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Capítulo VII

Ciudad Rodrigo

     Ciudad nació desde luego la población creada a orillas del Agueda por Fernando II a fin de contener los juveniles bríos de Portugal, pero no se sabe de qué Rodrigo tomó su nombre en vez de recibirlo del fundador. Hay quien lo supone un conde delegado del rey para esta empresa, hay quien le atribuye una primera creación de estéril resultado y de efímera permanencia hacia 1100 reinando Alfonso VI. Los cronistas sin embargo dan todo el mérito de la iniciativa al monarca de León y el del consejo a cierto emigrado portugués, que le indicó el sitio como el más oportuno para penetrar en el corazón del vecino reino (289).

     Ninguna idea de restauración insinúan de lugar reciente ni aun de antiguo; y de seguro debía ignorar el soberano, y tal vez ellos mismos, que en aquellas cercanías colocase Tolomeo a Augustobriga entre los vetones, ni era dable prever que cuatro siglos más tarde hubiesen de desenterrarse las tres columnas romanas que constituyen su blasón municipal y las inscripciones terminales que parecen fijar su reducción a Miróbriga (290). Lo que no se ocultaba entonces al rey Fernando era el recuerdo de la destruida ciudad de Caliabria entre el Águeda y el Coa, cuyo terreno cedió con otros en enero de 1171 a la iglesia de su nueva colonia (291); y en hacer episcopal a ésta influyó quizá, no menos que el deseo de engrandecerla, el de renovar la sede allí establecida bajo la dominación goda, cuyos prelados Servus Dei, Celedonio, Aloario y Ervigio, se habían sentado en los concilios del siglo VII (292).

     A la dotación de la naciente catedral se aplicaron la tercera parte del portazgo, de la moneda, de los quintos o multas, y de las heredades y rentas reales en la ciudad y sus términos, las tierras de Hinojosa, Lumbrales y Sepúlveda hoy despoblado, la mitad del vado debajo del puente y del monte de la Greda, y los monasterios de Santa María de la Caridad, de Santa Águeda, de Helteyos, de San Martín de Castañedo, de Torre Aguilar y de Perales que poblaban ya de antes aquella montuosa comarca. Reclamó la de Salamanca contra la desmembración de la diócesis formada a costa suya, pero impúsole silencio la absoluta voluntad del rey, y consagró al obispo electo el metropolitano de Santiago. Domingo se llamaba el que en 1171 aceptó las donaciones. Pedro el que en 1175 pasó a Roma y alcanzó del papa Alejandro III la confirmación de todo lo obrado sin su autoridad apostólica (293). Durante cerca de siete siglos se han sucedido en aquella silla, condenada a desaparecer por el último concordato, pastores que la honraron con sus talentos y virtudes o subieron desde ella a las más insignes de España (294).

     Tantas prerogativas acumuladas en la improvisada puebla, excitaron la emulación y al fin la cólera, no solo de Salamanca a quien hacía sombra más de cerca, sino de ciudades harto menos vecinas (295). Asistimos ya a la derrota de la rebelde liga en los campos de Valmuza y al castigo de Nuño Serrano su caudillo; más adelante en la historia de Ávila veremos quién fuera éste y el carácter social y los resultados que tuvo dicho levantamiento. Casi al mismo tiempo Fernando Rodríguez de Castro, emigrado de Castilla por su rivalidad irreconciliable con los Laras y retirado a país de sarracenos, como a menudo y sin gran escándalo se veía en aquellos siglos, sin recordar sus tratos con el rey de León durante las civiles discordias del reino y cual si tratase sólo de hostilizar a los cristianos de cualquier dominio fueran, se presentó al frente de un poderoso ejército infiel delante de Ciudad Rodrigo, esperando coger de sorpresa a sus defensores. Pero velaba sobre ella San Isidoro, y apareciéndose, según la crónica, al custodio de la iglesia que tenía allí dedicada, le había mandado advertir el inminente peligro al monarca, quien se apresuró a socorrerla. Entretanto los moradores parapetados, a falta de muros de que aún carecían, detrás de sus carros, cubas, arcas, lechos y toda clase de muebles y maderas, prolongaron denodadamente su resistencia y dieron tiempo a que Fernando II cayese sobre los sitiadores matando de ellos innumerable muchedumbre y prendiendo o ahuyentando a los demás (296). Fernando Rodríguez no sólo fue perdonado, sino que más adelante recibió del vencedor por esposa a su hermana Estefanía, hija natural del Emperador (297).

     Dióse prisa el rey en fortificar su fundación, como si presintiera que otra clase de enemigos habían de venir a combatirla. Sea que penetrase Alfonso I de Portugal la intención amenazadora de aquel baluarte fronterizo, sea que desease vengar a su hija Urraca repudiada por el de León só color de parentesco, envió a su primogénito Sancho con numerosa hueste a destruir en germen la molesta vecindad. Atacado a la vez Fernando II en distintas direcciones, dejó parte de sus fuerzas para contener a los castellanos y con las restantes marchó al encuentro de los portugueses, a quienes topó en el lugar de Arganal tres leguas al poniente de la ciudad (298); allí le coronó nuevamente la victoria derramando la muerte y el terror en los contrarios, y él correspondió con magnánima clemencia dejando ir libres a los prisioneros. Por alguna otra prueba debió pasar la población después de fallecido su patrono, cuando en ella murieron a 6 de febrero de 1198 el maestro don Lope y Nuño Fafiz (299): sin duda llegaron hasta sus muros las armas de Castilla y Aragón que en represalias de las correrías de Alfonso IX asolaron en dicho año el territorio de Salamanca, pero el cronicón no expresa si eran de los defensores o de los enemigos aquellos ilustres campeones.

     Segura ya y vencedora de tantos y tan violentos embates, Ciudad Rodrigo no registró en los anales del siglo XIII sino su adhesión a Fernando III contra las pretensiones de sus hermanas al trono de León, y los privilegios que le otorgaron los reyes en atención a los servicios de sus moradores y a los peligros de la frontera. Alfonso el Sabio protegió sus pastos y sus bosques, indultó por riñas particulares a los caballeros que le acompañaron en su expedición contra Granada, y concedió franquicia no sólo a los poseedores de armas sino a los fabricantes de ellas (300): Sancho el Bravo, príncipe aún en 1282, prometió no desmembrarla jamás de la corona, y en 1289 ya rey amplió las exenciones de sus vecinos que tan esforzadamente le habían seguido en la campaña de Aragón (301): la prudente reina María de Molina en 1297 libró de nota la lealtad de los que guardaban por su hijo el castillo y el arrabal, mandando cesar toda pesquisa acerca de su conducta y perdonándolos a mayor abundamiento. Ella fue quien reinando el hijo en 1312 y como tutora de su nieto en 1319, comprendió en una misma inmunidad a los hombres de guerra y a los pacíficos ganaderos y mayorales (302), dejándoles la última vez este recuerdo de la visita que les hizo con el intento, desgraciadamente frustrado, de reconciliar a su yerno el príncipe Alfonso de Portugal con su propio padre el rey Dionís.

     Nueve años después, en setiembre de 1328, entró en Castilla por Ciudad Rodrigo otra reina de quince años llamada María como su magnánima abuela, acompañada de su madre Beatriz y de su joven esposo Alfonso XI y de lucida comitiva de ambas cortes, obligándola a detenerse allí una leve dolencia que aguó los regocijos de la boda. Allí el rey don Pedro, infausto fruto de aquel consorcio, conferenció en 20 de marzo de 1352 con su abuelo Alfonso IV de Portugal, por cuya mediación restituyó la gracia a su bastardo hermano Enrique, tan suspicazmente dada como recibida. Durante la prolongada lucha entre los dos hermanos la ciudad se declaró por el legítimo, y apenas divulgada su muerte vino a poder del portugués, que alegando derechos a sucederle la guardó y pertrechó, haciéndola formidable al país comarcano con sus asoladoras incursiones. En vano trató de recobrarla Enrique II a la entrada de 1370; la valerosa defensa de la guarnición y la crudeza del invierno le obligaron a levantar el sitio, y ya consentía en entregarla para siempre a sus detentadores como dote de su hija Leonor prometida al rey Fernando por la paz del año siguiente, cuando el voluble lusitano por fortuna desistió del enlace rescatando el empeño de su palabra con la devolución de las plazas retenidas. Ciudad Rodrigo volvió a ser castellana, y el primer cuidado de Enrique fue ponerla al abrigo de otra sorpresa con la construcción de un fuerte alcázar (303).

     Desde entonces en todas las guerras con Portugal sirvió de cuartel general la población, en 1381 al renovarse las hostilidades encrudecidas con la aparición de los ingleses, en 1383 cuando a la muerte del rey Fernando entró Juan I a tomar posesión de los estados de su nueva esposa, creyendo hallarlos más dispuestos a amalgamarse con Castilla bajo un solo cetro, en 1385 a la sazón de formarse allí aquel ejército innumerable que fue a buscar en Aljubarrota su sepulcro por haber prevalecido en los planes de campaña una funesta precipitación. De la indisciplinada muchedumbre acampada a su alrededor y del incesante tránsito de tropas, más bien que del enemigo, que no asomó a muchas leguas en contorno, recibieron los vecinos, robos y destrucciones, para cuyo resarcimiento les dispensaron dicho monarca y Enrique III cuantiosas mercedes (304). A nuevos bullicios suscitados en Extremadura por los infantes de Aragón don Enrique y don Pedro, debió Ciudad Rodrigo en 1432 la residencia de Juan II por muchos meses: entonces en su catedral confirió solemnemente a Gutierre de Sotomayor el maestrazgo de Alcántara, y a su salida para Madrid, en 5 de enero de 1433, fue cuando apareció aquel metéoro extraordinario que recorrido un grande trecho estalló en un trueno pavoroso que fue oído a treinta millas de distancia (305). El rey en 1442 dio a doña María su esposa, la ciudad y el castillo y la jurisdicción de ella en compensación de Molina, no entendiendo faltar con esto al antiguo privilegio que prohibía enajenarla de la corona, por ser su consorte una misma cosa consigo (306); y fallecida la reina en 1445, la transfirió con análogas salvedades al príncipe heredero, bien que esta donación al parecer no pasó adelante. En el mismo año se concedieron veinte de franquicia a los extranjeros que fijasen allí su domicilio.

     La resistencia opuesta por aquellos muros a los portugueses en la grande invasión de 1475, en que sometieron a la princesa doña Juana buena parte de Castilla, la premiaron los reyes Católicos con la gracia de un mercado franco todos los martes. En su recinto tuvo eco, al empezar el reinado de Carlos I, el grito de las Comunidades, mas bien por aprovechar esta ocasión las hereditarias rencillas de sus familias principales que por verdadera insurrección contra el poder monárquico. Corta en vecindario pero importantísima por su situación, Ciudad Rodrigo ha tenido tina historia más militar que política, y por esto nada ha decaído su interés en los últimos siglos. La emancipación de Portugal en tiempo de Felipe IV le acarreó de 1640 en adelante toda suerte de padecimientos y sacrificios y una serie de campañas desgraciadas en su mayor parte, principalmente la de 1664 dirigida por el duque de Osuna, tocándole durante ellas presenciar más retiradas que victorias. La guerra de Sucesión la hizo gemir bajo el yugo extranjero, desde el 12 de mayo de 1706 en que fue ocupada por los portugueses, hasta el 4 de octubre de 1707 en que la recobraron por asalto los libertadores venidos de Salamanca. La lucha de la Independencia puso finalmente la corona a sus glorias y a sus infortunios; y si cercada por un ejército de cincuenta mil franceses y acribillada veinte días continuamente con mortífero fuego, capituló en 10 de julio de 1810 con los mariscales Ney y Massena, fue cuando muros y casas no presentaban sino montones de ruinas, y cuando de los aliados ingleses acampados en sus inmediaciones no pudo ya prometerse ningún socorro el veterano gobernador Andrés Pérez de Herrasti. Para verse libre de sus opresores hubo de pasar en enero de 1812 por un sitio no menos desastroso, que costó la vida a dos jefes británicos Crawfurd y Mackinson y valió a Wellington el título de duque de Ciudad Rodrigo, como había valido el otro a sus bravos sostenedores el de beneméritos de la patria.

     A esta heroica defensa mandaron las cortes de 1811 erigir un monumento, pero mal pudiera llamarse tal el moderno templete que frente a la puerta de la catedral se levanta sostenido por cuatro columnas, si alrededor no quedaran cual gloriosas cicatrices sus huellas asoladoras, el espacioso seminario medio sepultado todavía entre escombros, la torre de la iglesia destrozada por los disparos, la capilla de Cerralbo hundida la mitad de su linterna. Las que mejor disimulan el estrago son las murallas, dispuestas al parecer a arrostrar otros ataques no menos rudos si no fuera por los terribles adelantos que ha hecho posteriormente el arte de destruir; de la época de Fernando II sólo conservan algún lienzo, especialmente por el lado del río, que hay quien atribuye a los romanos: reconstruidas a trozos, según las necesidades de los tiempos, perdieron su antiguo carácter desde que en el reinado de Felipe V fueron rebajadas a la altura de nueve varas e incluidas en nuevos reductos y baluartes, abriendo fosos y formando terraplenes. Con esto sus nueve puertas han venido a reducirse a tres (307), la del Conde que comunica con el dilatado arrabal del norte, la de Santiago y la de la Colada abierta sobre el Águeda al mediodía, a cuya derecha por la parte interior descuella, enfilando el puente, el alcázar de Enrique II. Aunque adaptado al uso de la artillería con obras más recientes, pintorescas almenas coronan aún su barbacana, su cuadrada torre y el torreón que encima de ésta se eleva; salones de bóveda apuntada constituyen sus tres pisos, alumbrado el uno por un ajimez de arcos ojivos que divide sutil columna; y salientes matacanes defienden la entrada ojival también, sobre la cual campea el antiguo escudo real y la lápida relativa a la construcción del edificio (308). Dícese, bien que allí no se lee, que el arquitecto fue un Lope Arias a quien el rey hizo venir de Zamora.

     Ocupa el amurallado recinto una aislada loma, y abarca no más la población primitiva: sus calles no ofrecen desahogo, ni magnificencia sus casas, pero muchas fabricadas de sillería y señaladas con blasones recuerdan la copiosa nobleza que las habitaba, notándose a menudo en las esquinas aberturas de ventanas y aun de puertas conforme al atrevido alarde que tanto cundió por Castilla en el siglo XVI. De esta época es la casa consistorial, que en el fondo de la cuadrilonga plaza extiende anchamente tres arcos escarzanos en el piso bajo y otros tantos en el superior, formando pórtico y galería, adornados de medallones en las enjutas; columnas de plateresco capitel los sustentan, y en medio de cada arco hay otra que sirve a la clave de puntal, lo cual ora proceda de necesidad, ora de capricho, dista mucho de producir buen efecto. Delante tiene a un lado de la plaza las tres monumentales columnas romanas, que adoptó por armas la ciudad como padrón de su remotísimo origen, desde que en 1557 fueron descubiertas no lejos de allí con dos inscripciones que deslindaban el término de Miróbriga de los de Salmántica y Bletisa (309); plantadas en ángulo, llevan por arquitrabe dos grandes piedras y en el friso superior las dos lápidas juntamente con otra que refiere el hallazgo, semejando un colosal fantasma de la antigüedad evocado en medio de raquítica generación moderna.

     En otra plaza descubre su flanco la catedral, que coetánea de la restauración de Ciudad Rodrigo soporta robustamente siete siglos de existencia. La puerta de las Cadenas, abierta en el brazo meridional del crucero, es puramente románica por su semicírculo profundo y decrecente, por las tres columnas con capiteles de follajes y figuras que guarnecen sus costados, por los cinco relieves encuadrados que encima de las dobelas representan al Salvador y a cuatro personajes, el uno con llaves, los otros con libros en la mano. Sobre el arco de medio punto en que posteriormente se la encerró y entre los dos pilares -estriados que lo flanquean, corre una serie o galería de nichos, ojivales es verdad, pero orlados de clavos, dientes, florones y otras labores tan bizantinas, y tan caracterizados por los ricos capiteles de sus columnitas exentas, que no pueden menos de considerarse como gemelos de la portada; y a la vez se labraron para ellos sus doce estatuas, que formarían un apostolado completo a no figurar entre las mismas un rey, una reina y un monje con cogulla, es decir probablemente los regios fundadores y el primer prelado, asomando en el fondo por detrás de sus cabezas a modo de pechina un mascarón o un lindo dibujo de hojarasca. Al lado de la entrada, en otra hornacina, se nota una Virgen de dicha época. Por fortuna respetó estas preciosas antiguallas el renacimiento, al rehacer en el siglo XVI la pared del crucero y al abrir en su centro la nueva claraboya. Una y otra nave conserva intactas sus primitivas ventanas, góticas la mayor, bizantinas la lateral bien que ya ligeramente apuntadas, con triples columnas en sus jambas y bordadas cenefas en los arquivoltos: únicamente disuena del armónico conjunto la deforme escrecencia de una barroca capilla, cuya espalda avanza a la izquierda del portal decorada de pilastras y columnas y marcada en su ático con escudo de obispo.

     Más presumió hacer por la fachada principal que mira a poniente la arquitectura clásica del reinado de Carlos III, levantando en medio de ella la alta torre que por cada lado presenta entre pilastras dos ventanas de medio punto y lleva balaustrada, cúpula y linterna por remate, no sin mostrar de arriba a bajo las señales de la terrible prueba que sufrió durante el sitio de 1810. Su cuerpo bajo sirve a la iglesia de cancel, cuyo ingreso adornó el arquitecto Sagarvinaga con cuatro grandes columnas corintias y frontispicio triangular; de suerte que sin dos antiguas ventanas que asoman a la izquierda y un zócalo de arquería trebolada, nos creyéramos en presencia de alguna creación completa y exclusiva de los restauradores del buen gusto. Pero en el fondo del cancel nos aguarda magnífica portada bizantina, custodiada por los doce apóstoles que tienen por repisa un capitel de toscas imágenes y otro a, su espalda del cual arranca el labrado doselete, sembrada en sus dobelas de grupos de dos o más figuritas de medio cuerpo bajo sus respectivos guardapolvos imitando ángeles, demonios o caprichos asaz maltratados por desgracia, presidida por una grande estatua de nuestra Señora con el Niño en los brazos puesta de pie sobre la sutil columnita que divide la puerta en dos arcos semicirculares. En el testero esculpió el cincel diminutamente la cena del Redentor, la crucifixión y otros pasajes, más arriba la muerte y asunción de María, y en el vértice a la Virgen coronada por su Hijo, efigies ambas de mayor tamaño. Singular analogía por su disposición y por sus detalles ofrece esta portada con la principal de la colegiata de Toro, y hasta se le parece en el destino de hallarse embadurnada con cal como la otra con dorados y pinturas (310).

     Dando por fuera la vuelta al templo, se tropieza al norte en el opuesto brazo del crucero con otro portal de plena cimbra, guarnecido de dibujos delicados de poco relieve y tachonado con primorosos clavos en los lóbulos de su dintel; pero de sus cuatro columnas sólo quedan los capiteles compuestos de grifos y dragones, siendo evidentemente modernos los barrigudos fustes y los pedestales. Por este lienzo lo mismo que por el de mediodía pasó la reforma del siglo XVI, dando por marco a la puerta otro arco de medio punto y acanalados pilares, y variando la claraboya y el remate; dejó con todo sin alteración el arco estrecho y alto que se nota a la izquierda, orlado por dentro de cabezas al parecer femeniles. Forma ángulo dicho frontis con la cerca exterior del claustro flanqueada de agujas de crestería y ceñida con trepados encajes de la decadencia gótica, donde se alberga en pequeño nicho plateresco una imagen de la Virgen; mientras que por el lado de oriente al trasponer la esquina, aparece entre los primitivos ábsides laterales la suntuosa capilla mayor con sus robustos machones, sus ventanas de gótico moderno y su corona de balaústres interpolada de pirámides, tal como la reedificó el cardenal Tavera acordándose de su primera silla episcopal desde la primada de Toledo, y tal como fue llevada a cabo después de sus días en 1556 (311).

     A pesar de estas innovaciones parciales, pocas basílicas perseveran tan fieles, como la de Ciudad Rodrigo, a su nativa estructura. Principiada hacia el último tercio del siglo XII, y proseguida con la actividad correspondiente a la decidida protección de Fernando II, si no quedó terminada en vida de su favorecedor muerto en 1188, o antes de espirar la centuria, al menos no empleó muchos años de la siguiente, fuese o no su principal artífice, como lo fue del claustro al parecer, aquel Benito Sánchez, cuyo sepulcro veremos en uno de sus ánditos. A no ser por la ojiva perfectamente desplegada ya dentro del edificio, en las bóvedas y en los arcos de comunicación, en las ventanas de la nave mayor y en las ventanas de las laterales, pudiera clasificarse entre los monumentos del segundo período románico, no sólo por su ornamentación sino aun por su traza. Falta a las naves, especialmente a la central, la altura y desahogo que adquirieron las obras de transición; y las menores acaban en el crucero describiendo enfrente dos ábsides o capillas, sin juntarse por detrás de la mayor y sin indicios de haber existido ni proyectádose siquiera reunión semejante (312). En la intersección del crucero con la nave se echa de menos el gentil cimborio que tanto realza las vecinas catedrales de Salamanca y de Zamora y la colegiata de Toro. Pero las bóvedas no carecen de elegancia, resultando de los cuatro arcos que se cruzan en cada cual una estrella de ocho radios; y en las del crucero y de la nave principal destacan de los arranques de las esquinas rudas estatuas de apóstoles, de santos, de ángeles con trompetas en las manos, cual observamos antes en Salamanca. Entre ellas se distinguen como en el portal de las Cadenas, las del dadivoso rey Fernando, de su esposa Urraca de Portugal al fin repudiada, y del primer obispo Domingo, a las cuales acompaña un hombre vestido de humilde saco ceñido con cuerda, efigie que la tradición supone copiada al natural de san Francisco, tal como se presentó hacia 1214 en Ciudad Rodrigo, objeto de universal asombro, mientras se construían dichas arcadas (313).

     Cuatro son las que componen el cuerpo de la iglesia hasta el crucero: para formar los pilares divisorios de las naves se agrupan cuatro gruesos fustes con ocho más delgados, terminando en capiteles de follaje pertenecientes al estilo de transición. Si algo hay allí que sea ya puramente gótico son las ventanas de la nave mayor, rasgadas y anchas cual si las aplastara el peso de la bóveda, boceladas y guarnecidas con guirnaldas en el luneto, subdivididas en cuatro arcos y con círculos lisos en su cerramiento. Por el contrario, las de las naves laterales compartidas de tres en tres, de las cuales en cada grupo sólo está abierta la de en medio mayor que sus cegadas compañeras, bizantinas en todo menos en la ojiva que las distingue, ostentan en su alféizar dos o tres columnitas y lujosos capiteles, y orlas de puntas en las dobelas. Arcos análogos con columnata parecida trazan a los pies del templo una esbelta galería sobre la puerta principal, y se reproducen en los brazos del crucero, girando en el del norte al rededor de una especie de tribuna de trepado antepecho. Acaso un tiempo continuaban dichos ánditos por los muros colaterales a la capilla mayor, según parecen indicar los salientes modillones destinados a sostenerlos y el fragmento de barandilla de lobulados rosetones que nota el espectador a su derecha.

     A la grave y sombría pompa del siglo XII opone la capilla mayor el desahogo y esplendidez del XVI en la suntuosa crucería de sus bóvedas esmaltadas de doradas claves, en la claridad de sus ventanas, y en la ligereza de sus medias columnas: las letras del friso repiten las preces de la consagración. Tenía un gótico retablo anterior a su presente fábrica, hecho de 1480 a 1488 según el letrero, cuyas hermosas tablas cuelgan ahora dispersas por las paredes del claustro, llamando la atención a pesar de su lastimoso estado los curiosos trajes y viveza de colorido con que representan escenas de la vida y pasión de Jesús; mientras que el tabernáculo de plata con que fue sustituido desapareció durante la invasión de los franceses. Poco se perdió bajo el concepto artístico a juzgar por el actual, que ofrece en madera, a lo que se dice, una copia exacta del primero: disimulan en parte la desnudez las cortinas de damasco que cubren los entrepaños del ábside, ocultando dos efigies sepulcrales puestas de plano que carecen de inscripción.

     Pobre y escasa de entierros es la catedral, y aun de ellos no quedan más que algunas estatuas yacentes o las lápidas modernamente transcritas. La tradición a falta de epitafio designa como imagen del primer obispo, el antiguo bulto que ocupa un nicho del crucero a la parte del evangelio: en otro contiguo a a puerta del norte autoriza un cuadro la pavorosa leyenda del prelado Pedro Díaz, que resucitado por intercesión de san Francisco y puesto de pie sobre el féretro durante las exequias, trajo nuevas de la otra vida a los aterrados circunstantes, y aprovechando la próroga de veinte días que se le concedió para enmienda de la suya, se preparó a su segunda muerte con asombrosas penitencias (314). También encierra su historia la sencilla piedra de Esteban Yáñez Pacheco que se encuentra con otras renovadas en la nave del mismo costado (315), y se cuenta que venido de Portugal ganó el señorío de Cerralbo y la mano de su heredera Inés, vengando en solemne duelo con los poderosos Garci López el homicidio de Sancho Pérez, padre de la doncella. De los cinco matadores sólo se presentaron y murieron dos, y entonces la viuda del asesinado doña María Adán, que debía ceder poco en braveza a la Brava de Salamanca, desciñó dos de las cinco vueltas de la soga con que había rodeado su cuerpo, y cumplió la promesa de hacer yerno suyo al vengador (316). En la nave de la epístola yace la noble Marina Alfonso, por sobrenombre la Coronada, que falleció en 1215 y de quien se refieren extrañas aventuras (317), y en un lucillo del crucero inmediato, una buena estatua tendida figura al caballero Pedro Fernández de Gata sepultado con su esposa Aldonza de Caraveo (318).

     Capillas no hubo de pronto más que dos de torneado semicírculo en el testero de las naves y otras dos a los pies de las mismas: de las primeras la del lado de la epístola contiene sepulcros de los Pachecos y efigies arrodilladas poco dignas del culto siglo XVII (319); de las últimas la de la parte del evangelio recuerda en simple losa el nombre de Alvar Rodríguez de Cueto caballero de la Banda y adelantado de Castilla (320), y su colateral dedicada a la soledad de la Virgen presenta en su churrigueresco retablo dos buenas estatuas de san Francisco y santo Domingo. Posteriormente, a mediados del siglo XVIII, se abrió en el costado de la nave de mediodía la ostentosa capilla del Pilar, cuyo afamado arquitecto fray Antonio Pontones pagó tributo a la corrupción de la época, sobre todo en el exterior que se demuestra al lado de la puerta de las Cadenas. Mucho antes había admitido la nave del norte la capillita de santa Úrsula, reformada luego con pésimo gusto, y un arco del renacimiento con estimable relieve de alabastro que representa el cuerpo del Redentor a los pies de su Madre dolorida (321).

     En el período postrero del arte gótico, hacia la entrada del XVI, fueron labradas las sillas del coro situado en el centro de la iglesia; las inferiores con extraños mascarones o animales en el reverso de sus asientos, las superiores con menuda arquería y profusas labores en sus respaldos y doselete corrido de caprichosos arcos intercalados con agujas. Ajustó cada una en diez mil maravedís su artífice Rodrigo Alemán, que tenía acreditado su primor y su fértil y lozana inventiva en las de la catedral de Plasencia. Rodean exteriormente la cerca góticos calados sobre friso plateresco; pero las pilastras y medallones de estuco y el retablo del trascoro, de que con tanta complacencia habla en el viaje de Ponz el buen canónigo su trazador (322), dudamos si valen mucho más que las obras churriguerescas que desalojaron.

     Por la nave del norte se sale al claustro, que no es lo menos interesante del edificio: sus alas abren hacia el patio cada una cinco grandes ojivas, pero su diverso carácter descubre las épocas entre sí distantes en que fueron fabricadas. La occidental, casi coetánea del templo, subdivide sus arcos en tres de forma trebolada por medio de cortas y cilíndricas columnas de románicos capiteles asentadas sobre anchísimo antepecho; y aunque trepados rosetones de tres y cuatro lóbulos bordan los vanos de sus aberturas, todavía el aspecto de aquel ándito tiene menos de gótico que de bizantino. Algo más adelantado aparece el de mediodía, arrimado a la misma iglesia, en sus columnitas ya boceladas, en sus capiteles no tan gruesos y en las elegantes estrellas recortadas entre sus encajes, completando de lejos la perspectiva las ricas ventanas de la nave que por cima de él asoman. En el ángulo que forman las dos alas, una inscripción puesta debajo de un pequeño Calvario toscamente esculpido, nos revela el nombre de Benito Sánchez maestro de la obra, dato de bastante importancia aun cuando no se le atribuya más que aquella parte del claustro, y no la creación y comienzo de la basílica como se ha creído generalmente, sin advertir que ésta debió precederle acaso una centuria (323).

     No tuvo menos suerte en perpetuar su memoria el que construyó más tarde los lienzos de oriente y norte con arreglo a las últimas tradiciones góticas; llamábase Pedro Güémez, y su busto resalta dentro de un medallón encima de la puerta de salida al patio, al lado del de D. Juan de Villafañe canónigo fabriquero (324). Cada arco de estas dos galerías lo compartió en cuatro menores con pilares sin capitel; en los calados no supo ya imitar la gentileza de los antiguos, y a los contrafuertes exteriores puso por remate botareles de crestería. Las bóvedas, de arcos cruzados como las demás, se distinguen por alguna labor entrelazada, contrastando notoriamente con los grotescos mascaroncillos diseminados sin orden por las del ándito de poniente. Al rededor de los cuatro muros hay excavados nichos semicirculares, vacíos los más, los restantes ocupados por toscas urnas, algunas de las cuales muestran uno que otro dibujo bizantino o follaje gótico o moldura del renacimiento, pero una sola lleva figura de relieve y por cierto muy gastada. Las inscripciones son dos y nada antiguas (325). Lo son empero dos efigies de Nuestra Señora; la una dentro de apuntada hornacina, graciosa y de formas harto redondeadas para clasificarla entre las esculturas góticas; la otra deforme, casi horrible, indudablemente bizantina, en un hueco sembrado de estrellas, frente a la puerta de comunicación con el templo que despliega en el mismo género su medio punto y sus cuatro columnas.

     No hay que buscar en la sacristía alhajas o preciosidades, ni pergaminos o códices en el archivo, ni magnífica sala capitular, ni suntuosa escalera, ni otras dependencias acostumbradas; todo pereció en la gloriosa lucha con los invasores, y todo hubo de habilitarse de nuevo con sobrada sencillez. Poco faltó para que entonces se arruinara por completo una construcción, que si bien aislada de la catedral y situada a sus espaldas, se reputa sin embargo como una de sus excelencias. La capilla de Cerralbo, principiada hacia 1588 por disposición del cardenal D. Francisco Pacheco y Toledo, hijo de los marqueses de aquel título y primer arzobispo de Burgos (326), fue uno de los más intachables modelos propuesto a la admiración de los artistas por los exclusivos seguidores de Vitrubio, y hasta a los ojos de los que no lo son se recomienda por su noble sencillez y majestad. Aunque no terminada sino en 1685 gracias a la marquesa D.� Leonor de Velasco, no se desvió un ápice de la rigidez del primitivo plan, manteniéndose inaccesible a las extravagancias que se iban introduciendo: dos órdenes de pilastras dóricas con nichos en los entrepaños, un colosal escudo del fundador en el segundo y un frontón triangular por remate componen la fachada; y encima de las alas del crucero y de la capilla mayor asienta un cuerpo cuadrado ceñido de balaustrada con agujas, del cual arranca elegantemente el hemisférico cimborio. El espacioso interior consta de pilastras jónicas pareadas, bóveda de cañón y arcos de medio punto; la cúpula se eleva sobre cuatro pechinas, y el pavimento de mármol copia con sus dibujos como por vía de reflejo las líneas de la techumbre. Al presbiterio se sube por diez gradas, y los retablos, así el principal como los colaterales, por más que su maderaje haya quedado sin dorar, no desmerecen en su corintia arquitectura de los celebrados lienzos que para ellos se pintaron (327). Hoy desmantelados, estremecidos los muros desde los cimientos, no se han rehecho todavía de la terrible explosión que por azar causaron durante el sitio los pertrechos de guerra acumulados en su seno; por el ancho boquete que abrió la pólvora en la gallarda linterna, penetra a raudales la importuna luz del sol; y en vano se aguarda hasta aquí una mano reparadora que restituya a su destino la fundación del cardenal, como la ha encontrado el seminario contiguo, donde acaba de renacer del polvo la obra del arquitecto Sagarvinaga.

     Nueve parroquias y otros tantos conventos reunía Ciudad Rodrigo en tiempos no lejanos, y hay quien dice que de las primeras tuvo antiguamente muy más crecido número (328). La de San Juan en la plaza y la de San Pedro sobreviven con harta pobreza a su supresión sin merecimiento al uno artístico; hasta la de San Isidoro, única que dentro de las murallas subsiste, no conserva de su primitiva fábrica sino un ábside lateral de ladrillo revestido de zonas de arquitos concéntricos de medio punto, habiéndose reedificado con bóveda de crucería su capilla mayor a mediados del Siglo XVI (329). Hacia la misma época erigió el noble Juan de Chaves y Herrera para los religiosos Agustinos una suntuosa nave de imitación gótica, trasladando al interior de la ciudad la fundación que fuera de ella habla hecho en 1483 su bisabuelo Francisco de Chaves, y a pesar de que la dejó incompleta y sin fachada, los escudos de armas atestiguan su generoso patronato (330). A las Descalzas Franciscas dio principio hacia 1605 la ilustre D. Catalina Enríquez vistiendo su austero sayal.

     Atravesando la hermosa alameda del campo de Toledo, cuya fuente adornada con surtidor recibe copiosas y excelentes aguas por una cañería de dos leguas que se pretende haber sucedido a un acueducto romano, nos transferimos desde el recinto amurallado al crecido arrabal del norte poblado de superior y casi doble vecindad. Dos parroquias contiene de obra insignificante, San Andrés y San Cristóbal, y un convento de Clarisas favorecido ya en 1240, bajo la advocación de Sancti Spiritus con exenciones y privilegios, e ilustrado con varias memorias sepulcrales, desde la venerable sor Hadabona que descansa en el coro, hasta la magnífica Beatriz del Águila, que muriendo en 1535, después de cincuenta años de abadesa, legó su marmórea efigie a la capilla mayor (331). Allí cerca se levantaba el convento de Santa Cruz, de monjas Agustinas, establecido en 1517 por doña Beatriz Pacheco de la casa de Cerralbo: su situación lo convirtió en fuerte avanzado para resistir los asedios de 1810 y 1812, llenándolo de gloria, de sangre y de ruinas. Entonces también sucumbieron tres inmediatos conventos de religiosos, el de Santo Domingo, el de la Trinidad y el de San Francisco, que colocado a un extremo del arrabal le comunica su nombre todavía. Era el más notable de todos, y gloriábase de deber su origen al mismo santo patriarca y de conservar sus huellas en un pozo triangular del huerto y en multitud de tradiciones, que movieron la devoción de los vecinos a trocar en suntuoso templo la humilde ermita de San Gil donde se había albergado. Restos hemos visto de su magnificencia en los grandiosos paredones de sillería, en los arcos ojivales de la nave ya sin bóveda, en la capilla mayor y otras vastas capillas a derecha e izquierda rodeadas todas de nichos mortuorios, cuyas removidas tumbas y efigies volcadas contra el suelo guardan mal los blasones de tantas familias ilustres que allí se prometieron más respetado y durable reposo (332).

     Por sur y oeste corre a los pies de la ciudad el Águeda, arrastrando arenas de oro en su corriente no escasa, y deslizándose, al acercársele por el primer punto, bajo los siete arcos su puente, la mitad del cual es de fábrica antigua como las dos torres que defendían un tiempo sus extremidades, aunque tanto como el informe verraco de piedra colocado a su salida, la mitad renovado en 1770 a costa de la provincia y de otras colindantes por el citado Sagarvinaga. Comunica el puente con otro arrabal harto menor que el de San Francisco y puesto a las inundaciones del río inmediato: su parroquia se titula Santa Marina. Sobre la misma ribera, aunque a una hora casi de distancia, tuvieron los Premostratenses un espacioso convento, empezado en 1590 por Francisco Martín religioso de la orden; y a la cúpula, crucero y capilla mayor de su iglesia remate en el pasado siglo Sagarvinaga, y decoración de columnas dóricas y compuestas a las galerías del magnífico claustro.

     Alrededor de Ciudad Rodrigo, como formando el palenque de las gloriosas lides que ha sustentado, trazan las sierras dilatado circo abierto sólo por el lado septentrional, hacia donde afluyen los copiosos riachuelos desprendidos de sus vertientes. Ameno es el horizonte, accidentado y cubierto de vegetación el territorio; pero en un radio de cinco o seis leguas apenas brota ni vieja ruina ni recuerdo histórico, excepto el de alguna conferencia de reyes en Fuente Guinaldo. Toda la importancia del partido la absorbe su cabeza, cual si las demás población rústicas e ignoradas, no fueran otra cosa que aduares transitorios prontos aún a replegarse dentro de los muros o a guarecerse en las breñas a la menor señal de alarma.

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