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ArribaAbajoEl miedo de perder a Eurídice. La novela como isla del deseo en los mares de la intertextualidad

Paul Quinn



Universidad de Alcalá

Estamos hechos, y esto se comprende claramente en la noche, para colmar los vacíos que la muerte paulatina de las cosas va abriendo en la masa de la realidad.


(Salvador Elizondo, El hipogeo secreto)                


Are cada Venus su nevada cera.


(Juan José Arreola, Palindroma)                



Preludio órfico

En el descenso de Orfeo hacia Eurídice, el arte es el poder por el cual la noche se abre, se vuelve intimidad acogedora, unión y acuerdo de la primera noche. Para Orfeo, Eurídice es el extremo que la creación artística puede alcanzar. Es el punto profundo oscuro hacia el cual parecen tender el arte, el deseo, la muerte, la noche: el punto de la ausencia, del vacío original. Orfeo debe llevar este punto a la luz del día, debe darle forma, figura y realidad. Puede atraerlo pero sólo alejándose de él. Sin embargo, Orfeo olvida esta obra que debe cumplir y la olvida precisamente porque «[...] la exigencia de su movimiento no consiste en que haya obra, sino que alguien se enfrente a ese punto, capte su esencia allí donde esa esencia aparece, donde es esencial y esencialmente apariencia: en el corazón de la noche»840.

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Como Orfeo, la obra de Julieta Campos aparece marcada por Eros y Thanatos, por la relación entre el deseo y la muerte841. Por una parte, esta relación tiene un carácter antagónico: el deseo intenta colmar los vacíos, las grietas que se abren en el seno de la realidad. De ahí que El miedo de perder a Eurídice sea una escritura y una lectura dentro de ella, prolongadas ad infinitum por el terror de enfrentarse a la muerte. Que Orfeo no tenga ningún miedo de perder a Eurídice, nos dice una y otra vez Julieta Campos, que siga aplazando su posesión de ella para que haya texto, para que haya novela842. Citando El banquete de Sócrates nos recuerda la autora que «es necesario, para que haya deseo, que al que desea le falte la cosa que desea»843 (pág. 135).

Pero, por otra parte, el deseo no deja de entrar en una especie de unión o cópula con la muerte. El éxtasis es, en cierto sentido y empleando un galicismo, una pequeña muerte. Como señala Severo Sarduy:

En toda la riqueza metafórica que posee el español para designar el acto sexual y sus momentos, nada evoca la idea de una «muertecita». Por supuesto, nuestra mitología erótica está llena de expresiones como «morir de placer», etc. Pero nada, me parece, relaciona eyaculación y muerte.844



De ahí que Bataille perciba, en el momento de la crisis, la continuidad que nos une a la muerte, continuidad que se desvanece después845. Este instante crítico no es sino:

[...] la congelación del presente, la anulación del tiempo, la plenitud eterna del gozo en ápice delicioso.846



Instante, que en el clímax de la novela de Julieta Campos aparece como el «deseo infinito» que «en el deleite extáctico del amor se aplaza, sin abolirse» (pág. 164):

El abrazo de los cuerpos consagra un rito arcaico, sabio y terrible. Es un gesto que ritualiza el olvido, que introduce a los oficiantes en otro tiempo, sagrado, donde todo queda abolido salvo la cosmogonía del más remoto principio (pág. 165).



De este modo, el éxtasis, la muerte y la mirada convergen en la «efímera eternidad de un instante» (pág. 165).



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El nacimiento del deseo engendra la palabra-isla

Junto con el mito de Orfeo, Julieta Campos invoca el de Venus, y el nacimiento de la diosa es el nacimiento del deseo:

Fue entonces cuando la isla empezó a brotar dulcemente del mar como una Venus, con los pies mojados por las ondas (pág. 13).

La isla nace de la espuma del mar, de los fragmentos germinativos lanzados por el aire al mar [...] surge la isla como la imagen de Afrodita en el sueño de Hesíodo, emergiendo de la espuma del mar, engendrada por el sexo emasculado del dios Urano, su padre (pág. 76).



Si el miedo engendra el deseo, éste a su vez, engendra la palabra-isla-pareja, de ahí el prólogo de la novela:

En el principio fue el deseo. El deseo engendró el Verbo, que engendró a la pareja, que engendró a la Isla [...]. Surgió del caos como un milagro, como la palabra emerge del silencio (pág. 7).



He aquí una de las claves de la poética de Julieta Campos. De acuerdo con la tradición hebrea, la palabra, el Verbo, cobra valor taumatúrgico: puede «[...] hacer la luz en medio del caos. A Orfeo le es dado introducir esa claridad en el reino de las tinieblas, pero la grandeza de su misión lo conduce a un trágico término»847.

La palabra, pues, aparece como una isla resplandeciente en el viaje al fin de la noche, al corazón de las tinieblas. Y es, precisamente, el símbolo de la isla el que impregnará esta navegación textual e intertextual por los archipiélagos del deseo, en gran medida, a través de las fantasías del personaje-autor-lector, Mr. N.

Mr. N. (¿Mr. Narrador? ¿Capitán Nemo? ¿Monsieur Nadie como Ulises ante el cíclope?) es un profesor de francés «exiliado» en México D.F. Todas las tardes acude a un café, «el palacio de Minos» donde, sentado a una mesa frente a dos amantes reales/imaginarios, lee a Julio Verne, garabatea una isla en una servilleta y compone su Diario de Viaje o Islario. Su lectura de Verne848, isleño de nacimiento y creador de un sinfín de islas849, no deja de ser una lectura intertextual. Hay que leer a Verne como si fuera un «palimpsesto» que esconde varias escrituras invisibles (pág. 106). Intertextualidad que, a su vez, del mismo modo que el deseo, se prolonga indefinidamente:

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[...] todo Verne es la historia de una historia de amor postergada al infinito, jamás contada, como si ese alargamiento de la expectativa, ese diferir en un estiramiento infinito la tensión del deseo generara el más incisivo de todos los disfrutes: el de anticipar sin llegar a consumarlo, el máximo éxtasis (pág. 122).



Inevitablemente, ese «diferir» infinito nos remite al derrideano juego ilimitado de los significantes que están buscando un significado desesperadamente850. Lo que queda es la huella, o suma de todas las relaciones posibles, sean aisladas o no, que habitan en y constituyen el signo851, el cual encuentra su expresión física en el grafema852.

En la novela de Julieta Campos, esta huella toma la forma de una isla dibujada por Mr. N. sobre una servilleta de papel, mientras que el grafema se manifiesta en el espacio tipográfico del texto. El dibujo de la isla provoca una proliferación de conjeturas y enumeraciones que el personaje va anotando en un borrador853, Diario de Viaje o Islario. Rescatando un oficio medieval, es un descubridor de islas pero de tierra firme (pág. 61), que navega sin sextante, astrolabio ni brújula (pág. 142) por libros y manuscritos. En este mar intertextual van apareciendo las islas reales, geográficas y las imaginarias las de Verne, Defoe, William Golding, Scheherezade, Poe, Cervantes, Homero y de ahí ad infinitum que simultáneamente van poblando la página en blanco, desnudez perturbadora (pág. 130), del vacío de la realidad, mediante la tipografobia.

La tipografobia, elemento clave en la poetización de la novela854, marca dos cambios decisivos en la evolución artística. De un lado, representa gráficamente un cambio técnico: los recursos de impresión y la organización de los blancos de la página son los equivalentes rítmico-oculares de la melodía acústica clásica «en una nueva edad presidida por la generalización y multiplicación impuesta en la comunicación escrita»855. De otro, este primer cambio corresponde a una segunda modificación de orden filosófico:

[...] la escritura, la inscripción sensible, siempre fueron consideradas por la tradición occidental como el cuerpo y la materia, exteriores al espíritu, al aliento, al verbo, al logos.856



Subvertir este orden jerárquico supone sustituir el significante «transparente» significante reducido a la condición secundaria de ser única y sencillamente una vía directa al significado por el grafema textual. Privilegiar la palabra impresa sobre su referente   —509→   conduce a la opacidad, opacidad que implica que debemos dirigir nuestra atención a la superficie del texto a los gráficos y variaciones tipográficas sin minarlo con «profundidades»857.

Parece evidente que el juego deconstructivo de diferencias entre presencia y ausencia cristalizado en la mirada de Orfeo corresponde a esta dialéctica entre palabra hablada y palabra escrita, concepto y signo, profundidad y superficie textual, texto como objeto intencional y libro como objeto real858.

En El miedo de perder a Eurídice, esa dialéctica se plasma en el espaciamiento que pone de manifiesto la materialidad del papel, en virtud del contraste entre el espacio vacío y el texto859. En otras palabras, la presencia tenue de los signos se encuentra amenazada por la ausencia aplastante, el silencio ensordecedor de la página que la rodea.

Por el lado izquierdo de la página aparecen citas, textos separados unos de otros por espacios en blanco aparentemente desvinculados como islas en una mar cuya costa está marcada, «atalayas, islas desde donde se mira esos textos que van puntuando la escritura toda»860. Paralelamente, por el lado derecho se configura un bloque de escritura «[...] (que a ratos avanza tormentosamente tapando las citas, como un mar que anega las islas), un continente donde un texto se desarrolla»861.

Mr. N., al recorrer las islas, acaba volviendo al punto de partida, como podemos leer en sus apuntes:

Isla: imagen del deseo. Archipiélago: proliferación del deseo. Todas las islas formuladas por los hombres y todas las islas que se localizan en los mapas configuran un solo archipiélago: el archipiélago del deseo (pág. 142).



Este archipiélago está habitado, pues, por la pareja original, Adán y Eva que, de acuerdo con la técnica de enumeración empleada por Julieta Campos, se convierte en la pareja real/imaginaria que observa Mr. N. en el «Palacio de Minos» y en todas las parejas (págs. 11-12; 60). Geográficamente, los amantes aparecen en el Edén, en el lago del bosque de Chapultapec, en Manhattan, en Creta, en Rodas, en Venecia y en la «isla mecánica» o feria donde culmina la novela. Metafóricamente, la isla es el espacio de su amor (pág. 13), metalenguaje utópico del deseo (pág. 132-133):

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Todos se han ido. La isla se ha quedado vacía. Somos tú y yo la isla [...]. Esto es el amor: esa intimidad absoluta e infinita (pág. 163).



Pero, es un amor frágil, expuesto a los peligros que lo rodean:

La isla, como la pareja, es una realidad transitoria. La isla acaba por desaparecer, cuando un día se desploman sobre ella los muros de agua que le habían servido de protección. La pareja se extingue cuando uno de los dos empieza a soñar con otra isla (pág. 54).






Autor y lector en la isla del deseo

Escribir es un «a-isla-miento»862, «soledad temible» (pág. 40), es decir, un referir un mentar una isla desde una primera letra, que es una persona. Por otro lado, sólo se mienta se recuerda la isla. Se la escribe desde fuera de ella, habiéndola perdido o nunca poseído el paraíso perdido «[...] en situación de exilio, situación incomprensible que permite examinarlo todo, avivarlo todo, hurgar en todo y no comprender nada [...] sólo porque hay algo que no se define, por miedo, y que está irreductiblemente en otra parte»863.

A lo largo de la obra de Julieta Campos la isla, y por ende los elementos que la rodean, aparecen como un símbolo ambiguo, movedizo. En Muerte por agua (1965)864 es refugio que se metamorfosea en la casa y en la memoria de los tres personajes que intentan rescatar el pasado del olvido... de la muerte. Del mismo modo, en Tiene los cabellos rojizos y se llama Sabina (1974)865 surge la imagen de la isla caribeña por excelencia, Cuba, vista desde otras islas866, y de la Habana, ciudad natal de Julieta Campos y recuerdo nostálgico. Refugio, protección, infancia y nostalgia del paraíso perdido, empero, la isla puede volverse un lugar hostil, emblema de aislamiento, soledad y muerte867. Como la visión de Eurídice, como el amor, como la vida misma, puede nacer y desvanecerse en un instante868. Esta ambivalencia, además, caracteriza la identidad del autor doblemente marcada por la presencia y la ausencia.

El escritor, Robinson Crusoe por excelencia, huérfano de Dios869, se encuentra ante la página en blanco que es espejo del vacío, página que debe colmar con la escritura engendrada por el deseo. Por ello, Julieta Campos se convierte explícitamente en la voz del autor implícito, náufrago entre los otros náufragos/personajes que pueblan el archipiélago novelístico. Este autor implícito, que inicia la novela a la manera de los narradores de los   —511→   cuentos folklóricos «Yo voy a contar una historia» (pág. 11), intenta controlar el relato, colocando un dique ante la marea textual. Irrumpe en la historia para recordarnos constantemente, casi desesperadamente, que se puede partir de cero y recomenzar el relato (pág. 60, 63 y 135), que la historia puede ser contada de otra manera (pág. 153).

¿Pero por qué ese afán de interrumpir, de obstaculizar, de volver a empezar? La respuesta parece hallarse precisamente en una de esas intervenciones:

Las alternativas de una historia de amor son infinitas: siempre se puede partir de cero y recomenzar y cada relato, en la improbabilidad, en la ebullición de su artificio, negará otra vez la blancura de la ausencia, el equilibrio de lo inane (pág. 60).



Efectivamente, todo el relato no es sino el aplazamiento del fin, del silencio, del vacío, de la muerte. Incluso, al final de la novela el «Post-Scriptum» ofrece tres desenlaces posibles, virtuales. Mr. N. al acudir como todos los días al «Palacio de Minos» «[...] sin saber que todo ha terminado, que la historia ha concluido, que la obra en la que actuaba ya no está en cartelera [...] (pág. 167)» encuentra (1) un anuncio que advierte que el café está cerrado por reformas, o (2) el local sellado y clausurado, o (3) «un terreno baldío, sin huellas de demolición, derrumbe o incendio» (ibidem). Si (1) o (2), compra un boleto para visitar la Isla del Coral, feria instalada en medio del lago. Paradójicamente, si (3), entra, se sienta, dibuja una isla en una servilleta y se pone a soñar la historia de una isla, la historia de un amor. No obstante, el lector desea un final870 que dé sentido a la totalidad del texto, y ese cierre se articula en las enigmáticas últimas palabras:

Persiste un intenso fervor de rosas rojas (pág. 169).



Consciente de los deseos del lector, pues, el autor afirma su presencia en el texto, pero solamente a costa de convertirse en otro signo más. La identidad del escritor entra en tela de juicio:

Me temo que soy un accidente [...]. Porque mi voluntad apenas representa aquí el pobre papel de un relevo que recibe y entrega: traduzco y, al traducir, me escribo, y, fuera de la página que escribo, habito ese ninguna parte que se chupa como un embudo a las imágenes fílmicas [...] como todo el mundo estoy a cada rato en un tris de no ser nadie (pág. 46).



Mise en abyme de la autora de carne y hueso, este narrador se encuentra, a su vez, reflejado en la figura del autor/lector Mr. N., y en los múltiples narradores de sus lecturas que van desde Homero hasta Neruda.

En cuanto al lector, el autor intenta seducirle desnudando el cuerpo textual mediante la autorreferencia poética y tipográfica. A su vez, el lector desea acariciar el texto de goce871,   —512→   pero si quiere actualizarlo, recuperarlo, entrar en el juego y emprender el viaje semiótico, también se verá obligado a convertirse en otro signo más, a encarnarse, de la misma forma que el autor, en ese profesor de francés que acumula obsesivamente escrituras y lecturas.

Y por fin, como la pareja original, autor y lector se encuentran en la novela, isla del deseo en los mares de la intertextualidad.