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ArribaAbajo- XIII -

A fines de año, una vez, entre un crecido número de sus condiscípulos, acababa Genaro de bajar la ancha escalera que del salón de grados llevaba a la planta baja.

Iba y venía intranquilo, vagaba de un sitio a otro, acercábase a los grupos, escuchaba hablar a los demás, con esa expresión extraña en el semblante de quien hace por oír y no acierta con lo que oye, ensimismado, absorto, abismado por completo en una preocupación única: su examen.

Era que jugaba el todo por el todo él en la partida, que era cuestión para él de vida o muerte, se decía. Un resultado adverso, un fracaso posible, en la prueba a que iba a verse sometido,   —80→   importaba, no sólo la pérdida de largos años de estudio, de una suma inmensa de constancia y de labor, sino, lo que era a sus ojos mucho más, el sacrificio de su venganza, su plan frustrado, sus esperanzas desvanecidas para siempre; jamás en presencia de un rechazo, de una reprobación desdorosa que sobre él fuese a recaer, llegaría a sentirse con valor bastante para perseverar en la ardua lucha, para obstinarse con nuevo ardor en sus designios.

Y presa de esa emoción invencible que despierta en el ánimo la vecindad del peligro, debatíase en las angustias de la espera, aguardaba su turno ansioso y palpitante; debía tocarle ese mismo día a él, calculaba que sería luego de haber vuelto de almorzar los catedráticos, en las primeras horas de la tarde, según el orden de lista.

Una idea además lo perseguía, fija, clavada en su cerebro; aumentando sus zozobras, un triste presentimiento lo aquejaba con la implacable tenacidad de una obsesión.

Dominado por la aversión profunda, irresistible, que llegara a inspirarle una de las materias encerradas   —81→   en el programa del año, había rehuido su estudio.

Era en física, el coeficiente de dilatación de los gases. Al abordar por vez primera el punto, habíale sido imposible comprender, se había afanado, se había ofuscado, había sido un laberinto su cabeza. En uno de esos ímpetus que le eran familiares, había estrujado entonces el libro, lo había cerrado con rabia y, jurándose no volver a abrirlo más en esa página, había hecho siempre como gala de cumplir su juramento.

Pero, ¡cuánto y cuánto lo deploraba, le pesaba ahora, trece del mes y viernes, pensaba, trece el número de la cuestión en el programa, trece su propio nombre en la lista!...

«¡Bah!», sucedíale luego exclamar en un brusco retorno sobre sí, preocupación, quimeras... era estúpido, insensato dar oídos a semejantes absurdos, engendros de la ignorancia, vanas necias aberraciones de la imaginación asustadiza del vulgo.

No le faltaba sino ponerse a creer en brujerías, él también, en gettaturas y usar cuernos de coral como su padre después de comprar reloj...

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Sí, evidentemente, sí... pero, ¿por qué, sin embargo, esa extraña coincidencia de tres trece reunidos?

Y una cavilación lo trabajaba, ocupaba su cabeza; emanaba del fondo de su ser una secreta y misteriosa influencia a la que le era imposible sustraerse, un supersticioso temor, latente en él, al culto de lo prodigioso, de lo sobrehumano, irresistiblemente lo arrastraba con todo el ahínco del ciego fanatismo de su casta.

El momento supremo se acercaba, iba la hora a llegar, a ser su nombre pronunciado; solo, en medio del silencio, saldría, se desprendería de entre los otros, avanzaría, se aproximaría a la mesa.

Él mismo, semejante al reo que hace entrega de su persona, con mano trémula y vacilante iría a sacar de la urna una bolilla, la primera, la última, cualquiera... la bolilla augurosa, el número fatídico, cabalístico: trece... ¡era fatal!...

Si se fuese, llegó a ocurrírsele de pronto, si faltase al llamado de la mesa... ¿Por qué no? púsose a decirse en el vehemente empuje de su tentación, hostigado por el aguijón del miedo; ¿qué mal le resultaría, a qué mayor daño se exponía, qué le podía   —83→   suceder en suma con proceder así?... Perder, el año... y bien, ¡qué le importaba, si sabía que de todas maneras, lo tenía perdido dando examen!...

Sí, lo sabía, algo, un no sé qué, superior a él, se lo decía, estaba convencido, cierto de ello, con el bochorno en más de verse reprobar.

Sobre todo, podía buscar un pretexto, nada le impedía fingirse enfermo y volver, presentarse al día siguiente, un sábado en vez de un viernes, un catorce en vez de un trece... estudiaría entretanto, tenía todo ese día, toda una noche por delante; sí, sí, ni que hablar, no había que hacer, era mil veces mejor, se repetía obstinado en persuadirse, apareando la acción al pensamiento, escurriéndose ya a lo largo de los claustros para ganar la calle.

Pero, bruscamente, en un arranque de soberbia se detuvo; ¿qué dirían, qué pensarían los otros, qué comentarios irían a hacer?

Como si los viera, iban a estar cayéndole, haciendo farsa de él, interpretando de mil modos, a cual peor, su extraña desaparición, su inexplicable ausencia. Nadie, de fijo, creería en su embuste,   —84→   ni uno solo de sus condiscípulos daría crédito al cuento tártaro de su enfermedad, sabrían que se había ido de miedo, sería la burla al día siguiente, el escarnio, el hazmerreír de toda la clase.

No, era indigno, indecoroso lo que intentaba, se quedaría, fuera de ello lo que fuere, aguantaría, se había de saber obligar él a quedarse y a aguantar, exclamaba, «¡mandria, collón, gringo, tachero!», se llamaba en el rabioso desdén que de sí propio la conciencia de su flaqueza le inspirara.

Resueltamente salió por fin a la calle, giró en torno de la manzana, entró a la librería del Colegio, compró un ejemplar de texto, y, con el libro oculto bajo la solapa del paletot, volvió sobre sus pasos, penetró de nuevo a la Universidad.

Nadie debía haber, ni un alma en los altos; dos horas faltaban, una por lo menos, para que continuaran los exámenes; tenía tiempo, trataría de ponerse al corriente de la cuestión, de aprender algo, aunque no fuese más que de memoria. Creía recordar que traía descrito el libro un aparato de Gay Lussac, lo estudiaría, vería de que se   —85→   le quedase grabado en la cabeza, lo pintaría si acaso en la pizarra, podría salir de apuros así.

Y, amortiguando el ruido de sus pisadas, agazapado, haciéndose chiquito, de a dos, de a tres empezó a trepar los escalones.

Hallábase en efecto desierto el largo claustro arriba... solo allá, hacia el fin, entre el polvo de oro de los rayos del sol penetrando oblicuamente, una silueta humana, alcanzábase a discernir.

Pasaba, se deslizaba como un fantasma, se perdía en la encrucijada, volvía a pasar, al ritmo acompasado de su andar, un andar de procesión, volvía a perderse. Llevaba, ya inclinada la cabeza, ya los brazos recogidos, ya caídos, suelta en lo vago la mirada, mientras, del marmoteo incesante de sus labios, un susurro se escapaba, flotaba en el aire muerto como un confuso y sordo runrún de bicho que volara.

Otro, otro que tal, otro bruto como él, otro infeliz, otro pobre porfiando tras del mendrugo, díjose, reconociendo a uno de sus condiscípulos Genaro.

Pero en el afán de no perder él mismo un solo   —86→   instante, atareado, hojeando el libro ya, al enfrentar el salón de grados, observó con extrañeza que había quedado abierta la puerta.

¿Por qué la habrían dejado así? Un descuido sin duda del portero o del bedel.

Y curioso y sobrecogido a la vez de involuntario pavor, en una irresistible atracción de condenado, a la vista del lúgubre aparato de su suplicio, medrosamente puso el pie sobre el umbral y se asomó.

Le pareció mayor la inmensa sala en el silencio, más dilatada su bóveda, más alejado su fondo, del que, semejante a un falso Dios, a algún ídolo enemigo, con el funesto emblema de su R enorme en el zócalo, el busto en bronce de Rivadavia resaltaba.

Hacia el centro, enseguida, junto a la pared de enfrente, la tribuna, la clásica tribuna apareció a su vista, ventruda, chata, tosca, desdorada, apolillada, respirando un aire a rancio, a ciencia añeja de sacristía, como un púlpito.

Luego, aislada y solitaria en medio de un ancho espacio, como un escollo en el mar, la silla del examinando, el banco de los acusados, el banquillo acaso, se decía, clavando en ella los   —87→   ojos lleno de sobresalto Genaro, su propio banquillo de reo, destinado a una muerte más cruel y más infamante mil veces que la otra.

A media altura, por fin, sobre el muro de cabecera, una colección de pinturas quebrajeadas y polvorosas atrajo sus miradas: la efigie de los rectores de antaño, proyectando cada cual desde su marco, el apagado rayo de una mirada oblicua, turbia, muerta, siempre igual, incansable en la angulosa impasibilidad de sus rostros de frailes viejos.

Y el estrado, los tradicionales, los vetustos sillones de baqueta y la mesa, abajo, imponente en su solemne aparato, tendida de damasco blanco y rojo, arrastrando el ancho fleco de su carpeta por la alfombra, mientras de entre el tintero, enorme, y más allá la campanilla, cuyo timbre de llamada era como una descarga eléctrica en el pecho, la urna, la urna fatal se destacaba del conjunto, negra, fatídica, siniestra en su elocuencia muda de mito.

Estaba allí, indefensa, abandonada, a pocos pasos de él al alcance de su mano, estaba abierta, tenía dentro las bolillas, las treinta y seis bolillas   —88→   del programa, como ofreciéndolas, como instigándolo a uno, como provocándolo.

La sugestión, la idea del mal llegó a poseerlo; bruscamente con una prontitud de luz de rayo, robarse una se le ocurrió.

Podía elegir, llevarse la que quisiera, la que se le antojara, buscar en el montón el número del programa que más a fondo hubiera estudiado, en el que más fuerte se sintiera; guardársela en el bolsillo, tenerla escondida entre los dedos al ir a meter la mano, hacerse el que revolvía y sacarla y mostrarla luego, como si sólo entonces la acabara de tomar.

Era el éxito eso, el resultado del examen asegurado, el voto de sobresaliente conquistado y quién sabía si hasta una mención honrosa de la mesa, ¿por qué no?... ¡tal vez!

Era la victoria, sobre todo, el triunfo sobre los otros, su anhelo supremo, su aspiración colmada, su sueño, su acariciado sueño de venganza realizado.

Pero era una mancha negra sobre la conciencia, eso también, la falta, el delito, el crimen... ¡De ese modo se empezaba, por miserias, por   —89→   echar mano de un cobre, de un cigarro, se acababa por robar una fortuna!

¿Quién, una vez dado el primer paso, era capaz de decir dónde iba a detenerse, hasta que fondo de abyección podía arrastrar la pendiente resbaladiza de la culpa?

Pero no exageraba acaso... alarmado, atemorizado sin razón, no desfiguraba el alcance, la trascendencia del acto que intentaba, el carácter que éste revestía... era realmente un delito, un robo... ¿a quién dañaba, a quién perjudicaba, a quién despojaba de lo suyo?...

¿No podía ser mirado, reputado más bien como una mera travesura, una superchería, una cábula de estudiante, sin seriedad, sin importancia, hasta inocente si se quería, imaginada sólo con el fin de verse libre de un mal trago, de sacarse el lazo del cuello, una simple diablura de muchacho, en fin?...

Y, ¡qué diablos!, aun admitiendo lo contrario, bien pensado, eran historias ésas. No estaba sujeta a reglas fijas la moral; el bien y el mal eran relativos, contingentes como todo lo que era humano; dependían de mil diversas causas, de mil diversas circunstancias; el tiempo, el lugar,   —90→   medio, la educación, las creencias. Lo que en un punto de la tierra se admitía, se rechazaba en otro, lo que antes había sido aceptado como bueno, venía a ser declarado malo después y ni aun el asesinato, ni aun el incesto mismo, el monstruoso y repugnante incesto, había dejado de tener su hora de triunfo, consagrado, santificado a la luz del sol, a la faz de Dios y de los hombres.

Todo el hueco palabreo de su escolástica, todo el indigesto bagaje de su filosofía, adquirido dos años antes en clase, era sacado a luz, puesto a contribución por él en abono de su causa.

Tenía sus ideas, sus principios, sus doctrinas de las que no cejaba un ápice, él; era utilitario radical y declarado en materia de moral; un acto, una acción cualquiera podía ser buena o mala, según el provecho o el daño que de ella se sacara.

Tal había sido siempre su regla, su norma, su criterio, así entendía las cosas él; marchaba con su siglo, vivía en tiempos en que el éxito primaba sobre todo, en que todo lo legalizaba el resultado. Lo demás era zoncera, pamplinas, paparruchas el bien por el bien mismo, el deber   —91→   por el deber... ¿dónde se veía eso? ¡que se lo clavaran en la frente!, exclamaba haciendo alarde de un cinismo mitad verdadero y mitad falso, entre ficticio y real, afectado, forjado como una arma de defensa, como la justificación buscada del móvil de su conducta y tendencial a la vez, íntimo en él, inherente al fondo mismo de su ser.

La cuestión, lo único esencial y positivo, lo único práctico en la vida, era saber guardar las formas, manejarse uno de manera a quedar siempre a cubierto, garantido, a no dar a conocer el juego ni exponerse...

¿Exponerse?... Eso, eso más bien merecía tenerse en cuenta, eso podía ser serio... que fuera a encontrarse atado él, a enredarse en las cuartas, a asustarse a lo mejor, que le pisparan la bolilla entre los dedos, o se le fuese a caer de la mano, o de algún modo, con el susto, llegase a quedar colgado...

¡Hum!... no dejaba de tener sus bemoles el negocio...

Indudablemente, lo más cauto, lo más prudente era no meterse en honduras, el mejor de los dados es no jugarlos... tanto más que por   —92→   mucho que se obstinase en cerrar los ojos a la luz de la verdad, no podía dejar de convenir en que era feo, en que era mal hecho en suma aquello... no, no había vuelta que darle, se lo estaba diciendo a gritos la conciencia.

Y, sin embargo... ¡lástima, lástima grande renunciar a la bolada!... habría sido clavar una pica en Flandes, caso de salirle bien...

Como en un último pudor de virgen que se da, la vacilación, la duda, el recelo de lo desconocido, la aprensión al incierto más allá de la primera vez, un momento lo contuvieron. Pero la urna, la urna maldita, semejante a un mensajero del infierno, lo atraía, lo fascinaba, derramaba sobre él todo el demoníaco hechizo de la tentación.

Vanamente se exhortaba, luchaba, se resistía; le era imposible desviar de ella la vista, seguíala, envolvíala a pesar suyo en un ojeo avariento de judío.

Perplejo, irresoluto aún, hizo un paso, sin querer, como empujado. Se figuró que el otro, el que andaba caminando por el claustro lo miraba; ¡bestia, imbécil, no partirlo un rayo, no reventar, no caerse muerto!... ¡bien podía haberse ido a repasar   —93→   al seno de la grandísima perra que le había tirado las patas!...

Pero no, volvía la espalda, en ese instante... Entonces, como arrebatado del suelo por el azote de algún furioso huracán, con todo el arrojo de los valientes, con todo el amilanamiento de los cobardes, incapaz de discernir, sin mínima conciencia de sus actos, como si contemplase a otro en su vez, se vio Genaro de pie junto a la urna. Había metido la mano, había tenido la sensación de una mordedura de plomo líquido en las carnes; erizado de terror, la había sacado; las bolillas chasqueaban, se entrechocaban, saltaban en tropel, como hirviendo... ¿en la urna?... sí, trasformada en una caldera enorme de brujas, y voces, varias voces, tres o cuatro, lo habían chistado, lo habían llamado, brevemente, secamente, ¡pst, ep, ch!, de una ventana, de la puerta, de arriba, de allá atrás.

Como en un fulminante acceso de locura, presa de un pánico cerval permaneció un momento inmóvil, pasmado, estupefacto.

Luego, en un endurecimiento de todo él, logró arrancarse de allí, pudo andar, llegó a correr y como   —94→   quien huye del fuego que va quemándole la ropa, afuera, en el claustro ya, echó de ver lleno de asombro que llevaba apretada en la mano una bolilla... ¡la había robado... o más bien no, ella, ella sola había debido metérsele entre los dedos!...

Era tiempo; el Rector, los catedráticos, los otros estudiantes, subían, asomaban por la escalera.

¿Los vio, los oyó Genaro? Tenía los ojos turbios de sangre, los latidos de su corazón le hacían pedazos el tímpano.

Guarecido, acurrucado en un hueco de pared, su instinto solo, su maravilloso instinto de zorro lo había salvado.



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ArribaAbajo- XIV -

Seguro del terreno que pisaba, dueño absoluto de sí mismo, la palabra brotaba de sus labios, fácil, fluida, franca, en el recogido silencio de la sala; con el brillo y la pureza del cristal sonaba el timbre de su voz que la emoción ligeramente estremecía.

Allá, tal vez, en el fondo, para un ojo observador, un vacío, un punto negro habría podido acusarse, una ausencia de acabada claridad, de precisión en el juego de las ideas, algo como esas masas de sombra, vagas, indecisas, que suelen flotar a la distancia, empañando la diáfana pureza del espacio en días de sol.

Habríase dicho una ficción, por momentos, una   —96→   falsa imitación más bien, de saber y de talento, el oropel de una apoteosis de teatro, trabajada, artificial, la luz del gas simulando el sol.

Fue un triunfo, sin embargo, un momento espléndido de triunfo. La más alta, la más honrosa de las clasificaciones; una especial mención de los miembros de la mesa, felicitando a Genaro por su soberbio examen; el aplauso general, los parabienes de sus compañeros, aún de aquellos cuyo altanero desdén más dolorosamente había sentido siempre pesar sobre él y que, con la sonrisa en los labios, acercábansele ahora, estrechábanle solícitos la mano.

E iba a ser publicado todo eso, pensaba lleno de orgulloso júbilo Genaro, veríase en letras de imprenta él, su nombre, su oscuro, su desconocido nombre, el nombre del «hijo del gringo tachero» aparecería en las columnas de la prensa, circularía de mano en mano, rodeado como de una aurora brillante de fama y de prestigio.

¡Oh! ¡qué le importaban los quebrantos del pasado, las horas mortales de lucha y descaecimiento, el torrente de hiel que había apurado, las ofensas, los vejámenes sufridos, las vergüenzas   —97→   devoradas en silencio, la larga, la interminable cadena de sus padecimientos!...

¡Eso y otro tanto y más y más, mil veces habría tenido el coraje de sobrellevar resignado, por un minuto, por un segundo sólo en que llegase a sentirse harto, como ahora, de la dicha soberana de vengarse!...



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ArribaAbajo- XV -

Existía en la calle de Reconquista, entre Tucumán y Parque, un llamado «Café de los Tres Billares», cuya numerosa clientela en gran parte era compuesta de hijos de familia, empleados públicos, dependientes de comercio y estudiantes de la Universidad y de la Facultad de Medicina.

Su dueño, un bearnés gordo, ronco, gritón, gran bebedor de ajenjo, pelado a la mal content e insigne disputador de achaques en historia guerrera y de política, tenía, leguleyo a medias él mismo, una predilección marcada por los últimos.

Iba, en su profundo amor a la ciencia representada   —100→   para él por el gremio estudiantil, hasta hacer crédito a sus miembros de la hora de mesa y del chinois en épocas adversas de pobreza.

Tras de la maciza puerta de calle, otra de vidriera conducía a un vasto local donde tres billares, grasientos bajo la llama nublosa de los quinqués, en medio de una eterna nube de humo, escalonábanse abonando el letrero de la muestra.

Veíase entrando a la izquierda, un mostrador forrado de cinc, luego un estante provisto del surtido para el despacho diario: botellas de licores, frascos de frutas en conserva, tarros de cigarrillos, cajones de cigarros hamburgueses, mientras junto a varias mesas de fierro más allá, guardando las distancias como pelotones en marcha, unas cuantas docenas de sillas se alineaban, y, sobre el papel pintado de la pared, colgaba una colección de estampas iluminadas representando batallas ganadas por Napoleón.

Pero algo de segunda mano había además oculto a las miradas indiscretas y profanas de la plebe, un ramo reservado del negocio, una dependencia secreta de la casa, especie de bastidor de introtelón al que un oscuro pasadizo   —101→   lateral, independientemente desde la calle facilitaba el acceso.

Era, sobre la cocina donde hervían los tachos de café, en los fondos, un cuarto grande, de alfombra de chuce, cortinas blancas de algodón, cielo raso de lienzo empapelado, muebles del país y un olor insoportable a cucaracha. Se subía a él, por una escalera de pino apolillado, a la intemperie.

En ocasiones, mediante un lucro razonable, solía su dueño ponerlo a disposición de los amigos; no sin ciertas reticencias, cuchicheando en los rincones y bajo palabra formal de silencio y discreción: cuestión de no comprometer de puro bueno y complaciente el crédito de la casa.

Pero lo abría, lo ventilaba, hacía sacudir el polvo en carnaval, al iniciarse los bailes; las ganancias en esa época se presentaban gordas y, adiós entonces moral y miramientos; noche a noche, de las dos de la mañana en adelante era un train a tout casser.

Allí también, concluido el año, solían citarse entre estudiantes; los amigos del mismo curso, a festejar con una cena en que había pavo, tajadas   —102→   de jamón y hasta champagne por veinte y cinco pesos «a escote» la «sacada de clavo del examen».

Y ocho o diez de los de la clase de Genaro y él entre ellos, acababan de instalarse alrededor de la mesa, alegres, charlatanes, mientras esperaban que empezase el mozo a traer la cena, hablando cada cual, sin ton ni son y a todo azar, de lo primero que caía a mano; el espíritu liviano, retozón, como en asueto, después de los mortales meses de estudio y sujeción, ganoso el cuerpo, recobrado, aguzado el apetito, como en una revancha de la bestia puesta a dieta.

Había cesado la obsesión, la constante, la eterna pesadilla; había pasado la nube negra del examen, era como otro mundo que empezara, todo lo veían color de rosa ahora, o no más bien, nada veían, porque nada miraban, ni nada les importaba en la bienaventurada indolencia de sus años. El problema eterno de la vida, el porvenir, las batallas del futuro, sus dudas, sus azares, sus zozobras... ¡bah! mucho se les daba a ellos de porvenir, de futuro... los   —103→   tres meses de vacaciones del presente les bastaba, les sobraba a la dicha de existir.

Uno, a los postres, levantose y brindó, hizo un discurso en que la ciencia, el amor, la libertad, la democracia, las gotas de rucio, la patria, el canto de los ruiseñores, los pétalos de las flores y otras cosas, mezclado todo, revuelto, confundido, era, como resaca al mar, implacablemente acarreado aguas abajo en el atropellado torrente de la palabra.

Varios de los otros, estimulados por el ejemplo y sobrexcitados por el vino, apresuráronse a imitarlo, pidiendo todos por fin que hablara el héroe de la jornada, el del voto de distinguido con mención; a ver, que dijera algo, que se mostrase él también...

Hablar Genaro, improvisar..., y ¡qué habría dicho!...

¡Oh! mientras de pie sus compañeros, brillante la mirada, encendida la mejilla, la copa en alto, dejaban sin violencia correr la fecunda fuente de su labia, él abstraído, ensimismado, allá, solo en sus adentros, trabajosamente se ensayaba, buscaba, procuraba dar forma al pensamiento,   —104→   poner a prueba una vez más la medida de sus fuerzas, y, ¡una vez más, infeliz!, era asaltado por la triste y dolorosa persuasión de su impotencia.

Nada... ni una frase, ni dos palabras siquiera, sensatas, pertinentes, atinadas, habríase creído capaz de hacer brotar de sus labios... nada... sentía su cabeza seca como los vasos de Champagne dispersos sobre el mantel.

Y, con esa insistencia grosera y desmedida que comunica el vino, urgido, apremiado a gritos por sus compañeros, sin saber qué excusa dar, ni qué decir, ni qué hacer, como rompiéndosele a pedazos en medio de la algazara, el corazón le latía, le silbaban los oídos como en un tiro a quemarropa, confusas, revueltas, enmarañadas sus ideas, semejantes, en el brusco agolpamiento de su sangre, a las piezas de una máquina que acabara de estallar.

Lejos de ceder los otros, sin embargo, seguía la grita, porfiada, atronadora. Lo habían rodeado, lo agarraban, lo tironeaban los más borrachos; «¡que hable, que hable... sí señor, tiene que hablar!»

¿Borrachos?... sí, lo estaban por desgracia   —105→   suya, se les había ido en mala hora el vino a la cabeza.

Pero..., ¿pero por qué entonces no se daba él mismo por tal, ideó de pronto, y hacía por verse libre de ese modo, no era lo más natural, lo más factible que le hubiese acontecido lo que a los demás, no quedaba así todo explicado, su empecinado silencio, su actitud?...

¡Imbécil, no habérsele ocurrido antes eso... qué mejor pretexto quería!

Y con toda la destreza, con la artimaña de un cómico, simuló hallarse ebrio él también; embotó la vista, separó una de otra las piernas, ladeó el cuerpo, como descuajado en la silla cabeceaba, babeaba, tartamudeaba, pedía más vino.

-Está mamau el gringuito -riéndose a carcajadas prorrumpieron en coro los demás-, miserablemente mamau... angelito... ¡que le acuesten a la criatura!

Bien pronto, en un descuido, desviada de él la atención, pudo salir Genaro sin ser visto, bajó en puntas de pies la escalera y, perdiéndose entre las sombras espesas del zaguán, ganó la calle:

-Se ha hecho perdiz, se ha hecho humo el napolitano...   —106→   ¡ah! ¡canalla, sinvergüenza!... ¡ha de estar por ahí escondido, durmiendo la mona o echando el alma en algún rincón!...

Salieron los otros a su vez, buscaron, registraron con un ahínco, con un encarnizamiento de perros ratoneros revolvieron de arriba abajo la casa, preguntaron a los mozos, al patrón; ninguno de ellos lo había visto, nadie supo dar razón del desaparecido.

-¡Al bajo, a los bancos del paseo se ha de haber largau cuando menos a tomar el fresco el muy mandria!... -dominando el confuso toletole saltó de pronto como inspirada una voz.

¡Seguro pues, era claro, era evidente... no haber caído antes en cuenta, zonzos!...

Y resolvieron sin más ni más dirigirse todos al bajo.

Pero en la esquina, a mil leguas ya del objeto que los llevaba, porque sí y como si un viento los empujara, siguieron calle derecha al Sud.

Caminaban como en tropel, pisándose los talones, hablando a un tiempo en alta voz, pidiendo el fuego a los transeúntes, sin echar de ver que llevaban ellos mismos encendidos sus cigarros.

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No faltó frente al atrio de la Merced, quien declarara que no pasaba de allí; se obstinara como caballo empacado, se sentase sobre los escalones del pretil y comenzase a entonar a voz en cuello el himno patrio.

Al más alegre en la plaza Victoria, una melancólica tristeza de súbito lo invadió, un doloroso recuerdo despertose en su memoria: misia Pancha, su madrina, una que le regalaba masacote de chiquito, que lo había asistido del sarampión y que era íntima de la madre, se encontraba enferma en cama, de mucha gravedad.

¡Y era un miserable él, un gran culpable, un gran canalla en haberse puesto en ese estado, en andar así, «tomau», cuando quién sabía, no estuviese ya en las últimas la pobrecita señora, agonizando o tal vez muerta!...

Y, poseído de cruel remordimiento, no tardó en soltar el llanto a sollozos, quiso desde allí, desde allí mismo y sin pérdida de un instante, ir saber, a indagar, a tomar informes en la casa, a ofrecerse a la familia o, en último caso, si era que tarde acudía por su desgracia, a tener el consuelo, dijo, de velar a la finada.

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Éste primero, luego aquel, y otros después, de a uno, de a dos, se dispersaban, emprendía por su lado cada cual. Llegaron a comedirse los que por efecto del aire fresco de la noche empezaban a sentir sus cabezas despejadas; mansamente resignados, prestaban su ayuda a los demás, hasta la puerta de sus domicilios respectivos los llevaban, se abstenían de poner ellos mismos el pie sobre el umbral, temerosos de que una parte «les ligara» de rechazo en alguna furiosa filípica paterna.

Y poco a poco así, vino a quedar disuelta al fin la comitiva.



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ArribaAbajo- XVI -

¿Qué había sido de Genaro entretanto, cómo acababa su noche, por qué su clandestina salida, su brusca desaparición de entre los otros, por librarse de ellos acaso, de sus bromas majaderas y cargosas de borrachos?

No; creyéndolo dominado por los efectos de la embriaguez habían desistido ya de su empeño de hacerlo hablar, acababan de dejarlo en paz, sin más preocuparse para nada de su persona, de olvidarlo por completo, como olvidan los muchachos el juguete que ya no los divierte.

¿Y entonces?

¡Oh! ¡mal habría podido disimulárselo! era que el espectáculo de aquella franca alegría, de aquella   —110→   expansión sincera y sin dobleces entre amigos, en medio de un compañerismo exento de mezquindades y miserias, le hacía daño a él que respiraba el odio y la venganza, en cuyo corazón sentía sólo que la envidia, una baja rivalidad, una ruin emulación tenía cabida.

Era que la vista de sus condiscípulos gozosos, satisfechos y felices de la felicidad propia y de la ajena, prodigando, en el impulso generoso de sus almas, el elogio y el aplauso a los demás, mientras hacían ellos mismos gala y como lujo de su ingenio, había concluido por tornársele, a la larga, odiosa, inaguantable.

Por eso había salido, se había escapado, se había escurrido entre las sombras, como un ladrón había fugado de allí; porque era hiel la saliva que tragaba, porque se ahogaba, se sofocaba, porque el aire le faltaba en aquella atmósfera elevada y pura, como falta a los reptiles donde se ciernen las águilas.

Sí, por eso, por eso, nada más que por eso, exclamaba, se lo decía, se lo repetía en un alarde de pordiosero que se complace en exhibir las llagas de su cuerpo.

Pero, desde el fondo entonces de su conciencia   —111→   sublevada, un grito se levantaba de recriminación y de protesta, como extraño, como de otro, una voz que lo acusaba, que le enrostraba sus flaquezas, la ausencia en él de todo impulso generoso, de todo móvil desinteresado y digno, su falta de altura y de nobleza, sus procederes rastreros, sus torpes y groseros sentimientos, la perversión profunda, la abyección en fin de su corazón y de su espíritu, esa abyección moral en que se veía, en que se sentía caer, mayor y más completa cada vez, a medida que del esbozo del niño, la figura del hombre se desprendía.

Y habría querido él no ser así, sin embargo, había intentado cambiar, modificarse, día a día no se cansaba de hacer los más sinceros, los más serios, los más solemnes propósitos de enmienda y de reforma; sí, a la par que de vergüenza, en el hondo sentimiento de desprecio que a sí mismo se inspirara, con las ansias por vivir de quien siente que se ahoga, no había cesado de agitarse, de debatirse desesperado en esa lucha; sí, a todo el ardor de su voluntad, a todo el contingente de su esfuerzo, mil veces había apelado... inspirarse, retemplarse, redimirse en el ejemplo de lo   —112→   bueno, de lo puro, de lo noble, que en torno suyo veía, resistir, sobreponerse a esa ingénita tendencia que lo impulsaba al mal...

¡Vana tarea!... obraba en él con la inmutable fijeza de las eternas leyes, era fatal, inevitable, como la caída de un cuerpo, como el trascurso del tiempo, estaba en su sangre eso, constitucional, inveterado, le venía de casta como el color de la piel, le había sido trasmitido por herencia, de padre a hijo, como de padres a hijos se trasmite el virus venenoso de la sífilis...

¡Miserable... miserable... miserable!... Agarrábase desesperado, llorando, la cabeza, crispaba los dedos entre el pelo, se lo arrancaba a mechones, maldecía, blasfemaba, chocaba con la frente en la pared, rabiosamente, salvajemente y, cegado por el llanto y aturdido por los golpes, vacilaba, tropezaba, a la luz apagadiza de los faroles de aceite, se bambaleaba en las aceras de los lejanos arrabales de su casa, como cayéndose de borracho también él.



  —113→  

ArribaAbajo- XVII -

La acción incesante y paulatina del tiempo, la verdad, la realidad palpada de día en día, de hora en hora, lentamente habían ejercitado su ineludible influencia sobre el ánimo de Genaro familiarizado más y más; avezado, hecho por fin a la idea de eso que a sus ojos había alcanzado a tener la brutal elocuencia de los hechos: su falta de aptitudes y de medios, la ausencia en él de toda fuerza intelectual.

Y un desaliento, una indiferencia profunda, completa, llegó a invadirlo, un sentimiento de fría conformidad que, más que la resignación del vencido, era la indolencia del cínico.

Tiró los libros, dejó, cortó su carrera en de recho.   —114→   ¿Para qué, si no podía, que le era dado esperar en el mejor de los casos, en el supuesto de que a trueque de seguir llevando una vida de bestia de carga y merced sólo a la indulgencia de sus maestros, le fuese en fin otorgado su diploma? ¡Defender pleitos de pobres, ganar apenas para no morirse de hambre, esquilmar al prójimo, explotar a algún dejado de la mano de Dios que tuviese la desgracia de caer en poder suyo, vegetar miserablemente en calidad de adscrito a algún otro estudio, a la sombra de la reputación y del talento ajenos, relegado al último plan, haciendo de tinterillo, de amanuense por cuatro reales que le pagasen!...

O, cuando más, que en eso solían ir a parar los de su estofa, conseguir a fuerza de pedidos y de empeños algún nombramiento de juez y resolverse a vivir entre la polilla de los expedientes y a quemarse las pestañas diez o doce horas por día, para que nadie en suma se lo agradeciera ni se acordase de él.

¡No, maldito lo que la cosa le halagaba, y últimamente, maldito lo que le importaba tampoco...   —115→   estaba cansado, fastidiado, dado a los diablos ya!...

Buen zonzo sería, buen imbécil, con semejante perspectiva por delante, de estar devanándose los sesos, perdiendo los mejores años de su vida, cuando se hallaba en edad de gozar, de divertirse y no le faltaba, por lo pronto, con qué poder hacerlo.

La vieja tenía sus pesos, su renta, su casa; ¡para qué servía la plata, sino para gastarla! Mañana se moría uno... Pero no le había de suceder a él, eso no, que se le fuese la mano, no había de ser como muchos de sus conocidos que agarraban y la tiraban, sin mirar para atrás, sin ton ni son... ¡hasta por ahí no más y gracias!...

Sin embargo, comer puchero y asado, beber vino carlón del almacén y vivir en los andurriales, en medio de la chusma, entre el guarangaje del barrio del alto... Le habría gustado una casa, aunque hubiese sido chica, en la calle de la Florida como entre Cuyo y Temple por ejemplo, a esas alturas, en el barrio de tono, donde no se veían sino familias decentes, estar allí él también, vivir entre esa gente, poder mostrarse, salir, pararse en   —116→   la puerta de calle los Domingos, a la hora en que pasaban las pollas al Retiro.

Soñaba con tener tertulia en Colón, con ir en coche a Palermo, hacerse vestir por Bonás o Fabre, ser socio de los dos Clubs, el Plata y el Progreso, de este último sobre todo, cuyo acceso era mirado por él como el honor más encumbrado, como la meta de las humanas grandezas, y frente al cual, al retirarse a su casa de Colón, solía pasar en noches de baile, contemplando desde abajo la casa bañada en luz, como contemplaba las uvas el zorro de la fábula.

¡Oh! ¡si pudiera, si de algún modo llegara a conseguir, si alguno de sus condiscípulos quisiera encargarse de presentarlo, de apadrinarlo, de empeñarse en su favor...!

¡Pero cómo, siendo quién era, iba a atreverse él, con el padre que había tenido, con la madre, una italiana de lo último, una vieja lavandera!

No era juguete, era serio, era peludo el negocio ése. Había de socios, según decían, una punta de camastrones, unitarios orgullosos y retrógrados, que manejaban los títeres y no entendían de chicas, que le espulgaban la vida a uno y le sacudían   —117→   sin más ni más, por quítame allá esas pajas, cada bolilla negra que cantaba el credo.

¡Su padre... menos mal ése, se había muerto y de los muertos nadie se acordaba; pero su madre viva y a su lado, estando con él, era una broma, un clavo, a dónde iría él que no lo vieran, que no supieran, que no le hiciese caer la cara de vergüenza con la facha que tenía, con sus caravanas de oro y su peinado de rodetes!

Una idea fija, pertinaz, un único pensamiento desde entonces lo ocupó, llenó su mente; verse libre, deshacerse de ella; la enfermedad de la pobre vieja fue el pretexto:

-Está siempre padeciendo ahí, mamá, usted, con esa tos maldita que no le da descanso. ¿Por qué no se resuelve y hace un viaje a Italia? El aire del mar le había de sentar, ve a su familia, se queda allá unos meses con ella y después vuelve; yo la espero.

Se rehusó, protestó en un principio la infeliz:

-¿A Italia yo... dejarte a ti mi hijito, irme tan lejos enferma y sola... estás loco, muchacho... y si me muero y si no te vuelvo a ver?...

Si se hubiese mostrado dispuesto a acompañarla   —118→   él... todavía, fuera otra cosa así... no decía que no, lo pensaría y consiguiendo dejar alquilada la casita y arreglando previamente sus cosas, su platita...

Pero no podía Genaro, no había ni que pensar en eso, se lo impedían sus estudios, sus tareas era cuestión para él nada menos que de su porvenir, de su carrera.

Al fin llorosa y triste, profundamente afectada, pero incapaz de oponer una seria resistencia, al ascendiente, al absoluto dominio que, en su cariño infinito de madre, inconscientemente había dejado que ejerciese sobre su ánimo Genaro, concluyó por ceder y resignarse.

Bien sabía, bien lo comprendía que era de balde todo, que su mal no tenía cura. ¡Pero cómo decirle que no al pobrecito!... Lo hacía por ella, por su bien, porque veía que no le daba alivio la enfermedad.

Cuánto y cuánto debía quererla su Genaro, cuando así se conformaba con separarse de ella.



  —119→  

ArribaAbajo- XVIII -

Corto tiempo después, habilitado de edad y en posesión de un poder amplio de la madre, quedose solo Genaro, viose independiente a los veinte años, dueño absoluto de sus actos, desligado, se decía, de todo vínculo en la tierra, libre en fin exclamaba, de realizar a su antojo el programa de vida que se había trazado.

Pero, con gran descontento suyo, una primera y seria dificultad no debía tardar desde luego en producirse. La casa de la calle de Chile había sido alquilada en mil pesos; daban mil quinientos los títulos de fondos públicos; del total, había que descontar cien francos por mes para la madre; el resto era para él.

  —120→  

Al ausentarse aquella, habíale hecho entrega de una suma de dinero, sus ahorros, veinte mil pesos que había economizado mes a mes en los gastos de la casa.

Podía, ¡lo que Dios no permitiera!, llegar a enfermarse su hijo, precisar médico y botica, verse en alguna otra urgencia, y era bueno siempre que le dejara de reserva esa platita. ¿Con qué necesidad andar pidiendo a los otros de favor?

-Pero, ¿y usted mamá?

-¡Oh!, no te aflijas por mí; teniendo el pasaje pago yo, ¿para qué más?

Con esa cantidad -una fortuna, nunca había visto tanto dinero junto él- sin mínima preocupación de lo futuro, de lo que podría ser de él más tarde, diose Genaro a vivir costosamente.

Empezó por alquilar dos vastas piezas, sala y dormitorio, en el piso principal del Ancla Dorada, sobre el frente. Almorzaba, comía y cenaba diariamente en el Café de París, iba a los teatros, de un lado a otro, recorría la ciudad en carruajes de alquiler, los tenía de cuenta suya estacionados largas horas a la puerta, ordenose   —121→   varios trajes en lo de Bonás, compró ropa blanca, guantes, sombreros de Bazille y noche a noche, por los contornos de la Plaza del Parque, veíasele rodar en horas avanzadas, penetrar a las casas de puerta de reja de las calles de Libertad, Temple y Corrientes.

No había trascurrido sin embargo un mes, cuando, a ese paso, observó con estrañeza, sorprendido, que su caudal inagotable se agotaba, que empezaba a ver el fin de sus veinte billetes de a mil pesos; quedaba apenas un resto en el fondo de su bolsa.

¿Y cómo ahora, con sólo dos mil pesos papel de renta al mes, hacer frente a la serie de erogaciones que había pensado efectuar, proceder a su instalación definitiva, tener carruaje suyo, pagar sus gastos, llenar las exigencias del género de vida a que aspiraba?

Imposible; costaba más el alquiler de la casa, de una casa en el centro como la que él quería.

Había contado sin la huéspeda... dos mil pesos... ¡lejos iba a poder ir con semejante miseria!... Creía tener mucho más...

Y no había vuelta que darle entretanto, no   —122→   había que hacer, mal que le pesara fuerza era conformarse, renunciar a sus proyectos, a sus pretensiones ridículas de lujo y de grandeza... ¡mire qué figura también la suya, querer darse aires con eso... gran puñado eran tres moscas!, exclamaba para sí confuso y avergonzado, en una sorda humillación, como si hubiese sido una mancha, algo infamante su relativa pobreza.

Se aplicaba, hacía sus cálculos, sus cómputos, de nuevo los volvía a hacer, los rehacía, contaba, ponía de lado, trataba de distribuir, de dar destino conveniente a su dinero; los gastos materiales y primeros de la vida, la casa, la mesa, la ropa por una parte, por otra lo accesorio, el teatro y el café, el carruaje, el cigarro -le gustaba fumar bueno a él- las mujeres, siempre se le irían en eso unos cuatro o cinco papeles de cien pesos por lo menos...

Pero nada, ni cerca, no daba, por mucho que tratara de estirar la cuerda, no alcanzaba, no le quedaba decididamente otro remedio que confesarse gusano, hacer de tripas corazón y reducir en grande sus gastos.

Ante todo, lo esencial para él eran las formas,   —123→   la apariencia; andar paquete, pasearse de habano por la calle de la Florida y que no le faltaran nunca cincuenta pesos en el bolsillo con que poder comprar entrada y asiento para Colón.

Lo demás, aunque tuviese que apretarse la barriga y comer en los bodegones y dormir en catre de lona, eso, ¡cómo había de ser!... ése era negocio suyo, allá se las compondría él...

No había para qué andar mostrando la hilacha, sobre todo, dando indicios, haciéndolo saber, publicándolo a son de pitos y tambores.

Habló al dueño del hotel, ajustose con él y cambió de habitación. Aun cuando era pequeño el cuarto, oscuro, húmedo, apestando a letrina y en el piso de los sirvientes, que lo viesen salir siquiera de la casa, algo era algo, poder decir uno que vivía en el Ancla Dorada.

Fue enseguida y se abonó, tomó pensión en la Fonda Catalana; cuatrocientos pesos en salita aparte; comía temprano, antes que se llenara de gente todo aquello.

Y suprimiendo luego los desembolsos inútiles, superfluos, eso de tener porque sí coche a la puerta, de pasarla mitad de su tiempo metido en   —124→   las casas públicas, de andar tirando el dinero en guantes, perfumes, bastones, docenas de corbatas, consiguió al fin llegar a balancear mal que mal su presupuesto.



  —125→  

ArribaAbajo- XIX -

Iba a la ópera en Colón una mujer joven, una niña casi.

Era morena y muy linda; a la vez que llena de formas, delgada y fina; como una luz de esmalte negro, brillaba, se desprendía en hoscos reflejos de la órbita ojerosa de sus ojos y, mientras revelando un intenso poder de sentimiento, su nariz afilada, ancha de fosas, se dilataba, nerviosamente por instantes se contraía bajo la impresión melódica del sonido o la atracción del juego escénico, en su boca de labios gruesos y rojos, todo el calor, todo el ardiente fuego de la sangre criolla se acusaba.

Ocupaba un palco de primera fila con los suyos,   —126→   el padre, la madre. Genaro en frente, desde su tertulia de punta de banco, noche a noche fijaba en ella los anteojos.

Había indagado, había tomado informes, se llamaba Máxima, era la hija de un hombre rico, dueño de muchas leguas de campo, y de muchos miles de vacas, poseedor de una de esas fortunas de viejo cuño, donación de algún virrey o algún abuelo, confiscada por Rosas, y decuplada de valor después de la caída del tirano.

Sabía Genaro quién era, de nombre, un nombre de todos conocido, mil veces lo había oído pronunciar.

¿Qué propósito entretanto lo animaba, qué fin lo guiaba, por qué miraba a la hija, así, tenaz, obstinadamente; en un exquisito instinto de artista lo atraía, cautivaba sus ojos la sola contemplación de la belleza en la mujer, o hablaba en él acaso el sentimiento, y entonces, qué sentimiento, era un capricho el suyo, un simple pasatiempo, puramente un juguete de muchacho irreflexivo, o era serio, era afecto verdadero, era amor lo que sentía, una pasión que en su ser se despertara?

  —127→  

El artista, él capaz de delicados refinamientos, hombre de pasión él... ¡bah!...

Le gustaba, era muy rica la polla, a besos se la comería, ¡quién le diera andar bien con ella, tener su bravo camote del país con una así, de copete, de campanillas... aunque más no hubiese sido, por lo pronto, que de ojito, que se fijara en él, que le hiciese caso... después... quién sabía después, tantas vueltas daba el mundo!... hasta muy bien podía formalizarse, ponerse serio el asunto con el tiempo... ¿por qué no...? ¡Cuando estaba por ser la primera vez tampoco! Todo dependía de la muchacha, de que llegase a quererlo... ¡Y qué bolada para él lograr al fin injertarse en la familia!

Porque eso debía buscar, bien pensado ése era el tiro, dar con una mujer que tuviese riñón forrado y atraparla, ver de casarse con ella.

Estudiar, trabajar, jorobarse de enero a enero, ¿y todo para qué? ¿para conseguir patente de embrollón?...

¡Qué estudio, ni qué carrera, ni qué nada! Era ése el mejor de los estudios, la más productiva de las carreras, no había nada más eficaz ni más   —128→   práctico, negocio más lucrativo para sacar uno el vientre de mal año y hacerse rico de la noche a la mañana, sin trabajo y sin quebraderos de cabeza.

Se había desengañado, la plata era todo en este mundo y a eso iba él...

¡Pero lo malo estaba en que no adelantaba un diablo, ni pizca que se daba por aludida la muchacha, maldito si ni se había apercibido que existía semejante bicho en el mundo!... y, sin embargo, bien a la vista lo tenía, bien al frente; imposible parecía que no hubiese ya coceado, que no hubiese caído en cuenta... ¿sería zonza?...

La verdad, por otro lado, era que en nadie se fijaba, que no tenía ojos sino para lo que pasaba en la escena: «¡A ver hijita... qué te cuesta... mírame... vaya, pues!», balbuceaba, repetía entre dientes, clavado el anteojo en ella, ladeado el cuerpo, incómodo, encogido, hecho pelota en su asiento.

¡Oh! ¡pero no se había de declarar vencido él por tan poco, no era hombre él de dar su brazo a torcer así no más, a dos tirones!; pobre porfiado sacaba mendrugo, se le había metido entre   —129→   ceja y ceja la cosa y tanto y tanto había de hacer, que había de salirse con la suya, que tenía que caer, que hocicar a la larga la muy bellaca.

Una noche, en efecto, en momentos de volverse ella sobre su asiento a fin de escuchar de cerca algo que la madre le decía, creyó Genaro notar que se había encontrado de pronto con su anteojo. Hasta le pareció como que se hubiese inmutado, desviando, apartando la mirada bruscamente.

¿Sería cierto, sería verdad, o era un engaño el suyo?, llegó en la duda a preguntarse, no sin sentir él mismo que ligera emoción lo dominaba.

Vería, no tendría mucho que aguardar para saber a qué atenerse; ya que no otro sentimiento, la sola curiosidad debía llevarla a dirigir de nuevo los ojos hacia él... o dejaría de ser mujer.

Esperó largo rato pero en vano; atenta, inmóvil, la escena como de costumbre parecía absorberla.

Se la había pisado... no había más... error de óptica, sin duda... ¡paciencia y barajar!...

Aunque no, no era ilusión, no se equivocaba esa vez, lo miraba, lo había mirado, estaba seguro,   —130→   segurísimo; al pasear como distraída la vista en torno de la sala, un instante, un instante imperceptible la había detenido en él.

Y si la sombra de una duda hubiese persistido aun en la mente de Genaro, poco habría tardado en disiparse.

Sí, claramente lo daba a conocer, todo en ella lo revelaba, el color encendido de su piel, la nerviosa inquietud de su persona, el movimiento involuntario de sus ojos; sí, comprendía ahora, sabía, y, en su ignorancia de niña, en su inocencia de virgen, iba acaso a imaginarse que había en el mundo un hombre que la quería.



  —131→  

ArribaAbajo- [XX] -

Pasaba, tres, cuatro veces al día, recorría Genaro la cuadra de la calle San Martín donde Máxima vivía.

Al dirigirse a tomar su carruaje ésta, una vez, acompañada de la madre, en el umbral mismo de la puerta de calle, acertaron ambos a encontrarse.

Eso bastó, pudo él verla en adelante, solía alcanzar a distinguirla envuelta en la penumbra de la sala, como oculta tras de las persianas corridas; de vez en cuando primero, luego con más frecuencia, luego, siempre, día a día, a la misma hora lo esperaba. Retardaba su marcha él al llegar, volvía la cara; aproximaba ella su cabeza a los cristales   —132→   se inclinaba y detenidamente entonces, tenazmente, uno y otro se miraban.

En Colón, ya desde su silla, como la primera noche, ya desde las galerías del teatro, pasaba él horas contemplándola, mientras como en un don de doble vista, al través de los espesos muros del edificio, presentía ella su presencia, adivinaba su silueta, allá, perdida entre las sombras, tras la ventanilla de un palco, o la rendija de alguna puerta entreabierta.

Momentos antes de dar fin al espectáculo, abandonaba su asiento, él, poníase de prisa el sobretodo, corría a situarse en el vestíbulo, junto a la puerta de salida por donde ella debía pasar y, escurriéndose, haciendo eses entre la concurrencia agolpada, la seguía luego hasta el carruaje, hasta su casa, por la vereda de enfrente, deteniendo el paso, cuando, en noches serenas y templadas, se retiraba por acaso la familia a pie.

A las horas de paseo por la calle de la Florida, en el atrio de la Catedral, a la salida de misa de una, en el Retiro después, en todas partes, siempre, infaliblemente, donde estaba ella como su sombra estaba él.

  —133→  

Sólo en Palermo no se le veía; jamás iba.

¿Y cómo habría ido, en coche de plaza, en un cascajo roñoso, tirado por dos sotretas mosqueadores con algún bachicha de sombrero de panza de burro o algún mulato compadre en el pescante?

¡Ni a palos... bonito, lindo papel, un papel fuerte iría a hacer a los ojos de la otra que se largaba de todo lujo, en calesa descubierta con cochero de librea y una yunta de buenos pingos!...

¿A caballo? Tampoco, estaba mandado guardar, era de guarangos eso.

¿En carruaje alquilado en corralón? Menos aún, peor que peor, quiero y no puedo, era mostrar la hilacha, esotro, era miseria y vanidad...

Prefería quedarse en su casa.

Sí, pero no dejarse ver también, brillar uno eternamente por su ausencia... ¡qué iría a decir ella, caería en cuenta de seguro, si era que no había dado ya en el clavo, se figuraría que era un pobrete él y que no tenía con qué!... la purísima verdad por otra parte...

Para mejor, que se le fuese a cruzar alguno de esos de gallo alzado, que se la estuviesen mirando,   —134→   queriendo arrastrarle el ala, enamorarla, y él, como un pavo, sin saber ni jota, mientras tal vez andaba en grande ella con otros...

No dejaba de ser embromada... muy embromada la cosa... ¿qué remedio, sin embargo?

¡Oh! un recurso le quedaba, lo sabía él, no había dejado de ocurrírsele, había un medio; podía, echar mano de una parte de los títulos de renta que la madre le había entregado, ahí, por valor de unos veinte mil pesos por ejemplo, y venderlos, negociarlos; estaba del otro lado con eso, le alcanzaba para comprar americana con caballo y hasta le sobraba como para un año de pensión en la caballeriza.

Sí, de él exclusivamente dependía, ¿no le había dejado la vieja, las más latas, las más amplias facultades, no tenía la libre administración de los bienes?...

Si no lo había hecho ya, era... ni él mismo, sabía por qué a punto fijo; miramientos, delicadezas, escrúpulos de conciencia.

Escrúpulos bien tontos por cierto, delicadezas mal entendidas, porque, en suma, la mitad de eso era suyo, lo había heredado de su padre, sólo la   —135→   otra mitad pertenecía como gananciales a la madre.

Algo había pasado1, algo había influido, asimismo, no dejaba íntimamente de comprenderlo, su manera de ser, su natural, su propia índole; se conocía él, tenía ese mérito siquiera, le costaba deshacerse del dinero, era mezquino y ruin en el fondo, avaro como su padre. Otra prenda que agregar a las prendas que lo adornaban, otro bonito regalo que le había hecho el viejo, otro presente más que agradecerle... ¡maldito... nunca, jamás podía acordarse de él sin odio, hasta sin asco!...

Pero se había de dominar, se había de vencer; no había nacido en la Calabria, había nacido en Buenos Aires, quería ser criollo, generoso y desprendido, como los otros hijos de la tierra; era una miseria, una indecencia, una pijotería sin nombre que, pudiendo, dejara de comprarse lo que le estaba haciendo falta.

Y más tarde en todo caso, para tapar el agujero, para llenar el déficit y reponer su capital, trabajaría2 algo, vería de emprender algún negocio, enajenaría la casa, verbigracia, y tendría estancia,   —136→   pasaría una parte del año en el campo, economizaría en los meses de verano el exceso de los gastos de invierno.

Eso, bien entendido, si era que antes no lograba lo que andaba persiguiendo, como quien decía ponerse las botas, sacarse la grande, pescar un buen casamiento, con ésta o con aquella, con su polla u otra cualquiera, tres pitos se le daban con tal de que fuese rica.



  —137→  

ArribaAbajo- XXI -

Una vez realizado su deseo, vendidos los fondos y comprada la americana, no fue ésta ya, no fue coche, fue el Club.

Contábase, naturalmente el padre entre los miembros del Progreso, y asistía Máxima a los bailes. ¿Qué figura hacía entretanto él, Genaro, a los ojos de su novia? Lo bueno, lo mejor de Buenos Aires se encontraba reunido allí. El mero hecho de ser socio, de tener acceso a ese centro, era como un diploma de valer social, de distinción.

Bastaba que llegara a verse excluido un nombre de la lista, para que, por eso sólo, como una sombra lo envolviera, recayese sobre él una sospecha, una vaga presunción, inspirase una   —138→   incierta desconfianza y se viese uno expuesto a ser tildado, ya que no de mulato o de ladrón, de guarango, por lo menos, de individuo de medio pelo, de tipo, de gentuza.

Luego; el baile, eso de que agarraran a las mujeres, las abrazaran, las apretaran, como si fuese asunto de ponerse a chacotear con ellas, no le entraba a él; maldita la gracia que le hacía, pensar que se la estaban manoseando a la polla, nada más que porque era a son de música la cosa.

Sí, lo fastidiaba, le daba rabia, no precisamente por ella, porque tuviese celos de la muchacha -¡de loco iba a caer en ésas, ni que hubiese estado queriendo de veras para tomarlo tan a pecho!- sino más bien por él, cuestión de él mismo, de amor propio, de no darse por fumado y de no sentar a los ojos de los otros plaza de zonzo... mucho más, cuando empezaba a traslucirse, a hacerse público entre sus relaciones, que andaba en picos pardos él con la sujeta.

Ser del Club... hacía tiempo también que se le había clavado eso en la frente, que no soñaba con otra cosa.

  —139→  

Tener derecho a meterse como Pedro por su casa, ir a comer, a cenar cuando se le antojara, a echar su mesa, poder codearse de amigo y de compinche, en jarana con toda esa gente, andar entre ella; era como levantarse varas, como para que ni rastros quedaran, ni vestigios del pasado, de su origen, de quién era ni de dónde había salido.

Y, ¡qué pichincha en los bailes, muy de león él entre un sin fin de muchachas, del brazo con la suya, dando qué decir, haciéndose el interesante, de temporada con ella en los rincones, en la mesa!

Si no adelantaba camino así, con esa facilidad de verla, de estar, de hablar con ella horas enteras, a sus anchas; si no conseguía que maduraran las cosas de ese modo, bien podía largarse a freír buñuelos, ¡era más que infeliz, que desgraciado!

Sí, evidentemente, sin duda alguna debía hacerlo, a todas luces le convenía... Pero, ¿y?... querer no era poder, que lo admitiesen, en eso estaba el negocio, la gran cuestión, en no exponerse a un rechazo, a que le fuesen a arrimar   —140→   con la puerta en las narices y a sufrir él un bochorno inútilmente... no las tenía todas consigo...

Mucho, sin embargo, debía consistir en la persona, en quien lo presentase, en que fuese alguno de posición, de importancia, alguien capaz de influir, de pesar sobre el ánimo de la Comisión, y que hablara, que tomara la cosa con calor y se interesase por él llegado el caso.

¿Quién entre sus conocidos, entre sus amigos? ¡contaba con tan pocos!; amigo, amigo verdadero, podía decir, que con ninguno; y todo por culpa suya, a causa de su modo de ser, de su carácter, de ese maldito don de malquistarse con los otros, de acarrearse la antipatía y la malquerencia de cuanto bicho viviente lo rodeaba.

Pensó primero en sua bogado.

No, no era el hombre; no sabía, desde luego, no le constaba hasta qué punto pudiera tener vara alta en el Club; le desconfiaba, le parecía muy criollo, muy rancio enteramente, vicioso de mate amargo y de negros; imposible que fuese de los que llevaban la batuta... gracias que lo aguantasen...

  —141→  

Y además, debía andar con él medio torcido el hombre; hacía un siglo que no lo veía, desde que había dejado los estudios y le había tirado con el empleo.

Alguno de sus antiguos condiscípulos más bien... Sí, uno, se le ocurrió, Carlos, un buen tipo, un buen muchacho, y de lo primero, de lo principal de Buenos Aires; se habían llevado muy bien siempre los dos, varias veces había sido de la comisión, según tenía idea de haberle oído, y no salía, pasaba su vida en el Club.

Creía que no se le negaría, que se había de prestar tal vez a servirlo. Iría a verlo en todo caso, trataría de calarlo, de saber en qué disposición se encontraba, de tantear primero el terreno por las dudas...

Bueno era no sacar los pies del plato...



  —142→     —143→  

ArribaAbajo- XXII -

-¿Es muy difícil, no, che, ser admitido de socio en el Progreso?

-Según; ¿por qué me lo preguntas?

-Por nada, así no más, te hablo de eso como de otra cosa cualquiera.

-Depende del candidato, y también del modo, como puede hallarse compuesta la comisión.

Los viejos, los socios fundadores son generalmente más duros, más llenos de escrúpulos y de historias. Retrógrados, reacios por principio y por sistema, entienden que el Club de hoy, sea el mismo de antes; no les entra que van corridos veinte años desde entonces, que hicieron época ellos ya, que las mujeres de su tiempo son hoy   —144→   mujeres casadas, mancarronas con media docena de hijos la que menos y que el Club así es un velorio.

Los jóvenes, los muchachos, no pasan de seguir siendo muchachos para ellos, mostacilla... apenas si se resignan a mirar -y no por cierto de muy buen ojo- que uno que otro tenga entrada; y ha de pertenecer al número de los elegidos ése, fuera de lo cual no hay salvación, al circulito de familias salvajes-unitarias del sitio del 53, ha de ser más conocido que la ruda y limpio como patena.

Oíalo Genaro en silencio; alterado, palpitante el pecho, arrebatado el rostro por el fuego de su sangre; un malestar, un amargo desencanto lo invadía; veía remotas, perdidas ya sus esperanzas; le parecía insensata ahora, temeraria su aspiración. Que lo aceptasen a él, él imponerse, él querer hacerse gente... ¡Cómo, un instante siquiera, había podido caber semejante absurdo en su cabeza!... ¡debía haber estado ido o loco!...

-Ahora -prosiguió, sin embargo, el otro-, cuando somos nosotros los que dirigimos el pandero, la cosa varía de aspecto.

  —145→  

Como no nos causa mucha gracia que digamos pasar el tiempo leyendo diarios y jugando al mus, al chaquete y al billar con una punta de vejestorios, como, ante todo, lo que queremos es armarla, poder pegarle, noche a noche si a mano viene, jarana, diversión, batuque, lo primero que se nos ocurre, en cuanto empuñamos las riendas del gobierno, es abrir de par en par las dos hojas de la puerta y que vaya entrando gente, la muchachada, el elemento nuevo y de acción, ¡los de hacha y tiza!...

Pero y usted amigo, ¿qué hace, por qué no se anima y se presenta usted también?

-¡Dios me libre! soltó Genaro con voz precipitada, bajo la impresión aún de las primeras palabras de su compañero, brotando de lo más íntimo de su alma aquella brusca exclamación.

-¿Y por qué, hombre, temes acaso que no te acepten?

-Eso no; ¿por qué no me han de aceptar? no soy ningún sarnoso yo.

-¿Y entonces?

-No es eso -continuó Genaro buscando una salida, tratando de encontrar una excusa, algún   —146→   pretexto-, el gasto es lo que embroma, los cinco mil pesos, según creo, que tiene uno que largar.

-¡El gasto... el gasto... de cuando acá tan pobrecito... todo un dandy, un mozo con coche y con tertulia en Colón!...

-No, no tan calvo, no creas; tengo atenciones yo, deberes serios que llenar; la vieja gasta mucho en Europa, yo mismo aquí suelo salirme de la vaina.

-¡Bah, bah!... no embrome compañero... Sobre todo, si necesita, hable, aquí estoy yo, aquí me tiene a sus órdenes.

-Muchas gracias, mi doctor.

-No hay de qué darlas -un momento de silencio se siguió.

Era un exagerado, un flojo de cuenta, de haberse conmovido, de haberse asustado así.

Hablaba Carlos de su posible ingreso como de la cosa más natural del mundo, se le había brindado, se había puesto a su servicio, había querido hasta prestarle dinero para el pago de su cuota.

No era tan absurda entonces, tan descabellada su pretensión, no era tan fiero el león como lo pintaban... llegó a decirse Genaro reaccionando   —147→   en sus adentros, vuelto ya de la emoción violenta que acababa de dominarlo.

Y, alentado por las facilidades que se le ofrecían, en presencia de la aparente seguridad de que se mostrara su amigo poseído, poco a poco él mismo atreviéndose, dejándose llevar de la invencible tentación, concluyó por franquearse abiertamente con aquel.

-Para qué andar con vueltas y con tapujos -exclamó de pronto-. Si quieres que te diga la verdad hermanito, a ti que eres mi amigo, no es la voluntad, no son las ganas las que me faltan, sino que hay algo en el fondo de lo que tú te imaginabas.

Sí, ¿por qué ocultarlo? no dejo de tener mis desconfianzas, mis recelos... que vaya por casualidad, a no caerle en gracia a alguno y a salir al fin con el rabo entre las piernas, corrido, desairado...

Eso, nada más que eso es lo que me detiene; ya ves que no peco por falta de modestia.

-Hum... -limitose a hacer el otro como si bruscamente acabara de asaltarlo, como en una involuntaria y súbita fluctuación, como dando a   —148→   comprender a pesar suyo que no se hallaba distante de compartir los temores de Genaro, pesaroso acaso por haber inspirado a éste una confianza que, después de un segundo de reflexión, él mismo no abrigaba.

Bien podía no carecer de razón el pobre diablo; porque, en fin, si bien a juzgar por el género de vida que llevaba, por el lujo relativo que gastaba, parecía no hallarse desprovisto de recursos, de fortuna, si bien el contacto, el roce universitario con los muchachos de su época le daba cierto barniz, le permitía vivir entre ellos, juntarse con cierta gente, personalmente él, ¿quién era?

No, nada extraño que, metiéndose a camisa de once varas, le averiguaran la vida y resultase el pobre malparado.

¿Y cómo sacarse él mismo el clavo de encima ahora?... Era claro, había ido Genaro a verlo con la intención de valerse de él, de pedirle que se encargara: de presentarlo...

¡Maldito!... ¿para qué habría hablado, para qué lo habría hecho consentir al individuo?... La manera luego, la facilidad de decirle que no... Se había portado como un cadete, se la había pisado   —149→   como un tilingo. Mal negocio, desagradable, fastidioso... muy fastidioso... Más que por él, por el otro desgraciado.

-¿Pero, qué te parece hermano a ti, qué piensas tú de la cosa, crees que corra algún peligro? Dímelo con toda franqueza, como amigo.

-¡No, hombre... qué voy a creer yo, por dónde me voy a figurar... son historias, tonteras tuyas... bueno fuera!... No me parece que habría motivo...

Y, no obstante haber llamado su atención el cambio operado en Carlos, su actitud, su reserva, su repentina frialdad, el tono ambiguo y dudoso de sus palabras:

-¿Quiere decir entonces -acabó por exclamar Genaro, resuelto a jugar el todo por el todo, a no ceder, una vez comprometido su amor propio-, que no tendrías inconveniente en ayudarme, en prestarme tu concurso, en ser tú quien se encargara del asunto?

-¿Yo?... este... bueno, convenido.



  —150→     —151→  

ArribaAbajo- XXIII -

Ocho días, ocho mortales días debían pasar durante los cuales se hallaría su nombre en la picota, escrito con todas letras sobre un pliego de papel, en un lugar visible, expuesto a las miradas de todos... Era obligatorio, era de reglamento eso, habíale dicho Carlos.

¡Bien haya!... ¡y tanta antipatía, tanta mala voluntad que le tenían!...

Si por el sólo placer, por el sólo prurito de causarle daño, alguien, alguno de sus conocidos, de sus antiguos compañeros de aula, fuese a hacer su triste historia, a revelar su vida y milagros en el seno de la comisión, su familia, su padre, su madre, su infancia, el conventillo de la calle de   —152→   San Juan, todo ese pasado de miseria y de vergüenza, el cuento en fin del chino del mercado, repetido de boca en boca, público, proverbial entre los estudiantes de la Universidad, todo sería sacado a colación, todo, con pelos y señales, saldría a luz... lo hundirían con eso... ¡lo mataban!

Y en la zozobra, en las ansias de la espera, el tiempo se eternizaba, las horas se volvían siglos para él.

Sombrío, taciturno, veíasele vagar, errar a la aventura, día y noche perseguido por la incesante obsesión; que le cerraran las puertas, que lo expulsasen, que ignominiosamente, por indigno lo rechazasen.

Le parecía oír el ruido, percibir el sonido seco, el golpe mate de las bolillas al caer, ver que abrían la urna, que salían negras aquellas, y la urna, las bolillas, la comisión erigida en tribunal, todo ese formulismo del secreto, todo ese aparato del voto, involuntariamente despertaba en él una reminiscencia: su examen, la otra urna, el otro tribunal, el robo que cometiera y que había quedado impune. Si la iría a pagar con réditos de esa hecha...   —153→   Si habría justicia... ¿Si sería cierto que había Dios?...

Buscaba en vano tregua a su aflicción, en vano, hacía por no pensar, no recordar, por distraerse, por aturdirse siquiera y bebía, pedía Jerez, Oporto, Champagne en sus comidas.

Ni el vapor capitoso de los vinos, ni la camaradería bulliciosa de sus amigos, ni el vaivén, la confusión, el movimiento de las calles, la pública animación en los paseos, en los cafés, en los teatros, bastaban a arrancarlo de su hondo ensimismamiento; ni aun sus amores mismos, ni aun Máxima, con la que impensadamente, como al acaso, se encontraba, cuyos pasos seguía de una manera mezquina, por el hábito sólo, por la costumbre de seguirlos y en quien detenía como un autómata los ojos, a quien miraba sin ver, inconsciente, sin saber, absorto todo entero en la idea fija.

Llegó a espirar el plazo, sin embargo, llegaron a vencerse los ocho días. En las primeras horas de la noche debía ocuparse de él la comisión; le daría inmediata cuenta Carlos del resultado, se verían ambos a las diez en el Café de París.

  —154→  

Antes de la hora y fatigado ya de esperar, había agotado Genaro su provisión de cigarros, había pedido cognac, chartreuse, anisette, no importaba, lo que se le hubiese antojado al mozo darle, una cosa de ésas, cualquiera con el café... y diarios que había dejado sin leer, doblados sobre la mesa.

Las diez, diez y cuarto, diez y media; abríanse las puertas, de nuevo se cerraban, rechinaban sus goznes, golpeábanse sus hojas, volvía Genaro la mirada inquieta; nada... eran caras extrañas, habituados del café, gente que entraba y que salía... no aparecía el otro, no se le veía asomar.

Equivocaba la hora o el lugar de la cita, entendía que habían hablado del Café de Catalanes... ¿había faltado acaso número?... sí, eso más bien; no había podido reunirse la Comisión por ausencia de alguno de sus miembros... De todos modos, debía habérselo avisado Carlos.

¿O era que lo había echado en olvido, preocupado tan sólo de sus asuntos?... Imposible, habiendo todo lo que le iba a él en la partida...   —155→   ¡habría sido imperdonable de su parte, como para quebrar con él, como para echarlo en hora mala y no volver a hablarle en la vida!...

Por fin, después de esperar en vano hasta las once, notó Genaro que uno de los mozos se acercaba trayendo un papel, como una carta en la mano.

-Esto, señor, me ha entregado hace un instante el portero; dice que lo han dejado para usted.

Encendido de súbito, rojo de emoción, un tinte lívido, terroso de cadáver, bañó luego el semblante de Genaro. Temblaba el papel entre sus dedos; acababa de leer la dirección, era de Carlos la letra...

¿Por qué en vez de ir, le escribía?

Y violentamente, nerviosamente, sin darse él mismo tiempo a más, rasgó el sobre de la carta:

«Mi querido Genaro», pudo ver cómo al través de un humo espeso, varias veces obligado a restregarse los ojos, nos ha ido mal, no   —156→   obstante mi mejor voluntad y mi empeño en obsequio tuyo.

Pero, qué quieres, la gente ésta es así, vana y hueca, hinchada como pavos reales.

Todo lo que he podido obtener es que se dé por retirado o, mejor, por no recibido tu asunto.

Ten calma, filosofía... ¡qué te importa!; por último, ¡vales tú tanto o más que ellos!

Siempre tu amigo,

Carlos.»

Sin haber querido, alentado por un resto de esperanza que, a pesar de todo, no lo abandonaba, sin haberse atrevido a penetrar en lo íntimo de sí mismo, a poner el dedo sobre la dolorosa llaga, tenía Genaro, había tenido siempre una conciencia vaga en el fondo, un oscuro presentimiento, como una oculta intuición del desenlace anunciado.

No fue pues el golpe asestado a traición de la sorpresa, ni el grito honrado que subleva la injusticia, ni el negro abatimiento, ni la honda postración del infortunio; fue el despecho de la envidia,   —157→   la rabia de la impotencia, un bajo estallido de odios, lo que brotó de su labio.

¡Quién los veía, quién los oía a ellos, a todos... de dónde procedían, de dónde habían salido, quiénes habían sido, su casta, sus abuelos!... ¡gauchos brutos, baguales, criados con la pata en el suelo, bastardos de india con olor a potro y de gallego con olor a mugre, aventureros, advenedizos, perdularios, sin Dios ni ley, oficio ni beneficio, de ésos que mandaba la España por barcadas, que arrojaba por montones a la cloaca de sus colonias; mercachifles sus padres, tenderos mantenidos a chorizo asado en el brasero de la trastienda y a mate amargo cebado atrás del mostrador; tenderos, mercachifles ellos mismos!...

¡Y blasonaban de grandes después y pretendían darse humos, la echaban de hidalgos, de nobleza, se ponían cola en el nombre, se firmaban de, hablaban de sus familias, querían ser categoría, aristocracia y lo miraban por encima del hombro y le tiraban con el barro de su desprecio al rostro!...

Aristocracia... ¡qué trazas, qué figuras ésas   —158→   para aristocracia, aquí donde todos se conocían!

¿Él?... Sí, cierto, era hijo de dos miserables gringos él, pero habían sido casados sus padres, era hijo legítimo él, había sido honrada su madre, no era hijo de puta por lo menos, no tenía ninguna mancha de esas encima, mientras que no podían decir todos otro tanto y que levantándoles a muchos de los más engreídos la camisa...

Y nombres propios, nombres y apellidos, ecos recogidos por él en su niñez, cuentos de cocinera comadreando en los mercados, enredos de la chusma de servicio, en las casas donde había tenido entrada la madre en otros tiempos, chismes de criados repetidos por aquella, de noche, en sus conversaciones con el viejo y que él oía; lo que sabía más tarde, lo que se susurraba en las aulas, lo que de sus casas, de sus familias, de sus madres, de sus hermanas murmuraban, unos de otros, entre sí los estudiantes, toda la baja y ruin maledicencia, la moneda corriente de la chismografía callejera, fue como en arcadas saliendo de su boca, como chorros de veneno fue vomitada por él.

  —159→  

Y querían ser aristocracia, y lo habían echado a la calle... repetía... Bendito Dios... ¡no arder la casa con todos ellos adentro!...



  —160→     —161→  

ArribaAbajo- XXIV -

¡Oh!, pero el que lo heredaba no lo hurtaba; eran cabezudos todos los de su cría y sin pizca de vergüenza, para mejor, con tal de sacar tajada.

¡Había perdido una chica, cómo había de ser... tiempo al tiempo... no desesperaba de la revancha; le habían cerrado la puerta, podía muy bien suceder que se les metiese por la ventana!...

Lo único que, pasado el primer momento de rabia, seguía haciéndole escozor, lo que únicamente le estaba dando que pensar, era que fuese a correrse la voz, a divulgarse y a llegar a oídos de la muchacha su pelada de frente...

Muy capaz, con las ínfulas que debía tener, de mirarlo como a perro... Malo entonces,   —162→   entonces sí, trabajo y tiempo perdido... cuestión de volver a las andadas con alguna otra, y desconceptuado, desprestigiado por añadidura, desmonetizado en plaza como metal de mala ley.

Sin duda, decíale Carlos en su carta, que había conseguido retirar en obsequio a él la solicitud, que era como si no lo hubiesen votado. Farsante ese también... ni medio que debía haberse empeñado, le había sacado el cuerpo, lo había dejado colgado no más... mucho le iba a hacer creer, mucha fe le iba a tener... ¡eran cortados todos por la misma tijera!...

Pero aun en el supuesto de que hubiese dicho la verdad, ¿hasta dónde era de fiar eso, de atribuirle importancia, hasta qué punto merecía ser mirado por él como una garantía?

Historias probablemente, partes, faramalla del otro por dorarle la píldora...

No, no había que hacerse ilusiones, de una cosa podía vivir penetrado, convencido, era de que se hallaba solo, solo contra todos en el mundo...

¿La vieja?... No entraba para nada en cuenta su madre, estaba bien donde estaba, allá, en su   —163→   tierra, metida con sus parientes. Como no volviese... ¡un estorbo menos!

Sí, universalmente mal visto y mal querido, nunca, de nadie le sería dado esperar apoyo ni concurso y librado a su propio esfuerzo, a su sola acción, debía no pararse en pelos él, hasta entrar por el aro del diablo, si a mano venía; todos los medios eran buenos, todos sin excepción, dispuesto, resuelto como se encontraba.

¿Qué situación era entretanto la suya?

Lastimosamente, desde luego, perdía el tiempo. Eso de pasárselo de ojito con la otra, podía haber estado muy bueno y muy divertido y muy bonito como exordio, para empezar, pero a nada conducía, nada significaba a la larga, era en suma cosa de criaturas, de tilingos.

Y pobre, tirando lo poco que tenía, en camino de quedarse antes de mucho en media calle y rechazado ahora del Club, con esa vergüenza, con esa afrenta más sobre el alma, ¿le convenía dejarse andar, perdida la esperanza, además, la ocasión de acercarse a Máxima, de hablar con ella en los bailes?

  —164→  

Cuanto antes debía ver, debía tratar de metérseles a los viejos en la casa.

¿Cómo? No lo sabía. ¿Que alguien lo presentara? A nadie conocía que tuviera relación con la familia. ¿Buscar quién la tuviese? No, estaba curado, escamado ya; no quería exponerse a otro desaire, a sufrir un nuevo chasco.

Luego, ir así, hacerse llevar oficialmente, porque sí, acusaba ciertos aires, cierta dosis de vanidad, de pretensión, que bien podía perjudicarlo, colocarlo en mal punto de vista, en mal concepto a los ojos de la familia.

Entraría a indagar, naturalmente, a informarse, a temar, cavilar el viejo. Quién era el tipo, el quidam ése, qué quería, qué andaría buscando en su casa, no sería de fijo ni a él ni a su mujer sino a su hija, a la muchacha probablemente.

Y claro, no faltaría, como no faltaba nunca, un oficioso, un comedido que le fuese con el chisme y lo pusiese en autos.

No, no era ésa la manera; las vueltas, los rodeos, la línea curva solían ser el camino más corto y más derecho. Encontrar un motivo, una razón, alguna excusa, entrar como sin querer,   —165→   como obligado y, haciéndose el mansito, el humilde, el mosca muerta, a fuerza de arte, de maña y zorrería, concluir por ganarle el lado de las casas, por cortarle el ombligo a toda esa gente.

Una comisión, alguna fiesta, algún concierto a beneficio de los pobres..., cualquiera suscripción, recolección de fondos..., algo, algo así, para que le ofreciesen la casa...



  —166→     —167→  

ArribaAbajo- XXV -

Veraneaba la familia de Máxima en una quinta de los contornos de Belgrano.

Al caer la tarde de uno de esos días sofocantes de diciembre, bajo el corredor, al este, hallábase reunida la joven con sus padres; respiraban en una tregua del calor barrido por la brisa fresca de la virazón.

Una nube espesa de polvo, al pie de la barranca, tras del cerco de cañas del camino, como si hubiese parado allí el carruaje que la levantaba, empezó poco a poco a disiparse.

Y, momentos después, en efecto, un hombre aparecía, penetraba con paso incierto y cauteloso, como pisando en vedado, tendía el cuello, paseaba   —168→   la mirada, se detenía, de nuevo volvía a avanzar, subía, se aproximaba, siguiendo las eses de una senda, sugiriendo vagamente en su ademán, en su andar, la idea del andar escurridizo de las culebras.

Notando de pronto la presencia de los habitantes de la casa, ocultos hasta entonces a su vista por las plantas del jardín:

-Perdón, señor -dijo a la distancia en tono suave, con acento tímido y pegajoso, dirigiéndose al padre de Máxima-, acaba de sucederme una pequeña contrariedad, un pequeño accidente en mi carruaje, un tornillo que he perdido, que ha caído de la vara... es poca cosa, casi nada, lo bastante, sin embargo, para que no me sea posible continuar.

Algo, un pedazo cualquiera de cordel, con que asegurar la vara me bastaría y he tenido el atrevimiento, me he tomado la libertad de entrar...

-Ha hecho usted muy bien, señor, inmediatamente voy a mandar, dígnese sentarse entretanto, sírvase aguardar un instante.

Y llamando a una de las personas de servicio, al cochero de la casa, ordenó que éste bajara y   —169→   sin pérdida de tiempo, se ocupase del arreglo del carruaje.

-Un millón de gracias, señor, pero... temo de veras molestar, ser indiscreto y pido a ustedes, desde luego, mil perdones.

-Absolutamente, señor... -Un cambio de palabras, de frases banales se siguió; el tema obligado de los que hablan entre sí por vez primera y nada quieren o nada tienen que decirse.

Máxima sola guardó silencio, encendida la mejilla, la vista esquiva, como en un nervioso desasosiego de toda ella.

Diez minutos después, sin embargo, anunciaban hallarse listo el carruaje. Su dueño entonces, sin esperar a más, poniéndose de pie y sacando del bolsillo su tarjeta:

-Reitérole, señor, mi más sincero agradecimiento -dijo-, usted en mí a un humilde servidor.

-Ésta es su casa caballero; estamos aquí a las órdenes de usted.

Y atentamente, desde el borde de la barranca, despidió el viejo a su huésped.

«Genaro Piazza», leía de vuelta, al dirigirse de   —170→   nuevo junto a su mujer y su hija:

-No conozco, no sé quién pueda ser... pero parece muy bien el joven, muy fino y muy decente...

-¡Magnífico, espléndido, impagable! -exclamaba el otro para sí saltando en su asiento de alegría, mientras, suelta la rienda del caballo, alejábase envuelto entre el torbellino de polvo del camino.



  —171→  

ArribaAbajo- XXVI -

Aprovecharse ahora, a no dejar que se entibiara, volver cuanto antes, sobre el rastro, dos o tres días después.

Sí, pero volver... aquí estoy porque he venido... muy suelto de cuerpo, de visita, como de la casa, de la relación, como criados juntos... ¿Y qué significaba, quién lo metía, a asunto de qué?

¡Hum!... medio así, medio turbio, medio feo, no muy católico estaba eso... era como para que desconfiara el padre y abriese el ojo.

¡Valiente casualidad, rompérsele el coche tan luego en la misma puerta y qué rotura! ¡Vaya unas ganas, un entusiasmo, valido de que por política,   —172→   por cumplimiento nada más, salían ofreciéndole la casa, soplarse a renglón seguido!...

Era decididamente más difícil entrar por la puerta abierta, volver la segunda vez que haber estado la primera.

Pero vería, pasaría, nada le costaba, era de todos la calle, tal vez lo esperara Máxima en el jardín, en la barranca, tenía tiempo de pensarlo sobre todo y de decidirse o no.



  —173→  

ArribaAbajo- XXVII -

Moderó su marcha a la distancia; avanzaba al tranco el carruaje, perplejo, irresoluto su dueño.

¿Sujetaría, entraría? Podía hacerlo, le habían dado ese derecho, iba sin duda alguna a recibirlo la familia, no peligraba de seguro que lo echasen a la calle con cajas destempladas... pero... ¿de qué les hablaría él, sobre qué conversaría, cómo explicar su presencia allí, sin causa, sin pretexto ahora?

Aproximábase entretanto, iba llegando ya, iba a cruzar frente al portón de entrada. Habríase dicho desierta la quinta, inhabitada; a nadie se distinguía, un gran silencio reinaba. ¡Sí, qué canejo,   —174→   a Roma por todas partes, de los osados era el mundo!...

Y, como si una mano extraña empuñara las riendas del carruaje, siguió éste andando, sin embargo, continuó Genaro, al trote de su caballo, con dirección a Belgrano.

Tocaba, frente a la estación, una banda de música en momentos en que él llegaba. Bajo la doble fila coposa de las calles de paraísos, numerosa afluencia de personas se notaba, familias que residían durante los meses de verano en el pueblito, otras que salían de la ciudad en sus carruajes, gente que iba a caballo o en el tren.

Acá y allá, sobre los bancos de paseo, diseminadas las madres; reunidas las hijas entre sí, yendo y viniendo, estacionando por grupos de amigas en sociedad de jóvenes, de «mozo». Se acariciaban ellas, se tomaban de la cintura, unas sobre otras, mimosamente se recostaban, balanceaban el cuerpo, apretábanse la mano, jugueteaban con flores en los labios. Ellos risueños, animados, decidores, afectando a ratos inclinarse, cambiar con gesto picaresco al oído de sus vecinas alguna palabra breve, alguna frase furtiva.

  —175→  

Y fumaban, hasta tabaco negro fumaban entretanto, y era destemplado y chillón todo aquello, el tono de las voces y de los colores, confundido con el tono de la banda chillón y destemplado.

¿Estaría Máxima allí? Bajó Genaro, buscó, uno a uno observó los grupos, recorrió en todo sentido las calles del paseo; cuando luego de trascurrido largo rato y de haber ya perdido la esperanza de dar con ella, entre lo espeso de la concurrencia, creyó a lo lejos atinar a distinguirla.

Sí, con la madre; venía hacia a él, vestida de foulard de la India a cuadro escocés, dominando apenas el azul marino entre las tintas apagadas y sombrías de la estofa; ceñido, de relieve el talle; la pollera estrecha, caída simplemente, sin adorno; perdida la pesada masa de su pelo negro, bajo el ala de un sombrero de paja oro antiguo y terciopelo. Dejaba ver el pie coquetamente, entrever, presentir más bien, al caminar, el nacimiento de la pierna en la seda violeta de sus medias.

Pasaron. Sonriéndose, con gesto amable, había retribuido el saludo de Genaro la señora. Volvieron   —176→   a pasar; Máxima y él se miraron... como sabían mirarse.

Y timorato, aprensivo, sin embargo, cobarde, con una cobardía austera de avaro, no quiso dejarse estar.

¿Por qué precipitarse, a qué apresurar la marcha de los sucesos? No, despacio, poco a poco era mejor; con tiento, con prudencia, con cautela... no veía la necesidad de andar llevándose todo por delante...

Ahora, especialmente, que sabía, que seguro estaba de encontrarlas los jueves y los domingos a esa hora. Aunque no quisiese la madre, tendría que ir, llevada, arrastrada por la hija... Y no había de faltar ocasión después, una oportunidad cualquiera, alguna coyuntura favorable, que le permitiese acercarse sin violencia, como una cosa natural, como llevado de la mano, como que cayera de su peso hacerlo así.



  —177→  

ArribaAbajo- XXVIII -

Tal cual habíaselo imaginado y lo anhelaba, un día de fiesta, en que, por excepción, llegó a ser más numerosa la asistencia, oyó Genaro que murmuraba la madre de Máxima al cruzar junto a él:

-Me sentaría, ¿dónde, si están todos llenos los asientos?

-Aquí señorita... permítame señora... -diose prisa a exclamar aquel poniéndose de pie bruscamente.

-No, señor, de ningún modo... ¿y usted?

-¡Oh! yo... no se ocupe usted de mí.

-Es mucha amabilidad, mucha galantería la   —178→   suya y le agradezco y acepto señor, porque me siento de veras algo fatigada.

¿Acababa de hablar la vieja sin echar de ver que se hallaba cerca de él, o con su intención lo había hecho, cansada de andar rodando, se había valido de ese medio para que le cediese el asiento?

Casualidad o no, ¿qué le importaba?... Estaba rota la escarcha, había pasado el Rubicón, ¡podía apretar ahora las clavijas!...

Y a pretexto una vez más de la invocada fatiga de la señora, en momentos de retirarse ésta con su hija, ofreciose Genaro a conducirla hasta el carruaje:

-Hemos venido a pie, estamos tan cerca...

-Con más razón entonces, dígnese usted apoyarse en mí, señora, tomar mi brazo.



  —179→  

ArribaAbajo- XXIX -

Admitido a frecuentar la casa, aceptado por la familia, una intimidad, una confianza, cada vez mayor, insensiblemente se establecía.

No que fuera ésta provocada por Genaro, que tratase él de imponerse, que su conducta, su actitud, hubiesen nunca acusado de su parte el más ligero desmán, la más pequeña licencia. Lejos de eso, medido siempre y circunspecto, reservado, retraído en presencia de los padres, pecando más bien por un exceso de timidez y de modestia, hacía como por estudio gala de conservarse humilde a la distancia.

Era una monada el joven, solía decir hablando de él la señora, tan atento, tan amable y   —180→   tan formal al mismo tiempo... no había cuidado de que se excediese, de que se propasase en lo más mínimo ése, no era como otros atrevidos, sabía darse su lugar.

Sí, cierto, convenía el padre, parecía bueno el muchacho, discreto, serio, decente, muy hombrecito... y no era tonto tampoco.

Sin duda, otros miembros y allegados de la familia, parientes, amigos, que estaban más o menos al corriente de lo que a la vida de Genaro se refería, encontraban extraña, inexplicable, la facilidad con que había sido éste acogido, y los avisos, las advertencias, las reflexiones y consejos naturalmente no escaseaban.

¿Qué, no sabían? Se decía que era hijo de un tal y de una cual, se hablaba muy mal de él, había tenido la audacia, el atrevimiento de hacerse presentar de socio al Progreso y le habían echado por supuesto bola negra; sus mismos compañeros lo miraban en menos, los mismos de su edad, era un tipete en fin, en ninguna parte, en ninguna casa decente visitaba, sólo ellos lo recibían.

¡Calumnias -exclamaba, tomando la defensa de   —181→   Genaro indignada la señora-, mentiras, habladurías, la envidia no más que le tenían!...

Pero era vago, indeterminado lo que se decía, observaba a su vez tranquilamente el marido, ningún cargo directo veía él formulado contra el joven, ningún acto desdoroso, ninguna mala acción de que se pretendiese hacerlo responsable.

Que era de origen humilde, y bien, ¿qué querían significar con eso? Tanto mayor mérito de parte suya si, no obstante la condición de sus padres, había sabido abrirse paso y elevarse a otro nivel.

¿Qué lo habían rechazado del Club? Muy mal hecho desde el momento que nada podían reprocharle, que nada demostraba que no fuese personalmente digno y honorable...

No, no lo satisfacía, todo eso no bastaba, para que se creyese, en conciencia, autorizado a despedirlo de su casa, para darle a él tal derecho. Había indudablemente de por medio mucha mala [vo]luntad, mucho de injusto, de infundado. No [sabía] por qué se ensañaban así contra el pobre mozo.

  —182→  

Sobre todo, no lo quería para marido de su hija él... ¡que lo dejaran quieto!...

Y ocupado de sus negocios, saliendo con frecuencia, yendo a la ciudad, concurriendo de día, a la Bolsa, de noche a la Sociedad Rural entre cuyos miembros figuraba, con frecuencia también acontecía que llegasen a encontrarse solos en la quinta la señora y Máxima.

La madre misma, en el concepto favorable, en la alta idea que de Genaro abrigaba, en la confianza ilimitada y ciega que había sabido éste inspirarle, solicitada por las mil atenciones de su casa, no vacilaba en ausentarse de la sala o del jardín, en tolerar sin sombra de recelo que, solos ambos, permaneciese largas horas junto a su hija.

¡Oh! ¡y no había perdido su tiempo él; lejos hallábase ahora de la época de sus platónicos festejos, de sus vanos y pueriles amoríos, un día y otro día concretado, reducido a contemplarla y a seguir su huella a la distancia!...

Era más que la dulce confesión, que la mágica palabra de silla a silla cambiada, más que la frase al oído murmurada en la tibia caricia del aliento, buscando otro pie el pie, oprimida la mano entre   —183→   otra mano; era más que el beso hurtado, de sorpresa arrebatado; era el beso prodigado, querido, exigido en la fiebre avarienta del deseo, en el voraz incendio de la sangre.

Y más aún, todo habría sido, sin las postreras aprensiones, sin las alarmas supremas de la virgen:

-Sí, tesoro, sí chinita, déjame, ¡mira cómo me pones, cómo sufro, no seas mala, no seas cruel!...

-No, eso no, no quiero... ¡nunca, eso jamás!



  —184→     —185→  

ArribaAbajo- XXX -

Pero había de ser, tenía que suceder un día u otro no más, por mucho que no quisiese sucedería, no se había de ir muy lejos.

¡Bien conocía los bueyes con que araba, bien sabía a qué atenerse, el papel que desempeñaba, cómo era recibido él por la familia, que no hacían más que tolerarlo los viejos, que lo admitían como de lástima, que lo miraban como a bicho inofensivo, como a una especie de cuzco de la casa, que lo tenían en cuenta de zonzo!

Pero así intentara arrancarse la careta y mostrar las uñas... ¡zas!... lo agarraba el padre de una oreja lo echaba a puntapiés, como sonaba...

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No, no había más, no había otro medio, era necesario que cayese la muchacha, que llegase Máxima a ser suya... ¡Y él les había de preguntar, ya verían entonces lo que era bueno!... ¿Qué más remedio les quedaba de miedo de un campanazo, de un escándalo mayúsculo que amuyar y soltar prenda?

¡Ni qué más iban a pretender ni qué más querían últimamente... hasta un favor les hacía con casarse, por muy bien servido podían darse de que, una vez embromada la individua, quisiese él cargar con ella!...

La ocasión... eso, eso, sobre todo le faltaba. Por muy confiada, por muy alma de Dios que fuese la señora, en la casa era imposible, muy difícil, muy expuesto. Una puerta abierta, un espejo, un descuido, algún sirviente, todo, a cada paso, podía venderlos, descubrirlos y, ¡claro! se lo pasaba Máxima azorada, en un continuo dar vuelta, en un continuo mirar y levantarse, ir a espiar.

¿Salir?... no había de querer... ni había de poder, nunca salía sin la madre, y sin embargo, ¡qué pichincha para él pescarla sola por ahí, en alguna parte... en un baile de máscaras, por ejemplo,   —187→   con ocasión del Carnaval que se acercaba, en uno de los bailes de Colon, ya que al Club no podía ir!...

Recordaba haberle oído que la habían invitado a salir en comparsa unas amigas, pero que ella se había negado, por él, porque se imaginaba que no le había de gustar.

Le diría que no fuera tonta y que aceptase, le sometería su plan: estando todas en el Club, se les ocurría de pronto ir a Colón, a ver, a curiosear; un antojo, un capricho, una viaraza de muchachas, consentida, en esos días de locura y de licencia en que todo era permitido.

No se trataba de una cosa del otro mundo en suma; que lo intentara, que hablara con las otras, podían verse ellos así, pasar juntos los dos una parte de la noche.

Lo demás, las intenciones que llevaba él, eso allá para después, ésas eran cuentas suyas...



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ArribaAbajo- XXXI -

Alcanzaba el oído a percibir de lejos como la sorda crepitación de un horno; abiertas las ventanas, todas, de par en par, como en montones por ellas caía, derramábase la luz sobre la plaza; ganduleaban los curiosos ocupando las veredas frente a las puertas de reja de la entrada; la chusma de pilluelos, traficantes de contraseñas, pululaba en media calle y, al ir a penetrar, repleto todo de gente hasta el vestíbulo, un tufo se sentía caliente y fétido, salía del teatro en bocanadas como el aliento hediondo de una fiera.

Aumentaba el rumor, crecía el tumulto, subía de diapasón, llegaba a ser algazara, una algazara   —190→   infernal adentro; no en la sala, no en el vasto desplayado del proscenio y la platea, donde moros y cristianos confundidos, turcos, condes y pastoras en amoroso consorcio, silenciosa y gravemente y zurdamente se zarandeaban, hamacaban el cuerpo al compás de las mazurcas y habaneras. Apenas el falsete atiplado de algún mocito compadre llegaba a arrojar una nota agria en el conjunto, o perturbaba el orden por acaso el momentáneo tropel de alguna riña.

Era arriba el tole-tole, eran en el foyer, en los salones, el barullo, el alboroto, los chillidos, el bullicioso entrevero, el cotorreo enervante, exasperante, de dos mil mujeres criollas disfrazadas, desatadas al amparo del disfraz...

Un grupo de dominós en número de ocho a diez, blancos, pugnaba por abrirse paso, lograba a duras penas penetrar hasta el salón de la esquina.

Juntos todos, paseaban como extrañados la mirada. Si un hombre acertaba de paso a hablarles, bruscamente con un movimiento de muñecos de resorte, volvían la espalda, se   —191→   estrechaban más aún, sin contestar, soltando algunos la risa bajo el antifaz, una risa nerviosa y sofocada.

Dos, sin embargo, como indecisos y entre ellos consultándose, luego de hablar, de cuchichear al oído un corto instante, desprendiéronse de los otros, aproximáronse a Genaro.

Los observaba éste, de lejos, fijamente, apoyado a una de las columnas del salón.

-Dame tu brazo -díjole uno.

-Con mucho gusto.

-Gracias, querida, y hasta luego entonces.

Ya ves, he cumplido -prosiguió el dominó- Máxima -tomando el brazo de su novio, ambos alejándose-, y no ha sido sin trabajo, te lo juro. No quería por nada mamá, decía que era un loquero el nuestro, que no tenía pies ni cabeza venir nosotras a Colón; pero tanto hemos rogado, insistido y suplicado, que he conseguido por último que nos acompañe y ahí está, la pobre, con otra señora más sentada en el foyer, esperándonos.

Vamos a dar una vuelta no más, mi viejo, ¿eh? No voy a poder quedarme, no voy a poder estar   —192→   mucho contigo; nos han traído con esa condición y hemos convenido en reunirnos dentro de un momento con las otras.

-¿Es ésa la manera de probarme tu cariño, llegas apenas y ya te quieres ir?

-¡Ingrato, di que he hecho poco por ti!

-Lo que digo es que la tengo a usted señora y que no la suelto así no más, a dos tirones.

-Es que no puedo, mi hijito, que van a andar buscándome mis compañeras, que va a estar con cuidado mi madre si me tardo...

-Con ir a verla a tu mamá...

-No, no, ¿para qué? puede caer en cuenta, desconfiar, figurarse que todo mi empeño no ha sido sino por encontrarme contigo; no, que no sepa, mejor que no.

-Pero el tiempo, mi vida, de pasar media hora a tu lado, juntos los dos, de que veas algo por lo menos de este infierno...

No se puede ni caminar, ni respirar acá; hace un calor insoportable y están llenos de gente los balcones; ven, salgamos.

-¿Dónde?

  —193→  

-Donde yo quiera llevarla y cállese la boca y obedezca.

Bajaron la escalera de la plaza, caminaron hasta la esquina, de nuevo entraron por el Café, cruzaron el vestíbulo, siguieron a la izquierda, se detuvieron frente a una puerta; había sacado una llave Genaro.

-¿Qué haces?

-Ya lo ves, abrir y entrar.

Vamos a estar aquí como unos príncipes, solitos los dos tras de la reja.

-¿Y no verán, no se alcanzará a distinguir?

-¡Cómo quieres que se vea, sin luz adentro!

Uno junto a otro sentáronse en la penumbra, en la oscuridad del fondo del palco; Genaro atrás, hacia adelante Máxima.

-Sácate la careta -le pasaba, le deslizaba, al hablarle, el brazo por la cintura-. Un siglo me parece que hace, mi china, que no te miro... y que no te beso.

La atraía, la estrechaba él entretanto; ella quería, se dejaba. Un instante, de cerca, los dos se contemplaron y sus bocas de pronto se juntaron, sus ojos se entrecerraron, largamente,   —194→   deliciosamente, como quien bebe, seco de sed.

-Bueno, ¿basta no? Estese con juicio ahora, como niñito bien criado y déjeme ver la función.

¡Qué figuras santo Dios, qué cacherío de mujeres éstas... y hasta sucias, che!...

Ella continuó charlando, criticando, ocupándose del público, del baile; él teniéndola abrazada; le decía que la quería, le daba besos él, de vez en cuando, en el pescuezo, debajo de la oreja; se estremecía ella toda, se encogía; uno a uno, empezó con suavidad a desprenderle los botones de la bata él; íbasela de nuevo abotonando ella:

-Vaya... quieto... estese quieto, quietito le digo... -en una dulce languidez, perezosamente, como dormitando repetía.

Turbaba, embargaba el aire los sentidos; marcaba un olor acre a sudor y a patchoulí, podía provocar el asco o el deseo, como repugnan o incitan a comer ciertos manjares. Pasaban entrelazadas como hechas trenzas las parejas. Un hombre y una mujer, cerca, allí, se manoseaban. La orquesta terminaba el vals de Fausto.

Bruscamente se sintió, se vio arrojar, echar de   —195→   espaldas Máxima a lo ancho del sofá, empujada por Genaro, y él sobre ella:

-¿Qué?... ¡no!... -balbuceó azorada.

-¡Cállate, que si te oyen, que si nos ven, se arma un escándalo!

Crujieron los elásticos, hubo un rumor sordo y confuso, un ruido ahogado de lucha, luego un silencio.

-¡Es un infame usted, es un miserable! -exclamó Máxima de pie en medio del palco, reparando el desorden de su traje, alzando del suelo su careta. Tenía el aliento afanoso, conmovida la voz, las manos le temblaban.

-Lléveme arriba, donde está mi madre.

-Máxima...

-Lléveme.

-Pero hija...

-Lléveme repito o me voy sola.

Quiso darle su brazo él; retrocedió un paso cruzando los suyos ella.

-Siga, camine.

Y como él, remiso, no se apresurara:

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-¿Qué, no me oye? ¡camine, salga le digo!

Ancho, hueco de orgullo, un orgullo brutal de macho satisfecho, iba riéndose en sus propias barbas Genaro; pensaba: se le ha de pasar...