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En torno al casticismo

Miguel de Unamuno






ArribaAbajoI.- La tradición eterna

Tomo aquí los términos castizo y casticismo en la mayor amplitud de su sentido corriente.

Castizo deriva de casta, así como casta del adjetivo casto, puro. Se aplica de ordinario el vocablo casta a las razas o variedades puras de especies animales, sobre todo domésticas, y así es como se dice de un perro que es «de buena casta», lo cual originariamente equivalía a decir que era de raza pura, íntegra, sin mezcla ni mesticismo alguno. De este modo, castizo viene a ser puro y sin mezcla de elemento extraño. Y si tenemos en cuenta que lo castizo se estima como cualidad excelente y ventajosa, veremos cómo en el vocablo mismo viene enquistado el prejuicio antiguo, fuente de miles de errores y daños, de creer que las razas llamadas puras y tenidas por tales son superiores a las mixtas, cuando es cosa probada, por ensayos en castas de animales domésticos y por la historia además, que si bien es dañoso y hasta infecundo, a la larga, todo cruzamiento de razas muy diferentes, es, sin embargo, fuente de nuestro vigor y de progreso todo cruce de castas donde las diferencias no preponderen demasiado sobre el fondo de común analogía.

Se usa lo más a menudo el calificativo de castizo para designar a la lengua y al estilo. Decir en España que un escritor es castizo, es dar a entender que se le cree más español que a otros.

Escribe claro el que concibe o imagina claro, con vigor quien con vigor piensa, por ser la lengua un vestido transparente del pensamiento; y hasta cuando uno, preocupado con el deseo de hacerse estilo, se lo forma artificioso y pegadizo, delata un espíritu de artificio y pega, pudiendo decirse de él lo que de las autobiografías, que aun mintiendo revelan el alma de su autor. El casticismo del lenguaje y del estilo son, pues, otra cosa que revelación de un pensamiento castizo. Recuerde a este propósito el lector cuáles son, entre los escritores españoles de este siglo, los que pasan por más castizos, y cuáles, por menos, y vea si entre aquéllos no predominan los más apegados a doctrinas tradicionales de vieja capa castellana, y entre los otros los que, dejándose penetrar de cultura extraña, apenas piensan en castellano.

Pienso ir aquí agrupando las reflexiones y sugestiones que me han ocurrido pensando en torno a este punto del casticismo, centro sobre que gira torbellino de problemas que suscita el estado mental de nuestra patria. Si las reflexiones que voy a apuntar logran sugerir otras nuevas a alguno de mis lectores, a uno solo, y aunque sólo sea despertándole una humilde idea dormida en su mente, una sola, mi trabajo tendrá más recompensa que la de haber intensificado mi vida mental, porque a una idea no hay que mirarla por de fuera, envuelta en el nombre para abrigarse y guardar la decencia; hay que mirarla por de dentro, viva, caliente, con calma y personalidad. Sé que en el peor caso, aunque estas hojas se sequen y pudran en la memoria del lector, formarán en ella capa de mantillo que abone sus concepciones propias.

Lo más de lo que aquí lea le será familiarísimo. No importa. Hace mucha falta que se repita a diario lo que a diario de puro sabido se olvida y piense el lector en este terrible y fatal fenómeno. Me conviene advertir, ante todo, al lector de espíritu notariesco y silogístico, que aquí no se prueba nada con certificados históricos ni de otra clase, tal como él entenderá la prueba; que esto no es obra de la que él llamaría ciencia; que aquí sólo hallará retórica el que ignore que el silogismo es una mera figura de dicción. Me conviene también prevenir a todo lector respecto a las afirmaciones cortantes y secas que aquí leerá y a las contradicciones que le parecerá hallar. Suele buscarse la verdad completa en el justo medio por el método de remoción, via remotionis, por exclusión de los extremos, que con su juego y acción mutua engendran el ritmo de la vida, y así sólo se llega a una sombra de verdad, fría y nebulosa. Es preferible, creo, seguir otro método, el de afirmación alternativa de los contradictorios; es preferible hacer resaltar la fuerza de los extremos en el alma del lector para que el medio tome en ella vida, que es resultante de lucha.

Tenga, pues, paciencia cuando el ritmo de nuestras reflexiones tuerza a un lado, y espere a que en su ondulación tuerza al otro y deje se produzca así en su ánimo la resultante, si es que lo logro.

Bien comprendo que este proceso de vaivén de hipérboles arranca de defecto mío, mejor dicho, de defecto humano; pero ello da ocasión a que el lector colabore conmigo, corrigiendo con su serenidad el mal que pueda encerrar tal procedimiento rítmico de contradicciones.


- I -

Elévanse a diario en España amargas quejas porque la cultura extraña nos invade y arrastra o ahoga lo castizo, y va zapando poco a poco, según dicen los quejosos, nuestra personalidad nacional. El río, jamás extinto, de la invasión europea en nuestra patria aumenta de día en día su caudal y su curso, y al presente está de crecida, fuera de madre, con dolor de los molineros a quienes ha sobrepasado las presas y tal vez mojado la harina. Desde hace algún tiempo se ha precipitado la europeización de España; las traducciones pululan que es un gusto; se lee entre cierta gente lo extranjero más que lo nacional, y los críticos de más autoridad y público nos vienen presentando literatos o pensadores extranjeros. Algunos hay que han hecho en este sentido por la cultura nacional más que en otro cualquiera, abriéndonos el apetito de manjares de fuera, sirviéndonoslos más o menos aderezados a la española. Y hasta Menéndez y Pelayo, «español incorregible que nunca ha acertado a pensar más que en castellano» (así lo cree por lo menos cuando lo dice), que a los veintiún años, «sin conocer del mundo y de los hombres más que lo que dicen los libros», regocijó a los molineros y surgió a la vida literaria, defendiendo con brío en La Ciencia Española la causa del casticismo, dedica lo mejor de su Historia de las ideas estéticas en España, su parte más sentida, a presentarnos la cultura europea contemporánea, razonándola con una exposición aperitiva. Cada vez se cultivan más las lenguas vivas, hay muchos ya que casi piensan en ellas, y aun cuando prescindamos de los efectos que han dado ocasión a que corra por ahí y se utilice un Diccionario de galicismos, nos hallamos a menudo con escritores que escriben francés traducido a un castellano de regular corrección gramatical.

«¡Mi yo, que me arrancan mi yo!», gritaba Michelet, y una cosa análoga gritan los que, con el agua al cuello, se lamentan de la crecida del río. De cuando en cuando, agarrándose a una mata de la orilla, lanza algún reacio conminaciones en esa lengua de largos y ampulosos ritmos oratorios que parece se hizo de encargo para celebrar las venerandas tradiciones de nuestros mayores, la alianza del altar y el trono y las glorias de Numancia, de Las Navas, de Granada, de Lepanto, de Otumba y de Bailén.

Más bajo, mucho más bajo y no en tono oratorio, no deja de oírse a las veces el murmullo de los despreciadores sistemáticos de lo castizo y propio. No faltan entre nosotros quienes, en el seno de la confianza, revelan hiperbólicamente sus deseos manifestando un voto análogo al que dicen expresó Renán cuando iban los alemanes sobre París, exclamando: «¡Que nos conquisten!». Estaría, sin duda, pensando entonces el historiador del pueblo de Israel en aquella doctrina con tanto amor puesto por él de realce, en aquella doctrina de anarquismo y de sumisión de que fue profeta Jeremías en los días del rey Josías, al pedir que los israelitas se sometieran al yugo de los caldeos para que, purificados en la esclavitud y el destierro de sus disensiones y vicios internos, pudieran llegar a ser el pueblo de la justicia del Señor.

Mas no hace falta conquista, ni la conquista purifica, porque a su pesar, y no por ella, se civilizan los pueblos. No hizo falta que los alemanes conquistaran a Francia; sirvió la paliza del 70 de ducha que hiciera brotar y secarse las corrupciones del segundo Imperio. Para nosotros tuvo un efecto análogo la francesada. El Dos de Mayo es en todos sentidos la fecha simbólica de nuestra regeneración, y son hechos que merecen meditación detenida, hechos palpitantes de contenido, el de que Martínez Medina, el teorizante de las Cortes de Cádiz, creyera resucitar nuestra antigua teoría de las Cortes mientras insuflaba en ella los principios de la Revolución francesa, proyectando en el pasado el ideal del porvenir de entonces, el que un Quintana cantara en clasicismo francés la guerra de la Independencia y a nombre de la libertad patria, libertad del 89, y otros hechos de la misma casta que éstos. La invasión fue dolorosa; pero para que germinen en un suelo las simientes no basta echarlas en él, porque las más pudren o se las comen los gorriones; es preciso que antes la reja del arado desgarre las entrañas de la tierra, y al desgarrarla suele tronchar flores silvestres que al morir regalan su fragancia. Si el arador es un Burns se enternece y dedica un tierno recuerdo poético, una lágrima cristalizada, a la pobre margarita segada por la reja, pero sigue arando, y así sus prójimos sacan de su trabajo pan para el cuerpo y reposo para el alma, mientras la margarita, podrida en el surco, sirve de abono.

Lo mismo los que piden que cerremos o poco menos las fronteras y pongamos puertas al campo, que los que piden más o menos explícitamente que nos conquisten, se salen de la verdadera realidad de las cosas, de la eterna y honda realidad, arrastrados por el espíritu de anarquismo que llevamos todos en el meollo del alma, que es el pecado original de la sociedad humana, pecado no borrado por el largo bautismo de sangre de tantas guerras. Piden un nuevo Napoleón, un gran anarquista, los que tiemblan de las bombas del anarquismo y mantienen la paz armada, fuente de él.

Es una idea arraigadísima y satánica, sí, satánica, la de creer que la subordinación ahoga la individualidad, que hay que resistirse a aquélla o perder ésta. Tenemos tan deformado el cerebro, que no concebimos más que ser o amo o esclavo, o vencedor o vencido, empeñándonos en creer que la emancipación de éste es la ruina de aquél. Ha llegado la ceguera al punto de que se suele llamar individualismo a un conjunto de doctrinas conducentes a la ruina de la individualidad, a manchesterismo tomado en bruto. Por fortuna, la esencia de éste cuando nació potente fue el soplo de la libertad y la desaparición de las trabas artificiales, de las cadenas tradicionales; aquel «dejad hacer y dejad pasar», que predicaron los economistas ortodoxos, traerá la ley natural que ellos buscaban, la verdadera y honda ley natural social, la que ha producido la sociedad misma, su ley de vida, la ley de solidaridad y subordinación. Más que ley natural es ésta sobrenatural, porque eleva la Naturaleza al ideal, naturalizándola más y más. Pero así como los que hoy se creen legítimos herederos del manchesterismo porque guardan su cadáver, se alían a los herederos de los que le combatieron, y se alían a éstos para ahogar el alma de la libertad que el manchesterismo desencadenó, así conspiran a un fin los que piden muralla y los que piden conquista. Querer enquistar a la patria y que se haga una cultura lo más exclusiva posible, calafateándose y embreándose a los aires colados de fuera, parte del error de creer más perfecto al indio que en su selva caza su comida, la prepara, fabrica sus armas, construye su cabaña, que al relojero parisiense, que, puesto en la selva, moriría acaso de hambre y de frío. Hay muchos que llaman preferir la felicidad a la civilización el buscar el sueño; hay muchos en cuyo corazón resuena grata la voz de la tentación satánica que dice: «O todo o nada».

Es cierto que los que van de cara al sol están expuestos a que los ciegue éste; pero los que caminan de espaldas por no perder de vista su sombra de miedo de perderse en el camino, ¡creen que la sombra guía al cuerpo!, están expuestos a tropezar y caer de bruces. Después de todo, aun así, caminan hacia adelante, porque el sol del porvenir les dibuja la sombra del pasado.




- II -

Piden algunos ciencia y arte españoles, y éste es el día en que, después de oírles despacio, no sabemos bien qué es ello... ¡Se llama ciencia a tantas cosas, y a tantas se llama arte! Dicen los periódicos que la ciencia dice esto o lo otro cuando habla un hombre, ¡como si la ciencia fuera un espíritu santo!, y aunque nadie, si se para a pensar, cree en tan grosera blasfemia, las gentes no se paran de ordinario a pensar y arraigan en la impunidad los disparates. Los más atroces, aquellos de que se apartan de todos si los ven desnudos, sirven de base a razonamientos de todos, dan vida a argumentos seudorrazones que engendran a su vez violencias y actos de salvajismo.

A todos nos enseñan lo que es ciencia, y lo olvidamos al tiempo mismo que lo estamos aprendiendo, en un solo acto. Olvidamos que la ciencia es algo vivo, en vías de formación siempre, con su fondo formado y eterno y su proceso de cambio.

De puro sabido se olvida que la representación del mundo no es idéntica en los hombres, porque no son idénticos ni sus ambientes ni las formas de su espíritu, hijas de un proceso de ambientes. Pero si todas las representaciones son diferentes, todas son traducciones de un solo original, todas se reducen a unidad, que si no los hombres no se entenderían, y esa unidad fundamental de las distintas representaciones humanas es lo que hace posible el lenguaje y con éste la ciencia.

Como cada hombre, cada pueblo tiene su representación propia, y en la ciencia se distingue por su preferencia a tal rama o tal método, pero no puede en rigor decirse que haya ciencia nacional alguna. Todo lo que se repita y vuelva a repetir el trivialísimo lugar común de que la ciencia no tiene nacionalidad, todo será poco, porque siempre se le olvidará de puro sabido y siempre se hará ciencia para cohonestar actos de salvajismo e injusticia. ¡Cuánto no ha influido la suerte de la Alsacia y la Lorena en el cultivo de la sociología en Francia y Alemania! La obra de Malthus, ¿no tuvo como razón de ser el propinar un bálsamo a la conciencia turbada de los ricos? El proceso económico o el político explican el proceso de sus ciencias respectivas. ¡Cuán lejos estamos de la verdadera religiosidad, de la pietas que anhelaba Lucrecio, de poder contemplarlo todo con alma serena, paccata posse omnia mente tueri!

Si hablamos de geometría alemana o, de química inglesa, decimos algo, ¡y no es poco decir algo!, pero decimos más si hablamos de filosofía germánica o escocesa. Y decimos algo, porque la ciencia no se da nunca pura, porque la geometría y más que ella la química y muchísimo más la filosofía, llevan algo en sí de pre-científico y de sub-científico, de sobre-científico, como se quiera, de intra-científico en realidad, y este algo va teñido de materia nacional. Esto en filosofía es enorme, es el alma de esa conjunción de la ciencia con el arte, y por ello tiene tanta vida, por estar preñada de intra-filosofía. Y es que, como el sonido sobre el silencio, la ciencia se asienta y vive sobre la ignorancia viva. Sobre la ignorancia viva, porque el principio de la sabiduría es saber ignorar; sobre la vida y no sobre la muerte, como quieren asentarla los que piden ciencia de proteccionismo. Y aquí tolere el lector que, dejando por el pronto suspendido este oscuro cabo suelto, prosiga el hilo de mis reflexiones.

La representación brota del ambiente; pero el ambiente mismo es quien le impide purificarse y elevarse. Aquí se cumple el misterio de siempre, el verdadero misterio del pecado original, la condenación de la idea al tiempo y al espacio, al cuerpo. Así vemos que el nombre, cuerpo del concepto, al que le da vida y carne, acaba por ahogarle muchas veces si no sabe redimirse. Del mismo modo la ciencia, que, arrancando del conocimiento vulgar, ligado al ambiente exclusivo y nacional, empieza sirviéndose de la lengua vulgar, moriría si poco a poco no fuera redimiéndose, creando su tecnicismo, según crece, haciéndose su lengua universal conforme se eleva de la concepción vulgar. A no ser por el latín, no hubiera habido filosofía escolástica en la Edad Media; el latín universal y muerto debió su cuerpo y su pecado original también.

Un conocimiento va entrando a ser científico conforme se hace más preciso y organizado, conforme va pasando de la precisión cualitativa a la cuantitativa. En un tiempo la verdadera ciencia científica era la matemática: la física ha entrado en el período realmente científico cuando, subordinándose a la mecánica racional, se ha hecho matemática y se ha pasado de la alquimia a la química al reducir la previsión cualitativa de cambios químicos a previsión cuantitativa, según peso, número y medida. Este proceso lo han descrito a las mil maravillas Whewell y Spencer. Refresque el lector sus enseñanzas, medite un rato acerca de ellas y sigamos.

A medida que la ciencia, pasando de la previsión meramente cualitativa a la cuantitativa, va purificándose de la concepción vulgar, se despoja poco a poco del lenguaje vulgar, que sólo expresa cualidades, para revestirse del racional, científico, que tiende a expresar lo cuantitativo. Los castizos nombres agua fuerte, sosa, piedra infernal, salitre, aceite de vitriolo, evocan, en quien conoce esos cuerpos, la imagen de un conjunto de cualidades cuyo conocimiento es utilísimo en la vida; pero los nombres de ácido nítrico, carbonato sódico, nitrato de plata, nitrato potásico, ácido sulfúrico, despiertan una idea más precisa de esos cuerpos, marcan su composición, y no ya estos nombres, las fórmulas que apenas se agarran al lenguaje vulgar por un hilillo, NO3H, CO3Na2, NO3Ag, NO3K, suscitan un concepto cuantitativo de esos cuerpos. El que conoce el vinagre como SO4H2 y el espíritu de vino como C2H4O2, sabe de éstos científicamente más que el que sólo los conoce por el nombre vulgar y castizo. ¡Cuán preferible es la fórmula C2H5OH a este terminacho híbrido de lengua vulgar y científica, metahidroxibencina! Ya en la distinción lingüística entre ácido sulfuroso y ácido sulfúrico iba un principio de distinción científica; pero ¡cuánto mayor es ésta en la diferencia de fórmulas SO3H2 y SO4H2! Como el cardo corredor, así los conceptos científicos, cuando rompen el lazo que los ataba a las raíces enterradas en el suelo en que nacieron, es cuando pueden, libres, ir a esparcir su simiente por el mundo. ¡Si todas las ciencias pudieran hacerse un álgebra universal, si pudiéramos prescindir en la economía política de esas condenadas palabras de valor, riqueza, renta, capital, etc., tan preñadas de vida, pero tan corrompidas por pecado original! Un álgebra les serviría de bautismo a la vez que extraeríamos ciencia de su fondo histórico, metafórico.

Aquí tenemos la ventaja del empleo de la lengua griega en el tecnicismo científico, que están en griego los vocablos y que perdiendo el peso de la tradición permitan el vuelo de la idea.

¿Que esto es abogar por la fórmula y contra la idea? ¡Como si las fórmulas no tuvieran vida! ¡Como si una nube que descansa en un risco no tuviera más vida que el risco mismo! ¡Nebulosidades!... De ellas baja la lluvia fecundante, ellas llevan a que se sedimente en el valle el detritus de la roca. Cuando no se cree más que en la vida de la carne, se camina a la muerte.

¡Qué hermoso fue aquel gigantesco esfuerzo de Hegel, el último titán, para escalar el cielo! ¡Qué hermoso fue aquel trabajo hercúleo por encerrar el mundo todo en fórmulas vivas, por escribir el álgebra del universo! ¡Qué hermoso y qué fecundo! De las ruinas de aquella torre, aspiración a la ciencia absoluta, se han sacado cimientos para la ciencia positiva y sólida; de las migajas de la mesa hegeliana viven los que más la denigran. Comprendió que el mundo de la ciencia son formas enchufadas unas en otras, formas de formas y formas de estas formas en proceso inacabable, y quiso levantarnos al cenit del cielo de nuestra razón, y desde la forma suprema hacernos descender a la realidad, que iría purificándose y abriéndose a nuestros ojos, racionalizándose. Este sueño del Quijote de la filosofía ha dado alma a muchas almas, aunque le pasó lo que al barón de Münchhausen, que quería sacarse del pozo tirándose de las orejas. Tenía que hablar una lengua, lengua nacional, y el lenguaje humano es pobre para tal empresa, que era la empresa nada menos que de hacernos dioses. Fue -dicen algunos- la revelación del satanismo1, y luego ha venido el convertirse Nabucodonosor, que quiso ser dios, en bestia y andar hozando el suelo para extraer raíces de que alimentarse. Esta es una atroz blasfemia, en ella nos detendremos más adelante.

¡Formas enchufadas unas en otras, formas de formas y formas de estas formas en proceso inacabable es el mundo de la ciencia, en que se busca lo cuantitativo, de que brotan las cualidades! Pero si dentro de las formas se halla la cantidad, dentro de ésta hay una cualidad, lo intracuantitativo, el quid divinum. Todo tiene entrañas, todo tiene un adentro, incluso la ciencia. Las formas que vemos fuera tienen un dentro, como le tenemos nosotros, y así, como no sólo nos conocemos, sino que nos somos, ellas son. ¿De qué nos servirá definir el amor si no lo sintiéramos? ¡Cómo se olvida que las cosas son, que tienen entrañas! Cuando oigo la queja de mi prójimo, que para el ojo es una forma enchufadora de otras, siento dolor en mis entrañas, y a través del amor, la revelación del ser. A través del amor, llegamos a las cosas con nuestro ser propio, no con la mente tan sólo las hacemos prójimos, y de aquí brota el arte, arte que vive en todo, hasta en la ciencia, porque en el conocimiento mismo brota del ser, de que es forma la mente; porque no hay luz, por fría que parezca, que no lleve chispa de calor.

Por natural instinto y por común sentido, comprende todo el mundo que al decir arte castizo, arte nacional, se dice más que al decir ciencia castiza, ciencia nacional; que si cabe preguntar qué se entiende por química inglesa o por geometría alemana, es mucho más inteligible y claro el hablar de música italiana, de pintura española, de literatura francesa. El arte parece ir más asido al ser, y éste, más ligado que la mente a la nacionalidad, y digo parece porque es apariencia.

El arte no puede desligarse de la lengua tanto como la ciencia, ¡ojalá pudiera! Hasta la música y la pintura, que parecen ser más universales, más desligadas de todo laconismo y temporalismo, lo están, y no poco; su lengua no es universal sino en cierta medida, en una medida no mayor que la de la gran literatura. El arte más algebraico, la música, es alemana o francesa o italiana.

En la literatura, aquí es donde la gritería es mayor, aquí es donde los proteccionistas pelean por lo castizo, aquí donde más se quiere poner vallas al campo. Dicen que nos invade la literatura francesa, que languidece y muere el teatro nacional, etc., etc. Se alzan lamentos sobre la descastación de nuestra lengua, sobre la invasión del barbarismo. Y he aquí otra palabra pecadora, corrompida. Al punto de oírla, asociamos el barbarismo al sentido corriente y vulgar de bárbaro; sin querer, inconscientemente, suponemos que hay algo de barbarie en el barbarismo, que la invasión de éstos lleva nuestra lengua a la barbarie, sin recordar -que también esto se olvida de puro sabido- que la invasión de los bárbaros fue el principio de la regeneración de la cultura europea, ahogada bajo la senilidad del imperio decadente. Del mismo modo, a una invasión de atroces barbarismos debe nuestra lengua gran parte de sus progresos, v. g., a la invasión del barbarismo krausista, que nos trajo aquel movimiento tan civilizador en España. El barbarismo será tal vez lo que preserve a nuestra lengua del salvajismo, del salvajismo a que caería en manos de los que nos quieren en la selva, donde el salvaje se basta. El barbarismo produce al pronto una fiebre, como la vacuna, pero evita la viruela. Por otra parte, son barbarismos los galicismos y los germanismos actuales, ¿y no lo eran acaso los hebraísmos de fray Luis de León, los italianismos de Cervantes o el sinnúmero de latinismos de nuestros clásicos? El mal no está en la invasión del barbarismo, sino en lo poco asimilativo de nuestra lengua, defecto que envanece a muchos.

El arte por fuerza ha de ser más castizo que la ciencia; pero hay un arte eterno y universal, un arte clásico, un arte sobrio en color local y temporal, un arte que sobrevivirá al olvido de los costumbristas todos. Es un arte que toma el ahora y el aquí como puntos de apoyo, cual Anteo la tierra para recobrar a su contacto fuerzas; es un arte que intensifica lo general con la sobriedad y vida de lo individual, que hace que el verbo se haga carne y habite entre nosotros. Cuando se haga polvo el museo de retratos que acumulan nuestros fotógrafos, retratos que sólo a los parientes interesan, que en cuanto muere el padre arranca de la pared el hijo el del abuelo para echarlo al Rastro, cuando se hagan polvo, vivirán los tipos eternos. A ese arte eterno pertenece nuestro Cervantes, que, en el sublime final de su Don Quijote, señala a nuestra España, a la de hoy, el camino de su regeneración en Alonso Quijano el Bueno; a ése pertenece, porque de puro español, llegó a una como renuncia de su españolismo, llegó al espíritu universal, al hombre que duerme dentro de todos nosotros. Y es que el fruto de toda sumersión hecha con pureza de espíritu en la tradición, de todo examen de conciencia, es, cuando la gracia humana nos toca, arrancarnos a nosotros mismos, despojarnos de la carne individualmente, lanzarnos de la patria chica a la Humanidad.

Dejemos esto, que a ello volveremos más despacio. Volveremos a mirar costumbrismo, el localismo y temporalismo, la invasión de las minucias fotográficas y nuestra salvación en el arte eterno. Reproduciré y comentaré aquel divino último capítulo de Don Quijote, que debe ser nuestro evangelio de regeneración nacional. No le retenga al lector de seguirme la aparente incoherencia que aquí reina; espero que al fin de la jornada vea claro el hilo, y además, ¡tan difícil y tan muerto, alinear en fila lógica lo que se mueve en círculo!




- III -

Si no tuviera significación viva lo de ciencia y arte españoles, no calentarían estas ideas a ningún espíritu, no habrían muerto hombres, hombres vivos, peleando por lo castizo.

Pero mientras no nos formemos un concepto vivo, fecundo, de la tradición, será de desviación todo paso que demos hacia adelante del casticismo.

Tradición, de tradere, equivale a «entrega», es lo que pasa de uno a otro, trans, un concepto hermano de los de transmisión, traslado, traspaso. Pero lo que pasa, queda, porque hay algo que sirve de sustento al perpetuo flujo de las cosas. Un momento es el producto de una serie, serie que lleva en sí, pero no es el mundo un calidoscopio. Para los que sienten la agitación, nada es nuevo bajo el sol, y éste, estúpido en la monotonía de los días; para los que viven en la quietud, cada nueva mañana trae una frescura nueva.

Es fácil que el lector tenga olvidado de puro sabido que, mientras pasan sistemas, escuelas y teorías, va formándose el sedimento de las verdades eternas de la eterna esencia; que los ríos que van a perderse en el mar arrastran detritus de las montañas y forman con él terrenos de aluvión; que a las veces, una crecida barre la capa externa y la corriente se enturbia; pero que, sedimentado el limo, se enriquece el campo. Sobre el suelo compacto y firme de la esencia y el arte eternos corre el río del progreso, que fecunda y acrecienta.

Hay una tradición eterna, legado de los siglos, la de la ciencia y el arte universales y eternos: he aquí una verdad que hemos dejado morir en nosotros repitiéndola como el Padrenuestro.

Hay una tradición eterna, como hay una tradición del pasado y una tradición del presente. Y aquí nos sale al, paso otra frase de lugar común, que, siendo viva, se repite también como cosa muerta, y es la frase de «el presente momento histórico». ¿Ha pensado en ello el lector? Porque al hablar de un momento presente histórico, se dice que hay otro que no lo es, y así es en verdad. Pero si hay un presente histórico, es por haber una tradición del presente, porque la tradición es la sustancia de la Historia. Esta es la manera de concebirla en vivo, como la sustancia de la Historia, como su sedimento, como la revelación de lo intra-histórico, de lo inconciente en la Historia. Merece esto que nos detengamos en ello.

Las olas de la Historia, con su rumor y su espuma, que reverbera al sol, ruedan sobre un mar continuo, hondo, inmensamente más hondo que la capa que ondula sobre un mar silencioso y a cuyo último fondo nunca llega el sol. Todo lo que cuentan a diario los periódicos, la historia toda del «presente momento histórico», no es sino la superficie del mar, una superficie que se hiela y cristaliza en los libros y registros, y una vez cristalizada así, una capa dura, no mayor con respecto a la vida intra-histórica que esta pobre corteza en que vivimos con relación al inmenso foco ardiente que lleva dentro. Los periódicos nada dicen de la vida silenciosa de los millones de hombres sin historia que a todas horas del día y en todos los países del globo se levantan a una orden del sol y van a sus campos a proseguir la oscura y silenciosa labor cotidiana y eterna, esa labor que, como la de las madréporas suboceánicas, echa las bases sobre que se alzan los islotes de la Historia. Sobre el silencio augusto, decía, se apoya y vive el sonido; sobre la inmensa Humanidad silenciosa se levantan los que meten bulla en la Historia. Esa vida intra-histórica, silenciosa y continua como el fondo mismo del mar, es la sustancia del progreso, la verdadera tradición, la tradición eterna, no la tradición mentira que se suele ir a buscar al pasado enterrado en libros y papeles y monumentos y piedras.

Los que viven en el mundo, en la Historia, atados al «presente momento histórico», peloteados por las olas en la superficie del mar donde se agitan náufragos, éstos no creen más que en las tempestades y los cataclismos seguidos de calmas, éstos creen que puede interrumpirse y reanudarse la vida. Se ha hablado mucho de una reanudación de la historia de España, y lo que la reanudó en parte fue que la Historia brota de la no Historia, que las olas son olas del mar quieto y eterno. No fue la Restauración de 1875 lo que reanudó la historia de España; fueron los millones de hombres que siguieron haciendo lo mismo que antes, aquellos millones para los cuales fue el mismo el sol después que el de antes del 29 de septiembre de 1868, las mismas sus labores, los mismos los cantares con que siguieron el surco de la arada. Y no reanudaron en realidad nada, porque nada se había roto. Una ola no es otra agua que otra, es la misma ondulación que corre por el mismo mar. ¡Grande enseñanza la del 68! Los que viven en la Historia se hacen sordos al silencio. Vamos a ver, ¿cuántos gritaron el 68? ¿A cuántos les renovó la vida aquel «destruir en medio del estruendo de lo existente», como decía Prim? Lo repitió más de una vez: «¡Destruir en medio del estruendo los obstáculos!». Aquel bullanguero llevaba en el alma el amor al ruido de la Historia; pero si se oyó el ruido es porque callaba la inmensa mayoría de los españoles; se oyó el estruendo de aquella tempestad de verano sobre el silencio augusto del mar eterno.

En este mundo de los silenciosos, en este fondo del mar, debajo de la Historia, es donde vive la verdadera tradición, la eterna, en el presente, no en el pasado, muerto para siempre y enterrado en cosas muertas. En el fondo del presente hay que buscar la tradición eterna en las entrañas del mar, no en los témpanos del pasado, que, al querer darles vida, se derriten, revertiendo sus aguas al mar. Así como la tradición es la sustancia de la Historia, la eternidad lo es del tiempo: la Historia es la forma de la tradición, como el tiempo la de la eternidad. Y buscar la tradición en el pasado muerto es buscar la eternidad en el pasado, en la muerte, buscar la eternidad en la muerte.

La tradición vive en el fondo del presente, es su sustancia; la tradición hace posible la ciencia, mejor dicho, la ciencia misma es tradición. Esas últimas leyes a que la ciencia llega, la de la persistencia de la fuerza, la de la uniformidad de la Naturaleza, no son más que fórmulas de la eternidad viva, que no está fuera del tiempo, sino dentro de él. Spinoza, penetrado hasta el tuétano de su alma de lo eterno, expresó de una manera eterna la esencia del ser, que es la persistencia en el ser mismo. Después lo han repetido de mil maneras: «persistencia de la fuerza», «voluntad de vivir», etc.

La tradición eterna es lo que deben buscar los videntes de todo pueblo, para elevarse a la luz, haciendo consciente en ellos lo que en el pueblo es inconsciente, para guiarles así mejor. La tradición eterna española, que al ser eterna es más bien humana que española, es la que hemos de buscar los españoles en el presente vivo, y no en el pasado muerto. Hay que buscar lo eterno en el aluvión de lo insignificante, de lo inorgánico, de lo que gira en torno de lo eterno como cometa errático, sin entrar en ordenada constelación con él, y hay que penetrarse de que el limo del río turbio del presente se sedimentará sobre el suelo eterno y permanente.

La tradición eterna es el fondo del ser del hombre mismo. El hombre, esto es lo que hemos de buscar en nuestra alma. Y hay, sin embargo, un verdadero furor por buscar en sí lo menos humano; llega la ceguera a tal punto, que llamamos original a lo menos original. Porque lo original no es la mueca, ni el gesto, ni la distinción, ni lo original; lo verdaderamente original es lo originario, la humanidad en nosotros. ¡Gran locura la de querer despojarnos del fondo común a todos, de la masa idéntica sobre que se moldean las formas diferenciales, de lo que nos asemeja y une, de lo que hace que seamos prójimos, de la madre del amor, de la Humanidad, en fin, del hombre, del verdadero hombre, del legado de la especie! ¡Qué empeño por entronizar lo seudo-original, lo distintivo, la mueca, la caricatura, lo que nos viene de fuera! Damos más valor a la acuñación que al oro, y, ¡es claro!, menudea el falso. Preferimos el arte a la vida, cuando la vida más oscura y humilde vale infinitamente más que la más grande obra de arte.

Este mismo furor que, por buscar lo diferencial y distintivo, domina a los individuos, domina también a las clases históricas de los pueblos. Y así como es la vanidad individual tan estúpida que con tal de originalizarse y distinguirse por algo cifran muchos su orgullo en ser más brutos que los demás, del mismo modo hay pueblos que se vanaglorian de sus defectos. Los caracteres nacionales de que se envanece cada nación europea son, muy de ordinario, sus defectos. Los españoles caemos también en este pecado.




- IV -

Hay un ejército que desdeña la tradición eterna, que descansa en el presente de la Humanidad, y se va en busca de lo castizo e histórico de la tradición, al pasado de nuestra casta, mejor dicho, de la casta que nos precedió en este suelo. Los más de los que se llaman a sí mismos tradicionalistas o, sin llamarse así se creen tales, no ven la tradición eterna, sino su sombra vana en el pasado. Son gentes que, por huir del ruido presente que los aturde, incapaces de sumergirse en el silencio de que es ese ruido, se recrean en ecos y retintines de sonidos muertos. Desprecian las constituciones forjadas más o menos filosóficamente, a la moderna francesa, y se agarran a las forjadas históricamente, a la antigua española; se burlan de los que quieren hacer cuerpos vivos en las nubes, y quieren hacerlos de osamentas; execrando del jacobinismo, son jacobinos. Entre ellos, más que en otra parte, se hallan los dedicados a ciertos estudios llamados históricos, de erudición y compulsa, de donde sacan legitimismos y derechos históricos y esfuerzos para escapar a la ley viva de la prescripción y del hecho consumado y sueños de restauraciones.

¡Lástima de ejército! En él hay quienes buscan y compulsan datos en archivos, recolectando papeles, resucitando cosas muertas en buena hora, haciendo bibliografías y catálogos, y hasta catálogos de catálogos, y describiendo la cubierta y los tipos de un libro, desenterrando incunables y perdiendo un tiempo inmenso, con pérdida irreparable. Su labor es útil, pero no para ellos ni por ellos, sino a su pesar; su labor es útil para los que la aprovechan con otro espíritu.

Tenía honda razón al decir el señor Azcárate que nuestra cultura del siglo XVI debió de interrumpirse, cuando la hemos olvidado; tenía razón contra todos los desenterradores de osamentas. En lo que la hemos olvidado se interrumpió como historia, que es como quieren resucitarla los desenterradores; pero lo olvidado no muere, sino que baja al mar silencioso del alma, a lo eterno de ésta.

Cuando nos invade una ciencia más o menos moderna, sea la filología, por ejemplo, al ver citar a alemanes, franceses, ingleses o italianos, alza la voz un desenterrador y pronuncia el nombre de Hervás y Panduro, que aun así sigue olvidado, porque lo que en él había de eterno se nos viene con la ciencia, y lo demás no vale el tiempo que se pierda en leerlo. El que perdí leyéndolo no lo recobraré en mi vida.

Toda esa falange que se dedica a la labor utilísima de recoger y encasillar insectos muertos, clavándoles un alfiler por el coselete para ordenarlos en una caja de entomología, con su rotulito encima, y darnos luego eso por lo que no es, toda esa falange salta de gozo cuando se les figura que un hombre de genio, que sabe sacar a las osamentas la vida que tienen, ahoga bajo esa balumba de dermatoesqueletos rellenos de paja algo de la tradición eterna. ¡Con qué gozo infantil han recibido la obra de Taine, que creen en su ceguera ha de contribuir a ahogar el ideal de la Revolución francesa! No ven que si esa obra ha hallado eco vivo es por ser una revelación de la tradición eterna purificada, no ven que de ella sale más radiante el 93. ¿Hay cosa más pobre que andar buscando con chinesco espíritu senil las causas históricas del protestantismo, un enjambre de pequeñeces muertas, mientras vive el protestantismo purificado, mientras su obra persiste? ¡Buscar los orígenes históricos de lo que tiene raíces intra-históricas con la necia idea de ahogar la vida! ¡Gran ceguera no penetrarse de que la causa es la sustancia del efecto, que mientras éste vive es porque vive aquélla!

Mil veces he pensado en aquel juicio de Schopenhauer sobre la escasa utilidad de la Historia y en los que lo hacen bueno, a la vez que en lo regenerador de las aguas del río del Olvido. Lo cierto es que los mejores libros de Historia son aquellos en que vive lo presente, y, si bien nos fijamos, hemos de ver que cuando se dice de un historiador que resucita siglos muertos, es porque les pone su alma, los anima con un soplo de la intra-historia eterna que recibe del presente. «Se oye el trotar de los caballos de los francos en los relatos merovingios de Agustín Thierry», me dijeron, y, al leerlos, lo que oí fue un eco del alma eterna de la Humanidad, eco que salía de las entrañas del presente.

Pensando en el parcial juicio de Schopenhauer, he pensado en la mayor enseñanza que se saca de los libros de viajes que de los de la Historia, de la transformación de esta rama del conocimiento en sentido de vida y alma, de cuánto más hondos son los historiadores artistas o filósofos que los pragmáticos, de cuánto mejor nos revelan un siglo sus obras de ficción que sus historias, de la vanidad de los papiros y ladrillos. La Historia presente es la vida y la desdeñada por los desenterradores tradicionalistas, desdeñada hasta tal punto de ceguera, que hay hombre de Estado que se quema las cejas en averiguar lo que hicieron y dijeron en tiempos pasados los que vivían en el ruido, y pone cuantos medios se le alcanzan para que no llegue a la Historia viva del presente el rumor de los silenciosos que viven debajo de ella, la voz de hombres de carne y hueso, de hombres vivos.

Todo cuanto se repita que hay que buscar la tradición eterna en el presente, que es intra-histórica más bien que histórica, que la Historia del pasado sólo sirve en cuanto nos llega a la revelación del presente, todo será poco. Se manifiestan esos tradicionalistas de acuerdo con estas verdades, pero en su corazón las rechazan. Lo que les pasa es que el presente los aturde, los confunde y marea, porque no está muerto, ni en letras de molde, ni se deja agarrar como una osamenta, ni huele a polvo, ni lleva en la espalda certificados. Viven en el presente como somnámbulos, desconociéndolo e ignorándolo, calumniándolo y denigrándolo sin conocerlo, incapaces de descifrarlo con alma serena. Aturdidos por el torbellino de lo inorgánico, de lo que se resuelve sin órbita, no ven la armonía, siempre in fieri, de lo eterno, porque el presente no se somete al tablero de ajedrez de su cabeza. Le creen un caos; es que los árboles les impiden ver el bosque. Es, en el fondo, la más triste ceguera del alma, es una hiperestesia enfermiza que les priva de ver el hecho, un solo hecho; pero un hecho vivo, carne palpitante de la Naturaleza. Abominan del presente con el espíritu senil de todos los laudatores temporis acti; sólo sienten lo que les hiere, y, como los viejos, culpan al mundo de sus achaques. Es que la dócil sombra del pasado la adaptan a su mente, siendo incapaces de adaptar ésta al presente vivo; he aquí todo: hacerse medida de las cosas. Y así llegan, ciegos del presente, a desconocer el pasado, en que hozan y se revuelven.

Se los conoce en que hablan con desdén del éxito, del divino éxito, único que a la larga tiene razón aquí, donde creemos tenerla todos; del éxito que, siendo más fuerte que la voluntad, se le rinde cuando es ésta constante, cuando es la voluntad eterna, madre de la fe y de la esperanza, de la fe viva, que no consiste en creer lo que no vimos, sino en crear lo que no vemos; maldicen al éxito, que, para la siega de sus ideas, espera a su sazón, tan sordo a las invocaciones del impaciente como a las execraciones del despechado. Se los conoce en que creen que al presente reina y gobierna la fuerza, oprimiendo al derecho; se los conoce en su pesimismo.

Hay que ir a la tradición eterna, madre del ideal, que no es otra cosa que ella misma reflejada en el futuro. Y la tradición eterna es tradición universal, cosmopolita. Es combatir contra ella, es querer destruir la Humanidad en nosotros, es ir a la muerte, empeñarnos en distinguirnos de los demás, en evitar o retardar aquella absorción en el espíritu general europeo moderno. Es menester que pueda decirse que «verdaderamente se muere y verdaderamente está cuerdo Alonso Quijano el Bueno»; que esos «cuentos» viejos que desentierran de nuestro pasado de aventuras y que «han sido verdaderos en nuestro daño, los vuelva nuestra muerte, con ayuda del cielo, en provecho nuestro».

Para hallar la Humanidad en nosotros y llegar al pueblo nuevo, conviene, sí, nos estudiemos, porque lo accidental, lo pasajero, lo temporal, lo castizo, de puro sublimarse y exaltarse, se purifica, destruyéndose. De puro español, y por su hermosa muerte sobre todo, pertenece Don Quijote al mundo. No hagamos nuestro héroe a un original a quien no le sirva ante la conciencia eterna de la Humanidad toda la labor que en torno a su sombra hagan los entomólogos de la Historia, ni la que hagan los que ponen sobre nuestras cualidades nuestros defectos, toda esa falange que cree de mal gusto, de ignorancia y mandado recoger el decir la verdad sobre esa sombra y de muy buen tono burlarse del Himno de Riego.

Volviendo el alma con pureza a sí, llega a matar la ilusión madre del pecado, a destruir el yo egoísta, a purificarse de sí misma, de su pasado, a anegarse en Dios. Esta doctrina mística, tan llena de verdad, viva en su simbolismo, es aplicable a los pueblos, como a los individuos. Volviendo a sí, haciendo examen de conciencia, estudiándose y buscando en su historia la raíz de los males que sufren, se purifican de sí mismos, se anegan en la Humanidad eterna. Por el examen de su conciencia histórica penetran en su intra-historia y se hallan de verás. Pero ¡ay de aquel que al hacer su examen de conciencia se complace en sus pecados pasados y ve su originalidad en las pasiones que le han perdido, pone el pundonor humano sobre todo!

El estudio de la propia historia, que debía ser un implacable examen de conciencia, se toma, por desgracia, como fuente de apologías, y apologías de vergüenza, y de excusas y de disculpaciones y componendas con la conciencia, como medio de defensa contra la penitencia regeneradora. Apena leer trabajos de Historia en que se llama glorias a nuestras mayores vergüenzas, a las glorias de que purgamos; en que se hace jactancia de nuestros pecados pasados; en que se trata de disculpar nuestras atrocidades, innegables, con las de otros. Mientras no sea la Historia una confesión de un examen de conciencia, no servirá para despojarnos del pueblo viejo, y no habrá salvación para nosotros.

La Humanidad es la casta eterna, sustancia de las castas históricas que se hacen y deshacen como las olas del mar; sólo lo humano es eternamente castizo. Mas para hallar lo humano eterno hay que romper lo castizo temporal y ver cómo se hacen y deshacen las castas, cómo se ha hecho la nuestra y qué indicios nos da de su porvenir su presente. Entremos ahora en indicaciones que guíen al lector en esta tarea, en sugestiones que le sirvan para ese efecto.



Febrero de 1895.






ArribaAbajoII.- La casta histórica. Castilla

Para llegar, lo mismo un pueblo que un hombre, a conocerse, tiene que estudiar de un modo o de otro su historia. No hay intuición directa de sí mismo que valga; el ojo no ve si no es con un espejo, y el espejo del hombre moral son sus obras, de que es hijo. Al árbol se le conoce por sus frutos; obramos según somos, y del conocimiento de nuestras obras entramos al de nosotros mismos, con la misma marcha que al de nuestros prójimos por las suyas, puesto que, en resolución, no es cada cual más que el primer prójimo de sí propio. Mas como esta inferencia de nuestras obras a nuestro carácter es de todos los días, apenas nos damos cuenta de ella, creyendo conocernos intuitivamente, de modo directo. Y, sin embargo, ¡cuántas veces no se dice uno a sí mismo: «No me creí capaz de tal cosa», o «No me reconozco», «Soy otro»!

Si vas a saltar una zanja sin conocer previamente cuánto saltas, lo haces con el encogimiento del miedo, y caes; mas si, ejercitándote en gimnasia, habías medido tus fuerzas, saltas con valor, con conocimiento de ti mismo, que éste es el valor verdadero: conocimiento de sí mismo. La misma utilidad que la gimnasia para la vida corporal, tiene el examen de conciencia para lo espiritual, y el estudio sereno de la historia para un pueblo. Estudiando éste, se llega al carácter popular íntimo, a lo intra-histórico de él.

Al comprender el presente como un momento de la serie toda del pasado, se empieza a comprender lo vivo de lo eterno, de que brota la serie toda, aun cuando queda otro paso más en esta comprensión, y es buscar la razón de ser del «presente momento histórico», no en el pasado, sino en el presente total intra-histórico; ver en las causas de los hechos históricos vivos revelaciones de la sustancia de ellos, que es su causa eterna. Pero entre tanto no nos sea esto hacedero con ciencia, será utilísima e imprescindible la labor de los desenterradores y ajustadores de sucesos históricos pasados, porque es labor de paleontología, luz para enlazar a nuestros ojos las especies vivas hoy y llegar a la continuidad zoológica. Por las causas, se va a la sustancia. Sin el paleontológica hiparión, no veríamos tan clara la comunidad de la pezuña del caballo y el ala del águila. Y así como la paleontología, capítulo de la historia natural, se subordina a la biología general, así la historia del pasado humano, capítulo de la del presente, se ha de subordinar a la ciencia de la sociedad, ciencia en embrión aún, y parte también de la biología. Todo esto es hoy del dominio general, tan corriente, que apenas se asienta; pero es, como veremos, letra muerta. Son cosas sabidas de sobra y... Dios te libre, lector, de tener razón que te sobre; más te vale que te falte.

El conocimiento desinteresado de su historia da a un pueblo valor, conocimiento de sí mismo para despojarse de los detritus de desasimilación que embarazan su vida.

En el asunto que nos ocupa aquí, para llegar a lo duradero de nuestro casticismo, a su roca viva, conviene estudiar cómo se ha formado y revelado en la Historia nuestra casta histórica.


- I -

Ha empezado hace algún tiempo a deshacerse la enormidad de errores que acarrearon las confusiones entre lo fisiológico, lo lingüístico, lo geográfico y lo histórico en los pueblos; es corriente ya que éstos son un producto histórico, independiente de homogeneidad de raza física o de comunidad de origen; poco a poco, va difundiéndose la idea de que la supuesta emigración de los arios a Europa sea acaso en parte emigración de las lenguas arianas con la cultura que llevaban en su seno, siendo sus portadores unos pocos peregrinos que cayeran a perderse en poblaciones que los absorbieron.

De raza española fisiológica nadie habla en serio, y, sin embargo, hay casta española, más o menos en formación, y latina y germánica, porque hay castas y casticismos espirituales por encima de todas las braquicefalias y dolicocefalias habidas y por haber.

Todo el mundo sabe, de sobra con sobrada frecuencia, que un pueblo es el producto de una civilización, flor de un proceso histórico el sentimiento de patria, que se corrobora y vivifica a la par que el de cosmopolitismo. A esto último hemos de volver, que lo merece.

Llenos están los libros de explicaciones del hecho de la patria y su fundamentación, explicaciones de todos colores, desde vaguedades místicas y formulismos doctrinales hasta la tan denigrada doctrina del pacto.

Detengámonos un poco en esto del pacto, que las reflexiones que nos sugiera, aunque digresivas al pronto, afluirán al cabo a la corriente central de esta meditación. La doctrina del pacto, tan despreciada como mal entendida por paleontólogos desenterradores, es la que, después de todo presenta la razón intra-histórica de la patria, su verdadera fuerza creadora, en acción siempre.

Lo mismo que tantos pueblos han proyectado en sus orígenes, en la edad de oro, su idea social, Rousseau proyectó en los orígenes del género humano el término ideal de la sociedad de los hombres, el contrato social. Porque hay en formación, tal vez inacabable, un pacto inmanente, un verdadero contrato social intra-histórico, no formulado, que es la efectiva constitución interna de cada pueblo. Este contrato libre, hondamente libre, será la base de las patrias chicas cuando éstas, individualizándose al máximo por su subordinación a la patria humana universal, sean otra cosa que limitaciones del espacio y del tiempo, del suelo y de la Historia.

A partir de comunidad de intereses y de presión de mil agentes exteriores a ellas y que las unen, caminan las voluntades humanas, unidas en pueblo, al contrato social inmanente, pacto hondamente libre, esto es, aceptado con la verdadera libertad, la que nace de la comprensión viva de lo necesario, con la libertad que da el hacer de las leyes de las cosas leyes de nuestra mente, con la que nos acerca a una como omnipotencia humana. Porque si en fuerza de compenetración con la realidad llegáramos a querer siempre lo que fuere, sería siempre lo que quisiéramos. He aquí la raíz de la resignación viva, no de la muerta, de la que lleva a la acción fecunda de trabajar en la adaptación mutua de nosotros y el mundo, a conocerlo para hacerlo nuestro haciéndonos suyos, a que podamos cuanto queramos cuando sólo podamos querer lo que podamos llevar a cabo.

Se podrá decir que hay verdadera patria española cuando sea libertad en nosotros la necesidad de ser españoles, cuando todos lo seamos por querer serlo, queriéndolo porque lo seamos. Querer ser algo no es resignarse a serlo tan sólo.

Hasta llegar a este término de libertad, del que aún, no valen ilusiones, estamos lejos, la Historia va haciendo a los pueblos. La Historia, que es algo del hado. Les hace un ideal dominando diferencias, y ese ideal se refleja sobre todo en una lengua, con la literatura que engendra.

La lengua es el receptáculo de la experiencia de un pueblo y el sedimento de su pensar; en los hondos repliegues de sus metáforas (y lo son la inmensa mayoría de los vocablos) ha ido dejando sus huellas el espíritu colectivo del pueblo, como en los terrenos geológicos el proceso de la fauna viva. De antiguo, los hombres rindieron adoración al verbo, viendo en el lenguaje la más divina maravilla.

El pueblo romano nos dejó muchas cosas escritas y definidas y conscientes; pero donde, sobre todo, se nos ha transmitido el romanismo es en nuestros romances, porque en ellos descendió a las profundidades intra-históricas de nuestro pueblo, a ser carne del pensar de los que no viven en la Historia.

El que quiera juzgar por la romanización de España no tiene sino que ver que el castellano, en el que pensamos y con el que pensamos, es un romance del latín, casi puro; que estamos pensando con los conceptos que engendró el pueblo romano, que lo más granado de nuestro pensamiento es hacer conciente lo que en él llegó a inconciente.

Hay otro hecho, y es el de que la lengua oficial de España sea la castellana, que está lleno de significación viva. Porque del latín brotó en España más de un romance; pero uno entre ellos, el castellano, se ha hecho lengua nacional e internacional además, y camina a ser verdadera lengua española, la lengua del pueblo español, que va formándose sobre el núcleo castellano. Desde el reinado de Alfonso VII, a mediados del siglo XII, usábase en la regia cancillería el romance castellano, y su carácter oficial le fue oficialmente promulgado al ordenar Fernando III que se tradujera el Forum Judicum al romance castellano para darlo como fuero a Córdoba, el Fuero Juzgo2, y corroboró esa promulgación su hijo Alfonso el Docto, en la ley IV del título IX de la Segunda Partida, donde manda que el Chanciller del Rey sepa «leer o escrebir tan bien en latín como en romance». Y poco a poco, la lengua castellana fue haciéndose oficial de España.

Así es que la literatura española, escrita y pensada en castellano, lo castizo, lo verdaderamente castizo, es lo de vieja cepa castellana.

Pero si Castilla ha hecho la nación española, ésta ha ido españolizándose cada vez más, fundiendo más cada día la riqueza de su variedad de contenido interior, absorbiendo el espíritu castellano en otro superior a él, más complejo: el español. No tienen otro sentido hondo los pruritos de regionalismo, más vivaces cada día, pruritos que siente Castilla misma; son síntomas del proceso de españolización de España, son pródromos de la honda labor de unificación. Y toda unificación procede al compás de la diferenciación interna y al compás de la sumisión del conjunto todo a una unidad superior a él.

La labor de españolización de España no está concluida, ni mucho menos, ni concluirá, creemos, si no se acaba con casticismos engañosos, en la lengua y en el pensamiento que en ella se manifiesta, en la cultura misma.

Castilla es la verdadera forjadora de la unidad y la monarquía españolas; ella las hizo y ella misma se ha encontrado más de una vez enredada en consecuencias extremas de su obra. Mas cuando España renació a nueva vida, el año 1808, fue por despertar difuso, sin excitación central.

Nos queda por buscar algo del espíritu histórico castellano, revelado sobre todo en nuestra lengua y en nuestra literatura clásica castiza: buscar qué es lo que tiene de eterno y qué de transitorio y qué debe quedar de él. Conviene indagar si no es renunciando a un yo falaz como se halla el yo de roca viva, si no es abriendo las ventanas al aire libre de fuera como cobraremos vida, si el fomento de la regeneración de nuestra cultura no hay que buscarlo fuera a la vez que buscarlo dentro. Conviene mostrar que el regionalismo y el cosmopolitismo son dos aspectos de una misma idea, y los sostenes del verdadero patriotismo, que todo cuerpo se sostiene del juego de la presión externa con la tensión interna.




- II -

Al llegar a este punto ruego al lector paciente recorra en su memoria la historia que de España le enseñaron, y se fije en ella en las causas que produjeron el predominio de Castilla en la Península Ibérica. Bueno será, no obstante, que le indique los puntos que deseo tenga más presentes, todos ellos conocidísimos para cualquier bachiller en letras.

Ocupada gran parte de España por la morisma durante la Edad Media, y fraccionado el resto en multitud de estadillos, fue en ella acentuándose ¡a corriente central a medida que se acercaba a la Edad Moderna, y preparándose a la ingente labor de la forja de las grandes nacionalidades, labor que constituye el proceso histórico de la Edad llamada Moderna, y labor que, como la crisis de la pubertad en los individuos, nos ha traído a extenuaciones de paz armada y de aduanas y de seudocasticismos, engendrando el malestar de que empieza a resurgir potente el ideal humano, por ambos extremos: por el sentimiento individual y por el de solidaridad individual universal humana.

La necesidad mayor era la de constituir una unidad de la Península española, una unidad frente a las otras grandes unidades que iban formándose. Al entrar cada pueblo en concierto con los demás (a lo que condujeron, entre otros movimientos, las Cruzadas), como elemento de una futura unidad suprema, en informísima formación todavía hoy, al entrar en ese concierto tenían que acentuar su unidad externa, como todo compuesto algo difuso y disuelto se espesa y unifica al entrar como componente de un grupo superior a él.

De la labor que, poniendo en relaciones más estrechas a los pueblos, originó la individuación creciente de éstos, brotaron las monarquías más o menos absolutas. Y éstas sacaron su primera fuerza unificadora, como es corriente, de la oposición del estado llano a la nobleza feudal. Los reyes, con los pueblos, ahogaron el feudalismo paleontológico. Lugar común éste, más o menos exacto en sus partes todas, pero que corre sin vida ni fecundidad a menudo, por no observar que no de la muerta diferenciación feudal y aristocrática, sino del fondo continuo del pueblo llano, de la masa, de lo que tenían de común los pueblos todos, brotaron las energías de las individualidades nacionales.

En España llevó a cabo la unificación Castilla, que ocupa el centro de la Península, la región en que se cruzaban las comunicaciones de sus distintos pueblos, centro de más valor que ahora entonces, que en la crisis de la pubertad nacional las funciones de nutrición predominaban sobre las de relación (si bien, y no olvide esto el lector, la función nutritiva es una verdadera función de relación). Entonces, cuando todavía no había llevado la vida a las costas el descubrimiento de América, ni llegaban del Far West americano trigos al puerto de Barcelona, Castilla era un emporio del comercio español de granos y verdadero centro natural de España.

Castilla ocupaba el centro, y el espíritu castellano era el más centralizador, a la par que el más expansivo, el que para imponer su ideal de unidad se salió de sí mismo. Porque conviene fijarse en que el más hondo egoísmo no es el del que pelea por imponer a otros su modo de ser o de pensar, sino el del que, metido en su concha, se derrite de amor al prójimo y deja correr la bola. El fuerte, el radicalmente fuerte, no puede ser egoísta: el que tiene fuerza de sobra, la saca para darla.

Cuando lo que hacía falta era una fuerte unidad central, tenía que predominar el más unitario; cuando se necesitaba una vigorosa acción hacia el exterior, el del instinto más conquistador e imperativo. Castilla, en su exclusivismo, era menos exclusiva que los pueblos que, encerrados en sí, se dedicaban a su fomento interior; fue uno de los pueblos más universales, el que se echó a salvar almas por esos mundos de Dios y a saquear América para los flamencos3.

Sería labor industriosa y útil la de desenmarañar hasta qué punto hicieron las circunstancias, el medio ambiente que hoy se dice, al espíritu castellano, y hasta qué punto éste se valió de aquéllas. La obra de la Reconquista, el descubrimiento del Nuevo Mundo y el haber ocupado el trono de Castilla un emperador de Alemania determinaron la marcha ulterior de la política castellana; pero si las circunstancias hacen al espíritu, es modificadas por este mismo y recibidas en él según él es4.

Castilla, sea como fuere, se puso a la cabeza de la monarquía española, y dio tono y espíritu a toda ella; lo castellano es, en fin de cuenta, lo castizo.

El caso fue que Castilla paralizó los centros reguladores de los demás pueblos españoles, inhibioles la conciencia histórica en gran parte, les echó en ella su idea, la idea del unitarismo conquistador, de la catolización del mundo, y esta idea se desarrolló y siguió su trayectoria, castellanizándolos.

Y de los demás pueblos españoles brotaron espíritus hondamente castellanos, castizamente castellanos; de entre los cuales citaré como ejemplo a Íñigo de Loyola, un vasco. En su obra alienta todavía por el mundo el espíritu de la vieja Castilla.

Esta vieja Castilla formó el núcleo de la nacionalidad española y le dio atmósfera; ella llevó a cabo la expulsión de los moros, a partir del país de los castillos levantados como atalayas y defensas, y clavó la cruz castellana en Granada; poco después descubrieron un Nuevo Mundo galeras castellanas con dinero de Castilla, y se siguió todo lo que el lector conoce. Y siguiendo al espíritu de conquista, se desarrolló natural y lógicamente el absolutismo dentro, el absolutismo de la que se ha llamado «democracia frailuna».

Repase el lector en su memoria los caracteres de las dos principales potencias españolas, Castilla y Aragón, y la participación que cada uno tomó en la forja de la nación española, la labor de Isabel y la de Fernando como rey de Aragón y las consecuencias de una y de otra.

A partir de aquel culmen del proceso histórico de España, de aquel modo en que convergieron los haces del; pasado para diverger de allí, fue el Destino apoderándose de la libertad del espíritu colectivo, y precipitándose grandezas tras grandezas, nos legaron los siglos sucesivos la damnosa hereditas de nuestras glorias castizas.

Carlos I continuó la obra de unificación, gracias en gran parte a aquella invasión de extranjeros que nos metió en casa, porque de más de una manera acelera la individuación de un cuerpo el que penetren en él elementos extraños, excitantes de cristalización. Carlos I continuó la obra de unificación metiendo a España en el concierto europeo5.

Recorra el lector en su memoria todo esto y llegue a la vivaz expansión del espíritu castellano, que produjo tantos misioneros de la palabra y de la espada cuando el sol no se ponía en sus dominios, cuando llevaba a todas partes su ideal de uniformidad católica, cuando brotó más potente a luz el casticismo castellano.

«España, que había expulsado a los judíos y que aún tenía el brazo teñido en sangre mora, se encontró a principios del siglo XVI enfrente de la Reforma, fiera recrudescencia de la barbarie septentrional; y por toda aquella centuria se convirtió en campeón de la unidad y de la ortodoxia». Esto dice uno de los españoles que más y mejor ha penetrado en el espíritu castellano, que más y mejor ha llegado a su intra-historia, uno de los pocos que ha sentido el soplo de la vida de nuestros fósiles. Pues bien: a pesar de aquel campeonato, alienta y vive la barbarie septentrional, y aún tendremos que renovar nuestra vida a su contacto; lo sabe bien y lo comprende y siente el que escribía lo precitado. Alonso Quijano el Bueno se despojará al cabo de Don Quijote y morirá abominando de las locuras de su campeonato, locuras grandes y heroicas, y morirá para renacer.

Después de la vigorosa acción, vino el vigor del pensamiento, el rebotar los actos del exterior al espíritu que los había engendrado; el reflejo en el alma castellana de su propia obra, su edad de oro literaria. En aquella literatura se va a buscar el modelo de casticismo; es la literatura castellana eminentemente castiza, a la vez que es nuestra literatura clásica. En ella siguen viviendo ideas hoy moribundas, mientras en el fondo intra-histórico del pueblo español viven las fuerzas que encamaron en aquellas ideas y que pueden encarnar en otras. Sí, pueden encarnar en otras, sin romperse la continuidad de la vida; no puede asegurarse que caeremos siempre en los mismos errores y en los mismos vicios.

La vieja idea castellana castiza encarnó en una literatura y en otras obras no literarias, porque las de Íñigo de Loyola y Domingo de Guzmán, ¿no son acaso hijas del espíritu castellano casado con el catolicismo y universalizadas merced a éste?

La idea conciente de aquel pueblo encarnó en una literatura, así como el fondo de representaciones subconcientes en el pueblo de que aquélla brotó, en una lengua. Y aun cuando olvidáramos la vieja literatura castiza, ¿no quedaríamos acaso con la fuerza viva de que brotó? Lo que hace la continuidad de un pueblo no es tanto la tradición histórica de una literatura cuanto la tradición intra-histórica de una lengua; aun rota aquélla, vuelve a renacer, merced a ésta. Toda serie discontinua persiste y se mantiene merced a un proceso continuo, de que arranca; ésta es una forma más de la verdad de que el tiempo es forma de la eternidad.

Nuestra literatura clásica castiza brotó cuando se había iniciado la decadencia de la Casa de Austria, al recogerse la idea castellana, fatigada de luchar y derrotada en parte, al recogerse en sí y conocerse, como nos conocemos todos, por lo que había hecho, en el espejo de sus obras; al volver a sí del choque con la realidad externa que la había rechazado, después de recibir señal y efecto de ello. Y así, la vemos que, después de haber intentado en vano ahogar «la barbarie septentrional» y el renacer de otros espíritus, torna a sí con la austera gravedad de la madurez, se percata de que la vida es sueño, piensa reportarse, por si despierta un día, y se dice:


   Soñemos, alma, soñemos
otra vez, pero ha de ser
con atención y consejo
de que hemos de despertar
deste gusto al mejor tiempo.



Sí, su vida fue sueño espléndido en que se desató con generosa braveza, atropelló cuanto se le puso delante arrojó por el balcón a quien no le daban gusto y se vio luego otra vez en la caverna.

De todas las figuras sensibles en que se nos revela aquel pueblo, con su grandeza y su locura, donde más grande le vemos, donde se nos aparece más solemne y más augusto, más profundo y sublime su apocalipsis, es en aquel relato divino del último capítulo de las aventuras de Don Quijote, en aquel relato eterno, en que, despojado del héroe, muere Alonso Quijano el Bueno en el esplendor inmortal de su bondad. Este Alonso Quijano, que por sus virtudes y a pesar de sus locuras mereció el dictado de el Bueno, es el fondo eterno y permanente de los héroes de Calderón, que son los que mejor revelan la manifestación histórica, la meramente histórica de aquel pueblo.

La idea castellana, que de encarnar en la acción pasó a revelarse en el verbo literario, engendró nuestra literatura castiza clásica, decimos. Castiza y clásica, con fondo histórico y fondo intra-histórico, el uno temporal y pasajero, eterno y permanente el otro. Y está tan ligado lo uno a lo otro, de tal modo se enlazan y confunden, que es tarea difícil siempre distinguir lo castizo de lo clásico y marcar sus conjunciones, y aquello en que se confunden, y aquello en que se separan, y cómo lo uno brota de lo otro y lo determina y limita y acaba por ahogarlo no pocas veces.

El casticismo castellano es lo que tenemos que examinar, lo que en España se llama castizo, flor del espíritu de Castilla. Examinar digo, y mejor diría dejar que examine el lector, presentándole indicaciones y puntos de vista para que saque de ellos consecuencias, sean las que fuesen. Y ahora, después de breve descanso, a nuevo campo. Poco a poco, irá surgiendo el hilo central de estas divagaciones.




- III -

Por cualquier costa que se penetre en la Península española empieza el terreno a mostrarse al poco trecho accidentado; se entra luego en el intrincamiento de valles, gargantas, hoces y encañadas, y se llega, por fin, subiendo más o menos, a la meseta central, cruzada por peladas sierras, que forman las grandes cuencas de sus grandes ríos. En esta meseta se extiende Castilla, el país de los castillos.

Como todas las grandes masas de tierra, se calienta e irradia su calor antes que el mar y las costas que éste refresca y templa, más pronta en recibirlo y en remitirlo más pronta. De aquí resulta un extremado calor cuando el sol la tuesta, un frío extremado en cuanto la abandona; unos días veraniegos y ardientes, seguidos de noches frescas en que tragan con deleite los pulmones la brisa terral; noches invernales heladas en cuanto cae el sol brillante y frío, que en su breve carrera diurna no logra templar el día. Los inviernos largos y duros y los estíos breves y ardorosos han dado ocasión al dicho de «nueve meses de invierno y tres de infierno». En la otoñada, sin embargo, se halla respiro en un ambiente sereno y plácido. Deteniendo los vientos marinos, coadyuvan las sierras a enfriar el invierno y a enardecer el verano; mas si bien impiden el paso a las nubes mansas y bajas, no lo cierran a los violentos ciclones, que descargan en sus cuencas, viéndose así grandes sequías seguidas de aguaceros torrenciales.

En este clima extremado por ambos extremos, donde tan violentamente se pasa del calor al frío y de la sequía al aguaducho, ha inventado el hombre en la capa, que le aísla del ambiente, una atmósfera personal regularmente constante en medio de las oscilaciones exteriores, defensa contra el frío y contra el calor a la vez.

Los grandes aguaceros y nevadas, descargando en sus sierras y precipitándose desde ellas por los empinados ríos, han ido desollando, siglo tras siglo, el terreno de la meseta, y las sequías que les siguen han impedido que una vegetación fresca y potente retenga en su maraña la tierra mollar del acarreo. Así es que se ofrecen a la vista campos ardientes, escuetos y dilatados, sin fronda y sin arroyos; campos en que una lluvia torrencial de luz dibuja sombras espesas en deslumbrantes claros, ahogando los matices intermedios. El paisaje se presenta recortado, perfilado, sin ambiente casi, en un aire transparente y sutil.

Recórrense a las veces leguas y más leguas desiertas, sin divisar apenas más que la llanura inacabable, donde verdea el trigo o amarillea el rastrojo, alguna procesión monótona y grave de pardas encinas, de verde severo y perenne, que pasan lentamente espaciadas, o de tristes pinos que levantan sus cabezas uniformes. De cuando en cuando, a la orilla de algún pobre regato medio seco o de un río claro, unos pocos álamos, que en la soledad infinita adquieren vida intensa y profunda. De ordinario, anuncian estos álamos al hombre; hay por allí algún pueblo, tendido en la llanura, al sol, tostado por éste y curtido por el hielo, de adobes muy a menudo, dibujando en el azul del cielo la silueta de su campanario. En el fondo se ve muchas veces el espinazo de la sierra, y al acercarse a ella, no montañas redondas en forma de borona, verdes y frescas, cuajadas de arbolado, donde salpiquen al vencido helecho la flor amarilla de la árgoma y la roja del brezo. Son estribaciones de huesosas y descarnadas peñas, erizadas de riscos, colinas recortadas que ponen al desnudo las capas del terreno resquebrajado de sed, cubiertas, cuando más, de pobres hierbas, donde sólo levantan cabeza el cardo rudo y la retama desnuda y olorosa, la pobre ginestra contenta dei deserti, que cantó Leopardi. En la llanura se pierde Ja carretera entre el festón de árboles, en las tierras pardas, que, al recibir al sol, que baja a acostarse en ellas, se encienden de un rubor vigoroso y caliente.

¡Qué hermosura la de una puesta del sol en estas solemnes soledades! Se hincha al tocar el horizonte, como si quisiera gozar de más tierra, y se hunde, dejando polvo de oro en el cielo y en la tierra sangre de su luz. Va luego blanqueando la bóveda infinita, se oscurece de prisa, y cae encima, tras fugitivo crepúsculo, una noche profunda, en que tiritan las estrellas. No son los atardeceres dulces, lánguidos y largos del septentrión.

¡Ancha es Castilla! ¡Y qué hermosa la tristeza reposada de ese mar petrificado y lleno de cielo! Es un paisaje uniforme y monótono en sus contrastes de luz y sombra, en sus tintas disociadas y pobres en matices. Las tierras se presentan como en inmensa plancha de mosaico de pobrísima variedad, sobre que se extiende el azul intensísimo del cielo. Faltan suaves transiciones, ni hay otra continuidad armónica que la de la llanura inmensa y el azul compacto que la cubre e ilumina.

No despierta este paisaje sentimientos voluptuosos de alegría de vivir, ni sugiere sensaciones de comodidad y holgura concupiscibles; no es un campo verde y graso en que dan ganas de revolcarse, ni hay repliegues de tierra que llamen como un nido.

No evoca su contemplación al animal que duerme en nosotros todos, y que medio despierto de su modorra se regodea en el dejo de satisfacciones de apetitos amasados con su carne desde los albores de su vida, a la presencia de frondosos campos de vegetación opulenta. No es una naturaleza que recree6 al espíritu.

Nos desase más bien del pobre suelo, envolviéndonos en el cielo puro, desnudo y uniforme. No hay aquí comunión con la Naturaleza, si nos absorbe ésta en sus espléndidas exuberancias; es, si cabe decirlo, más que panteístico, un paisaje monteístico este campo infinito en que, sin perderse, se achica el hombre, y en que siente en medio de la sequía de los campos sequedades del alma. El mismo profundo estado, de ánimo que este paisaje me produce aquel canto en que el alma atormentada de Leopardi nos presenta al pastor errante que, en las estepas asiáticas, interroga a la luna por su destino.

Siempre que contemplo la llanura castellana recuerdo dos cuadros. Es el uno un campo escueto, seco y caliente, bajo un cielo intenso, en que llena largo espacio inmensa muchedumbre de moros arrodillados, con las espingardas en el suelo, hundidas las cabezas entre las manos apoyadas en tierra, y al frente de ellos, en pie, un caudillo tostado, con los brazos tensos al azul infinito y la vista perdida en él, como diciendo: «¡Sólo Dios es Dios!». En el otro cuadro se presentaban en el inmenso páramo muerto, a la luz derretida del crepúsculo, un cardo quebrando la imponente monotonía en el primer término, y en lontananza las siluetas de Don Quijote y Sancho sobre el cielo agonizante.

«Sólo Dios es Dios, la vida es sueño y que el sol no se ponga en mis dominios», se recuerda contemplando estas llanuras.


   Atrevámonos a todo
[...]
a reinar, fortuna, vamos,
no me despiertes, si duermo.






- IV -

La población se presenta, por lo general, en el campo castellano recogida en lugares, villas o ciudades, en grupos de apiñadas viviendas, distanciados de largo en largo por extensas y peladas soledades. El caserío de los pueblos es compacto y recortadamente demarcado, sin que vaya perdiéndose y difuminándose en la llanura con casas aisladas que le rodean, sin matices de población intermedia, como si las viviendas se apretaran en derredor de la iglesia para prestarse calor y defenderse del rigor de la Naturaleza, como si las familias buscaran una segunda capa, en cuyo ambiente aislarse de la crueldad del clima y la tristeza del paisaje. Así es que los lugareños tienen que recorrer a las veces en su muía no chico trecho hasta llegar a su labranza, donde trabajan, uno aquí, otro allá, aislados, y los gañanes no pueden hasta la noche volver a casa, a dormir el reconfortante sueño del trabajo sobre el escaño duro de la cocina, ¡Y que es de ver verlos a la caída de la tarde, bajo el cielo blanco, dibujar en él sus siluetas, montados en sus muías, dando al aire sutil sus cantares lentos, monótonos y tristes, que se pierden en la infinita inmensidad del campo lleno de surcos!

Mientras ellos están en la labor, sudando sobre la dura tierra, hacen la suya las comadres, murmurando en las solanas en que gozan del breve día. En las largas veladas invernales suelen reunirse amos y criados bajo la ancha campana del hogar, y bailan éstos al compás de seca pandereta y al de algún viejo romance no pocas veces.

Penetrad en uno de esos lugares o en una de las viejas ciudades amodorradas en la llanura, donde la vida parece discurrir calmosa y lenta en la monotonía de las horas, y allí dentro hay almas vivas, con fondo transitorio y fondo eterno y una intra-historia castellana.

Allí dentro vive una casta de complexión seca, dura y sarmentosa, tostada por el sol y curtida por el frío, una casta de hombres sobrios, producto de una larga selección por las heladas de crudísimos inviernos y una serie de penurias periódicas, hechos a la inclemencia del cielo y a la pobreza de la vida. El labriego que al pasar montado en su muía y arrebujado en su capa os dio gravemente los buenos días, os recibirá sin grandes cortesías, con continente sobrio. Es calmoso en sus movimientos, en su conversación pausado y grave y con una flema que le hace parecer a un rey destronado. Esto cuando no es socarrón, voz muy castiza de un carácter muy castizo también. La socarronería es el castizo humorismo castellano, un humorismo grave y reposado, sentencioso y flemático; el humorismo del bachiller Sansón Carrasco, que se bate caballerosamente con Don Quijote con toda la solemnidad que requiere el caso, y que acaba tomando en serio el juego. Es el humorismo grave de Quevedo, el que hizo los discursos de Marco Bruto.

De ordinario suele ser silencioso y taciturno mientras no se le desata la lengua. Recordad aquel viejo Pero Vermuez que vive en el Romanz de myo Cid, un fósil hoy, pero que tuvo alma y vida, aquel Pero Vermuez, al cual cató myo Cid y le dice:


Fabla, Pero Mudo, varón que tanto callas,



y entonces


   Pero Vermuez conpeço de fablar
Detienes’le la lengua, non puede delibrar;
Mas cuando empieça, sabed, nol da vagar.



Pero Mudo, al romper a hablar, suelta a los infantes un torrente acusatorio, en el que les dice:


«lengua sin manos, ¿cuemo osas fablar?»



Todo Pero Mudo se vierte en este apóstrofe: lengua sin manos, ¿cómo osas hablar?

Es tan tenaz como lento, yendo lo uno emparejado con lo otro. Diríase que es en él largo lo que llaman los psico-fisiólogos el tiempo de reacción, que necesita de bastante rato para darse cuenta de una impresión o de una idea, y que una vez que la agarra no la suelta a primeras, no la suelta mientras otra no la empuje y expulse. Así es que sus impresiones parece son lentas y tenaces, faltándoles el nimbo que la circunda y une como materia conjuntiva, el matiz en que se diluye la una desvaneciéndose antes de dejar lugar a la que la sigue. Es cual si se sucedieran tan recortadas como las tintas del paisaje de su tierra7, tan uniformes y tan monótonas en su proceso.

Entrad con él en su casa, en cuya fachada os hieren la vista a la luz del sol entero, ringorrangos de añil chillón sobre fondo blanco como la nieve. Sentaos a su mesa a comer con él una comida sencilla y sin gran artificio culinario, sin otro condimento que picantes o ardientes, comida sobria y fuerte a la vez8, impresiones recortadas para el paladar.

Si es día festivo, después de la comida asistís al baile, a un baile uniforme y lento, danzando al son de monótono tamboril o pandereta, o de chillona dulzaina, cuyos sones burilados se os clavan en el oído como una serie de punzadas acústicas. Y les oiréis cantares gangosos, monótonos también, de notas arrastradas, cantares de estepa, con que llevan el ritmo de la labor del arado. Revelan en ellos un oído poco apto para apreciar matices de cadencias y semitonos.

Si estáis en ciudad, y hay en ella algunos cuadros de la vieja y castiza escuela castellana, id a verlos, porque esta casta creó en los buenos tiempos de su expansión una escuela de pintura realista, de un realismo pobre en matices, simplicista, vigoroso y rudo, de que sale la vista como de una ducha. Tal vez topéis con algún viejo lienzo de Ribera o de Zurbarán, en que os salte a los ojos un austero anacoreta de huesosa complexión, en que se dibujan los músculos tendinosos en claros vivos sobre sombras fuertes, un lienzo de gran pobreza de tintas y matices, en que los objetos aparecen recortados. Con frecuencia las figuras no forman un todo con el fondo, que es mero accesorio de decoración pobre. Velázquez, el más castizo de los pintores castellanos, era un pintor de hombres, y de hombres enteros, de una pieza, rudos y decididos, de hombres que llenan todo el cuadro.

No encontraréis paisajistas, ni el sentimiento del matiz, de la suave transición, ni la unidad de un ambiente que lo envuelva todo y de todo haga armónica unidad. Brota aquí ésta de la colocación y disposición más o menos arquitectónica de las partes: muchas veces las figuras son pocas.

A esa seca rigidez, dura, recortada, lenta y tenaz, llaman naturalidad; todo lo demás tiénenlo por artificio pegadizo o poco menos. Apenas les cabe en la cabeza más naturalidad que la bravía y tosca de un estado primitivo de rudeza. Así es que dicen que su vino, la primera materia para hacerlo, el vinazo de sus cubas, es lo natural y sano, y el producto refinado, más aromático y matizado, que de él sacan los franceses, falsificación química. ¡Falsificación! ¡Verificación sí que es! ¡Como si la tierra fuera más que un inmenso laboratorio de primeras materias, al que corrige el hombre, que sobrenaturaliza a la Naturaleza, humanizándola! No es dogma de esta casta lo que decía Schiller en su «Canción del ponche», que también el arte es don celeste, es decir, natural.




- V -

Estos hombres tienen un alma viva, y en ella el alma de sus antepasados, adormecida tal vez, soterrada bajo capas sobrepuestas, pero viva siempre. En muchos, en los que han recibido alguna cultura sobre todos, los rasgos de la casta están alterados, pero están allí.

Esa alma de sus almas, el espíritu de su casta, hubo un tiempo en que conmovió al mundo y lo deslumbró con sus relámpagos, y en las erupciones de su fe levantó montañas. Montañas que podemos examinar y socavar y revolver a la busca en sus laderas de la lava ardiente un día y petrificada hoy, y bajo esta lava los restos de hombres que palpitaron de vida, las huellas de otros.

Antes de entrar en esta rebusca, tolere el lector la aridez de unas pocas explicaciones algo abstrusas.

A uno que duerme en el silencio le despierta un ruido, y al que duerme en éste, le despierta su cesación. El hombre de lo que se da cuenta es del contraste, de una ruptura de la continuidad en espacio o tiempo. Es mérito de la psicología inglesa el haber puesto en claro el principio luminoso de que el acto más elemental de percepción, de discernimiento, como ellos dicen gráficamente, es la percepción de una diferencia, y que conocer una cosa es distinguirla de las demás, conociéndola mejor cuanto de más y mejor se la distingue.

Pero tal distinción no podría darse sin una analogía profunda sobre que reposara; la diferencia sólo se reconoce sobre un fondo de semejanza. En la sucesión de impresiones discretas hay un fondo de continuidad, un nimbo que envuelve a lo precedente con lo subsiguiente; la vida de la mente es como un mar eterno sobre que ruedan y se suceden las olas, un eterno crepúsculo que envuelve días y noches, en que se funden las puestas y las auroras de las ideas. Hay un verdadero tejido conjuntivo intelectual, un fondo intraconciente, en fin9.

Los islotes que aparecen en la conciencia y se separan o aproximan más, uniéndose a las veces, a medida que el nivel de ella baja o sube, se enlazan allá, en el fondo del mar mental, en un suelo continuo. Son voces que surgen del rumor del coro, son las melodías de una sinfonía eterna. Figuraos astros rodeados de una extensa atmósfera etérea cada uno, que se acercan en sus movimientos orbitales, y fundiéndose sus atmósferas forman una sola que los envuelve y mantiene unidos y concertados, siendo la razón de su atracción mutua. Esta doctrina, que conocen cuantos la han leído aplicada hermosamente por el P. Secchi a la física toda, es la que mejor aclara metafóricamente la constitución de la mente humana. Cada impresión, cada idea, lleva un nimbo, su atmósfera etérea: la impresión, de todo lo que le rodeaba; la idea, de las representaciones concretas de que brotó. Aquellas figurillas de triángulos, etéreas y ondulantes, que flotan en nuestra mente al pensar en el triángulo (figurillas de que habla Balmes), no son sino parte del nimbo, de la atmósfera de la idea, parte del mar de lo intraconciente, raíces del concepto.

En nuestro mundo mental flotan grandes nebulosas, sistemas planetarios de ideas entre ellas, con sus soles y sus planetas y satélites y aerolitos y cometas erráticos también; hay en él mundos en formación y en disolución otros, todo ello en un inmenso mar etéreo, de donde brotan los mundos y adonde al cabo vuelven. El conjunto de todos estos mundos, el universo mental, forma la conciencia, de cuyas entrañas arranca el rumor de la continuidad; el hondo sentimiento de nuestra personalidad. En lo hondo, el reino del silencio vivo, la entraña de la conciencia; en lo alto, la resultante en formación, el yo conciente, la idea que tenemos de nosotros mismos.

En este universo hay diferentes sistemas planetarios, y cada planeta, cada idea, es un mundo a su vez, con su organismo. Cogiéndolas, podemos analizarlas, separar y distinguir sus componentes, es decir, conocerlos, reconstituirlos, y así, por una síntesis de un análisis, llegar a conocer reflexiva y científicamente la idea en su contenido y entraña. Síntesis de un análisis, esto es la conciencia; su fin, llegar a lo intraconciente de la continuidad de todo. De las ideas reflejadas y rellenas se eleva la mente a ideas de esas ideas por abstracción.

Paciencia, lector, y tolera aún; más indicaciones sobre la abstracción, que más tarde verás adonde van enderezadas. Porque en esto de la abstracción suele no verse poco más que el abstraer, la separación, la repulsión ideal, sin fijarse en que trotan de una verdadera fusión. Se suele presentar la abstracción como algo previo a la generalización cuando es efecto suyo. Recuérdese cómo se hacen fotografías compuestas, para lo cual se toman varios individuos de una familia, por ejemplo, y si son seis, se proyecta a cada uno sobre la placa, con la misma enfocación y postura en todos ellos, la sexta parte del tiempo necesario para obtener una prueba clara y distinta. De este modo se sobreponen las imágenes, los rasgos análogos; los de familia se corroboran, y los individuales o diferenciales forman en torno de aquéllos un nimbo, una vaga penumbra. Cuanto mayor el número de individuos o el de analogías entre ellos, más acusada resultará la imagen compuesta, y el nimbo más vago; y, por el contrario, cuantos menos los individuos o sus analogías menores, más flotante y vaga la imagen en un nimbo que prepondera. Al tomar luego esas imágenes compuestas para compararlas y combinarlas unas con otras y sobreponerlas a su vez, lo concreto de ellas se define y se desvanece mucho del nimbo. Todo compuesto, al entrar como componente de una unidad suprema a él, acusa su individualidad.

Sobre estas sugestiones metafóricas medite el lector poniéndose en, camino de ver cómo se producen la abstracción y la generalización, no por vía de remoción y exclusión tan sólo, sino fundiendo lo semejante en el nimbo de lo desemejante. Nimbo o atmósfera ideal que es lo que da carne y vida a los conceptos, lo que los mantiene en conexión, lo que los enriquece poco a poco, irrumpiendo en ellos desde sus entrañas.

Y no debe perderse de vista esto del nimbo, clave de la inquisición que hemos de hacer en la mente castiza castellana, porque es la base de la distinción entre el hecho en bruto y el hecho en vivo, entre su continente y su contenido.

¡Cosa honda y difícil esta de conocer el hecho vivo! Cosa la única importante de la ciencia humana, que se reduce a conocer hechos en su contenido total. Porque toda cosa conocible es un hecho (factum), algo que se ha hecho. El universo todo es un tejido de hechos en el mar de lo indistinto e indeterminado, mar etéreo y eterno e infinito, un mar que se refleja en el cielo inmenso de nuestra mente, cuyo fondo es la ignorancia. Un mar sin orillas, pero con su abismo insondable, las entrañas desconocidas de lo conocido, abismo cuyo reflejo se pierde en el abismo de la mente.

¡Cosa honda y difícil conocer el hecho! Conocer el hecho, distinguirlo de otros y distinguirlo con vida, rehaciéndolo en nuestra mente10.

Y ahora, dejando estas retóricas, entremos de golpe y porrazo a indicar dónde y cómo se han de buscar las pruebas de que en este clima extremado y sin tibiezas dulces, de paisaje uniforme en sus contrastes, es el espíritu también cortante y seco, pobre en nimbos de ideas, pruebas de cómo generaliza sobre los hechos vistos en bruto, en serie discreta, en calidoscopio, no sobre síntesis de un análisis de ellos, viéndolos en serie continua, en flujo vivo cómo los ve recortados como las figuras en su campiña sin rehacerlos apenas, tomándolos como aparecen en su vestidura, y cómo, por fin, ha engendrado un realismo vulgar y tosco y un idealismo seco y formulario, que caminan juntos, asociados como Don Quijote y Sancho, pero que nunca se funden en uno. Es socarrón o trágico, a las veces, a la vez, pero sin identificar la ironía y la austera tragedia humanas.

Al llegar aquí tenemos que traer a cuenta algún hecho que sirva de hilo central a nuestras reflexiones, que seguirán, sin embargo, sin atarse a él, ondulando acá y allá, fuera de la maroma lógica, para engendrar en el alma del lector el nimbo, la atmósfera de donde vaya surgiendo algún tema. Y este hecho central ha de ser nuestro pensamiento castizo, el de la edad de oro de la literatura castellana, y en él, por de pronto, lo más castellano, el teatro, y en el teatro castellano, sobre todo, Calderón, cifra y compendio de los caracteres diferenciales y exclusivos del casticismo castellano.

Y procuraremos ver, por último, sus esfuerzos por llegar a lo eterno de su conciencia, por armonizar su idealismo quijotesco con su realismo sancho-pancino, esfuerzos que se revelan en el fruto más granado del espíritu castellano, en su castiza y clásica mística.



Marzo de 1895.






ArribaAbajoIII.- El espíritu castellano


- I -

Casticísimo es en nuestras letras castizas el teatro, y en éste, el de Calderón, porque si otros de nuestros dramaturgos le aventajaron en sendas cualidades, él es quien mejor encarna el espíritu local y transitorio de la España castellana castiza y de su eco prolongado por los siglos posteriores, más bien que la humanidad eterna de su casta; es un «símbolo de raza»11. Da cuerpo a lo diferencial y exclusivo de su casta, a sus notas individuales, por lo cual, a pesar de haber galvanizado su memoria tudescos rebuscadores de ejemplares típicos, es a quien «leemos con más fatiga» los españoles de hoy, mientras Cervantes vive eterna vida dentro y fuera de su pueblo.

Calderón, el símbolo de casta, fue a buscar carne para su pensamiento al teatro, en que se ha de presentar al mundo en compendio compacto y vivo, en sucesión de hechos significativos, vistos desde afuera, desvaneciéndose a último término, hasta perderse a las veces, el nimbo que los envuelve, el coro irrepresentable de las cosas12.

Y de todos los teatros, el más rápido y teatral es el castellano, en que no pocas veces se corta, más bien que se desata, el nudo gordiano dramático. Lope, sobre todo, suele precipitar el desenlace, la anagnórisis.

Por toda la literatura castellana campea esa sucesión calidoscópica, y donde más, en otra su casticísima manifestación, en los romances, donde pasan los hombres y los sucesos grabados al agua fuerte, sobre un fondo monótono, cual las precisas siluetas de los gañanes a la caída de la tarde, sobre el bruñido cielo. El didactismo a que propende esta misma literatura suele por su parte resolverse en rosario de sentencias graves, en sarta sin cuerda a las veces.

En el teatro calderoniano se revela de bulto esa suerte de ver los hechos en bruto y yuxtapuestos por de fuera. El argumento es casi siempre de una sencillez y pobreza grandes, los episodios pegadizos y que antes estorban que ayudan a la acción principal. No se combinan, como en Shakespeare, dos o más acciones. Una intriga enredosa a las veces, pero superficial, calidoscópica, y, sobre todo, enorme monotonía en caracteres, en recursos dramáticos, en todo13.

Por ver los hombres en perfil duro no sabe crear caracteres; no hay en sus personajes el rico proceso psicológico interno de un Hamlet o un Macbeth; es «psicología en primer grado, como las imágenes coloreadas de Alemania son pintura elemental», dice Amiel (Journal intime, 8 janvier 1863), juzgando de refilón nuestro teatro.

«Todas las cosas están allí apuntadas y casi ninguna llevada a cabal desarrollo», lo que se atribuye a «condiciones del ingenio español (castellano) [...] la rapidez y la facilidad para comprender un carácter y lo incompleto de su desarrollo» (M. y P.). ¿Rapidez para comprender? Es que pasan el hecho o la idea recortados, sin quebrar su cáscara y derramar sus entrañas en el espíritu del que los recibe, sin entrar a él envueltos en su nimbo y en éste desarrollarse.

El desarrollo es la única comprensión verdadera y viva, la del contenido; todo lo demás se reduce a atrapar un pobre dermato-esqueleto encasillable en el tablero de las categorías lógicas. La idea comprendido se ejecuta sola, sponte sua, como en la mente shakesperiana. En la de Calderón se petrifica. Superar en ejecución lo es en verdadera comprensión, porque la ejecución revela la continuidad y vida íntimas de la idea.

Como las buriladas representaciones calderonianas no rompían su caparazón duro, fue el poeta, no viéndolas en su nimbo, a buscarles alma al reino de los conceptos obtenidos por vía de remoción excluyente, a un idealismo disociativo14, y no al fondo del mar lleno de vida, sino a un cielo frío y pétreo.

Este espíritu castizo no llegó, a pesar de sus intentonas, a la entrañable armonía de lo ideal y lo real, a su identidad oculta, no consiguió soldar los conceptos anegándolos en sus nimbos, ni alcanzó la inmensa sinfonía del tiempo eterno y del infinito espacio de donde brota con trabajo, cual melodía en formación y lucha, el Ideal de nuestro propio Espíritu. Para él dos mundos, un calidoscopio de hechos y un sistema de conceptos, y sobre ellos un Motor inmoble.

Espíritu éste dualista y polarizador. Don Quijote y Sancho caminan juntos, se ayudan, riñen, se quieren, pero no se funden. Los extremos se tocan sin confundirse y se busca la virtud en un pobre justo medio, no en el dentro en donde está y debe buscarse. Sáltase de los hechos tomados en bruto y sin nimbo a conceptos categóricos. Cuando Quevedo no nos cuenta al buscón don Pablos comenta a Marco Bruto, y el grave Hurtado de Mendoza narra las picardías del Lazarillo del Tormes.

Calderón nos presenta la realidad «con sus contrastes de luz y de sombra, de alegrías y de tristezas», sin derretir tales contrastes en la penumbra del nimbo de la vida, «mezcla lo trágico y lo cómico», sí, los mezcla, no los combina químicamente. Y así, «en nuestro teatro, más que idealismo hay convencionalismo, y más que realismo la realidad histórica de un tiempo dado» y «cierta ligereza y superficialidad», la de no pasar de la superficie.

Genuinamente castizos son nuestros dramas teológicos y autos sacramentales, con sus personajes sin vida, la Fe, la Esperanza, el Aire, el Fuego, el Agua, la Encarnación, la Trinidad, no seres vivos, sino


tumba de huesos, cubierta
con un paño de brocado.



En su idealismo se pone lo grande de Calderón, su «genio sintético y comprensivo», viendo en él grandeza de concepción y una alteza tal de ideas teológicas, intelectuales y filosóficas, que resultaba mezquina toda forma para encerrarlas, «alteza de la idea inicial de sus obras». Mas como aún así no pueda proponérsele cual modelo de belleza, ni supo hallar «lo que es universal y eterno del corazón humano», se nos dice que «no bastan por sí solas las grandes ideas para hacer con ellas grandes dramas».

Las grandes ideas categóricas y abstractas, no.

Distinguen al ingenio castellano «grandeza inicial y lucidez pasmosa para sorprender las ideas; poca calma, poca acción para desarrollarlas» (M. y P.). ¡Es claro!, como las sorprende, se les escapan sin entrar en él e imponerse a su atención, para desarrollar por sí, en virtud propia, su contenido. La «intuición rápida» de «proceder como por adivinación y relámpagos», es falta de comprensión viva, genética; los relámpagos deslumbran, no alumbran.

¡Genio sintético y comprensivo el que ni vislumbró la unidad de los dos mundos! ¡Armonismo un mero enlace de ellos, en que se ve la pegadura! ¡Pobres altísimas concepciones, muertas de desnudez, sin carne en que abrigarse! La mera ocurrencia de sacar a tablas conceptos abstractos delata toda la flaqueza de este ingenio, como lo empedernido de su idealismo el encontrarse resuelto (!!!) en sus obras «el enigma de la vida humana [...] sin luchas, sin vacilaciones, sin antinomias, sin dudas siquiera».

No es de extrañar que se sobreponga el idealismo de Calderón al de Shakespeare, y aun que no se le vea bien en éste. El inglés pone en escena a que desarrollen su alma hombres, hombres, ideas vivas, tan profundas cuanto altas las más elevadas del castellano. El rey Lear, Hamlet, Otelo, son ideas más ricas del contenido íntimo que cualquiera de los conceptos encasillables de Calderón. ¡Un hombre!, un hombre es la más rica idea, llena de nimbos y de penumbras y de fecundos misterios.

Calderón se esforzaba por revestir huesos de carne y sacaba momias, mientras que en el proceso vivo brota el organismo todo de un óvulo fecundado, surge del protoplasma del nimbo orgánico, dibujándose un dentro y un fuera, un endodermo y un ectodermo, y formándose poco a, poco en su interior, del tejido conjuntivo endurecido por sales calcáreas del ambiente, el esbozo de los huesos, que son lo último que queda y persiste cuando el ser ha muerto, delatando la forma viva perdida para siempre. Huesos encerrados en lo vivo por carne palpitante, huesos que admiran los osteólogos y paleontólogos en los dramas sarmentosos de Calderón, y que en Shakespeare están vivos, con tuétano caliente; pero sustentando, ocultos por la carne, la fábrica viva toda de que surgieron, inconcientes a su autor. Para el inglés los óvulos eran cuentos, novelas; anécdotas, sucesos vivos; en nuestro teatro abundan como tales lugares teológicos o de parecida laya15.

Por sumirse en el fondo eterno y universal de la Humanidad, que es la más honda y fecunda idea, donde se confunden los dos mundos, por cuyo ministerio brota el ideal de la realidad, de la naturaleza el arte, Shakespeare, sabiendo de pobre historia paleontológica tan poco o menos que Calderón, más letrado que él, penetra en el alma de la antigüedad romana por la estrecha puerta de una mala traducción de Plutarco y resucita en su Julio César la vida del foro resonante, mientras Calderón, atado a la historia de su tiempo y de su suelo, apenas se despega de lo transitorio y local. Penetra Shakespeare en la intra-historia romana y en la del alma como Hamlet, encarnación de humanidad tan profunda como el alegórico Segismundo, más viva. Y por ser más profundas sus concepciones vivas, informulables, es por lo que alcanza la «verdad humana, absoluta, hermosa» y la «expresión única».

Hay en nuestro castizo teatro disociación entre el idealismo y el realismo, y en punto a éste, los graciosos, que representan el fallo de la razón imparcial y sobria del común sentido16. El gracioso, impertinente a menudo, «de un modo realista y prosaico, no exento de vulgaridad y aun de grosería, vuelve siempre por los fueros del sentido común». No exento de vulgaridad y aun de grosería nuestro Sancho es cierto, pero Sancho bueno, Sancho discreto, Sancho cristiano, Sancho sincero. ¡Impertinente!, esto es, disociado, que casa bien con el idealismo de su Quijote.

Este espíritu disociativo, dualista, polarizador, se revela en la expresión, en el vano lujo de colores y palabras, en el énfasis, en la «inundación de mala y turbia retórica», en la manera hinchada de hipérboles, discreteos, sutilezas y metaforismo apoplético. Nuestros vicios castizos, desde Lucano y Séneca acá, el culteranismo y el conceptismo, brotan del mismo manantial. Dícese que el culteranismo y la hipérbole arrancan de brillantez de imaginación, el conceptismo de agudeza de ingenio.

¡Socorrido recurso el de la brillantez o fogosa imaginación española! Aquí entran en cuenta el sol y otros ingredientes. Y en realidad, sin embargo, imaginación seca, reproductiva más que creadora, más bien que imaginación fantasía, empleando, tecnicismo escolástico. O los hechos tomados en bruto, en entero y barajados de un modo o de otro, no desmenuzados para recombinarlos en formas no reales, o bien conceptos abstractos. Nuestro ingenio castizo es empírico o intelectivo más que imaginativo, traza enredos entre sucesos perfectamente verosímiles; no nacieron aquí los mundos difuminados en niebla, los mundos de hadas, gnomos, silfos, ninfas y maravillas. Pueblo fanático, pero no supersticioso y poco propenso a mitologías, al que cuadra mejor el monoteísmo semítico que el politeísmo ario. Todo es en él claro, recortado, antinebuloso; sus obras de ficción muy llenas de historia, hijas de los sentidos y de la memoria, o llenas de didactismo, hijas de la intelectiva. Sus romances por epopeyas y por baladas, y el Quijote por el Orlando.

La imaginación se apacienta en los nimbos de los hechos, nimbos que el castizo espíritu castellano repele, saltando de los sentidos a la inteligencia abstractiva. Y al tomar en bruto los hechos para realizarlos, acude al desenfreno del color externo, de lo distinto en ellos, así como cae por otra parte en el conceptismo de los universales faltos de nimbo; sensitivismo e intelectualismo, disociación siempre.

Cuando se alcanza mal a repartir en un cuadro los matices y medias tintas, de tal suerte que en la unidad del conjunto aparezcan los objetos encajados, subordinados al todo, se cae en el desenfreno del colorismo chillón y de mosaico, de brillos metálicos, corriendo tras el enorme despropósito de las figuras se salgan del cuadro, que vale tanto como desquiciarlas de su puesto y disociarlas de la realidad, acudiendo para ello a procederes de efecto escenográfico, más que sean pintar en el marco la sombra de la pezuña de un caballo o cualquier otro desatino tan desaforado. El ver las cosas destacarse a cuchillo es no percibir que es su forma en parte la del molde que les da el fondo, y así, por no dibujar tanto hacia fuera como hacia dentro, se busca la línea continente por serie de rectificaciones que engendran perfil confuso e incierto, desdibujada resultante de tanteos.

La poca capacidad de expresar el matiz en la unidad del nimbo ambiente lleva al desenfreno colorista y al gongorismo calidoscópico, epilepsia de imaginación que revela pobreza real de ésta; la dificultad en ver la idea surgiendo de su nimbo y dentro de él, arrastra la escenografía intelectualista del conceptismo; y la falta de tino para dibujar las cosas con mano segura a la par que suave, en su sitio, brotando del fondo a que se subordinan, conduce a las tranquilas oratorias de acumular sinónimos y frases simétricas, desdibujando las ideas con rectificaciones, paráfrasis y corolarios. Y de todo ello resulta un estilo de enorme uniformidad y monotonía en su ampulosa amplitud de estepa, de gravedad sin gracia, de períodos macizos como bloques, o ya seco, duro y recortado. Y en este estilo dos retóricas, la de oratoria y la de la dialéctica, metaforismo de oradores, ergotismo de teólogos y leguleyescas citas.

El elemento intelectivo es lo que «ahoga y mata la expresión natural y sencilla», sofocada al peso de categorías; la expresión única brota de la idealidad de lo real concreto.




- II -

Es grande Segismundo, precursor del Quijote, y hay eterna grandeza en Pedro Crespo y aun en don Lope de Almeida, porque todos ellos, y con ellos su creador, eran algo más que mentes nacidas para comprender el mundo. Eran voluntades con los vicios y la bondad íntima de la energía que desborda. La inteligencia misma es forma de voluntad.

Todo espíritu que pase por enérgica abstracción desde recortadas sensaciones a conceptos categóricos, sofocando el nimbo de las representaciones, o es juguete de los motivos del ambiente o reacciona sobre ellas con voluntariedad de arranque en resoluciones bruscas y tenaces; o ya esclavo o ya tirano de lo que le rodea. Los personajes de nuestro teatro, y aun los de nuestra historia, se forman más de fuera a dentro que a la inversa, más por cristalización que por despliegue orgánico, produciéndose ex abrupto no raras veces. En Lope los hay que cambian de repente, sobre todo al final de sus comedias, sin causa justificada. «Los sentimientos más opuestos brotan en su pecho, sin ofrecer las gradaciones que entre nosotros», dice de los españoles el alemán Schack. Cuando no son de una pieza se mueven guerra, dividiéndose en dos, o ya son sistema de contradicciones, como el egoísta generoso, el don Domingo del Don Blas, de Alarcón.

Obedecen nuestros héroes castizos a la ley eterna, tanto más opresiva cuanto menos intimada en ellos, abundando en conflictos entre dos deberes, entre dos imperativos categóricos, sin nimbo en que concordarse. A la presión exterior oponen, cual tensión interna, una voluntad muy desnuda, que es lo que Schopenhauer gustaba en los castellanos, por él tan citados y alabados. Acá vino también Mérimée a buscar impresiones fuertes y caracteres simples, bravíos y enteros.

A la disociación mental entre el mundo de los sentidos y el de la inteligencia, corresponde una dualidad de resoluciones bruscas y tenaces y de indolente matar el tiempo, dualidad que engendra, al reflejarse en la mente, fatalismo y libre arbitrismo, creencias gemelas y que se completan, nunca la doctrina del determinismo de la espontaneidad. Se resignan a la ley o la rechazan, la sufren o la combaten, no identifican su querer con ella. Si vencidos, fatalistas; libre-arbitristas cuando vencedores. La doctrina es la teoría de la propia conducta, no su guía.

En las disputas teológicas que provocaron el calvinismo, primero, y el jansenismo, más tarde, teólogos españoles fueron los principales heraldos del libre albedrío. ¡Frases vigorosas el «no me da la real gana» y el «no importa»! Y aún las hay más enérgicas y castizas, que viene como anillo al dedo a la doctrina schopenhaueriana de que la voluntad es lo genérico, así como la inteligencia lo individuante en el hombre, que el foco, Brennpunkt, de aquélla son los órganos genitales. Todo español sabe de donde le salen las voliciones enérgicas.


   Y teniendo yo más alma,
¿tengo menos libertad?,



grita Segismundo. Tener más alma es tener más voluntad entera, más masa de acción, más intensa, no mayor inteligencia ni más complejo espíritu.

Y junto a esta voluntariedad simplicista de esta enérgica casta de conquistadores, fe en la suerte: Da ventura a tu hijo y échalo en el mar. Fe en la estrella, buena si se triunfa, si se sucumbe mala. Es la vislumbre de sentirse arrebatado de algo íntimo, más hondo que la conciencia.

La monotonía de caracteres del castizo teatro castellano paréceme ser reflejo de un rasgo real. Caracteres los de esta casta de individualidad bien perfilada y de complejidad escasa, más bien unos que armónicos, formados los individuos por presión exterior en masa pétrea, personas que se plantan frente al mundo y le arman batalla sin huir del peligro, que en la ocasión se moverán guerra a sí mismos, sin destruirse, y que si se dejan morir es matando, como Sansón con todos los filisteos17.

Eran almas éstas tenaces e incambiables, castillos interiores de diamante de una pieza, duro y cortante. Genio y figura hasta la sepultura; lo que entra con el capillo sale con la mortaja; lo que en la leche se mama, en la mortaja se derrama.

Al plantarse en sociedad cada una de estas almas frente a las otras, prodújose un verdadero anarquismo igualitario, y a la par anhelo por dar a la comunidad la firme unidad de cada miembro, un verdadero anarquismo absolutista, un mundo de átomos indivisibles e impenetrables en lucha dentro de un férrea caja, lucha de presión externa con interna tensión.

Fue una sociedad guerrera 18, y en la guerra misma algo de anárquico, guerrillas y partidarios.

En tales sociedades y con tales individuos prolóngase un sentido de justicia primitivo, vengándose devengan sus derechos. En Pedro Crespo se une a la justicia la venganza, y tenemos un rey a quien llaman unos el Cruel y el Justiciero otros. Entre nosotros buscaba Schopenhauer ejemplos del anhelo de llevar «al dominio de la experiencia la justicia eterna, la individuación, dedicando a las veces toda una vida a vengar un entuerto, y con previsión del patíbulo»19.

Pasamos, según Rasch (Das heutige Spainen), en Alemania, ¡prepárese el lector!..., a la vez que por ganosos de fama codiciosos e indolentes, ruhmsüchtig, golddürstig, faul, por crueles y sanguinarios, grausam blutdürstig. Cuando los extranjeros nos quieren mal y tratan de traer a cuenta nuestras flaquezas, no olvidan al inhumano duque de Alba, a su Juan de Vargas y su Consejo de sangre, los autos de fe y los quemaderos, y los desenfrenos todos de nuestro odium theologicum. Es dureza de combatiente.

El valor, valor de toro. «¡Ve a vencer!», dice arrogantemente el rey a Rodrigo de Vivar en Las mocedades del Cid. Y en éstas, al morir Rodrigo Arias, repite a su padre: «Padre, ¿he vencido, he vencido?... Yo muero, padre, ¿he vencido?».

En la vida de lucha conviene además juntar al esfuerzo astucia; aquélla, arma del fuerte, y ésta, del débil. «Apenas había término medio entre el caballero y el pícaro», dice el señor Menéndez. Confundíanse uno en otro; en horas de insolación asoma, bajo el aristócrata, el chulo.

Esta voluntad se abandona indolentemente al curso de las cosas si no logra domarlo a viva fuerza, no penetra en él ni se apropia su ley; violencia o abandono más o menos sostenidos. Es poco capaz de ir adaptándose lo que le rodea por infinitesimales acciones y pacienzudos tanteos, compenetrándose en las pequeñeces de la realidad, por trabajo verdadero. O se entrega a la rutina de la obligación, o trata de desquiciar las cosas; padece trabajos por no trabajar.

Es proverbial nuestro castizo horror al trabajo, nuestra holgazanería y nuestra vieja idea de que «ninguna cosa baja tanto al hombre como ganar de comer en oficio mecánico», proverbial la miseria que se siguió a nuestra edad del oro, proverbiales nuestros pordioseros y mendigos y nuestros holgazanes que se echan a tomar el sol y se pasaban con la sopa de nuestros conventos.

El que se hizo hidalgo peleando, morirá antes que deshonrar sus manos20.

En ninguna parte arraigó mejor ni por más tiempo lo de creer que el oro es la riqueza, que aquí, donde Ustáriz extremó el mercantilismo. Los pobres indios preguntaban a los aventureros de El Dorado por qué no sembraban y cogían, y en vano propusieron los prudentes se enviaran a las Indias labradores. Francisco Pizarro, en el momento de ir a pasar su Rubicón, traza con la espada una gran raya en tierra y dice: «Por aquí se va al Perú a ser ricos; por acá se va a Panamá a ser pobres; escoja el que sea buen castellano lo que más bien le estuviere».

Y más tarde, solemne escena en Caxamarca, cuando, previa invocación al auxilio divino, se reparte con gravedad el precio del desgraciado Atahualpa, aquel reposado inca, último testigo de una civilización borrada para siempre por los conquistadores de aquel «infierno del Perú, que con multitud de quintales de oro ha empobrecido y destruido a España», decía Las Casas. Poco después, el leal duque de Alba, sirviendo a su Dios y a su rey, no olvidaba el botín21.

¡El botín!, tal era la preocupación del legendario Cid22; y el mismo Sancho, el pacífico, el discreto, el buen Sancho, el codicioso de la ínsula, apenas vio en el suelo al fraile de San Benito «apeándose ligeramente de su asno arremetió a él y le comenzó a quitar los hábitos..., que aquello le tocaba a él legítimamente como despojos de la batalla que su señor Don Quijote había ganado».

El pobre con aspiraciones, que no se aviene a enterrarse cogido a la manera en la masa intra-histórica de los silenciosos, los intra-castizos, ni a vivir como el licenciado Cabra, «clérigo cerbatana, archi-pobre y proto-miseria», para quien la penuria era salud e ingenio, o dice con el soldado de Los Amantes de Teruel, de Tirso:


Bien haya, amén, quien inventó la guerra,
Que de una vez un hombre queda rico
Aunque en mil años haya visto blanca;



o se gana honradamente la vida con la industria de sus manos..., que, «hijo, esto de ser ladrón no es arte mecánica, sino liberal», y «quien no hurta en el mundo no vive», decía su padre al buscón don Pablos, espejo de vagabundos.

Y aun sin llegar a tal, vívase al día, con un mañana que nunca llega por delante, a ver si cae maná. Todos los años aplaudimos al castizo héroe conquistador del «¡tan largo me lo fiáis!», y todos se aguarda por todos con ansia el día del nacimiento del Redentor, en esperanza del gordo.


El nacer pobre es delito.



Y así vive el hidalgüelo mayorazgo a cubierto del trabajo, en resignada indolencia y medida parsimonia. Mas si es segundón y ha de asegurarse el pan, ¡a probar fortuna!, a buscárselas, o al convento23.

Con frecuencia, tras una vida de aventuras se tomaba iglesia.

¡Pan y toros, y mañana será otro día! Cuando hay, saquemos tripa de mal año; luego..., ¡no importa!

Tal el alma castiza, belicosa e indolente, pasando del arranque a la impasibilidad, sin diluir una en otra para entrar en el heroísmo sostenido y oscuro, difuso y lento, del verdadero trabajo.

Y anejo a todo esto las virtudes que engendra la lucha, la generosidad de la guapeza, el rumbo de José María, amigo de sus amigos, limosnero del pobre con dinero ajeno. A bote de lanza, anárquicamente, enderezaba entuertos Don Quijote.

La misma caridad es de origen militar. Lo que decía M. Montegut (Revue des Deux Mondes, 1 marzo 1864), hablando de nuestros místicos, de que no conocen la caridad sino de nombre, siendo para ellos virtud más bien teológica que teologal, es aserto que admite explicación. Porque hay una caridad que por compasión fisiológica, por representación simpática, nace de las entrañas del que sufre viendo sufrir, y otra más intelectiva y categórica, que brota de la indignación que produce el ver sufrir a unos mientras otros gozan; hija de ternura aquélla, de rectitud ésta. Unas veces brota el sentimiento de justicia del de caridad y otras éste de aquél.

Cuando en Las mocedades del Cid encuentra éste al gafo se pregunta: «¿Qué me debe Dios más que a ti?», y, considerando que le plugo repartir lo suyo desigualmente en los dos, no teniendo él, Rodrigo, más virtud, sino tan de carne y hueso, concluye en que


con igualdad nos podía
tratar; y así es justo darte
de lo que quitó en tu parte
para añadir en la mía.



Y por sentido de justicia, más que por ternura, y no poco por hazaña, come en el mismo plato con el gafo. Caridad típica también la del aquel arrebatado y agresivo P. Las Casas, que vuelto en sí al leer un día de Pascua el capítulo 34 del Eclesiástico, se dedica a protector de los indios y más aún a violento fiscal de sus compatriotas. Y con él su orden, la que con más brío predicaba en Europa cruzadas contra los herejes, amparaba y defendía en América a los pobrecitos indios, vírgenes de herejía. Caridad de ir a salvar almas desatándolas de sus cuerpos; quien bien te quiera te hará llorar. Caridad de espada y de igualdad. La misma caridad tierna y compasiva de Francisco de Asís se trueca en ardiente y belicoso ordenancismo en el español (portugués) Antonio de Padua.

«¡Una limosnita por amor de Dios!», piden los mendigos; se les contesta: «Perdone, hermano»; y ellos, si se les da: «Dios se lo pague».

Toda ella es caridad austera y sobria, no simpatía. A otra cosa se llama sensiblería aquí.



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