de una vez para siempre que mi música es muy cristiana y muy católica; como que la tocaban todo; los pífanos de los tercios de Flandes en las grandes batallas contra los hereges.

-¿Llegais ahora de allí? le preguntó el de la Inquisicion, humanizándose algun tanto al escuchar tan convincente réplica.

-De allí llego, contestó el héroe de Roma y de Pavía.

-En tal caso, no estraño vuestra falta; pero tened entendido que aquí no se silba, que no se canta, que no se habla mas que lo puramente necesario.

-¡Es algun templo ese portal?

-Es mas que templo; es la entrada al Santo Oficio, al tribunal de la Suprema Inquisicion.

-Una de la dos cosas está de mas.

-¡Qué escucho! ¡Conque está de mas la Inquisicion! esclamó el de la casa, animado de un celo verdaderamente evangélico. Ahora verá el herege los galgos que voy a echarle encima.

Y el espectro, dando media vuelta, se dirigió hacia el interior, como para pedir auxilio. Diego sin embargo no abandonó su sangre fria habitual; corrió á él antes de que tuviese tiempo para abrir la puerta, por donde habia entrado el familiar Damian, y abrazándole cuerpo a cuerpo, le dijo:

-Cepos quedos, seo compadre, ó le convierto en mómia antes de cinco minutos. ¡Herege á mí! Si no mirára que hay Dios, y sobre todo que hay una santa Inquisicion, le dejaba aquí mismo patitieso, para enseriarte á distinguir á un cristiano de un turco. ¿No me habeis asegurado, cuerpo de mí, que en este portal solo se habla lo preciso? ¿Por qué pues, debiendo darme ejemplo de discreción, malgastais palabras, llamándole entrada al Santo Oficio y al tribunal de la Suprema Inquisicion? ¿No son una misma las dos cosas? Pues una de las dos está de mas. He ahí lo que no habeis comprendido.

-Se lo esplicaréis a vuestros jueces, reposo el esbirro, procurando desasirse de los brazos de Diego; pero aquellos brazos formaban unas tenazas alrededor de su cintura, y mas dispuestos parecian a destrozarle el espinazo que a soltar su presa. Afortunadamente se descorrió un cerrojo en la parte interior del edificio y el ruido de una puerta llegó á los oidos del veterano; esta circunstancia le obligó á moderar el sistema de presion que habia adoptado contra su antagonista, quien comenzó á dar voces: abrióse al mismo tiempo la puerta principal de entrada y apareció Damian entre los dos contendientes. Diego soltó entonces al esbirro, y en tanto que este cobraba aliento, referió al familiar lo que con él le habia acontecido.

-Váyase adentro y cumpla mejor con sus obligaciones, dijo Damian al asombrado dependiente de la Inquisicion. ¿No sabe por esperiencia que los hereges y los judíos nunca andan por estos barrios?

El esbirro bajó la cabeza y se retiró. Diego y el familiar salieron a la calle y el primero preguntó al segundo.

-¿Habeis encontrado lo que buscábais?

-Aquí lo llevo, le contestó Damian; mas permitidme que os reprenda por vuestro proceder con un criado del Santo Oficio. Es verdad que se ha equivocado teniéndoos por herege... con todo, amigo mio, esos arrebatos que os trastornan el juicio son efectos de la desesperada pasion celosa que domina á vuestra alma. Os habeis acostumbrado á mirar las cosa á vuestro antojo, y es que los celos dan al traste con vuestra razon. Cuando os repito que á nada bueno conducen...

-Si tal, contestó el veterano con socarronería: sirven para vencer muchas dificultades.

-Ea, dejemos eso aparte, que ya os ireis enmendando con el favor de Dios, y habladme del negocio consabido.

-¡En la calle, señor D. Damian! ¡Para que los curiosos puedan enterarse del caso y todo se lo llevo la trampa!

-¿En dónde pues?

-Dejaos guiar por-mi esperiencia, que muy pronto estaremos en sitio cómodo, donde departir á nuestras anchuras.

-Bien; así como así, no entregaré mi legajo al Inquisidor Mayor, hasta que se retiren los señores de su tertulia...

Y ambos tomaron la direccion que plugo á Diego elegir. Les dejaremos seguirla á su placer, porque ninguna prisa tenemos de averiguar lo que pasó entre ellos, y porque nos están llamando otros acontecimientos mas importantes.




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Capítulo XXXI

Un secreto de Estado


Despues de haber intimado D. Felipe al cardenal Espinosa la órden de su destierro á Roma, entró en cuentas consigo mismo, y sabiendo que podia acudir con toda seguridad al Consejo, en el cual no campeaba ya la influencia del prelado, apeló á él sin perder momento, por conducto del secretario Antonio Perez. Enterado este del proyectó que el Rey habia concebido, para frustrar los que intentase poner por obra la Inquisicion, con la que no le convenia romper abiertamente, dirigió una sesion de media hora, cuyo único objeto fue un acuerdo unánime, aconsejando al monarca lo mismo que él proponia, aunque sin haberlo manifestado. El plan de D. Felipe era arriesgado y espuesto, pero echaba por tierra el auto acordado del tribunal del Santo Oficio, que pretendia someter a su jurisdiccion esclusiva la persona del príncipe D. Cárlos. Algunos escritores han calificado de inhumana crueldad la prision de tan desdichado joven, dispuesta y llevada á cabo por su propio padre. ¿Hubiera obrado el Rey con mas acierto abandonando al Príncipe á las consecuencias de un proceso misterioso, seguido por jueces, cuya animadversion al presunto reo era notoria? La verdad es que se condujo en tan difíciles circunstancias como padre y como gefe de Estado, asegurando á su hijo contra las tentativas que, para apoderarse de él, osasen fraguar los inquisidores, y permitiendo que estos hiciesen todas las averiguaciones necesarias tocante á sus creencias religiosas, ya que poseian documentos preciosos, á cuya entrega se negaban y que D. Felipe no queria arrancarles de una manera poco conveniente á su autoridad, por la pública pugna que estableceria entre el altar y el trono.

Reposaba tranquilamente D. Cárlos en su lecho, cuando abriéndose á eso de media noche de par en par la puerta de su cámara, dió paso al Rey, que se adelantó seguido de varios monteros de Espinosa, armados como para un combate, é hizo una seña á don Alonso de Cabrera. Éste se apoderó entonces de la espada del Príncipe y salió á la galería, en donde permaneció hasta la terminacion de, aquella escena; en tanto que el duque de Feria, el marqués de Aguilar y Zayas y D. Pedro Fajardo, marqués de Los Velez, guardaban la entrada, para impedir que los cortesanos de servicio se acercasen, impelidos por la curiosidad ó por el cariño, a su jóven y augusto amo.

El ruido que los monteros hicieron al penetrar en la estancia despertó al Príncipe, que incorporándose en el lecho sobrecogido, y mirando con espanto en torno suyo, encontró la severa fisonomía de su padre, cuyos ojos parecian corno clavados en su rostro. Don Felipe meditaba sin duda en aquel instante tan amargo para su corazon la funesta necesidad, á que le habian obligado las locuras del mancebo; pero se estremeció involuntariamente, cuando oyó decir á éste con melancólico acento:

-¿Qué es esto, Señor? ¿Voy á morir por ventura?

El eco de su voz resonó, como si saliera de un sepulcro, en los oidos del Rey, que respondió temblando:

-No permita Dios semejante desgracia. Príncipe D. Cárlos, quedais preso en vuestra cámara, porque tal es mi voluntad: someteos á ella para evitar mayores males, y haced cuanto os aconseje el duque de Feria, á quien he encomendado la guarda de vuestra persona.

Retiróse cabizbajo de la estancia, despues de haber pronunciado estas razones, con los monteros de Espinosa que le habian acompañado y dejó en ella al duque de Feria, caudillo de alto renombre, cuyas grandes prendas militares habia aprendido á respetar el mismo D. Cárlos, aunque no ignoraba que era uno de los mas adictos y constantes servidores de su padre.

Don Alonso de Cabrera llevó la espada del Príncipe á la cámara del Rey, quien habia tenido la precaucion de no dejársela, temiendo que en un rapto de desesperación atentase contra su vida; pero el duque de Feria recibió encargo de consolarle, haciéndole comprender, aunque sin descubrirle los motivos, que todo aquello se habia hecho para su mayor bien y seguridad, segun se le instruiria en tiempo y ocasion convenientes.3

Al otro dia envió D. Felipe un recado al Inquisidor Mayor, para advertirle que su hijo quedaba arrestado y sujeto á la jurisdiccion real, segun acuerdo del Consejo, que habia aprobado, con el objeto de no dar pábulo por su parte á la disidencia entre la autoridad y los fueros de la Santa Inquisición, que, era el primero en sostener. Despues de cumplir esta que consideraba como obligacion de conciencia, y de espedir correos á Roma y á Alemania con la noticia del suceso, se disponia á llamar á Antonio Perez, cuando se presentó éste á su vista.

-Ya veis, le dijo el Rey, que todo se ha llevado á efecto sin alarmar á la corte. No se quejará el Santo Oficio de mi ternura paternal, pues sabe á estas horas que el Príncipe está preso. ¿Creéis que se empeñe todavia en disputarme su persona?

-Creo, señor, contestó el Secretario, que el tribunal de la Fé callará, dándose por muy contento, y que no volverá á incurrir en el desagrado de Vuestra Alteza.

-Dios lo quiera así; mas yo no confio en ello tanto como vos; tengo mas esperiencia.

-Dios lo ha querido ya, señor. El Santo Oficio no posee á estas horas una sola prueba contra el príncipe D. Cárlos de Austria.

-¡Qué me decis! ¿Y los documentos que con harta imprudencia se le enviaron?

-Aquí están, señor; ninguno falta.

Antonio Perez entregó al Rey el legajo que el familiar Damian habia sacado de la Inquisicion; abriólo D. Felipe y después de examinar todas las pruebas de los cargos que podian hacerse a su hijo, esclamó:

-¡Quien creyera, señor Antonio Perez, que en estos papeles hay bastante para condenar á muerte al heredero de un trono! Pero no os detengais un momento; id á casa del Inquisidor Mayor y dadle las gracias en mi nombre por este servicio, si es que ya no lo habeis hecho, al recibir de su mano los documentos; decidle que me huelgo infinito por la determinacion que ha tomado, y que...

-Señor, le interrumpió el Secretario, mire Vuestra Alteza que está en un error, si imagina que el gefe de la Suprema me ha entregado las pruebas.

-¿Pues quién ha sido?

-Quien menos pudiera figurarse Vuestra Alteza; mi sabueso...

-¡Diego Martinez!

-El mismo, señor. Si notemiera ofender á la divina Providencia, diria que nada hay imposible para ese hombre.

Don Felipe se incorporó como impelido por un resorte, pues le parecia imposible aquello mismo que estaba escuchando. Miró y remiró el legajo de papeles que Antonio Perez acababa de llevarle, dudando de que fuesen las pruebas que tan desasosegado le traian, procuró buscar en su mente una esplicacion á las últimas palabras del Secretario, y no hallándola por mas que atormentaba su imaginacion, volvió á sentarse y preguntó á este:

-¿Cómo ha sido eso? ¿De qué recursos se ha valido ese astuto veterano de Italia, para prestar un servicio tan importante?

Iba ya Antonio Perez á satisfacer la curiosidad del Rey, refiriéndole lo que sabia por Diego Martinez, cuando anunciaron la llegada de un correo de los Paises-Bajos, portador de interesantísimas nuevas. Esto cambió el curso de las ideas del Monarca, que recibió de manos del marqués de los Velez un abultado pliego: rompió su cubierta con ansiedad, comenzó la lectura de los despachos que contenia, y á pocos instantes estaba tan engolfado en ella, que parecia como si no existiesen el Príncipe D. Cárlos, el tribunal de la Inquisicion, ni los peligrosos documentos que yacian esparcidos sobre la mesa.

Don Felipe no podia haber hecho eleccion mas acertada que la de su hermano D. Juan de Austria para el gobierno y conservacion de las provincias insurrectas. Era hijo de Cárlos V, cuya memoria recordaban con respeto y amor todos los Estados; su lealtad y nobleza le habian ganado el afecto y las simpatías de las tropas y de los pueblos, y por último la fama de sus victorias parecia una prenda segura de la obediencia, que no tardarian en prestar al trono de Castilla las diez y siete provincias, unidas recientemente por la pacificacion de Gante. Pero el Príncipe abrigaba al mismo tiempo ambiciosos designios, que despertaron en su aguerrido pecho el glorioso combate de Lepanto, la conquista de Tunez y la destruccion de los moros de las Alpujarras, y queria para sí una soberanía independiente. Ya el Papa Pio V se habia adherido hasta cierto punto á este plan, y aun escribió a D. Felipe, ponderándole la conveniencia de que se llevase á efecto; pero el Rey no tuvo por acuerdo prudente semejante idea, pues solo entendia de que el arrojo de su hermano se emplease en servir y hacer prosperar los intereses de España. Desde entonces temió que algunos consejeros estraviasen á D. Juan, y habiéndole significado el jurisconsulto Juan de Vargas, que aquellos pensamientos de propia elevacion y grandeza le habian sido sugeridos por Soto, colocado cerca de su persona por D. Ruy Gomez de Silva, á poco de haberse hecho reconocer en la corte, inutilizó completamente su influencia, disponiendo que Escobedo acompañase al Príncipe, por la mismo que se tenia confianza en su fidelidad, y era apropósito para dirigir al de Austria por senda mas aceptable para las miras de D. Felipe. Ya hemos dicho que llevaba el encargo especial de espiar las acciones y los proyectos de su gefe y señor, y ahora debemos añadir que el Rey, á fin de que su hermano no entrase en sospechas, si le quitaba enteramente de su lado al Secretario Juan de Soto, concedió á este el empleo de pagador de las tropas de ocupacion en los Paises-Bajos.

A pesar de las grandes prendas del nuevo gobernador, las provincias confederadas no se avinieron á someterse á sus órdenes, porque los caudillos que las excitaban á sacudir el yugo habian prevenido fuertemente la opinion en contra suya y de los españoles. El príncipe de Orange, tan profundo político corno incansable capitan, entorpeció todas sus determinaciones, desbaratando los cálculos que llevaba dispuestos para hacer entrar bajo el yugo de Castilla á los mas pertinaces disidentes, y aunque habló á los Estados con templanza y blandura, ofreciéndoles el completo olvido de lo pasado, se obstinaron ellos en mirarle como enemigo, negándose abiertamente al embarque del ejército español, para que este no pudiera dirigirse contra las provincias de Holanda y de Zelanda, y exigiendo que se retirase por tierra á Italia. Desesperado don Juan de Austria al verse sin recursos, sin autoridad, sin noticias de la corte, sin medios derestablecer la preponderancia de las armas españolas ni la dominacion del Rey en una gran estension de territorio, que acababa de declararse independiente, se arrepintió, aunque tarde, de haber aceptado aquel gobierno y sobre todo una posicion, que no le ofrecia término alguno satisfactorio para su ambicion ni para su gloria. Pidió con instancia y aun con vehemencia que se le relevase del mando, asegurando que le timportaba la vida, la honra y la salvacion de su alma el dejar los Paises-Bajos; que no tardase el Rey su hermano en resolver, á fin de que él no perdiese las dos primeras y con ellas el fruto de sus servicios pasados y futuros; y que en cuanto á la última, era tan grande su desesperacion, que corria mucho riesgo. No se limitó á estas razones, sino que cansado de esperar, convencido de que se le tenia abandonado y no aviniéndóse su fogoso carácter con el desairado y ridículo papel, que representaba su impotencia á los ojos de un enemigo orgulloso y temible, volvió á escribir diciendo, que si no se atendian sus quejas, volveria á España cuando menos se catare y aun cuando pensase ser castigado á sangre, pues preferia arrostrar un caso de desobediencia á las órdenes del Rey, por no arrostrar un caso de manifiesta infamia.

El secretario Juan Escobedo, por su parte, burló las esperanzas de D. Felipe, pues en vez de óbrar como se le habia encargado y poner en conocimiento de Antonio Perez los proyectos que fraguase D. Juan de Austria, se atuvo á este, secundando sus miras con empeño y perseverancia. Llegó á-noticia del Rey efectivamente que solia ir con frecuencia y en secreto á Roma con comisiones del Príncipe, y estrañábase que él nada dijese de aquellos viages en su correspondencia; mas no tardó en averiguarse el motivo, convenciéndose D. Felipe, de que su hermano no renunciaba á sus propósitos de engrandecimiento personal. D. Juan no podia contar ya con el reino de Tunez, que habia vuelto á caer en poder de los turcos, y por lo tanto imaginó apoderarse de Inglaterra, ya que su soberana era protestante, suponiendo que se veria ayudado en su empresa por todos los príncipes católicos de Europa. El Papa acogió bien el proyecto, porque veía en el príncipe de Austria un enemigo irreconciliable de los turcos y de los nuevos hereges, y ahenlaba tambien sacar partido de sus esfuerzos y nombradía en provecho de la Santa Sede. Todo llegó a saberse, porque el nuncio de Su Santidad en la córte de España, dijo cierto dia á Antonio Perez:

-Acabo de recibir de Roma un despacho, y en él se me previene que hable al Rey en favor del señor D. Juan de Austria de la manera que me aconseje un tal Juan de Escoda ó de Escovedo, que es el que ha arreglado el negocio con-el Santo Padre á fin de que Su Alteza apruebe la espedicion contra la Inglaterra y sea colocado el Príncipe en ese trono.

Grandes fueron el asombro y la ira del Rey, cuando su Secretario le dió cuenta estrecha de lo que pasaba; pero en las circunstancias difíciles que rodeaban al ejército de los Paises-Bajos, juzgó prudente y hasta necesario no darse por entendido, respecto á los ambiciosos planes de su hermano, y mucho menos desaprobarlos en público, pues temia que una negativa formal le diese motivo ó pretesto para cometer algun desacierto, que perjudicase á la retirada de las tropas y á las nuevas medidas, que debia tomar para proseguir con decision las operaciones. Contentóse pues con aplazar el proyecto de invasion, y sin comprometerse á nada, dió permiso a D. Juan para que, despues de terminada la pacificacion que se le habia encomendado, llevase acabo su pensamiento sobre la Inglaterra, disponiendo de las tropas españolas, con tal que los Estados generales de Flandes no se opusiesen á su embarque.

Por los demás, para que se comprenda con claridad la trama, de que fué víctima el desleal Escovedo y que tal vez hubiera alcanzado á D. Juan de Austria, á no haber muerto este insigne capitan en su campamento de Nemours, después de haber conseguido en Gemblurs anonadar por última vez á los enemigos de Castilla, baste saber que el primero llegó á Madrid enviado por el segundo, para esponer sus quejas y reclamar prontos y eficaces auxilios, y que á los pocos dias de su estancia en la córte, tuvo la desdicha de descubrir los secretos amorosos de la princesa de Éboli con Antonio Perez. Juan Escovedo habia sido page del conde de Melito, padre de doña Ana de Mendoza, y su primer cuidado fue presentarse a ésta, después de haber cumplido con el Secretario del Rey la comisión que traia de Flandes, para ofrecerlo sus respetos, como criado que habia comido su pan. No tardó sin embargo en sospechar que las frecuentes visitas de Perez, que ya no se recataba tanto para ver a su amante, encerraban algun misterio, y recelando por instinto que el Secretario le perjudicaba en el ánimo de D. Felipe, quiso poseer armas para combatir su influencia en caso necesario. Tanto observó, con tal ahinco siguió los pasos y estudió las palabras de cuantos podía n contribuir al aclarar sus dudas, que al cabo no le quedó ninguna, acerca del secreto que con incansable afan buscaba. Quiso no obstante adquirir una prueba de lo que por tan seguro tenia, y á este fin, hallándose cierto dia á solas con la Princesa, que le recibía sin desconfianza, hizo con maña que la conversacion recayese sobre el Secretario del Rey.

-Os hablo de Antonio Perez, dijo á doña Ana con marcada intencion, porque tengo para mí que su persona os pone en mal predicamento con las gentes.

-No os entiendo, Escovedo, replicó la Princesa. turbándose algun tanto.

-Pues bien pudiérais entenderme, senora, repuso el Secretario de D. Juan de Austria. Dígoos á fé de hombre de bien, que siempre que en la córte se nombra á la princesa de Ébóli, se repite al mismo tiempo el nombre de Antonio Perez.

-¿Y qué sacais de tan estraña observacion?

-Nada saco mas que le que oigo. Se murmura mucho de una intimidad, que corre por muy segura para vuestro descrédito.

-¡Cómo! ¿No soy dueña de mis acciones, y por fuerza he de sujetarme á los caprichos de los maldicientes?

-Cierto: nadie hay que pueda iros a la mano en lo que hagais, porque vuestra voluntad os pertenece, pues sois viuda. Pero Antonio Perez no se halla en el mismo caso, pues tiene muger legítima. Cuidad pues de vuestra honra, y no deis lugar á esas hablillas que se ceban en vuestra reputación para destrozarla.

-¿Os vá algo en el negocio, señor Juan de Escovedo? le preguntó doña Ana enfurecida.

-Me vá el deseo de salir por la buena memoria del desventurado D. Ruy Gomez de Silva, vuestro noble esposo; me va la obligacion que tengo de mostrarme agradecido á los favores que debí en otro tiempo á vuestros ilustres padres.

-En efecto; ya sé que fuisteis escudero de D. Diego Hurtado de Mendoza.

-Fui su page, señora, y nunca me avergonzaré de confesarlo.

-Pues bien, señor Juan Escovedo, tened por sabido que los escuderos y los pages nada tienen que decir, en lo que hacen las señoras como yo.4.

-Veremos si cuando el rey D. Felipe se entere de lo que pasa, le respondéis lo mismo, señora Princesa.

Tales fueron en sustancia las últimas razones, que mediaron entre doña Ana de Mendoza y Escovedo, y ellas decidieron la suerte de éste último.

Enterado el Secretario del Rey del peligro que le amenazaba, trató de anticiparse á él y puso en conocimiento de D. Felipe nuevas tramas supuestas que achacó á D. Juan de Austria, y de las cuales aseguraba haberse hecho eco en la córte su mismo enviado. Díjole haber averiguado que el Príncipe proseguia sus negociaciones con Roma sobre la espedicion de Inglaterra, y que además andaba en inteligencias y tratos ocultos con los de Guisa, para confederarse entre sí, sirviéndoles de protesto la defensa de las dos coronas: por último irritó al Monarca refiriéndole, que Juan Escovedo aseguraba á los amigos de D. Juan, que siendo dueños de la Inglaterra, se podrian apoderar fácilmente de España, tomando la entrada de la villa de Santander y el castillo de la dicha villa, así como estableciendo un fuerte en la peña de Mogro, como recordando que despues de haberse perdido España por D. Rodrigo, la recuperó D. Pelayo desde los montes. El Rey creyó que debia ponerse coto á las traiciones de Escovedo, así como al Príncipe, quien en todas sus cartas escribia estas palabras: dinero y mas dinero y que venga Escovedo, por lo que dispuso que se pidiese parecer á D. Pedro Fajardo, marqués de los Velez, su consejero de Estado, como hombre que estaba al corriente de todos estos negocios, consultándosole en debida forma sobre el caso y acerca de la resolucion que convendria tomar en tan grave asunto. El mismo Antonio Perez fué el encargado de someter al marqués todos los escritos originales que D. Felipe poseia, verdaderos unos, y falsos otros, y el mismo dia que lo hizo, tuvo cuidado de asegurar á la princesa de Éboli, que pronto se verian libres del importuno censor de sus amores, cuyas revelaciones era preciso ahogar en su garganta antes que las publicasen sus lábios.

El marqués de los Velez, aunque poco satisfecho de que se hubiese sometido á su reconocida prudencia y á sus luces aquel importantísimo secreto de Estado, lo examinó concienzuda y detenidamente, dando principio por la enumeracion de los diversos planes que habian empezado á urdirse desde los Paises-Bajos, de acuerdo con la córte de Roma, en interés del Príncipe, sin que se hubiese contado con el Rey. A este argumento siguieron el enojo y disgusto que no disimularon los autores de la empresa, al convencerse de que D. Felipe no entraba en sus miras, en cuanto á la espedicion de Inglaterra; la segunda trama que propusieron al Papa desde Flandes, encaminada al mismo objeto, y de la cual tampoco dieron conocimiento al Rey; el proyecto de abandonar el mando y pacificacion de los Estados insurrectos, tan solo porque habia fracasado el de invasion á Inglaterra; los tratos misteriosos, seguidos con los Príncipes de la casa de Guisa; el designio de pasar á Francia, prefiriendo vivir como aventurero en esta nacion con seis mil infantes y mil caballos á la ventaja de ocupar los mas altos puestos en Castilla, y por último las descompuestas razones, con que el vencedor de Lepanto esplicaba en sus cartas el descontento y la desesperacion que sentia, quejándose en todas ágriamente del abandono en que se le dejaba, á merced de un enemigo imponente.

Entre los papeles puestos á disposicion de D. Pedro Fajardo, figuraba una carta de Juan Escovedo, y en ella decia éste al mismo Antonio Perez desde Bruselas, que D. Juan anhelaba dejar aquello y volverse á España, para gobernar el reino con los de su parcialidad, que su apetito era silla y cortina, esto es, la consideracion y tratamiento de Infante, concluyendo con estas razones significativas: «ayudemos al señor D. Juan en todo aquello que la sea grato; cuando sea menester, él mismo servirá nuestros planes.»

Era de dia jueves santo, cuando el marqués de los Velez se presentó al Rey, después de haber terminado su cometido. D. Felipe que se estaba preparando para asistir a los divinos oficios en la iglesia de Santa Maria, se inmutó al ver á Fajardo en su cámara: de allí á pocos instantes le ordenó que cerrase la puerta, asegurándola por dentro, y haciéndole seña para que se acercase á él, le preguntó:

-¿Habéis venido á esponerme vuestro parecer en el negocio del príncipe D. Juan de Austria?

-Vuestra Alteza ha acertado, Señor, le contestó con entereza el consejero.

-Hablad pues, díjole el Rey; y señalando un crucifijo de oro que adornaba la estancia, añadió: juradme primero por Dios y por la pasion de Nuestro Santísimo Redentor Jesucristo, que lo que vais á declararme es lo mismo que os dictan vuestra conciencia, vuestro honor y la fidelidad que me debeis.

-Lo juro, murmuró el marqués de los Velez, estendiendo el brazo derecho hácia el crucifijo.

-Esplicaos ahora.

-La traicion, Señor, es tan clara como la luz del dia, mas no es el culpable el señor D. Juan de Austria. Hay sin embargo motivos suficientes para temer alguna desgracia por su parte, ó que lleve á cabo la ejecucion de algun proyecto aconsejado por Escovedo. Los Estados peligran, y la perdicion del Príncipe, es inevitable, si ese hombre vuelve á su lado. Mas no se puede hacer que sea juzgado por haber vendido la confianza de Vuestra Alteza, porque secretas fueron las instrucciones que llevó y su publicacion exasperaria a D. Juan, que al fin puede, si se le apura, causar mucho daño. Mas tampoco es posible permitir que Escovedo abuse de la impunidad, con que la proteccion del Príncipe le ampara, para fraguar nuevos proyectos contra la majestad del trono, y así...

-Continuad, repuso D. Felipe, observando que vacilaba el magnate al esponer su pensamiento.

-Señor, añadió D. Pedro, recobrando su entereza, ¿no es este un secreto de Estado?

-Sí, y como secreto de Estado ha de terminarse.

-Pues bien; la resolucion es sencilla. Juan Escovedo es culpable de alta traicion.

-Y creis...

-Que debe morir.

-Imagino, marqués, que vuestro exámen no admite dudas... que vuestra sentencia...

-Señor, he jurado ante esa sacrada imágen de Jesucristo crucificado, que mis palabras serian la fiel espresion del grito de mi conciencia.

-¿No os figurais que pueda encontrarse entre las pruebas de sus traiciones alguna razon, que hasta cierto punto las escuse?

-Vuestra Alteza tenga por seguro que, si estando con el Sacramento en la boca me pidieran parecer, cuya vida y persona mporta mas quitar de por medio, la de Juan Escovedo, ó cualquiera otra de las mas perjudiciales, votára que la de Juan Escovedo5.

Quedó pues resuelta definitivamente la muerte del favorito de Don Juan de Austria, cuyo designio tuvo oculto el Rey sin confiarlo á nadie y aplazándolo para ocasion oportuna. Quiso no obstante, atormentado por los escrúpulos de conciencia que le asaltaban desde que concebió tan terrible propósito, consultarlo con el célebre casuista Fray Diego de Chaves, y al efecto le rogó que examinando el caso, le manifestase su opinion en términos generales, pero tan claros, que los pudiese comprender el mas lego en la materia. Hízolo así el padre confesor, y escribió lo siguiente:- «Le advierto, segun lo que yo entiendo de las leyes, que el Príncipe seglar, que tiene poder sobre la vida de sus súbditos y vasallos, como se la puede quitar por justa causa y por juicio formado, lo puede hacer sin él, teniendo testigos, pues la órden en lo demas y tela de los juicios es usada por sus leyes, en las cuales él mismo puede dispensar... No tiene culpa el vasallo que por su mandado matase á otro, que también fuese vasallo suyo, porque se ha de pensar que lo manda con justa causa, cómo el derecho presume que la hay en todas las acciones del Príncipe supremo.»

La princesa de Éboli, que deseaba vengarse de la libertad con que Escovedo habia censurado sus amores, no perdia ocasion de escitar a Antonio Perez contra él, y el Secretario, temiendo que llevase á efecto la amenaza de descubrir al Rey sus relaciones con la Princesa, andaba desasosegado, sin saber qué partido tomar, pues el plan de matar á su enemigo permanecia secreto entre don Felipe y el marques de Los Velez. El amante de doña Ana era de parecer que se enviase á Escovedo á Flandes, ya que tan formal empeño manifestaba D. Juan de Austria por tenerle á su lado; mas no tardó en mudar de opinion, conociendo que con su ausencia de la córte no se evitarían las revelaciones que pudierá dirigir al Rey. La idea de quitar de en medio al protegido del Príncipe se habia presentado, como desesperado recurso en necesidad estrema, á su imaginacion, pero nunca la acogió con deseo de verla convertida en hecho, por cuanto esperaba que D. Pedro Fajardo aconsejaria á D. Felipe la prision de Escovedo ó su estrañamiento de España: mas como si una de estas dos cosas llegaba á verificarse, no por eso quedaría él menos espuesto á su venganza, creyó que podria sortear bien aquel peligro, teniendo una esplicacion con el mismo á quien tanto temia, en la cual le fuera fácil ofrecerle medios para que evitase por su parte él enojo del Rey.

Buscó pues á Escovedo, y después de encomiar su fidelidad á don Juan de Austria, le dijo:

-Obrais seguramente como quien sois, agradeciendo al Príncipe con importantes servicios, la mucha estima en que os tiene; pero recelo que vuestros trabajos para persuadir al Rey sean inútiles y que os acarreen algun grave disgusto.

-Estraño que me hableis de esa manera, le contestó el antiguo page de la casa de Mendoza, pues siempre os he juzgado como enemigo mio, aunque en vuestras cartas á Flandes siempre habeis protestado otra cosa.

-¿Y qué causa ha habido para que dudeis de mi sinceridad? repuso el Secretario del Rey.

-¡Me lo preguntáis, cuando estoy viendo que todas mis súplicas para que se envien auxilios á mi Señor son inútiles!

-¡Y me culpais por semejante abandono!

-¿Pues á quién he de culpar? ¿No sois quien dispone de todo?

-Mal conocéis al Rey nuestro Señor, si imaginais que mis consejos pueden torcer el menor de sus designios.

-Acaso habré sido injusto con vos, señor Antonio Perez, pero no es menos cierto que se han malogrado grandes empresas, que don Juan no puede sostenerse del modo que hoy está, en medio de tres ejércitos enemigos, sin mas ayuda que su valor y la protección del cielo.

-Lo sé muy bien, y siéntolo á fé mia tanto como vos; mas... ¿qué puedo hacer? ¿No os habéis convencido ya, de que el Rey no quiere acceder á la espedicion sobre Inglaterra?

-Me he convencido de que la aplaza para mejor ocasion.

-¿Y qué ocasion más favorable que la buscada por el señor don Juan de Austria? Desengañaos de una vez; el Rey no aprueba esa tentativa y es en valde encarecerle su conveniencia; pero como al mismo tiempo teme disgustar sériamente al Príncipe, camina en el asunto con pies de plomo. ¿Me habeis comprendido ahora?

-Empezais á abrirme los ojos.

-Y se me figura, señor Juan Escovedo, que no volveréis á cerrarlos, cuando oigais lo que voy á añadir. No estáis á estas horas encerrado en un castillo, por miramientos del Rey hácia vuestro protector.

-¡Qué escucho! ¡De qué me acusan! esclamó Escovedo palideciendo, como que no tenia la conciencia muy tranquila.

-Lo ignoro, respondió hipócritamente Antonio Perez, pues cuando he querido averiguarlo, pronunciando vuestro nombre en presencia del Rey, ha fingido no escucharme. Es un secreto de Estado entre el Rey y el marqués de Los Velez.

-¡Un secreto de Estado! ¡Atentarán contra mi vida sin oirme!

-No lo creo; pero temo que se os prive de la libertad y que desaparezcais de la córte, cuando menos lo penseis, sin que nadie entienda cual es vuestro paradero.

-¡Ira de Dios! Me presentaré al Rey y me oirá.

-Vais á precipitar vuestra desgracia. Su Alteza os dirá, que os mira como un buen servidor de su muy amado hermano, y luego... cuando os encontréis satisfecho en vuestra posada... cuando creais que nada debeis temer...

-Pero ¿por qué no se me juzga á la luz del dia?

-Porque vuestro proceso irritaría el ánimo del señor D. Juan de Austria; porque su nombre tendria que figurar en él: ya os he dicho que se procura contemporizar con sus disgustos y desentenderse, por ahora, de sus amargas quejas.

-¿Qué es pues lo que me aconsejáis?

-Que marcheis á Flandes sin perder tiempo: allí estareis seguro y servireis al Príncipe mucho mejor que aquí.

-El Rey sospechará...

-Sospechará que vos habeis sospechado alguna cosa acerca del secreto de Estado; se morderá los lábios y... nada mas.

-Os confieso, señor Antonio Perez, que me asaltan sérios temores de ser preso, antes que pase la frontera.

-Fácil seria que sucediese, á no ser yo vuestro amigo: pero llevaréis un despacho del Rey para D. Juan; un pliego insignificante, que hará respetar vuestra persona en todas partes.

Juan Escovedo estrechó con efusion las manos del Secretario del Rey y le dijo:

-Me salvais tal vez de la muerte, y habéis de otorgarme otra gracia.

-Hablad, hablad, le respondió Antonio Perez, y si está en mi poder concedérosla, contadla por vuestra.

-Que me alcancéis el perdon de la señora Princesa de Éboli.

-Si en algo la habéis ofendido, sabrá olvidarlo, cuando conozca los apuros en que os veis.

-Nada mas deseo. En este mismo instante voy á dejar la posada en que vivo, y á buscar otra de la cual no saldré á la calle, á no ser por la noche para evacuar ciertas diligencias antes de partir. Desde ella os avisaré el dia de mi marcha, a fin de que me remitais el despacho, que debe ser mi salvo conducto.

-Hacedlo así y contad conmigo.

El favorito de D. Juan de Austria se separó del amante de doña Ana con el corazón henchido de ira contra el Rey, á quien juraba un ódio eterno. El infeliz ignoraba que no le sería dado satisfacerlo, ni aun salir de la corte, para enterar á su protector de los recelos que de sus grandes y heróicas prendas se tenian. El mismo que acababa de sugerirle el pensamiento de que partiese a Flandes, vendiéndole un servicio, con el objeto de evitar que hablase al Rey de sus amores, estaba destinado por los decretos de la Providencia para impedir su viage.




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Capítulo XXXII

Muerte del príncipe D. Cárlos de Austria


El rey D. Felipe el Prudente, cuyos cuidados y cavilaciones se aumentaban de dia en dia, en fuerza de hondos pesares y atenciones gravísimas, podia olvidar ciertamente la historia o relacion, que Antonio Perez se preparaba á referirle, sobre el modo con que habian caido en poder de Diego Martinez los documentos relativos al Príncipe D. Cárlos. Ya sabemos que esto no tuvo lugar, por la llegada de unos despachos de Flandes, cuya lectura habia interesado desde luego al monarca. Mas corno nuestros lectores no se hallan en el mismo caso, debemos, para su satisfaccion, volver al punto en que dejamos al héroe de Italia con el antiguo lego del convento de San Francisco de Valladolid.

El buen Damian no habia inventado la pólvora, y para familiar de la Inquisicion era un verdadero topo: malicioso como hombre de baja ralea, dejábase llevar á las primeras de cambio por las razones del primer bribon que encontraba á mano, y desde luego creyó que, en el amante de su amiga Beatriz, lo acababa de depaparar el cielo una fortuna hecha y derecha. No se le ocultó ciertamente que el fogoso Diego podia pasar por uno de los mas decididos matones de la época; asunto era este que su propia esperiencia no le permitia poner en duda; mas lejos de asustarle, halagaba su vanidad. ¿Qué otro nombre merecian mas justo y significativo que el de matones, aquellos semi-diablos aventureros de nuestras guerras de Italia y de Flandes que, cubiertos de gloria, de cicatrices, y de miseria, volvian á la corte á pretender y á repartir cuchilladas cuando se les miraba al soslayo? El familiar del Santo Oficio, debia con razon vanagloriarse de haber estrechado sus relaciones con el veterano, y así procuró darle gusto en todo lo que no se opusiese al cumplimiento de sus deberes. Por eso le siguió como un cordero, sin imaginar que su nuevo amigo se proponia jugarle una mala partida.

Condújole Diego Martinez por estrechas callejuelas, hasta la hosteria que servia de morada á Juan de Mesa, y este recibió á los dos amigos con muestras de grandísimo contento; no tardó en comprender, por una disimulada seña del veterano, que habia negocio, y cerrando la puerta de su aposento, á fin de evitar que en él penetrase el viento frio que soplaba, ofreció de cenar á los recien llegados.

-Sepamos primero á qué atenernos en cuanto á tus provisiones, amigo Bastian, lo dijo el soldado. El señor D. Damian familiar del Santo Tribunal de la Fé, favorito del señor Inquisidor Mayor, y aspirante á las ordenas eclesiásticas, es ó debe ser persona de paladar esquisito, y no es cosa de presentarle manjares comunes. Quédese la gazófia para los gañanes como tú.

-Puedo presentar al reverendo, replicó el villano, un plato razonable de carnero.

-Estamos en cuaresma, hijo mio, murmuró por lo bajo el familiar.

-Si el carnero está asado y es de pesca, repuso Diego Martinez, merece consideracion por nuestra parte. Supongo padre Damian, que teneis la bula de la Santa Cruzada. En cuanto a nosotros, somos soldados, y soldados de fortuna, lo cual habla mucho en favor de la carne: además el Papa, nos concedió indulgencia plenaria, por haber comido carne de caballo, y de rata en el sitio de San Quintin, y todas estas razones reunidas quieren dar á entender, que sin el menor reparo podemos engullir carnero asado en cuaresma. Venga pues esa res, pero venga entera, que hay aquí dientes y muelas para todo; y no nos andemos con miserias respecto al mosto, porque hace frio, y si el padre Damian no calienta su estómago, como es de ley, se quedará en ayunas de cierto asunto, que he prometido esplicarle.

-Eso, eso, esclamó el familiar; empecemos por el asunto y despues...

-Orden en todo, le interrumpió Diego. El amigo Bastian no nos perdonará el perjuicio que vamos á ocasionarle, si por engolfarnos en nuestro negocio, llega a quemarse el carnero. Ea; la cena cuanto antes, pues de lo contrario, el hambre y la sed me obligan á jurar en turco.

Damian nada tuvo que replicar á tan convincentes pruebas. Juan de Mesa, conociendo que el carnero y el vino, debian representar un papel muy importante en el golpe, que Diego sin duda se habia propuesto, llamó al hosterero y le previno que queria ser tratado, en compañia de sus ilustres comensales, como cuerpo de rey.

-¿Qué medida del tinto he de traer? preguntó el hosterero.

-Llamadle moro, y que sea viejo, cantestóle el veterano. Por lo demás, servidnos como españoles que somos por los cuatro costados, pues si el jugo nos contenta al primer embite, pondremos á contribucion la bodega.

Pocos minutos despues se hallaban Diego Martinez, el familiar, y el villano sentados alrededor de una mesa, cubierta con limpio, aunque remendado mantel, sobre la cual figuraba en ancha y prolongada fuente de estaño, un sabrosísimo carnero asado, con aderezo de pimienta negra, peregil y zanahoria picada, al uso francés. El veterano acordándose de la galenteria italiana, destrozó al pobre animal, y sirvió una pierna entera al ex-lego de San Francisco: en seguida colocó otra en su propio plato, y dejó que Juan de Mesa se despachase á su gusto.

Éste último llenó el vaso del familiar y le dijo:

-A la buena de Dios y comience la fiesta, reverendo padre; no me hagais un feo, ya que os regalo de buena voluntad.

-No lo espereis de mí, hijo mio, repuso el familiar; y alzando el vaso con valentía, lo desocupó de un tope.

Diego y Juan se miraron, porque aquel embite prometia mucho; en efecto, si á la cabeza de Damian le faltaba chirúmen, sobrábale consistencia, y con justicia podia asegurarse, que era una cabeza á prueba de bomba. Pronto se convenció el soldado de que tenia de habérselas con un bebedor de toda ley, pero no se arredró; sirvióle vaso tras vaso, incitándole con pullas, hizo que el villano repitiese las dósis, para que el reverendo no entrase en sospechas; mas viendo que ni aun aquello bastaba para abatir su fortaleza, apeló al gran recurso, al irresistible espediente que trastorna con un solo golpe la razon del catador empedernido. Cogió su jarro y el de Damian, y entregándolos al hosterero, le previno que los llenase hasta los cuellos; pero dirigióle una seña con disimulo, y aquel truchiman, como estaba acostumbrado á las buenas mañas de nuestro héroe y las de su compañero, comprendió al punto lo que se queria dar á entender.

Llegaron los dos jarros, pero uno de ellos estaba vacío, y este fué precisamente el que colocó el hosterero al lado de Diego.

-Siga la danza, gritó Juan de Mesa alegremente; ya veo que podeis darme quince y falta para treinta, porque todavia me encuentro á la mitad de mi racion, y estoy viendo Inquisidores y estrellas por todas partes.

-No mentemos la soga en casa del ahorcado, señor Bastian, murmuró el familiar sonriéndose; si no soy Inquisidor, estoy en buen camino para serlo.

-Y en otro mucho mejor para cantar misa, y para absolvernos de nuestras culpas, añadió el veterano. Ea, señor D. Damian, si queréis que seamos esta noche uña y carne, lo cual os vendrá de perillas, hacedme la razón en el desafio que os propongo. Habéis de saber, que hasta ahora nadie en el mundo ha rayado tan alto como yo en achaque de empinar el jarro. Cojed el vuestro, ya que no me cedeis la primacía, y véase cual de los dos lo desocupa mas pronto sin tomar aliento.

-Qué me place, contestó Damian.

Y empuñando el jarro, se dispuso vigorosamente á la contienda. Diego Martinez lo imitó arrimando el suyo a la boca, y Juan de Mesa, dió tres palmadas diciendo.

-A la una... á los dos... á las tres...

Dió principio la batalla, y ambos adalides, poseidos del mas ardiente entusiasmo, permanecieron como unos diez minutos con los ojos clavados en el techo de la hostería jarros en ristre. Diego aparentaba que bebía, pero se había propuesto perder; Damian bebía a destajo, porque se empeñaba en ganar. Y ganó en realidad, pues fué el primero que puso el jarro en la mesa, apellidando victoria; poco después hizo el soldado lo mismo, confesando que las delicias y el descanso de la córte, habian enervado su valor de otro tiempo.

El familiar fué proclamado vencedor, mas no pudo resistir á tan terrible prueba; sin tener en cuenta las anteriores libaciones, habia tragado una buena azumbre de vino manchego sin respirar, y sus ideas empezaron á oscurecerse; pidió mas vino, dierónselo con mil amores, turbóse mas y mas su razon, y no tardó mucho en jurar por las llamas del infierno, que la mesa, sus amigos, el hosterero y la hosteria, con todos sus trevejos, daban vueltas alrededor, como si aquello se hubiese convertido en un baile de brujas. Juan de Mesa, a quien el veterano dió ciertas instrucciones al oído, desapareció entonces del aposento, y un cuarto de hora después, recordó el segundo á Damian, que era muy tarde y que podría suceder que el Inquisidor Mayor le estuviese esperando. El pobre ex-lego entendió á medias el aviso; levantóse maquinalmente, y salió á la calle sostenido por el amante de Beatriz, que se encargó de guiar sus pasos en la oscuridad; mas no bien penetraron en la primera callejuela, cuando vieron que les cerraba la marcha una figura colosal, vestida con larga túnica blanca y armada de sendo garrote. Diego soltó el brazo del familiar, y le dijo:

-Fantasma tenemos, y contra semejantes bichos no hay esfuerzo humano que baste.

-La Virgen Santísima me ampare y me defienda, esclamó Damian, a quien el miedo empezaba á despejar. ¿Qué hacemos?

-Huir, repuso el veterano. ¿No veis que nos amenaza con una lanza formidable?

-Tengo para mí que os equivocais: será algun garrote con sus correspondientes nudos.

-Asegúroos que es lanza, padre Damian.

-Si no podéis verla desde aquí.

-¿Y vos?... ¡Ira del cielo!

-Tampoco; pero tanto monta: sostengo que debe ser garrote.

-Sea lo que quisiéreis; pero hé aquí, que viene hácia nosotros... Dispersion general.

Y era verdad lo que decía el soldado. La figura blanca se adelantó hácia ellos en ademan amenazador, y antes que tomasen una resolucion decisiva, alargó un brazo y sujetó al familiar por el manteo. Diego que tal vió, echó á correr como alma que lleva el diablo, mas fue á tropezar con un guardacantón y agazapándose, hizo como que daba con su cuerpo en tierra y gritó con tristísimo acento.

-Padre Damian... padre Damian... absolvedme de todos mis pecados, si podeis, porque soy ánima del Purgatorio.

Pero el padre Damian se encontraba en el mas terrible apuro, y veía caer á cada instante sobre su cabeza el arma fatal de aquel nocturno enemigo, á quien desde luego tuvo por el diablo. Convencido al fin de que se había quedado solo y de que Diego, cuya voz lastimera acababa de oir, habia pasado á mejor vida, se santiguó devotamente y pidiendo auxilio al terror que hacía tiritar de frio todo su cuerpo, desembarazóse poco á poco del manteo, que no pensaba soltar la figura blanca, y dando de pronto un salto hácia atrás, para que no le alcanzase su lanza ó su garrote, puso pies en polvorosa, atravesando a la ventura, aturdido y en sotana calles y plazuelas, sin detener su carrera hasta que llegó á casa del Inquisidor Mayor, despues de haber corrido el riesgo de estrellarse veinte veces.

No bien desapareció de la callejuela, cuando Diego Martinez se levantó con gran cachaza, y riéndose a carcajada tendida, dijó á Juan de Mesa:

-Has representado el papel de fantasma á las mil maravilla, y supongo que te has quedado con el botin.

-Aquí está el manteo, le respondió el villano.

-Y entre cuero y carne he de encontrar lo que busco.

En efecto: el veterano habia observado que, al entrar en la hosteria con Damian, ocultaba éste entre la tela y el forro de su manteo el legajo de los documentos, que el Inquisidor Mayor esperaba aquella noche: al punto concibió su plan para apoderarse de él sin aparecer culpable, y despues de haberlo alcanzado, como hemos visto, juzgó oportuno retirarse de aquellos sitios, antes que llegasen á recorrerlos, por casualidad, los esbirros de la Justicia del Rey, á quienes el familiar acertase á referir lo que acababa de sucederle.

Diego entregó aquella misma noche el legajo a Antonio Perez. Damian después de haber coordinado sus ideas, se arrojó a los pies del Inquisidor Mayor, puso en su noticia la aparición del diablo y juró por la salvacion de su alma, que éste habia atravesado de parte á parte a un valiente soldado que le acompañaba, y que habia huido llevándose su manteo. El superior le examinó detenidamente, y sabiendo que el veterano era primo de la doncella de doña Ana de Mendoza sospechó que el Secretario del Rey andaba en el ajo y que todo habia sido estratagema, de acuerdo con el Rey, para sacar las pruebas contra el Príncipe D. Cárlos del poder de la Inquisicion. El familiar sufrió un encierro de tres meses y seis penitencias disciplinarias por su descuido, estuvo quince dias á pan y agua por su intemperancia y no probó carne en un año, por haber comido demasiado carnero en un viernes de cuaresma.

Volvamos ahora al rey D. Felipe. ¿Qué despachos eran aquellos, que habia puesto en sus manos el marqués de los Velez y que tan poderosamente llamaban su atencion? Una nueva perfidia contra D. Juan de Austria. Acusábasele por segunda vez de que negociaba con los de Guisa tratado secreto y en alto grado perjudicial á los intereses de España, supuesto que dichos Príncipes exigian el reconocimiento de la independencia de los Paises-Bajos, inclusas las provincias de Holanda y Zelanda, ofreciendo en cambio sus esfuerzos y auxilios al Príncipe para la conquista del trono de Inglaterra, sin necesidad de que á ella cooperase el Rey católico. Asegurábase además que, habiendo consultado D. Juan á Escovedo sobre tan importantísimo negocio, este último le habia respondido desde Madrid, dónde á la sazon se hallaba, que no se fiase de las promesas del Rey su hermano, pues todas eran dictadas por Antonio Perez, e iban dirigidas a perjudicar al Príncipe, así en su hacienda, como en su fama de esforzado y de batallador: que por estas razones, parecíale muy conveniente el propósito de entrar en segura alianza con los de Guisa, y emprender desde luego la espedicion tantas veces concebida y nunca llevada á término, ya que cuanto mas se dilatase, mas padeceria con las cosas de Flandes la honra de su Señor.

En los mismos despachos se daba asimismo cuenta de rumores que corrian, sobre tratos concluidos con referencia á Inglaterra y á Escocia, suponiendo, ó mejor dicho, afirmando el autor de la noticia que un escoces, que habia estado algun tiempo al servicio de D. Juan y muy adicto á Escovedo, le habia referido que, entre los papeles cogidos al Obispo irlandes llamado Fray Patronius, que salió de Roma con el objeto de provocar disturbios y alborotos en su país, los cuales fueron remitidos á la reina Isabel, se hallaba una investidura del reino de Inglaterra hecha en persona del señor don Juan en Roma. A estas alarmantes nuevas, se añadia por último, que el embajador de Venecia no tenia el menor reparo en asegurar públicamente, que D. Juan de Austria y los de Guisa habian convenido en el matrimonio del primero con María Estuardo y en el de el Rey de Escocia con la hija del duque de Lorena.

La trama de estos despachos era esclusiva del jurisconsulto Vargas, que disgustado contra el príncipe D. Juan, porque no lo habia permitido apelar, por segunda vez en Flandes, á sus acostumbrados medios de rigor y de intolerancia para la pacificacion de las provincias, daba cuenta al Rey de algo que sabia, aunque pintándolo con negros colores y salpicaduras de su propia cosecha, á fin de vengarse y hacer resaltar mas y mas el cuadro de las traiciones, que se achacaban al caudillo principal de los ejércitos españoles. El pérfido juez y atormentador de Montigny no tuvo reparo en proponer á Escovedo, que abandonase la causa del Príncipe y se convirtiese de protegido y hombre de confianza, en acusador suyo; mas habiendo rechazado con indignacion tan infame papel el favorito de D. Juan, incurrió también en el desagrado de Vargas, quien dió claramente á entender á D. Felipe, aunque con maña y astucia, que Escovedo terciaba desde la corte, con sus consejos y advertencias, en las negociaciones misteriosas que se urdían á la sombra y con menoscabo de su real autoridad.

Como la suerte de Escovedo estaba ya decretada, el Rey solo trató ya de que cuanto antes tuviese efecto, persuadido de que cuantos mas días viviese, mayores serían las faltas y desaciertos de D. Juan, á quien habia imaginado sujetar á un proceso, tan pronto como lo permitiesen las circunstancias especiales de los Paises-Bajos. Llamó pues á Antonio Perez, pocos dias después de aquel, en que éste habia ofrecido á Escovedo su proteccion para que pudiese pasar á Flandes, y le dijo:

-¿Jurais obedecerme en cuanto yo os mandáre?

El Secretario se estremeció involuntariamente, pues ignoraba las intenciones de D. Felipe; pero reponiéndose al punto y llevado de la curiosidad de saberlas, mas que del deseo de ejecutarlas, si bien resuelto en último caso á jugar el todo por el todo, contestó con firmeza:

-Señor, lo juro.

-Voy á confiaros un secreto de Estado, que interesa á mi honra y dignidad, y al interés y sosiego de estos reinos; pero os va la vida, si llega á traslucirse.

-Señor, repuso Perez, mi vida pertenece á Vuestra Alteza y me atrevo á sostener que nadie me aventaja en fidelidad.

-Voy á poner á prueba la que me tenéis, señor Antonio Perez.

-Está bien, Señor; he jurado obedecer á Vuestra Alteza.

-Escuchad lo que os prevengo. En la corte hay un hombre peligroso, que debe desaparecer.

Antonio Perez empezó á temblar, recordando que él mismo habia llevado los despachos primeros, relativos a D. Juan de Austria, al marqués de los Velez.

El Rey prosiguió:

-Este hombre ya me habéis entendido.

-¿Ha dispuesto Vuestra Alteza que se le encierro en un castillo? preguntó el Secretario, no queriendo confesar que habia adivinado.

-No. Es preciso que nunca pueda defenderse, repuso D. Felipe, porque si hablase, comprometeria á altos personages.

-Lo cual significa, que debo hacerle prender cuando esté mas descuidado, á fin de que sea conducido á la frontera...

-Hoy andais torpe, señor Antonio Perez: desde la frontera, se pasa á Francia y á los Paises-Bajos, y desde allí se fraguan tramas inícuas contra el trono.

-¿Irá desterrado a las Indias; Señor?

-De las Indias se vuelve. Sabedlo de una vez; el hombre de que se trata ha de morir, sin que nadie entienda de donde ha procedido el golpe, y vos lo habeis de disponer como mejor os plazca.

-Os juro de nuevo, Señor, que así será. Lo único que me falta...

-Es el nombre del culpable; ya lo sé. Se llama Juan Escovedo.

-¡El Secretario del Señor D. Juan de Austria!

-El pérfido consejero de mi débil hermano. Id con Dios, y componeos de tal suerte, que yo quede satisfecho, supuesto que no os han de faltar recursos para el caso. Y... no lo olvideis; su vida ó la vuestra.

-Fiadlo de mí, Señor, que yo arreglaré el negocio del mejor modo posible. Solo pido que no se precipite, para que no me esponga á echarlo á perder.

-Tomaos el tiempo necesario, pero, no desperdicieis mucho, porque importa que el asunto no sufra demasiadas dilaciones.

Retiróse Antonio Perez pensativo de tan estraña conferencia, y largo rato permaneció en su aposento, de codos sobre la mesa, sin saber qué partido tomar. Pero el Rey habia dicho terminantemente: su vida ó la vuestra; no habia pues remedio que pudiese salvar á Escovedo; era preciso que quedase sacrificado... Otro pensamiento infernal cruzó también por la mente del Secretario del Rey. Escovedo habia amenazado á la princesa de Éboli con la cólera de D. Felipe, echándole en cara sus amorosos devaneos; muerto él, no habia que temer en cuanto al descubrimiento de aquellas relaciones. Perez se fijó algun tiempo en esta idea, para cohonestar la traicion, con que debia proceder contra el mismo, á quien habia sugerido el proyecto de salir de España. No habia duda... el Rey abogaba en pró de sus mas queridos intereses, y no parecia sino que se empeñaba en patrocinar á todo trance sus locuras con doña Ana de Mendoza...

-Desde la frontera se pasa á Francia y Flandes, repetia sordamente, y desde allí se fráguan maquinaciones, es decir, se puede escribir á D. Felipe una relacion de las sospechas, que D. Juan de Austria concibió, cuando la condesa de Barajas supuso que el Monarca galanteaba á la Princesa... de las Indias se vuelve... ¡Oh! Sí: y se vuelve con ánimo deliberado de perder á aquellos á quienes se juzga por enemigos; y se habla sin miedo y sin consideraciones, porque solo se atiende al placer de vengarse; y todo se sacrifica... honra, hacienda y vida... Sí... sí; el Rey me enseña el camino de mis deberes... su interés es el mio... su conservacion es mi conservacion... Escovedo vá á morir.

Muchos dias transcurrieron sin embargo, sin que se tomase determinacion alguna, pero entre tanto se llenó la córte de tristeza y desconsuelo, y una noticia que embargó todos los ánimos corrió de boca en boca. El Príncipe D. Carlos de Austria, habia muerto en aquella cámara del alcázar, que le servia de prision. Los noticieros dieron con este motivo en la flor de suponer, que un veneno activo habia puesto fin á los dias del desdichado mancebo, y no faltó tampoco quien asegurase, que habia sido degollado6. Lo último era tan absurdo, que los rumores que lo propalaban, no tardaron en desacreditarse completamente, en fuerza de las seguridades del duque de Féria, cuya veracidad nadie osaba poner en duda. Éste caudillo, mas que guardador, fue compañero inseparable del Príncipe, desde la noche de su arresto, hasta la de su muerte, y estaba por lo mismo, mas enterado que otro ninguno, de cuanto habia ocurrido. Lo del veneno, es una acusacion mas verosimil, porque pudo perpetrarse el crímen sin conocimiento del duque de Féria; mas suponiendo que hubiese existido ¿á quién debe ser achacado? ¿Al Rey, como muchos pretenden en nuestros días, ateniéndose á las acusaciones misteriosas que entonces se hicieron y que quedaron consignadas, mas como testimonio de lo que hablaban las gentes, que de lo que se sabia?

Si los historiadores se hubieran puesto de acuerdo al narrar las verdaderas causas de la prision de D. Cárlos, no echaríamos de menos el silencio que guardan, acerca de los accidentes de sus últimos momentos. Solo nos dicen que el Rey, irritado por sus faltas y traiciones, le arrestó; añaden que se mantuvo inflexible, así como sordo el Príncipe, á las amonestaciones de los que le rodeaban, y terminan afirmando, que murió de resultas de una hidropesía, producida por la grande cantidad de agua helada, en que hacia consistir su principal alimento. La historia escrita de este modo, deja en pié todas las dudas. La novela es mas logica en sus deducciones, cuando modestamente espone que, pues D. Felipe puso preso á su hijo, para librarle de las iras de la Inquisicion, contra cuyo poder se pronunció con firmeza, no estaba en sus intereses, dejando á un lado los sentimientos de padre, el convertirse en verdugo. ¿A qué fin arrancará otros la víctima, para sacrificarla él? Si anhelaba vengarse, porque le creia su rival, ¿no le hubieran vengado mejor, los tormentos del Santo Oficio? Para imaginar que obró con D. Cárlos, desde un principio, del modo que lo hizo, con la idea de hacerlo perecer después, es necesario escribir, á renglon seguido, que fué un monstruo. No; no lo fué, y en esta parte le hace justicia la historia. D. Felipe hubiera sido capaz de dar á su hijo, por el bienestar del reino; pero no ha existido un padre, que arranque á su hijo de la jurisdiccion de un tribunal, para asesinarlo; para salvarlo, sí.

En caso de que el Príncipe hubiese muerto envenenado, ¿quién pudo ser el culpable? ¿La Inquisicion? No tenemos pruebas bastantes para dar una respuesta afirmativa. Lo único que ha llegado á nuestra noticia, que se relaciona hasta cierto punto con nuestras conjeturas es, que el día siguiente al del fallecimiento de D. Cárlos, fue puesto en libertad Baltasar Cisneros, y que tanto el Príncipe, como él, quedaron absueltos por el delito de heregía, de que se les habia acusado. ¿Por qué el Santo Oficio no declaró antes esta absolución?

-La córte se vistió de luto, el Rey se mostró aflijidísimo y dió cuenta al Papa de la desgracia que acababa de sobrevenirle: la Reina quiso acercarse á él para ofrecerle sus consuelos de esposa, mas D. Felipe mandó que la dijesen, que le bastarian los consuelos de la religion, para fortalecerle en aquel contratiempo y en los demás que le habia enviado y lo enviase en lo sucesivo, la divina Providencia. Habia hecho juramento de no volver á platicar con doña Isabel de Valois, y lo cumplió.

Es lo cierto que D. Cárlos no pudo llevar con paciencia su arresto, y que los prudentes consejos del duque de Féria no consiguieron calmar sus furiosos arrebatos. Dos dias después de haberle notificado el Rey que quedaba preso, preguntó si podria ver á la Reina, y habiéndosele contestado negativamente, no quiso comer, y á pesar de las cariñosas instancias del Duque, estuvo cuarenta y ocho horas sin probar alimento, sosteniéndose con agua helada, que bebia ávidamente con esceso. Noticioso D. Felipe de su terquedad, fué á verle, le reprendió con dulzura, y á fuerza de ruegos consiguió de él la promesa de que comería. Así lo hizo en efecto, pero en tanta abundancia, que lo atacó una indigestion, irritándose su estómago en términos, que no tardó mucho tiempo en declarársele una fiebre maligna, complicada con hidropesía de humores.

Los médicos dieron cuenta al Rey de la desesperada situacion de su hijo, haciéndole saber al mismo tiempo que solo el poder de Dios podria sacarle de ella. El Príncipe no mostró la menor pesadumbre cuando le dijeron que iban á cesar sus padecimientos en este mundo. Resignose á la voluntad Suprema, pidió un confesor y se preparó para morir cristianamente, dando muestras evidentes de grandísima devocion y de arrepentimiento por las faltas que habia cometido. Envió después al duque de Féria á decir al Rey, que si deseaba la salvacion de su alma, pasase sin perder momento á echarle la bendición. D. Felipe, con el corazon despedazado, corrió al lado de D. Cárlos, y éste le pidió perdon humildemente por todos los disgustos y sin sabores que le habia causado, recibió su bendicion paternal y espiró casi en sus brazos, á la edad de veinte y cuatro años no cumplidos. El duque de Féria, D. Alvaro de Sande, D. Alonso de Cabrera y el conde de Cifuentes sacaron al Rey de la cámara y dejaron la custodia delcadáver del Príncipe á cargo de los Monteros de Espinosa.

Tal fue el fin desgraciado de D. Carlos de Austria, de quien algunos escritores entusiastas han pretendido hacer un héroe, y que ha sido escarnecido por otros fanáticos, de una manera que nunca justificaron sus faltas. El amor y una ambicion prematura le ocasionaron todas sus desdichas: por lo demas, nadie duda hoy de su inocencia, tocante á los proyectos que se le achacaron, respecto á las sublevaciones de Flandes.



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