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II

Volvamos al punto de partida. Los Triumphos de Francisco Petrarcha394 llevan en el colofón el año M.D.LIIII; el privilegio correspondiente,   —225→   con todo, se había despachado a «25 henero 1553», y en la dedicatoria Hozes presentaba la traducción como hecha «en algunos ratos del verano pasado», vale decir en 1552. Pero, amén de identificar ahí los tópicos «quinze días de unas vacaciones», conviene entender que don Hernando alude específicamente al texto «impresso en Medina del Campo, en casa de Guillermo de Millis»; pues el proceso completo de la traducción, a través de varias etapas, se extendió por un período más dilatado. Del trabajo de Hozes, en efecto, existe un códice hasta ahora desatendido395 que ofrece los Triumphos en una redacción de hacia 1549 (revisada en 1550), harto distinta a la refundida en 1552 y publicada en 1554.396

  —226→  

Tras la Vida de Petrarca y el Argumento de la obra -prolegómenos inesquivables-, el manuscrito no omite una corta advertencia al lector. Un tanto trivialmente, Hozes justifica las distorsiones del original que haya podido cometer. La suya era sin duda una tarea espinosa: a las limitaciones personales -reconoce-, se sumaban, por un lado, las diversas hormas silábicas del español y del italiano397 y, por otro, la esclavitud de las consonancias.398 Ni una palabra escribe Hozes sobre la prohibición de las rimas agudas que en el volumen de 1554 carga con buena parte de la responsabilidad por las traiciones a Petrarca. ¡Naturalmente! Como que en la versión del códice esas rimas asoman a cada paso, desde la primera línea:


Amor, desdén, mi llanto y la sazón
entonces al lugar me avían llevado
que suele dar alivio al coraçón...399


El manuscrito tiene la pinta inequívoca de una copia en limpio del borrador de Hozes, sacada por un amanuense o secretario (la caligrafía lo delata como pájaro de pluma). Copia, entonces, destinada a   —227→   circular, y aun, presumiblemente, a ir a la imprenta.400 Pese a ello, no sólo no entró en casa de Guillermo de Millis («detrás de San Antolín»), sino que en 1550 se vio sujeta a una celosa revisión. Con la letra segura pero nada profesional de un hidalgo, Hozes la sembró de enmiendas de variable envergadura, desde retoques en el léxico y la sintaxis hasta tercetos remodelados íntegramente. Los finales oxítonos, no obstante, le traían tan sin cuidado, que ni siquiera le dolía insertarlos en substitución de los graves, para obtener discutibles ganancias. Por caso, donde había puesto


El fin de la batalla e yo esperado,
pensando que quien suele vencería,
y por no verme más della alexado;
    como a uno que sin término quería,
que, aun antes que lo acierte a descubrir,
en frente y ojos se le parecía...,


Hozes ponía luego:


El fin de la batalla he yo esperado,
pensando que quien suele ha de vencer,
y por no verme más della alexado;
   como uno que ya es tanto su querer,
que, aun antes que lo acierte a descubrir,
se puede en el aspecto conozer...401


Pero tampoco llegó a la tipografía el texto salido de esa revisión de 1550. Porque en 1552 Hozes lo sometió a una refundición de punta a cabo, y sólo ella, a la postre, se estampó en Medina del Campo en 1554. La refundición de 1552 -no documentada en el códice- elevó extraordinariamente la calidad del trabajo, hasta convertir a Los Triumphos en una de las mejores traducciones del italiano pergeñadas en la época.402 No dejó Hozes aspecto que no puliera, a favor de unas   —228→   dotes poéticas copiosamente acrecidas en un par de años; y no ha de ser casual que adquiriera esas nuevas capacidades al mismo tiempo que se decidía a expurgar implacablemente las consonancias agudas. Ni una sobrevive en Los Triumphos impresos, en efecto. En vez del incipit del manuscrito, por ejemplo, se lee ahora:


Amor, desdenes, llanto, el tiempo y pena
me avían puesto en el lugar cerrado
adonde toda cuita queda ajena...


Los tercetos aducidos hace un momento, cuyos infinitivos en rima se habían duplicado en la revisión de 1550, cambian enteramente de fisonomía:


Atento al fin de la batalla espero,
creyendo que la dama la perdiesse
y codiciando serle compañero;
    según quien de manera ya quisiesse,
que, aun antes que descubra su querella,
muy claro en el semblante se le viesse...


No de diverso modo, del primero al último, los hirientes hendecasílabos agudos de 1549 o 1550 se vuelven en 1552 indefectiblemente llanos (y, con frecuencia, incluso tersos).

Hozes había acometido la tarea de Los Triumphos en un clima de preferencias literarias cada día más definidas. «Después que Garcilasso de la Vega y Joan Boscán -cuenta- truxeron a nuestra lengua la medida del verso thoscano, han perdido con muchos tanto crédito las cosas hechas o traduzidas en cualquier género de verso de los que antes en España se usavan, que ya casi ninguno las quiere ver...». No compartía él tan despiadado juicio, antes reputaba «de mucho precio» los Trionfi en coplas reales de Antonio de Obregón; mas, por no privar del impagable libro petrarquesco a los amigos que desestimaban los metros tradicionales, se esmeró en ofrecerles una versión «en la misma medida y número de versos que el thoscano».403 En 1549 o en 1550, sin embargo, la «medida» no era «la misma» que en 1552. Por ende, en el preámbulo Al lector que inserta en el impreso, Hozes   —229→   disculpa los defectos de interpretación en que sin duda ha incurrido, no ya sólo insistiendo en las razones alegadas dos años atrás (vid. n. 398), sino añadiéndoles otras que se hacen cargo de las exigencias surgidas entre tanto con miras a un arte más refinado y a un modo de imitación más estricto:

Pero aun fue tanta ocasión como todo lo susodicho, assí para el quitar como para el mudar de algunas palabras, huyr de poner en un capítulo muchas vezes un mismo consonante y querer guardar enteramente en nuestro verso aquello que casi siempre se guarda en el thoscano, que es fenecer todos los versos en vocal [cf. n. 419] y que ninguno tenga el accento en la última, de cuya causa avía de llevar una sýllaba menos, como es notorio. Yo confiesso que a mí me parece esto postrero demasiada curiosidad y cosa que el thoscano haze poco en guardarla, pues casi todas las palabras acaban en aquella lengua en vocal y son muy pocas las que tienen accento en la última; pero en nuestra lengua es más dificultoso y mucho menos necessario de guardarse, porque, según es a todos manifiesto, la mayor parte de las palabras que en ella ay acaban en consonante o tienen el accento en la postrera. De manera que si tenemos de huyr destas dos cosas, no nos podemos aprovechar de la mitad de nuestras palabras para el acabar de los versos; de cuya causa, en lo que se trasladare de otra lengua, será necessario desviarse más de lo justo del sentido del original, como en la presente traduction se verá más vezes de lo que yo quisiera. Pero, en fin, me pareció que era mejor aventurarme a este inconveniente, que no a contradezir la opinión de tantos como los que el día de oy son de voto que al pie de la letra se imite también en esto la manera del verso italiano como en todas las otras cosas, puesto caso que no es justo que ninguno condene por malo aquello que don Diego de Mendoça y el secretario Gonçalo Pérez y don Joan de Coloma y Garcilasso de la Vega y Joan Boscán y otras muchas personas doctas tienen aprovado por bueno.


(fol. 7v)                


Entre 1550 y 1552, pues, los gustos se habían depurado a ojos vistas. Las vanguardias poéticas, no satisfechas con postergar el octosílabo, imponían leyes más rigurosas al hendecasílabo. Y eran los suyos unos imperativos tan apremiantes como para que Hozes se aviniera a acatar un precepto que se le antojaba excesivo y no bien autorizado: el destierro del verso agudo.

Don Hernando obedecía, pero protestaba discretamente. Otros obedecían y callaban. Tal debe de ser el caso de Juan de Quirós, cuya   —230→   Christopathía (aparecida en 1552, en Toledo, con privilegio de 1549) hace pensar que según avanzaba en la composición el autor se iba volviendo más sensible a las mismas presiones crecientes que expulsaron de Los Triumphos las terminaciones oxítonas. Porque Quirós disemina media docena en el canto primero, las admite dos veces en el segundo y en el cuarto, una sola en el tercero y en el quinto..., y jamás en el sexto ni en el séptimo. En El Parto de la Virgen (Toledo, 1554),404 un proceso contrario al de la Christopathía ilustra, no obstante, idéntico ambiente. Hernández de Velasco emprendió lleno de bríos la reducción de Sannazaro a las inevitables octavas, y en el primer canto logró mantenerlas incontaminadas de agudos, mientras en el siguiente no las mancillaba sino una vez; pero al enfrentarse con el tercero le faltaron las fuerzas (o supondría, con óptimos motivos, que los lectores dormitaban ya): y, ahí y en las piezas de propina, osó pecar hasta en veinte ocasiones contra el mandamiento de reciente promulgación en el Parnaso de entre Valladolid y Toledo.

No se dude que la Christopathía y El Parto de la Virgen reflejan iguales circunstancias al distribuir los oxítonos en forma simétricamente opuesta. Júzguese, si no, por la peripecia y anagnórisis siguientes. En 1555 sale de las prensas toledanas un romanceamiento de la Eneida «en octava rima y verso castellano» (singular denominación para el hendecasílabo blanco). El editor (en teoría), Juan de Ayala, evoca en el prólogo el «grande trabajo» que supone verter tamaña «y tan artificiosa obra», «especialmente quando la traductión es en consonancia»: no es maravilla, pues -recalca-, «que el autor... no la haya permitido publicar algunos años antes» y que, al hacerlo

a instancia de algunos amigos..., dexe en silencio su nombre, teniendo por mejor escuchar, con Apeles, detrás de la tabla las censuras... que, publicando su nombre, estar obligado a responder a tan diversas objeciones que tan diversos gustos, assí de doctos como de indoctos, con razón y sin razón, suelen oponer.


Uno se inclina a creer que esa Eneida se remonta de veras a «algunos años antes», si repara en que su prodigalidad de ‘octavas rimas’ agudas   —231→   (a docena por libro) no era ya de recibo en 1555. Cave tamen... La versión de marras se reimprimió cinco veces en Amberes, siempre anónima, hasta volver a ver la luz en Toledo, en 1574, «reformada y limada con mucho estudio y cuidado», y al fin con la firma bien patente: Gregorio Hernández de Velasco.405 La cubierta y los preliminares proclaman que la estampada en 1574 «se puede dezir nueva traducción» y que la de «casi veynte años» atrás, por carecer de privilegio, había sido pirateada «en diversas partes» «muy estragada y con muchos vicios». Ciertamente, la ‘reforma y lima’ no fueron desdeñables, pero quizá tampoco tan intensas como sugiere la portada, ni habían sido tantos los ‘estragos’ de los tipógrafos antuerpienses. De hecho, los cambios más relevantes afectan a las octavas con lastre de oxítonos. Aquí, Hernández de Velasco sí actuó con energía: y, para no dejar ni uno, tuvo que mudar profundamente la mayor parte de las estrofas que los habían acogido.406 ¿Será demasiado sospechar que el haberlos usado antes fue la causa de que ocultara su nombre en la princeps? Cuando menos, es indiscutible que el recurso a los agudos está entre las tachas que en 1555 temía verse recriminar por «doctos» y aun «indoctos», y que si se quiso identificar sólo en 1574 fue también porque sólo entonces había exterminado las cadencias innobles.

Retrocedamos todavía al año de El parto de la Virgen. En 1554, el Cancionero general contiene siete «sonetos de diversos autores» tan proclives a las terminaciones oxítonas como el escrito por Álvar Gómez para celebrar la traducción de Hernández de Velasco o como dos de   —232→   los cuatro que ahí mismo se atribuyen a don Diego de Mendoza. El tercero de esos cuatro, sin embargo, es excelente indicio de hacia dónde iban las aguas:


Amor, amor, un hábito he vestido,
del paño de tu tienda bien cortado...


Nos las habemos, desde luego, con una variante o una variación del asendereado Amor, amor, un hábito vestí de Garcilaso, y podemos achacar a quien nos plazca la versión de nuestro Cancionero.407 Pero este -no lo olvidemos- se llama de obras nuevas y presume de exhumar «las obras de Boscán que no andaban impresas» o bien otras «por el arte toscana... nunca hasta ahora impresas»: si incluye Amor, amor, un hábito he vestido, será, pues, porque hacia 1554 tenía aspecto de ‘obra nueva’ la formulación en consonancias llanas de una pieza tan notoria desde 1543.408 Ni cabe descartar que se hubiera intentado introducirlas, para desplazar a las agudas, en alguno de los «Sonetos de diversos autores».409 Llanas son todas, sintomáticamente, en la análoga silva de dieciséis sonetos con que el Cancionero general de Amberes (1557) aspiraba a remozar la venerable compilación: donde los datados se dicen «hechos en la ciudad de Londres, en Yngalaterra, año M. D. LV».410   —233→   Aun más. También en 1554, Los Triumphos de Hozes -contra la Ulyxea de 1550- divulgaban la especie de que «el secretario Gonçalo Pérez» había «aprovado» los hendecasílabos agudos. Los hay, efectivamente, en uno de los dos sonetos que da por suyos un códice parisino: mas la tacha se salva con garbo en las que cumple considerar refundiciones posteriores, una de las cuales posiblemente se debe al mismo poeta del texto primitivo.411

Por supuesto, el bando de proscripción no siempre se ejecutó con el rigor que en Los Triumphos o en la Eneida de Hernández de Velasco, pero es evidente que en torno a la fecha de los primeros el verso agudo estaba ya sentenciado y al imprimirse la segunda «reformada y limada» el destierro era sin retorno. Incluso en los autores formados en épocas o en hábitos anteriores, el oxítono no sobrevivió sino en precario y en decadencia. En Las obras de 1554, Montemayor lo aceptaba en un par de sonetos, en otras tantas canciones, en más de doce hendecasílabos sueltos; en las composiciones añadidas en el Cancionero de 1562, únicamente en una estancia y en el divertimento de un «Soneto portugués y castellano»; en la Diana, ni por asomo. Con particularidad notable: si Las obras se abrían con tres sonetos (de aficionados) copiosos en agudos, se cerraban con más de un centenar de tercetos en que Juan Hurtado de Mendoza (siendo quien era) incurría sólo en un consonante en -ar. Quedó arriba noticia de la conversión de don Juan Coloma, frente a la impenitencia de don Diego de Mendoza. Pero hasta en la órbita del genial granadino y de personaje tan suspecto como Barahona de Soto, un Gregorio Silvestre, al final de la vida, cuando revisaba sus escritos para la imprenta, desbrozó de buena parte de los agudos la temprana Fábula de Narciso:412 y ni uno retumba   —234→   en ningún otro lugar de sus opera omnia a la italiana, cuya más antigua muestra hoy conocida se publicó ya impecable y precisamente en 1554.

A la vista está, en la segunda mitad del siglo, el resultado de operaciones como la realizada por Silvestre o de evoluciones como la sufrida por Quirós. Pero ¿en cuántos casos la pérdida de las redacciones originarias y la falta de subsidios cronológicos no nos impedirán contemplar escaramuzas semejantes en la campaña contra el oxítono? Las Varias poesías de Hernando de Acuña, por ejemplo, salieron póstumas, en un espléndido desorden, y rara vez se prestan a una datación segura por referencias externas. En esa selva confusa llama la atención descubrir que los escasos agudos del volumen se acumulan en un grupo de piezas cercanas o contiguas,413 una de ellas compuesta «en prisión de franceses», vale decir, en 1544. Hay razones para situar las restantes en un momento próximo, en la medida en que se insertan en ciclos líricos de fechación relativamente poco dudosa (desde luego, antes de la vuelta a España en 1558). Con todo, en la perspectiva del presente artículo, la comparación con los centenares de intachables hendecasílabos de las obras de madurez -en particular, las trabajadas fábulas mitológicas- basta para inclinarnos a poner los poemas reos de oxitonía en un estadio bastante precoz del itinerario de Acuña. El vallisoletano don Hernando murió en 1580, en Granada, en un ambiente algo remolón en prescindir enteramente del verso agudo. En ese mismo año, sin embargo, las Anotaciones de Herrera consagraban el gustoso acatamiento de la mejor poesía andaluza -en línea con Cetina- al melindre que, apenas mediado el Quinientos, irrumpía como novedad imperiosa en tierras de Castilla.



  —235→  
III

Sobre rimas y razones


Todo cuanto precede es bastante obvio. Claro está que al adoptarse el hendecasílabo y el heptasílabo cabía la duda sobre si seguir la norma predominante en Italia o bien si aceptar la rima aguda con la misma libertad que en el dodecasílabo y el octosílabo indígenas;414 y, pues se optó por la primera posibilidad, claro está que hubo de darse un período de transición (sorprendentemente bien delimitado, eso sí), con anécdotas similares a las recién contadas. Menos obvio es por qué en un cierto momento415 se ganó la convicción de que cumplía rechazar el oxítono en los metros de raigambre toscana y por qué tal creencia quedó luego asentada con tanta firmeza. Vaya por delante que no dispongo aquí de espacio para intentar una explicación medianamente satisfactoria, si no completa y suficiente. El destierro del verso agudo -como cualquier otro fenómeno literario de alguna enjundia- tiene razones estrictamente formales, intrínsecas; razones intelectuales, relativas al lugar de la poesía en el panorama cultural de la época; y (numero deus impare gaudet) razones convencionales, de gremio y de oficio, concernientes a la dinámica interna de la tradición, a la serie de autores, obras y lectores implicados dialécticamente   —236→   en el proceso. Dilucidar el destierro en cuestión pediría hurgar en el sistema entero -poética e historia- de la institución literaria en el Renacimiento español. No puede ser. Pero, establecidos unos cuantos datos que quizá en otra ocasión se dejarán aprovechar mejor y más plenamente, parece obligatorio sugerir ya un par o tres de vías para interpretarlos.

Nuestro testigo principal, Hozes, no aduce otro motivo del veto a los agudos que la «demasiada curiosidad» en imitar «también en esto» el hábito «que casi siempre se guarda en el thoscano». Oportuna precisión: «casi siempre...». De Dante a Ariosto, pasando por Petrarca o Sannazaro, la costumbre italiana había sido evitar las consonancias oxítonas, mas no en los términos absolutos y universales que pretendían «tantos» coetáneos de Hozes.416 Si fisgamos fuera del firmamento de los grandes nombres, descubriremos, por caso, que Antonio da Tempo, en su madrugadora Summa de 1332, sacaba a colación sin mayor empacho dos especies «mutorum... sonettorum», según los agudos finales fueran «monosyllabi» o «polysyllabi»; o que Berni y otros herejotes admirados (¡naturalmente!) por don Diego de Mendoza ni siquiera tenían que ponerse especialmente burlones para menudear los tronchi.417 El criterio seguro, no obstante, por encima de toda sospecha de rusticidad primitiva, extravagancia o dialectalismo, lo brindaban las Prose della volgar lingua. Ahí, en el corazón mismo de la ortodoxia, se subrayaba que la «giacitura» por excelencia era la llana: ni chillona ni monótona, sino «temperata», discreta y dúctil, presta a ser moldeada por las vocales y las consonantes; pero el   —237→   Bembo no descuidaba que las «ponderose» cadencias agudas, «ancora che di loro natura elle molto più acconcie sieno a levar profitto che a darne, nondimeno alcuna volta nella loro stagione usate» (como en Petrarca), podían perfectamente enriquecer el discurso poético.418

Con justicia, pues, estimaba Hozes «demasiada curiosidad» la prohibición implacable del oxítono, y tanto más cuanto que iba acompañada de la imposición -superflua para el toscano, disparatada en español- de «fenecer todos los versos en vocal».419 El carácter extremoso de semejante precepto parece denunciar que las nuevas orientaciones venían menos de Italia que de los italianizantes de última hora.420 Los imitadores siempre han tendido a exagerar las pautas -reales o supuestas- de los modelos; siempre ha sido temible el celo de los conversos. Al afianzarse en España los moldes italianos, el campo quedaba abonado para que brotaran puristas e intransigentes; asimilada la aportación de los petrarquistas tempranos, no podían faltar los sabidillos dispuestos a superarla con más papismo que el Papa. Los comentarios de Hozes sobre el descrédito de las formas castellanas y sobre «la opinión de tantos como los que el día de oy son de voto que al pie de la letra se imite... la manera del verso italiano», las «objeciones... assí de doctos como de indoctos» que asustaban a Hernández de Velasco, apuntan al mismo ambiente de «escrupulosos»   —238→   denostados por Sánchez de Lima al aludir -precisamente- a la controvertida licitud de los agudos.421 Entre esa calaña de aficionados intolerantes, la interdicción debió de pronunciarse más notoria y resueltamente que en cualquier otro ámbito, para propagarse por las tertulias de las dos cortes -Valladolid y Toledo- con la rapidez y la fuerza inapelable de las modas: resulta bien comprensible, pues, que en 1550 Hozes no hallara nada reprochable en los oxítonos y que en 1552 no tuviera más remedio, a disgusto, que eliminarlos refundiendo Los Triumphos de arriba a abajo.

Que por entonces la hostilidad a la rima aguda se declarara como una moda no quiere decir que se limitara a serlo, que se redujera a la pura afectación de exacerbar un uso toscano: la moda perduró porque se apoyaba en bases harto estables y porque fue asumida en tanto una especie de conciencia histórica. Censurando «los versos troncados o mancos... puestos a caso» en la Canción segunda, Herrera los perdonaba «porque Garcilaso no halló en su tiempo tanto conocimiento de artificio poético, que su ingenio lo levantó a mayor grandeza y espíritu que lo que se podía esperar en aquella sazón» (vid. n. 423). Ciertamente hay fundamentos objetivos para considerar de pobre «artificio» los finales «troncados»: frente al caudal y la variedad de las consonancias graves, las oxítonas son pocas y obvias, monótonas como salidas mayormente de las mismas categorías lingüísticas, triviales como acuñadas por los mismos procedimientos morfológicos; «fáciles», vaya, según fallaba Soto de Rojas.422 Herrera y los suyos tenían escasísimos asideros relativamente sólidos para creerse por encima de Garcilaso, y los agudos del toledano les venían al pelo para entretener esa loca ilusión: se les antojaban una prueba segura de haber ellos superado las deficiencias formales aún no reconocidas «en aquella sazón» de Garcilaso. Para Herrera (y Aristóteles), por otro lado, el pecado máximo ocurre «cuando no se acierta en la razón del arte poética». A nuestro propósito,

  —239→  

cuando los versos mudan la propia cantidad, que o son menores una sílaba o mayores otra, si no muestran con la novedad y alteración del número y composición algún espíritu y significación de lo que tratan, son dignos de reprehensión.423



Así, los versos «mancos» de Garcilaso -«no... de algún efeto, antes... puestos a caso»- no sólo revelan falta de «artificio», una medida de primitivismo técnico, sino un entendimiento imperfecto del «arte», de la teoría literaria. Henos llegados a la «edad de la crítica», dentro de la andadura propiamente renacentista de la poesía española. Es patente que los contemporáneos de Herrera habían ganado maestría y doctrina respecto a los contemporáneos de Garcilaso. Pero, de cualquier manera, el destierro del agudo les servía para afirmarse a sí mismos históricamente como vanguardia renovadora y, al par, culminación de «artificio» y «arte»; para construir una literatura mucho más cimentada en «la razón», y hasta con veleidad de ciencia, frente a la intuición y los tanteos de las generaciones anteriores.424

En esa ‘edad de la crítica’ (cuyo emblema podría verse en los comentarios a Garcilaso, ya divorciado de Boscán, y donde los grandes protagonistas son Herrera y fray Luis), «la razón del arte poética» se orientó resueltamente por los caminos del clasicismo. Boscán no dudaba que la métrica italiana era especialmente «capaz... para ayuntarse con cualquier estilo de los que hallamos entre los autores antiguos aprovados».425 Al principio, sin embargo, el italianismo estuvo   —240→   lejos de ser siempre un clasicismo. El propio Garcilaso tardó en franquear la distancia que separaba el soneto y la canción petrarquistas de los géneros y modos de estricta observancia grecolatina. Cosa similar, a más largo plazo, le sucedió al conjunto de la poesía española del Quinientos (vid. n. 415). Pues no bastaba menudear los asuntos mitológicos ni otros motivos con sabor a Antigüedad. El «nuevo estilo» que fray Luis inculcaba a Grial,426 y Herrera definía en las Anotaciones no se contentaba con temas y tonos: aspiraba esencialmente a elaborar una poesía romance moldeada sobre los recursos más sutiles de la poesía clásica, a apropiarse la estructura del verso y del poema antiguos. Y Sevilla y Salamanca juzgaban concordes que esa imitación afiligranada de la golden Latin artistry abría horizontes inéditos, más allá del mero italianismo del pasado reciente.427

Tal era la perspectiva de Herrera al sentenciar que

los versos agudos han una cierta semejanza con los hexámetros que tienen en la quinta región un pie espondeo.428



Pareja observación no nace sencillamente de equiparar el hendecasílabo al hexámetro en cuanto metro heroico, vehículo de contenidos nobles: Herrera tenía en la cabeza el ideal de un verso castellano construido con leyes análogas a las del clásico, y con idéntico primor. Boscán ya había acotado que

los hendecasýllabos, de los quales tanta fiesta han hecho los latinos, llevan casi la misma arte y son los mismos [que nuestro verso], en quanto la diferencia de las lenguas lo sufre.429



  —241→  

Unos decenios después, los autores de mayor categoría apuraron y refinaron el parangón, con planteamientos mortales para la rima oxítona. Pues si Herrera la daba por tan excepcional -de ser tolerada- como un espondeo en el quinto pie del hexámetro, a todos resultaría evidente que, falto el latín de voces agudas, el hexámetro equivalente al hendecasílabo con acento final había de ser el acabado en monosílabo: y nadie ignoraba que «monosyllabon in fine vitiosum est».430

La inexistencia de polisílabos agudos en latín (aparte contadas anomalías) fue causa importante para la proscripción del verso oxítono.431 «I latini -realzaba Ruscelli, al reflexionar sobre la materia- con questa maniera dell’accento in ultima non vollero giammai finire alcuno» (cf. n. 424). Aun más: los agudos romances se sentían como «diciones bárbaras o cortadas del latín».432 La campaña de Nebrija -fonetista egregio- en favor de una prosodia rigurosamente clásica tuvo un éxito perdurable entre los doctos, y para gentes que pronunciaban Orion llano e ímpio esdrújulo433 los agudos arrastraron connotaciones negativas: eran palabras corruptas, contagiadas de la tosquedad gótica («Tunc populus didicit, pro, barbara verba latinus, / tunc Scythicas voces Teutonicosque sonos...»),434 acunadas en los malos siglos en que dómines siniestros intentaron «accentu barbaro dictiones latinas efferare» propagando los oxítonos neciamente...435 Los agudos, en suma, eran ‘medievales’.

  —242→  

Al achacar a la contaminación del vernáculo los «errores» acentuales introducidos en el latín «clade Gothorum atque Hunorum», Arias Barbosa echaba en falta en la poesía vulgar las exquisiteces formales que eran el encanto del verso clásico (las exquisiteces que un fray Luis o un Herrera se empeñaron en adaptar) y no reconocía en ella otros principios que la cuenta silábica y el despreciable procedimiento de la rima.436 Porque el clasicismo se mostraba receloso o enemigo de la rima. Nebrija se autorizaba en el mismísimo Aristóteles para condenarla como «ierro», ofensa «a las orejas», fuente de «hastío» y de distorsión.437 Ciertos contertulios de Boscán

se quexavan que en las trobas desta arte [a la italiana] los consonantes no andavan tan descubiertos ni sonavan tanto como en las castellanas. Otros dezían que este verso no sabían si era verso o si era prosa.



Pero quienes a lo largo del siglo XVI se criaron a pechos de los studia humanitatis atendían a criterios diametralmente opuestos: «la gentileza del metro castellano consiste en que de tal manera sea metro que parezca prosa», en «dezir alta y grandiosamente, con sencillez y claridad..., como si fuese en prosa..., que no hay... tal verso como el que parece prosa».438 Las consecuencias de ese ideal de naturalidad están patentes   —243→   en los detalles menudos de la textura verbal: desde la predilección por el yambo, teóricamente más afín al ritmo del habla,439 hasta el desapego por las «voces similiter cadentes». Pues, incluso cuando no se pretendía suprimirla, fue corriente el designio de atenuar la rima, subrayando en el verso otros factores más delicados y más ilustres: «pedum accidentia, sublationes, positiones, tempora...».

Entre los poetas de alguna altura (don José Manuel Blecua lo ha ilustrado magistralmente en Herrera),440 el hendecasílabo, en especial, se concibió como una figura métrica de entidad cabal, con enjundia y relieve autónomos, dispuesta a no dejarse gobernar por el recurso plebeyo de la consonancia, sino a utilizarla, si acaso, como discreto acompañamiento de fondo a la música del verso en sí mismo. Semejante planteamiento venía favorecido por la historia italiana y el carácter intrínseco del hendecasílabo (cuya marcha, necesariamente más despaciosa que en el octosílabo y en los hemistiquios de arte mayor, o se rompe con las punzadas oxítonas o tiende a difuminar la rima) y, por otro lado, se consolidó en el contraste con los gustos tradicionales.441

  —244→  

Que ¿quién ha de responder a hombres que no se mueven sino al son de los consonantes? ¿Y quién se ha de poner en pláticas con gente que no sabe qué cosa es verso, sino aquel que calçado y vestido con el consonante os entra de un golpe por el un oído y os sale por el otro?



Boscán, desde luego, apenas se molestaba en respuestas y pláticas tales. Pero bien pudo contestar, con Ambrosio de Morales, que «las palabras» y las formas métricas mejores han de ser las que «cojan los oýdos con más suavidad».442 En esas circunstancias, claro está que la rima aguda, por más prominente, había de resultar también más reprensible e ir quedando orillada en el camino de perfección de los metros toscanos.

No nos las habemos simplemente con la confrontación de dos nociones del ‘verso’: el oxítono anduvo de por medio en el debate (con frecuencia tácito) entre dos modos distintos de comprender la ‘poesía’ y situarla en las coordenadas culturales de la época. La doctrina más vigente todavía en 1526 separaba lengua y poesía, experiencia y arte, público de iniciados y grey de profanos, casi en la misma medida en que la doctrina renacentista quería conciliarlos. Fernando Lázaro ha diagnosticado admirablemente la oposición «entre dos poéticas: una que exalta la norma métrica sobre la lingüística, y otra que las pone en harmonía».443 Divorcio análogo ocurre a otros propósitos fundamentales. Limitemos la cata a un dominio en el que Las obras de Boscán y algunas de Garcilasso fácilmente cumplían una función similar a la del Cancionero general (1511) y familia: la lírica amorosa. Ahí, los trovadores ahijados por Hernando del Castillo se aplican a derivar444 infinitamente un puñado de elementos, a manosear un repertorio mínimo: los temas se encierran en un vallado de conceptos puros, evocados en una jerga técnica y encadenados con la sintaxis de la lógica. El ars combinatoria de Garcilaso es inmensamente más rica: se abre a multiplicidad de horizontes, en registros lingüísticos cada vez más varios y diáfanos, con la articulación del sentimiento y el suelto fluir de los pensamientos.

Pero no nos metamos en dibujos de retablo. Pruebas al canto. Un excelente estudio de Keith Whinnom ha mostrado que de los 297   —245→   substantivos diferentes documentados en las canciones gratas a Castillo, no sólo 51 explican 1.142 de las 1.630 apariciones del substantivo, sino aun que «25 dan razón de más de la mitad (882) del número total (1.630) de substantivos»: vida, mal, dolor, muerte, amor, pena, razón, passión, gloria, esperança, coraçón, fe, ventura, alma, desseo, plazer, tormento, bien, remedio, memoria, temor, tristura / tristeza, morir, causa y pensamiento.445 Tomemos las concordancias de Garcilaso, para construir la lista gemela: los 25 substantivos más frecuentes son mal, vida, parte, mano, muerte, ojos, alma, dolor, bien, agua, amor, tierra, cielo, día, cosa, fuerça, tiempo, sol, viento, cuerpo, llanto, camino, coraçón, lágrimas y razón.446 A grandes rasgos, las conclusiones son inmediatas: la poesía arquetípica del Cancionero general «está limitada conceptualmente a abstracciones, y en especial hay pocos términos concretos».447 Los términos concretos, en cambio, vencen a los abstractos en Garcilaso: con singular presencia de la naturaleza (agua, tierra, viento y cielo, sol: los cuatro elementos), con emociones hechas sensibles antes que transpuestas a quintaesencias. Otra lección del cotejo: de los 25 substantivos predilectos, en el Cancionero, once son agudos (y hay dos series de tres consonancias, en -or y en -ón); en Garcilaso, los oxítonos no pasan de seis (y las dos series paralelas son de sólo dos miembros).

El vocabulario característico del Cancionero, pues, es abstracto y oxítono;448 el más propio de Garcilaso, concreto y paroxítono. El primer dato contribuye a iluminar el segundo, por cuanto nos atañe: las palabras oxítonas (y las abstractas son notoriamente proclives a ese acento) tenían un sambenito colgando en el templo de las musas. Si en la conciencia lingüística de los doctos sonaban a bárbaras, la memoria literaria   —246→   de los innovadores las rechazaría como ranciedad cancioneril. Unas cuantas resultaron lisa y llanamente intolerables para Garcilaso (jamás emplea passión).449 Otras, si apareadas,450 remitirían tan derechamente al universo de discurso del Cancionero general (el «de la multitud de los consonantes»),451 que romperían todo el encanto del nuevo mundo descubierto por los hombres venidos de Italia: ya por eso sólo convendría evitarlas en rima, con las restantes de la misma calaña.

El universo mundo de cada una de esas dos líricas, desde luego, no es meramente el territorio ocupado por los poetas. Ninguna de las dos es una isla, sino región de un continente intelectual donde existen países hegemónicos cuyos modales y modelos se difunden por las provincias. Las canciones del General se me antojan hermanas pobres de la quaestio favorita del nominalismo coetáneo y prestigiada, por ende, como paradigma de la ciencia. Hablo de la quaestio concentrada en desentrañar un problema minúsculo, con un léxico parvo y especializado en perpetuo proceso de contraposición y derivación, hasta agotar las posibilidades de cada término, bajo la tiranía de la pauta lógica que subrayan las inevitables conjunciones (quoniam, postquam, cum, sed contra...).452 Las canciones de marras son también el reino de las «quiditates transeuntes per latera puncti»: como la quaestio nominalista, y verosímilmente según el dechado de la propia quaestio, reflejan la tradición de un saber reservado a círculos de cómplices y elegidos. Es el linaje de saber cerrado en sí mismo (en los salones, en la «sombra y tinieblas   —247→   escolásticas») que los humanistas combatieron enfrentándole otro que mirara «por el bien público y ornamento de nuestra España», cimentados en «el conocimiento de la lengua»: no una jerigonza arbitraria e inaccesible, sino la lengua a todos cristalina, como brotada del uso y filtrada en el tamiz de los supremos escritores («ex doctissimorum virorum usu atque auctoritate»).453 Por supuesto, tampoco los humanistas se privaban de alardes conceptuosos y de razones alambicadas, pero aun entonces gustaban de discurrir sobre un fondo de realidad concreta, fieles al genio del latín (y del romance), con la duplex copia verborum ac rerum, con la ductibilidad de la mejor retórica antigua. Por los cauces de las litterae humaniores, en suma, sendas de civilidad y comunicación: no las «rixosae quae in scholis ad gutur usque raucum agitantur», antes bien las letras «quae placidius instituunt..., cum prudentiam ac sermonis nitidi gratiam tradant, quibus in rebus exercere se patricius prae ceteris debet».454 En tono y contenido, así, la lírica cancioneril fue a la poesía de Garcilaso como la quaestio escolástica a los géneros filosóficos del humanismo: la carta, el diálogo, la oratio, el ensayo...455 La rima oxítona, principalmente en substantivos abstractos, era factor notorio de la estricta formalización que emparentaba el Cancionero general con las colecciones de sophismata, obligationes o insolubilia. Estaba connotada peyorativamente, parecía marca nefasta. Cuando el italianismo quiso ser clasicismo, rehuyó en el verso agudo -también- un emblema de toda la cultura caduca.



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«El destierro del verso agudo (con una nota sobre rimas y razones en la poesía del Renacimiento)», en Homenaje a José Manuel Blecua, Gredos, Madrid, 1983, pp. 525-551.

La descripción del proceso que llevó al abandono de la rima aguda en los metros italianos ha sido, creo, generalmente aceptada en los términos en que la presenté, y así se refleja en buen número de ediciones y monografías. De éstas es buen índice la serie publicada en Sevilla por el grupo P.A.S.O. bajo la dirección de B. López Bueno: La silva, 1991, pp. 19-56 (J. Montero y P. Ruiz); La oda, pp. 214-247 (J. Montero); Las «Anotaciones» de Fernando de Herrera, Sevilla, 1997, pp. 279-296 (F. J. Martínez Ruiz), 135-156 (Á. Estévez Molinero), etc. Entre otras, recuerdo también ahora las siguientes: -A. Blecua, «El entorno poético de fray Luis», en Fray Luis de León (Academia Literaria Renacentista, I), Salamanca, 1981, pp. 76-99, y «‘Estando el sol echándome sus rayos’. Sobre unas octavas atribuidas a San Juan de la Cruz», Hommage à Robert Jammes, Tolosa de Francia, 1994, vol. I, pp. 59-73. -C. Clavería, ed., Juan Boscán, Obra completa, Madrid, 1999. -A. J. Cruz, Imitación y transformación. El petrarquismo en la poesía de Boscán y Garcilaso de la Vega, Amsterdam-Filadelfia, 1988. -C. Cuevas, ed., Fray Luis de León, Poesías completas, Madrid, 1998. -J. I. Díez Fernández, ed., Diego Hurtado de Mendoza, Poesía completa, Barcelona, 1989. -A. Gargano, Fonti, miti, topoi. Cinque studi su Garcilaso, Nápoles, 1989. -R. Lapesa, Garcilaso: Estudios completos, Madrid, 1985. -M. P. Manero Sorolla, Introducción al estudio del petrarquismo en España, Barcelona, 1987, e Imágenes petrarquistas en la lírica española del Renacimiento, Barcelona, 1990. -J. Montero, La controversia sobre las «Anotaciones» herrerianas, Sevilla, 1987. -B. Morros, ed., Garcilaso de la Vega, Obra poética y textos en prosa, Barcelona, 1995, y Las polémicas literarias en la España del siglo XVI, Barcelona, 1998.

Menos parece haberse atendido a la nota final «Sobre rimas y razones», que era en realidad la razón para estudiar la rima; y echo en falta más exploraciones de la lírica de la época con algunas de las perspectivas cuando menos formales que ahí indico o de las muchísimas que abre el espléndido libro de María José Vega El secreto artificio. Maronolatría y tradición pontaniana en la poética del Renacimiento, Madrid, 1992.

Queda asimismo por seguir con detalle la posterior vigencia del destierro en la poesía española, y en especial en los variados avatares del neoclasicismo, desde I. de Luzán, La poética, ed. R. P. Sebold, Barcelona, 1977, pp. 354-365, 380, hasta los animadores de la revista Garcilaso: «Cuando leí un soneto con versos agudos, [José Antonio Primo de Rivera] me hizo observar que ese acento -empleado por los modernistas- corrompía el ritmo del endecasílabo, que era muy delicado» (Dionisio Ridruejo, Casi unas memorias, Barcelona, 1976, p. 53). Véase también J. Gil de Biedma: conversaciones, ed. J. Pérez Escohotado, Barcelona, 2002, p. 120.



Otras adiciones. A la n. 387. Vid. asimismo B. Morros, ed. cit., pp. 312-313, 406-407.

A la n. 389. Para las Anotaciones debe usarse hoy, con preferencia a cualquier otra edición, el facsímile con admirable estudio tipográfico de Juan Montero, Sevilla, 1998; y para el Prete Jacopín, su libro de 1987 citado arriba.

A la n. 414. La tesis de Vicente Beltrán ha desembocado en dos importantes libros: La canción de amor en el otoño de la Edad Media y El estilo de la lírica cortés. Para   —249→   una metodología del análisis literario, Barcelona, Barcelona, 1988 y 1990, respectivamente.

A la n. 424. Ahora debe recurrirse siempre al gran tratado de Aldo Menichetti: Metrica italiana. Fondamenti metrici, prosodia, rima, Padua, 1993, en especial pp. 557-566, donde también se hace cargo del caso español.

A la n. 437. Sobre las ideas literarias de Nebrija, véase por el momento «De Nebrija a la Academia», en The Fairest Flower. The Emergence of Linguistic National Consciousness in Renaissance Europe, Florencia, 1985, pp. 133-138, o su extracto en Historia y crítica de la literatura española, II/2, Barcelona, 1991, pp. 36-43.

A la n. 452. F. Lázaro Carreter, «La estrofa en el arte real», Homenaje a José Manuel Blecua, Gredos, Madrid, 1983, pp. 325-336.

A la n. 454. «Laudes litterarum...» se ha refundido como apéndice a El sueño del humanismo (De Petrarca a Erasmo), nueva edición, Barcelona, 2002.





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ArribaAbajo- IX -

«Metafísico estáis» (y el sentido de los clásicos)


«En un lugar de la Mancha» es frase que buena parte de los españoles lleva hoy en la memoria y reconoce como primera del Quijote. No pasarán de un puñado, en cambio, quienes adviertan que lugar no significa ahí ‘sitio’ o ‘paraje’, sino ‘localidad’, y, más precisamente, ‘población pequeña, menor que villa y mayor que aldea’, dentro de un orden jerárquico bien establecido, en la concreta gradación que habría permitido a Sancho «averiguar si era ínsula, ciudad, villa o lugar la que gobernaba» (II, 54, fol. 205v).456 La voz responde, pues, a la tercera y la cuarta acepción, no a la segunda, de la Real Academia Española (desde el Diccionario de Autoridades), exactamente igual, pongamos, que cuando el narrador del Persiles evoca «un lugar, no muy pequeño ni muy grande, de cuyo nombre no me acuerdo» (III, 10, fol. 155v).

Al imprescindible Rodríguez Marín se le antojó que la frase en cuestión era reminiscencia de una ensalada del Romancero general: «Un lencero portugués, / recién venido a Castilla, / más valiente que Roldán / y más galán que Macías, / en un lugar de la Mancha, / que no le saldrá en su vida, / se enamoró muy de espacio / de una bella casadilla...». No cabe dar crédito ni a don Francisco ni al general asentimiento de los cervantistas. Ni siquiera «por caso de cerebración inconsciente» se comprende que a Cervantes se le vinieran a la cabeza unas palabras mondas (aún) de cualquier singularidad, producto imperceptible de la combinatoria más trivial del idioma. De ningún modo podía contar tampoco con que nadie las identificara como una cita, porque la tal ensalada no tuvo mayor popularidad, y el verso era demasiado anodino para que el común de los lectores, incluidos los más entusiastas del Romancero general, captara   —252→   la presunta alusión.457 Obraremos cuerdamente si archivamos la propuesta.

Al revés que el octosílabo de marras en 1605, el comienzo del relato y no pocos otros retazos del Quijote sí forman parte del español de nuestros días.458 No ya simplemente del repertorio de datos, ideas e imágenes que le es anejo, no ya de la cultura o ‘enciclopedia’ que acompaña a una inmensa proporción de quienes lo hablan, sin necesidad de haber leído nunca a Cervantes, sino de la lengua propiamente dicha, de la compleja realidad de la lengua como conjunto de palabras y hechos, estructuras y saberes: a idéntico título, pues, que un refrán, un modismo o cualquier locución equiparable que tienda a ser siempre reproducida en los mismos términos o deba transparentarse por detrás de otros.

La entrada de la obra literaria en el dominio público paga a menudo la gabela de una distorsión sin remedio. En el marco de la lengua, la frase En un lugar de la Mancha (o, en los últimos años, de La Mancha) repite la letra pero no el espíritu de la frase «En un lugar de la Mancha» en el marco del Ingenioso hidalgo. Otras expresiones del mismo origen se atienen al espíritu mientras falsean la letra. El vocabulario académico recoge desfacedor de entuertos (dizque «familiar e irónico» por ‘deshacedor de agravios’),459 y prosista tan por encima de sospecha como Unamuno no muestra ningún reparo en escribir que Schopenhauer «buscaba ... vengar un entuerto».460 Claro es que ni entuerto como ‘agravio’ ni el manoseadísimo giro aparecen jamás en la pluma de Cervantes: desde el soneto «De Solisdán...» (I, fol. ¶¶8), el   —253→   remedo arcaizante que se oye en el mundo de don Quijote es desfacer y sobre todo, naturalmente, enderezar tuertos.461 No podía ser de otra manera, porque antes del siglo XVIII la forma entuertos, no recogida en Covarrubias ni en Autoridades ni en su heredero de 1780, sólo se documenta con el valor de ‘dolores de vientre que suelen sobrevenir a las mujeres poco después de haber parido’.462 Pero también es verdad que la conversión de tuertos en entuertos no altera sensiblemente el alcance de la acuñación,463 que trasiega con acierto a la vida diaria un rasgo notable del Quijote.

  —254→  

La tercera posibilidad relevante es que en el camino del uno a la otra acaben maltrechos tanto la letra como el espíritu de la novela. «Con la iglesia hemos dado» no pasa en el Ingenioso caballero (II, 9, fol. 30v) de una constatación sanchopancesca de don Quijote, viajero extraviado en una noche del Toboso espetada de ladridos, rebuznos, gruñir de puercos y maullar de gatos. En la lengua moderna, Con la Iglesia hemos topado se dice cuando con quien topamos (y no sencillamente damos) es con los muros más humanos que divinos de los ministros del Señor in hac lacrimarum valle o con las conveniencias y las exigencias de cualquier otra institución o potestad. Es, con todo, una legítima aplicación metafórica (y metonímica), y peca de severo el insigne patólogo C. J. Cela prescribiendo «baños de asiento con coca-cola light» a algunos afectos del síndrome de «topaditis».464 La distorsión formal resulta asimismo ligera y bien inteligible, porque la idea de ‘encontronazo y golpe’ aneja al nuevo contenido semántico es primaria en topar(se) y circunstancial en dar(se), al par que el cambio en el participio consigue las ocho sílabas de regla en las paremias.465 El   —255→   único aspecto delicado del trasvase entre el libro y la lengua se nos ofrece cuando, según ocurre a cada paso, leemos el capítulo noveno de la Segunda parte llevando a cuestas el valor usual de la frase en el español contemporáneo.

En él, como fuere, bien claro está que la letra de Cervantes suena a veces sin el espíritu, el espíritu sopla sin la letra o aun sucede que ninguno de los dos se respeta y, no obstante, el Quijote sigue en el trasfondo de una locución o sintagma lexicalizado. No voy a extender la tipología ni el recuento. «Molinos de viento», «la razón de la sinrazón», «cual no digan dueñas», «pobre pero honrado»... nos darían tela cortada para rato. Queden los casos indicados como simples puntos de referencia para examinar con menos prisas una de las reverberaciones cervantinas más asendereadas y peor entendidas. Está en los preliminares al Ingenioso hidalgo (fol. ¶¶8v), en el espléndido «Diálogo entre Babieca y Rocinante», cuando el corcel pontifica: «Metafísico estáis», y puntualiza el jamelgo: «Es que no como».

No hay hispanohablante de mínima lectura a quien el endecasílabo no sea familiar, pero no sé que haya merecido la atención de ningún filólogo. Los editores del Quijote, que no suelen serlo, vuelan sobre el pasaje sin dedicarle ni atisbos de una glosa. Sólo el bueno de Vicente Gaos lo anota haciendo suya la reflexión de Madariaga que después copiaremos y enviando al lector a cierto artículo de Leopoldo Eulogio Palacios, precisamente en el ABC (Madrid, 18 de abril de 1961), sobre «Hambre y metafísica». El escolio, en su misma precariedad, hace justicia a la situación. Para intentar corregirla, volvamos al contexto:




Diálogo entre Babieca y Rocinante


Soneto

B. ¿Cómo estáis, Rocinante, tan delgado?
R. Porque nunca se come, y se trabaja.
B. Pues ¿qué es de la cebada y de la paja?
R. No me deja mi amo ni un bocado.
B. Andá, señor, que estáis muy mal criado,
pues vuestra lengua de asno al amo ultraja.
—256→
R. Asno se es de la cuna a la mortaja.
¿Quereislo ver? Miraldo enamorado.
B. ¿Es necedad amar? R. No es gran prudencia.
B. Metafísico estáis. R. Es que no como.
B. Quejaos del escudero. R. No es bastante.
¿Cómo me he de quejar en mi dolencia,
si el amo y escudero o mayordomo
son tan rocines como Rocinante?


Realcemos antes de nada que el «Metafísico estáis» de Babieca no constituye primariamente un comentario a la observación que acaba de lanzar Rocinante: aun manteniendo la mínima ilación, no enlaza tanto con ella cuanto abre un nuevo capitulillo volviendo al punto de partida y al leitmotiv del poema. L. E. Palacios presume que el caballo de don Quijote «se pone metafísico discurriendo sobre el amor, y ante el frenesí de los enamorados deja caer su sentencioso dicho». El maestro Correas atestigua que en ocasiones se musitaba «Es cosa muy metafísica» ante alguna «muy escura de entender». Pero convengamos en que el aserto ‘amar no es gran prudencia’ está a cien lenguas de «aquellos metafísicos concetos» propios «de los que cantan la hermosura / o el rigor de sus ninfas en sonetos», a cien leguas de los «metafísicos secretos» que «tiene el amor».466 Hacia agosto de 1604, cuando debió de componerse el «Diálogo», a nadie se le ocurriría allegar una declaración tan elemental al «estilo galán y metafísico» que entonces retoñaba,467 para desgracia de la literatura española.

Con la concatenación que presuponen Palacios y, por defecto, la generalidad del cervantismo, la apostilla de Babieca podría sustituirse grosso modo por otra expresión más frecuente y que sin duda se trasluce por debajo. Cuando Sancho asevera «que esta que llaman Fortuna es una mujer borracha y antojadiza», don Quijote salta admirado y guasón: «Muy filósofo estás, Sancho..., muy a lo discreto hablas» (II, 56, fol. 254). Cuando un personaje del Persiles asegura que   —257→   «entre los ricos y los pobres no puede haber amistad duradera», otro le corta decidido: «Filósofo estás, Clodio...» (II, 5, fol. 71).468 Es un modo de decir que Sancho y Clodio, entrando en «razones de filosofía», como tal vez los pastores de La Galatea, «se levantan a más que a tratar cosas del campo» o acordes con «su acostumbrada llaneza» (Prólogo, fol. ¶7).

Pero Rocinante no se ha encumbrado ni un palmo, y si remplazáramos «metafísico» por filósofo la elegante agudeza cervantina se nos escaparía irremisiblemente, porque «metafísico» no es aquí solamente una variedad o una mera ponderación de filósofo,469 sino que tiene una entidad intransferible. De hecho, en primera instancia, la función de «Metafísico estáis» consiste en reproducir, para al mismo tiempo encarecerlo y dilatarlo, el «estáis ... delgado» del arranque.

La razón es diáfana. Desde la Edad Media, cuando adquirió la fisonomía con que la alcanza Cervantes, la metafísica tuvo siempre a la sutileza como cualidad especialmente distintiva, hasta el extremo de que metafísico y sutil se dieron la mano tan asiduamente, que terminaron poco menos que en sinónimos.470 Don Juan Manuel se disculpaba ya por tratar «cosas non ... muy sotiles, así como si yo -contraponía- fablase de la sciencia de teología o metafísica ... o otras sciencias muy sotiles».471 Desde entonces, los ejemplos castellanos son incontables. Recomienda Bartolomé Leonardo:

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Ni sutilices mucho con el arte
las congojas que amor «finezas» llama,
si esperas en su gusto acreditarte:
    no las describe el que de veras ama
con pluma metafísica...472


El Padre Arbiol está convencido de que «los maestros de metafísico talento aprovechan poco a sus discípulos, porque con su misma subtileza los confunden», y Jarque se duele de que muchos «van a los sermones en busca de sutilezas metafísicas... y bachillerías».473 Con paciencia, la lista podría prolongarse hasta Martínez de la Rosa («¡Dejad a metafísicos sutiles / la nimia exactitud!»)474 y, de valer la pena, hasta nuestros mismísimos días.

Pero, naturalmente, el sentido primigenio del latín subtilis y su descendencia romance es el material, ‘delgado, delicado, tenue’, mientras el intelectual, ‘agudo, perspicaz, ingenioso’, viene sólo en segundo lugar (así, aún, para la Real Academia Española), como acepción derivada. Hoy seguimos repitiendo que tal o cual sujeto despunta de agudo, y reconocemos la polisemia en que se apoya la frase, pero hemos olvidado el valor palpable de sutil. En cambio, cuando don Quijote advierte que los «contrapuntos ... se suelen quebrar de sotiles» (II, 26, fol. 100v), tiene perfecta conciencia de usar el verbo metafóricamente, aprovechando uno de los dos valores -justamente el que en rigor no viene al caso- del adjetivo dilógico.

Juego similar, aunque al cuadrado, ocurre ahora. Puesto que sutil significa ‘delgado’ y metafísico es gemelo de sutil, claro está que cuando Babieca llama «metafísico» a Rocinante está describiéndolo como ‘delgado’. Es, reitero, una vuelta al punto de partida. Babieca había preguntado por la causa de un hecho evidente: «¿Cómo estáis, Rocinante, tan delgado. Ya informado, reprochaba al penco que se permitiera «ultrajar», a don Quijote, a la vez que insistía, y con igual disposición sintáctica, en el mismo dato objetivo del principio: «estáis muy mal criado». Insistía, digo, porque es necesario reparar en que la frase no mira sólo a los modales, sino también, accesoriamente, al físico del rocín: «mal criado» es ‘mal educado’ y además ‘mal alimentado,   —259→   mal tratado’ (y por ende en los huesos), de acuerdo con el comunísimo empleo de criar en el sentido de ‘nutrir a un niño’ y ‘cuidar y cebar aves u otros animales’. La formulación paralela da la clave para dilucidar el espinoso «Metafísico estáis» a la luz del cristalino «estáis ... delgado» y el «estáis ... mal criado» un pelo difícil. La prueba del nueve nos la brindan las réplicas asimismo correlativas de Rocinante: «Porque nunca se come...», «Es que no como».

A nadie sorprenderá que el donaire reaparezca y se enmarañe en ingenios enfermizamente apegados al artificio conceptuoso. Cervantes había construido el verso sin echar mano de ninguna noción ni asociación que no fuera de curso corriente, y fiaba el desciframiento de «metafísico» a la correspondencia con el «delgado» que antes había aducido de modo prominente. Gracián nos intriga primero con el recurso insólito a la palabra y únicamente después nos revela su alcance al emparejarla con el (medio) sinónimo que veíamos: «Al paso que el engaño anda metafísico, también la cautela sutil vale a los alcances...».475 Quevedo, en uno de tantos ejercicios de ensañamiento a cubierto, ahora «A una mujer flaca», deja atrás la simple equivalencia de los dos adjetivos y desplaza uno a favor de la mención expresa del Doctor subtilis, el metafísico y teólogo por excelencia:


... que si va por lo flaco, tenéis voto
de que sois más sutil que lo fue Escoto.


Años más tarde, probablemente en una época en que bastaba ver «algún rocín flaco» para exclamar «¡Allí va Rocinante!» (II, 3, fol. 12), reincidía en el chiste, a costa de una cabalgadura, sin que tampoco esta vez, como otras mil, supiera resistirse a la tentación de explicar la gracia, no fuera a ser que alguno se quedara sin admirar el caletre del autor:


Iba en Escoto, mi haca,
a quien tal nombre se puso
porque se parece al mismo
en lo sutil y lo agudo.476


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Si «Metafísico estáis» mantiene sólo un ligerísimo nexo con la trivial afirmación recién hecha por Rocinante, y más bien retoma el hilo del primer endecasílabo, para remachar principalmente el sema de ‘escualidez’, sin atender apenas al de ‘sutileza’, el «Es que no como» de la respuesta sí se hace cargo de la doble significación de la palabra, de forma que convierte en piropo el dardo de Babieca. ‘Cierto’, viene a decir el jamelgo, ‘estoy demacrado’ (sutil, en la acepción física), ‘pero, por ello mismo, también lúcido y perspicaz’ (sutil, en la acepción intelectual).

A tal interpretación nos conduce sin sombra de violencia la lengua de la época, con un refrán universalmente sabido («la hambre dicen que el ingenio aguza», rimaba Quevedo)477 y sustentado e ilustrado por expertos tan conspicuos como Lázaro de Tormes: «Como la necesidad sea tan gran maestra, viéndome con tanta siempre, noche y día estaba pensando la manera que tenía en substentar el vivir; y pienso ... que me era la luz la hambre, pues dicen que el ingenio con ella se avisa, y al contrario con la hartura».478 Para corroborar que la asociación de ‘hambre’ e ‘ingenio, sutileza’, a través del proverbio (y verosímilmente con vivas reminiscencias del Lazarillo), se le ofrecía a Cervantes con toda naturalidad, nos es suficiente abrir el Viaje del Parnaso (I, 130-133, fol. 3v):


Adiós, hambre sotil de algún hidalgo,
que por no verme ante tus puertas muerto
hoy de mi patria y de mí mismo salgo.479


Las connotaciones jocosas del verso, sin embargo, no se agotan en la indicada disemia ni en el corolario sobre las virtudes del ayuno. Con hache, como pide la etimología (héktikós), o sin hache, como siempre   —261→   se lee en Cervantes,480 (h)ético ha circulado de antiguo en castellano (y circula aún: tímidamente en la Península, corajudo en América) con la significación de ‘tísico’, ‘demacrado y consumido (como un tuberculoso, como un enfermo)’. «Pasando a caso un religioso muy gordo por donde el [Licenciado Vidriera] estaba, dijo uno de sus oyentes: “De ético no se puede mover el padre”» (fol. 124). Pero supuesto que la voz, inevitablemente, se prestaba a ser interpretada como ético (êthikós), según acabamos de verificar en las Novelas ejemplares (no en balde se habla de «un religioso»),481 creo preciso inferir que la broma de Babieca tiene todavía un ámbito mayor del que llevamos acotado. ‘Estáis tan sutil, tan delgado’, ha de entender Rocinante, ‘que más que ético se puede decir que estáis metafísico’.

La propuesta quizá pareciera demasiado atrevida, si no contara con el respaldo tajante del Diccionario de Autoridades, donde, tras garantizársenos que «por semejanza se llama [hética] cualquier cosa que está muy flaca y desmedrada», el primer ejemplo que se alega es ni más ni menos que «mula hética». Que el adjetivo, efectivamente, hubo de aplicarse con frecuencia a solípedos escuchimizados se deja comprobar no sólo con otros textos (Pablos de Segovia salió de rey de gallos «en un caballo ético y mustio»),482 sino con el más autorizado de los testimonios. Pues la única vez que el término se registra en el Quijote es justamente a cuenta de nuestro protagonista: «Estaba Rocinante maravillosamente pintado, tan largo y tendido, tan atenuado y flaco, con tanto espinazo, tan ético confirmado, que mostraba bien al descubierto con cuánta advertencia y propriedad se le había puesto el nombre...» (I, 9, fol. 33).

  —262→  

‘No estáis meramente ético, como suele decirse de las caballerías entecas’, postula por tanto Babieca: ‘vos, Rocinante, ocupáis un grado más alto en la escala de la filosofía, entráis en el terreno de la metafísica, y por buenos motivos, pues, de tan delgado, casi sois ya esencia pura’. La Ratio de los jesuitas y otros programas de estudios jerarquizaban las enseñanzas filosóficas partiendo de la lógica, continuando por la ética y llegando al cabo a la metafísica. Pasara o no por las aulas de la Compañía, el novelista no podía ignorarlo. Pero si un dato hay tan capital cuanto inadvertido en el pensamiento de Cervantes, ése es sin duda el apego por Aristóteles («In rebus alicuius momenti ab Aristotele non recedam»,483 debía de decirse también él), a quien había leído con atención, recurre a menudo y a todas luces siente como congenial y cercano (habrá que mostrarlo por largo en otra ocasión). Según ello, al poner al metafísico Rocinante por encima del vulgar matalón ético, el escritor pensaría menos en los currículos escolares que en el propio canon aristotélico y en la tradicional valoración de la metafísica como cima especulativa del Estagirita.

No cabía cerrar el círculo con mayor soltura: Rocinante está «metafísico», vale decir, ‘sutil’, por «delgado» (y por «mal criado»), y ‘sutil’, echándolo a buena parte, porque el hambre aguza el ingenio («Es que no como»); pero, asimismo, está tan, tan ‘escuchimizado’, que no se queda en ético, antes se alza a «metafísico», a seca abstracción. Tal es el sentido, el encadenamiento de sentidos, que el autor concertó grácilmente en el estupendo endecasílabo. No es, desde luego, el significado que acogió la posteridad. El verso tiene la perfección semántica de un silogismo; no obstante, si se ha puesto en las puertas de la proverbialización es por haberse malentendido como enunciado en apariencia incongruente, pero provisto, eso sí, de una congruencia última.

En una perspectiva distinta de la cervantina, la vinculación de ‘metafísica’ y ‘ayuno’ es ciertamente para fascinar. «El contraste entre nuestra vocación hacia el más allá, entre nuestra grandeza moral de seres que no morirán nunca, y la condición en que nos hace vivir el cuerpo, con el cuidado principal de llenar la andorga -escribía a nuestro propósito L. E. Palacios-, es una de las fuentes mayores de lo cómico». A primera vista -ha dictaminado la tradición-, la gracia está, por ahí, en que nada tiene que ver el culo con las témporas.   —263→   Pero, bien mirado -ha seguido diciéndose, avalada por el silencio de los cervantistas-, hay mucha verdad en esa supuesta incoherencia: quien se enmaraña en la teoría, será porque no sabe o no puede habérselas con la práctica. Así, la afirmación de Babieca, sobre todo, ha entrado en la lengua para ser utilizada chistosamente como una llamada a la realidad, cuando uno se barrunta que la apelación a las ideas sublimes nace de la incapacidad de resolver determinados problemas a ras de tierra o bien busca encubrirlos o soslayarlos.

No necesitamos tener presente la revuelta trama de Lo vivo y lo pintado, de Bretón de los Herreros, para presumir por dónde van los tiros cuando Felisa, enmascarada, razona prolijamente cierto dilema (III, 8), y Beatriz, en un aparte, acota:


¡Qué metafísica está!
Muy fea debe de ser.484


Ni tenemos que extractar sino unas cuantas líneas, para no perdernos un momento vital en el planteamiento, arquetípicamente benaventino, de Buena boda (I, 3):

  -... Los hombres, en general, y las mujeres, en particular, prefieren ser admiradas por sus defectos a serlo por sus virtudes... Y se comprende... ¡La virtud se admira, porque es virtud... donde se encuentra, y los defectos sólo donde se ama!

  -¡Metafísico estás!

  -No tengo un cuarto...


O, en fin, en el «Sueño de la evolución», de Marco Fidel Suárez, mientras oímos a Aníbal Montemar damos por bueno que sobrelleva contento los sinsabores que le ha deparado «la negra afición a los asuntos públicos», porque para él lo importante es «pensar sólo en la patria imperecedera», pero nos quedamos con la mosca detrás de la oreja cuando después comenta Luciano: «Metafísico estás, amigo...».485

  —264→  

El Presidente de Colombia divagaba a su aire, sin cortapisa alguna, pero Bretón y don Jacinto se debían al público y sabían que ningún espectador, recordara o no el Quijote, dejaría de reconocer la frase hecha y descifrarla correctamente: como un parapeto frente a las cortinas de humo de la grandilocuencia, como una invitación a volver los ojos al suelo. Es, en efecto, el uso más común de la cita, vuelta ya moneda de todos los bolsillos. Pero el dialoguillo de Babieca y Rocinante suele también salir de labios hispanos, no para denunciar la falta de adecuación entre palabras y hechos, sino, por el contrario, para establecer entre dos datos más o menos dispares una concatenación literal calcada de la que erróneamente se cree hallar en el Quijote. ‘Eso es soltar monsergas, en lugar de coger el toro por los cuernos’, se implicaba en los ejemplos anteriores. ‘Sí, es cierto, el no comer desemboca naturalmente en la metafísica’, viene a concederse otras veces.

Entre los colaboradores de Fresa y chocolate, la buena película de Tomás Gutiérrez Alea (1994), figura un Grupo de creación ROCINANTE-«Metafísico estáis...». Ignoro si quienes lo forman se bautizaron así para insinuar una crítica particular o dar fe de un hecho general: como fuera, es obvio que, alejándose de Cervantes sólo en un discreto desplazamiento, estaban proclamando que entre el ejercicio intelectual y la dura vida del artista (en Cuba o en cualquier parte) existe una relación fatal. En La de los tristes destinos, Santiago Ibero rabia por perder de vista «el horrible matadero» que ha sido Alcolea y vivir con Teresa abdicando «toda ilusión de grandezas políticas y militares» (XXXI, XXXVIII). «¿Atribuyes tu cambiazo al amor, a los espíritus?», inquiere Tarfe.

-Los espíritus son los mensajeros del amor, señor don Manuel... Su misión es propagar la ley de amor en todo el Universo...

-Metafísico estás... ¡Ja, ja, ja!

-Es que el espanto de la guerra civil me ha trastornado...


(XXXI)                


‘No es retórica vacía’, podríamos parafrasear ahora (notando o sin notar las referencias cervantinas: el apellido de Tarfe, la mención del amor, el enlace con un Es que...), ‘hay excelentes razones para pensar y hablar como lo hago’.

Cuando nuestro endecasílabo sirve de pauta para proyectar sobre otros dos elementos la conexión que se supone en el original, claro está que normalmente se impone retocarlo. Valga una rápida muestra. Octavio Paz dedica a Eulalio Ferrer y a «La Dulcinea de Marcel   —265→   Duchamp» un airoso soneto cuyo epígrafe reza: «-Metafísica estáis. -Hago striptease». La dama del pintor y del poeta se ha vuelto «inhumano / rigor y geometría»: en «la mente», en un striptease radical, «mientras más se desviste, más se niega»; «invisible en el cuadro», Aldonza «fue mujer y ya es idea»,486 metafísica es. En La revolución de julio (XVI), Telesforo del Portillo, alias «Sebo», va tomándole el tiento a las nuevas circunstancias y se arrisca a saludar «a la Reina del mundo, que es la Libertad»:

-Revolucionario estáis, amigo «Sebo» -se sorprende el narrador-.

-Es que no como; es que once reales al día dan poco de sí, excelentísimo señor, y una de dos: o las revoluciones no sirven para nada, o sirven para que el español un poco listo ponga unos garbanzos más en el puchero, y si a mano viene, una pata de gallina...


La perfecta consecuencia entre ‘metafísica’ y striptease, entre ‘revolución’ y olla escasa, es imagen de una trabazón que el texto del Quijote de hecho no tiene.

El pasaje galdosiano, por otra parte, sirve para ponernos sobre aviso de que no podía faltar quien, sumando la incongruencia y la congruencia que habitualmente se le atribuyen, convirtiera la línea que nos ocupa en un espejo tópico de la historia española. Para Madariaga, así, la conjunción de los ingredientes que sabemos, tal como en principio suenan, dota al «verso de una fuerza satírica tan explosiva, que cubre a lo menos dos siglos de toda España».487 Podemos imaginar en qué pensaba don Salvador: la mística y la picaresca, los absolutos de la teocracia y la bancarrota de la hacienda pública, don Quijote y Sancho...

No me he visto con ánimo de perseguir los posibles rastros del «Metafísico estáis» en otras plumas más o menos proclives, desde unas o desde otras trincheras, a las lucubraciones por ese estilo.488 Sospecho que habrán sido bastantes, pero por el momento, sin indagación especial, se me viene a la memoria de posguerra un «Discurso   —266→   sobre la revolución española» pronunciado por José Antonio Primo de Rivera, en mayo de 1935, y cuyo párrafo más aventado durante decenios declaraba: «Nosotros amamos a España porque no nos gusta». Son las insuficiencias, la «ruina» y la «decadencia de nuestra España física de ahora», las que espolean el patriotismo de los falangistas: por ellas, «nosotros amamos a la eterna e inconmovible metafísica de España».489 Esa «metafísica» va ahí demasiado cerca y depende demasiado de las visiones negativas («porque no nos gusta»), de las evocaciones de la miseria y la penuria, para no presumir que está en deuda con el soneto de Babieca y Rocinante. Leyendo «Apología y petición» (1960) en Moralidades o en Las personas del verbo, podríamos preguntarnos si Jaime Gil de Biedma lo tiene o no lo tiene en mente:


¿Y qué decir de nuestra madre España,
este país de todos los demonios,
en donde el mal gobierno, la pobreza
no son, sin más, pobreza y mal gobierno,
sino un estado místico del hombre,
la absolución final de nuestra historia?


El arranque del poema nos previene contra cualquier tentación de traducir dos o diez «siglos de toda España» a una santa alianza de «pobreza» y «estado místico», pero en definitiva nos deja con dudas. El ir y venir de las palabras-rima nos trae después claves más explícitas:


Quiero creer que nuestro mal gobierno
es un vulgar negocio de los hombres
y no una metafísica, que España
debe y puede salir de la pobreza,
que es tiempo aún para cambiar su historia,
antes que se la lleven los demonios...


Pero tampoco sería ningún disparate pensar que el venablo se disparaba ahora contra el propio José Antonio (como en «El arquitrabe», de Compañeros de viaje, se lanza contra un correligionario suyo). Sólo   —267→   cuando volvemos a la primera edición de la sextina, en Cuatro poemas morales (Barcelona, sin año), y comprobamos que el epígrafe, suprimido en las posteriores, es precisamente el verso cervantino en cuestión, ganamos la certeza de que «Apología y petición», eche o no eche además una mirada a los mitos de la Falange, está asimismo impugnando las exégesis de «Metafísico estáis...» orientadas por los derroteros de Madariaga.490

A quien haya apechugado con las páginas que anteceden, difícilmente habrá dejado de venírsele a las mientes algún caso que converge con los ojeados hasta aquí en comprobar que nuestro endecasílabo corre por la lengua y por la literatura con un sentido harto diverso del que tiene en el Quijote (y si por azar no se le ha venido en forma de cita, le bastará apelar a su personal competencia y experiencia de hispanohablante). Tres cuartos de lo mismo le sucederá con los otros loci proverbializados, fiel o infielmente, en la letra, en el espíritu o en ambos, que he recordado yo al comienzo o quiera él añadir.

Claro es que fragmentos como esos no plantean un problema demasiado distinto del anejo a cualquier vocablo (o sintagma, o ingrediente mayor) que aparezca en una obra de antaño con un alcance diferente del moderno: con un pequeño esfuerzo, el lector advertido desecha el valor anacrónico de la voz y lo remplaza por el correspondiente en la obra de marras. Pero importa no perder de vista que ese esfuerzo, por ligero que sea, es poco menos que irremediable. Con la controvertible excepción de tal o cual especialista (toda una María Rosa Lida no lograba sustraerse a la «nota de cómica incongruencia» que el epíteto en rima introduce «entre las solemnes vetusteces» alineadas por Juan de Mena en la copla 266 del Laberinto de Fortuna: «... los bravos leones, / cuando el ayuno les da grandes fambres, / comen   —268→   las carnes heladas, fiambres...»),491 el lector no puede evitar que su conciencia lingüística espontánea le ofrezca primero el sentido para él más común, y sólo después el adiestramiento adquirido le dicte la ‘traducción’ oportuna. O es así o estamos ante la caricatura del dantista forastero que se mueve por Florencia sin más abasto que el italiano de la Commedia (o, peor, de la Comedìa): a quien posee como propio el español de hoy, la doble vara de medir le es imprescindible para habérselas con el de ayer.

Para el lector instruido, el quid, manifiesto, del asunto reside en discernir entre varias significaciones que se le presentan simultáneamente, no en el irrealizable intento de descartar por entero la inadecuada al texto antiguo. Pero también viceversa, desde luego. Debemos saber que lugar, en el pórtico del Ingenioso hidalgo, designa una determinada entidad de población, pero también debemos olvidarnos del dato y hacer nuestra la errada e indeleble interpretación popular, si hemos de entender, digamos, de qué habla un abrumado chupatintas de «Forges» al lanzarse a un monólogo que empieza «En un lugar del estado del bienestar, de cuyo nombre no quiero acordarme, hace algún tiempo que supervive un oficial segundo administrativo», etc., etc.492 No es tolerable que un editor del Quijote deslice en las notas, y para colmo entre comillas, el giro «desfacer el entuerto»;493 pero bien está que Julio Caro Baroja opine que los rimadores de cordel no distinguen «entre criminal fiero y reparador de entuertos».494 O, en fin, por salir de los ejemplos apuntados al principio, nos gustará más o menos que Alejo Carpentier escriba «Las del alba serían cuando cené con Gaspar...»,495 pero así se ha fosilizado definitivamente la construcción, sin referencia alguna al substantivo que fluctúa entre los capítulos tercero y cuarto del Ingenioso hidalgo, y así tenemos que aceptarla.

  —269→  

Los párrafos anteriores, de puro elementales, rayan en la perogrullada. No podemos leer en el Quijote los retazos del Quijote que han pasado al español de todos sin superponer los sentidos que tienen dentro del libro y fuera del libro: nos lo impone la lengua, y no sé si la naturaleza. Pero nos conviene no descuidar que si por la lengua circulan retazos del Quijote con variable fidelidad al original, en la cultura y en la sociedad circulan análogamente imágenes, ideas, claves del Quijote todo, a veces casi tan firmes como las citas lexicalizadas: y tampoco podemos desprendemos de ellas.

Irá por los doscientos años que nadie debe de haberse puesto al Quijote con inocencia adánica, sin mediaciones ni pautas: sin saber, en suma, que va a leer «el Quijote». Ni el folletín más abyecto se acomete sin prejuicios e hipótesis de lectura, pero un clásico es precisamente eso: un libro que vive en el texto y más allá del texto, en el horizonte de una comunidad; que conserva durante siglos una sólida aunque cambiante presencia pública, y que por ello mismo se conoce en una medida nada baladí sin necesidad de haberlo leído (la Eneida fue un clásico antes incluso de ser compuesta) y no se lee sin interpretaciones previas.

Las fuentes de tales interpretaciones pueden ser los mejores cerebros de un país o los pinceles más superficiales de otro, pasar por la escuela, los cuarteles o los cafés, pero los resultados a menudo compiten en eficacia. Notaba certeramente Unamuno que Shakespeare hace decir a la reina que Hamlet «está gordo y es escaso de aliento... ¿Y quién se representa ni pinta a Hamlet gordo? ... ¿Quién reconocería a Sancho si se le pintase con largas zancas? Y, sin embargo, cuenta Cervantes que entre las pinturas que adornaban el manuscrito de Cide Hamete Benengeli retrataba una la batalla de don Quijote con el vizcaíno, y a los pies de Panza decía: Sancho Zancas porque “debía de ser que tenía, a lo que mostraba la pintura, la barriga grande, el talle corto y las zancas largas...”».496

  —270→  

Es verdad. Entramos usualmente en el Quijote llevando ya en la cabeza la estampa de un Sancho paticorto, y al llegar al noveno capítulo de la Primera parte (fol. 33) y toparnos con la descripción recién copiada, por fuerza hemos de confrontar la una con la otra. Podemos hacer nuestra esa «pintura» y en adelante imaginar zanquilargo al escudero; podemos repudiarla por completo, como uno de tantos testimonios suspectos, mentirosos o apócrifos que se allegan a lo largo del relato, y atenernos, en definitiva, a la silueta que entreveíamos antes de abrir el Ingenioso hidalgo; o podemos quedarnos indecisos y esperar (en vano) de la novela una confirmación posterior.497 Pero, como fuere, si leemos con una mínima atención, nos es ineludible realizar un careo entre el Sancho del texto y el Sancho del contexto.

El ejemplo es nimio, pero confío en que también elocuente. Un clásico, y el nuestro por encima de cualquier otro, lo es porque desborda el texto y puebla de ecos, estereotipos y sugestiones el contexto del idioma, la civilización, la vida. Todas esas transmigraciones del original revierten a su vez sobre el clásico: leemos el texto con infinidad de otros varios filtros, pero regularmente con los del tal contexto. Al tropezar con «Metafísico estáis...», antes de descubrirle el valor que Cervantes y los contemporáneos le concedían, tenemos que franquear la apariencia literal amparada por el castellano moderno, el requerimiento de cordura y congruencia que pide la fraseología, la descabellada visión de España que sueña Madariaga y refuta Jaime Gil... Según sea nuestro bagaje de lengua y literatura, llegaremos (o no llegaremos) a Cervantes a través de más o menos explicaciones interpuestas, pero con todas esas tendremos que enfrentarnos, y en ocasiones no sin provecho.

Especialmente de las vanguardias para acá, la ortodoxia crítica más generalizada ha venido elaborando la fábula de la obra literaria como universo cerrado, autónomo y suficiente, depósito exclusivo de todos los datos para descifrarlo, capaz de dar solo y señero cuenta cabal de sí mismo. Pero la obra literaria no es un imposible discurso sin emisor, código, canales...498 La ‘poesía pura’ y la ‘obra en sí’ únicamente existen en tanto objeto de la teoría circunstancial, datable,   —271→   de la ‘poesía pura’ y de la ‘obra en sí’. Leemos siempre las obras con prólogos y notas, no ya personales, sino colectivos, y los clásicos van necesariamente provistos de una versión propia de los segundos: no tenemos más remedio que establecer el diálogo sincrónico y diacrónico con las estimaciones, las falsillas y los usos, lingüísticos o no lingüísticos, que por definición los acompañan.

Las grandes interpretaciones del Quijote son sólo un grado, un caso particular de esa evidencia. La vulgata romántica está tan enraizada, que serán contadísimos quienes se asomen al texto sin haberla saludado. De sobra sabemos muchos que anda lejos de responder a la intención del autor y a la recepción de la novela en la España de Felipe III. Pero ¿de verdad podemos leer el Quijote por primera vez sin preguntarnos si no contemplaremos ahí «das Reale im Kampf mit den Idealen»? De Schelling, loado sea Dios, ya nadie se acuerda, pero difícilmente habrá quien empiece el Quijote sin que le ronde esa idea ni lo termine sin echar cuentas con ella, para bien o para mal. (Para bien o para mal, digo, no tanto de la idea como de la lectura). Cosa semejante ocurre con las demás interpretaciones (o, quizá, facetas y secuelas de la romántica)499 cuyo vigor les ha brindado un lugar al sol entre la mayoría de los lectores: forzosamente se nos aparecen tras el texto y en torno al texto, como inseparables satélites del libro. La aludida ortodoxia crítica es por principio incompatible con esas sombras y lejos de los clásicos. Al filólogo de estricta observancia, razonablemente concentrado en recuperar la letra y el sentido originales, le importa descubrirlos sólo para postergarlos. Pero sin tenerlos presentes y hacerles justicia no hay modo de entender la realidad histórica de la literatura.



«“Metafísico estáis” (y el sentido de los clásicos)», Boletín de la Real Academia Española, LXXVII (1997), pp. 141-164.

En un foro electrónico ¡de cervantistas! se suscitó hace poco la pregunta de si debía escribirse «de la Mancha» o «de La Mancha», y se decidió casi por unanimidad que la   —272→   forma correcta era la segunda..., ignorando que los nombres de regiones siempre se han puesto en español con el artículo en minúscula: la Mancha, como la Rioja, el Ampurdán, las Encartaciones, los Monegros, etc., etc. (Otra cosa es que se hable de la entidad político-territorial de La Mancha -mejor dicho, Castilla-La Mancha- o La Rioja; y aun a ese propósito ‘oficial’ habría que hacer no pocos distingos). Pues bien, en el cuarto párrafo del ensayo anterior decía yo que cuando «en el marco de la lengua» de hoy se escribe «la frase En un lugar de la Mancha (o, en los últimos años, de La Mancha se repite «la letra pero no el espíritu de la frase ‘En un lugar de la Mancha’ en el marco del Ingenioso hidalgo». Creí que bastaba la referencia a la época reciente en que La Mancha empieza a desplazar ocasionalmente a la Mancha para que se entendiera que usando la mayúscula se convierte retrospectivamente a Alonso Quijano en habitante de una comunidad autónoma nacida con la constitución española de 1978... Dada la mínima enjundia de la cuestión y, suponía, la claridad del contexto, no me pareció necesario añadir nada. Pero, a la vista de la aludida decisión del foro electrónico, acaso resulte oportuno dejar claro que la grafía La Mancha es sólo una más de las intrusiones de la perspectiva moderna en el texto del Quijote -tal vez inevitables en la lengua general, pero sin excusa entre supuestos especialistas- sobre las que discurre mi trabajo.



Otras adiciones. A las notas 461 y 462. Rafael Ramos me comunica que en la primera edición del Cristalián de España, Valladolid, 1545, fol. 21, se lee: «nacistes para quitar los entuertos que en el mundo se hacen»; en la segunda, Alcalá de Henares, 1587, se corrige para que rece «tuertos» y, por otro lado, los tuertos de 1545 se sustituyen siempre por agravios. Puesto que el Cristalián se debe a Beatriz Bernal, ¿será políticamente incorrecto preguntarse si se trata de un lapsus de autora? ¿O acaso de una estúpida broma de la imprenta?

A la n. 496. «Don Quixote: from Text to Icon» puede leerse ahora, en castellano y revisado, en E. C. Riley, La rara invención. Estudios sobre Cervantes y su posteridad literaria, Barcelona, 2001, pp. 169-182.

A la n. 497. La página de A. Redondo que nos interesa se ha incorporado a su libro Otra manera de leer «El [sic] Quijote», Madrid, 1997, pp. 469-470, en una sección distinta, pero con el mismo contenido: «Zancudo no puede serlo más que el alto, flaco y cuaresmal don Quijote. El carnavalesco Sancho no puede ser sino panzudo y paticorto».



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