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La familia a la moda. Introducción

René Andioc






ArribaAbajoSemblanza de María Rosa de Gálvez (1768-1806)1

Hasta una fecha reciente -mitad del pasado decenio-, poco se había escrito sobre María Rosa de Gálvez: tres páginas escasas le dedica Enrique del Pino en sus Tres siglos de teatro malagueño, XVI, XVII, XVIII2, dos Emilio Palacios Fernández en el segundo volumen de la Historia del teatro en España3, e incluso menos de dos, y eso «a título de curiosidad», Juan Luis Alborg en el tomo tercero de su Historia de la Literatura Española4; en cambio, ascienden a unas diez las que le merece la escritora a John A. Cook5, pero lo esencial de esta contribución es un resumen de las obras dramáticas con los comentarios de la prensa; de manera que no teníamos más remedio que seguir acudiendo a los antiguos Apuntes para una biblioteca de escritoras españolas, de Manuel Serrano y Sanz6, para conseguir una breve semblanza de la escritora, sin tener siquiera seguridad absoluta de que todos fuesen exactos los datos biográficos publicados, con excepción, naturalmente, de los documentos que reproduce el autor y constituyen lo esencial de su aportación.

Afortunadamente, varios estudiosos, Eva M. Kahiluoto Rudat, Joseph R. Jones y, en particular, Daniel S. Whitaker7, han vuelto a suscitar interés por aquella notable figura femenina de la literatura de finales del XVIII y principios del XIX, que no anduvo escasa de ellas, por cierto, si bien no alcanzaron tanta notoriedad como sus colegas del otro sexo. El último citado tiene incluso preparadas para la imprenta desde hace unos años, «cinco obras selectas» de la autora8; y por su parte, el profesor Fernando Doménech ha reeditado dos tragedias de la autora, Safo y Zinda, añadiéndoles el texto de la comedia, inédita, La familia a la moda, que es la que también aquí se publica9. Joseph R. Jones realizó en 1995 un examen crítico de la escasa biografía de la autora10 tratando de complementarla a través de alusiones personales esparcidas en sus obras, tanto las líricas como las dramáticas, y aprovechando datos valiosos desconocidos relativos al marido de la escritora. Pero el paso decisivo lo dio un año después Julia Bordiga Grinstein con un libro dedicado a las dramaturgas españolas de la misma época, y principalmente a María Rosa de Gálvez, aprovechando una abundante documentación descubierta en España y Estados Unidos que clarifica en particular la «verdadera vida» de la autora, y permite por otra parte una mejor apreciación de sus obras11.

María Antonia Rosalía -o también: María Rosa Antonia- nació en Málaga en 1768 o 176912, de padres desconocidos pero «ilustres de distinguida nobleza»13, pasando sus primeros años en la casa de expósitos de Ronda, y siendo luego criada desde su infancia por el coronel Antonio de Gálvez y la esposa de éste Mariana Ramírez de Velasco, que no tenían sucesión directa y acabaron adoptándola a los dieciocho años de edad. Los Gálvez eran una poderosa familia de militares y políticos andaluces que medró sobre todo durante el reinado de Caños III, desempeñando altos cargos como los de ministro plenipotenciario, capitán general de Cuba, presidente de la Audiencia de Guatemala, visitador general de la Nueva España o virrey de México. El aura de misterio que rodea la identidad de los padres verdaderos, que los adoptivos se niegan a revelar, la omisión de ellos por la autora en su testamento, el nombre de «hija» que le da don Antonio en un documento secreto anterior a la adopción, así como la falta de algunos papeles oficiales y las tachaduras destinadas a impedir la lectura completa de otros, todo ello da a entender que se trataba de un caso «muy especial», en opinión de la biógrafa, es decir que el padre adoptivo y el natural serían una misma persona14. Los Gálvez le dejaron en herencia a su hija la mitad de los bienes que poseían en Málaga, Vélez y Puerto Real, con cláusula de sustitución en favor de María Josefa, hija legítima de su bienhechor, el citado visitador general, José de Gálvez, marqués de Sonora y hermano de don Antonio. Después de un primer proyecto matrimonial que, al parecer, no llegó a realizarse, casó doña María Rosa en julio de 1789 con un teniente de infantería, primo suyo, llamado José [de] Cabrera y Ramírez; de ahí la forma más corriente, si bien no la más correcta, bajo la cual se conoce a María Rosa Gálvez de Cabrera, pues así había de firmar la edición de sus obras poéticas en 1804. Nació en 1793 una hija, que debió de morir en temprana edad, ya que doña María Rosa se declara sin herederos en 180115, teniendo que asumir una «angustiosa y contradictoria existencia de hija sin madre y madre sin hija».16

La sucesión de Antonio de Gálvez y, después, la de su viuda, desataron una serie de causas civiles en las que se opusieron el matrimonio Cabrera y el de la prima hermana, cuyo esposo, como tal, administraba legalmente los bienes de su consorte. Una de las resultas fue el embargo y venta de gran parte de los inmuebles heredados por doña María Rosa, y otra la prisión de José Cabrera, al que denunciaron a fines de 1794 por haber amenazado al contrario «con armas prohibidas». Hasta la aparición del expediente de Cabrera, custodiado en el Archivo General Militar de Segovia, se atribuyó su ausencia de Málaga a la vergüenza causada por la supuesta mala conducta de su esposa17; tan discutible como ésta, según vamos a ver, parece la especie de las ulteriores relaciones eróticoliterarias de la poetisa con el valido Godoy. J. Bordiga Grinstein ha descrito perfectamente en pocas palabras la situación insostenible de aquella madre de veintiséis años, obligada no solamente a pleitear, sino también a pagar las numerosas deudas del marido, el cual, al salir de la prisión, no fue a reunirse con ella. No poco valor debió de mostrar, siendo mujer, para pedir la separación matrimonial, si recordamos el aislamiento, y a veces los disgustos, de los que se atrevían entonces a propugnar abiertamente la ruptura del vínculo conyugal, y la solución legal que, tanto en la vida social como en la literatura, se daba a ese problema, esto es: la reconciliación, o el convento; éste, para la consorte, naturalmente18. Fue la reconciliación la que llegó a prevalecer, «como es conducente a todo buen matrimonio»19, al cabo de más de un año de discordia, el 2 de diciembre de 1796, fijando los esposos su residencia en Cádiz, hasta 1800, fecha en la que la escritora se marchó a Madrid, donde residió en la calle de Francos, hoy de Cervantes20.

Refiere Serrano y Sanz, fundándose al parecer en la Historia de Málaga y su provincia, de F. Guillén Robles (1873) que la «tradición» conserva el recuerdo de que el matrimonio fue desgraciado por atribuírsele a doña María Rosa «una amistad demasiado estrecha con el potente favorito Godoy», si bien -prosigue- «en este punto la maledicencia ha exagerado notablemente los hechos hasta afirmar que la poetisa recreaba al Ministro, no sólo con sus caricias, sino que, prostituyendo la poesía, le distraía de sus graves ocupaciones con la lectura de versos en extremo lozanos y verdes». En efecto, Guillén Robles, contentándose con evocar las noticias que le dio un desconocido amigo suyo, no vacila en escribir que «corrió vida azarosa y libertina, viniendo a parar a Madrid a vivir a expensas de Godoy, a quien tenía por costumbre presentar un soneto liviano a la hora de tomar el chocolate».21 Es indudable que la literatura de esta clase tuvo bastantes adeptos en aquella época, y entre los escritores de más fama como en los de menor categoría; también lo es que el poderoso favorito, según varias memorias contemporáneas, las más veces redactadas, conviene decirlo, durante la guerra de la Independencia o después de terminada ésta, y por lo mismo proclives sobre todo a denigrar al odiado personaje, aprovechaba su encumbramiento -actitud poco original por cierto entre los próceres y gobernantes de cualquier país y época (recuérdese tan sólo el interés del conde de Aranda por las «grisettes», las majas, digamos, de París durante su embajada en Francia, o léanse simplemente las noticias periodísticas actuales...)- para entregarse a lo que conviene calificar eufemísticamente de amoríos efímeros; más que a la misma reina, o a la Pepita Tudó, o a la duquesa de Alba, cuyo carruaje fue detenido una noche casualmente, si prestamos fe a las memorias de la anterior, camino de Aranjuez, adonde iba la gran señora «sólo por ver» al «choricero»22, siendo desterrada de la corte algún tiempo para escarmiento, más que a ellas, digo, me refiero a las prostitutas de alto vuelo y, también, a las señoras de distinción que se unían al concurso de los pretendientes y «cortesanos» del valido para «captarse -según refiere Alcalá Galiano y confirman otros, entre ellos Mor de Fuentes23- la buena voluntad de aquel hombre todo poderoso vendiendo su virtud a trueque de mercedes, siendo, si ya no común, caso no infrecuente llevar al inmundo mercado madres a sus hijas solteras y hasta maridos a sus esposas».24

Pero, a, pesar de la protección que indudablemente le dispensó el Príncipe de la Paz, gracias a cuya intervención había de conseguir que se publicasen sus obras a expensas del estado, actitud ésta que se podría explicar simplemente por el pasado esplendor de la familia adoptiva, no se puede descartar la posibilidad de que los historiadores de aquella época hayan confundido a nuestra escritora con otra mujer, también llamada Gálvez, y de vida al parecer mucho más libre, o, dicho con palabra de la época, escandalosa: un manuscrito semianónimo de 1807, Los vicios de Madrid, redactado en forma dialogal y publicado a principios de nuestro siglo por Foulché-Delbosc25, evoca en efecto a doña María Rosa entre las escritoras sobresalientes de entonces, y, más adelante, a una tal Matilde Gálvez, «una de las mujeres más bonitas que se han conocido en España. No hay uno -prosigue- que no la cobre amor apenas la ve. De suerte que le han dado el nombre de la divina Matilde»;26y añade el cronista, o más bien el más enterado de los dos interlocutores del folleto, que «era doncella, y el Príncipe de la Paz determinó por buena providencia que no lo fuese. No sólo hizo ese favor, sino que la dejó embarazada y, por ocultarlo, la casó con un tal Minutulo [sic]27, a quien hicieron coronel de Farnesio». Consiguió entre otros los favores de la coronela el marqués de Mora, sobrino del duque de Híjar, y la mayor amiga de aquella bella persona era la duquesa de Aliaga, «que tratava con don Diego Godoy, hermano del Príncipe de la Paz e inspector de Cavallería», armándose sonados escándalos que nos cuenta con todos sus pormenores el anónimo, hasta que la «divina Matilde» salió arrestada para Badajoz. Ahora bien: Bordiga Grinstein rectifica en su libro una fecha equivocada de Whitaker y Lewis, quienes confunden a doña María Rosa con su prima hermana política, doña Felícitas (o María Feliciana), viuda de Bernardo de Gálvez28; y se da la circunstancia de que dicha señora, condesa de Gálvez, muy amiga del financiero Francisco Cabarrús, tenia dos hijos: Miguel y Matilde, según el árbol genealógico reconstituido por la citada investigadora. Ésta no aprovecha el documento de Foulché-Delbosc, pero a todas luces dicha Matilde y la belleza antes evocada fueron una sola y misma persona, pues el cronista de 1807 agrega que la segunda, además, «es hija de un gobernador de América», es decir, de Bernardo de Gálvez, que lo fue, entre otros cargos, de Luisiana y luego de Cuba, sucediendo después a su padre en el virreinato de México; y ello explicaría quizás con más verosimilitud que la leyenda del chocolate servido con poemas salaces el recurso de la autora a Godoy y la actitud favorable del valido a sus solicitudes; aunque tampoco es incompatible, claro está, la dedicación a la literatura con las costumbres que se atribuyeron, no sin ligereza, a la misma autora29.

Como quiera que fuese, José Cabrera vino de Cádiz a Madrid más tarde que su mujer, viviendo al parecer en un domicilio separado. La situación económica de la pareja le movió a solicitar el 22 de agosto de 1803 un puesto de «joven de lenguas» en una embajada, y a los quince días escasos, a sugerencia de Godoy, quien propuso que se le mandara a Filadelfia, consiguió su destino en el «Ministerio de Estados Unidos», con un sueldo de 12.000 reales anuales y la patente de capitán graduado (no «efectivo»)30, llegando a Washington a fines de diciembre31. La carrera americana de Cabrera fue breve y movida: descontento con su papel de modesto secretario, no tardó en cometer faltas profesionales e incluso delitos graves, faltando a su trabajo, leyendo la correspondencia reservada de la legación por aspirar a ascender a encargado de negocios, y por último falsificando tres libranzas, de un valor de unos 32.000 reales, contra el banco de Pensilvania, por lo cual se le encarceló; durante su largo proceso, se valió de toda clase de argucias, recurriendo incluso al presidente Jefferson o contratando testigos falsos. Privado de su cargo en 1804 «para que de este modo cesándole la garantía del derecho de gentes quedase sujeto a los tribunales de aquel país»,32 fue condenado por unanimidad a diez años de «trabajos públicos» y a una multa, «además de restituir al Banco la cantidad robada». Gracias a una suscripción de españoles residentes en Estados Unidos y al complemento que abonó la Corte, se reintegró la deuda, consiguiendo el reo el perdón del gobernador, suegro del embajador Casa Irujo y naturalmente deseoso de echarle tierra al escándalo. Salió desterrado de Estados Unidos el ex capitán, pero por ser peligroso el viaje a España debido a la guerra con Gran Bretaña, fue enviado a Cuba, donde ingresó en el presidio del castillo del Morro, en La Habana. Finalmente, el 20 de agosto de 1806, las autoridades de la isla le dejaron embarcar para restituirse a su tierra33.

No sabemos si Cabrera llegó a tiempo para ver a su mujer, la cual, hallándose ya «enferma en cama», testó el 30 de septiembre34, falleciendo a los dos días, sin descendencia, el 2 de octubre de 1806, a los 38 años de edad. No le mereció a Leandro Moratín el más mínimo apunte en su diario íntimo, particularmente escueto aquel mismo día, tal vez porque se la enterró «de secreto» y no debió de llegar a su conocimiento la noticia hasta más tarde; pero un desconocido publicó en el Diario de Madrid del 14 de octubre una redondilla A la muerte de Doña Rosa Gálvez, insigne y sola española poetisa del tiempo presente, calificada de «discreta Musa española / que valía por las nueve».




ArribaAbajoSus obras

Es de suponer que con la estancia definitiva en Madrid empezó verdaderamente la carrera literaria de doña María Rosa. De entre sus obras dramáticas, bastante numerosas por cierto y pertenecientes al género trágico en su mayoría, pudo ver representar Alí-Bek35, tragedia nueva basada en un hecho histórico ocurrido en Egipto a mediados del XVIII, y estrenada en el teatro del Príncipe el 3 de agosto de 1801 (se imprimió equivocadamente «El Mibech» en el Isidoro Máiquez de Cotarelo), con una piececita en un acto y en prosa, también nueva, que la misma autora califica de fin de fiesta -nombre que se solía dar a los sainetes con que finalizaba una sesión-, intitulada Un loco hace ciento, en la que se percibe en germen el enredo de La familia a la moda. El severo catedrático Santos Díez González, en su censura de la tragedia, fechada a 1 de mayo, alaba a la autora, «cuyo distinguido ingenio -escribe- se manifiesta en esta composición que puede contarse entre las dignas, así originales como traducidas, que se han representado en los teatros públicos de esta Corte».36 El 15 de enero del año anterior, la Gazeta había anunciado, en nombre de la recién creada Junta de Reforma de los teatros, un certamen destinado a premiar a los «buenos» dramaturgos y publicar sus obras, dándoseles un plazo de ocho meses para entregar los partos de sus ingenios. ¿Tenía ya redactada las dos piezas doña María Rosa en aquella fecha, o la animó ese anuncio a probar la suerte? No lo sabemos con exactitud, aunque parece acertada la hipótesis de J. Bordiga Grinstein, la cual opina que tanto la tragedia como el fin de fiesta fueron escritos «en los primeros meses de 1801». En cambio, con Un loco hace ciento tuvo la autora, según escribe la citada estudiosa, «su primer encuentro con la censura»; pero contra lo que afirma siguiendo una nota errónea, y sobre todo hostil a la reforma, de Emilio Cotarelo, no fue don Santos, cuya aprobación cita por otra parte en el apéndice37, sino el censor eclesiástico quien no autorizó la representación, negándose por encima la Vicaría a exponer los motivos de su decisión, por lo cual tuvo la autora que recurrir el 28 de mayo ante al Consejo, nombrándose otro censor (el escolapio Pedro Estala, amigo de Moratín, según don Emilio) que emitió un dictamen favorable. En esta petición hace ya hincapié la escritora en que su «producción [es] obra de una señora española, cuya singular circunstancia cree la exponente ser acreedora a algún favor»38, frase que repercute unos meses más tarde en la advertencia preliminar a la tragedia Ali-Bek: «La novedad de ser esta composición obra de una señora española, la del asunto mismo, [...] dan a la autora fundadas esperanzas [«fundada certidumbre», en el manuscrito]39 de que la crítica de este drama será juiciosa y urbana». Esta afirmación, noblemente orgullosa, de su feminidad y de la singularidad, por no decir el atrevimiento, que suponía en aquella época el lanzarse una mujer a una verdadera carrera literaria, se encuentra en varios lugares de su obra, y basta con leer la reseña del estreno de la tragedia que apareció en el Memorial Literario de noviembre para formarse alguna idea del efecto que debió de producir: antes del análisis propiamente dicho de la obra, más de la mitad del artículo viene dedicada, con sinuosos rodeos, a evocar, pretextando que es ocioso evocarla, la cuestión tan debatida de si las mujeres son inferiores a los hombres; «algunos» opinan que la naturaleza las ha destinado para ocupaciones «poco conformes con el cultivo de las letras», y que si se quejan de lo descuidada que está la educación literaria de su sexo, la mayor parte de las que han intentado sobresalir en ellas se han quedado «en una modesta medianía»; así las francesas, pues poco o nada han adelantado en las ciencias que piden «talentos superiores, estudios profundos y trabajos continuados», distinguiéndose solamente «en las que requieren viveza, sensibilidad, imaginación y gracia, como son la epístola, las novelas, los cuentos y las poesías del género ligero». Y de repente, un elogio, tal vez no desprovisto de alguna sorna: «[...] no conocemos alguna que haya tenido ánimo para calzarse el coturno trágico, gloria que parece estaba reservada a nuestra nación. Así pues, podemos alabar el ingenio natural, el entusiasmo y sobre todo la noble arrogancia de la autora de Alí-Bek, pues todo esto es necesario para componer una tragedia enteramente original, en cinco actos, en versos corrientes, y en donde están guardadas las tres unidades». En cuanto a la reseña propiamente dicha, queda compendiada antes de empezada: «Batallas sangrientas y exterminadoras, puñales y venenos a cada paso, traiciones y más traiciones, ésta es toda la acción de la tragedia»...

No todos debieron de compartir este parecer ambiguo, pues el Alí-Bek y Un loco hace ciento fueron editadas a principios de octubre del mismo año de 1801 por el impresor Benito García, sueltas y también en el tomo V de la colección anunciada a principios de 1800 por la Junta de Reforma e intitulada Teatro Nuevo Español40; sabiendo que Díez González fue el que cuidó efectivamente de dicha colección41, no cabe duda de que su censura tan elogiosa como breve de la tragedia presagiaba una publicación oficial. Se despacharon las dos obras en la librería de Quiroga, calle de la Concepción Jerónima, y, como acabamos de ver, se reseñaron en los núms. X y XI del Memorial Literario de 1 de noviembre y 1 de diciembre de 1801 respectivamente.

En el mismo tomo V venían además una comedia en tres actos traducida del francés por la autora (pero no trasladada al castellano, según el sarcástico redactor del mismo periódico en el núm. XII de 15 de diciembre, que critica su «gálica gerigonza»...) e intitulada Catalina o la bella labradora, que se estrenó en el teatro de la Cruz el 18 de septiembre manteniéndose tres días con escaso éxito, y una ópera cómica en un acto, El califa de Bagdad, pero con el nombre del autor en blanco, que algunos creen de nuestra literata pero que Moratín atribuye, acertadamente, a Eugenio de Tapia, y que no figura por otra parte en las Obras poéticas de doña María Rosa42. En esa colección, oficial, del Teatro Nuevo Español, que contiene más traducciones que obras originales (y «traducciones que necesitan traducción», como dijo Moratín recordando quizá la reseña de la Catalina)43, figuraban las que, al menos teóricamente, correspondían a las miras e ideología de los de la Junta, si bien ya tenían éstos, por carecer de obras «buenas», que moderar su rigidez doctrinal, tanto en lo moral como en lo estético, acudiendo al repertorio extranjero adaptado para el público local; es lícito preguntarse en efecto cómo se pudo dar cabida en ella a un drama como El amor y la intriga, de Schiller, en el que se falta gravemente al respeto entonces debido a la autoridad paterna y estatal y se proclama con violencia la supremacía de los derechos del amor, actitudes ambas que mal se compaginaban, como es sabido, con las relaciones familiares y sociales propugnadas por el gobierno y los iniciadores de la reforma teatral. Con todo, la presencia de dos piezas de la Gálvez, e incluso de la tercera, en el Teatro Nuevo Español, muestra que se las consideraba capaces de «educar», de alguna forma, al público. No llegó a aparecer un proyectado séptimo tomo de dicha colección.

Del Alí-Bek escribe doña María Rosa en la Advertencia que se trata de una tragedia «enteramente original» en la cual «lo estéril del asunto y el poco interés que podría causar su representación si nada se hubiese añadido a los hechos históricos han movido a la autora a inventar algunos». En esta tragedia algo novelesca, a la que trata de ennoblecer, como en las de Moratín padre o de Jovellanos, alguna alusión a la literatura latina («...no pretendas que renueve / la memoria fatal de mis desgracias»: «Infandum, regina, jubes renovare dolorem»44; «¿Hasta dónde / queréis, señor, probar mi sentimiento?»: «Quousque tandem abutere, Catilina, patientia nostra?»), o a la tragedia clásica francesa («¿Qué pude hacer? - Morir»: «Que vouliez-vous qu'il fit contre trois? - Qu'il mourût»)45, dos potentados egipcios, el bey de Alejandría Morad, noble, valiente y «sensible», primer amante de una esclava cristiana, Amalia, y Alí-Bek, ex esclavo y rebelde poderoso, luchan por el amor de la joven heroína, casada ya con el segundo, el cual rompió las «leyes del serrallo» (o, por mejor decir, del harén) y se muestra piadoso con los cristianos, pero sale vencido y herido en el encuentro; el padre de Amalia, conde de Basancur, víctima en Francia de la «intriga cruel del ministerio» y reducido a «terrible cautiverio» por unos piratas, vive ya disfrazado de médico bajo el nombre de Hassán, como tantos otros «príncipes perseguidos» que protagonizaban las llamadas comedias heroicas o lastimosas y justificaban la clásica anagnórisis del desenlace; además, ha vendido a su hija a cambio de la vida; tampoco falta un traidor. Pero el espectro, si bien, a diferencia del de Hamlet y por respeto a las leyes de la tragedia, sólo aparece en un sueño de Alí-Bek (casi en las mismas condiciones que en Saúl, escena trágica unipersonal, también en cierta medida en la Florinda)46, evocándose en una de aquellas largas relaciones tan gratas a los autores de las piezas que se acaban de evocar («Escucha atenta: ...»), es anunciador ya de una evolución que había de llevar a otro tipo de dramaturgia. Por último, la muerte del malvado Hassán y la de Alí-Bek, que se han evenenado uno a otro, da lugar a varias escenas patéticas, y los movimientos de Amalia, «mientras habla Alí-Bek, indican el terror y la compasión sucesivamente», que son los dos afectos que debe suscitar la tragedia en los espectadores según la preceptiva clásica. La obra se mantuvo en cartel ocho días seguidos, del 3 al 10 de agosto, en sesión de noche los seis primeros, y de tarde los últimos; no es posible saber si se tiene que culpar al calor del verano, pero lo cierto es que los espectadores solamente acudieron numerosos el día 3, bajando luego las entradas a un nivel desalentador.

Vale la pena advertir que menos de un mes después de conseguir el visto bueno de la censura para la representación del Alí-Bek, la poetisa acudió a la Junta de Dirección de Teatros el 21 de mayo47 para poner en su conocimiento que, a consecuencia de la reciente epidemia de fiebre amarilla que de Cádiz se extendió a parte de España, había «experimentado crecidas pérdidas en sus rentas» y tenía por lo tanto que subvenir a gastos importantes y urgentes (recuérdese que sus padres adoptivos le dejaron la mitad de los bienes que poseían en varios lugares de Andalucía), por lo que rogaba no se le aplicase la nueva forma de premiar las composiciones dramáticas, es decir con el tres por ciento del producto de todas sus representaciones por tiempo de diez años, sino que excepcionalmente («por esta vez y sin que sea ni pueda ser ejemplar») se le abonasen, según se acostumbraba antes de la reforma, los 25 doblones -1500 reales- que se cobraban por una obra original en tres actos, insistiendo en lo que había de ser argumento recurrente en varios prólogos suyos, esto es, en que era «una mujer, la primera entre las españolas que se ha dedicado a este ramo de literatura», y agregando que había redactado su tragedia «en la inteligencia de veinticinco doblones, quedando la pieza absolutamente vendida», procedimiento hasta entonces normal, como queda dicho. La petición fue atendida.

Del mismo año de 1801 es el «drama trágico» en un acto Safo, estrenado en el teatro de la Cruz el 4 y el 5 de noviembre juntamente con una opereta nueva, también en un acto48. La entrada del primer día fue excepcional (9214 reales), pero influyó indudablemente en la notable afluencia del público la iluminación del teatro por el santo del rey, como lo confirma el 12 del propio mes la destinada a celebrar el cumpleaños del monarca; y por otra parte, la citada opereta, El engañador engañado, siguió representándose en los días sucesivos, de manera que no se puede apreciar el impacto verdadero de la obra de la Gálvez. Fernando Doménech, que hace un interesante análisis de la Safo, opina que ésta es «la obra dramática más original que escribió su autora»49, y destaca, como antes Whitaker50, la «nueva sensibilidad» que en ella se compagina con la utilización de los esquemas formales del neoclasicismo (tiempo real coincidente con el ficticio, romance heroico con rima única); ambos hacen hincapié, como Francisco Ruiz Ramón51, en los primeros versos de la obra, en que los elementos embravecidos (además de la «noche desoladora» y del «mar tempestuoso», «el hórrido silbido de los vientos, / el rayo desprendido de la esfera, / el ronco son del pavoroso trueno») son «fiel imagen -dice la poetisa griega- de [sus] continuos bárbaros tormentos», por lo que no vacilan en calificarlos de románticos; el investigador norteamericano evoca incluso al don Álvaro del duque de Rivas: y efectivamente, la desesperación y soledad de la protagonista, el odio a la vida («detesto mi existencia»: «¡Qué carga tan insufrible / es el ambiente vital...!» - «¡Ah! perezca en tu horror el universo...»: «¡Húndase el cielo, perezca la raza humana... »)52 se expresan en términos análogos en ambos autores. Pero no creo que sea lícito hablar de «romanticismo» a propósito de una discutible caracterización de Safo como «modelo de mujer independiente que defiende el amor libre, sin las ataduras del matrimonio, como el único posible»53: en primer lugar, se muestra por el contrario totalmente dependiente de Faón, ante cuyo desamor busca la muerte; y sobre todo, en cuanto al que Cricias y Aristipo califican por su parte, como sacerdotes, de «torpe amor», «criminal amor» o «trato vergonzoso» entre la poetisa y su ex amante, se suelen aducir, para calificar la supuesta novedad de esta pasión, las siguientes palabras que pronuncia ella:


Preferí ser su amante a ser su esposa,
Que amor de libres corazones dueño
Huye un lazo que impone obligaciones.

Pero lo que se olvida en este caso, son los versos anteriores, que al parecer modifican radicalmente tal interpretación, pues en ellos se enuncia la serie de sacrificios54 que en nombre del amor se impuso la poetisa, siendo el último el que acaba de evocar: «...y en fin llevando / Mi constante fineza hasta el extremo, / Preferí...»; es decir que para mostrarle hasta qué punto le amaba, y no en función de una «filosofía» personal del amor, eligió la actitud más arriesgada para ella, es decir dejarle a él libre de cualquier compromiso (y lo aprovechó por cierto Faón). Me parece esta magnifica prueba de amor, esa «torpeza» vituperada por los bien pensantes que la rodean, más emocionante que una reivindicación de amor libre (que yo, por otra parte, no veo tan típicamente «romántica»). Sí en cambio, comparto la convicción de que, «como mujer engañada y abandonada por un hombre», es un «tipo de mujer básico dentro de la producción de María Rosa Gálvez, un modelo literario y quizás vital»55, teniendo en cuenta, naturalmente, la amplificación que requiere una tragedia.

En cuanto a las imprecaciones, son algo corriente tanto en la tragedia como en la epopeya (véase el final del libro IV de la Eneida, en que se da una situación análoga), y no carece de interés el que una de ellas sea eco perfecto (¿y casual?) de la proferida por una ilustre antecesora, la Raquel de García de la Huerta («... plegué a los cielos / Que mi sombra interrumpa tu reposo»)56, y, a través de ella, de la Dido virgiliana57.

Gracias a un hallazgo de J. Bordiga Grinstein sabemos ahora que la escritora redactó la Florinda, otra tragedia, en 180258 y que la tenía preparada, con Blanca de Rossi, también tragedia, Safo y Saúl, escena trágica unipersonal, para una proyectada edición del tomo primero de su Teatro trágico, que al ser publicado en 1804, se había de convertir en tomo segundo de sus Obras poéticas. A mediados de agosto del mismo año de 1802 hizo además una breve aparición en la Cruz, con escaso éxito en parte debido, probablemente, al «infierno» veraniego, una comedia suya hasta ahora desconocida, La intriga epistolar, traducción-adaptación de la de Fabre d'Eglantine de idéntico título en la que se plantea, como en La familia a la moda, aunque de manera más «ligera», el problema de la libre elección de esposo.

En 1803, doña María Rosa solicitó pues permiso para imprimir sus «obras dramáticas» (aún no «poéticas»), y el 30 de agosto, el temido don Santos59 dio un fallo en parte favorable, manifestando que «por lo que hace al drama en un acto, intitulado Sapho, y al de en tres actos, intitulado La Negra Zinda, y a la tragedia en cinco actos, intitulada La Delirante», no hallaba reparo en que se permitiera su impresión «así porque son fruto no despreciable del ingenio de una mujer [coincidiendo con la constante reivindicación de la Gálvez en lo que a literatura se refiere] como porque son unas obras examinadas y aprobadas por el Vicario eclesiástico»; en cambio, agregaba a renglón seguido con mucha seriedad:

Pero faltando esta circunstancia a la tragedia intitulada Amnón, en cinco actos, de argumento sagrado, cuyo examen no es menos correspondiente que el de las otras referidas al Vicario e Inquisidor ordinario, especialmente cuando se trata de una mujer que sin ser de aquellas matronas romanas descritas del máximo Doctor de la Iglesia, San Jerónimo, escribe sobre asuntos tan delicados de la Historia Sagrada, soy de parecer que se remitan al examen de dicho Vicario eclesiástico, como asimismo las dos tragedias intituladas la Florinda, en tres actos, y Blanca de Rossi, en cinco, por contenerse en ellas algunas cosas que no son impropias del examen del Vicario eclesiástico.



Puede parecer extraña semejante salvedad por parte de un censor que se había opuesto tal cual vez al dictamen de su colega religioso, pero no se olvide que como censor de la Junta de Reforma de Teatros, don Santos había exigido, por ejemplo, el año anterior, la modificación de algunos versos y una acotación del drama Blanca y Montcasín que no le parecían compatibles con la ortodoxia, al menos con la que se había de observar en las tablas60; además, en agosto de 1803, era el único superviviente de la fracasada y ya disuelta Junta, pero había ascendido a censor general en abril. Así las cosas, declaró el vicario en octubre que, según opinaba la persona de su confianza encargada a su vez de la censura, las seis tragedias por editar eran todas originales, de lo cual no dejará de vanagloriarse, con razón, la autora, y de que «algunas se han representado en nuestros teatros con aceptación del público»61 (que yo sepa, la única tragedia propiamente dicha hasta entonces representada, Alí-Bek, no figura en la lista propuesta a la aprobación por doña María Rosa, por haberse impreso ya, según queda apuntado, en el Teatro Nuevo Español; pero debe de incluirse también en ese plural relativamente improcedente la Safo). Añadía el vicario que eran «recomendables por su imbención, lenguage, decoro y magestad», que los asuntos de cada una se habían elegido con tino y que en ellas manifestaba la autora «su numen poética» (sic), y por último, que no contenían «nada opuesto a nuestra santa fe católica, buenas costumbres, leyes del Reino y regalías de S.M.». Conseguida la licencia, doña María Rosa, por no tener con qué costear los gastos de impresión de los tres tomos de su edición, «entre ellos dos de tragedias originales» (las comedias El egoísta y Los figurones literarios, así como la ópera en un acto traducida del francés y estrenada en el coliseo de los Caños del Peral el 24 de mayo, Bión, se editaron juntamente con las poesías en el tomo primero), acudió una vez más a la benevolencia de la superioridad, manifestando en una súplica del 21 de noviembre su «deseo de hacer público un trabajo que en ninguna otra muger ni en nación alguna tiene exemplar, puesto que las más celebradas francesas sólo se han limitado a traducir, o, quando más, han dado a luz una composición dramática; mas ninguna ha presentado una colección de tragedias originales como la exponente»62; por ello rogaba que el monarca se dignase mandar publicar por la Real Imprenta los referidos tomos para que no pereciesen «en el olvido unas composiciones que [habían] costado infinitos desvelos a la suplicante», sin exigirle el pago de los gastos de impresión, pero recuperando naturalmente después el dinero invertido en la operación gracias a lo que produjese la venta de las obras, «y dejando el resto a beneficio de la autora». Una vez más, se logró su intento a los cuatro días de mandada la súplica. Y por carta del 19 de septiembre de 180463, que acompaña tres ejemplares de las recién impresas Obras Poéticas destinados los dos primeros a los reyes y el postrero al propio Godoy, nos enteramos de que fue éste el que medió para la consecución del real permiso -pero ¿acaso no se trataba de un trámite normal, firmando el primer secretario de estado las resoluciones teóricamente tomadas por el monarca?-. Modestamente, la Gálvez agregaba que cuando no por su mérito intrínseco, ofrecía la obra algún interés «al menos por la novedad de ser producción de un sexo que no se dedica a las Bellas Letras». Y concluye la carta: «Con este motivo me ofrezco a las órdenes de V.E., suplicándole me continúe la protección que hasta aora le he debido en ésta y las demás solicitudes que dirigiré a S.M. por mano de V.E., a quien suplico igualmente disimule esta importunidad, teniéndome por su más reconocida humilde servidora Q.B.L.M. de V.E.», lo cual confirma el carácter administrativo de la intervención del valido, pero nos da a entender a pesar de todo que la resolución favorable de Godoy, a quien se ofrecía un ejemplar de la obra, fue más que en cualquier caso determinante y suponía un aprecio particular del ministro por la autora. Por algo en efecto empieza el primer tomo de las Obras poéticas de «Amira», seudónimo y anagrama de «María», por A la campaña de Portugal (Oda al Exc. Señor Príncipe de la Paz).

Los tomos segundo y tercero de la edición estaban dedicados a las obras trágicas: Saúl, «escena trágica unipersonal», género aún de moda en aquella época, que no debe confundirse con el oratorio sacro de Sánchez Barbero, de idéntico título, estrenado en los Caños del Peral en marzo de 1805 durante siete sesiones de noche; Safo, «drama trágico en un acto»; Florinda, tragedia en tres actos; y Blanca de Rossi, en cinco, como las dos restantes, Amnón, y La delirante, que con el «drama trágico en tres actos» intitulado Zinda constituyen el tomo tercero.

A las Obras poéticas les dedicó una reseña «M.J.Q.», esto es, Quintana, publicada en su periódico, Variedades de ciencias, literatura y artes64. En las primeras frases, no puede por menos de hacer el escritor una concesión a la misoginia, incluso literaria, que imperaba entre la mayor parte de sus colegas (y que ya hemos advertido, más o menos solapada o vergonzante, en el Memorial Literario de 1801), aludiendo a «las atenciones domésticas a las que se hallan destinadas» las mujeres, pues «tienen ellas tantas otras ocupaciones que atender más agradables y más análogas a su naturaleza y sus costumbres», concluyendo con la afirmación de que los hombres no tendrán que «partir con ellas el imperio de la reputación literaria»; pero más vale -prosigue- que se dediquen «al cultivo de la razón y del espíritu que a las disipaciones frívolas» de la mayoría de ellas, pues muchas mujeres ilustres «responden victoriosamente a los que les niegan abiertamente la posibilidad de sobresalir y les cierran el camino de la gloria»; descubre numerosas «señales de un talento distinguido» en las obras que examina, escribiendo a propósito de la Oda a la campaña de Portugal que en ella «se notan rasgos que cualquier poeta, por muy preciado que estuviese de su habilidad, adoptaría gustosamente por suyos». En cuanto a las obras propiamente dramáticas, alaba en ellas una «osadía poco común, la actividad incansable, el ingenio para inventar y concebir, y la facilidad para ejecutar» Pero no por ello pasa por alto sus «defectos y descuidos», aunque es partidario de mostrarse indulgente con una representante del bello sexo, y en primer lugar confiesa que «es un inconveniente para juzgarlas atinadamente la circunstancia de no haberse representado»; por otra parte, «el estilo de las tragedias no tiene bastante color», «algunos de los asuntos que ha escogido no se presentan como muy interesantes», y la facilidad de la autora ha causado algún perjuicio a «la perfección particular de cada una»: así por ejemplo varias escenas del Amnón y el acto segundo de La delirante. A pesar de ello, reconoce que María Rosa de Gálvez es la primera en escribir buena poesía mientras que las demás no pasaron de «escribir coplas» (de lo cual estaba perfectamente convencida la autora), y concluye afirmando que sus obras contienen todas «rasgos poéticos que no sólo la harán respetable mientras viva, sino que pasarán su nombre a la posteridad» (de lo cual tampoco dudaba doña María Rosa).

Pero no se contentó la poetisa con la exención de los gastos de impresión de sus tres tomos: la carta a Godoy que acabamos de evocar, en la que se le rogaba continuase su protección en las demás solicitudes que le había de dirigir (se vale doña María de un futuro de indicativo: «le dirigiré», y no de un subjuntivo: «le dirija»), la escribió al día siguiente de mandarle al monarca una nueva solicitud en la que, después de recordar una vez más que sus obras carecían «de ejemplo en su sexo no sólo en España sino en toda Europa», exponía que por no haber aún reintegrado completamente sus gastos la Imprenta Real, permanecía ella «sumergida en la misma indigencia que antes de conseguir la primera gracia», esto es, la impresión gratuita, pidiendo por lo tanto que se le entregasen todos los ejemplares de sus obras, más el importe total «de los vendidos o que se vendieren, para alivio de su escasa situación». La semana siguiente, el 26 de septiembre, menos de un año después de conseguir la autora la primera «gracia», se le concedía la segunda65. Que yo sepa, ningún autor fue tan favorecido por el gobierno.

No conozco el número de ejemplares de la tirada, y se puede conjeturar que debió de ser parecido al de los seis tomos del ya mencionado Teatro Nuevo Español, es decir, unos quinientos como máximo. Éstos, que contenían cada uno por término medio cuatro obras dramáticas y se vendían a doce reales, no despertaron gran interés, pues del primero al sexto fueron disminuyendo regularmente los tomos adquiridos por los aficionados hasta 1802 (de 172 a 84), estabilizándose después alrededor de 85 a 90 desde la última fecha hasta 1806. Tal debió de ser más o menos la suerte que corrió la edición de la Gálvez, y así se puede explicar el segundo recurso a la benevolencia de su protector. En cuanto a las piezas sueltas de la referida colección oficial, tiradas a unos mil ejemplares y pagadas a 3 reales, no figuraron tampoco las de la autora entre las más apetecidas, pues en las cuentas del 24 de agosto de 1802 descollaba netamente El abate de l'Epee, traducida del francés por Juan de Estrada y Clemente Peñalosa (860 ejemplares), seguida de El duque de Viseo, de Quintana (592), la Acelina, también traducida del francés, por Eugenio de Tapia (445) y Cecilia y Dorsán, adaptada del mismo idioma por Rodríguez de Arellano (424), todas dramáticas o patéticas, lo cual corresponde bien, como vamos a ver, a las preferencias de los aficionados al teatro en aquel momento; y hasta 1806 se compraron 346 ejemplares más del drama de Quintana, 500 de Cecilia y Dorsán, aunque al parecer ninguno de la Acelina; en cuanto a la primera de las cuatro, se procedió a reeditarla, pues entre ambas fechas, de 1656 ejemplares puestos a disposición del público se vendieron 71566; en cambio, de entre las de nuestra «Amira» se habían despachado, en agosto de 1802, 268 ejemplares de Alí-Bek, 266 de Un loco hace ciento, y 140 escasos de la Catalina, y el 4 de agosto de 1806, respectivamente 120, 304 y 123, es decir que, a pesar de mostrar doña María Rosa una marcada preferencia por sus tragedias y el género trágico, la obra que tuvo el mayor número de lectores fue la comedia, pues en cuatro años se compró más de la mitad de la tirada. En cuanto al tomo V del Teatro Nuevo Español, que contenía las tres piezas, lo habían adquirido en la última fecha 382 compradores, sin contar los que se regalaron en edición de lujo y a varias «clases» de individuos de la alta jerarquía estatal, desde los reyes, infantes y Godoy hasta los ministros o funcionarios relacionados con el teatro67.

La tragedia Florinda, que ya se ha evocado68, se sitúa en la línea «nacional» ilustrada con anterioridad particularmente por la Hormesinda de Nicolás Fernández de Moratín y el Munuza, o Pelayo, de Jovellanos, cuyo estreno madrileño fue en 1792; pero, sintomáticamente, el personaje que da título a la obra de la Gálvez es el de la Cava, que no aparece en las dos anteriores; es decir que, contra la proclividad del teatro «comprometido» del XVIII, advertida años hace por Menéndez Pidal69, a conceder más interés al tema de la restauración de España que al de la pérdida y culpa del rey Rodrigo (y acorde con la exaltación absolutista de la figura del monarca), la autora elige como heroína, aunque «desprovista de acción»70, a la víctima del estupro, convirtiéndola además en prometida esposa de Pelayo (con anterioridad al desmán de Rodrigo, naturalmente). Esta última particularidad permite poner de manifiesto la ejemplar lealtad del héroe astur frente a la traición de don Julián, pues, aunque agraviado también por su rey, se afirma incapaz de vengarse y ofenderlo, por haber borrado ya de su pecho «las funestas, las débiles pasiones»:


Muerto para el amor, vivo a la gloria.

No carece de interés por otra parte el ver cómo la autora mantiene a lo largo de la obra cierta ambigüedad tanto a propósito de Rodrigo como de Florinda. Dentro de la óptica del absolutismo borbónico, se intenta atenuar el exceso cometido por el monarca mediante varios arrepentimientos que traen a la memoria, como eco muy amortiguado, los de su antecesor literario, si bien no histórico, en el Sancho Ortiz de las Roelas de Trigueros, arreglo de La Estrella de Sevilla estrenado en 1800, y también, por medio de una confusión de conceptos y un traslado de responsabilidad muy significativos, achacándole a la hija de don Julián la «culpa», la «causa», el «origen», etc., de la invasión, cuando ha sido, dice ella, «sólo infeliz»; el honrado Tulga le reprocha incluso no sólo su hermosura y vanidad que encendieron la pasión del rey, sino además, paradójicamente, el haberle irritado a éste con su resistencia; de manera que el desmán de Rodrigo queda justificado, pues al deshonrarla, o, como dice Tulga, al humillar su altivez, obró simplemente «como Rey, como amante despreciado». Por otra parte, la única solución viable que le queda a Florinda, al menos hasta la escena séptima del acto tercero, es, podríamos decir, la habitual, a saber: que «sepulte un claustro / O [en un registro más "trágico"] una caverna ignota a los mortales / [su] execrable existencia».71 Renegar luego el rey de su pasión pecaminosa y acusarla a ella es todo uno. Por último, después de ceder un brevísimo instante a la fugaz y «culpable» alegría del desquite que parece ofrecerle la victoria de los invasores, y de oír las consiguientes imprecaciones de Pelayo, Florinda comprende que no tiene salida alguna y resuelve conformarse, apuñalándose, con el «oprobio eterno» de los «siglos venideros» vaticinado por el héroe, es decir, con la fama de prostituta72. Pero a pesar de ello, esto es, de no modificarse el esquema global de la leyenda y de recalcarse mal que bien la irresponsabilidad regia como en un poema de Cadalso relativo al mismo tema73, cabe preguntarse si el haber expuesto durante tres actos, y en el género más noble, la tragedia de «una mujer que se debate entre la soledad afectiva y la violación verbal constante de los que la acusan» no debió de suponer bastante atrevimiento: la actitud, antes evocada, del censor inclina a pensarlo, y más aún teniendo presente, si bien fue con unos treinta años de anterioridad, la del vicario eclesiástico de Madrid que en 1770 prohibió La pérdida de España, de Eusebio de Vela, «por indecorosa al rey, [...] pues aunque se hallan en algunos libros y en la Historia noticias de esta pérdida, no es justo renovarlas en el theatro».74 Desgraciadamente, nunca podremos saber qué clase de acogida hubiera reservado el público de los coliseos madrileños a la Florinda de doña María. El caso es que, como afirmaba con razón Quintana, por no haberse representado la mayoría de sus tragedias, carecemos de un elemento imprescindible para apreciar la resonancia que pudieran haber tenido en la opinión, es decir, todo bien mirado, su grado de actualidad a la hora de escribirse.

Pero -y no es ninguna casualidad- mujeres son, y en situaciones afines, las que dan título a varias obras trágicas de la Gálvez: Florinda, Blanca de Rossi, la delirante (ya se habló de Safo, y ocupa lugar aparte Zinda); y el tema de la mujer-víctima, pues de tal la califica J. Bordiga Grinstein, es común no sólo a estas piezas, sino que se extiende a otras: en Alí-Bek y Amnón, «las únicas tragedias cuyo héroe titular es un hombre, la acción se centra paulatinamente en el destino del personaje femenino, Amalia y Thamar respectivamente», lo cual permite «crear un espacio femenino dentro de la obra en el que se pueden escrutar las vacilaciones de la mujer-víctima, y componer un retrato psíquico de su sufrimiento y de la metamorfosis que conduce a cada mujer a buscar "su" solución, que es en última instancia lo que marca el final de la tragedia».75

En Blanca de Rossi, la heroína del sitio de Bazano (que no es réplica del de Calés ideado por Comella unos años antes) vive después de la derrota de los sitiados bajo la constante amenaza del estupro por parte del vencedor Acciolino, pues éste somete su inquebrantable fe conyugal a un chantaje odioso; y la valiente guerrera que antes manejaba, se nos dice, con bizarría varonil la «cortante espada» al lado de Bautista, se halla, después de asesinado éste en represalia, «sin apoyo, / Sin amparo, sin fuerzas [...] / Y [...] sin esposo», es decir, en una situación bastante comparable a la de Florinda:


¿Esperaré cobarde que a mis ojos
El bárbaro Acciolino se presente
A exigir con la fuerza mi desdoro?
¿Podré, por su violencia deshonrada,
Pasar mis días en perpetuo oprobio?

Y, como ella, persuadida de que el cielo «este error perdonará piadoso», elige el suicidio (ya evocado por Feijoo en la «Defensa de las mujeres» de su Teatro Crítico), más ingenioso por cierto que el de la Cava, pues consiste en inclinarse dentro del sepulcro en que yace el marido y apartar el puntal que mantiene levantada la losa... Acciolino se contenta -digámoslo así- con apuñalarse. Éstas debían de ser las «cosas que no son impropias del examen del Vicario eclesiástico», según opinaba el censor gubernamental antes citado.

Por otra parte, el «fúnebre panteón» de los Rossis, con el eco sordo de los pasos en las bóvedas, la lamparilla encendida y la sensación de un íntimo contacto con los muertos, primero sólo imaginable a través del diálogo de Blanca y de Bautista en las escenas tercera y cuarta del acto segundo, y más tarde descrito en la acotación del quinto, que transcurre todo en aquel «pavoroso» y «lúgubre sitio», anuncia ya -pues se trata además de una «conspiración»76-, el de los Morosinis en el acto segundo de La conjuración de Venecia, de Martínez de la Rosa, publicada veinticinco años después y representada en 1834; pero tiene un antecedente en la tragedia El duque de Viseo77, del admirado Quintana, estrenada en 1801, aunque sólo se trata en ésta de una visión en sueños del usurpador en el acto segundo, y de una mazmorra subterránea (con «bóvedas oscuras») en el tercero.

Un chantaje análogo al que sufre Blanca de Rossi lo ejerce en La delirante el ambicioso Lord Arlington sobre su esposa Leonor: «Leonor, tú reinarás al lado mío; / La corona [de Inglaterra] o la muerte te preparo». Además, el matrimonio de la heroína con un cónyuge de prosapia menos ilustre78, impuesto por la reina para vengarse de los desdenes del conde de Essex, amante correspondido de Leonor (la cual obedeció a cambio de una promesa, no cumplida, de indulto para su madre María Estuardo)79, ya constituía por sí mismo un sacrificio y una violación de la integridad de la joven, que J. Bordiga Grinstein califica de «estupro legal», el cual provoca el «delirio» o enajenación mental (con algunas remisiones...) de la protagonista. Como advierte atinadamente la citada estudiosa, las dos heroínas «encarnan personalidades extremas en el mundo de la mujer. Isabel y Leonor se hallan vinculadas por razones de Estado y de familia y por el amor que ambas profesaron al conde de Essex». Se oponen en efecto por un lado una mujer cuyo orgullo y poder omnímodo contribuyen a dar una intensidad fuera de lo común (esto es: trágica) a los celos que le infunde el amor duradero de Leonor y del conde, y por otro una joven que, a pesar de ese amor correspondido, no está en condiciones, por casada, de dar marcha atrás y perecerá a manos del propio esposo por demasiado confiada. Lo que llama particularmente la atención en esta obra, es el intento de esbozar la sicología de una mujer, la reina, dotada de «un corazón sensible, que respira / Sólo el placer de amar», no tanto «reprimida sexualmente»80 como frustrada sentimentalmente y envidiosa (palabra recurrente) de una serena felicidad que le niegan su encumbramiento, con las obligaciones que entraña, y también sus fracasos amorosos. Reveladora me parece la primera frase que pronuncia aparte al salir al escenario, en el que están ya el Lord y Lady Pembroke:


¡Oh, quánto humilla
Mi vanidad la imagen venturosa
De una fe conyugal correspondida!

Este tipo de exclamación, no muy corriente, que yo sepa, en una tragedia (trasladado a una comedia sencilla y en prosa, se «traduciría» simplemente por: «¡qué envidia le tengo a esa pareja feliz!», sin nada de «vanidad humillada», propia de una reina) es indudablemente más original, más «natural», que la sempiterna queja de los monarcas que aspiran, según dicen, a trocar por la vida sencilla de un labrador las molestias del trono (que ninguno se resuelve a abandonar). Por otra parte, Isabel «ha despreciado sabia las ofertas / De tantos Soberanos» extranjeros81 y sólo admitiría un esposo inglés (a su querido Essex, que tiene otro amor), para que no peligre la libertad de sus súbditos, es decir que en nombre del deber o de intereses superiores, ha sacrificado a la posteridad «la pasión tierna / De un alma enamorada»; y no ha conocido nunca «la terneza / Del amor», aunque no le faltaron amantes, que acabaron todos degollados, ya sea por infieles («ingratos»), como Norfolk, o por cualquier otro motivo que no se puntualiza82.

Enfrente de Isabel, una pareja enamorada pero también condenada a la frustración -y, en fin de cuentas, al aniquilamiento como tal- por la máxima autoridad política a la que no puede imponer su voluntad, a no ser que participe en un intento de derribarla, a lo cual se niega83. Trasladados al género cómico, el de la clase media, estos dos tipos de situación vienen a ser, todo bien mirado, los de no pocas obras contemporáneas en las que se planteaba el problema, difícil de resolver, de la conciliación de la libertad de elección no solamente de esposo sino también de estado (celibato, matrimonio, o monjío) con la autoridad y el interés del cabeza de familia. En tono menor, esto es, no a nivel de la tragedia sino al de la comedia, lacrimosa, de ojos enjutos o meramente burlesca, es el que tienen que resolver los amantes de La familia a la moda, los cuales también se niegan, contrariamente a lo que solía ocurrir a veces en la realidad y prácticamente nunca se da en el teatro, a derribar la jerarquía familiar (ya algo tambaleante) recurriendo bien sea al rapto o, más legalmente, a la justicia o a la Vicaría, por «irracional disenso» de los padres.

Otra mujer expuesta a la «tiranía», aunque no es verdaderamente protagonista de la obra, es la Ángela de Zinda, «drama trágico», esto es, entre tragedia de desenlace feliz y comedia seria, relacionada, como las anteriores, con un hecho o un personaje histórico o legendario que sirve de punto de partida, en este caso, la lucha de una reina congoleña, o, por mejor decir, angoleña del siglo XVII, contra la colonización europea. Ángela es hija de un portugués, fundador ilustrado de la colonia (y de la fortaleza que la domina)84, sustituido traidoramente por Vínter, un holandés malvado85, desterrado de su país y, por encima, protestante86; éste le quiere imponer un «fatal y triste lazo», aprovechando la falta de amparo de la joven, la cual está sometida a un chantaje algo curioso, al menos si nos fiamos de su palabra:


   Mi honor solo
Me obliga a consentir en los deseos
Amorosos de Vínter, recelosa
De que pueda irritarlo mi desprecio87;
Y porque no atropelle mi decoro,
A su poder y a mi desdicha cedo.

Verdad es que ha de consentir en casarse, dice, si tal es el gusto de su padre...

Pero la verdadera heroína no es esta «víctima [...] que previene / Al sacrificio el inocente cuello», sino la que difunde un mensaje político, dentro de los límites que le imponía la época: la reina Zinda, verdadera soberana ilustrada88 convertida, podríamos decir, en toda la extensión de la palabra, por el colono «bueno» Pereyra, padre de Ángela, aunque no ha perdido su ferocidad guerrera.

María Rosa de Gálvez se hace eco de uno de los grandes debates iniciados por los filósofos, Montesquieu (De l'esprit des lois), Voltaire (Essai sur les mœurs, Candide), Rousseau (Du contrat social), los colaboradores de la Encyclopédie (artículos «Esclavage» y «Traite des nègres» por Jaucourt), Diderot y otros, acerca del esclavismo y del comercio de mano de obra africana, que desembocaron en la abolición de éstos -para poco tiempo, debido en particular a la presión de poderosos intereses, entre ellos el «lobby» colonial- por la Revolución francesa y seguían siendo de actualidad en la época de la redacción de Zinda. En diciembre de 1789, una escritora, Olympe de Gouges, representó en el parisino «Teatro de la Nación» un drama «filantrópico» intitulado L'Esclavage des noirs, desatando ya una violenta polémica entre los espectadores. En el Espíritu de los mejores diarios que se publican en Europa 1787-1791), Cristóbal Cladera había mencionado, entre unos extractos de varios tratados o cédulas sobre el comercio de los negros, e incluso una apología de la trata, la constitución en Londres de una sociedad abolicionista de la esclavitud. Unos años después, en 1798, el fecundo Comella estrenaba un interesante «melodrama en un acto» (en el sentido etimológico de: pieza con música) intitulado El negro sensible, cuya «escena se finge en América», en un ingenio de azúcar. El negro Catul es esclavo de Jacobo, un «mercader tratante de Indios» (sic) de nacionalidad no española89; separado ya de su esposa Bunga, teme que también se venda al hijo de corta edad que le queda. Afortunadamente, llega una española indiana viuda90, rica y tan «sensible» como Catul, doña Martina, acompañada de su propio hijo, el cual quiere jugar naturalmente con el otro; después de una peripecia dramático-patética (y musical), Catul recobra a Bunga, antes vendida por un habanero a doña Martina y ahora ascendida a criada de ella, y la familia africana, reunida ya y libre (y sorprendida por ese comportamiento tan poco «Europeo»), saldrá con su bienhechora para España. Ocioso es referirse a los efectos lacrimosos que permitía el breve enredo. Más interesante que los lamentos y desmayos de Catul es el diálogo que entabla éste con su amo Jacobo, y que recuerda la argumentación de los partidarios y adversarios de la discriminación racial inseparable del colonialismo, o viceversa, desde Montesquieu hasta nuestros días:

CATUL.-
Iba a cuidar primero de mi hijo.
JACOBO.-
Primero que tu hijo es mi mandato
CATUL.-
El paternal amor...
JACOBO.-
Esos afectos
de los negros salvajes son extraños.
CATUL.-
¿Y por qué lo han de ser? Pues ¿que los negros
tienen distintas almas que los blancos?
Lo mismo que ellos son somos nosotros.
JACOBO.-
Es verdad, pero os tiene sin embargo
el alma racional obscurecida
vuestra brutalidad.
CATUL.-
Pero a los blancos,
¿quién los autorizó para vendernos?
JACOBO.-
El ansia de instruiros y enseñaros.
[...]
Es preciso el rigor: son muy soberbios,
y sin él no pudiera sujetarlos.


El esclavo es capaz de una agresividad análoga a la de los africanos de Zinda, pues enfurecido por la noticia de que han vendido a su hijo, quiere vengar en la sensible española, a la que mal conoce aún, e incluso en el hijo de ésta «el cúmulo de injurias y de agravios» que desde su nacimiento reciben los negros de los blancos, «de esos hombres que llaman ilustrados». Pero el desenlace, debido a la beneficencia de la rica viuda, le inclina a generalizar a partir de su caso particular, por lo que se convierte, cómo no, en admirador de los mismos europeos y de sus «ritos santos».

Más profundo e irreprimible, pues se nutre de la alegría que le causan las desdichas de los blancos, más trágico también, es el odio del esclavo negro Asán, al parecer de más noble cuna, en El duque de Viseo, de Quintana, estrenada poco antes que la redacción de la Zinda (1801):


Los blancos de mi patria me arrancaron,
Ellos a mi valor dieron cadenas,
Y del respeto en vez que allá gozaba.
Aquí soy un objeto de vergüenza.
¿Cuál es el blanco que buscó de un negro
Jamás de la amistad la unión estrecha?
[...]
No, no es posible
Que aquel instante a mi memoria venga
Sin que toda esta raza de hombres duros
Con odio interminable yo aborrezca.91



Al concluir la tragedia no podrá variar su actitud; dirigiéndose al duque: «Tú eres un blanco; / ¿Puede un negro fiar en tu palabra?»

En la Zinda, se invoca varias veces el derecho natural o de gentes, «de todas las naciones los derechos», y, mucho más que a la esclavitud, ese «nombre de ignominia que inventaron / los blancos en oprobio del derecho / de la naturaleza» (en el desenlace se le pide a Pereyra que renuncie al «tráfico de esclavos», al cual no parece que se haya dedicado), se denuncia al colonialismo europeo, o, más bien, una determinada forma de colonialismo. Pero la Gálvez no puede evitar las contradicciones que le impone su pertenencia a una de aquellas naciones poseedoras de colonias: a la figura del holandés Vínter, colonizador «malo», esclavista cruel, codicioso, deseoso de posesionarse de las minas de oro por todos los medios (recuérdese, tanto como a Montesquieu, al padre Las Casas), se contrapone la del ibérico Pereyra, comisionado por su rey para firmar un tratado de alianza y mantener relaciones estrictamente comerciales, de igual a igual, entre Congo y Portugal; pero no por ello deja el portugués de ser el fundador de la colonia (la voz aparece varias veces sin connotación negativa en el diálogo), y el que erigió la fortaleza destinada a defenderla tanto contra los naturales («...ve aquí el albergue que los blancos / Fundaron con intento de oprimirnos»; «Fijaste en ella el portugués dominio») como contra las demás potencias coloniales, para fortalecer el monopolio (Nelzir, príncipe consorte, diríamos hoy, se compromete a excluir «de estas ricas y fértiles riberas / A las otras naciones de europeos»). Y para disuadir a Pereyra de que abandone el país, la reina ratifica el tratado y resuelve educar cristianamente a sus súbditos, es decir, acabar con su ferocidad, principal obstáculo al establecimiento de relaciones comerciales fructíferas. No se puede por menos de citar, para concluir este breve examen, el axioma predilecto de Vínter, en justificación de la «mano dura», y que no ha perdido nada de su actualidad: «si obrares compasivo / Con esos africanos, algún día / De tu vida serán los asesinos». La tragedia intenta demostrar lo contrario, si bien no denuncia, ni pensarlo podía la autora, la misma colonización, ni el comercio colonial que, según el propio Montesquieu, permite a los pueblos civilizados unos negocios ventajosos con los africanos, pues éstos, desprovistos de industria y artes y detentadores, en cambio, de grandes cantidades de metales preciosos, pueden comprar por un precio elevadísimo muchos productos desprovistos de valor92. Pero ningún dramaturgo, al parecer, se había comprometido tanto, al menos en España, en la denuncia de aquellos excesos, y fue una mujer la que se atrevió a hacerlo93.

Durante la temporada de 1805-1806 que se inició con La familia a la moda, se estrenó también en los Caños y en sesión de noche el 4 de noviembre la comedia Las esclavas amazonas, en tres actos y en verso, supuestamente traducida del francés por doña María Rosa, por lo que sólo se le abonaron «nuevecientos reales vellón», aunque en el recibo se la califica de original, en cuyo caso hubiera tenido que cobrar 1500. Esta obra, con la que se clausuró la carrera de la escritora y que permaneció manuscrita (en el ejemplar de la Biblioteca Nacional lleva el subtítulo de Hermanos descubiertos por un acaso de amor), fue criticada severamente, a vueltas de algunos elogios, bajo el título equivocado de Las amazonas cautivas, en el Memorial Literario de 1805, para cuyos redactores

el argumento, a más de ser muy vulgar, no despierta la curiosidad. Estamos fastidiados -se agregaba- de ver en el teatro encuentros de hermanos largo tiempo separados, reconocimientos de esposos, de amigos, y cuando estos asuntos se tratan fríamente sin presentar incidentes interesantes, es claro que el drama debe producir muy poco efecto teatral [...] El carácter de la Amazona Hipólita, en el cual consiste el interés (aunque poco) que tiene el drama, es exagerado, y demasiado fuera del orden. Así es que el público, que al principio se placía en su fortaleza, ya al término de la acción se incomodaba, pues, al parecer, no le agradaba tanta esquivez.



Se trataba en efecto de una comedia que Bordiga Grinstein califica, no sé si con razón, de «heroica», con ambiente, o, por mejor decir, decorado «siamés», esclavas, extranjeras todas, eunucos negros, oficial y embajador franceses (llamado Dorval el segundo; ¿recuerdo de Le fils naturel, de Diderot?) y, naturalmente, soldados de ambas nacionalidades, pero sin ningún protagonista de Siam, pues el monarca a quien se refieren a veces los personajes no sale nunca a escena. Yo diría que, en la medida en que el enredo, llamémoslo así, se reduce más o menos al «duelo», algo fastidioso como subraya el periódico, entre el amor y la esquivez, a imitación de El desdén con el desdén, de Moreto, y a discreteos entre los franceses y las esclavas, (también, a nivel inferior, entre el gracioso y la que es en realidad su esposa antes raptada), la tonalidad, por su ligereza, recuerda más bien, salvando las distancias, la del libreto, o diálogo, de una zarzuela (se estrenó juntamente con una «opereta» en un acto), si bien es escasa la participación musical y se evoca por otra parte el rapto y esclavitud de las «guerreras mugeres»94. Conviene observar que, al menos según el Memorial, el público empezó por apreciar el tipo de «mujer varonil», ya tan traído como llevado, representado por Hipólita, pero que se fue incomodando ante la persistente e inverosímil obstinación del personaje, y que le gustaron en cambio particularmente las escenas jocosas en las que actuaba el «sargento» Trapantoja. Éste, creo yo, primero como gracioso fiel a su antigua prosapia que se disfraza además de negro, con nombre de Candonga, fingiendo una entonces divertida pronunciación defectuosa (la diferencia de enfoque con Zinda salta a la vista), y luego como parte en la solución del enredo, es un personaje casi tan importante como sus amos; incluso, según el mismo periódico, desató una tempestad de aplausos el actor que hacía su papel en una cancioncita del acto tercero compuesta de dos coplas y un estribillo, también con letra «hispanoafricana» (y que puede desechar sin escándalo cualquier antología de la poesía dieciochesca). La noche del estreno se cobraron más de 12.000 reales, cantidad que sólo alcanzó otra función durante toda aquella temporada, y esta obra fue la que se repuso más veces, incluso después del fallecimiento de la autora, siendo utilizado aún en 1817 el ejemplar manuscrito de la Biblioteca Histórica Municipal de Madrid que sirvió para la primera representación95.

La autora, sensible a la crítica del Memorial, contestó en el periódico de Manuel José Quintana, Variedades de ciencias, literatura y artes96 con tono agresivo e irónico, firmando con las iniciales «M.R.G», burlándose de los «felices Adonis de nuestro siglo» que no habían encontrado a ninguna amazona «que a vista de uno de [ellos] se hubiera derretido, pero también acaso [les] hubiera hecho la mamola»; y no carece de interés una frase que trata de justificar su empresa: «me vi en la precisión -escribe-, para no alarmar a los primeros [los actores] de ponerle a mi comedia "traducida del francés", y para complacer, o placer [es burla del verbo empleado por el periodista] al segundo [el público] de imitar las bellas escenas del Desdén [con el desdén, de Moreto], aunque en otras costumbres, y la inimitable versificación de nuestros poetas antiguos».




ArribaAbajoTeatro y público en los años del estreno de La familia a la moda

¿En qué circunstancias fue representada la comedia original La familia a la moda el 14 de abril de 1805 y siguientes en la apertura del año cómico de 1805-1806?

La famosa y efímera Junta de Reforma de los Teatros, dominada por los partidarios del neoclasicismo y creada por real orden de finales de 1799, acababa de ver mermados sus poderes el 24 de enero de 1802, quedando disuelta el 1 de marzo de 1803 a consecuencia de sus desaciertos económicos, de la reapertura del teatro de los Caños del Peral patrocinado por la Junta de Hospitales, la cual no paró de luchar contra el poder omnímodo de la anterior, y también de la oposición de los regidores desposeídos de sus antiguos derechos de intervención que se habían traspasado al Consejo; en pocas palabras: vencida por una coalición de intereses complejos vulnerados y la temprana pérdida de apoyos políticos de alto nivel unida a la actitud ambigua de otros gobernantes, entre ellos el mismo Godoy97. Para más inri, el teatro del Príncipe quedó totalmente destruido por un incendio en julio de 1802. Entonces se inició un breve periodo de transición (de «revolucionario» lo califica varias veces el censor Díez González) en el que se hicieron varias tentativas para administrar los teatros restantes, se manifestaron con mayor claridad las disensiones y rivalidades entre los actores, y, como era natural, se ajustaron ciertas cuentas, siendo una de las víctimas el propio Moratín cuya comedia El barón sufrió una bronca organizada en el coliseo de la Cruz el día del estreno (28 de enero de 1803) por los aficionados al de los Caños, el cual había puesto en cartel tres semanas antes un plagio de esta obra intitulado La lugareña orgullosa para vengarse de una mala jugada análoga que había sufrido dos años antes por parte de la Junta de Reforma. El año siguiente se estrenó La mojigata, también de D. Leandro (19 de mayo), manteniéndose once días seguidos, con buenas entradas.

Las obras más apreciadas en 1804 y 1805 en el teatro de la Cruz, si nos fijamos a la vez en los dos parámetros de las recaudaciones y de la permanencia en cartel, son de distintas tonalidades y suponen cierto eclecticismo en los espectadores, pero sólo pueden dar, como es natural, una idea aproximada de las preferencias del público porque algunas otras, que ya resultaban menos atractivas, lo debían sólo al afán de novedad de los madrileños, quienes las apreciaron a veces muchísimo en temporadas anteriores. La pieza, nueva precisamente, que obtiene los sufragios más favorables es uno de los primeros melodramas (en el sentido ya no etimológico), de la época, adaptado del francés Pixérécourt por Rodríguez de Arellano e intitulado La mujer de dos maridos, que se representa quince días seguidos con un promedio de más de 7400 reales diarios (recordemos que la mayor parte de las comedias no se mantenía más que unos pocos días seguidos en cartel y que las entradas iban disminuyendo regularmente, con algún que otro empujón hacia arriba los días de fiesta, y alcanzaban las más veces unas recaudaciones inferiores); la misma obra, con éxito levemente menor, prosiguió su carrera en la temporada siguiente de 1805-1806. Luego viene un drama sentimental ya conocido de los madrileños pero siempre tan interesante, Misantropía y arrepentimiento, del alemán Kotzebue, traducido a partir de una versión francesa (nueve días, 7000 reales por sesión); como se ve ya, la moda del género patético no decae. A estas piezas deben añadírseles varias refundiciones o arreglos de comedias áureas, también representados con anterioridad y que a pesar de ello siguen descollando entre las obras más concurridas: son la «tragedia» Sancho Ortiz de las Roelas, arreglo por el ya difunto Trigueros de La Estrella de Sevilla, entonces atribuida a Lope; La moza de cántaro, también de ambos ingenios, El pretendiente con palabras y plumas, refundición de una comedia tirsiana; San Isidro Labrador (El lucero de Madrid), de Zamora, dramaturgo de principios del XVIII; y por último una comedia perteneciente al género de las llamadas «de magia», inagotables por muy antiguas que fuesen, pero siempre tan aparatosas y para las cuales se gastaban miles y miles de reales entre las decoraciones y las tramoyas: El mágico Fineo, de Manuel Fermín de Laviano (1782), el promedio de cuyos ingresos en trece días seguidos asciende a 7500 reales. Una sola comedia, muy poco parecida a las anteriores por ser de corte clásico como La familia a la moda, pero nueva, se estrena con éxito alentador, aunque efímero, para esta clase de obras: me refiero a La mojigata, ya citada, de Leandro Moratín (once días con 5570 por sesión).

En la temporada anterior (1803-1804), el panorama de la Cruz era más o menos idéntico: la comedia de magia El mágico de Eriván, de Valladares, estrenada en 1782, duró catorce días seguidos con unas recaudaciones que se mantuvieron regularmente alrededor de los 8000 reales; dos dramas de tipo lacrimoso, Cecilia y Dorsán, a la que antes nos hemos referido, y El duque de Pentievre, ambos adaptados del francés por Rodríguez de Arellano -y eso que afirma Cotarelo que «el despego por lo francés en literatura comenzaba a generalizarse»...-, destaca por sus ingresos y el número de sus representaciones; La restauración de Madrid, de Laviano, durante el período de las fiestas navideñas, es decir en condiciones favorables pero que no bastan para explicar su atractivo, se representa del 25 de diciembre al 8 de enero, alcanzando más de 8000 reales de media diaria; por último, varios arreglos de comedias áureas, ya sea por la cifra de sus entradas o por el número de sus representaciones seguidas, o ambas causas juntamente, merecen mencionarse entre las obras que también seducen a muchos madrileños: Antes que te cases mira lo que haces, (El examen de maridos), de Ruiz de Alarcón; La moza de cántaro, de Lope y Trigueros; Lo cierto por lo dudoso, del mismo y de Rodríguez de Arellano; pero conviene repetir que el menor concurso conseguido por algunas otras piezas no significa que dejen indiferente a la mayoría de los espectadores, sino que por ya vistas, y a veces muy celebradas, no pueden competir con las nuevas del mismo género o afines: así La moscovita sensible, de Comella, estrenada en septiembre de 1794; en cambio, como es natural, tampoco basta con que sean nuevas para figurar entre las más aplaudidas. Entre las comedias clásicas, El barón, de Moratín, no alcanza más que seis representaciones, con recaudaciones medianas, si bien llegó a siete en la temporada anterior. Pero peor acogida reciben muchas comedias del Siglo de Oro, como La dama duende, Juan Labrador, El mejor alcalde el Rey, Para vencer amor querer vencerle, El secreto a voces, El lindo don Diego, El vergonzoso en palacio, etc., que sirven sobre todo para llenar los vacíos y contribuyen, a pesar de «ahuyentar a las gentes del teatro», según escribía años antes el corregidor Morales, a asegurar la permanencia del repertorio del siglo anterior -me refiero al XVII- al parecer más apreciado del público culto que del popular.

Por haber destruido completamente un incendio, como es sabido ya, el teatro del Príncipe en la noche del domingo 11 de julio de 1802, aún no funcionaban tres años después en la Villa y Corte más que los dos «coliseos» de la Cruz y de los Caños del Peral. Éste tenía la particularidad de no dejar tanto tiempo las obras en cartel (y por lo mismo, de multiplicar los estrenos o reposiciones), de manera que resulta más difícil formarnos una idea de las piezas más apreciadas del público; sin embargo, durante la temporada que precede inmediatamente al estreno de La familia a la moda, se puede observar que se dio indudablemente la preferencia a algunas cuya elección por la compañía no carece de significación. Por algo en efecto se repuso la primera parte del celebérrimo Federico segundo de Comella para las fiestas de Navidad de 1804 y año nuevo de 1805, en que el cese del trabajo en ciertos días atraía a muchos individuos de las clases populares. Esta comedia, en la que se mezclan lo militar, lo lacrimoso y, ya que no la risa, sí al menos el buen humor (amén de las clases ínfimas, «reales» o fingidas, con las más elevadas), y que se estrenó en 1789, permanece en cartel quince días seguidos, con unas recaudaciones nunca inferiores a 9000 reales durante los siete primeros, si bien es preciso tener en cuenta que los llenos en el teatro de los Caños, a diferencia de los de la Cruz que alcanzaban alrededor de unos 9500, producían más de 12000, con precios de entrada también más elevados; así ocurre por ejemplo cuando el estreno de una tragedia nueva, estética e ideológicamente más moderna que las de la época «arandina»: el Pelayo, de Quintana, con un producto de 11.546 y 12.141 en las dos primeras representaciones, de las cinco que se le dedicaron durante aquella temporada de 1804-1805; El convidado de piedra, de Zamora, con casi un siglo de antigüedad, sobrepasa los 11.700 reales en la primera de sus cuatro sesiones, y El ángel lego y pastor, San Pascual Bailón, de Antonio Pablo Fernández (que databa de 1745), del 16 al 26 de marzo inclusive, excede un día los 12.300 reales y otro los 10.000.

Durante el año cómico anterior de 1803-1804 no se había distinguido prácticamente de las demás en los Caños ninguna obra, ni siquiera las óperas y operetas nuevas, muchísimo más numerosas en ese coliseo dedicado casi exclusivamente hasta finales del XVIII al arte lírico. Pero a pesar de todo, y para ilustrar esta inicial dedicación y las tendencias que se han puesto en evidencia más arriba, La muerte de Abel, drama sacro de Legouvé, en traducción de Saviñón, el cual agregó dos «máquinas poéticas» aparatosas (el fuego que baja del cielo a consumir las ofrendas de Abel, y la voz divina que en medio de truenos y relámpagos pronuncia la maldición de Caín) se representa seguido de un concierto de 69 instrumentos gracias a las dos compañías de los Caños, una «de ópera» y otra «de verso»; fueron indudablemente pocos días, si comparamos con los exitazos de la Cruz: del 19 al 23 de febrero, durante la Cuaresma; pero ya se había puesto el 30 y el 31 de mayo anterior, con una opereta nueva (12.106 y 8.982 reales), dos veces más en junio, y otras dos en noviembre; los primeros días producen las sumas más cuantiosas de la temporada; lo mismo ocurre del 25 de febrero al 4 de marzo con el estreno de la Atalía, de Racine, traducida por Llaguno y Amírola en 1754, y según los periódicos del tiempo, más aplaudida por «los sabios» que por el conjunto del público, pero que venía con un segundo concierto, «todo nuevo», y, naturalmente, la Ester, del mismo, traducida por Enciso Castrillón, con un tercer concierto, igualmente «todo nuevo», siendo repuestas a los pocos días con los imprescindibles conciertos: lo espectacular, si bien aquí en circunstancias favorables, la novedad y la música siguen formando parte de las preferencias de los madrileños, al menos de los que podían permitirse el gasto, más elevado, de una entrada en los Caños.

La conclusión que se desprende de este breve cuadro es que una comedia de costumbres contemporáneas como La familia a la moda tenía pocas probabilidades de suscitar el entusiasmo general del público. Y sin embargo, el mayor éxito del medio siglo lo había de conseguir otra comedia de corte clásico, en la que también se planteaba el problema a la sazón tan candente de la libertad de elección de las jóvenes frente al matrimonio: El sí de las niñas, de Leandro Moratín, unos nueve meses escasos después del estreno de la obra de María Rosa de Gálvez.

De todas formas, la autora parece haber concedido menos importancia a sus comedias que a sus tragedias si juzgamos por la advertencia preliminar que redactó para el tomo segundo de sus obras. Recordando un debate que se remontaba prácticamente a la primera mitad de la centuria anterior, escribe que la escasez que en este último ramo se observa en España «es más bien nacida de no haberse nuestros ingenios dedicado a cultivarlo que de su ineptitud para haber dado en él pruebas de su fecundidad», agregando que hasta la fecha no tenían los españoles una tragedia perfecta por no corresponder dicho género a las preferencias del público; de ahí que las que se han aplaudido, escribe, han sido las extranjeras; y, curándose en cierto modo en salud:

pero el miserable Español que se atreve a escribir una tragedia, ¡triste de él! Aunque haya en ella primores que compensan sus defectos [...] no hay remedio; se critica, se satiriza; en una palabra, se le hace escarmentar o acaso maldecir la negra tentación en que cayó de escribir original y no traducción. De aquí es que hay un diluvio de traductores, y por milagro un ingenio [...] como si Apolo hubiese negado su influencia a la nación que produjo los Lopes, los Calderones y los Moretos...»



En medio de esta «epidemia de predilección a los extraños y desprecio de los propios», se atreve pues a publicar «unas tragedias que son originales, y sea cual fuere su mérito, sólo son producción de una mujer española». Y tiene clara conciencia de que «atrevimiento es en [su] sexo y en estas desgraciadas circunstancias de nuestro teatro ofrecer a la pública censura una coleción de tragedias», tanto más que este mismo sexo y su situación penosa no le han permitido «limarlas con más escrupulosidad» ya que el mérito de tales obras «es más bien debido a la naturaleza que al arte, con que no [le] ha sido fácil adornarla»; como quiera que sea, -concluye- no ambiciona «una gloria extraordinaria», contentándose con la indulgencia y aprobación que merece su sexo, y si no se realiza esta esperanza, está «bien segura de que la posteridad no dejará acaso de dar algún lugar en su memoria a este libro, y con esto al menos quedarán en parte premiadas las tareas de su autora».




ArribaAbajoEl estreno de La familia a la moda

En el teatro de los Caños, pues, tuvo lugar el estreno de la «comedia nueba intitulada La familia a la moda», el día de la apertura de la temporada dramática de 1805-1806 -la misma, como queda dicho, en que vieron los madrileños por primera vez la obra maestra de Moratín en la Cruz-, 14 de abril, con la opereta El médico turco, reiterándose las sesiones hasta el 17 inclusive, en que fue sustituida la segunda pieza por otra opereta intitulada El porfiado, o Quien porfía mucho alcanza, sin que este cambio parcial de programa tuviese notable incidencia sobre las recaudaciones, las cuales, habida cuenta de las máximas elevadas realizadas por aquel teatro y de las circunstancias por otra parte favorables, al iniciarse el año cómico, no pasaron de medianas, exceptuando, casi podríamos decir que naturalmente, la primera: 8013 reales, 4345, 2335, y, por último, 1658; hubo una reposición, con la opereta Miguel Ángel, el 2 y el 3 de mayo, pero fue aún peor: 1661 y 1620 reales escasos, y la obra no reaparece hasta el 4 de octubre de 1807, para tres funciones seguidas; de manera que distó indudablemente de constituir un éxito, a diferencia de algunas otras a las que ya me he referido.

El dictamen del censor general de teatros, Casiano Pellicer, fechado a 10 de marzo de 1804, y no 1805, como a veces se afirma98, fue favorable: la obra -escribe en uno de los folios últimos- «está arreglada a las leyes del Teatro, pues ridiculiza las casas y familias gobernadas por cabezas encaprichadas en seguir ridículamente las modas, y [...] tanto por esto como por no contener cosa alguna contra las leyes del reino, ni las buenas costumbres [...] soy de parecer que puede representarse en los teatros públicos, siempre que se observen escrupulosamente todas las correcciones que se han hecho y se omita todo lo rayado», lo cual se reduce a casi nada. La fecha temprana de la censura, levemente anterior, incluso, a la apertura del año cómico de 1804, que fue el 1 de abril (la mención del estreno de 1805 en la portada del manuscrito es de letra distinta a la del texto), nos da la seguridad de que la autora tenía ya concluida e incluso preparada su comedia para la compañía un año antes de lo que se venía suponiendo. Y es que no todos opinaban como Pellicer, pues se niega éste a tomar en consideración, según afirma, una «censura anónyma que se ve al pie del Acto III», la cual a todas luces ha desaparecido o venía tal vez en otro ejemplar, pues no puede lógicamente reducirse, pese a lo que opina Bordiga Grinstein, a un simple corchete marginal frente a cuatro versos. Por otra parte, el dictamen que empieza al final del folio en que concluye el de Pellicer, y que lleva la firma (sólo ésta es autógrafa) del subdelegado del gobernador del Consejo, marqués de Fuerte Híjar, no es de 1804, sino, incuestionablemente, de 1805 (verdad es que no siempre se esmeraban mucho los censores, o por mejor decir sus amanuenses o secretarios, en formar las letras y cifras; el propio Goya solía omitir el trazo superior horizontal en el «5»)99, y tiene relación con otro documento publicado años hace por Serrano y Sanz, esto es, con un recurso de la autora ante el gobernador del Consejo, fechado el 26 de febrero de 1805: en éste100, declara doña María Rosa que «estando ya recivida y repartida para su representación en el coliseo de los Caños del Peral», la vicaría eclesiástica denegó la licencia «por ser la insinuada comedia "inmoral y ser escuela de la corrupción y el libertinaje", como manifiesta la nota puesta al fin de la misma, que la suplicante exhibe ante V.E.»; la colocación de dicha «nota» corresponde perfectamente a la de la desaparecida censura negativa que venía al pie del acto tercero, según advertía Pellicer; el caso es que la gestión de la autora acarrearía, según sus propias palabras, «contestaciones dilatadas y molestas», por culpa de un clérigo cerrado de mollera que, como sugiere doña María Rosa a medias palabras, no se tomó la molestia de leer detenidamente la comedia. Además, en la cubierta de este documento, según el citado Serrano y Sanz, se lee: «Se dio licencia para la impresión y se remitió la Comedia al Secretario de Teatros en 17 Marzo»101, o sea un día antes de dar Fuerte Híjar su aprobación para el estreno. Y efectivamente, entre el visto bueno de Pellicer y la concesión de la licencia por el subdelegado, no se ha advertido que una mano distinta (que rubricó sin firmar) puso simplemente, y es de suponer que a mediados de marzo de 1805: «Imprímase»; por ello escribe el marqués que «el Decreto antecedente [reducido, como vemos, a un verbo] equivocadamte se puso pa la Lizencia de Representar esta Comedia como si fuera pa imprimirla», pues de imprimirla no se trataba, sino de representarla. De manera que de la censura negativa del clérigo de turno a la resolución final de Fuerte Híjar transcurrió más de un año.




ArribaAbajoLos personajes

Según el manuscrito de la Biblioteca Histórica Municipal de Madrid (BMM), que es el utilizado por el «Primer Apunte» el día del estreno («Oy 14 Abril 1805. / se estrenó»), el reparto fue el siguiente102 (añado los nombres de pila):

Don Canuto de PimpleasRafael Pérez
Madama de Pimpleas, su esposaÁngeles Ortega
Doña Guiomar, su cuñadaJoaquina Briones
Faustino, hijo de D. CanutoAntonia Prado
Doña Inés, hija de D. CanutoMaría Maqueda
Pablo, criadoJoaquín Suárez
Teresa, criadaGertrudis Torre
El Marqués de AltopuntoEugenio Cristiani
TrapachinoIsidoro Máiquez
Don FacundoAntonio Martínez
Don CarlosJosé Infantes

En primer lugar, aunque algunos nombres de protagonistas son distintos de los que solían usarse en la realidad, sí la reflejan a su modo sugiriendo el «carácter» o el defecto de cada uno de los que son más bien tipos sociales; así don Canuto, capitán retirado, presumiblemente llamado así por ser el canuto la licencia absoluta concedida al militar, aunque también pudo intervenir la voz «cañuto» o «cañutazo», es decir: chisme, por celebrar sus habladurías las personas de distinción mientras le estafan en el juego: de viejo maldiciente y fanfarrón se le califica en la escena séptima del acto tercero; no tengo ninguna seguridad de que en el argot de la época se usara ya la expresión «pasarlas canutas», que es lo que le ocurre por su despreocupación; en cambio, como padre, es decir, según la tradición teatral, anciano, y además sesentón, había de criar canas; don Canuto se llama ya uno de los paseantes del Prado con quien se cruza el capitán encarnado por el actor Garrido en la tonadilla de Pablo del Moral Las sillas del Prado y las andaluzas, de 1791; más «Canutos», graciosos o francamente cómicos, aparecen en Más sabe el loco en su casa que el cuerdo en la ajena, de Concha, estrenada el mismo año, en la tonadilla La Anita, de Joaquina Comella (1794), en el sainete de González del Castillo El día de toros en Madrid, en Las tramas de Garulla, atribuida a Zavala y Zamora (1806). En cuanto a «Pimpleas», que, como adjetivo femenino, significaba: «pertenecientes a las musas», no parece tener a primera vista relación con el que lleva este apellido, pues nunca se apodera de él, ni mucho menos, lo que Leandro Moratín llama el furor pimpleo, y en este caso, supongo, sin mucha convicción por cierto, que será a un tiempo eco asonante de «simplezas» («y hasta mis propias simplezas / son gracias muy celebradas», dice), y fruto de un cruce con «pamplinas», a no ser que proceda de alguna obrita del teatro breve, que desconozco...; de todas formas, cobra una tonalidad cómica que corresponde al «carácter» del personaje, formando contraste, al menos en la época, con el «don» y la partícula «de», que denotan hidalguía. Como buen militar que fue, acostumbrado a la dura vida castrense, suele soltar tacos y porvidas, señas externas de «virilidad». Con «Madama» nos enteramos bien de la afición incondicional a lo francés y coquetería de la esposa de don Canuto, pues era tratamiento que se daba con frecuencia a las presumidas y, naturalmente, a sus modistas extranjeras o afincadas en España en no pocas obras satíricas o del teatro breve prácticamente desde hacía un siglo; de finales del XVIII se pueden citar, entre otras, una tonadilla a solo de 1780 con música de Rafael Esteve, con una «madama» petimetra, el sainete Los currutacos chasqueados, con una tal «Madama Escrúpulo», representado en 1798 y 1800, otro sainete entonces también reciente, de Comella, La burla de las modas, o Las pelucas de las damas (1799), en el que, como en La familia a la moda, un marido tiene que poner coto a los despilfarros de una esposa aficionada a la moda parisina, dos de cuyas representantes se llaman, cómo no, «Madam Culot» y «Madama de la Corneta», etc.103 El marqués de Altopunto, estafador que se prevale de su noble alcurnia, tiene un título campanudo, un título que no deja de recordar el del fingido marqués de Fontecalda de La señorita malcriada iriartiana, o, mejor aún, el del no menos supuesto barón de Montepino ideado por Moratín (cuya primitiva zarzuela, El barón, ya convertida en comedia en dos actos, acababa de estrenarse en 1803), y, según la tía doña Guiomar, tiene la culpa de todo, pues «por dar tono» a Canuto, provoca «su abandono / y desorden»; Trapachino debe su nombre a su calidad -digámoslo así- de trapacero o trapacista, con terminación más o menos acorde con la identidad del potentado italiano que finge ser, así como del «maestro» de música que es del joven Faustino, y las sílabas finales de su nombre aconsonantan, tal vez no por casualidad, con las de la expresión «engañar como a un chino»; pero tiene otra particularidad, propia de no pocos personajes venidos a menos en las comedias heroicas de la época (si admitimos que el XVIII puede prolongarse hasta 1808) e incluso en obras de la centuria anterior (me refiero por ejemplo a El vergonzoso en palacio, de Tirso), y es que se trata, al menos así lo pretende, de un príncipe encubierto, de un «gran potentado / de su patria desterrado» que se gana la vida ejerciendo un oficio menor, como el Lord Wantain de la Justina, de Zavala y Zamora (1788), o el Mateo Kulmen de la segunda parte de Catalina segunda emperatriz de Rusia, de Comella (1800), o también el conde de Worset en Cecilia y Dorsán, de Rodríguez de Arellano (1800), o el lord Monrose en Le café ou l'écossaise, de Voltaire, que tradujo Iriarte, y otros más protagonistas de comedias en las que la rehabilitación final del exiliado puede combinarse con la anagnórisis para restituirle al hijo o a la hija el alto rango social que no se sospechaba; y no hablemos de la celebérrima primera parte del Federico segundo, de Comella; sólo que en el caso de Trapachino se trata de un impostor, como los antes citados Fontecalda y Montepino, protagonista el segundo de El barón, obra en la que el sesudo D. Pedro -que hace en ella un papel bastante parecido al de Guiomar en la de la Gálvez- le contesta a su hermana ansiosa de ascender socialmente casando a su hija con el falso titulado, que tales enlaces se ven «en las comedias, que vienen / príncipes de Dinamarca / vestidos de jardineros / y están de amores que rabian / por alguna pastorcica». En cuanto a D. Facundo, letrado, es decir abogado, y por lo mismo elocuente, ningún nombre le podía convenir mejor. Del de doña Guiomar, mujer anciana y viuda (y fea), mayor que su hermano Canuto a pesar de los sesenta años de éste, basta decir que su tonalidad noblemente arcaica (recuérdese tan sólo el seudónimo castizo del secreto amor de la madurez de Antonio Machado) consuena con la personalidad de la protagonista, de rancia estirpe montañesa, graciosa aunque simpáticamente linajuda (sin la exageración de los figurones de El dómine Lucas, de Cañizares, y de Un montañés sabe bien dónde el zapato le aprieta, de Moncín, estrenada la segunda comedia en 1795), lo cual se corresponde bien con el concepto en que tenían los madrileños a los de aquella provincia. Guiomar viene a ser por su parte el símbolo de la autenticidad española y representa en cierto modo el sentido común, no desprovisto de ironía, que se manifiesta en forma de refranes, además de ser buena cristiana, frente a la superficialidad extranjerizante que impera en casa de su cuñada (de mojigata la trata el insolente Faustino).

En aquella casa -probablemente madrileña- en que «reina la moda» -entiéndase la «transpirenaica», como dijera García de la Huerta-, una moda observada efectivamente por no pocas familias de las clases pudientes, a las que trataban de imitar otras de posición social menos elevada (doña Guiomar confía en que su sobrino ha de ser un día buen caballero), menos opulentas que deseosas de presumir, en aquella casa, pues, la madre, tras una temporada en Francia, ha intentado trasladar a su tierra las costumbres de las personas del «gran tono» con las que ha alternado. Y esta particularidad nos permite observar ya que la actitud que en tantas comedias o sátiras contemporáneas se atribuye a los jóvenes que regresan a España después de «correr cortes» o fingiendo haberlas corrido, renegando de todo lo español por atrasado a sus ojos, aquí es una mujer la que la manifiesta, y tanto es así que la criada, tradicionalmente encargada de representar en ese tipo de comedia la cordura y sentido común frente a los desvaríos de los amos, es la que, por mimetismo, mayor afición le tiene a esa moda. Pero en conformidad con las obras antes citadas, la madre quiere que su hijo se eduque en Francia, y esto basta para que surja el recuerdo de aquel que en la sátira de Jovellanos, «se educó en Sorez[e]», con el escaso provecho que todos sabemos104.

¿Cuáles son las características de dicha moda? Ante todo conviene observar que en la comedia de la Gálvez se reúnen varios temas fundamentales de la crítica social que ya se dan en otras obras teatrales anteriores, empezando (o más bien concluyendo, ya que estamos a principios del XIX) por las propias, Un loco hace ciento y Los figurones literarios, e incluso El egoísta, aunque en menor medida pues se trata de una comedia «patética» (menos lacrimosa que otras), y que no pocas veces su lectura trae a la memoria varios tipos, algunos de los cuales han llegado a convertirse en tópicos, determinadas situaciones, ciertos procedimientos, a que estaban acostumbrados los espectadores madrileños, lo cual no significa, ni mucho menos, que La familia a la moda carezca de originalidad, según veremos más adelante.

La indumentaria femenil a la francesa, quizá más que Madama, la cual no para sin embargo de mudar de ropa de gala, la lleva, como queda dicho, exageradamente («ridículamente», dice la acotación inicial, lo cual viene a ser lo mismo en casos semejantes), la «doncella de cámara» del ama, Teresa, vistiendo el entonces famoso «traje de sutileza», como se lo censura el criado celoso Pablo, ex amante correspondido y ahora despreciado. Se trata de la famosa «camisa», según la terminología de la época, un vestido venido de Francia después del golpe de Termidor y de principios del Directorio en 1794-95 (y cuyo uso se fue generalizando en los años sucesivos hasta el Imperio), cuando la juventud de la buena sociedad parisina sustituyó la austeridad hasta entonces imperante por un ansia de gozar de la vida y divertirse, distinguiéndose entre las más elegantes e incluso escandalosas, pero modélica ella, la hermosa Teresa Cabarrús, hija del conocido hombre de negocios y estadista hispanofrancés. La camisa era en efecto muy sutil, hasta tal punto que dejaba adivinar -en aquella época, era tanto como ver- las turgencias del cuerpo femenino cubiertas por los pantalones que se traslucían; y su cintura alta, generalmente adornada con una pretina, estaba colocada debajo de los brazos, en la misma base de los pechos, los cuales quedaban puestos en valor, por no decir en evidencia; por ello le dice Pablo a la criada que ha adquirido «un desnudo en el vestido / que [se] trasluce», y de ahí el constipado que sufre la presumida; menos mirado, un francés malhumorado dijo unos años después de la Cabarrús que de ella habían aprendido las mujeres a «andar con el c... desnudo y enseñar lo que la vergüenza mandaba ocultar». Fueron aquéllos los años de las «merveilleuses» («maravillosas») y de los «incroyables» («increíbles»), cuyos primos hermanos e imitadores se llamaron en España «currutacos» y «currutacas» o «madamitas del nuevo cuño», nueva generación de petimetres (de «petimetrerías» habla Pablo, y Madama se autodenomina «petimetra fina»), ridiculizados en tonadillas y sainetes así como en la prensa; incluso suelta Teresa un galicismo diciendo que entre los señores tiene más de un «amoroso» (de: «amoureux», esto es: «enamorado» o «amante»)105. En cambio, doña Guiomar viste «ricamente a lo antiguo» y es muy madrugadora; porque el otro vicio traído de allende el Pirineo es la costumbre de levantarse tarde, contagiándose también la servidumbre, pues a Pablo le molesta que le despierten a las nueve de la mañana y a estas horas están aún durmiendo los amos, ya que la esposa, por afrancesada que sea, «todavía no ha perdido / de dormir con su marido / la grosera extravagancia», según dice Teresa106. Es que si se les pegan las sábanas, se debe a que el marido no se acuesta hasta la una de la madrugada por pasarse todo el tiempo jugando al tresillo o al mediator a peseta el tanto y, naturalmente, perdiendo el poco dinero de que dispone, mientras la esposa se divierte sin él en los bailes a que la convidan, dejando a la hija encerrada en un convento por destinarla al monjío; una madre en alguna medida precursora de la de una comedia que había de escribir más tarde Martínez de la Rosa, intitulada La niña en casa y la madre en la máscara. De ahí la decadencia de la cortesía española que lamenta Guiomar, pues ninguno de casa fue a acogerla a su llegada la noche anterior. Se trata pues de un típico matrimonio «moderno», con unas relaciones conyugales laxas, parecidas a las que le proponía al viudo don Gonzalo la astuta doña Ambrosia en La señorita malcriada: «Que se divierta / a su modo; haré lo propio [...] / Unidos más que sujetos, / haremos buena pareja».

En cuanto al joven Faustino, víctima inconsciente de una educación naturalmente desatendida, es de la familia de aquellos mozos con quienes nos tienen familiarizados los «moralistas» de entonces, desde Cadalso en su séptima Carta marrueca hasta D. Mariano, «señorito mimado» de Tomás de Iriarte o el D. Claudio moratiniano de La mojigata, sin olvidar al fingido «majo, en siete varas / de pardo-monte envuelto» fustigado por el Jovellanos de la ya citada segunda sátira A Arnesto, etc. Faustino tiene por compañero un aguador asturiano y se divierte con los cocheros en la cuadra107, de la que sale desgreñado y con el pelo lleno de paja, es jugador como su maestro Trapachino (y su antecesor D. Mariano), se expresa como un pillo, soltando tacos a imitación del padre y hablando con mucha llaneza y familiaridad -también como los jóvenes castigados por Iriarte-, incluso a veces en argot, desechando por el tuteo con sus genitores, a diferencia de su hermana, el habitual tratamiento respetuoso de «vuestra merced», ya pronunciado «usted», que se usaba entonces en la vida diaria y ha sobrevivido hasta nuestro siglo en no pocas familias (en la mayoría de las comedias en verso, si bien no ya no en las de D. Tomás, se seguía usando el tradicional voseo; por ello dice Faustino que sus padres, «por no dar[l]e sujeción, / no gastan el vos» con él, es decir que no se lo exigen ellos, a pesar de la formulación algo ambigua); ese tuteo intempestivo, si recordamos la escena octava del acto primero de Los figurones literarios, era manifestación de «marcialidad», o sea de despejo (otros decían: descaro), en las jóvenes generaciones no conformistas. En lugar de mostrarle respeto a la tía, también la ofende Faustino tuteándola, sin darse cuenta siquiera de que, además, convenía hacerle el besamanos en lugar de abrazarla campechanamente haciendo implícitamente caso omiso de la tradicional jerarquía familiar: recuérdese tan sólo la reconvención de D. Diego a su sobrino en el acto segundo de El sí de las niñas («sin besarme la mano, ¿eh?»), así como la escena evocada por Antonio Alcalá Galiano al referirse en sus memorias a lo que él consideraba ya obligación poco grata impuesta por el autoritarismo de su abuelo108; y nótese que la buena Inés, mejor educada que su hermano, al regresar del convento con doña Guiomar contra la voluntad de su madre, le pide a ésta le dé su mano a besar e incluso se arrodilla ante ella en señal de respeto -y también por el temor que le tiene-, como hacen no pocos jóvenes «neoclásicos» con las personas mayores a quienes deben su dicha en los desenlaces de las comedias. En una «familia a la moda» quedan trastornadas las relaciones usuales, pues los padres son amigos del hijo, lo cual supone igualdad y ya no sujeción; por ello se desmanda Faustino tratando a su madre de loca al final de la obra. Medio siglo antes, el petimetre provinciano D. Carlos ideado por el Padre Isla en su Fray Gerundio se entregaba ya al «francesismo» porque -decía- «las maneras libres de esta nación han desterrado de la nuestra aquellos aires de servidumbre y esclavitudinaje que, constriñéndonos la libertad, no nos hacían honor».109 No es de extrañar, pues, que Guiomar manifieste la intención de negarle su herencia a «un impertinente, / votador, desvergonzado, / un monuelo mal criado / y un grandísimo insolente». El tema de la mala crianza debida a la irresponsabilidad y falta de autoridad de un padre o una madre también lo había puesto en escena -no sin dificultad, debido a la mala voluntad de los cómicos ante tal clase de comedia- Tomás de Iriarte en La señorita mal criada y en El señorito mimado unos quince años atrás. Las malas frecuentaciones de Faustino no le impiden conocer los bailes modernos, que le enseña seguramente su maestro de música, y la escena 11 del acto segundo nos lo muestra ensayando una contradanza inglesa, con la terminología adecuada, pero sustituyendo a la pareja ausente por una silla, y este pormenor procede a todas luces de una sátira de Juan Antonio Zamácola, alias «Don Preciso», aparecida en 1796 e intitulada graciosamente Elementos de la ciencia contradanzaria para que los Currutacos, Pirracas y Madamitas del Nuevo Cuño puedan aprender por principios a bailar las contradanzas por sí solos o con las sillas de su casa; naturalmente, a los pocos instantes agarra el joven a la tía indignada para «pegarle un revoloteo», prosiguiendo luego con Inés, la cual, como era de esperar, «no ha aprendido» nada parecido en su convento.

Resumiendo, pues: como dice Guiomar en la escena quinta del acto tercero,


... una familia a la moda
la compone un jugador
con una esposa indolente
y un muchacho impertinente.

Mucho más simpático le resulta a doña Guiomar el joven Carlos, hijo de D. Facundo, «militar pundonoroso», muy respetuoso con las personas mayores y enamorado quisquilloso, lleno de una bizarría que le mueve varias veces a meter mano a la espada para defender su amor correspondido, ante lo cual advierte su padre, como buen anciano típico de la nueva corriente ideológica fomentada por el gobierno, que la prudencia debe anteponer la paciencia al rigor; pero de todas formas, el muchacho «bien criado», aunque desafía a su competidor, no podía llegar al duelo sin desobedecer las leyes estrictas sobre el particular (véase El delincuente honrado), y que no ignoraba la autora; moderno joven modelo, Carlos, como su tocayo más cercano de El sí de las niñas, sabe dominar sus pasiones y, a pesar de su impaciencia, sufrir una afrenta de Madama por respeto al padre. D. Facundo, en virtud de un poder que los Pimpleas le han dado a cambio del pago de sus repetidas deudas, quiere casarlo con Inés, la infausta niña encerrada por su madre en un convento contra su inclinación a pesar de lo prohibido, al menos teóricamente, por las reales ordenanzas vigentes. Ocioso es decir que Carlos e Inés encarnan en la obra el único amor sincero y desinteresado, frente al de Trapachino, quien sucesiva o conjuntamente requiebra, por creerse irresistible, a la madre, a la hija, a la criada Teresa («mi sultana favorita»), e incluso a... Guiomar -que, según cree, se opone a que case con Inés por tenerle celos a él, con lo que ya nos rozamos con lo caricaturesco-, tratando de seducirla, debido a la «antigüedad» de la buena señora, con una tirada de versos a lo Calderón no exenta de reminiscencias gongorinas, llena de una «hinchazón» -acusación corriente entre los neoclásicos- perfectamente armónica con la supuesta fastuosidad del «potentado italiano en exilio».

Y también es este amor de los jóvenes antítesis de la teoría defendida por el marqués de Altopunto, quien afirma ante doña Guiomar que el matrimonio es un simple negocio en el que no entran los sentimientos, concepción muchas veces criticada por ser la más corriente en la buena sociedad y traer consecuencias funestas para las familias, y, de rebote, para el estado, pero que algunos de sus detractores no vacilaban en adoptar cuando se trataba del propio interés: así el financiero Cabarrús al casar por primera vez a su propia hija. El marqués estafador intenta conseguir de Madama la mano de Inés (a quien declara amar, cuando en realidad no ha vuelto a verla desde su tierna infancia) para restaurar su nobleza titulada con las «talegas», según dijera Faustino, de la joven, pero sin dejar de ser cortejo de la madre; porque, a imitación de la buena sociedad, la coquetona de la Pimpleas tiene su cortejo, (o por mejor decir, y el matiz no carece de importancia, de tal le califica la gente), plaga de la buena sociedad en opinión de los moralistas, pues hacía casi oficio de marido a sabiendas y con consentimiento de éste110. Pero además, por gustarle los requiebros de los hombres y ser su hija más bella y joven que ella, se niega Madama por despecho y hasta el final a consentir, como mandaba terminantemente la ley si no había «racional disenso», en casarla con D. Carlos, por quien siente también una indudable inclinación, compatible, como vemos, con la costumbre, por no decir institución, del cortejo; y de este nuevo sentimiento nos enteramos gracias al propio Canuto, quien, con «cachaza», afirma que no será «marido maza», o sea molesto con la esposa y amo en casa, por «tener mundo», como sus semejantes fustigados con indignación por Jovellanos y otros más.

Como antecedente inmediato, o embrión, de La familia a la moda en la producción dramática de María Rosa de Gálvez merece alguna atención su primera comedia, en un acto y en prosa, intitulada Un loco hace ciento, y destinada, según la autora, a servir de fin de fiesta para la tragedia Alí-Bek111. Después de recurrir con éxito un dictamen negativo de la Vicaría cuya imparcialidad ponía en duda, pudo no solamente estrenar su obrita con la anterior del 3 al 10 de agosto de 1801 en el teatro del Príncipe, sino que además, la Junta de Reforma que gobernaba entonces los teatros del reino publicó las dos el mismo año en el volumen V del Teatro Nuevo Español, una colección de piezas, según queda dicho, teóricamente conformes a la estética oficial de aquel momento.

En Un loco hace ciento, son dos hermanos, también montañeses, varones ambos, padre uno y tío el segundo de otra doña Inés, los que se enfrentan a propósito de la elección de esposo para la niña. Se llaman respectivamente don Pancracio y don Lesmes (éste también oficial retirado, como don Canuto, y deseoso, como doña Guiomar, de que le herede su sobrina), lo cual parece ser discreta alusión a «Don Pancracio Lesmes de San Quintín», seudónimo algo estrafalario bajo el que intervino Martín Fernández de Navarrete unos quince años antes en la polémica literaria con García de la Huerta. De manera más caricaturesca112, pero también con mayor comicidad que en La familia a la moda, se critica una vez más, según la Advertencia, «la preocupación de que están imbuidos muchos jóvenes que, sin haber casi respirado el ayre del otro lado de los Pirineos, vuelven a su patria despreciando todo quanto hay en ella, y haciendo consistir el aprovechamiento de sus viages en el ridículo mérito de vestir y producirse en la sociedad de un modo extraordinario». Tan acomplejado está don Pancracio por la «incivilización» o «barbarie» -que es en realidad rechazo al esnobismo afrancesado- de su tierra que llega a afirmar: «...todavía estamos por conquistar; [...] los Españoles somos salvages», palabras premonitorias éstas que, curiosamente, a los siete años escasos de pronunciadas, habían de hallar eco en la propaganda peninsular del autodenominado «regenerador» Napoleón y sus partidarios113. Y, como era de esperar, quiere don Pancracio que su hija case con un figurón ridículo, marqués de Selva-Amena114, que pretende haber vivido en París y respirado «los ayres transpirenaicos» (neologismo popularizado, a pesar suyo, por el ya citado Huerta), no habiendo pasado en realidad de Olorón, en la ladera del Pirineo, y salpica su conversación con términos de su idioma predilecto, por lo que incurre también naturalmente en algún solecismo y sobre todo en galicismos, en particular relativos a modas, peinados y demás fruslerías (de las que indudablemente estaba bien enterada la autora: véase la coetánea Coleccón general de los Trages..., de Antonio Rodríguez), pues a esta superficialidad se reduce su seudocultura. Como muestra del cociente de inteligencia, según diríamos hoy, del marqués, y para ridiculizar a un tiempo la admiración excesiva por lo extranjero, doña María Rosa adapta un epigrama de Moratín padre intitulado Saber sin estudiar:


Admiróse un portugués
de ver que en su tierna infancia
todos los niños de Francia
supiesen hablar francés;
«arte diabólica es
-dijo torciendo el mostacho-
que para hablar en gabacho
un fidalgo en Portugal
llega a viejo y lo habla mal,
y aquí lo parla un muchacho».

Y dice el marqués, con menos gracia, conviene reconocerlo:

Vm. y todos ven la dificultad que cuesta a qualquier Español aprender a hablar francés; pues mire vm., en París qualquier chiquillo de tres o quatro años lo habla corrientemente. ¿Qué dirá vm. de este prodigio?



La estratagema (ideada, adviértase, por la misma doña Inés) que permita sortear la terquedad del padre consistirá en fingirse el pretendiente «bueno», don Hipólito, más «a la moda», o sea más fanático aún por la moda de París, que don Pancracio y el propio marqués, valiéndose del castellano galicado de éstos y sobre todo sacando de un cofre unos trajes ridículos que les ofrece como pretensas muestras más recientes de la «ilustración extranjera», con unos espejitos, complemento indispensable para el elegante currutaco. El tío don Lesmes, indignado, quiere regresar a su Montaña, como la doña Guiomar de La familia a la moda, pero no tarda en arrepentirse don Pancracio, proclamando incluso antes de caer el telón la conveniencia de premiar «los desvelos de una Española amante de su nación, que por desterrar este defecto, ofrece esta pequeña pieza a la diversión del público».

En Los figurones literarios, en tres actos y en romance, no representada, pero publicada en el tomo primero de las Obras Poéticas en 1804, y redactada con toda probabilidad tres años antes115 se evoca el mismo problema matrimonial que en Un loco hace ciento (quieren casar a «la primavera [...] / con el invierno»), aunque con más superficialidad, menos consistencia, por ser la obra al fin y al cabo una crítica que apunta a múltiples blancos, también ella entre sainete y comedia de figurón (o por mejor decir, de figurones)116; pero se dan más analogías con la anterior: cada personaje ridículo lleva nombre apropiado y gasta un estilo a menudo contaminado por su manía «literaria» (en el sentido no restringido entonces de «perteneciente a letras y ciencias»); el barón de la Ventolera117, más «a la moda», esto es más afrancesado y burlesco aún que el marqués de Selva Amena, tiene por ejemplo que valerse de un diccionario para comprobar la existencia del verbo «hablar» en castellano118; en cuanto al arbitrio destinado a sacar de apuro a la pareja enamorada, es estructuralmente idéntico al de la comedia anterior: la joven Isabel, destinada a casar contra su gusto con un aficionado a antigüedades, logra convencer a su madre, muy inclinada al escapismo que supone la lectura asidua de los papeles periódicos de fuera119, de que el amante correspondido es también todo un «novelero universal», al tanto de las «intrigas generales de los reynos», aunque sean chinos o japoneses; ante semejante afinidad de gustos, al menos según cree, doña Evarista aprueba en el acto la elección de su hija, o, cuando menos, no se opone a ella. Como se ve, la tonalidad y la técnica distan mucho de ser las de la alta comedia. Por lo mismo, se debe apreciar con alguna prudencia el alcance de la actitud de la joven Isabel, la cual, por una parte, parece tomar en sus manos su propio destino valiéndose de «ingenio, amor y constancia» (suena como uno de tantos títulos octosílabos de comedias de capa y espada), sino que además se expresa con una franqueza y un desenfado implícitamente tenidos por desacostumbrados en una joven de su clase y educación, puesto que ya se anuncia esta particularidad antes de su primera salida120 y ella misma ruega en el desenlace se le perdonen sus «vivezas». Dicho de otra forma, creo que conviene atenuar en alguna medida la afirmación de D. S. Whitaker a propósito de la originalidad del tipo femenino encarnado por la joven, ya que, como escribe por cierto y con razón el estudioso norteamericano, la técnica de la autora es más bien la del sainete; el «ingenio» que manifiesta Isabel se reduce a poner por obra una receta dramática elemental para resolver una trama, pues mirándolo bien, no se trata aquí de defender con argumentos adecuados una tesis, la de la libertad de elección de los novios, sino ante todo de divertir a costa de una serie de tipos burlescos, de «deleitar», más que de «enseñar», al menos en lo que a matrimonios se refiere. De ahí la inflexión del «carácter» -si es que de carácter puede hablarse- de Isabel con relación al de la Inés de La familia a la moda. De todas formas, si es Isabel la que en el desenlace saca la moraleja, ésta no apunta al tema matrimonial, sino que va dirigida a los que alardean de «eruditos universales», simbolizados por don Panuncio, dramaturgo fracasado por encima (por lo cual se ha supervalorado la posible influencia de La comedia nueva moratiniana sobre la obrita de doña María Rosa); y por otra parte, después de decretar el referido don Panuncio por despecho y con ridícula autoridad que su sobrina ha de casarse con su hijo Alberto y ya no con el viejo «anticuario» que le destinaba, dice Isabel, cuyo consentimiento personal acaba de pedirle el prometido: «Yo ya había consentido, / pues mi madre lo celebra». Como Dios y la ley mandaban.

Antes de emprender el análisis del argumento de La familia a la moda, creo que conviene dedicar unas breves líneas a otra comedia (de tal se califica), en tres actos, de la Gálvez, cuyas coincidencias con la biografía de la autora analiza minuciosa y atinadamente J. Bordiga Grinstein, y en la que se da una tonalidad dramática y patética que los amplifica a los temas tratados en las piezas simplemente cómicas de la autora. Me refiero a El egoísta, cuyos protagonistas pertenecen, por lo mismo, a una clase superior a la de la familia Pimpleas, digamos la de los señores «del gran tono», con quienes sabemos que alterna don Canuto y a los que Madama trata de imitar. Milord Sidney es, como ésta, «petimetre», pero en grado naturalmente superlativo: un «calavera» carente de toda sensibilidad que «ha malgastado sus bienes», agotando también los de su esposa y empeñando todas las rentas de ésta, la cual vive en la indigencia con su niñito; todo ello porque «la ambición / De brillar es el deso / Que lo anima».121 Asiduo de las casas de juego al igual que don Canuto, Sidney no se deja desplumar como éste sino que, como seductor sin escrúpulos que es, se mantiene por el contrario en el lujo gracias a la generosidad de su querida, Jenny Marvod (en suma, un marqués de Altopunto o un «príncipe» Trapachino que se salió con la suya). A la Marvod la arrastró «en el sendero / Del vicio», obligándola incluso a admitir «los obsequios / De un poderoso», y acaba de poner los ojos en la joven hermana de ella, de doce años escasos. Por último, para heredar a su esposa, trata de envenenarla, por lo cual se le condena al destierro (que equivale a la casa de educación para Faustino, o a la renuncia de Madama a sus devaneos), concluyendo la obra con la separación patética de la familia, no muy distinta del desenlace de Misantropía y arrepentimiento, estrenada en enero de 1800.

Así pues, por medio del traslado del tema o de distintos temas afínes de La familia a la moda a un registro dramático, María Rosa de Gálvez, trocados también parcialmente los «caracteres», denunciaba de otra forma en esta comedia «seria» y con protagonistas de mayor predicamento social, las funestas consecuencias de la actitud que adoptan en su propia esfera los que, en lugar de contentarse con lo suyo, se afanan por ascender imitando, en aquellos «albores de la sociedad de consumo», según escribe acertadamente C. Martín Gaite122, y en perjuicio de la familia, a los más opulentos, por observar que «En el día el hombre rico / Todo lo gasta en el fausto / De su persona y su casa / Y en sus caprichos extraños».123 El castigo está proporcionado al género al menos tanto como al «vicio»: castigo y ruina de la familia en uno, escarmiento y salvaguardia in extremis del núcleo familiar en el otro.

Ese lujo, cuya crítica se suele fundar a menudo, y no por casualidad, en argumentos a un tiempo morales y económicos en los escritos de la época, no dejó de plantearles problemas a los contemporáneos por las contradicciones que entraña y resume con bastante claridad León de Arroyal en una de sus Cartas económico-políticas:

El lujo, a pesar de las aparentes ventajas que se le atribuyen por los que miran las cosas superficialmente, es la peste de las buenas costumbres y de la virtud pública; mas los tenderos y modistas clamarían contra las leyes que les procurasen contener. La introducción de superfluidades en un reino sólo sirve de aumentar hasta lo infinito las necesidades humanas y hacer los hombres infelices cuanto más necesitados; pero al que pensare en remediar la propagación de estas miserias advenedizas, le tendrían por el enemigo del comercio y aun de la naturaleza. Esta contrariedad de intereses hace que no pueda haber providencia que sea agradable a todos, ni que deje de lastimar a algunos.124



Años antes ya, Cadalso, Romà y Rosell, el abate de la Gándara, Enrique Ramos, el mismo Campomanes, Juan Sempere y Guarinos en su Historia del luxo y de las leyes suntuarias de España, y otros, se habían hecho eco de esa cuestión tan debatida a nivel europeo durante el siglo XVIII. El autor de las Cartas Marruecas nos ha pintado el retrato de un «poderoso de este siglo», escribe, a quien bien pudiera haber tratado de imitar en su tiempo otra familia Pimpleas, pues le despiertan «dos ayudas de cámara primorosamente peinados y vestidos [...], pónese una camisa finísima de Holanda, luego una bata de mucho gusto tejida en León de Francia [...]; paga a un maestro de música y otro de baile, ambos extranjeros», etc.125

Ateniéndonos solamente a la moda en el vestido, y en particular femenina, no estará de más recordar el interesante capítulo que dedica a la cuestión del lujo Paula de Demerson en su biografía de la condesa del Montijo, secretaria de la Junta de Damas vinculada a la Sociedad Económica Matritense en 1787126. En él se evocan los sucesivos y vanos esfuerzos del gobierno por contener por medio de leyes suntuarias, pragmáticas y cédulas la exorbitante invasión de los géneros ingleses, franceses, holandeses propiciada por la vida mundana de las clases privilegiadas que contagiaban a las inferiores, y, de rechazo, la aparición de nuevos menesteres artificiales que iba creando el aluvión de esos productos de importación, cuyo uso y lucimiento en los paseos, teatros y demás lugares públicos suponía el prestigio social y «modernidad» de quien los ostentaba, suscitando la envidia e imitación de aquellos para quienes el parecer suplía la falta del ser. Todo ello, en detrimento de las fábricas nacionales incapaces de competir con las extranjeras en lo que a calidad se refería, y, por consiguiente, en menoscabo del erario. Pero, por otra parte, el dispendioso tren de vida obligaba a no pocas familias nobles a contraer deudas, y, para saldarlas, a veces «no tenían más remedio que gravar sus mayorazgos con sumas equivalentes»: así la propia condesa del Montijo, y como ella, nuestros Pimpleas deseosos de «brillar» más de lo que les convenía. La literatura satírica y el teatro, sobre todo el breve, han dejado constancia de las efímeras denominaciones de la gran variedad de perfumes, tocados, vestidos y accesorios que vendían no sólo aquellos modistas con tienda propia, sino también los buhoneros, que en sainetes y tonadillas hablan un castellano deformado esencialmente por galicismos o italianismos, mezclándolos a menudo unos con otros, pues la comicidad resultaba del chapurreo más que de la exacta identificación de los idiomas foráneos127. Y si el «Monsieur Lavanda» cadalsiano o la «Madam Culot» de un Comella pertenecen a la ficción, la historia ha retenido al menos el nombre de las Caronas, hermanas del autor de El barbero de Sevilla, Caron de Beaumarchais, empleadas las dos en la casa de comercio de Guilbert en Madrid y a una de las cuales dio palabra de matrimonio José Clavijo y Fajardo, negándose luego a cumplirla y teniendo que justificarse ante el fogoso dramaturgo francés.

A la condesa del Montijo, pues, le mandó el ministro Floridablanca en junio de 1788 (el mismo año en que se publicó el estudio de Sempere)128, para que lo examinase la Junta, un anónimo Discurso sobre el luxo de las señoras y proyecto de un trage nacional129, en el que se proponían diversas medidas para tratar de contener los despilfarros perjudiciales para el equilibrio de la balanza comercial que se acaban de evocar. Y no extrañará ver que la argumentación de la supuesta autora, que firma solamente «M.O.» -tal vez un autor, según Paula de Demerson-, es prácticamente idéntica, incluso en los propios términos, a la que usan con los Pimpleas las personas sensatas de la comedia: «nos vestimos de géneros extrangeros -escribe-; se arruinan muchas familias por un fausto indebido»; de ahí la necesidad de una ley «que regulase sus gastos en vestir con sus rentas, y aun con sus atrasos», palabra recurrente ésta en La familia a la moda. Y agrega:

Si [...] se da una mirada por todos los diversos órdenes de gerarquías que componen el Estado, empezando por el infeliz Artesano, y subiendo hasta el más acomodado del Reyno, se notará una desproporción notable entre lo que sus mugeres visten y lo que debían vestir, y un cierto estudio en usar trages semejantes a las de los otros que tienen más dinero y más graduación, con el fin de confundirse con ellas y representar en el mundo mejor papel que el que se les ha dado. Ya se deja inferir la ruina que debe causar este desorden en las mismas familias. Los empeños que se contraen, la infidelidad en las palabras y los disgustos caseros no son más que un anuncio de otros acaecimientos más notables, que alteran últimamente la paz de los matrimonios y prostituyen el honor y la decencia al interés del adorno y de la compostura. ¡Quántas infecciones y vicios no padece el Cuerpo político por esta causa! La virtud se abandona, las pasiones se exaltan, la educación se olvida, las ocasiones se buscan, el decoro se desprecia...130



Contra esa «peste de la España», como también escribía León de Arroyal, debida a la «máxima corruptora a que llaman razón de estado», entiéndase: el culto a las apariencias o la preocupación por la «opinión», proponía la proyectista anónima un «trage mugeril nacional» de tres clases131 subdivididas en otras tres, con distintos adornos, galones o cintas a lo militar, en función del puesto ocupado en la jerarquía y también de las circunstancias en que se usaba. Todo, naturalmente a base de géneros españoles y ya no extranjeros. «Por ahora» sólo se les había de imponer a «las Grandes de España y a mugeres, madres, hijas o hermanas de los que tienen tratamiento de Excelencia, Ilustrísima o Señoría, o que están empleados en el Real servicio, así Militar como de Rentas»; así, «las familias que padecen atraso en sus rentas por los pasados y actuales desórdenes, y las que no se pueden presentar con el lucimiento que corresponde a su clase, hallarían el medio de no estar desayradas en las concurrencias...»; dicho de otra forma: dos señoras de idéntica condición, de idéntico rango en la jerarquía, llevarían un mismo modelo, sin que pudiera inferirse por el traje que una fuese más o menos rica que la otra, acabándose así con la emulación, y «un pueblo parecería una casa bien ordenada en que cada uno ocupa el lugar que le corresponde». Ocioso es decir que la Junta de Damas, en carta cuya redacción se encargó a la condesa132, desbarató por completo aquel proyecto o arbitrio, en nombre de la libertad de elegir sus atuendos las mujeres en lugar de someterse a lo que, mirándolo bien, no era más que una moda nueva impuesta desde arriba, y alegando por otra parte que, contra lo argüido por la autora, las categorías menos favorecidas habían de envidiar a las demás, alterándose las relaciones sociales, y que por lo tanto convenía preparar antes los ánimos mejorando las costumbres por medio de la educación, panacea del reformismo timorato; en romance: archivar el proyecto.




ArribaAbajoEl argumento

El esquema argumental de La familia a la moda, muy sencillo, se funda en la pugna que opone a la riquísima doña Guiomar, viuda de un presidente de la Audiencia de Lima (desempeñó un gobierno en México el tío del «señorito mimado» iriartiano) y dueña de un millón de reales -equivalentes a ¡treinta y seis años de sueldo del alto funcionario Moratín, secretario de la Interpretación de Lenguas!-, y a la colérica y mandona Madama, seguramente mucho más joven que su marido, según solía ocurrir con frecuencia, y que hasta el desenlace se opone a su cuñada en lo que al matrimonio de su hija Inés se refiere. Toda la familia cuenta con la herencia de la tía, y «resulta una contienda / de disfrutar [su] favor», porque la madre, durante su estancia en París, ha empeñado y gastado veinte años de las rentas del mayorazgo que se destinaba a su hijo cuando muriese el padre, y aún más; Canuto quiere poder seguir jugando, a pesar de sus deudas (debidas algunas a los gastos de colegio de Inés), con las personas «del gran tono» cuya compañía le enorgullece y a las que divierte con sus fanfarronadas de ex aniquilador de indios, y el calavera Faustino piensa darse buena vida pues tiene horror al trabajo; en cuanto a los dos estafadores, Altopunto y Trapachino, van tomando alternativa y «diplomáticamente» partido por unos contra otros, amoldándose a las circunstancias fluctuantes, y acaban descubriendo y echándose en cara sus verdaderos caracteres al considerar perdida ya la partida. Sólo ante el golpe de escena del anuncio, efectuado por el letrado, de que la única heredera ha de ser Inés (la cual, como buena hija, se compromete espontáneamente a mantener a sus padres), y no ya el mal educado Faustino, y de que la justicia embarga todos los bienes de los Pimpleas para satisfacer a los acreedores, a quienes, naturalmente, propone pagar la generosa doña Guiomar, se aviene por fin Madama a dar su consentimiento; y esto, después de recobrar D. Canuto el «juicio» (sin perder por ello la pasión por el juego que se ha de saciar con el dinero de Guiomar...), convirtiéndose en marido de verdad, es decir en cabeza de familia, «atándose bien los calzones», según dice, como hacen los maridos antes dominados por las consortes en los desenlaces de algunas comedias de tonalidad esencialmente cómica (en Un montañés sabe bien dónde el zapato le aprieta, por ejemplo) y en no pocos sainetes; de manera que la jerarquía familiar antes trastornada queda ya restablecida como manda implícita y explícitamente la ley, pues a la mujer se le aconseja por boca de Guiomar que se ponga a gobernar su casa sin malgastar, como a la «literata a la violeta» que es la doña Agustina de La comedia nueva moratiniana; y al calavera Faustino se le va a educar, como a la «señorita malcriada» y, aunque de otra forma, al «señorito mimado», de Iriarte. Entonces pone el arrepentido marido «a la moda» su firma en el contrato de matrimonio, como se obligó a hacerlo en el poder antes dado a D. Facundo a cambio de los préstamos de éste; y las represalias de la coquetona ya por fin vencida consisten en convertirse en nueva Lisistrata que determina... poner cama aparte, mostrándose por lo mismo, como se ha visto, aún más afrancesada que antes. Esa aversión a lo francés, manifestada por María Rosa de Gálvez en la obra no es casual, pues también caracteriza, como se ha visto, a la comedia Un loco hace ciento, la cual tuvo preocupada a la censura por haber muchos soldados de tras los montes en Madrid cuando se estrenó133, y ocioso es decir que no es tampoco exclusiva de la poetisa. Los impostores, viendo que ya no pueden estafar a nadie, se despiden para siempre, dejando manifestarse ya el desprecio que sentían desde el principio por los que en realidad son sus víctimas, como hace el pedante D. Hermógenes al concluir La comedia nueva, de Leandro Moratín. Y así consigue María Rosa de Gálvez atenuar, como aquél, la responsabilidad del que se ha dejado estafar y en este caso es padre, cuya figura tiene que quedar rehabilitada en el desenlace para dejar bien aleccionado al público. Por ello puede ya adoptar la clásica actitud consistente en dar él mismo la mano de Inés al amante de ésta. Pero conviene advertir que, como hija de familia modelo, cuyos ejemplares menudean en las comedias neoclásicas -y aplicando la ley quizá sin conocerla, lo cual realza más su respeto a la madre ridícula que no por ello deja de ser madre- Inés se niega a firmar el contrato de matrimonio mientras Madama no lo haya hecho primero, actitud que, unida a la de su padre, está en conformidad con el decoro tal como lo concebían los reformadores ilustrados y sus portavoces literarios frente a la alarmante frecuencia con que los jóvenes «rebeldes» contraían matrimonios clandestinos, contra la voluntad de los genitores, «sacándose» y «depositándose» a la niña en casa ajena mientras el vicario eclesiástico o el juez instruía la causa para autorizar el enlace (este tipo de escapatoria, perfectamente legal por cierto, se lo sugiere como último recurso la criada Isabel a la joven Inés en Un loco hace ciento, diciéndole que si «el viejo», esto es el padre autoritario, sigue en su empeño de casarla contra su gusto, no habrá más que «darle con el Vicario, y adelante.»).

A esta lección de buena conducta de la niña se une otra moraleja más general pero no menos importante, antes enunciada por Guiomar, y es que «cada oveja con su pareja», forma proverbial del requisito de la igualdad de condiciones en asuntos matrimoniales y del rechazo al mestizaje social a que dan lugar con cierta frecuencia los «bodorrios» a que nos acabamos de referir, y que se denuncia como ilusorio por medio de dos impostores, los cuales representan a un tiempo la promoción tan apetecida como ruinosa y el escarmiento de ésta: «brilláis más que podéis [...] / case Inés con igual suyo», dice Guiomar. Una buena lección, pues, de conformidad con la propia suerte en la clase a que se pertenece, contra el entonces llamado «quijotismo», esa «vanidad infame / de no vivir contento / con su destino nadie», según escribía años antes Ignacio de Merás134, y que constituía un factor de aceleración de aquella ósmosis observada ya por un Jovellanos al referirse éste a «la clase rica y propietaria».

A diferencia de lo que ocurre por ejemplo en todas las comedias moratinianas, menos, significativamente, la primera, El viejo y la niña, tal vez más autobiográfica, quien domina la situación y llega a imponer su voluntad no es un hombre sino un ser entonces social y jurídicamente inferior -como la misma autora-, es decir una mujer, mujer de edad avanzada, eso sí, pero cuya inferioridad queda compensada en cierto modo por los valores castizos que simboliza135, y tal vez más aún, por su imponente fortuna que le confiere mucha autoridad, o por mejor decir, un medio de presión determinante, rayano a veces en chantaje -incluso amenaza, sólo como argumento decisivo, con contraer a su edad segundas nupcias...-, y que la autora parece considerar normal, al igual que un «Inarco Celenio» al final de La mojigata, o de La comedia nueva, y, en cierta medida, en El sí de las niñas. Madama dice de su cuñada que «manda cuando aconseja», frase que implícitamente aprueba la autora, pero que parece contradecir a primera vista, palabra por palabra, la del D. Diego de la contemporánea obra maestra de Moratín, el cual exclama ante la joven Francisca destinada a casarse contra su voluntad: «¡Mandar, hija mía!... En estas materias tan delicadas los padres que tienen juicio no mandan. Insinúan, proponen, aconsejan...»136 Pero en realidad se trata de una misma pedagogía, pues D. Diego, opuesto como la Gálvez a las «familias a la moda», aconseja únicamente en la medida en que sabe que su consejo ha de ser seguido, por no decir obedecido, igual que si fuera un mandato, una orden. El por otra parte «maldito» dinero se pone en las citadas comedias y en la de «Amira» al servicio de «la» moral y de «la» virtud para garantizarlas, por no decir imponerlas. El que sea una mujer la que manda puede en cierta medida explicar algunos rasgos casi caricaturescos, aunque, de todas formas, graciosos y simpáticos (o presentados como tales), de la protagonista ideada por la autora, deseosa de conseguir un término medio entre la costumbre favorable al sexo fuerte y su propia reivindicación femenil -aún no feminista- tantas veces, si bien prudentemente, formulada.




ArribaLa composición

La comedia está escrita en el tradicional verso octosílabo, como muchas obras teatrales contemporáneas, sean «populares» o neoclásicas, como hace por ejemplo un Leandro Moratín en sus tres primeras obras (me refiero naturalmente a las fechas de redacción, no a las de los estrenos), pero no elige la escritora la relativa facilidad que ofrecía el romance en la mayor parte de las comedias contemporáneas cuyos autores no habían adoptado la prosa, más próxima aún a la verosimilitud y naturalidad de una conversación, sino que utiliza casi uniformemente la redondilla de rimas abrazadas, la cual, por la necesidad de hallar consonantes y de renovarlos en cada estrofa, supone una mayor elaboración, aunque la versificación de doña María Rosa adolece a veces de cierta flojedad, pues se deslizan algunos que otros hiatos cuando no le sale la cuenta de sílabas, o asonantes si no da con los adecuados consonantes, a no ser que tenga la culpa de ello el copista, posibilidad que en ningún caso semejante se puede descartar. La otra consecuencia de la adopción del verso es la observancia del habitual voseo, que en las comedias modernas en prosa se va desechando en beneficio del tratamiento coloquial y cotidiano de «usted», abreviado en «vmd.» o «vm.». Además, consta de tres actos, como bastantes comedias neoclásicas, y otras que no lo eran y seguían dividiéndose en jornadas. La unidad de lugar se finge gracias a un decorado único que representa, en casa de D. Canuto, una «sala adornada con el mayor lujo al gusto moderno, en la que habrá mesa y escribanía; puertas a los lados y foro», lo cual permite entrar y salir sin necesidad de mutación de «teatro», si bien no obsta para referirse con verosimilitud, si hace falta, a otros sitios próximos o ajenos a la sala o a la casa. Gracias a algunas alusiones temporales, como la evocación la llegada de Guiomar la noche anterior, la hora tardía de levantarse el criado a imitación del amo (las nueve), los aires de las siestas que viene a tomar Madama al empezar el acto tercero, la intención manifestada por la tía de marcharse a la Montaña por la tarde, y su salida, diferida hasta la noche pero anulada ante la buena voluntad final de sus hermanos, y algún pormenor más, se nos sugiere que la acción no excede las sacrosantas veinticuatro horas de los neoclásicos destinadas, con las demás unidades, a conseguir una mayor tensión y coherencia dramática así como una relativa coincidencia o correspondencia entre el tiempo de la ficción y el tiempo real -aunque transcurren nada menos que tres horas entre los versos 21 y 416 del acto primero-, dándole al espectador la ilusión de una determinada lógica entre el encadenamiento de los lances y un desenlace, digamos: obligado o necesario, que permite sacar, explícitamente, la moraleja.

A modo de conclusión, creo pues que es de desear, o esperar, que la presente edición pueda contribuir, juntamente con los distintos trabajos publicados de algunos años a esta parte, a suscitar más interés entre los estudiosos por la escritora con pleno derecho que fue y sigue siendo doña María Rosa de Gálvez a pesar de su corta vida, y que la investigación no se desdeñe de dedicarles a sus obras completas toda la atención que se merecen, como parto a un tiempo del ingenio de una mujer que tuvo el atrevimiento -perfectamente consciente- de hacerse con un nombre en un mundillo literario dominado por el otro sexo, y de una escritora original no desprovista de talento. En 1802, mencionaba ya Manuel García Parra en sus Orígenes, épocas y progresos del teatro español a «doña Rosa de Gálvez» como una de las escritoras que habían añadido «a los atractivos del bello sexo los de la poesía»; y de entre las obras de las pocas «damas castellanas, que en aquellos días favorables a las musas les presentaron sus ofrendas, y ofrendas estimables», sólo recordaba años después Godoy en sus Memorias la tragedia La muerte de Abel, traducción de Magdalena Fernández y Figuero137, y, sobre todo, «las composiciones líricas y dramáticas con que aumentó nuestro Parnaso doña María Rosa Gálvez, aplaudida largamente en los teatros y estimada otro tanto y alentada por nuestros literatos de aquel tiempo».138





 
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