Selecciona una palabra y presiona la tecla d para obtener su definición.

ArribaAbajo

Capítulo VII

Arévalo, Madrigal

     En la puerta occidental de Ávila vuelve el río a encontrarse con el viajero para acompañarle en su segunda jornada por las llanuras de la provincia, de más cerca o de más lejos como en el expresado valle de Amblés, pero sin apartarse jamás notablemente de su ruta y siempre en línea recta hacia el norte por espacio de nueve leguas, hasta reunírsele otra vez en Arévalo, ilustre cabeza de dilatado territorio. Sin embargo, la rapidez del tren por la vía férrea asentada largos trechos junto a sus márgenes no consiente detenerse en las estaciones de Mingorría, de Velayos, de Sanchidrián, de Adanero título de condado, para reconocer su inexplorado suelo, ni menos buscar recuerdos de los últimos instantes de Alfonso VIII en la humilde aldea de Gutierre Muñoz, tan oscura aún hoy día como lo era al tocarle casualmente la triste honra de ver morir al héroe de las Navas en 5 de octubre de 1214 (618). Sobre otro antiguo camino inclinado al nordeste, trae a la mente Cardeñosa distante dos leguas de la capital, el prematuro fin de un príncipe también Alfonso, simulacro de rey manejado tres años por rebeldes magnates, que feneciendo a los catorce de su edad en 5 de julio de 1468, ora fuese de pestilencia, ora de veneno como se dijo propinado en una trucha, dejó un poco de sosiego a su infeliz hermano Enrique IV y preparó las grandezas de su hermana Isabel. Más adelante a la izquierda quedan los reducidos lugares donde nació el instituto de los Carmelitas descalzos: Duruelo aquel Portalico de Belén, como llama santa Teresa al convento establecido a fines de 1568 cuya pobreza tanto le edificaba, y, Mancera donde se les ofreció dos años después un albergue algo menos infeliz con una, preciosa imagen flamenca de la Virgen (619). En la misma calzada que conduce a Salamanca sale al encuentro la patria de San Juan de la Cruz primer fundamento de dicha reforma, la villa de Fontiveros con su magnífica parroquia de tres naves dedicada a san Cipriano y sus cuatro conventos (620); rodéanla Flores de Ávila, Fuente el Sauz y Rivilla de Barajas, todas con restos de palacio señorial o de castillo, y Cantiveros famosa por sus caballerescas tradiciones (621). A varias han dado origen los nombres de Blasco, Muño, Sancho, Tello, Jimeno, Adrián y otros que diversamente combinados entre sí llevan muchos pueblos de la provincia, erigiéndose en esclarecidos pobladores o adalides los que acaso no fueron sino dueños de granjas o dehesas paulatinamente transformadas en lugares.

     Y si a los más pequeños se les ennoblece la alcurnia, �qué sucederá con la insigne Arévalo, cuya etimología con más apariencia que verdad, y a pesar de hallarse en país Vacceo, se deduce de los belicosos pueblos Arévacos situados mucho más al oriente, y cuya historia tomándola desde Hércules, al través de las luchas de cartagineses y romanos, de la predicación apostólica, de la paz de Constantino que hizo cristianos sus templos idólatras, se lleva sin interrupción pero también sin apoyo de escritos ni de monumentos hasta los tiempos de la dominación goda y de la cautividad sarracena? Las crónicas más auténticas no la citan entre las poblaciones temprana y fugazmente libertadas por Alfonso I; y sin embargo sus leyendas especiales, que no ceden a las de Ávila en sabor heráldico, enlazan con esta restauración el origen de su escudo y las hazañas de sus cinco linajes más distinguidos, Briceños, Montalvos, Verdugos, Tapias y Sedeños (622). Cuéntase que a los primeros confió el yerno de Pelayo la guarda del castillo, a los segundos la custodia de la Puente Llana, y que aquellos fundaron para su entierro la parroquia de Santa María la Mayor, éstos la de San Miguel, y las tres estirpes restantes otras iglesias sobre que ejercían patronato; lo cierto es, sea cual fuere el motivo, que gozaban de notables preeminencias sobre los demás vecinos y que recibían de ellos en feudo perpetuo una gallina desde fecha inmemorial (623). De sus ramas y entronques resultaban en Arévalo ciento cuarenta familias hidalgas, es decir, un tercio de sus moradores, a fines del siglo XVII.

     Hasta el 1088 no aparece segura y permanente la repoblación de la villa, y desde luego la sometió a la catedral de Palencia el conde Raimundo de Borgoña. En lo civil se le demarcó un extenso radio a muchas leguas en contorno dentro del cual no había pueblo que no reconociese su dependencia: las relaciones de comunidad que entre ellos y la cabeza mediaban tocante a pechos y expediciones de guerra, fueron en 1219 objeto de una avenencia solemnemente aprobada por Fernando III (624). Alfonso X concedió a sus vecinos en 20 de julio de 1256, tres meses antes que a los de Ávila, las mismas franquicias con idénticas condiciones de poseer armas y caballos, también extensivas a sus dependientes, transmisibles también a sus viudas e hijos, y la facultad así a los caballeros como al concejo de acotar prados y dehesas (625). Otorgóle en 1287 Sancho IV el fuero de las leyes para completar el viejo (626): Fernando IV le reconoció plena autoridad en ocasión bien importante sobre Madrigal, el más aventajado de los lugares de su jurisdicción, declarando que tenía facultad de impedir la entrada en él a sus propios señores, de derribar sus puertas, de construir alcázar en su solar y guarnecerlo, ni más ni menos que respecto de la última de sus aldeas (627).

     Desde el siglo XIV empieza Arévalo a figurar más a menudo en los anales castellanos, complicada con las agitaciones y rivalidades de la corte más que con las glorias de la monarquía. En ella Fernando Verdugo al frente de sus deudos y amigos dio fuerte apoyo a doña María de Molina y a su hijo don Pedro para obtener la regencia de Alfonso XI, apoderándose de Coca; y en ella conferenció la prudente reina con sus adversarios ofreciéndoles amigable transacción. Dentro de su castillo la infeliz Blanca de Borbón sufrió en 1353, a los pocos meses de desposada, los primeros rigores del encierro, que si bien blando por entonces bajo la custodia del obispo de Segovia don Gonzalo Gudiel y de Tello Palomeque, era el ensayo de los que encrudeciendo sucesivamente, después de su traslación a Toledo, en Sigüenza, Jerez y Medina Sidonia, habían de conducirla al cruel término de su prolongado martirio. En posesión de reinas estuvo casi siempre la villa, primero de Juana Manuel, esposa de Enrique II, luego de Beatriz de Portugal, segunda consorte de Juan I; fue residencia de Leonor que, separada de su marido Carlos III de Navarra, ora sosegaba ora acrecía las inquietudes de la menor edad de Enrique III su sobrino; fue lugar designado para las bodas de la rica hembra Leonor, condesa de Alburquerque, con su primo el duque de Benavente que no llegaron a realizarse, prevaleciendo en la obtención de su mano el infante don Fernando que más adelante la hizo reina de Aragón. En poder de su segundo hijo don Juan entró Arévalo, no sabemos cuándo ni cómo; y allí en 29 de mayo de 1421 su esposa Leonor, heredera de Navarra, le hizo padre de su primogénito el amable y desgraciado príncipe de Viana, a quien sacó de pila Juan II acompañado de Álvaro de Luna su joven favorito. Entonces el infante don Juan se hacía aún campeón del trono, y hospedando a su real primo afectaba servirle de escudo contra los insolentes ataques de su propio hermano don Enrique.

     Veinte años después, en 1441, hallábanse en el mismo lugar aunque con relaciones bien diversas los mismos personajes. La reina de Navarra acababa de morir en Santa María de Nieva; su marido usurpaba al hijo el reino materno, sin cuidarse de gobernarlo ni de verlo siquiera embebido en sus tramas y conjuraciones contra el rey de Castilla y su privado; y la villa era el cuartel general de los descontentos, con quienes se hallaba hasta la mujer de Juan II María de Aragón, dejando al esposo por los hermanos. En la guerra civil de aquellos años invadieron a Arévalo las fuerzas reales, recobráronla al aparecer delante de sus puertas los coligados, perdióla definitivamente su inquieto señor después de la batalla de Olmedo. Dada por Juan II a su nueva consorte Isabel de Portugal, fijóse en ella la reina viuda con sus hijos Alfonso e Isabel durante los agitados días de su entenado Enrique IV: allí la infanta, que como reina Católica había de inmortalizarse, recibió un mensaje del enunciado Carlos de Viana, pidiendo su mano, concierto que se frustró con la inopinada muerte del que en bondad sino en talento hubiera hecho ventaja a su hermano Fernando; de allí fue sacado el niño Alfonso para ser en manos de los rebeldes señores instrumento de usurpación y tea de discordia. Asegúrase sin embargo que los vecinos no consintieron que la población fuese teatro de la degradante escena que fue a representarse en las afueras de Ávila, aunque resistió tenazmente al destituido soberano que le puso cerco. Continuaron dominándola los sublevados y haciéndola corte de su príncipe, y grande fue su consternación al traerle allá difunto a los pocos días de haber salido con él banderas desplegadas para reducir a Toledo, y mayor si cabe su desconcierto al no hallar en la infanta Isabel, que residía allí al lado de su madre, ni la culpable ambición ni la débil condescendencia con que contaban.

     Sosegados un tanto los disturbios, el rey Enrique olvidado de los derechos de su madrastra recompensó en 1469 la adhesión y los servicios de Álvaro de Zúñiga, uno de sus más poderosos sostenedores, con la concesión de Arévalo, ya que no pudo hacerle merced de Trujillo por la resistencia de sus habitantes; y suplió el valor desigual de su dón añadiéndole el título de duque. Tampoco resultó acepto a esta villa el nuevo señorío, y cuéntase que un día sus caballeros, saliendo a caza el duque por la puente de Adaja, le cerraron las puertas y desde la torre se excusaron de recibirle negándole el derecho. Con todo su autoridad fue bastante para decidirla desde luego a favor de doña Juana hija de su rey y para que fuese la primera en abrir la entrada al de Portugal en la primavera de 1475, así como fue una de las últimas en amainar su bandera; ni aun el triunfo definitivo de Isabel y Fernando hizo perder ninguno de sus estados al poderoso Zúñiga, antes para atraerle a la obediencia le confirmaron y mantuvieron en su posesión hasta que falleció en 1488. Arévalo volvió a la madre de la reina Católica, que falta de razón y visitada a menudo por su hija terminó allí sus días en 15 de agosto de 1496 después de cuarenta y dos años de viuda; en su recinto se crió el infante don Fernando, hijo segundo de Juana la Loca y del archiduque y más adelante emperador de Alemania. Incorporada definitivamente a la corona, se le otorgó el poder resistir a cualquier otro dueño sin nota de deslealtad y se impuso a sus vecinas Olmedo y Medina del Campo la obligación de acudir a su socorro; y en este privilegio se fundó acaso en 1517 el contador mayor Juan Velásquez para resistir con las armas su entrega a la reina Germana en cumplimiento del legado vitalicio que le hizo su esposo Fernando V. Durante el alzamiento de las comunidades se declaró por el trono la que en el siglo anterior había sido centro de tantas conjuraciones aristocráticas, de suerte que a las órdenes de Antonio de Fonseca salió su gente a combatir y asolar a la sublevada Medina, y prevaleció dentro de sus muros el partido monárquico arrostrando el enojo de las ciudades comarcanas.

     A su interés histórico reune Arévalo un aspecto notable y una ventajosa situación. Por levante la ciñe el Adaja, al poniente el Arevalillo, junto a la confluencia de entrambos permanece el famoso castillo hacia el norte, al sur se dilata el arrabal otro tanto que la villa. Llamábase Campo Santo el llano que forma su entrada por hallarse a la sombra del venerable convento de san Francisco, alrededor del cual brotaron otros tres de religiosas de su orden que acudían a su iglesia antes de tenerla propia y de establecer clausura: el de la Encarnación empezó por un retiro que habitaba con algunas damas la reina Juana esposa de Enrique IV, y que al abandonar la población legó a sus compañeras para que vistiendo el sayal se consagraran al servicio de mujeres pobres y dolientes; el de Santa Isabel tomó el sobrenombre de Montalvas de las señoras que lo fundaron; el de Jesús lo erigió a principios del siglo XVI doña Aldonza Sedeño por recomendación de su moribundo esposo e inauguró con sus hijas una comunidad de esclarecida nobleza en su mayor parte. Allí mismo a la derecha sobre el antiquísimo hospital de San Lázaro se levantó por concesión de Felipe II y por diligencia de Juan Meléndez de Ungría el real convento de Franciscos descalzos, y un poco más tarde en 1600 el de San Juan de Dios titulado hospital de Santa Catalina.

     Entre todos descollaba el de San Francisco asentado ya en 1214 por manos del insigne patriarca cuya celda se transformó en capilla, superior en antigüedad y no inferior en nombradía a los principales del reino. Reedificó su ruinosa iglesia la reina María de Aragón esposa de Juan II, tuvo allí cortes en 1455 Enrique IV, bajo su pavimento fueron sepultados provisionalmente el infante Alfonso rey de la sediciosa liga y su madre la reina Isabel antes de su traslación a la cartuja de Miraflores. Abundaban en sus capillas entierros de hijosdalgo; guardábanse dos cuerpos de religiosos muertos en olor de santidad (628). Arruinado desde la guerra con los franceses el edificio, ya no pudieron sus moradores restaurarlo por completo; y hoy parte de él se ha hecho posada, y lo poco que subsiste no alcanza a dar idea de su estructura; tan sólo demarca el sitio del atrio una cruz de piedra en medio de cuatro árboles añosos.

     Más adentro se encuentra una plazuela con la barroca iglesia de las Montalvas a un lado, al otro un caserón del siglo XVI destinado a escuela de niñas cuyo patio rodean dos órdenes de arcos, enfrente la parroquia del Salvador fabricada de ladrillo y de tres naves y consagrada por el obispo Fernández y Temiño en el reinado de Felipe II, aunque pretende remontar su existencia no sólo al tiempo de los mozárabes sino a la misma era de Constantino (629). Andando calles se desemboca en la plaza del Arrabal, irregular y vasta y ceñida de soportales, que se extiende a lo largo de la antigua cerca, señalando la división entre la villa primitiva y el incremento que tomó en época ya tan remota, que han llegado casi a fundirse sus diferencias de carácter. En este que es el centro de la vida de Arévalo se levantan dos parroquias: la de santo Domingo de Silos, bizantina en su ábside de prolongadas aspilleras, gótica ya apenas en los arcos escarzanos que ponen en comunicación sus tres naves, grecoromana en la insulsa portada de tres arcos almohadillados que costeó un hijo de la población Hernán Tello de Guzmán embajador en Roma y gobernador de Orán en tiempo del emperador, detrás de la cual asoma la octógona torre; la de san Juan Bautista o de los Reyes, para cuya construcción se derribó un lienzo de la muralla siglos hace al parecer, pues aunque renovada por dentro, presenta en su ábside restos de antigua arquería y encima de la puerta una pequeña figura del santo de carácter bizantino (630). Entre las dos está la carnicería marcada con el escudo de la villa y con la fecha de 1571.

     Todavía permanece a trechos el muro de piedra y cal con sus almenas y torres; y de las dos puertas que salían a la plaza, demolida la de San José que caía a espaldas de Santo Domingo, queda la otra robusta y fuerte, metida entre dos cuadrados torreones que sirven de cárcel y trazada por un arco de medio punto dentro de otro ojival de arábiga fisonomía. Entrase por él a la plaza del Real, más reducida pero con mejores fachadas que la primera y con pórticos también alrededor, donde a la derecha se nota la casa de Ayuntamiento, a la izquierda un edificio deforme y viejo, convento ahora de monjas cistercienses y antiguamente palacio de monarcas. En él más bien que en el castillo residieron las personas reales que honraron a Arévalo con su presencia, las dos esposas de Juan II, el infante don Alonso, Isabel la Católica, el infante don Fernando su nieto; y aun después de convertido en claustro hospedáronse en sus habitaciones todos los reyes de la casa de Austria que transitaron por la villa. Alcanzólo del Emperador el famoso alcalde Ronquillo en 1524, no salpicado todavía con la sangre del obispo Acuña, para trasladar a él las religiosas de un antiguo monasterio distante de allí más de una milla y fundado según la leyenda por el abad Gómez y su hermano Román de esclarecida prosapia. En la capilla mayor de la nueva iglesia se enterró el riguroso juez, desmintiendo la patraña que supone su cuerpo arrebatado por los demonios en San Francisco de Valladolid (631); pero la fábrica no corresponde al esplendor que se proponía darle ni a su real procedencia, y sólo lleva consignadas en modernos letreros las memorias del convento (632).

     Las parroquias de Arévalo no se reparten los feligreses por barrios sino por familias como las mozárabes de Toledo y algunas otras en Castilla, constituyendo así los linajes una especie de tribus adictas constantemente a una misma pila cualesquiera sean sus mudanzas de domicilio. No es de consiguiente extraño que más allá de la plaza del Real hacia nordeste se encuentre San Nicolás tocando casi con San Martín, aunque no ocupa ya su antiguo templo, sino el de los jesuitas, erigido bajo la advocación de Santiago por el antedicho Hernán Tello de Guzmán (633), cubierto de labores de yeso en sus bóvedas y cúpula y de churrigueresca talla en sus altares, adornado con una portada de pareadas columnas jónicas y de arco almohadillado. San Martín, renovado también por dentro al estilo barroco, conserva en uno de sus flancos un pórtico bizantino, tapiados algunos de sus once arcos y sustituidas por sencillas columnas dóricas varias de las gemelas que se distinguen por sus carcomidos capiteles; pero su especialidad característica son las dos torres, que sin simetría en su colocación ni igualdad en su forma, si bien cuadradas y mochas entrambas y hechas de ladrillo, se levantan una a los pies, otra a un lado de la iglesia. Aquella parece más moderna y contiene las campanas, abriendo abajo dos ventanas de medio punto y cuatro menores arriba en cada cara: ésta, abandonada, mansión de lechuzas y vencejos, ostenta en su primer cuerpo tres zonas de arquería y en el segundo y tercero un grande arco decrecente y achatado. Titulábase de los ajedreces por un friso de arabescos que corre entre los dos cuerpos superiores, y se le ha supuesto bastante antigüedad para que en ella se ocultaran las sagradas joyas a la rapacidad de los sarracenos (634).

     De donde mejor se descubre es desde la plaza de la Villa, que harto más pequeña y solitaria que la del Arrabal, bien que tampoco carece de portales, hace visible la merma de la población por aquel extremo. A su izquierda asoma, además de las dos de San Martín, la torre de Santa María fundada sobre un arco que da paso a la calle, y construida de ladrillo lo mismo que el ábside que reviste arquería de imitación románica: un artesonado de ataujía en yeso debajo del coro, es cuanto encierra de curioso la parroquia que obtiene primacía sobre las demás. San Miguel cae más al poniente, y por cima de los restos del muro sobre la margen del Arevalillo aparece con su torre mocha y sus paredes aspilleradas; a su espalda resaltan los acostumbrados arquitos, pero el semicírculo del ábside semeja cortado posteriormente en línea recta, tal vez para dar espacio a la calle. De todas maneras su capilla mayor espaciosa y alta, de apuntada y maciza bóveda, representa dos o tres siglos de ventaja respecto de los dos grandes arcos de la decadencia gótica con pechinas arabescas que sustentan el labrado techo de madera de la vasta nave; y la llena un retablo del XV, que en el principal de sus tres cuerpos contiene pinturas de la aparición del príncipe de los ángeles y de la pasión del Redentor en el segundo (635).

     Continuaban al norte las murallas hasta cerrar con el castillo, y en el espacio ahora yermo que media entre éste y las últimas casas alzábase pocos años há la parroquia de San Pedro, de fuerte y rara arquitectura según los que alcanzaron a verla, que por sus tres cubos y torre a modo de fortaleza conjeturarnos debió ser bizantina. Dícese era la mayor de todas, y tradiciones harto apócrifas la hacían templo de Minerva en la edad gentílica, y refugio de la silla de Ávila bajo el califado de Abderrahmán (636). Mucho antes que ésta desapareció otra parroquia, la Magdalena, situada extramuros encima de la puente Llana del Arevalillo, fábrica muy antigua y cuna del cabildo parroquial, de la cual eran patronos los señores de Villavaquerín y de cuya feligresía apenas existe memoria (637).

     Del castillo, que custodió tantos ilustres prisioneros (638), queda sólo el esqueleto, es decir, las paredes exteriores, convertido su recinto en campo santo. A un lado y otro de su entrada avanzan en forma semielíptica dos torres de piedra a medio derribar, mucho mayor en tamaño la de la derecha: la de la izquierda socavada por el pie da refugio por temporadas a vagabundos mendigos. De los dos ángulos opuestos del cuadrilongo se desprenden dos torreones circulares, fabricados de ladrillo como las cortinas laterales en cuyo centro sobresale una garita, formándoles gentil cornisa los matacanes enlazados por arquitos. El muro de la espalda no está trazado en línea recta, sino en punta cuya esquina defendía otro cubo hoy desmoronado: el conjunto merece ya calificarse de ruina más que de edificio.

     Antiguos puentes cruzan los dos ríos que allí se juntan. Descúbrese en el hondo a la derecha el del Adaja, guardado por una robusta torre almenada que a él introduce por arábiga puerta, y compuesto de arcos desiguales y sumamente bajos cuya ancha ojiva guarnecen decrecentes molduras. Cuatro también ojivos pero más altos forman uno de los puentes del Arevalillo; el otro es más reciente, de un solo arco, y ambos comunican con la parte occidental de la población, que despliega de trecho en trecho sobre el ribazo su cerca coronada de merlones. Al sudoeste de ella, en la misma orilla, ocupa el fondo de una alameda el convento de la Trinidad, suntuoso y rico un tiempo, el cual pretendía derivar su origen de los santos fundadores del instituto y debió a los Tapias en el siglo XVI la dotación de su capilla mayor.

     Remontemos en aquella dirección la corriente, y a media legua corta se nos presentará en alto un lugarejo de diez casas, que a pesar de la distancia se titula arrabal de Arévalo y toma el nombre de Gómez Román de dos hermanos, abad el uno y caballero el otro, a quienes la tradición considera sus primeros pobladores. Erigieron o al decir de otros reedificaron, si es que había ya florecido en la época de los godos, un convento de monjas que según distinta versión poseían antes los Templarios; y a la fecha de 1200 que se le atribuye, corresponde la arquitectura de la iglesia que es lo único subsistente. Gloria sobre todos al arte bizantino, que a sus más pequeñas y más humildes obras sabe imprimir la misma nobleza y majestad que a las grandes y suntuosas! No ostentan menos gracia en sus convexidades exteriores los tres diminutos ábsides que en sus bóvedas y torneados cascarones, ni con menos gallardía asienta por fuera la cuadrada torre sobre las alas del crucero que la que muestra por dentro en su media naranja rodeada de ventanas de medio punto. Nave no se sabe si llegó a tenerla el templo, o si separada de él servía de coro a las religiosas, con cuya traslación a la villa vino acaso a destruirse; lo cierto es que la pared delantera, al igual de las demás partes de la fábrica, se halla vestida de arcos y dibujos de ladrillo. Allí vivieron bajo la regla de San Bernardo hasta que en el siglo XVI se mudaron al viejo alcázar de la plaza del Real, donde va a visitarlas anualmente una figura de la Virgen venerada en el primitivo santuario, y la popular y campestre fiesta con que a él se restituye el segundo domingo de mayo nos dejó indelebles recuerdos asociados al de la interesante ermita.

     Bastante cerca de Arévalo, aunque fuera de los actuales límites de su partido, existían otros dos antiguos conventos: el de Clarisas en Rapariegos, que todavía permanece, fundado en los primeros tiempos de la orden por los consortes Domingo Gil y María Verdugo (639), y el de san Pablo de la Moraleja donde se retiró a vivir con algunos clérigos hacia el 1315 el arcediano de Ávila Gonzalo Velázquez abrazando la regla carmelita: el uno cae al este dentro de la provincia de Segovia, el otro al norte pasado el confín de la de Valladolid. No es fecunda en monumentos y bellezas la comarca, y para juzgar de su aspecto basta andar las cuatro leguas que se extienden entre la cabeza y Madrigal, única población importante de su dependencia. Siembran las rasas campiñas perdidas en el horizonte lugares cortos de los cuales apenas hay quien llegue a cien vecinos; a la derecha aparece Tornadizos recién incorporado a Palacios de Goda, y más adelante Don Vidas en una loma al lado de un corpulento pino, pueblecillos solamente notables por el nombre (640); a la izquierda quedan Villanueva, San Esteban, Barromán, Fuentes de Año y más adentro Canales que a pesar de su insignificancia presente es la mencionada acaso entre las conquistas de Alfonso VI (641); por medio se atraviesa a Sinlabajos y a Castellanos de Zapardiel, cuyo cauce serpea por aquellas llanuras. Las parroquias, aunque no anteriores al renacimiento, llevan en sus ábsides arcos figurados a lo bizantino o estribos a lo gótico y crucería en sus bóvedas; en algunas el campanario está separado del edificio. De fortalezas aparecen vestigios en los términos de Bercial, de Rasueros, de Horcajo de las Torres, donde al extremo occidental del distrito hay una que demarca la línea divisoria entre los antiguos reinos de León y Castilla.

     Por las que rodean el recinto de Madrigal se honra con el distintivo de las Altas Torres la ilustre cuanto abatida villa natal de Isabel la Católica. Derruidas unas, informes otras, algunas enteras todavía, conservan por lo general sus almenas y sus bóvedas y en su parte inferior el pasadizo cubierto por el cual se comunicaban. Las cuatro puertas del muro, bajas y ojivales, toman el nombre de las poblaciones vecinas, titulándose de Arévalo la del este, de Peñaranda la del sur, de Cantalapiedra la del oeste y de Medina la del norte; y defiende a cada una de las dos postreras un magnífico torreón saliente, de planta pentágona, que describe galería a la altura del adarve de la cerca y contiene dos estancias abovedadas y puestas en relación por otra serie de arcos. Castillos se denominan entrambos, al menos el de la puerta occidental, y formaban parte de la imponente fortificación, de que se apoderaban a veces los vecinos para emanciparse del poder de Arévalo y a veces los dominadores para mantenerlos en obediencia (642).

     A los pobladores de Madrigal dio fuero el obispo de Burgos don Pedro, y confirmóselo en 1168 Alfonso VIII; y aunque subordinada a la cercana villa, creció la aldea hasta rivalizar en grandeza con su principal y compartir con ella la frecuente residencia de los reyes. Allí falleció de dos años la infanta Catalina primogénita de Juan II y de la reina María, heredera del trono antes de nacerles varón, en setiembre de 1424; y lejos de hacérsele con esto a la madre enojoso el lugar, lo favoreció en adelante con estancias más largas y repetidas, acompañándola en él su esposo durante el verano de 1430. Con poco aparato, en razón de las revueltas de los tiempos, celebró allí el monarca en agosto de 1447 sus segundas bodas con Isabel de Portugal, que ingrata con el condestable Luna a quien debía la corona, se ocupó desde el principio en preparar su ruina; Madrigal fue uno de los pueblos que se le señalaron en arras, donde más de fijo residió y donde en 22 de abril de 1451 dio a luz a la princesa más insigne de España y tal vez del universo (643). Nunca olvidó la Católica reina a su humilde patria, en la que tantos días de sosiego había pasado cuando niña al lado de su madre, y tantos luego de inquietud y zozobra cuando ya doncella se la quería obligar a aborrecidos consorcios; y en ella reunió en 1476, apenas asegurada en sus sienes la corona, las primeras cortes del reino para jurar por sucesora a su hija Isabel y reformar la santa Hermandad.

     Viven todavía, como si fueran de ayer, entre multitud de hundidas casas y de las que subsisten harto ruines en general, viven en boca de sus pobres y rudos habitantes estos recuerdos grandiosos tan desacordes con lo presente. Si algo se advierte suntuoso en las ruinas de mansiones particulares, es sin duda una portada del renacimiento decorada con delicado friso y con pilastras en su segundo cuerpo, conocida por el arco de piedra, dentro del cual se ha fabricado su vivienda un vecino, que nos refirió la caída de aquellos muros demolidos y sembrados de sal por traición de su dueño contra la majestad soberana (644). Arco de los caños se apellida una cuadrada torre con almenas y con dos ventanas puramente arábigas. En la cuadrilonga plaza se encuentran las dos parroquias, Santa María y San Nicolás, cada una con dos ábsides guarnecidos de arquería y sin uno de los laterales, la segunda con alta torre reforzada al parecer por un tosco revestimiento de ladrillo, que le quita su gentileza y no viene bien con la octógona aguja del renlate labrada de escamas como la de la Antigua de Valladolid. En medio de ambos templos se levanta otra torre, no parroquial sino perteneciente a la destruida casa del corregidor, donde está aún la campana concejil, e inmediatamente cae el consistorio precedido de un pórtico bajo.

     Santa María es de una nave y renovada, pero San Nicolás tiene tres que se comunican por medio de arcos ojivos, y la principal ostenta un precioso techo arabesco de alfarjía, formando en la capilla mayor una ochavada cúpula sobre pechinas estalactíticas, toda brillante de oro y de colores. Bultos de alabastro realzan las urnas sepulcrales puestas a los lados del presbiterio; a la izquierda yacen al pie de una efigie de la Virgen de la Piedad los del señor Rui González de Castañeda y de doña Beatriz González su mujer (645); a la derecha el de frey Gonzalo Guiral, de la orden de San Juan, comendador de Cubilla, guardado como el otro por un paje que sostiene el yelmo, completando su bellísimo panteón un retablo del renacimiento suspendido en la pared, entre cuyas estriadas columnas campean la desnuda y vigorosa efigie de San Jerónimo con las de la Fe y la Caridad y en la cúspide un excelente Calvario (646). De las dos capillas colaterales, la de San Juan fue rehecha en 1564 siendo sus patronos los Ruiz de Medina, y la que llaman dorada la dotó en 1514 para entierro de sus antepasados don Pedro de Ribera, obispo de Lugo, construyendo probablemente su bóveda de crucería y su gótica ventana. En la pila de San Nicolás, según tradición, recibió el bautismo la gran reina Isabel.

     El palacio donde nació, ocupado después por monjas Agustinas, correspondía a la parte baja del pueblo, y por el lado del pradillo indican aún su primitiva entrada dos gruesas y cuadradas torres unidas por un corredor con celosías de piedra, cuyas habitaciones se llaman ahora las claustrillas. Allí moraron sucesivamente las dos esposas de Juan II, y en frente fundó María de Aragón hacia 1443 un famoso hospital que nada conserva de su fábrica antigua, pues el pórtico alto y bajo de la fachada muestra ser del renacimiento, sin otra cosa de notable que los reales escudos pegados a las columnas y al antepecho; la capilla octógona por fuera fue malamente renovada en 1721, la escalera se adornó a lo churrigueresco, y el patio representa la más pobre estructura del siglo XVI. A la sazón todavía las religiosas poblaban extramuros el convento que les había edificado en una ermita a mediados del XIV una piadosa viuda de Arévalo nombrada María Díaz; en él se dio sepultura en 1424 a la tierna infanta Catalina; en él profesaron por orden de Isabel la Católica hacia 1490 dos hijas naturales de su esposo, doña Maria y doña María Esperanza de Aragón (647). A instancias de la primera desprendióse el emperador de su palacio en 1525 a favor de la comunidad (648), y la casa que dejaron pasó a los frailes de la misma orden, adquiriendo nombradía por los muchos capítulos en ella celebrados. Durante el uno murió en 23 de agosto de 1591 el esclarecido fray Luis de León, y tres años después vino a descansar en aquel templo en sepulcro de mármol al lado de sus padres, el nonagenario cardenal don Gaspar de Quiroga (649); mas no han bastado estos recuerdos ilustres a preservar del hundimiento la suntuosa y moderna fábrica, en cuyos ángulos permanecen aún de pie las torres y en su centro los tres arcos que introducen a la portería.

     Las monjas perseveran en la que fue real morada, sin que ni las antiguas ni las nuevas obras demuestren la magnificencia que hubiera podido imprimirles el rango de las infantas allí encerradas en diferentes tiempos. En 1530, verificada apenas la traslación, murió novicia de siete años doña Juana, hija no legítima del César donador del edificio; coincidió con su fallecimiento el de la priora doña María de Aragón. Dos Anas, fruto de la debilidad de dos regios bastardos que nada tuvieron de común sino el nombre de don Juan de Austria y que tan distinto papel hicieron en el reinado de sus respectivos hermanos Felipe II y Carlos II, vistieron aquel hábito, la una en 1589 y en 1679 la otra; la última vivió hasta 1705, dos años después de haber hecho el arco y los retablos colaterales de la iglesia destruidos por un incendio; la primera salió de allí en 1595, anonadada de confusión y de pena, para una reclusión más estrecha en Ávila, y purgada la culpa de su sobrada sencillez, fue más tarde a morir abadesa en las Huelgas de Burgos.

     Ah! cómo recordaría la paz de sus juveniles años turbada por las insidiosas pláticas del anciano vicario del convento, tan ingenuo al parecer, que la había escogido por instrumento de sus políticas maquinaciones! la emoción con que creyó reconocer bajo plebeyo disfraz al rey don Sebastián de Portugal su primo, muerto diez y seis arios atrás en opinión del mundo! los finos obsequios, los entusiastas votos, los espléndidos proyectos en que terciaba ella con el astuto fraile y con aquel hombre indefinible, cuyo misterioso imán y fascinadora palabra la llevaron desde la admiración y piedad a un sentimiento más tierno, halagándola con dulces ensueños de esposa y de reina! el cruel y súbito desengaño, el odioso proceso, los mortificantes interrogatorios, la sonrojosa aunque benigna sentencia! las imágenes por último, objeto de horror y lástima a la vez, del supuesto rey y del desgraciado confesor, ahorcado el uno en la plaza de Madrigal y el otro en la de Madrid! Después de Isabel la Católica no hay personaje más familiar en las tradiciones de la villa que el célebre pastelero; de él toma título una calle próxima al convento; indícasela casa que habitó más de un año con una ama y una tierna niña el advenedizo oficial recibiendo frecuentes y encubiertas visitas, y conmueve como un suceso contemporáneo el suplicio que sufrió en la tarde del 1.� de agosto de 1595 el que en medio de confesar la impostura supo mantener aún su aplomo y dignidad. Su verdadero rango y nombre continúan siendo en la historia un enigma: ciertamente no era aquel el caballeresco don Sebastián, pero dudamos que fuese el hombre vulgar y oscuro que decia llamarse Gabriel de Espinosa (650).

Arriba