Capítulo VI
Excursión por el oriente de la provincia. Partidos de Segovia, Sepúlveda y Riaza
La provincia de Segovia, compuesta de la antigua tierra de la ciudad y de las de otras ilustres villas, como Pedraza, Sepúlveda, Ayllón, Maderuelo, Coca, Cuellar y Fuentidueña, independientes de la jurisdicción de aquella, mas no ajenas a su influjo ni desligadas de su historia, forma aproximadamente un triángulo, cuya base cae al septentrión confinando con las de Valladolid, Burgos y Soria, cuyo lado occidental la divide de la de Ávila, y cuyo límite de sudoeste a nordeste traza en diagonal la gran cordillera que separa la Vieja Castilla de la Nueva. Tirando por medio de su territorio una línea de sur a norte, si bien algún tanto inclinada y en dirección casi paralela a la imponente muralla, quedan a la parte oriental tres de los cinco partidos en que se distribuye, el de Segovia, el de Sepúlveda y el de Riaza, que participan de lo quebrado de la sierra; y a la del oeste se dilatan los de Santa María de Nieva y Cuellar, ondulosos más bien que llanos.
Ocupa el ángulo meridional de la provincia el partido de la capital, puesta en el centro de la elipse que describen sus linderos. Dentro de ellos �qué nombres o lugares reclamarían la atención con preferencia a los regios palacios erigidos en épocas sucesivas en el seno de sus bosques y montañas? el de Valsaín, que ya no conserva sino los recuerdos de las cacerías de Enrique IV o de las graves tareas de Felipe II; el de San Ildefonso, que comenzando por granja cedida a los Jerónimos del Parral por los reyes Católicos, llegó a ser el monumento más brillante y la residencia favorita de los Borbones; el de Riofrío fundado hacia 1751 por la reina viuda Isabel de Farnesio, copia diminuta del de Madrid y obra como este de arquitectos italianos? Pero, aunque enclavados en el término de Segovia, de la cual apenas distan dos leguas al sudeste, hijuela son de la corte los edificios suntuosos, los amenos jardines, estatuas y fuentes del Versalles español; de la real magnificencia viven, y en su órbita resplandecen; y en vez de recibir de la vieja ciudad su animación, a temporadas con su proximidad se la comunican (844).
A la extremidad del ángulo referido y en el corazón de la sierra, apenas superado el puerto de Guadarrama, se encuentra el Espinar, villa emancipada de la ciudad por el alcalde Ronquillo para castigar a ésta de su rebelión en la época de las comunidades. Envuelta en aquellos ruidos, presenció combates y sufrió saqueos y vio abrasada por los sediciosos la casa de Juan Vázquez procurador a cortes en unión con el desgraciado Tordesillas (845). Otro casual incendio la privó en 1542 de su antigua parroquia, y dio lugar a reedificarla, al tiempo que se labraba allí cerca el soberbio Escorial, bajo análogas inspiraciones; trazóla Juan de Minjares, y trabajaron en ella artífices acreditados en el célebre monasterio. Su bello retablo de arquitectura plateresca y de escultura más estimable todavía, lo hizo en 1573 el palentino Francisco Giralte, que muchos años atrás había dejado ya en Madrid en la capilla del Obispo contigua a San Andrés, muestras insignes de sus primores.
Una joya semejante, si no es de más valía, posee otro pueblo del mismo partido, Carbonero el mayor, situado al extremo opuesto, cinco leguas al norte de Segovia. El retablo de su parroquia, algo más antiguo que el del Espinar, se compone de pinturas en tabla compartidas en cinco cuerpos, representando las del principal pasajes del Bautista su titular y las otras hechos del Salvador y de diversos santos, con la escena del Calvario por remate. El mérito de los cuadros no iguala a su buen efecto, pero las columnitas abalaustradas y labores que les sirven de marco son curiosos ensayos del renacimiento a la entrada del siglo XVI, y en particular los frisos están cuajados de excelentes grupos de niños y caballos y de variados y menudos caprichos, lo mismo que el sagrario arrinconado hoy en la sacristía. La vasta iglesia consta de tres naves, legítima y gallardamente góticas, que se comunican por arcos ojivales, y ostentan en sus bóvedas entrelazadas aristas; mientras que su crucero y, cúpula y su capilla mayor visten el barroco traje de su reconstrucción. Por fuera la linterna de su cimborio cubierta de pizarra, al par que el chapitel de su torre de ladrillo fabricada encima del atrio, se divisan resplandecientes a más de tres leguas de distancia.
No es mayor la que separa a Carbonero de Turégano, colocado en línea poco divergente y a igual trecho que el otro respecto de la capital. Bajo el señorío de los prelados, a quienes fue concedido en 1123 desde la restauración de la sede, floreció entre los lugares comarcanos; y de su antigua importancia es indicio su concurrida feria a principios de setiembre. En su larga plaza descuellan sobre los humildes soportales el palacio episcopal malamente renovado y la casa de ayuntamiento, avanzando seis balcones sobre otros tantos sólidos arcos de medio punto. Parroquias contaba muchas: la de Santiago que modernamente reconstruida sólo conserva el ábside bizantino ahogado exteriormente por parásitos edificios, la de San Juan cuyos cimientos sirven hoy de cercado al cementerio, la de Santa María del Burgo donde se celebró sínodo en 1483, y la de San Miguel contenida desde tiempo inmemorial dentro del fuerte y gentil castillo. Ni siquiera le faltan históricos recuerdos de soberanos; pues allí Juan II se reunió en 1428 gozosamente con su favorito don Álvaro de Luna, de quien sus émulos le habían obligado a separarse por primera vez; y el obispo Arias Dávila, que disgustado con Enrique IV tuvo durante muchos años a Turégano por residencia, acogió en ella en los últimos días de 1474 a Fernando el Católico, antes que pasara a Segovia para ser solemnemente coronado.
Visión ideal por su belleza parece la del castillo en el fondo de la plaza, dominando la población desde una breve cuesta. Cíñelo por todos lados almenada barbacana con cubos en los ángulos, y subsiste en parte otra exterior de más dilatado circuito, flanqueada de numerosas torres. Sobresale la cuadrada mole de piedra con tres torreones en cada lienzo, sembrada de saeteras en cruz y ataviada con su triple diadema de matacanes, almenas y bolas; pero dos de sus lados presentan notables modificaciones en esta elegante y belicosa sencillez. El meridional sirve de fachada a la iglesia, cuyo angosto ingreso marcado encima con el escudo episcopal defienden dos torres especiales, polígonas en el primer cuerpo y circulares en el segundo; y aunque esta fábrica es acaso posterior a la del castillo, corre por ella una línea de matacanes debajo de un arco abierto que hace las veces de galería, y otra debajo de la espadaña de tres órdenes cuyo moderno estilo desluce aquel conjunto. Igual ornato y defensa rodea los baluartes añadidos al costado oriental en época indeterminada. Ni una ni otra obra son probablemente de las que con profusión y grandeza emprendió don Juan Arias para fortalecer su retiro durante sus largos enojos con el rey Enrique; pero �cuáles fueron estas? las de los recintos exteriores? las del propio castillo tal como se descubre por sus lados más monumentales de norte y poniente? Ello es que la vasta iglesia, que llena todo el interior, parece harto más antigua que la cáscara o armadura que la encierra (846); bóvedas macizas levemente apuntadas, ojivas desnudas de boceles que ponen sus tres naves en comunicación, capiteles bizantinos en las columnas, demuestran que no fue construida más tarde del siglo XIII, aunque se revocara en 1778. El efecto sería completísimo, si los tres ábsides por dentro conservados ostentasen hacia fuera su vistoso grupo, en vez de dejarlos metidos en los indicados baluartes al robustecer su fortificación.
A los términos de Turégano y Caballar agregáronse en la primera dotación de la iglesia de Segovia los campos que riega el Pirón desde la vertiente de la cordillera y la heredad de Collado Hermoso; pero de esta antes de diez años, en febrero de 1133, hizo cesión el obispo don Pedro a unos monjes benedictinos, que fundaron allí el monasterio de Santa María de la Sierra, más adelante priorato de cistercienses dependiente del de Sacramenia. De su antigua iglesia, que constaba de tres naves cubiertas de bóveda, apenas quedan ya vestigios. El lugar del mismo nombre fue poblado por Munio Vela, a quien en 1139 lo estableció el prelado con este objeto.
Caminando hacia Pedraza, tropiézase en la Torre de Val de San Pedro con el ábside de la parroquia bizantino bien que desnudo; y una legua más allá aparece entre dos cerros y colocada sobre otro la fuerte villa, que disputa a Itálica el honor de haber sido cuna del gran Trajano (847). Descúbrese por la espalda, asomando al precipicio dos órdenes de ventanas, el grandioso castillo de los condestables, donde durante cuatro años, de 1526 a 1530, vegetaron prisioneros en rescate de Francisco I sus dos hijos Francisco y Enrique de Valois que sucesivamente ciñeron la corona de Francia. A la izquierda de la subida yace arruinada entre copudos olmos la ermita de nuestra Señora del Carrascal, en cuya portada desplegó el arte románico sus galas, labrando curiosos capiteles, y en el arco exterior fantásticos animales, e ingeniosas grecas en el interior. Los muros de Pedraza, aunque desmoronados, la cierran por completo todavía, partiendo desde el castillo y flanqueados de cuadradas torres, a excepción de una octógona más robusta que las demás, contigua a la única puerta donde está la cárcel sobre la entrada se nota el escudo de los Velascos y la fecha de 1561 (848). La población, más que de villa, tiene aspecto de ciudad decadente, con viejos balcones y rejas y blasón de piedra en muchas casas. En la plaza irregular, rodeada de soportales, descuella la torre de San Juan mostrando en sus dos cuerpos ventanas bizantinas con columnas: la iglesia, que ha quedado por única parroquia, es de tres naves cubiertas pobremente de madera; y la misma forma se reconoce en las ruinas de Santo Domingo y de Santa María que treinta años hace tenía por compañeras, conservando la segunda en la plaza del castillo su cuadrada torre y un pequeño ábside lateral. De la de San Pedro, suprimida desde remotos tiempos, no quedan en pie sino desnudas paredes.
Al cruzar la herbosa esplanada de la fortaleza y el puente echado sobe el foso de la barbacana, viénese a la memoria la asechanza tendida en 1459 a su dueño García de Herrera por un moro servidor de Enrique IV, que fingiéndose descontento del rey le brindaba a rebelde empresa: el golpe descargado sobre el caudillo en la misma puerta derribó muerto a un criado que se interpuso, y encima de este cayó en seguida el traidor castigado por un hermano de Herrera (849). Pero a esta escena parece posterior la entrada ojival defendida por dos garitones, pues alrededor del escudo puesto en la clave del arco se lee el nombre de don Pedro, cuarto condestable de la casa de Velasco a mediados del siglo XVI. Había puesto el castillo en defensa contra los comuneros su ilustre padre don Iñigo, dándose la mano con el alcázar de Segovia: y no sabemos si lo restauró el hijo por necesidad o por esplendidez, construyendo aquella imponente fábrica de sillería, ceñida de matacanes en toda su longitud, con una sola torre a la izquierda, y disponiéndola (quién sabe si para los hijos del rey de Francia?) a manera de palacio. En las vastas habitaciones del piso bajo y del principal, hundidas y no ciertamente de vejez, vense arcos apuntados de imitación gótica y ventanas de rebajada curva con asientos labrados en su profundo alféizar.
Pedraza era cabeza de más de veinte lugares, y formaba con Prádena, Castillejo, Bercimuel y Cantalejo los cinco ochavos en que se distribuía el territorio de Sepúlveda. Las numerosas poblaciones de este, así las que salpican las faldas septentrionales de la sierra Carpetana vestidas de pinares, como las que más adentro pastorean a la vera de las cañadas o cultivan las vegas de sus varios riachuelos, todas carecen de importancia y nombradía; muy pocas tienen restos de castillo o parroquias monumentales. Sin embargo en Prádena, al pie del puerto de Somosierra, se descubrieron tres sepulcros de antigüedad pagana con diversos jarros, y en Duratón una legua al oriente de Sepúlveda columnas dóricas y corintias, preciosos pavimentos de mosaico con variados adornos y figuras, monedas, inscripciones, armas y otros objetos, que parecen indicar allí la existencia de una notable población romana (850). Pero cuál fuese esta no ha podido averiguarse, a pesar de la lejana edad a que se remonta la vecina Sepúlveda, que pudiera sin dificultad revindicarla por ascendiente.
Con el nombre claramente latino de Septempublica aparece Sepúlveda por primera vez a mediados del siglo VIII entre las ciudades momentáneamente recobradas por Alfonso el Católico; y cuando dos siglos más tarde rompieron los cristianos la barrera del Duero, no se dice que la ganaran sino que la poblaron, prueba de que en aquellas prolongadas y terribles guerras había quedado destruida o poco menos. Su repoblación la fijan los cronicones en 941, y reconocen por autor de ella al glorioso conde de Castilla Fernán González, a cuya conquista, y no a la de los reyes de León, pertenecía como más oriental aquella comarca con las de Clunia, Osma y San Estevan de Gormaz (851). En Sepúlveda harto mejor que en Segovia queda comprobada la dominación del héroe castellano, acaso por haber sido allí más tranquila y duradera; y aunque en alguna de las incontrarrestables entradas de Almanzor la rindieron nuevamente los musulmanes (852), no por esto dejaron de transmitírsela de padre a hijo los condes, sin interrupción apenas de señorío. Así lo consigna Alfonso VI en el preámbulo del fuero que le otorgó en 1076, refiriéndose al que ya tenía en tiempo de Fernán González, García Fernández y Sancho García sus ascendientes por línea de la abuela paterna; y este irrecusable testimonio desmiente los versos citados por el arzobispo don Rodrigo que cuentan a Sepúlveda entre las conquistas o fundaciones del expugnador de Toledo.
No fue de consiguiente el famoso fuero de Sepúlveda obra del expresado monarca, sino confirmación de otros anteriores. Pero el que hoy se conserva respetuosamente en el archivo de la villa, dentro de un cajón embutido y forrado de terciopelo, formando un códice de cincuenta hojas del siglo XIV, no es siquiera copia de este fuero viejo; no pasa de ser una compilación de los de otros municipios, especialmente del de Cuenca, a la cual para autorizarla con sello más respetable se puso la cabecera y el pie de la concesión de Alfonso VI. Y como los pueblos del distrito se resistieron a reconocer su autenticidad y a pasar por sus prescripciones, Fernando IV la sancionó en 1309 con nuevo privilegio (853). Hoy, sin embargo, se la considera como la antigüedad más preciada de la villa, juntamente con las curiosas llaves que el ayuntamiento guardaba de las siete puertas de sus muros, a las cuales se supone que debía su nombre de Septempublica.
Raras veces desde el siglo XI en adelante fueron puestas a prueba de combates dichas murallas. Aunque a ellas se acercaron en 1111, de un lado Alfonso el batallador invadiendo a Castilla al frente de sus aragoneses, de otro las huestes levantadas por los condes Pedro de Lara y Gómez González en defensa de su reina Urraca, el conflicto tuvo lugar a cuatro leguas de allí, más al norte, en el campo de la Espina, donde con muerte del conde Gómez y con fuga del otro sufrieron cruel derrota castellanos y leoneses (854). Sepúlveda tuvo castillo, y a él se retiró en octubre de 1439 don Álvaro de Luna, su señor, durante uno de los pasajeros eclipses de la real privanza. Más adelante en 1472 codició su posesión don Juan Pacheco, y la obtuvo del complaciente Enrique IV, llevándole consigo a su fortaleza de Castilnovo a dos leguas de la villa para recabar la sumisión de los vecinos; pero entretuvieron éstos a entrambos con sus mensajes y dilaciones, hasta que seguros de hallar apoyo, alzaron pendones por los príncipes Fernando e Isabel que les protegieran contra la ambición del maestre.
La población yace en ancho y profundo barranco, y hasta llegar muy cerca de su borde nada de ella se descubre sino la torre del Salvador situada en la cúspide del cerro, por cuya falda aparece gradualmente el pardo caserío, con otras tres o cuatro torres parroquiales de color oscuro pero sin fisonomía, y un riachuelo llamado Castilla que corre por el fondo del valle. Su destrozada cerca y hundidos torreones apenas se divisan de pronto; pero en cambio presentan desde arriba el efecto de almenados adarves los parapetos entrecortados que ciñen las revueltas de la reciente carretera. Fuera del recinto se encuentra desde luego la plaza del Mercado y lo más regular y moderno de Sepúlveda, al pie de las antiguas torres y junto al arco de la Villa que era la principal de sus siete puertas; y allí por cima de la barroca fachada del consistorio asoman restos del castillo, parte de él convertida en casa, y ocupada por el reloj público otra parte. Desde el arco adentro, a vuelta de antiguas mansiones señaladas con escudos, hay mucho de ruinoso y hasta dilatados huecos reducidos a cultivo, especialmente por las cuestas que conducen a lo alto de la loma. Por el pie de ésta corre la muralla dándole vuelta, abarcando el espacio comprendido entre el Castilla que la baña al occidente y el Duratón que la rodea al levante y al norte, y en su perímetro se demuestran más o menos las seis puertas restantes: la del Río situada entre dos torres sobre el primero, la de Duruelo contigua al barrio de los judíos, que inculpados en 1468 de la muerte de un niño fueron de allí extirpados a sangre y fuego (855), la de Sopeña o del Castro, la de la Fuerza a orilla de formidables precipicios, la del Azogue hoy del Ecce-homo por un lienzo que hubo encima del arco, y la del Tormo ahora del Postiguillo.
Crecido debió ser el vecindario de Sepúlveda a juzgar por el número de parroquias: quince contaba en lo antiguo, y doce todavía a mediados del siglo XVII; de muchas queda el edificio, y de todas o vestigios o recuerdos. Las que más completa ruina sufrieron son las que existían al occidente en la margen del Castilla, por donde se extendía la población mucho más allá del puente nuevo: San Juan cuyos numerosos sepulcros han reaparecido con la construcción de la carretera, San Andrés cuya parece ser la torre que aislada se conserva en pie con dos ajimeces arábigos, Santa Eulalia que estaba donde hoy el juego de pelota, San Esteban que caía junto a la puerta del Río Sola por aquella parte se mantiene la de Santiago, sentada como a la mitad de la ladera, con su pórtico y su torre de moldura bizantina a un lado de la fachada, mostrando sobre la puerta no la efigie de su titular sino la del Bautista procedente acaso de la otra suprimida, y a su espalda la capilla mayor revestida de arquería de ladrillo y una de las laterales arruinada; adentro tiene una especie de cripta.
Harto más importante es la fábrica del Salvador; mas por lo fatigoso de la subida ha perdido el rango parroquial, conservándose abierta al culto. Consta su ancha nave de tres bóvedas de plena cimbra: los arcos de medio punto, los capiteles románicos, las cornisas ajedrezadas, no dejan duda acerca de su antigüedad; e igual carácter ofrecen las ventanas, así las tres del ábside y la que corresponde encima de la entrada, como las que partidas por una columna rodean el segundo cuerpo de la cuadrada y robusta torre separada de la iglesia. El pórtico, que pone en comunicación la puerta lateral con la mayor por medio de anchos arcos semicirculares agrupados por parejas, parece haber sido rehecho en el tránsito del siglo XV al XVI según las molduras y cornisas; pero las gruesas labores y gastadas figuras de los capiteles y los fustes cilíndricos indican su primitiva hechura, y armonizan en su conjunto con las lápidas del siglo XI y XII esparcidas por las paredes (856).
Por la vertiente opuesta del cerro que desciende hacia el Duratón, no hay calles trazadas ni manzanas propiamente dichas, sino grupos de casas diseminados. En lo más bajo se eleva aislada Santa María de la Peña, semejante en todo al Salvador y más gallarda aún por las proporciones de su nave, aparte de la ventaja de hallarse exenta del blanqueo. Sin embargo, apariencias de imitación gótica disfrazan por fuera la iglesia bizantina, y desfigura el ábside un camarín de la Virgen en cuya moderna fábrica se advierten algunas laboreadas piedras de la obra primitiva. También su pórtico de arcos rebajados se rehízo hacia el mismo tiempo que el del Salvador, pero el arco de entrada más alto y esbelto que los otros conserva las molduras románicas. Por fortuna no se ha tocado a la venerable portada lateral que a su sombra se cobija, donde prodigó en su primer período aquel arte su místico simbolismo; brilla aún en el dintel la augusta señal del lábaro en medio de varios ángeles, uno de ellos pesando almas en competencia con un diablo y, otra figura montada en un dragón, en el tímpano la efigie del Salvador rodeado de los emblemas de los cuatro evangelistas, en el arquivolto los veinticuatro ancianos del Apocalipsis sentados y con corona en la cabeza, y en el vértice del arco aquella mano misteriosa que se esculpía entonces a menudo a la entrada de los templos. Circuye el éxtrados una bellísima greca, y corre por cima una cornisa cuya arquería y canecillos adornan ricamente variadas figuras. Algo anterior parece este trabajo a la magnifica torre, a la cual darían incomparable gracia sus grandes ajimeces bizantinos distribuidos en cuatro series, si no estuvieran tapiados los más hasta el arranque de los arcos; pero de todas maneras no es de interés escaso averiguar que fue comenzada en el año 1144, y que su arquitecto se llamaba Domingo Julián sepultado al pie del propio edificio (857).
Otras parroquias hay en la pendiente misma extinguidas por falta de feligreses. Se ha cerrado San Sebastián reedificada barrocamente en 1685; hacia el norte sirve de cementerio San Pedro con su torre desmochada; en igual estado se presenta la torre de San Millán, cuya piedra se ha empleado en dotar de sacristía nueva a Santa María; San justo es la que más intacta permanece junto a la puerta del Ecce-homo, dividida en tres naves por arcos y pilares de románico capitel que sostienen el labrado maderamen, y encerrando debajo de sus tres gentiles ábsides unas bóvedas subterráneas con ilustres entierros y curiosas antiguallas (858). De San Martín y de Santo Domingo apenas puede ya señalarse la situación; San Cristóbal, colocada en lo más alto y hoy asilo de pobres, nunca pasó de ser ermita. Al corto arrabal que se extiende a la otra parte del Duratón preside San Bartolomé, sencilla iglesia que al través de sus renovaciones descubre huellas de construcción bizantina: a ella fue agregada la de San Gil. Por aquel lado señala la entrada a la población una hermosa cruz, sobre cuyo capitel corintio asienta una figura de la Virgen.
Júntanse los dos ríos al nordoeste y a la salida de Sepúlveda bajo los ruinosos arcos del puente de Talcano, frente al sitio que no sabemos por qué ni desde cuándo hay quien llama campamento de los Godos, asegurándose que hay caracteres romanos esculpidos en una denegrida roca que lame el agua y que en aquella ocasión se nos hizo inaccesible. Sigue el Duratón, en el cual se pierde el Castilla, entre peñascos que remedan la forma de castillos, con vacilante rumbo ora al poniente ora al norte, sin vegetación que alegre sus márgenes o vista la desnudez de los sombríos ribazos. En una de sus revueltas, a dos leguas de distancia, se guarece la Hoz convento de franciscanos dedicado a nuestra Señora de los Ángeles, y media legua más allá, en lo más áspero y encumbrado de los riscos el célebre priorato de San Frutos, donde es fama que se retiró con sus hermanos el santo eremita a la caída de la monarquía goda (859). Allí se muestra la santa fuente que saltó a un golpe de su báculo, allí la cortadura que abrió en la peña como con un cuchillo, allí los recuerdos todos de una vida, mitad cenobítica, mitad guerrera, cual exigía lo calamitoso de los tiempos. Uno de los primeros cuidados después de la reconquista fue santificar aquel último asilo de los prófugos; y ya en 1076 lo cedió Alfonso VI a los monjes de Silos, y en 1100 dióse cima en honor de san Fruto a aquella casa erigida por el abad Fortún, fabricada por un don Miguel, y consagrada por Bernardo, arzobispo de Toledo (860). Corto tiempo sin embargo permanecieron en ella los sagrados huesos, si es que en 1125 fueron llevados a Segovia, donde se sumieron, sin saber cómo, en el olvido para reaparecer en el siglo XV (861).
El distrito más oriental de la provincia, que avanza en punta entre la continuación de la gran cordillera Carpetana y la línea que marca al norte sus límites casi paralela con el curso del Duero, reconoce por cabeza la villa de Riaza. Sita al pie de la sierra en fresco y deleitoso suelo, debe a sus batanes y a la industria de las lanas cerca de tres mil habitantes, población crecida respecto de las otras del partido, que ninguna llega a mil. Para la historia no ofrece más noticia que la harto insegura dehaber sido restaurada hacia el 950 por los cristianos, ni para las artes más objeto que su parroquia de tres naves, y hacia mitad de la altura que la domina, el espléndido santuario de la Virgen de Hontanares, su patrona, hallada en una cueva.
Si recuerdos, si monumentales vestigios encierra aquella comarca, hay que buscarlos en otras villas que antiguamente se repartían su jurisdicción. Veinte y un pueblo tenía Ayllón bajo la suya, nueve el Fresno de Cantespino, nueve Maderuelo, y seis Montejo de la Vega. Ayllón está recostada en la falda occidental de un cerro al abrigo de ruinoso castillo, del cual queda aún en pie una torre con dos campanas, y de él bajaban para ceñir la población fuertes muros, que por oriente y norte se conservan todavía con tres puertas. Báñala por la parte inferior un arroyo que toma su nombre o el de Grado donde nace, aunque propiamente es llamado Aguisejo. Muchas de sus casas han caído de vejez, otras sucumbieron a las llamas en la gloriosa lucha de la Independencia. De sus siete parroquias subsisten dos, Santa María la Mayor del Castillo, y en la plaza San Miguel; las otras fueron extinguiéndose, en 1731 Santa María de Media-villa, en 1756 San Millán, en 1796 San Juan, San Martín y San Esteban. Tiene dentro de los muros un convento de monjas de la Concepción fundado en 1546 por don Diego Pacheco; el de Franciscanos, unido con la villa por un paseo, pretende deber su erección al mismo santo patriarca, cuya celda tradicionalmente se designa. Y si a memorias vamos, entre los pendones concejiles cupo al de Ayllón su parte de honor en las Navas de Tolosa; tuvo entrevista en ella Alfonso XI hacia 1337 con su hermana Leonor reina viuda de Aragón, concertando los medios de ampararla contra su hijastro; tomaron sus habitantes en 1367 el partido de Trastamara; convirtió san Vicente Ferrer en 1411 su sinagoga, de la cual se había levantado en 1295 un impostor amotinando con promesas de libertad a sus secuaces; y entre tantos pueblos como poseía don Álvaro de Luna, escogió a éste por retiro en 1427 cuando sus enemigos por sentencia arbitral lograron alejarle del monarca, llevando consigo tal séquito de nobleza, que parecía aquello más bien corte que destierro.
Lugar también del poderoso condestable era Maderuelo a orillas del Riaza, que en 1438 fue muy sonado por unas piedras grandes y fofas como almohadas que en su tierra cayeron, y sobre cuyo agüero bueno o malo tuvieron a la sazón los sabidores graves consultas (862). Sin duda a fines del siglo XIII Maderuelo se hallaba ya en decadencia, pues a petición del concejo fueron reducidas a dos sus diez parroquias (863). De castillo ya ni sombra tiene; el del Fresno de Cantespino cobija con sus ruinas la ermita de San Miguel, dominando la población desde alta loma. Todos ellos tremolaron la bandera de los Lunas; y la desgracia, que derribó después de treinta y tres años de crecientes y menguantes aquel poder colosal que igualaba al del trono o más bien lo absorbía, parece haberse ensañado asimismo en la robustez de sus fortalezas.