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El exilio literario de 1939: actas del Congreso Internacional celebrado en la Universidad de La Rioja del 2 al 5 de noviembre de 1999

M.ª Teresa González de Garay Fernández (ed. lit.)

Juan Aguilera Sastre (ed. lit.)



cubierta

portada



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ArribaAbajoPresentación

Manuel Aznar Soler


Durante el pasado año 1999 hemos conmemorado el 60 aniversario del exilio republicano español de 1939. En efecto, contra el gobierno legítimo del Frente Popular, que había triunfado en las elecciones democráticas de febrero de 1936, un golpe de estado militar del fascismo español, apoyado por tropas del nazismo hitleriano y del fascismo mussoliniano, desencadenó a partir del 18 de julio de 1936 una guerra civil. Su resultado trágico fue el de muchos, demasiados muertos durante la guerra civil, más medio millón de republicanos españoles que, en febrero de 1939, hubieron de atravesar la frontera francesa.

El Grupo de Estudios del Exilio Literario (GEXEL) -grupo de investigación adscrito al Departamento de Filología Española de la Universitat Autónoma de Barcelona (UAB)-, fiel al compromiso asumido durante la clausura del Primer Congreso Internacional sobre «El exilio literario español de 1939» -que se celebró en nuestra UAB en 1995 y cuyas Actas se publicaron en 1998-, convocó desde la primavera de 1998 su Segundo Congreso Internacional. En dicho texto de convocatoria, fechado en Bellaterra el 14 de abril de 1998, el GEXEL, sin embargo, manifestaba lo siguiente:

Queremos que la fecha simbólica de 1999, en el umbral del siglo XXI, sirva para estimular la investigación sobre un capítulo fundamental de nuestra historia y de nuestras literaturas españolas del siglo XX. (...) Porque, desde Catalunya, siempre hemos sido conscientes de que los escritores españoles exiliados en 1939 escribieron en las cuatro lenguas de nuestra República literaria: castellano, catalán, gallego y vasco. Por ello nos parece coherente y conveniente convocar no a un único Congreso como el de 1995, sino a todos los que puedan organizarse, que se irían desarrollando coordinadamente durante el próximo año 1999.

(...) Nuestra voluntad sería que a lo largo del año se celebraran de manera escalonada estos Congresos en las diferentes sedes que se establezcan y que cada uno de ellos com prendiera -cuando menos- el ámbito de su comunidad autónoma. De esta manera, el Congreso de ámbito restringido podría servir como lugar de encuentro para los investigadores que están trabajando sobre el tema y facilitaría tanto la participación de ponentes y comunicantes (...) como, sobre todo, la asistencia libre de estudiantes y público interesado.

El GEXEL se constituye únicamente en promotor y coordinador del proyecto de este Congreso plural de 1999 titulado «Sesenta años después». La soberanía de cada Congreso residirá exclusivamente en su Comité organizador, que integrará al menos a un   —14→   representante del GEXEL. Sin embargo, todos los Comités deberán respetar los siguientes acuerdos:

1) El contenido prioritariamente literario de estos congresos.

2) El carácter abierto de los mismos, es decir, abiertos a la participación de ponentes y comunicantes según las normas de selección que establezca cada Comité organizador.

3) La pluralidad de las lenguas peninsulares. Los Congresos de Catalunya, Galicia, País Vasco y Valencia darán libertad lingüística a los participantes, que podrán expresarse en castellano, catalán, gallego o vasco. Sin embargo, los Congresos en ningún caso deberán limitarse a la literatura publicada en sus lenguas respectivas ni a los autores nacidos en dichas comunidades.

4) El compromiso de editar sus Actas o una selección de las intervenciones, según decida cada Comité.

La respuesta a esta convocatoria de un Congreso plural en 1999 desbordó nuestras expectativas más optimistas. Porque, si en un principio -y a sugerencia en 1995 del malogrado Jesús López Pacheco-, queríamos asegurar la existencia de Congresos en las tres capitales de la República (Madrid, Valencia y Barcelona) y, por nuestra parte, pretendíamos sumar también a las nacionalidades históricas del Estado (Cataluña, Galicia y País Vasco), po demos afamar con satisfacción que, gracias al esfuerzo generoso y solidario de muchas personas, este Congreso plural «Sesenta años después» se ha celebrado a lo largo del año 1999 en doce comunidades autónomas: Andalucía, Aragón, Asturias, Cantabria, Castilla-La Mancha, Castilla y León, Cataluña, Galicia, Madrid, País Vasco, La Rioja y Valencia.

Con este Congreso plural «Sesenta años después» hemos intentado también -y sobre todo- aproximar el tema a los estudiantes y al público interesado, especialmente a los más jóvenes, nacidos y crecidos en los años democráticos, para quienes el general Franco no es sino una fotografía borrosa y los exiliados republicanos poco más que unos fantasmas perdidos en la niebla del silencio y del olvido a que los condenó la dictadura franquista. Por ello las sesiones de este Congreso plural no se han limitado únicamente a la exposición y debate de las ponencias y comunicaciones presentadas sino que también han incluido -cuando ello ha sido posible- actividades paralelas vinculadas al tema del exilio: por ejemplo, conciertos de música, exposiciones bibliográficas, homenajes públicos (a la memoria de Manuel Azaña y del presidente mexicano Lázaro Cárdenas en Alcalá de Henares; a las Brigadas Internacionales en el pueblo jienense de Lopera; a las víctimas de los campos de concentración nazis en la ciudad de Huesca), mesas redondas con los propios protagonistas, presentación de novedades editoriales, proyección de películas, recitales poéticos o representaciones teatrales. Es decir, este Congreso plural no ha querido reducirse únicamente al ámbito académico sino que ha intentado abrirse también a ese sector de nuestra sociedad democrática, a esa "inmensa minoría" interesada cultural y políticamente en el tema.

Y como expresión pública de esa voluntad política y social de homenajear la memoria de nuestro exilio republicano de 1939, la clausura de este Congreso plural «Sesenta años   —15→   después» la celebramos el sábado 18 de diciembre en el castillo de Collioure, el pueblecito francés en donde murió y está enterrado -envuelto en la bandera tricolor de nuestra República- el escritor Antonio Machado, un símbolo vivo en la memoria colectiva de la dignidad ética y estética de aquel medio millón de españoles pie todos los partidos políticos, centrales sindicales y de todas las nacionalidades y regiones del Estado español- que en 1939, por su fidelidad antifascista a la legalidad republicana, hubieron de atravesar la frontera francesa.

La mayoría de nuestros exiliados republicanos murieron antes que el general Franco sin ver restauradas, a partir del 20 de noviembre de 1975, la democracia y las libertades públicas en España. En el umbral del siglo XXI, sesenta años después, la sociedad democrática española estaba obligada moralmente a conmemorar aquel acontecimiento histórico. Este Congreso plural «Sesenta años después» ha pretendido conmemorar, es decir, ha invitado a recordar contra el olvido, a compartir la memoria histórica y a realizar colectivamente una reflexión crítica sobre la historia, literatura y cultura del exilio republicano de 1939.

Ahora bien, con la publicación de las Actas respectivas de cada Congreso -con una portada unitaria, una numeración correlativa y el título general de «Sesenta años después»- hemos querido crear memoria no sólo contra el silencio y el olvido de la dictadura franquista sino también contra el pacto de amnesia sobre el pasado en que se fundamentó nuestra transición democrática. Hemos querido conmemorar este sesenta aniversario de nuestro exilio republicano, pero hemos querido hacerlo desde la convicción de intentar evitar tanto el simulacro como el espectáculo. Una conmemoración que ha querido ayudar a reconstruir, por el futuro de nuestra sociedad democrática, la historia de nuestra tradición política, intelectual y literaria republicana, sin cuyo conocimiento nunca estará completo el patrimonio de la cultura española del siglo XX. En este sentido, la publicación de las Actas de todos los Congresos de este Congreso plural «Sesenta años después» estoy seguro de que van a crear memoria y a convertirse, a partir de este mismo año 2000, en una referencia bibliográfica de primer orden y en una fuente de consulta obligatoria para todas las personas interesadas en el tema de nuestro exilio republicano de 1939.

Por último, sólo me cabe agradecer públicamente a María Teresa González de Garay, así como a todos los ponentes y comunicantes, su esfuerzo solidario y generoso para que este Congreso fuese un capítulo más, el capítulo riojano de nuestro Congreso plural «Sesenta años después».

Bellaterra, 6 de octubre de 2000

Manuel Aznar Soler

Coordinador general del Congreso plural «Sesenta años después»



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ArribaAbajoIntroducción

M.ª Teresa González de Garay



La celebración del Congreso Internacional «60 años después: el exilio literario de 1939»

La celebración del Congreso Internacional «60 años después: el exilio literario de 1939» en la Universidad de La Rioja tuvo como motor fundamental la labor que en torne al estudio y a la recuperación de los textos de los exiliados realizan el profesor de la Universidad Autónoma de Barcelona, Manuel Aznar Soler y su equipo de investigación, GEXEL (Grupo de estudios del exilio literario).

Sumarnos al acontecimiento de un Congreso Plural, celebrado sucesivamente en doce autonomías del territorio español fue para nosotros un reto y una oportunidad histórica, ya que por primera vez en La Rioja se convocaba un acto institucional y académico en homenaje a los exiliados republicanos. Contribuir a la recuperación de la memoria reciente, hacer justicia a la calidad de los escritos de los exiliados y conmemorar el centenario del nacimiento de Paulino Masip, con gran vinculación personal, familiar y cultural a La Rioja, fueron los primeros objetivos del Congreso. También en nuestro Congreso se dedicó especial atención a otras figuras cuyo nacimiento tuvo lugar en La Rioja. Es el caso de María Teresa León y María de la O Lejárraga (María Martínez Sierra). Aunque, lamentablemente, quedó pendiente la revisión de la figura de Patricio Pedro Escobal, ingeniero industrial, capitán del Real Madrid en los años 20 (participó en los Juegos Olímpicos de París en 1924) y cuñado del Doctor Castroviejo, que ha cumplido ya 97 años y vive en Nueva York, y cuyo libro Las sacas (New York, ed. de Odón Betanzos Palacios, 1974) necesita una urgente reedición ya que es casi el único testimonio directo de los sucesos de la guerra civil ocurridos en Logroño durante los terribles años de 1936 a 1938, y hoy resulta inaccesible para el lector. La narración se ofrece desde el punto de vista autobiográfico del autor, una de las víctimas de la represión de los rebeldes (preso en Logroño nada más empezar la guerra civil, pasó por tres cárceles y fue sometido a un pelotón de fusilamiento fingido). En 1940 se exilió en Nueva York. Del Congreso surgió el compromiso de intentar realizar una edición española en condiciones, con su correspondiente estudio, tarea que en la actualidad me ocupa personalmente.

Pero el Congreso no quiso ceñirse sólo a lo vinculado a La Rioja, bastante escaso por otro lado, sino que se abrió a las aportaciones que sobre cualquier literato o pensador exiliado surgieran, con vocación hispánica integradora.

Que el tema del exilio republicano se convoque desde una Universidad recién nacida y desde una provincia eternamente alejada de los centros de poder cultural es algo quizás no tanto milagroso como meritorio. Pero el Congreso fue una realidad y agrupó a un número   —18→   no despreciable de investigadores y aun de protagonistas del exilio, cuya generosa y desinteresada participación quedará siempre en la memoria de esta coordinadora.

Estos protagonistas, niños aún cuando tuvieron que salir de España, son conocidos como la segunda generación del exilio. Y de esa segunda generación hubo representación en La Rioja: Dolores Masip, recientemente fallecida en México DF, Carmen Masip, Enrique de Rivas y Víctor Fuentes. También contamos en Logroño con la presencia de miembros de lo que podríamos llamar tercera generación del exilio: Alda Blanco o Paulina Hawkins Masip, Y con hispanistas de la talla de Anthony Zahareas y José María Naharro Calderón, entre otros. A todos ellos agradecemos especialmente su presencia y colaboración.

Por otro lado, Don Enrique Forner, presidente del grupo vitivinícola Marqués de Cáceres, cuyas instalaciones principales se encuentran en Cenicero, exiliado también en su adolescencia en Francia, con toda su familia, y regresado a España en los años setenta, fue la persona que más apoyo financiero nos prestó y desde aquí le agradecemos de corazón su colaboración y acogida. Él, mejor que nadie, sabe de las penalidades que sufrieron los exiliados españoles republicanos en Francia. Y la importancia que tiene para nuestra historia cultural ejercer la justicia con esos exiliados a través del ejercicio de la memoria y el reconocimiento. No podemos olvidar que muchos republicanos anónimos, trabajadores, mujeres, ancianos y niños, sufrieron una tragedia personal de grandes dimensiones. Que muchos de ellos murieron sin conocer la alegría, y también la decepción, del regreso. Que tuvieron que rehacer su vida en el extranjero venciendo la nostalgia constante de una patria que dejaba de ser la suya, en situaciones de penuria extrema y con las raíces arrancadas y expuestas al aire gélido que soplaba en Europa. Don Enrique Forner representa bien a ese anónimo sector que, con sacrificios, esfuerzo, valentía y arrojo empresarial, consiguió rehacer su vida y que tras la muerte de Franco pudo volver a España habiendo superado rencores y resentimientos, pero jamás sumergiéndose en un olvido desconsiderado hacia los perdedores de la guerra. Por eso su apoyo a nuestro proyecto resultó doblemente emocionante.

Otros apoyos y ayudas procedieron de la Universidad de La Rioja y su Vicerrectorado de Investigación, del Ministerio de Educación y Cultura (dirección general de enseñanza superior e investigación científica y subdirección general de formación, perfeccionamiento y movilidad de investigadores), del Gobierno de La Rioja y del Ateneo Riojano, instituciones a quienes agradecemos su colaboración. Así como agradecemos a la prensa y radio riojanas la atención diaria que prestaron al Congreso y a sus más notables protagonistas.

Respecto a la estructuración de las Actas hemos optado por mantener el ordenamiento de los textos según éstos fueron exponiéndose en el Congreso, dadas las peculiaridades de éste. Nos referimos, principalmente, a la especial atención que dedicamos a Paulino Masip como figura central de la convocatoria, conmemorando el centenario de su nacimiento en 1899. La reciente reedición de su mejor novela, El diario de Hamlet García, pone en evidencia su interés como literato y el olvido en que cayó en la España franquista, naturalmente,   —19→   pero también en la España democrática. Con motivo de esa reedición en Visor un prestigioso crítico de El País expresaba el deseo de que por fin se editara en España una muestra de la narrativa breve de este autor, sin haberse enterado de que en La Rioja, en 1992, se editó una selección de sus cuentos y novelas breves, El gafe o la necesidad de un responsable y otras historias, con un estudio preliminar en que se daba cuenta de su vida y obra, de que en 1994 el editor AMG publicó su relato Prudencio sube al cielo en Logroño, y de que en 1996 vio la luz una selección de sus artículos y reportajes periodísticos escritos para Estampa entre los años 1930 y 1934. Tampoco se enteró, esta vez con mayor disculpa, del Homenaje que le dedicamos en este Congreso y que ahora quedará definitivamente impreso con las ponencias y comunicaciones dedicadas a su obra.

En la primera jornada y en la tercera hubo intervenciones sobre diversos autores, aun que la tarde de la tercera se dedicó especialmente a María de la O Lejárraga y a María Teresa León. La segunda jornada estuvo dedicada en exclusividad a Paulino Masip. Pudimos ver la película La barraca, de 1944, cuyo guión adaptado se debió a la pluma de Masip, que obtuvo en México el premio Ariel a la mejor adaptación cinematográfica, en copia reciente, y el «Documental-Entrevista» de la T.V. mexicana, con Roberto Gavaldón (hijo), sobre la realización de La barraca. Hubo ponencias y comunicaciones sobre su narrativa, poesía, teatro y labor cinematográfica. Y se presentó la tercera edición mexicana de las Cartas a un español emigrado, publicada por el Centro Cultural «El Nigromante», vinculado al Instituto Nacional de Bellas Artes de México, cuya directora es la hija menor de Paulino Masip, Carmen. Esta jornada contó, especialmente, con la emotiva presencia de sus dos hijas y nieta y se completó en la cuarta jornada con la representación de la pieza teatral en un acto, Dúo, en el Ateneo Riojano, a cargo del Grupo Teatro Pobre del I.E.S. «La Laboral», cuyo director es D. Fernando Gil Torner, y con una Mesa redonda sobre el exilio de 1939 en México. A los participantes de todos estos actos agradecemos también desde aquí su colaboración.

Estas actividades complementarias fueron programadas y pensadas fundamentalmente para conseguir una mejor y más atractiva difusión y divulgación de las diversas facetas de Paulino Masip entre el público más joven, especialmente los estudiantes de Filología y Humanidades de la Universidad de la Rioja. A estos últimos hay que agradecer el interés con el que siguieron las ponencias y comunicaciones, destacando su participación en los debates que, algún día, duraron más allá de lo previsible. Algo de aquellos debates podrá percibirse en la lectura de las ponencias, a veces discrepantes entre sí y saludables por lo mismo que provocan: el contraste de opiniones, la diversidad de enfoques y la reflexión. Es a ellos, los más jóvenes, a quienes hay que comprometer en la lucha contra un olvido funesta. Y nada mejor para ello que asistir a discusiones abiertas, vivas y enriquecedoras.

También hubo representación de jóvenes investigadores, a veces recién licenciados, en el capítulo de las comunicaciones. Esto provoca en ocasiones una cierta desigualdad en la densidad y madurez de las aportaciones. Pero esas diferencias entre los más curtidos y los recién licenciados creo que son disculpables y que pueden servir de estímulo para los que comienzan y para los que todavía no hemos llegado a la excelencia de una reflexión histórica   —20→   de alto alcance. Para esas desigualdades pido benevolencia y disculpas por los errores que estas Actas puedan contener.

En mi nombre y en el de Juan Aguilera, coeditor de las mismas, gracias otra vez a todos los que participaron, dentro o fuera del Congreso, esta vez desde el Logroño del siglo XXI. Y gracias a Ricardo Mora de Frutos y a Teresa Olmos, becario y secretaria del Departamento de Filología Hispánica de la Universidad de La Rioja, por su generosa disposición a ayudar en los peores momentos. VALE.

M.ª Teresa González de Garay

Coordinadora del Congreso de La Rioja.





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ArribaAbajoPrimera jornada, martes, 2 de noviembre

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ArribaAbajoPonencias


ArribaAbajoDestierro: ejecutoria y símbolo

Enrique de Rivas



Roma-México

Escogerás el exilio para decir la verdad.


(Nietzsche)                


¿Transterrados? ¿Exiliados? Son eufemismos. Fuimos, ante todo, «refugiados». A quien exilian o destierran le sacan de un contexto donde resulta incómodo o peligroso. Quien «se refugia» lo hace por salvar la piel. Huyeron nuestros padres de la destrucción física y moral, con sus apéndices, que éramos nosotros. Los hijos, en la infancia, son la prolongación material de los padres. De mayores, su continuación, con variaciones y metamorfosis.

En tanto que niños y apéndices, no nos cabe siquiera el honor de habernos refugiado por iniciativa propia. Nos refugiaron para protegernos mientras duraran los motivos o las causas: el franquismo en España y el nazifascismo en Francia, país que había sido nuestro primer refugio. Refugiados, pues, dos veces: de un contexto puramente español y de un contexto europeo después. Es la primera candidatura a la ejecutoria de refugiados universales que compartimos, en el siglo XX, con una larga serie de etnias, y en el pasado con moriscos, hugonotes y puritanos. Pero nuestro refugio había de ser pasajero, se sentía absolutamente como transitorio: volveríamos a España cuando acabase la guerra...

Para preservarnos en vista de ese regreso, nos transterraron, con las raíces tiernas totalmente al aire, pero al pasamos de una tierra a otra, como no se trataba de que echásemos raíces exóticas, tuvieron buen cuidado de que el abono fuera el mismo que el del otro lado del océano o lo más parecido, para que resultásemos las mismas plantas que hubiéramos sido de no haber existido la necesidad del refugio. Ya Francisca Perujo lo expresó en 1980 en los Pliegos de Peña Labra con una delicadeza de la que soy incapaz1, y Manuel Andújar, con otra imagen: ceniza y ascuas, en la revista Diwan (1981)2, que en dos palabras hace símbolo de lo que fue nuestra realidad, porque si del ascua se expande el calor que hará   —24→   posible que la planta removida crezca, las cenizas encubren siempre el fénix de la resurrección.

Crecimos, pues, en «tiestos» hechos para nosotros, es decir, en ambientes familiares reconstituidos en función principalmente de lo que había que preservar, en colegios hechos para nosotros, con maestros para nosotros, envueltos en una mitología para nosotros, mitología que nacía, como todas, de la observación de las catástrofes naturales: la mitología de una religión de libertad y de ideales nobles.

Ése fue el aire de los que llegamos a México en nuestra infancia o primera adolescencia. Hasta 1945; final de la guerra planetaria, crecimos así, y todavía se nos dieron de propina unos años más: era inevitable -se aseguraba- la caída del régimen franquista. Mientras tanto, seguíamos «refugiados» en México, y por lo tanto éramos refugiados. Circunstancia y esencia quedaban plenamente justificadas en una aplicación del verbo ser que se sentía como una ejecutoria.

Resultado: nos forjaron una conciencia de españoles impregnada del orgullo de ser «refugiados»; (¿pero es necesario explicarlo?) de españoles republicanos para quienes la República era España, y a falta de «tocarla» tocábamos sus símbolos: su himno, su bandera, sus centros de reuniones, sus publicaciones, sus actos conmemorativos; pronto, sus entierros: cada funeral era como enterrar un poco de España.

Todo eso era válido, era la realidad, nuestra realidad cotidiana y más segura. Segura como una roca, porque lo que vivíamos, ese «ser refugiados», era vivir en un paréntesis, y segura porque siendo aún niños de trece o catorce años no había entrado en nosotros ni siquiera la «duda» que comporta toda toma de conciencia. No teníamos «conciencia» de ello porque dentro de ello estábamos, formando parte suya. El símbolo todavía era carne.

Con el despertar de las primeras y dolorosas madureces adolescentes y con ellas de la sensibilidad artística o literaria en algunos, viene el «albor» de esa conciencia del «dolorido sentir» que, por cuanto heredada de nuestros padres o bebida del medio ambiente, hacemos nuestra en una operación alquímica que transmuta lo ajeno en propio.

La metamorfosis de la generación de nuestros padres, acrisolada en la nostalgia auténtica y concreta y en la pasión todavía arrebatadora de un pasado aún entonces terriblemente vigente, se cumple o empieza a cumplirse en nosotros con matices propios. Y si a esa toma de conciencia corresponde en un momento dado la película de García Ascott El balcón vacío o algunas de las «Canciones de Vela» de Luis Rius, o más escondidamente, pero igualmente perceptibles para un ojo sensible, los paisajes de la poesía en catalán de Ramón Xirau o la luz provisional de Tomás Segovia, e incluso cierto «telurismo» del malogrado Inocencio Burgos, otro incipiente poeta de diecisiete años que escribe en 1948 un poema dedicado «a la Catedral de León sólo vista en fotografía», donde dice:



Quizás con la quietud de tu belleza
lograra yo evocar lo que no existe,
un lánguido deseo de nostalgia
que quisiera sentir para sentirte.
—25→
Sentirme entre las brumas de una ausencia
que no puedo llorar porque me falta (...)

Quisiera al fin poder pensar tan sólo
que sé que eres un algo que yo llevo
como cosa de un suelo que me nombra
pero que falla en mí si le recuerdo.


Empieza a partir de ese momento el lento descubrimiento de haber asimilado vivencias ajenas y de participar en ellas «vicariamente».

Tengo para mí que ese es el momento en que cobra carta de naturaleza el concepto de «destierro», no en su sentido político, sino literal, etimológico, en su sentido de no-tierra. Estamos en la «no-tierra». Esta vicariedad es quizás el secreto elemento que, paradójicamente, ha formado en algunos de nosotros un cordón umbilical con nuestro origen de españoles sentido como indestructible, porque no está en relación de dependencia con una «tangibilidad patria» o una temporalidad circunscrita a una geografía. Sentir las cosas españolas (por cosas entiendo las esencias de todo lo que es español) vicariamente en aquella edad, era una herencia directísima y vivísima de la mayor ejecutoria que marcó la vida de nuestros padres en España: su participación, es decir, su entrega plena, total e incondicional a la hora que les tocó vivir.

Esta entrega; hecha de todo eso que nos han enseñado a considerar sublime: sacrificio, fidelidad, generosidad, solidaridad, que era participación total del ser, venía a ser lo contrario de la mezquindad y de la bajeza, constituía una especie de pureza de la cual, incluso, no se hablaba demasiado por pudor.

Era un tesoro que, consciente o inconscientemente, hemos absorbido en su totalidad y que aún hoy día sigue siendo una roca tan firme para asentar los pies que, por mucho que se hayan trastocado los elementos constitutivos de nuestra realidad, y por muy grande que haya sido el movimiento de traslación de nuestro universo español, sigue siendo la atalaya desde donde cada uno de nosotros puede gritar: «¡Yo sé quién soy!». Que ese grito no encuentre eco es casi indiferente. El árbol no necesita que le llamen árbol para sentirse que lo es.

Con el descubrimiento o la afirmación interior de nuestra vivencia de españoles se intensifica el contraste con las circunstancias inmediatas, acarreando este proceso un desgarre más o menos permanente, según las coordenadas personales de cada cual. El «destierro», vivido como ausencia de tierra, se va desprendiendo de sus adherencias mortales. Los símbolos externos del «ser refugiados» van dejando de ser «carne» para transmutarse interiormente en sus equivalentes inmortales. El símbolo pasa a ser mero signo y reliquia. Los emblemas del destierro republicano, cuando perseveran encarnizadamente, cobran matices de beatería. Pero sobrevive, en una interioridad no circunscribible a coordenadas   —26→   geopolíticas, la savia primigenia de donde tomaron fuerza para existir, savia o luz, que en palabras de Francisco Giner de los Ríos, es la luz de un verano común a que nos convocó nuestro personal destino3.

Mas este verano común, para haberlo aceptado definitivamente como tal, y sentirlo como un verano perpetuo, ha tenido que desarrollarse lenta, muy lentamente, como una especie de iniciación a un misterio de ritos escondidos, el último de los cuales había de desvelarse sólo bajo el signo de la muerte. Mientras Ulises estuvo errante, Penélope tejió y destejió su tela, ignara de su destierro definitivo, pero confiada, secreta, desesperada y fielmente al mismo tiempo, en su buen éxito foral.

Yo no sé cuántos, pero sospecho que muchos, muchísimos, siguieron en los años de la «no-tierra» tejiendo y destejiendo; tejiendo incluso con pedazos de la tierra que les faltaba, porque medrosa y fugazmente íbamos a España a percibir, a tocar, a sentir un pulso que identificábamos con el nuestro, a escuchar un latido reconocible pero que estaba sepultado bajo capas de materia espuria; y escuchábamos o creíamos escuchar ese latido como en sordina, esperando el momento en que ese manto de plomo que parecía pesar sobre la realidad española se derritiera.

El fénix rebullía en sus cenizas, arropado en el rescoldo; y las plantas de los pies, al tocar la tierra, reconocían la comunidad de sales y de olores. Pero la anagnórisis no podía cumplirse. Faltaba que se acabara de desvelar Orestes, el que vuelve por sus fueros. Para poderlo hacer, el maleficio tenía que desvanecerse. Era, o nos ilusionábamos con que era todavía una encarnación mortal. Sabíamos que nada sería exactamente como lo habíamos imaginado, pero... «¡España es el país de las sorpresas!». Era el último refugio de un mesianismo, a la vez motor y cegador.

No recurro a símiles de la cultura griega como un fácil expediente. Yo me bauticé de des-terrado sólo en 1958, cuando me fue dado ir a Grecia por primera vez. Allí comprendí, al pisar las rocas frente a la Acrópolis, donde paseaban Sócrates y Platón, que pisaba tierra de verdad. Pero comprendí también que debía ese bautizo a un profesor español del Instituto Luis Vives de México, que había transcurrido varios años en un campo de exterminio nazi, y que era quien me había hablado de Platón; a otro que había sido discípulo de don Francisco Giner de los Ríos en la Institución Libre de Enseñanza, y que me había descubierto a los trece años el mito de Edipo y el de Electra. En todos esos recuerdos, asimilados confusamente a lo largo de los años, latía el mismo amor a una verdad consubstancial con el suelo propio, que no era más que la extensión ideal de un suelo universal encarnado por el de la Grecia clásica. Todo ello quedó sellado cuando descubrí, al fondo del pasillo del mísero museo de Esparta, la espléndida sonrisa de Leónidas victorioso ante la   —27→   muerte. Comprendí entonces que el «exilio» podía ser un modo de estar profundo y universal, porque todos vivíamos desterrados de la antigua verdad de esa luz griega.

Por ello, mi primer reencuentro con España después de 1939 quedó presidido por lo griego. Cuando volví en 1962, el «yo» que regresaba lo hacía un poco en nombre de otros, como filtrando sus miradas y sus voces entrañables en una reencarnación que trascendía las circunstancias perecederas del hecho puramente anecdótico; y la realidad de «Endimión» que dormía con los ojos abiertos, se me impuso como óptica inescapable para empaparme de una vez de la madurez a que me obligaban mi ser y mi estar en la historia, y despojarlos de toda ambigüedad.

Mas subsistió, indestructible, a pesar de todo, la debilidad humana que llamamos esperanza. Teñida, en un momento dado, por un elemento nuevo y sacral: la muerte de los padres. Al pasar a «primera fila» se nos añade algo que no existía antes: la conciencia de una responsabilidad, que conlleva algo parecido al sentimiento de la redención. Habían muerto sin ver «el día» que confesadamente o no, soñaban todos.

Cuando llegó ese día, fue difícil sentirlo como propio. De nuevo la vicariedad se adueñó de la vivencia, legítimamente, excluyendo una verdadera celebración gozosa. La dictadura había pasado a la tumba, y allí quedaba, bajo una losa, como quedan todos los muertos. Y hubo quien dijo «que los muertos entierren a sus muertos», pero no en el sentido que esto tuvo hace dos mil años, sino con una intención pragmática y oportunista. Inaceptable. Porque había muertos muertos y muertos vivos, y éstos habían reencarnado en lo que habían sido sus apéndices, sin otra razón que la de poder decir: «Estamos aquí».

En ese instante del desvanecimiento de la dictadura por la muerte física de su encarnación, se hace presente un nuevo elemento en nuestra vida: la conciencia de encarnar una continuidad, recogiendo una herencia.

Han pasado veinticinco años desde entonces. Los suficientes como para hacer ver claramente que de esa nueva hora española que sonó en ese momento pocos paralelismos se podrían hacer con la que nos puso en otra dimensión temporal y en otro suelo; que las resonancias, si alguna había, tenían eco sólo en unos pocos ánimos escogidos; que si queríamos reconocer el latido de la solidaridad histórica, teníamos que limitarnos a escuchar el de nuestro propio corazón. Una vez más, «solidario» y «solitario» adquirían estricta sinonimia.

Durante este último cuarto de siglo hemos asistido al recambio político, biológico y sociológico de la sociedad española, primero con expectación, luego con esperanza y finalmente   —28→   con desilusión. Biológicamente, la comunidad humana de donde procedemos es otra, y la generación de quienes se enfrentaron con las armas en la mano en la década de los treinta, ha desaparecido casi totalmente. Se han cumplido las condiciones necesarias para que una especie de pacto de silencio, que ya se percibía anunciándose desde los primeros meses de la transición, haya llegado a sus consecuencias extremas, haciéndola aparecer más como una transacción a la enseña de un transformismo dictado por necesidades e intereses económicos determinados. Uno de los precios que se han pagado para alcanzar este estado de cosas ha sido el desconocimiento de aquella historia. En una colectividad como la española, en la que siempre se ha leído poco, y en la que la enseñanza del pasado en el sistema escolar se mantuvo por lo menos hasta hace dos décadas en un punto congelado en 1936 y deformado por interpretaciones unilateralmente partidistas, una capa de olvido o de indiferencia parece haberse instalado. Los muchos libros sobre el tema de la guerra civil y sus consecuencias no han penetrado mucho más allá de unas minorías con buena voluntad.

En realidad, ha tenido que pasar una generación entera, la cual, al llegar a su madurez, está mostrando, desde las trincheras de la cultura académica, un interés por el exilio republicano causado por la guerra civil. Hace sólo cuatro años que por primera vez una Universidad convocó y realizó el Primer Congreso Internacional sobre el exilio literario: La Universidad Autónoma de Barcelona. Ha fructificado en este año de 1999, en un ramillete de Congresos repartidos por todo el país. Es un buen signo para la cultura y la recuperación de la memoria histórica. Llega justo a tiempo de lo irremediable, porque un hecho nuevo se ha producido mientras tanto: los últimos que quedamos de aquel terremoto político y social estamos ya desapareciendo. Con nosotros, desaparecerá toda memoria viva de «aquello» y la corrección posible o necesaria que pueden aportar los testigos. De la literatura del exilio no ha surgido ningún Dante Alighieri ni ningún Ovidio y tanto menos un Virgilio que cante las gestas de Eneas y de sus vencidos penates. Hubo, sí, a lo largo de tantos años, una eclosión de individualidades creadoras repartidas en su mayoría por el Continente Americano. Aquilatarlas en su verdadero valor será tarea delicada y arriesgada, so pena de falsificar una autenticidad de nacimiento, riesgo que aflora continuamente por el desconocimiento de las circunstancias en que se produjo. La vuelta al manantial de donde todas proceden es indispensable: la efervescencia cultural y social que llevó a la instauración de la Segunda República. La atmósfera europea en la que España se ve envuelta a finales de este siglo parece propicia: apunta en el horizonte una voluntad de hacer nacer una moral ética sobre la cual construir un código de conducta legítimo y lícito avalado por una democracia ideal. En aras de esta moral ética se sacrificó el ideal republicano que vio la luz en 1931. Sus consecuencias fueron guerra y exilio. Establecer causas y efectos a través del estudio de la obra escrita que produjo el exilio, en la perspectiva justa y rigurosamente estudiada, significará rendir una justicia póstuma a sus autores y afirmar con la fuerza debida a la inteligencia la validez de la cultura y su superioridad sobre la barbarie, siempre al acecho.



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ArribaAbajo¿Últimas voces del exilio español en América?

Víctor Fuentes



Universidad de California, Santa Bárbara


I

Cuando me disponía a redactar la ponencia sobre nuevas perspectivas en la narrativa del exilio, centrada en la obra de autores de las nacionalidades periféricas y de autores o autoras olvidados o casi desconocidos, se me cruzaron dos novelas con el tema del exilio, publicadas en este año de su 60 aniversario; fecha en la cual ya todo parecía indicar que las voces creadoras del exilio se habían extinguido con las vidas de la mayoría de los escritores del exilio histórico o habían tenido su última expresión en la obra del grupo poético hispanomexicano, integrado por quienes fueran niños del exilio. Esto se desprendía hasta del título de la Antología de aquellos poetas, editada por Susana Rivera, Última voz del exilio, publicada en 1990, pero que recogía poemas muy anteriores a esta fecha. De hecho, tres de los diez poetas de la Antología ya habían fallecido varios años antes de publicarse ésta, lo cual refrendaba o dramatizaba su título, y casi todos los demás estaban -están ya- integrados como escritores mexicanos.

La presente ponencia, aunque todavía bajo el marco de «nuevas perspectivas» se limita a tratar estas últimas y posúltimas voces del exilio (considerando como éstas a las de las dos novelas publicadas este año). Mi propósito es el de acercar el tema general de la conferencia, la literatura del exilio, a nuestros días, resaltando a autores, que fueron niños cuando la guerra y el exilio y deslindando cómo sus obras encajan dentro de las formas y la temática de la literatura exílica universal, pero con sus cualidades propias.

En la escindida historia literaria española contemporánea contamos con una generación del medio siglo, la de los niños de la guerra, quienes al crecer dieron un impulso renovador a nuestras letras, pero de esta generación se omite a los jóvenes literatos del exilio que escriben por las mismas fechas. Como ya destacara Susana Rivera y planteara el propio Ángel González, los poetas hispanomexicanos de la «última voz» deberían estar dentro de esa generación (rompiendo así de paso los restrictivos esquemas generacionales). Su obra enriquece nuestra poesía con la perspectiva de estos poetas españoles de América4: quienes,   —30→   por otra parte (y contrario a los que crecieron en el interior), representan una continuidad no rota con la gran tradición de la poesía española del primer tercio del siglo XX; pues la canción que varios de nuestros grandes poetas se llevaron al exilio, ellos la recogieron de viva voz. León Felipe, Emilio Prados, Pedro Garfias, Cernuda, y otros, fueron una presencia viva para los jóvenes poetas hispanomexicanos. Hay pues, una continuidad, aunque con sus atisbos de ruptura, entre las generaciones poéticas del exilio5. Sin embargo, aun los mismos críticos del exilio se quedan en los grandes nombres del exilio histórico y consideran a los que crecieron en él como una mera apostilla a esta literatura del exilio, ignorando o pasando muy por alto los nuevos valores y temas poéticos y culturales que aportaron estos nuevos poetas. Esperemos que en las historias literarias del siglo XXI los poetas de esta Antología de la Última voz del exilio ocupen el puesto que les corresponde y con las cualidades que les distinguen. Una de ellas es, mutatis mutandis, la de repetir, aunque en la otra dirección, el viaje del Inca Garcilaso, Ruiz de Alarcón, y tantos otros literatos americanos y españoles; viaje que istma dos orillas y crea una expresión de mestizaje cultural, que, hoy en día, es uno de los valores más destacados en las letras universales de este fin y principio de siglo. Justo es decir que en los últimos años asistimos a una revalorización de estos escritores. Además de la atención que se les confiere en panoramas recientes sobre la literatura del exilio, contamos con los trabajos de Susana Rivera y de Eduardo Mateo, lo cual me permite a mí tratarlos tan sólo desde esta dialéctica de voces últimas y posúltimas en relación con el exilio histórico y el exilio en general.

Como han declarado varios de aquellos escritores, aunque vivieron el trauma histórico del exilio de niños y del recuerdo de la patria perdida sólo retuvieran muy vagas memorias («el recuerdo de un recuerdo de un recuerdo», como canta el verso de Jomí García Ascot)6, el tema del exilio y la configuración que éste imprime a sus obras presenta, en ellos, unos perfiles únicos. La propia Susana Rivera incluye unas palabras de Tomás Segovia a este respecto: «... no creo (nos dice el poeta) haber puesto nunca voluntariamente la «impronta» del exilio en mi poesía... Ahora: en otro sentido, toda mi obra puede leerse así -como una meditación sobre el exilio. O, más bien, a partir del exilio»- (37). Este «a partir del» apunta a una perspectiva de valores positivos en la obra de autores que se dan en estos escritores, quienes, por haber vivido el exilio de niños han podido distanciarse de mucha de su negatividad y -como aducía Cortázar respecto a los exiliados latinoamericanos de los años 70- poner su acento en lo de escritores y no en lo de exiliados.

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Hoy en día, cuando tanto se valoran el interculturalismo y el mestizaje cultural, estos escritores que fusionaron la tierra española y la mexicana en una sola (en «esa única maternidad mestiza» de que hablara Luis Rius), y escriben desde una posición o condición fronteriza, adquieren cierta ventaja sobre sus antecesores mayores, quienes en lo fronterizo y en la hibridez veían más bien valores negativos: por un lado, están libres de ciertos prejuicios etnocentristas patentes en alguno de aquéllos, Ayala, Sender o Serrano Poncela, por ejemplo. Por otro lado, aunque comparten con los mayores, y en su caso desde su infancia, la identidad de «exiliados», ésta pierde su carácter monolítico, y mucha de su negatividad, al fundirse también con la de mexicanos o de «nacionalidad mexicana», diluyéndose ambas identidades nacionales en otras especies identitarias como la del nómada o el viajero y el peregrino que en nuestra actual época migratoria tiene tan fuerte valor positivo frente a una identidad anclada, como fuera para tantos de sus mayores la de «exiliado». Como voz poética, esta identidad movible y plural adquiere gran fuerza expresiva en algunos de estos poetas, quienes se afaman en la identidad del nómada, el peregrino, el extranjero o el viajero, términos que reaparecen en los poemas de Nuria Parés, Tomás Segovia, Luis Rius y el citado García Asco t, entre otros. Pienso en los primeros libros de Nuria Parés (Romances de la voz sola, de 1951, significativamente lleva un poema-prólogo de León Felipe), o en los de Luis Rius. Arte de extranjería, de Luis Rius, sería, y ya desde su título, emblemático de esa identidad problemática (y doy un valor positivo a lo de problemática) de aquellos jóvenes poetas que crecieron en el exilio: «Mi origen se hizo pronto algo sombrío / y cuando a él vuelvo no lo vuelvo a hallar», canta Rius en tal «Acta» y Nuria Parés continuamente se afirma en la condición fronteriza, en la cual están situados estos poetas. Hay en varios de ellos, en Nuria Parés, Luis Rius, César Rodríguez Chicharro, y Gerardo Deniz, principalmente, ecos de pertenecer a aquellos «Hijos de la irá» cantada por Dámaso Alonso, pero no en Madrid, sino en la Ciudad de México. Cierta ira es contra el medio ambiente del país que los recibió, que fuera acogedor pero también constrictivo7, y también contra sus mayores, quienes reciben los pocos magros honores del exilio. Así Nuria Parés se vuelve contra el término de «la España peregrina»:



Que soy, que somos (nos lo dicen)
«la España peregrina»...
¡Ay qué bonito nombre!
Qué nombre tan bonito
para ir por el mundo a la deriva
como un barco de velas desplegadas,
como una extraña carabela antigua!
¡Qué barco tan bonito si tuviera
un pequeño espolón para la ira!


(Última voz, 77)                


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En este poema, Nuria Parés también corta las alas a la grandilocuencia que muchos de los fundadores de la revista España peregrina, como Bergamín o Larrea, ponían en este término. Proverbialmente, los exiliados en México expresan su agradecimiento a la acogida que se les dispensó, aunque hubo sus brotes polémicos entre alguno de nuestros exiliados, Larrea, por ejemplo, y escritores nacionalistas mexicanos. Pero alguno de los jóvenes, con su espíritu trasgresor, puso el dedo en la llaga de algunas de las restricciones que se marcaron a los exiliados o aluden a ellas alegóricamente, como lo hace Nuria Parés en sus poemas «El Banquete», «Fuimos los comensales / que no invitaron al banquete» o «Canto a los míos» que comienza «Vivimos de prestado; no vivimos». De forma más directa, César Rodríguez Chicharro comienza su desgarrador poema, «Exilio», con estos versos: «Nos colocaron en fila como semilla en surco fértil. / Nos midieron los pasos y -supongo- las intenciones. Solamente se puede -dijeron- llegar hasta aquí» (175).

La mayor riqueza poética, en cuanto al lenguaje, los símbolos y las metáforas de esta poesía está vinculada al tema del exilio en su sentido ontológico y existencial, en relación con la memoria, el recuerdo y la fluidez del tiempo. Faltos de las vivencias de la tierra nativa, la imaginación compensa esta ausencia, en un juego de palabras y de imágenes, de ausencias presentes y de presencias ausentes, tan característico de todo exilio, que en ellos, y muy concretamente en García Ascot, Tomás Segovia y Pascual Buxó, se manifiesta en un cierto barroquismo, conceptual y formal, donde se vuelven a fundir la España y la Nueva España, México, del siglo XVII, con el nuevo barroquismo latinoamericano de finales de los 50 y principios de los 60. Analizar esto daría para todo otro trabajo, aquí me limito a señalar, cerrando este primer apartado sobre la «última voz (en poesía) del exilio», la profusión de imágenes y de símbolos vinculados a la memoria y al recuerdo que encarnan en un imaginario del espejo, las sombras, el río, el laberinto, el fuego, el humo, el polvo y hasta la Nada barroca y española. Otro tema característico de la literatura universal del exilio que se da en estos poetas es el de tratar del exilio en función del pasado histórico: Roma, en el caso de Enrique de Rivas, o El-Andalus en el caso de García Ascot y en el poema de tal nombre.




II

Las «últimas voces del exilio» de estos literatos también se manifiestan en la narrativa, aunque atrayendo poco o casi ningún interés en la crítica8. Su figura emblemática es la de Roberto Ruiz (ya destacado por Marra-López en su seminal Narrativa española fuera de España), quien ya en los años 50 trasplantó su exilio a los Estados Unidos. Ha publicado varias novelas y relatos. Él mismo ha hablado de «la segunda generación de escritores exiliados en México», donde incluye a los poetas del grupo citado y en narrativa destaca, junto   —33→   a él, a Carlos Blanco Aguinaga, Arturo Souto Alabarce, también podríamos incluir a José de la Colina y a Angelina Muñiz, no mencionados, y al poeta Francisco Patán que publicó su novela, Último exilio, en 1986 y quien, y ya desde el título de esta obra, se constituye en una de estas últimas voces narrativas del exilio americano. Sobre la presencia del exilio en sus novelas, Roberto Ruiz coincide con lo expresado por Tomás Segovia: el exilio histórico, como tema, desaparece en su narrativa, pero sigue encarnado en una nueva modalidad, perdurando en su estilística, y añade:

«Yo comprendí desde el principio que el destierro no sólo era un hecho histórico, sino también un castigo judicial, y que como tal podía cotejarse con otras penas, con otras reclusiones de signo contrario, centrípetas y no centrífugas: la cárcel, el cuartel, el sanatorio. Todos estos motivos yo los he utilizado en mi obra narrativa como analogías o metáforas del destierro; casi todos mis personajes son proscritos, marginados o expulsados, cuando no de la sociedad, de la historia y de la lógica y hasta de la literatura».


La segunda generación», 290)                


Y efectivamente esto ya aparece desde los títulos de sus novelas: El último oasis (que todavía en 1964 trata el tema de los campos de refugiados en Francia), Los jueces implacables o Paraíso cerrado, cielo abierto. Esta última novela, fechada en 1966, pero publicada en 1970, vuelve a cobrar una lacerante actualidad en nuestras fechas, pues es una kafkiana-borgiana distopía que precisamente tiene lugar en el año 2000. Constituye una original aportación del exilio español a esa literatura del «bravo mundo nuevo», para usar el título de Huxley, donde los horrores de la guerra y el exilio, vividos por el niño, los proyecta el autor en una ficción ¿fantástica? futurista sobre la tercera guerra mundial nuclear. Los oficiales prisioneros en una isla leen (con la misma indiferencia que hoy, ya casi en el año 2000, leemos sobre las últimas atrocidades en Timor o en Chechenia), leen sin inmutarse cómo una bomba nuclear ha arrasado con un millón o un millón y medio de habitantes en tal o cual ciudad del mundo. Además de Roberto Ruiz, que ha tenido bastante dificultad en publicar sus novelas, otros tres, que fueran niños del exilio, han mantenido a éste vivo en sus novelas de la madurez, tanto en cuanto tema como -y a tono con las precisiones de la cita de Ruiz-, en cuanto a las analogías y metáforas del destierro. Se trata de los ya mencionados, Carlos Blanco Aguinaga y sus novelas, Carretera de Cuernavaca y En voz continua; de Federico Patán y su ya mencionada novela, ganadora en 1986 del premio Xavier Villaurrutia (lo cual sería una indicación de lo arraigados que están estos escritores en la literatura mexicana), y finalmente de Castillos en la tierra (Seudomemorias), de Angelina Muñiz-Huberman, novela fechada en 1987, pero publicada en 1995.

Si no lo desmiente alguna otra obra posterior, las dos novelas de Carlos Blanco y la de Angelina Muñiz cierran el ciclo literario de esas «últimas voces del exilio mexicano». De esto parece estar muy consciente Angelina Muñiz, como se desprende ya del título de «Castillos en la tierra» (frente a tantos «castillos en el aire» construidos en el exilio) y la frase con que cierra la novela, en la cual se afirma en la casa en que se instaló su familia a la llegada a México, como su centro: «Tamaulipas 185 es el universo: castillos en la tierra»   —34→   es la frase que termina la novela9, antecedida por esta otra: «Alberina vive en su propio centro. No ha sufrido la separación (El exilio es una idea)», frase que también confirma su afirmación y arraigo en su identidad de escritora mexicana. Sin embargo, aun en esta novela de afirmación de la mexicanidad de la autora, saltan memorables páginas de la literatura del exilio, significativamente las del capítulo «El Oropesa», nombre del barco que trajo a la niña, a su familia y a todo un contingente de refugiados a México (barco que aparece en la portada de la novela). Asimismo, hay varias escenas en que la memoria de la autora-niña evoca la vida cotidiana de los refugiados: una de éstas transcurre en uno de los lugares de la memoria del exilio, las tertulias del café, en este caso el café Tupinamba (el cual también debió inspirar el título de la novela de Eugenio Granell, La novela del indio Tupinamba). La niña Alberina-Angelina nos ha dejado una de las frases más ocurrentes de todo el ingente caudal de ocurrencias de nuestras tertulias del Café. Cuando el camarero le pregunta a ella qué quiere, la niña casi le contesta: «Que se muera Franco» (145). Y es que aun en una novela de afirmación de la identidad mexicana, sigue viva la memoria del exilio, aunque ya sólo como una idea, como esa «imposible memoria» infantil por la que el escritor adulto se pasea en la sombra de los años niños, diríamos usando una expresión de Josefina Cuesta, utilizada para describir un fenómeno que se da en estos últimos años en toda la literatura española: el de las memorias de tantos niños republicanos o de la guerra, tanto del exilio como del interior.

Último exilio, de Federico Patán, está en las antípodas de la novela de Angelina Muñiz en cuanto al tema de la adaptación: se trata de una dura novela del desarraigo, de la extrema alienación del exilio (a casi cuarenta años fecha del exilio histórico, la sombra de aquel primer exilio se extiende sobre el último) y de la marginalidad, ahondada en su dimensión existencial y ontológica, vivida por el personaje en esa especie de viaje al infierno, tema de tanta literatura del exilio, aunque también con una dimensión mítico-ritualista inspirada en la saga de Ulises, que enlaza esta novela mexicana, dentro de la literatura española, con aquella otra gran novela del exilio interior, Tiempo de silencio, donde también se vive una odisea. La única diferencia es que en Último exilio y contra el final que se ha ido prediciendo a lo largo del relato, éste no acaba en la tragedia, en el esperado suicidio del protagonista, sino que le vemos salir del lugar elegido para el autocrimen, la habitación del sórdido hotel, «Se puso la arrugada chaqueta y miró en torno: el penúltimo exilio concluía», leemos y el personaje sale a la calle, llevándose en su horizonte de expectaciones, y en la de los lectores, el «último exilio» que se anunciaba en el título de la novela, envuelto en otro motivo de la literatura del exilio, la huida o el perpetuo caminar, aunque todo el relato se ha vivido en el enclaustramiento de «la habitación para hombre solo», llevando este tema de la novela de Segundo Serrano Poncela al extremo de la abyección. También entre los mortificantes recuerdos revividos en la sórdida habitación del crimen (el crimen de los   —35→   recuerdos que llevan al «último exilio») se reviven las escenas del exilio histórico, vividas por el protagonista en su niñez: el cruce de la frontera, con ese estribillo del «Allez, Allez», de los gendarmes franceses, todo un leit-motiv de la literatura del exilio español. Curiosamente, cuando el personaje, ya de mayor y en la ciudad de México sale con rumbo a su último exilio, el de la muerte, lo hace tarareando una canción de la guerra: «El ejército del Ebro, rumbalá, rumbalá, rumbalá» (28). También en una breve síntesis nos describe cuál sería el destino andado desde su primer exilio al último: «Allez, allez! Vite! Y la inmensa, oscura, definitiva amargura del tránsito. El mar luego. Veracruz. Chihuahua. Puebla. La capital. Un caminar sin reposo, de trabajo en trabajo, de piso en piso, de breve muerte en breve muerte» (52). La metáfora del caminar, que ya veíamos en los poetas tratados, en este viaje por un inframundo, con escalas en las cantinas y los prostíbulos, relaciona la novela de Patán, mutatis mutandis, con esas otras obras emblemáticas de la litera tura universal del siglo XX, el Ulises, de Joyce y Bajo el volcán, de Malcolm Lowry. Con ésta comparte algunos parajes comunes, por estar ambas ambientadas en México.

Con crudo realismo, se describen también escenas de la vida dura del refugiado en la busca de empleo y de vivienda en un país del subdesarrollo, una situación de escasez que se trasmite al hijo, que llega niño al exilio, y al hijo de éste, de cuya habitación leemos: «También aquí la escasez le salía al paso: pantaloncillos baratos, camisas zurcidas, una cama angosta de sábanas percurdidas» (66). Estas penurias económicas de la adaptación (de las que encontramos eco en Ocnos, de Cernuda) es algo que suele brillar por su ausencia en la mayoría de la literatura del exilio, salida de escritores de profesiones intelectuales, en su mayor caso; a este medio intelectual es al que volvemos con Carretera de Cuernavaca, de Carlos Blanco Aguinaga, publicada en 1990, configurada por una serie de relatos, con el hilo conductor del protagonista Antonio, eco biográfico del propio Carlos Blanco. Esta configuración se presta muy bien al operar de la memoria con sus saltos espacio-temporales, hitos discontinuos e intersecciones y yuxtaposición. «Carretera de Cuernavaca», pero también una visión idílica de la vida cotidiana del País Vasco antes de la guerra, escenas cruentas de la guerra y el exilio y, sobre todo, la saga de la adaptación, con el transcurso del tiempo, a la realidad mexicana: adaptación no completa, como vemos en el protagonista y en otros personajes de la novela, que llegaron a México de niños. Late en esta novela, como en la poesía ya tratada, el sentimiento de alienación frente al propio exilio y el reproche a sus mayores. El foral del relato que da título al libro lleva a éste y a los lectores a ese otro gran tema de la literatura del exilio: la muerte, «el último exilio» que aquí sí agarra a una pareja de aquellos niños exiliados españoles, bien instalados, de adultos, en la sociedad mexicana, en un recodo de la carretera de Cuernava. Este foral trágico le da pie al narrador-autor para sus reflexiones sobre la muerte vinculada al exilio: «Mundo nuestro triturado una vez para siempre, ahora en el kilómetro cuarenta» (176). Curiosamente con este foral, Carlos Blanco Aguinaga, quien escribe en Estados Unidos una novela sobre México que se publica en España, revive, en nuestro tiempo, el tema que ya planteara Francisco Ayala, en los años 50, de para quién escribe el exiliado. Dirigiéndose a sus dos amigos compatriotas muertos, el narrador-protagonista, se pregunta,   —36→   ¿Para quién, Javier? ¿Para quién no escribo, Felisa? (177). En otra de esas coincidencias intertextuales y temáticas no necesariamente buscadas de la literatura del exilio, este Javier, sobre quien se abate la muerte como última consecuencia del exilio, lleva el mismo nombre que otro personaje de la novela del segundo exilio, de Manuel Lamana, Otros hombres, publicada en 1956, quien encuentra un parecido fin: un homenaje novelesco, en ambas novelas, a tantas perdidas vidas en el exilio.

Sobre la terrible realidad infernal del exilio de la novela de Patán y la no menos terrible muerte de Carretera de Cuernavaca, cae como un bálsamo, En voz continua, otra novela de Carlos Blanco Aguinaga que, publicada en 1997, trae a nuestros días la voz del último exilio, contándonos en prosa la vida y la muerte de un poeta, Emilio Prados, figura tan querida por los escritores de la generación del propio Carlos Blanco. Realmente en esta novela se funden en una las dos generaciones del exilio (en «voz continua»): la del revivido narrador-poeta, Emilio Prados y la del autor Carlos Blanco, en un caso de ventrilocuismo exílico. Uno de los mayores aciertos de esta ficción es que, en una fusión de géneros, la voz de uno de los grandes poetas españoles se vista de la prosa brillante de los autores de la segunda generación del exilio, para darnos otra última evocación de la voz del exilio. A través de la vida de Emilio Prados, la novela es todo un lienzo, con tono lírico-elegíaco, del siglo XX, desde la perspectiva de los artistas e intelectuales revolucionarios, en política y también en arte: los recuerdos que la voz del narrador-protagonista nos trae, en cuanto a la nostalgia, el paisaje, el tiempo, los sueños y los ensueños, la vida y la muerte, entroncan con los que habíamos leído en las poesías de Tomás Segovia, Luis Rius, García Ascot y Pascual Buxó, poetas que tanto admiraron a Emilio Prado y de quien también tanto aprendieron.

En las últimas páginas de la novela, en la sección 14, cuando nos acercamos a la muerte del poeta, el prosista ha sabido captar el carácter lírico ascético-místico de la última poesía de Prados. La destartalada «habitación para hombre sólo» y la huida vuelven a aparecer en esta novela del recuerdo del exilio, pero aquí se viste de una «nueva luz no usada»:

«Como los ascetas, tenía que huir de la compañía y del artificio del desorden. Y así, cuando me mudé a estas habitaciones mías tan pobres, hoy ya tan viejas y destartaladas, empecé por cerrar mi puerta al mundo. Noche a noche fui edificando mi soledad porque intuía que, cuando tocara su fondo, podría volver a renacer a la luz. Al final del viaje recuperaría bajo otra forma lo perdido y, desde su presenté ausencia, entraría en mi ser verdadero, cuerpo sin cuerpo del Tiempo, resolución de todas las contradicciones».


(187)                





III

Dejo en ese punto álgido buscado por los surrealistas, donde todas las contradicciones se resuelven, a las voces últimas (¿y continuas?) del exilio español en México, y paso a tra tar dos de las que considero posúltimas voces, que nos llegan de otros dos lugares de América: Puerto Rico y Estados Unidos. En Puerto Rico, donde la poesía de Juan Ramón   —37→   Jiménez y El contemplado de Pedro Salinas emblematizan la creación literaria del exilio puertorriqueño, se publica este año la novela El españolito y el espía, de Alfredo Matilla Rivas, quien llegó de niño primero al exilio de Santo Domingo y luego al de Puerto Rico. Y en Estados Unidos escribe mi heterónimo, Floreal Hernández, su novela Morir en Isla Vista. También en Estados Unidos hay una tradición de literatura del exilio de 1939, empezando por el propio Pedro Salinas y el «desnudo contemplado», para limitarme a la narración, y siguiendo con narraciones de Serrano Poncela, Francisco Ayala, Sender, Eugenio Granell y ya, más cercano en el tiempo a Floreal Hernández, otro escritor del segundo exilio, Odón Betanzos y su novela, Dios dado en lo alto. Con la guerra civil en el costado y en los ojos, fechada en Long Island, en 1964. El ejemplo más logrado de la narrativa del exilio histórico que trata de Estados Unidos me parece ser Habitación para hombre solo (1963), de Segundo Serrano Poncela, quien también fuera uno de los autores del exilio dominicano y del puertorriqueño, y quien, bajo el nombre de Fortunato Sorreche, aparece en la novela de Matilla. Esta obra nos da, en sus dos primeros capítulos, una versión novelada del exilio español en Santo Domingo, sobre el que escribiera Vicente Llorens en Memorias de una emigración. Santo Domigo, 1939-1945, en una especie de intertextualidad con esta obra que, como analizara Michel Ugarte, estaba ya tamizada de intertextualidades. En la de Matilla las primeras vivencias del exilio son las del niño. En este respecto, concuerda con las de Angelina Muñiz y Carlos Blanco: los escritores niños del exilio evocan, al entrar en la sexta década de su vida, memorias de su infancia y adolescencia. Volvemos a la ya citada frase de Josefina Cuesta de que es el adulto el que se pasea, de incógnito, en la sombra de los años niños. Asimismo estas tres novelas llevan el género universal de la novela de formación a la formación o «educación sentimental» del exilio. Como en el caso de Angelina y de Carlos Blanco, en la novela de Matilla gozamos con la ingenuidad de la visión del niño, evocada por el autor. En esta novela del «españolito» encontramos una visión familiar, doméstica y cotidiana de algunas figuras que para nosotros son venerables iconos del exilio: el propio Llorens, los pintores Eugenio Granell y Vela Zanetti, Segundo Serrano Poncela, el sociólogo José Medina y el propio padre del autor Alfredo Matilla Jimeno y Jesús Galíndez, entre otros. En lugar de en las historias del exilio, nos los encontramos aquí, con sus familias, en torno a una lengua de vaca que el gato había conseguido llevarse, en un descuido, pero que la abandona al sentirse perseguido y que, luego, bien lavada y recortada en pedacitos que no han sido mordidos por el gato, es servida en una de aquellas boyantes reuniones, si no en los alimentos, sí en las conversaciones, del exilio. También el niño y el adolescente, como en la novela de Angelina Muñiz, asistía a las tertulias de Café, en este caso el Chalet suizo, en el corazón del viejo San Juan, y nos describe anécdotas o momentos tensos de aquellas reuniones como cuando, y venido desde España, el poeta Luis Rosales apareció en la tertulia:

«Cuando Rosales se aproximó a los contertulios, mi padre se levantó y se interpuso. Luis, le dijo pausadamente, hablo en nombre de todos. Queremos preguntarte, antes de que te sientes con nosotros, qué papel desempeñaste tú y tu familia en el caso de Federico. Si   —38→   hizo un silencio pesado. Luis Rosales contestó lívido y con igual cosmopolitismo: Nada de lo que podamos avergonzamos, ni nosotros, ni vosotros».


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La estructura de El españolito y el espía se ajusta a algunas constantes de las obras del exilio: la yuxtaposición y dislocación de tiempos y espacios, las dualidades y la confluencia o disyunción de fragmentos e intersticios narrativos propios del narrar desde la memoria: algo parecido se da en Carretera de Cuernava. La narración se organiza sobre dos relatos yuxtapuestos en los que se dividen los once apartados narrativos. Los números impares constituyen la memoria autobiográfica del Yo narrador, alter ego del autor, Alfredo Matilla Rivas, mientras que los pares están constituidos sobre una investigación que hace éste, junto con su hermana, desde el presente, pero con nombres ficticios (Alejandro y Trinidad), y en tercera persona, en los archivos de su padre, reconstruyendo el caso Galíndez. Nueva novela «Galíndez», basada en archivos y el archivo pro pio de la memoria del exilio. Esta parte, adherida a la otra como la sombra al cuerpo, tiene toda una tónica de thriller o de guión de cine negro, con mucho de alegoría sobre la corrupción y el abuso del poder en la connivencia del imperialismo norteamericano, basados en sus dos brazos de espionaje, el F.B.I. y la C.I.A., en plena guerra fría, con las dictaduras latinoamericanas, en este caso la de Trujillo en Santo Domingo, y en la cual se ve implicado, pagando con su vida, Jesús Galíndez, «el espía». Este fondo dictatorial alude también al de la España franquista, que el autor de adolescente visita con su madre. El recuerdo, la vuelta a España, tan propios del exilio y de su literatura, están principalmente narrados por la memoria de sus padres, sobre quienes recae toda la pena, el dolor y, finalmente, la tragedia del exilio. Irónicamente, el autor-narrador-protagonista recuerda que en vísperas de la guerra civil, su padre Alfredo Matilla, un joven jurista y profesor universitario republicano, para convencer a su madre al casamiento le repetía que «tenía el porvenir asegurado». El fin de ambos padres tiene el añadido irónico-trágico de tantas muertes del exilio10. La madre, doña Lolín, muere atenazada por   —39→   la artritis, en brazos de su hija, en una de sus estancias en España para estar con su familia y durante un viaje a Madrid. El gobierno franquista negó el visado de entrada al padre para ir a su entierro. Por su parte, éste, tras la jubilación y la muerte de Franco, a los pocos días del anhelado regreso a Madrid, esperado por décadas, muere en el mismo cuarto de baño de la casa donde había crecido. Ya sabemos que varios otros de los exiliados murieron preparando la maleta para el regreso, tal fue el caso del poeta cordobés Juan Rejano.

La otra serie narrativa de la novela, con el contrapunto de ésta, tiene un sentido carnavalesco y polifónico, la biografía del autor-personaje está vinculada a la historia puertorriqueña y a la literatura y cultura del Caribe. En esta posúltima voz del exilio español, la diáspora del exilio español se funde con la diáspora puertorriqueña. Nos encontramos que el «españolito», ya puertorriqueño y profesor universitario, viajando en la guagua aérea, figura entre los intelectuales y activistas que definirán la diáspora puertorriqueña. Con su identidad bicultural, encaja en la identidad de una puertorriqueñidad distendida y acrisolada en el trasiego entre la Isla y las comunidades puertorriqueñas en los Estados Unidos. Es significativo que en estas dos posúltimas voces del exilio, el espíritu combativo que reclamaba Cortázar para el escritor exiliado se funda con el de las luchas en los países de adopción (asimismo varios de los hispanomexicanos tuvieron una participación activa en el movimiento mexicano del 68). En las novelas de Matilla y de Floreal Hernández la participación de los protagonistas en el movimiento en contra de la guerra de Vietnam tiene algo de compensación de no haber podido luchar, por ser niños, en el bando republicano de sus padres; y en la de Matilla es un acto más de su identidad puertorriqueña.

En esta novela, como en las otras que vengo tratando, hay una afirmación en la propia escritura. Lo que leemos en la contraportada de En voz continua podría aplicarse a todas ellas: «es un homenaje a la literatura y a sus obstinados practicantes», claro que en estos casos muchos de esos «obstinados practicantes» son los escritores del exilio histórico, como emblematiza Emilio Prados en En voz continua. Matilla Rivas excede en el uso del lenguaje puertorriqueño y en este sentido su novela se asemeja, hasta en su extensión de novela corta, a la del poeta Patán y a la obra de otros escritores hispanoamericanos que exceden en el uso de un español mexicano.

Morir en Isla Vista de Floreal Hernández, aunque explícitamente tiene más de «Confesiones» que de novela del exilio, y su autor (aunque de niño viviera el exilio de la guerra en Francia) pertenezca al segundo exilio de los años 50, está, sin embargo, y desde su título, «morir en una isla», cargada de connotaciones de la literatura del exilio y de la guerra: ya hasta en el título asoma el palimpsesto de «Morir en Madrid». Asimismo de los once apartados que la constituyen, en diez de ellos aparecen referencias al exilio. Su propio apócrifo autor tiene mucho de esa insegura existencia del autor en el exilio. En la contraportada de la novela, se nos dice que «tenía una extensa obra inédita antes de la publicación de esta novela», lo cual trae el eco de otras palabras de Roberto Ruiz, novelista reexiliado en los Estados Unidos, quien, en 1989, nos dijera: «pero me considero narrador   —40→   ante todo, si es que bastan como mis credenciales mil páginas publicadas y cuatro mil inéditas» (El exilio de las Españas, 50)11.

No voy a tratar aquí de una novela en la que yo mismo soy el protagonista. Se la recomiendo a los estudiosos de la literatura del exilio y de las emigraciones. Por otro lado, no quiero convertirme en una posmoderna encarnación del Augusto Sánchez de Niebla, argumentando con su autor; en mi caso, en vivo y no en el papel. No vaya a matarme a mí, ahora de verdad y frente a ustedes. Sólo señalaré que el tema de la guerra y del exilio, al que se alude por toda la novela, cuando por fin salta al plano manifiesto, en el último apartado, «La guerra civil vuelve a estallar en un ascensor del Phells Hall,» apenas ocupa cuatro páginas de las 237 de toda la novela. Para terminar con estas voces del exilio, citaré la del protagonista, evocando el pasaje del cruce de la frontera por Fuenterrabía -de una obra llena de cruces de fronteras y de todo tipo-, en su repatriación, un recorrido a la inversa del que se ilustra fotográficamente en Morir en Madrid y del que hiciera el niño Carlos Blanco Aguinaga, como evoca, mediante su alter ego novelístico, en Carretera de Cuernavaca. El cruce con que termino fundió, para mí, en uno, el exilio exterior y el interior. Y cito:

«El regreso a España en septiembre de 1939 es, en mi memoria, uno de los más hirientes recuerdos. Y digo hirientes por las púas de alambre del campo de concentración para refugiados españoles donde pasamos unos días, bajo la vigilancia de los fusiles senegaleses. Por allí, correteando, quizá me crucé con alguno de aquellos escritores del exilio que luego, de mayor, yo leería en otro exilio (Ojalá alguien ahora me esté leyendo a mí). El cruce del puente internacional por Fuenterrabía me convierte a los seis años, y en el recuerdo, en uno de esos personajes de Antonioni deambulando su alienación por un paisaje desolado, para caer luego -y ya separándome de los protagonistas del gran director italiano- en la cruda malvenida a la España franquista, con la aguada sopa y el mendrugo de pan en un comedor de Auxilio Social para los repatriados. Allí no hacía falta ni que pusieran, como en el infierno de Dante, el Quien entre aquí...».


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Muchas gracias.



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Obras citadas

AMEZAGA CLARK, Mirentxu. Nere Aita. Donostia-San Sebastián: Editorial Txertoa, 1991.

BLANCO AGUINAGA, Carlos, Carretera de Cuernavaca. Madrid: Alfaguara, 1990.

_____, En voz continua. Madrid: Alfaguara, 1997.

CORTÁZAR, Julio. Argentina; Años de alambradas culturales. Buenos Aires: Muchnik, 1084.

GRILLO, Rosa María. «La literatura del exilio», El último exilio español en América. Grandeza y miseria de una formidable aventura. Ed. Luis de Llera Esteban. Madrid: Mapfre, 1996. 317515.

HERNÁNDEZ, Floreal. Morir en Isla Vista. Zaragoza: Prames, 1999.

LLERA, Luis de. «Algunos lugares comunes del exilio español: 1936-1939.» Del 98 al 98. Literatura e Historia literaria en el siglo XX hispánico. Ed. Víctor García Ruiz y otros. Pamplona: Rilce, 1999.

MARRA-LÓPEZ, José Ramón. Narrativa española fuera de España (1939-1961). Madrid: Guadarrama, 1963.

MATILLA RIVAS, Alfredo. El españolito y el espía. San Juan/Santo Domingo: Isla Negra, 1999.

MUÑIZ-HUBERMAN, Angelina. Castillos en la tierra (Seudomemorias). México: Ediciones del equilibrista, 1995.

NAHARRO-CALDERÓN, José María. El exilio de las Españas de 1939 en las Américas: ¿Adónde fue la canción? Barcelona: Ànthropos, 1991.

PATÁN, Federico. Último exilio. Xalapa: Universidad Veracruzana: 1986.

RIUS, Luis. Cuestión de amor y otros poemas. Prologo de Ángel González. México: Promexa, 1984.

RIVERA, Susana. «España y el exilio en la obra de los poetas hispanomexicanos.» El exilio de las Españas en las Américas, 227-238.

_____, Última voz del exilio. Madrid: Hiperión, 1990.







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ArribaAbajoComunicaciones


ArribaAbajo Tomás Segovia: su visión del exilio

Eduardo Mateo Gambarte



I. E. S. Plaza de la Cruz, Pamplona

Nada más conveniente para hablar de Tomás Segovia que empezar refiriéndonos a su relación con el exilio, a su visión del problema. Me confesaba el autor en una entrevista que su vida está plagada de exilios, por eso, el político debe ser considerado uno más. A los dos años perdió a su padre y le mandaron a Madrid a casa de unos tíos. A los nueve la pérdida fue de la madre. Después vino el peregrinar, acompañando a sus tías y abuela, por Burdeos, Casablanca hasta recalar en México. Añadamos a esta lista las tres separaciones matrimoniales que en parte pueden considerarse como otros tantos exilios. Y finalmente completaremos el mosaico con sus residencias más o menos prolongadas en Estados Unidos, Francia, Italia, Uruguay..., con sus interludios mexicanos, para recalar en el sur francés cerca de la frontera española con estancias en Francia, España, México y frecuentes cursos en EE.UU. Todo ello desembocará en el nómada que da título a una de sus últimas obras.

Es evidente que sufrió el exilio político y que en su obra hay rastros que lo prueban. Es muy posible, él y los psicólogos lo podrán determinar, que ése haya sido el motor de aceleración de esas orfandades que sufriera en la infancia. Como confiesa el poeta, «el exilio no hizo en mí sino reforzar una soledad de origen. Aumentada posteriormente por el precio que hay que pagar por no ser «partidario». Su poesía es una fórmula de reconciliación, a la vez que su actitud es la causa de su «fracaso» social. De ahí que la palabra que mejor le cuadra al poeta lo mismo puede ser «solidario» que «solitario». Él reconoce una gran resistencia a trabajar en equipo, que se paga con la soledad. Ya cuando apareció el primer número de Presencia estaba bastante distanciado de sus compañeros de generación. Distancia que por diferentes motivos ha ido más en aumento que lo contrario.

En respuesta a una entrevista aparecida en la revista El Urogallo, argumentaba que el exilio histórico de los españoles no le interesaba para nada «Me parece un tipo (menor) de patriotismo y pienso que el patriotismo no es sólo el eclipse del honor, sino también su perversión, además de ser el discurso de la opresión, que es siempre, entre otras cosas, opresión de honor». Como tal, en el sentido político, añade que nunca ha sido tema de su poesía, ni siquiera «impronta», que más bien siempre ha tenido la voluntad de evitarlo. «Ahora, toda mi obra puede leerse como una meditación sobre el exilio. O más bien, a partir del   —44→   exilio... lo que no se me ocurrirá nunca es tomar el exilio como punto de llegada. Jamás se me ocurrirá reconstruir unas raíces sacadas del aire: ¿Cómo desperdiciar esa exaltante oportunidad de arraigar, no en otro sitio, sino en otro nivel?»12.

Sin embargo volveremos la mirada a un pequeño artículo, «Explicación sobre el exilio». Se trata de fragmentos seleccionados por la propia revista de una encuesta mucho más larga; eso explica los saltos temáticos un tanto bruscos que se producen en él. Desde mi perspectiva de estudioso del tema creo que debe considerarse como uno de los hitos importantes del exilio en cuanto a bibliografía. Hoy día, excepto el exilio más recalcitrante, todo el mundo acepta la tesis allí expuesta por Segovia, pero en su momento los muchos o los más se llevaron las manos a la cabeza. La tesis que presentaba era la siguiente: «Sin duda es posible concebir una experiencia del exilio que llamaré accidental: el exilio como uno de los episodios, aunque fuese el más grave, de la vida de un ser humano. Pero hay otra experiencia, en que un hombre vive el exilio no como un episodio de su vida, sino como su condición»13. Para el verdadero exiliado, el segundo, el exilio no se presenta como tema, sino «como un sentido que envuelve a todos los demás temas; o quizás más exactamente, como una de las referencias generales del sentido de los diferentes temas vitales, de manera parecida a como se presentan las otras condiciones generales de la vida: su sexo, su localización histórica, sus características físicas, etc....». Su sentido más pleno y auténtico viene dado entonces cuando «aparece como sentido de los temas». Si eso no se consigue, la situación de exiliado será siempre negativa y oscurecedora como lo es cualquier manía o tema infundadamente privilegiado. Es como si nos empeñásemos en permanecer o volver a la infancia o a la juventud, se convertiría en una auténtica parálisis.

Pasa a continuación a hacer una crítica a los que se creen propietarios de la Tierra o de la Palabra por el insuficiente y peligroso camino de la creación de la «patria lingüística». Es el poeta el que pertenece a la Palabra y no a la inversa. Finalmente apunta otro dato importante que tener en cuenta, que la añoranza, legítima, de lo perdido «no pasa de ser una nostalgia sentimental si no comprende, al mismo tiempo, que la pérdida es más nuestra que lo perdido; que la restauración de lo perdido sería una negación de nuestra vida, más radical aún que su ausencia, porque es esa propia vida la que lo hizo perdido»14. Es ésta la actitud que asumirá Tomás Segovia y que acompañará a ese sentimiento de soledad más a la manera española que a la mexicana, que como afirmaba Ramón Xirau consiste en estar en ella. El conflicto no obstante sigue sin resolverse, o tal vez sea irresoluble. De ahí que el propio poeta en Contracorrientes ante la afirmación de que «el padre te hace la patria pero el hijo te hace patria. Los dos te dan lo mismo pero no del mismo modo», acabe proponiendo «transformar una «patria» arrebatada en una «matria» inenarrebatable»15.

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Estas actitudes aparentemente tan antiespañolas no lo son en absoluto, prueba irrefutable es el acercamiento de su morada a España en los años surfranceses y su posterior instalación en Murcia y la actual en Madrid. Pero su visión queda reflejada en esta respuesta dada en una entrevista a la pregunta sobre su impresión sobre el retorno: «Puedo decir: «Yo soy un señor que ha vuelto a su país.» Lo puedo decir, pero no me lo voy a creer. Uno vuelve a este país, pero no es solamente este país, sino toda una historia psicológica. Hay que andarse con mucho cuidado y digerirlo todo muy bien. Para empezar, yo no creo en ninguna patria. Esta es la lección que yo pienso que hay que sacar del exilio, aunque mucha gente saque la contraria. Yo tuve mucho cuidado al venir a España de no creer que iba a encontrar las raíces. Desconfío mucho de todas las ideas de casticismo. Mi infancia está ligada a Madrid, pero también está ligada a Casablanca y a Francia, donde también la viví. Mis raíces prefiero que estén en el viento y que se puedan hundir en cualquier parte»16.

Se trata más bien en estas actitudes de ir contra el dogmatismo y la mixtificación alienadores del lenguaje público del exilio, así como de dar una respuesta de repulsa al exilio como herida permanente y sangrante morbosamente exhibida y autocontemplada. Baste recordar sus varios artículos dedicados a glosar a Albert Camus y sus referencias a España, o esta frase que sentencia a propósito de la muerte de Juan Ramón Jiménez: «y antes que nada es preciso recordar una vez más la prolongada barbarie de una dictadura cuya repugnancia es tan grande, que baste para que un hombre acepte morir así en la soledad y en la separación»17.

Tomás Segovia parece haber hecho suyas aquellas palabras de que no nos hemos abandonado nunca a esa doble nostalgia del paraíso perdido o de la tierra de promisión, a lo que yo añadiría: andamos siempre errantes por la vereda. Entiendo en la actitud de Segovia un intento consecuente de realizarse como persona y como poeta en una individualidad desautomatizada. Como muy bien señala Ramón Xirau: «Y no es que el exilio sea en Segovia, como lo fue en poetas de otras generaciones, una huida o un encierro en sí. Su exilio no es ya un corte en la historia. Es su historia y su vida»18.

Él mismo me afirmaba en una carta que «no puedo negar que el «exilio» es uno de mis principales temas, aunque en un sentido que a mí me parece que no tiene nada que ver con los actos cívicos, las rehabilitaciones históricas y los grupos generacionales». Es el exilio, pues, tema en esa dimensión de sentido y en esa suma de «extrañamientos y desarraigos» que se presenta en la obra segoviana como centro al que se dirige, luz y oscuridad, toda esa autobiografía. Porque, como muy bien apunta Aurelio Asiáin, «ser poeta es haberse descubierto fuera del mundo o, más bien, extranjero en él (lo que de cualquier modo es estar fuera de él: el extranjero mira siempre «desde fuera»), ajeno, y escribir poesía es (al menos desde el Romanticismo) buscar una reconciliación con el mundo»19.

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Esa actitud de soledad como efecto de la extranjería se verá reflejada en toda la poesía de Segovia. Señala Ramón Xirau que «en El laberinto de la soledad Octavio Paz define la soledad como «ausencia de espacio». Es que, en efecto, el espacio nos entrega la sustancia de las cosas y, aun metafóricamente, nuestra propia sustancia carnal»20. El exterior no pertenece al mundo de la soledad, por eso el poeta lo mira intentando apropiárselo, confundirse con él, ser presencia que diría Xirau. De ahí que en los principios poéticos de Segovia destaque su mirar, es una poesía de miradas al mundo: «el mundo viene a morir / a los bordes de mis ojos». «Todo está unido a mis ojos / por un agua que lo une todo», «reconociendo otra vida», «me quedaré, de roca / con lo ojos abiertos»21. Marcado por la orfandad de los «exilios», el poeta queda sumido en un caos, en una extraterritorialidad tanto vital como espacial. El hombre-poeta necesita ese primer paso de acercamiento, de situación; y lo dará de la mano de Emilio Prados. Pero la mirada además de contemplación se irá convirtiendo en vivencia, compañía y pensamiento.

Poco a poco va logrando un crecimiento espiritual en la aceptación del mundo y en el enfrentamiento de ese sentimiento de orfandad. Podríamos decir que su primera poesía es de adolescente, que tiene una actitud un tanto ingenua, sensible, exterior. Mientras que paulatinamente se va haciendo más crítica, más inteligente que intelectual, vital y exigente. De poesía etérea a poesía corpórea. Me sentía un poco como gato lamiéndome las heridas que se alivian pero no se curan, confiesa el poeta. De ahí que la ruptura del medio de expresión que había manejado hasta entonces abarque tanto al sentido como a la forma, convirtiéndose en una operación quirúrgica, en una inmersión en el interior. Es como si espantado de tanto mirar hacia afuera, encontrara por fin la necesidad de hallarse, de sentir su propia referencia. Ese mirar externo se irá centrando en una navegación espacial hacia el origen y la oscuridad, hacia lo mítico de su primer mundo, el mito y el sueño, el sueño y el amor; elementos que si bien no acaban de centrar al poeta, sí le sirven de sostén y de guía. Esto se puede ir viendo en su poesía.

Su trabajo poético aparece, en verdad, como una obra en crecimiento y no como una serie más o menos coherente o desigual de libros aislados. Y en ese crecimiento, aparecerá Terceto, que debe considerarse como el resultado de aquella búsqueda inicial, de esa anagnórisis, el logrado reencuentro consigo mismo y con el mundo que le rodea. El título del mismo adquiere una finalidad conectiva en la obra del poeta. Así, poema y biografía se entretejen y se encadenan, eso es precisamente lo que viene a soldar este Terceto que anuda ese pasado reasumido como un eslabón más de la propia vida-obra Por otra parte, tras la bajada al Hades, como siguiendo el viaje de Dante, parece Tomás Segovia arribar al Paraíso, terrenal, eso sí: «imagen de la dicha»... «frescura invicta», y, además, aclarando su papel de visitante.

En la primera parte, prácticamente no hay vestigio alguno de pasado. Después entrará en su obra ese pasado del que consciente o inconscientemente se ha huido. Después de su primer viaje a París (1957) expresa este cambio: «Hubo una época en París, justamente después   —47→   de que pasara por una especie de cambio, en que era capaz de visualizar con alucinante claridad todo mi pasado. Parecía haber adquirido el poder de recordar todo lo que eligiera; inclusive sin desearlo, los sucesos y encuentros que había vivido años atrás caían sobre mi conciencia con una fuerza y una claridad casi inaguantable»22. Este cambio no será una anulación del sentimiento de exilio, sino que actuará en el sentido que hemos visto convertido en horizonte de sentido. Recuerda como el mayor elogio a su poesía el que le dijera José Bergamín que, al enseñarle sus versos en París, le dijo: «Usted parece un poeta alemán». Y ese pretende ser el sentido de su exilio, del que aparece en su obra, entendido como los poetas alemanes lo entienden. Años más adelante, encontraremos el poema «Hubo un claro palacio» de Anagnórisis donde puede observarse con toda claridad este hecho:



mirada soterrada que no afloró jamás
vientre que nunca fue regazo
casa natal con el hogar extinto
abrigo que no fue para el amor amor

faltó ver tu mirada desde la de ella visto
faltó fuera el anverso de tus ojos
faltó que me templara el imán de tus ojos
la lucha de mis ojos con tus ojos
la mutua órbita de las miradas)

desde el principio fuiste
      Amor
      lo ya perdido

desde el comienzo ya no estaba en la casa mi casa
ni en la tierra mi tierra ni el amor en mi amor
la memoria estuvo siempre en otra parte
y de círculo en círculo todo fue exilio»23.


Aquí podemos observar con la cita machadiana el problema de la otredad fallida, así como los componentes de ese «otro» en que Segovia se buscará complementar constantemente por el amor. Y, quizás también, esa necesidad totalizadora de centro y de referencia apunte la causa de sus fracasos amorosos. Así lo enunciaba en 1953: «quiero señalar únicamente que muchos filósofos modernos encuentran en la revelación de la realidad del prójimo, de la realidad del otro, del otro que es un yo como yo, el fundamento de la realidad del mundo objetivo»24.

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El poeta afirma sentirse «extranjero», pero su extranjería real y exiliada se asume en otra más amplia: la del hombre en el mundo y ésta, a su vez, en la del escritor a la manera de los románticos alemanes. Entre los hombres, existen sedentarios y peregrinos, aventureros con fin determinado y asideros materiales, pero también los nómadas y los exploradores que suelen pagar su peaje a una vida más intensa con moneda de soledad. Valgan como colofón aquellas viejas, por el tiempo transcurrido que no por la validez, palabras del poeta en 1954: «la poesía puede dar testimonio del derecho y del deber de esperar contra toda esperanza, de amar en el odio, de desear la dicha aun en el desastre»... «porque la verdad, ni la belleza, ni la justicia, ni nada puede tener sentido, si renunciamos a la vida»25. La realidad es por tanto antes que concepto, sentimiento.

La poesía de Segovia se va tornando poesía de carne y hueso, además de la relación con las cosas y con el mundo, empieza a aparecer el yo. Desde muy temprano aparecerá la extranjería, elemento que va a ser decisivo en la vida del autor y que empezará a proyectarse en su obra con toda la fuerza que tiene en su vida: hollando con pisadas extranjeras la tierra sin calor donde el agua no corre y se endurece la esperanza. Esa extranjería, como vimos al hablar del exilio al comienzo del presente trabajo, no es sólo geográfica sino que es la suma de diferentes extrañamientos: el origen de la vida, la pérdida de la capacidad de transparencia con lo que el mundo se opaca y el poeta queda extrañado, resaltar el vacío, contar una ausencia. Así en la primera etapa de su poesía destacaría el amplio y personificado tratamiento que la naturaleza, casi única compañera del poeta, recibe en su obra. Segovia no sustituye una naturaleza biológica por otra derivada de los sentidos tan tangible y real como la anterior perdida, sino que deriva a la manera del romanticismo alemán donde el mundo de los sentidos tiene la misma realidad que el mundo del espíritu y viceversa.

También hay que destacar la expresión de un acendrado subjetivismo en la expresión de la realidad como manifestación de sus estados de alma. Cuando el mundo se ha opacado del todo, el hombre sin referente se siente no Dios sino ausencia, mutilado de sí mismo, sin mundo y sin sentido, porque es el mundo el que da el sentido en la poesía segoviana. Se siente en soledad. La soledad es, a mi entender, el motivo que subyace como motor de la poesía de Segovia. Todos esos motivos que hemos repetido, tantas veces, de exilio, orfandad, vacío, expulsión del origen, etc...., se resumen, se concentran, en última instancia, en el contenido de la soledad. Por debajo de todo trajín autojustificador del hombre, existe siempre esa realidad que es la propia soledad. La evolución de la poesía de Segovia ha sido precisamente en el sentido de esta búsqueda: de la soledad vista como desamparo, como mal funcionamiento de la relación con lo exterior, a la aceptación de la misma vista como parte irrenunciable del ser humano. Ese es al estado que Tomás Segovia está a punto de llegar, esa será en gran parte su «anagnórisis», a la cual llegar a través de la guerra contra el tiempo y del sueño.

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Es quizás la guerra contra el tiempo la que ha quedado superada. Es, acaso, el encuentro del propio tiempo lo que el poeta ha conseguido con la introspección, quizá sea la toma de conciencia de que la lucha era la negación del mismo y la victoria su mera aceptación: hay victorias ápteras como hay animales asexuados, pero también sabemos que toda lucha es muerte y renacimiento. Es importante esa meditación sobre el tiempo, porque hay un giro copernicano en su concepción. Se trata de «entrar de veras en él», «de nadar», «de navegar a nivel de tiempo», no de «escalarlo», ni de «despeñarse», ni de «minar más el tiempo cavándole hondas fugas». Hay algo de la fábula de Penélope luchando contra el tiempo; tejiendo y destejiendo ella, viviendo y desviviéndose el poeta. Perpetuadora del instante en un supremo esfuerzo por recomponer la unidad perdida, esa doble fuerza de signo contrario creaba una estaticidad extrañadora del tiempo; en el mito la fuerza de la esperanza, aquí la autodevoración de la propia.

Y será por medio del sueño, no el del «fuego de la esperanza» sino «el trabajo de soñarlo», ese sueño es el que redime y salva al poeta, el que le permite acceder al paraíso aunque sea de espectador. El sueño hecho trabajo ritmado, punteado cual costura que le cose a la tela temporal del mundo. Ese sueño es el origen de la soledad pero en él «somos única libertad y único origen». El sueño, continúa Tomás Segovia, es todo intento de pensar la vida en sí misma, es decir, más allá de la razón. Donde acaba el pensar, comienza el soñar. El pensamiento romántico apenas nace es ya suelto. Pero no por el lugar común clásico de la idea del sueño como una imagen de la Muerte, sino porque el sueño es la segunda vida, como afirmaba Nerval26. Segovia no sólo habla de Nerval sino también de sí mismo. De ahí nace, como apuntábamos antes, una voluntad inquebrantable de dotar de sentido a su obra. Ha hecho de ella un oficio, un mester, una expresión. Pero nuestro poeta va más allá, al hacer de la poesía un oficio se declara «nativo de la extrañeza», se vuelve extranjero ya para siempre sin remedio.

Anagnórisis es el referente central de la obra del poeta. De él, resalta Gabriel Zaid la nostalgia, en la orfandad y en el exilio, de un paraíso perdido. La poesía sirve a Segovia, y especialmente en esta obra, para centrar ese doble plano de continuos dualismos (noche día, amor-desamor, etc....) y su conciencia en ese fenómeno que es el exilio en el más amplio sentido del término. Federico Patán también reincidirá en comentar la presencia de un exilio que rige sin contemplaciones, un exilio que si bien tiene raíces históricas muy definidas, es algo más profundo y más amplio que termina volviéndose materia misma del vivir: el hombre es exilio y el exilio su esencia más íntima. Ese es el punto de arranque de la poesía de Tomás Segovia27.

En Anagnórisis, el poeta baja a sus infiernos y clausura definitivamente su relación abierta con el origen, aquello le restituyó su capacidad de fundación, de ser simiente, le convirtió en nómada. En «La piedra y el fuego» diez años antes ya había dicho: «El que hace la   —50→   casa en todas las partes» ¿no es justamente el gran artista? Lleva consigo el arte: la virtud de hacer la casa. El nómada es el pastor. ¿El más alto artista no es el pastor de hombres? («Les mots de la tribu») ¿Es el profeta? ¿El poeta-profeta es el pastor-nómada? ¿Paga con ello un precio excesivo? ¿O al revés es el único que puede ser el familiar del mundo?»28. Diferencia después entre vagabundo, que no funda, el que deambula sin miras ni objetivo, y pastor, el que posee «les mots de la tribu», el «Pastor de pueblos», el que funda...

El huérfano, el solitario, el exiliado se irá convirtiendo en nómada. Ese nomadismo, que ya apuntaba en Anagnórisis, acaba siendo el estado esencial del poeta. No es de extrañar que su Cuaderno del nómada recuerde al libro citado porque, como allá, aquí de otra confluencia se va a tratar. Si Segovia afirmaba que el nómada «hace su casa en todas partes»; también es cierto que no deja nunca de sentir un deseo de origen, o sea, de permanencia o de pertenencia. Esa es la nueva confluencia de la que aquí se va a hablar: de las sensaciones del primer regreso a la patria perdida, que, según él mismo, se ven en el Cuadernos del nómada.

Esa casa material, esa tierra; ya no tienen el mismo sentido en la vida del nómada que lo tuviera en la del huérfano o en la del exiliado. De ahí, que acepte serenamente la visión de ese lugar: «otra vez donde estuvo». No por eso deja de haber litigio entre el huérfano y el nómada. Al segundo se le aparece ese «gemelo afásico preso tras de mis ojos», del que antes hablara el poeta (metafóricamente se refiere a ese gemelo heterocigótico que es esa sombra que crece a su vera, que es lo que él pudo ser de no haber mediado tantas cosas frente al que es, mellizo de su sombra): «mas se vuelven vacíos a mirarle / sus otros ojos despiadados» (p. 412). Esos ojos que han sido calcinados por la sal y las arenas, sendos símbolos de la esterilidad: sembrar los campos de sal, lágrimas amargas, el desierto, la sed, la calcinación... Esos ojos ya cegados son los del huérfano, los del exiliado, pero el poeta, contagiado con el mundo, ha asumido definitivamente su condición tras superar la dura prueba de la obsesión. En Anagnórisis, el huérfano se quejaba y a la vez estaba:



espetando toparme en cada esquina
como mi cruel bautismo
con el rostro de un nómada irreconciliable
que sería ya el mío para siempre

en tantos sitios no he tenido casa
otro día fui niño en Casablanca.


(p. 272)                


Aquí, en cambio, el juego resulta invertido: el nómada se encuentra con el rostro y los ojos quemados del huérfano. También aparecerá otra característica muy importante de este nómada: su errancia, su desarraigamiento. Pero la función principal del nómada es la salvaguarda de «les mots de la tribu»:

  —51→  

«El que vive entre los elementos es el pastor (el camellero). Es también el Poeta. El pastor Abel es asesinado por Caín que funda la ciudad: la morada de la moral. La moral es cainita. La «civilización» es cainita. Pero Abel no es todavía el Poeta. Y Caín ya no es el poeta. Dentro de los muros de la ciudad, el Poeta es el que se sale a recuperar a Abel. Fuera, entre los pastores, es el que anuncia la ciudad y la historia. Para Caín, el Poeta es reaccionario. Para Abel, revolucionario. Para la moral, el Poeta es inmoralista. Para la Barbarie, moralista. La Anagnórisis está en la esencia del poeta. Sale de los muros como Abel. Entra en los muros como Caín. Ese hijo doble es el Hijo Pródigo. La vuelta del Hijo Pródigo es el momento en que el padre reconoce a Abel de bajo de Caín y a Caín debajo de Abel. Un Abel que pervive y entra en la ciudad. Un Caín que no ha matado y ha salido de la ciudad. Un Caín que no niega el pasado. Un Abel a quien no lo es negado el futuro. El Hijo Pródigo se hace viril por el retorno. Trae el fuego»29.


En este largo párrafo, Segovia condensó gran parte de la filosofía de su nómada. Ese ser que no arraiga con ninguna particularidad sino con la tribu. Tampoco debe ser nunca olvidado que en la actitud de Segovia hay una conciencia consecuente y activa de poeta. El poeta vuelve a la ciudad y no hay reconocimiento -en el sentido más etimológico del término- porque la casa-patria no es morada, tampoco hay diálogo: «el cielo aquí habla a solas» y «aquí abajo no cae ni una palabra» (p. 413). Pero el poeta sabe que esa es su ciudad aunque no sea reconocido y no renuncia al diálogo. Por eso, vuelve y revisita y se irrita por que no son escuchadas sus palabras, las de él que es depositario de las de la tribu.

Es al regreso a lo que apunta Segovia, o es a los regresos, si se quiere, de forma más amplia. Pero en ese/os regreso/s, la mirada del poeta se vuelve hacia el origen: esa fidelidad, diría el propio poeta, es la que impide el diálogo. Segovia es incapaz, en estos versos, de la infidelidad suficiente para que pueda germinar la semilla. No debe olvidarse que el poeta y el pastor también son hombres. Se siente expulsado, como a la intemperie, ninguneado. Pero ésta no es a la que está acostumbrado el nómada, sino a la exclusión. Se siente despojado, confinado a lo expuesto, vereda de la nada: «pero allá arriba el orgulloso cielo / alza su frente intacta /... en su alta frialdad fanática» (p. 414). De esa angustia del hombre, nace la actitud acechante como parte de la respuesta poética que da Segovia:


Con un oído siempre hacia lo alto
y en la frente este humo tercamente
por si pasa la vida
que me reconozca.


(p. 413)                


Otro aspecto que debe ser tenido en cuenta, y que en varios poemas se indica, es el doble valor espacial y temporal que tiene el término nómada. Desde los primeros versos   —52→   del Cuaderno... la confusión de ambos valores hace que la lectura del poema sea más ambigua, sinónimo de riqueza, puesto que extiende el tema del origen de lo espacial a lo temporal. La desnudez y la intemperie provocan la evocación, la jornada sin reposo. Así, en este estado de ánimo llega el poeta a la parte central de esta obra, y en ella destaca la presentación del núcleo de su meditación: a ese lugar-tiempo merodeado donde se desea dejar una huella, una semilla, una herida, algo, al fin, que ceda un significado póstumo, o donde encontrar, al menos, una palabra de reconocimiento. Si fundación no puede haber, al menos haya un conato de coloquio.



  —53→  

ArribaAbajoCernuda, los clásicos y las lecturas adheridas30

Jorge Fernández López



Universidad de La Rioja

En un conocido ensayo que Italo Calvino publicó en 1981, titulado «Por qué leer los clásicos», el autor italiano concluía diciendo que «la única razón que se puede aducir es que leer los clásicos es mejor que no leer los clásicos»31. Antes de formular esa mínima y difícilmente mejorable conclusión Calvino había ido proponiendo, una tras otra, distintas definiciones de lo que serían los libros clásicos. Entre ellas, nos interesa traer aquí una. Dice Calvino: «Los clásicos son esos libros que nos llegan trayendo impresa la huella de las lecturas que han precedido a la nuestra, y tras de sí la huella que han dejado en la cultura o en las culturas que han atravesado (o más sencillamente, en el lenguaje o en las costumbres).»32

Y así, esa huella más o menos difusa que la antigüedad grecolatina imprime en la cultura contemporánea se deja sentir con claridad en la obra de un Cernuda33 que confiesa su admiración por los epigramas de la Antología palatina34, que escribe una égloga35, una elegía36   —54→   y una oda conforme a las convenciones de estos géneros clásicos, que titula un poema con ese verso de Adriano «Animula, vagula, blandula»37 conocido sobre todo a partir de la novela de Yourcenar, que recurre una y otra vez al mito de Narciso38 y a los fragmentos de Heráclito39, que utiliza como materia para sus poemas a Tiberio40, a la musa Urania41, al viajero Ulises42, a Helena de Troya como símbolo de la belleza cuya comprensión le está vedada a España43, al misterioso canto de las sirenas44 o a Ganimedes, el joven y hermoso copero de los dioses45.

Sin embargo, todos esos libros «clásicos» de los que proceden estos elementos de la obra de Cernuda, «nos llegan», como decía Calvino, «trayendo impresa la huella de las lecturas que han precedido a la nuestra»; y eso es lo que aquí tratamos de exponer: cómo   —55→   diversos elementos de la literatura, del pensamiento y de la cultura de la antigüedad grecolatina llegaron hasta Cernuda y su obra no de manera directa, sino precisamente por esa vía, a través de las lecturas precedentes a la del propio Cernuda. El mecanismo, por supuesto, no tiene nada de particular; más bien es la norma en la literatura. Ponerlo aquí de relieve tiene, a lo más, el mérito de resaltar una de esas evidencias a las que se alude con demasiado poca frecuencia.

Uno de los casos más claros de dicho mecanismo se puede ver en ciertos textos de Cernuda acerca de los dioses griegos en particular y de la antigüedad pagana en general, en los que la influencia del poeta alemán Friedrich Hölderlin se deja sentir con un peso considerable46. Entre ellos, destaca «A las estatuas de los dioses», publicado en Invocaciones (1934-1935):



Hermosas y vencidas soñáis,
vueltos los ciegos ojos hacia el cielo,
mirando las remotas edades
de titánicos hombres,
cuyo amor os daba ligeras guirnaldas
y la olorosa llama se alzaba
Hacia la luz divina, su hermana celeste.

Reflejo de vuestra verdad, las criaturas
adictas y libres como el agua iban;
aún no había mordido la brillante maldad
sus cuerpos llenos de majestad y gracia,
en vosotros creían y vosotros existíais;
la vida no era un delirio sombrío.

La miseria y la muerte futuras,
no pensadas aún, en vuestras manos
bajo un inofensivo sueño adormecían
sus venenosas flores bellas,
—56→

Y una y otra vez el mismo amor tomaba
al pecho de los hombres,
como ave fiel que vuelve al nido
cuando el día, entre las altas ramas,
con apacible risa va entornando los ojos.
Eran tiempos heroicos y frágiles,

deshechos con vuestro poder como un sueño feliz.
Hoy yacéis, mutiladas y oscuras,
entre los grises jardines de las ciudades,
piedra inútil que el soplo celeste no anima,
abandonadas de la súplica y la humana esperanza.

La lluvia con la luz resbalan
sobre tanta muerte memorable,
mientras desfilan no lejos muchedumbres
que antaño impíamente desertaron
vuestros marmóreos altares,
santificados en la memoria del poeta.

Tal vez su fe os devuelva el cielo.
Mas no juzguéis por el rayo, la guerra o la plaga
una triste humanidad decaída;
impasibles reinad en el divino espacio.
Distraiga con su gracia el copero solícito
la cólera de vuestro poder que despierta.

En tanto el poeta, en la noche otoñal,
bajo el blanco embeleso lunático,
mira las ramas que el verdor abandona
nevarse de luz beatamente,
y sueña con vuestro trono de oro
y vuestra faz cegadora,
lejos de los hombres,
allá en la altura impenetrable.47



La tristeza por la desaparición de esa vida más real que representan los dioses griegos es expresada por Cernuda una y otra vez en textos diversos. En uno de ellos, ya no poético, sino crítico, que data aproximadamente de la misma fecha, dice:

  —57→  

Algunos hombres, en diferentes siglos, parecen guardar una pálida nostalgia por la desaparición de aquellos dioses, blancos seres inmateriales impulsados por deseos no ajenos a la tierra, pero dotados de vida inmortal.48



El referente es, claramente, el mismo: el lamento por la extinción de esos seres en los que la vida es más plena y más auténtica. Las palabras de Cernuda citadas pertenecen a la introducción que redactó para su traducción de varios poemas de Friedrich Hölderlin. Y en efecto, varios de los poemas que Cernuda traduce presentan la misma idealización de los dioses griegos y el mismo lamento por su desaparición de la esfera humana49. Un crítico y poeta actual, Jenaro Talens, afirma de manera explícita lo que resulta casi evidente para cualquier lector: el nexo entre los dioses helénicos de Hölderlin y las estatuas mutiladas de Cernuda50. En un texto más de diez años posterior (de 1947, incluido en Ocnos), Cernuda repite las mismas ideas:

«Bien temprano en la vida, antes que leyeses versos algunos, cayó en tus manos un libro de mitología. Aquellas páginas te revelaron un mundo donde la poesía, vivificándolo como la llama al leño, trasmutaba lo real. Qué triste te apareció entonces tu propia religión. Tú no discutías ésta, ni la ponías en duda, cosa difícil para un niño; mas en tus creencias hondas y arraigadas se insinuó, si no una objeción racional, el presentimiento de una alegría ausente. ¿Por qué se te enseñaba a doblegar la cabeza ante el sufrimiento divinizado, cuando en otro tiempo los hombres fueron tan felices como para adorar, en su plenitud trágica, la hermosura?

Que tú no comprendieras entonces la casualidad profunda que une ciertos mitos con ciertas formas intemporales de la vida, poco importa: cualquier aspiración que haya en ti hacia la poesía, aquellos mitos helénicos fueron quienes la provocaron y la orientaron. Aunque al lado no tuvieses alguien para advertirte del riesgo que así corrías, guiando la vida, instintivamente, conforme a una realidad invisible para la mayoría, y a la nostalgia de una armonía espiritual y corpórea rota y desterrada siglos atrás entre las gentes.»51



  —58→  

La coincidencia entre las voces de Hölderlin y Cernuda es tal, que Jenaro Talens52 considera identificados, unidos en uno solo, al poeta alemán y a Albanio, el protagonista de Ocnos, y a las traducciones de estos poemas, una «parte integrante de La Realidad y el Deseo53

Por otro lado, los héroes de Hölderlin, el titán Hiperión y el filósofo Empédocles, encarnan para Cernuda una especie de victoria contra un entorno hostil obtenida sólo después de la muerte e incluso gracias a ella. Refiriéndose a los tres -a Hiperión, a Empédocles, a Hölderlin- y, probablemente, pensando también en sí mismo, exclama Cernuda al final de su introducción: «¿Quién ignora cómo, lo mejor, lo más noble que la humanidad puede ofrecer, ha sido realizado por genios aislados y a pesar de los otros hombres?»54. De este modo, la figura de Hölderlin sirve a Cernuda de referente no sólo en la materia para la poesía, sino en cuanto ejemplo de poeta siempre en conflicto con el entorno, asunto al que Cernuda da vueltas una y otra vez al considerar su peripecia vital y literaria. Con todo, recalquemos que, como indica Octavio Paz55, para Cernuda el deseo de vivir la vida de los seres del mito o de la poesía, como los de Hölderlin, no es una salida de tono, sino una manera de aludir a la cualidad esencialmente irreal, por falsa, que tiene la vida cotidiana, frente a la verdad superior, de otro orden, del mundo mítico de la poesía y la imaginación56.

De entre las figuras de la antigüedad a las que antes hemos aludido, una cuya huella es más visible en la obra de Cernuda es la del filósofo presocrático Heráclito, al que menciona explícitamente en uno de los poemas de Desolación de la Quimera (1956-1962):

  —59→  

«El crepúsculo nórdico, lento, exige
a su contemplador una atención asidua,
velando nuestro fuego originario
(Para Heráclito, la sustancia primera),
en su proceso, con celajes y visos
delicados, cambiantes.57



Hay, además, varios pasajes de otros poemas procedentes de Vivir sin estar viviendo (1944-1949) en los que se repite la alusión al fuego heracliteo como origen de todo y en los que se reproduce la dicción antitética característica de los fragmentos de este filósofo griego58. Entre ellos veamos dos de los más significativos. Es conocida, casi tópica, la sentencia de Heráclito según la cual uno no puede bañarse dos veces en el mismo río. Hay varias formulaciones de esa idea en diversos fragmentos de la edición canónica de Diels - Kranz, que A. García Calvo reduce en la suya -tanto o más admirable que la de Diels - Kranz- a uno solo. Dice así:

imagen59



En unos mismos ríos entramos y no entramos, estamos y no estamos60.



La estrofa inicial de «Viendo volver», penúltimo poema de Vivir sin estar viviendo, recoge esa misma imagen que expresa la paradoja de que lo mismo no puede seguir siendo lo mismo, la contradicción entre el ser y el cambio:


Irías, y verías
Todo igual, cambiado todo,
así como tú eres
—60→
El mismo y otro. ¿Un río
a cada instante
no es él y diferente?»61



Pero es sobre un poema del siguiente libro de Cernuda, Con las horas contadas (1950-1956) sobre el que queríamos fijamos con más detalle. Se trata de «El amante divaga», undécima composición recogida en el ciclo «Poemas para un cuerpo». La segunda mitad de ese poema dice así:



Pero en infiernos, de ese modo,
dejaría de creer, y al mismo tiempo
la idea de paraísos desechara;
infierno y paraíso,
¿No serán cosa nuestra, de esta vida
terrena a la que estamos hechos y es bastante?

Infierno y paraíso
los creamos aquí, con nuestros actos
donde el amor y el odio brotan juntos,
animando el vivir. Y yo no quiero
vida en la cual ya tú no tengas parte:
olvido de ti, sí, mas no ignorancia tuya.

El camino que sube
y el camino que baja
uno y el mismo son; y mi deseo
es que al fin de uno y de otro,
con odio o con amor, con olvido o memoria,
tu existir esté allí, mi infierno y paraíso.62



En la unión de contrarios (infierno y paraíso, amor y odio, memoria y olvido, etc.) se escucha otra vez el eco de ese imagen de Heráclito en el que conviven todas las contradicciones. Pero es que además el principio de esta última estrofa es una cita literal de otro fragmento de Heráclito, que dice:

imagen63



Camino arriba, camino abajo, uno solo y el mismo.64



  —61→  

La cuestión es ¿podemos estar seguros de que Cernuda leyó los fragmentos de los presocráticos, y entre ellos los de Heráclito? Los paralelos señalados apuntan a que sí, pero es que además tenemos el testimonio explícito del poeta en esa autobiografía intelectual que constituye Historial de un libro (1958):

«... en Mount Holyoke hice una [lectura] en extremo reveladora: la de Diels, Die Fragmente der Vorsokratiker, ayudado por una traducción inglesa de los mismos textos; más tarde, ya viviendo en México, leería también la obra de Burnet, Early Greek Philosophy. Los fragmentos de filosofía presocrática que en una y otra obra conocí, sobre todo, quizá, los de Heráclito, me parecieron lo más profundo y poético que encontrara en filosofía; (...). Aquel mundo remoto de Grecia, tan cercano a nosotros al mismo tiempo, me atrajo en no pocas ocasiones de mi vida, sintiendo la nostalgia que otros poetas, mejor enterados de él que yo, expresaron en sus obras. No puedo menos de deplorar que Grecia nunca tocara al corazón ni a la mente española, los más remotos e ignorantes, en Europa, de «la gloria que fue Grecia». Bien se echa de ver en nuestra vida, nuestra historia, nuestra literatura.»65



Sin embargo, y a pesar de su encendida defensa del legado cultural y literario de Grecia, en otro pasaje de esa misma obra Cernuda reconoce su nulo conocimiento de la lengua griega y su defectuoso latín:

«Desgraciadamente, no tengo conocimiento de la lengua griega, y uno muy deficiente (por incuria adolescente, ya que estudié latín en el bachillerato) del latín. En esta lengua puedo leer algo, usando de lo que los ingleses llaman crib66



¿Qué le hizo entonces a Cernuda acercarse a una obra como la Diels, que es una edición de los fragmentos originales en lengua griega -y alguno en latín-, con traducción a un alemán con el que Cernuda se sentía poco a gusto»67, y cuyos textos podía entender sólo con dificultad? Él mismo lo apunta en el texto anterior, cuando habla de «la nostalgia de otros poetas, mejor enterados (...) que yo». Uno de ellos, ya lo hemos visto, es Hölderlin. El otro es, por supuesto, el angloamericano T. S. Eliot. Cernuda estuvo en Mount Holyoke entre 1947 y 1952, y para entonces Eliot ya había publicado sus Four Quartets. Al primero de los cuartetos de Eliot le preceden dos citas de Heráclito68, y una   —62→   de ellas es precisamente la de la identidad entre el camino hacia arriba y el camino hacia abajo que veíamos antes. Eliot cita expresamente su fuente, y remite a la edición de Diels. Que Cernuda apreciaba enormemente a T. S. Eliot como poeta y como crítico, es algo que consta por varias fuentes. Octavio Paz, en calidad de poeta, de crítico y de amigo de Cernuda así lo afirma:

«No creo equivocarme al pensar que T. S. Eliot fue el escritor vivo que ejerció una influencia más profunda en el Cernuda de la madurez. Repito: influencia estética, no moral ni metafísica; (...) la poesía y la crítica de Eliot le sirvieron para moderar el romántico que siempre fue.»69



El propio Cernuda lo admite en una entrevista70 que se le realizó en 1959, al calificar a Eliot como «un gran poeta y un maestro indiscutible de la poesía contemporánea»71. No es difícil encontrar otras muestras explícitas del aprecio que Cernuda sentía por Eliot como poeta y crítico72. Así, aunque dedica un ensayo (1959)73 a rebatir la opinión poco favorable que el poeta angloamericano tenía acerca de Goethe, Cernuda vuelve a decir de Eliot que «como todos saben no sólo es uno de los mayores poetas hoy vivos [le quedaban seis años de vida, dos más que al propio Cernuda], sino un crítico excepcional, a cuya agudeza se deben puntos de vista nuevos sobre el arte de la poesía en general»74.

Dados el aprecio y la admiración que Cernuda sentía por Eliot, parece poco menos que evidente que no fue sino la cita de Eliot lo que le impulsó a intentar leer, con la ayuda de una traducción, los fragmentos presocráticos editados por Diels y Kranz. Es más, algunos de los ecos que hemos visto pertenecen a Desolación de la Quimera, título que proviene, como es sabido, de un verso del primero de los cuatro cuartetos: «The loud lament of the   —63→   disconsolate chimera», que en traducción de José María Valverde es «el ruidoso lamento de la quimera desconsolada»75.

Y es que, con Eliot como referente y según indica Brian Hughes76, Cernuda se convirtió conscientemente en un poeta «modernista» en el sentido anglosajón del término77. En un estudio que Fernando Lázaro Carreter dedica a la «clasicidad» de Fray Luis de León78, recuerda y suscribe una cita de Blecua, en la que afirma que dicho poeta «quiso ser, y lo fue, el primer humanista español en lengua vulgar.»79 Así, de la misma manera que, como dice Lázaro Carreter en ese trabajo, Fray Luis es un poeta neolatino en castellano, o de modo similar al que Garcilaso quiere ser el Tansillo o el Petrarca español, Cernuda quiere hacer del castellano una lengua en la que se exprese la poesía «modernista» de Eliot o de Yeats. Como características definitorias de este movimiento literario de ámbito principalmente inglés, se suelen80 enumerar, aparte de cierto experimentalismo en lo formal, «la presencia constante de la mitología clásica», la «asimilación de influencias foráneas singulares» y «la voluntad de compartir» la «actividad creativa con una labor de crítica literaria rigurosa y precisa» en la que defender una visión del arte literario81; todas ellas se encuentran en Cernuda.

Pues bien, es en estas coordenadas en las que el exilio de Cernuda desempeña un papel fundamental. El exilio le permite vivir a Cernuda la circunstancia, física o mental, que define el «Modernismo»: la alienación, el prescindir de las raíces nacionales. Por muy británico que sea, si algo caracteriza al «Modernismo» de T. S. Eliot y de J. Joyce, de V. Woolf y de E. Pound, es su aspiración universalista. En efecto, se ha indicado con frecuencia el desarraigo, el destierro, el exilio como rasgo definitorio del que parte la literatura moderna. Recordemos aquí una de las formulaciones al respecto especialmente lúcidas, la de Claudio   —64→   Guillén. Guillén ha señalado varias veces el papel fundamental que para el desarrollo de la literatura desde el siglo pasado en adelante ha desempeñado la nacionalización de la cultura82. Por ello, habla también Guillén de

«un proceso de universalización como consecuencia virtual del exilio. Pero he aquí que el concepto de cultura como mosaico de originalidades locales, o de literatura coma conjunto de estilos, temas y valores nacionales, convierte este procesos en tarea heterodoxa, difícil, y hasta imposible. (...) La Poética unitaria de siempre, basada en grandes modelos admirados y emulados por todos, choca con las nuevas pretensiones nacionales, o se superpone a ellas, confusamente.»83



Así, el recurso a los mitos y a lugares mentales del mundo antiguo tiene, entre otras, la función de contrarrestar ese impulso centrípeto: se trata, en parte, de aludir a ese sistema de referencias que trasciende lo local, lo nacional, y gracias al que pueden reconocerse entre sí los lectores y autores de esa comunidad con aspiraciones universales, o al menos antilocales, que así se forma.

Además, la mayoría de las lecturas que pusieron a Cernuda en contacto con ciertas visiones de lo clásico, de lo antiguo, no se hubieran dado de no ser por el exilio. Es decir, que unos cuantos elementos de origen grecolatino que tienen una presencia evidente en la obra de Cernuda se deben precisamente a que el exilio le dio la oportunidad e incluso le exigió en cierto sentido entregarse a la lectura de varios autores que dejaron en su obra una marcada huella84. Fue el exilio el que le obligó a perfeccionar su inglés, que, al menos en su versión hablada, Cernuda dominaba muy escasamente cuando acudió a Glasgow en 193985 emprendiendo una estancia en el extranjero que Cernuda calculaba corta86 pero que se prolongó hasta su muerte. El contacto con la poesía inglesa fue fundamental para el desarrollo de la poesía de Cernuda, según admiten los críticos y el propio autor, y nunca hubiera sido   —65→   tan intenso de no ser por el exilio. A través de ella principalmente, aunque sumada también a otras influencias87, Cernuda entra en contacto con poetas y poesías fundamentales de la cultura europea que no habían influido nada o casi nada en la literatura española. Por eso, como, dice Carlos Otero en un ensayo significativamente titulado «Poeta de Europa»88, «no es de creer que ninguno de los otros españoles peregrinos se haya beneficiado más del fatal trasplante impuesto por el destino.»89

Cernuda estaba convencido de que, como él dice, los «escritores griegos y latinos (...) forman, lo sepamos o no, la columna vertebral de nuestro organismo literario»90. El desconocimiento del latín y del griego, sin embargo, no fue obstáculo para Cernuda: su interés por no sustraerse a la influencia de tradiciones diversas causó que, necesariamente, alga de la antigüedad clásica llegase a su poesía, aunque fuera de manera diluida. En cierto sentido, este hecho es un indicio de que Cernuda «acertó» en la elección de sus influencias. Decía Borges que cada escritor elige a sus antepasados, con la evidente voluntad de entrar a formar parte de una familia cuya genealogía diseña, sobre todo, el último descendiente. Cernuda, en buena parte urgido por la circunstancia del exilio, al hacerse heredero consciente de Eliot y de Hölderlin91, de Garcilaso y de Góngora, lo es también de Virgilio y de Dante, e inscribe su nombre en esa larga línea de la gran tradición europea.



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