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ArribaAbajo- XXXV -

Pórticos



ArribaAbajo«De los sos ojos tan fuertemientre llorando»

El primer Cantar de Mio Cid nunca fue escrito, ni menos se concibió para ser leído. Nacido cuando mediaba el siglo XII, en la frontera de Castilla, un juglar lo compuso no ya para presentarlo, sino para representarlo ante un público, en medio de él, convirtiendo la narración en acción suya, del propio intérprete, y moldeándola de acuerdo con las perspectivas y los intereses del auditorio. La versión más antigua que conocemos, copiada treinta o cuarenta años después, no traiciona   —199→   sustancialmente el originario carácter oral y mímico, ni renuncia a la orientación dominante desde el mismo punto de partida: acercar el mundo de los protagonistas, y en particular la figura de Rodrigo Díaz, al ámbito de vivencias y referencias de los espectadores. A esa orientación se pliegan los principales factores del argumento, la estructura y la ideología, desde los recursos menudos de la manera de contar hasta los grandes trazos en la selección y disposición de la materia, pasando por los perfiles y matices de los retratos o por la imagen de la sociedad que les sirve de fondo: una sociedad en armas, permanentemente dispuesta para el ataque y el saqueo que conducían a la riqueza y al señorío, y en cuyo horizonte el Cid se recortaba como arquetipo ideal y sin embargo accesible.

El juglar no sabe gran cosa sobre el Campeador. Tiene noticia de algunos sucesos que alcanzaron enorme resonancia (el destierro decretado por Alfonso VI, la conquista de Valencia), le suenan los nombres de muchos amigos y enemigos de Rodrigo, ha pisado el terreno en que quedan ecos o anidan leyendas de las proezas del héroe... Con esas piezas sueltas intenta revivir la parábola del Cid, de modesto infanzón a pariente de «los reyes de España», y plasmarlo en una pintura de cuerpo entero. A cada paso se equivoca, inevitablemente, y confunde tiempos y lugares, personajes y acontecimientos. Pero equivocarse no es mentir ni querer engañar. El juglar dispone los datos que posee o cree poseer en la secuencia que le parece capaz de explicarlos como conjunto, dibuja la armazón o cañamazo que les da sentido global a la luz de las actitudes del momento en que canta y cuenta. Ese esfuerzo de comprensión no puede sino pasar por la imaginación poética y asumir forma narrativa. En la Castilla fronteriza, para el común de los mortales no había entonces otra posibilidad de historia.

Una de las metas esenciales del Cantar era que el Cid les pareciera a los oyentes tan vecino como el mismo juglar. Si el ensayo de reconstrucción general de la carrera de Rodrigo procuraba hilvanar verosímilmente los retazos de información disponibles, la elaboración de los pormenores estaba presidida por un realismo sin parangón en la epopeya de la Romanía   —200→   medieval. No hay que pasar del comienzo para advertir que los rasgos más notorios del Campeador, apenas sale a escena, no son el ímpetu y la extremosidad distintivamente épicos, sino talantes y sentimientos que pertenecen al ancho campo de las experiencias posibles en cualquier hombre: «De los sos ojos tan fuertemientre llorando...». Así en toda ocasión. Las cualidades heroicas van siempre en el protagonista conjugadas con una infalible humanidad, y con frecuencia el poema se demora en mostrárnoslo en la vida diaria, en las horas bajas, en la adversidad, exactamente al revés de como el público esperaba que se lo mostrara una canción de gesta. Ese Cid en tono menor, incluso en pantoufles, trasluce singularmente la mentalidad histórica del juglar, para quien el realismo de los detalles es un apoyo a la verosimilitud de los grandes ingredientes del relato, pero, dando un vuelco extraordinario a la tradición épica, supone a la vez una originalísima voluntad y un deslumbrante logro de poesía.




ArribaAbajo«Desordenado apetito»

Que La Celestina es una de las obras maestras de la literatura española, uno de los valores culminantes de la tradición europea, un libro que en muchos aspectos va siglos por delante de todos los otros de la época, parece hoy opinión pacífica y generalmente consentida. Por ello mismo no debe hacérsenos cuesta arriba reconocer que es también una de las obras maestras de la literatura española (etc.) que más dificultades opone para dejarse penetrar e interpretar como es debido por el lector moderno.

El primer escollo con que tropezamos está en la expresión, en un lenguaje que quiere hacer a un tiempo justicia a la realidad y a la literatura, sin recurrir, naturalmente, a las fórmulas de conciliación que el teatro y la novela posteriores (pero que muy posteriores) nos han acostumbrado a dar por buenas. El último obstáculo comparece al acabarse la función. Mientras van sucediéndose las escenas, sin pausa apenas para recapacitar, ni aun para respirar, vivimos y agonizamos con Celestina,   —201→   Pármeno, Calisto, cuya avasalladora fuerza de convicción nos impone como propio su mundo de dramatis personae. Cuando cae definitivamente el telón, está por brotarnos el grito de los estrenos afortunados: «¡Que salga el autor!». Porque, inquietos por nosotros mismos, no podemos sino preguntarnos si el mundo de Celestina, Pármeno, Calisto, ese mundo que se desangra, sin luz, todo él pasión inútil, es sólo el mundo de los personajes, que inevitablemente hemos hecho nuestro durante la lectura, o también el mundo del autor, el mundo según el autor.

Quizá baste ilustrarlo con un ejemplo. De la Antigüedad al Renacimiento, el amor se había contemplado como raíz y razón de la vida, fundamento de la armonía en la sociedad y en el cosmos. En el planto por Melibea, Pleberio nos lo presenta en cambio como fuente de muerte, manantial de discordia y dolor: «¡Oh amor, amor, que no pensé que tenías fuerza ni poder de matar a tus sujetos! (...) La falsa alcahueta Celestina murió a manos de los más fieles compañeros que ella para tu servicio emponzoñado jamás halló. Ellos murieron degollados, Calisto despeñado. Mi triste hija quiso tomar la misma muerte por seguirle. Esto todo causas. Dulce nombre te dieron, amargos hechos haces...». A no otra conclusión nos arrastran todos y cada uno de los veintiún actos de la Tragicomedia, que, al no quebrar ni por un instante la ilusión teatral, jamás nos permiten oír directamente la voz del autor, desasosegándonos con la duda de si compartía, más allá de la historia singular de Calisto y Melibea, la desolada visión de Pleberio.

Pero si repasamos el texto a nuestro propósito, terminaremos descubriendo que Fernando de Rojas y asimismo el «antiguo autor» se habían ya asomado discretamente, al paño, en un elemento de (engañosa) apariencia limitada y circunstancial, el íncipit que abre tanto la primera como la segunda versión de La Celestina: «Síguese la Comedia o Tragicomedia de Calisto y Melibea, compuesta en reprehensión de los locos enamorados que, vencidos en su desordenado apetito, a sus amigas llaman y dicen ser su Dios». Puede antojársenos un mero reclamo para vender el libro, por cuanto atrae la atención sobre un punto que entonces despertaba una curiosidad   —202→   un poco morbosa: los desmesurados aunque a la postre inofensivos elogios de la amada que hacían los galanes del momento, en la prosa de la cotidianidad y en la poesía de los cancioneros, exaltándola «por su bien y por su Dios», según tantas veces Calisto («Por Dios la creo, por Dios la confieso, y no creo que hay otro soberano en el cielo...»). Pero ese punto, que ciertamente tiene un notable relieve como componente argumental, como factor en la caracterización del protagonista, cobra todavía más importancia en tanto dato esencial en el núcleo significativo del drama.

Porque la ortodoxia cristiana había sentado para siempre que sólo Dios puede ser amado y deseado de suyo, mientras las demás cosas no deben amarse ni desearse sino por amor de Dios. Todo cuanto no sea la caritas positiva hacia Dios será cupiditas negativa, no «ordinata dilectio» antes bien «desordenado apetito», y por ende el más grave de los pecados: la subordinación del Creador a la creatura, en definitiva la negación de Dios. Ni siquiera es lícito pretender, como Calisto en el mismo arranque de la obra, que se busca el objeto amado en tanto manifestación de «la grandeza de Dios», pues ello supone andar el camino al revés, «ordine neglecto»: «por haber amado más las obras que al Artífice y su arte son castigados los hombres (...) con creer que las propias obras son el artífice y su arte» (San Agustín, De vera religione), hasta el extremo de que «a sus amigas llaman y dicen ser su Dios».

Breve, ceñidamente, pero a la vez de manera inequívoca, el epígrafe inicial de La Celestina califica doctrinalmente la trama entera: el amor de Calisto y Melibea y la conducta de los restantes personajes incurren desde luego en muchos otros pecados, pero todos se subsumen en el mayor de ellos, en la idolatría, en la contravención del primer mandamiento, «No tendrás otro Dios más que a mí». El mundo de La Celestina es un mundo en tinieblas, desdichado, caótico, porque es un mundo de falsos dioses, un mundo sin Dios.

La "tesis" puede resultarnos hoy más o menos simpática, pero no cabe dudar de que responde al sentir de Rojas y del «antiguo autor». Con todo, notémoslo bien, semejante "tesis" se transparenta de modo cierto sólo en un resquicio fuera del   —203→   drama, en el par de líneas de un íncipit, y aun ahí encarnado en la anécdota de la intriga, en el comportamiento de Calisto (y Sempronio), en el detalle costumbrista de los enamorados lenguaraces. Por lo demás, las palabras y las acciones de los protagonistas tienen tal verdad y contundencia, tanta entidad propia, que no nos toleran entender el mundo más que por sus ojos y a través de sus voces, y únicamente después, al cerrar el libro, nos mueven a inquirir si ése es también el mundo del autor, nuestro mismo mundo. Es la conquista suprema, el acierto más genial de La Celestina.




ArribaAbajo«Lo trágico y lo cómico mezclado»

Hacia 1609, Lope de Vega lee ante los ingenios de la Academia de Madrid un Arte nuevo de hacer comedias en este tiempo. Ha escrito hasta entonces, les asegura, «cuatrocientas y ochenta y tres comedias» (en sus últimos años, presumirá de haber compuesto «mil y quinientas fábulas»). Entre burlas y veras, el Arte nuevo pretende dar cuenta de todo ese descomunal acervo dejando asentados unos pocos criterios esenciales.

Un cuarto de siglo atrás, cuando un Lope apenas veinteañero irrumpía en los escenarios, el teatro español giraba en torno a dos polos. Por un lado, «los monstruos, de apariencias llenos, / adonde acude el vulgo», es decir, las piezas basadas en la decoración, los efectos y la tramoya, en la línea de los espectáculos medievales. Por otra parte, la producción dramática de unos cuantos intelectuales aún en la estela del humanismo, resueltos a acatar puntualmente los principios de la Poética de Aristóteles: que la obra «tenga una acción» solamente, «que pase en el período / de un sol» y en un mismo lugar, etc., etc.

Lope se propone «en estos dos extremos dar un medio». Al público no se le puede cautivar con teorías, por bien autorizadas que estén, sino con un práctica que le entretenga y le conmueva. Pero esa práctica no debe renunciar a una sostenida dignidad literaria, que, con todo, tampoco es necesario buscar en Aristóteles y compañía: en vez de beber en las fuentes clásicas, vale la pena explotar la veta más viva y mejor contrastada   —204→   de la tradición moderna, del romancero a Garcilaso, de Boccaccio a Ariosto. El verso, por ejemplo, no tiene por qué fosilizarse en un patrón único: si cada asunto, cada situación, echa mano de las formas y los tonos que los grandes autores españoles han asociado a esos asuntos, a esas situaciones, el resultado tendrá sin duda más altura poética, y por ende, encandilando más al espectador, ganará en eficacia teatral. Eso fue para Lope «poner en estilo las comedias».

No era, sin embargo, una simple vía media, una fácil solución de compromiso. A los modelos antiguos se contraponen los modernos, porque, como obviamente más afines a la experiencia del público, por fuerza han de poseer mayor capacidad de convicción y crear más ilusión de autenticidad. El arte (palabra que hoy debemos parafrasear como 'método, técnica, norma'), las reglas dramáticas extraídas de las reflexiones de Aristóteles, tenían por objeto alcanzar la mímesis, una imagen adecuada de la realidad. Lope le pierde el respeto a Aristóteles en nombre precisamente de la mímesis, de una verosimilitud superior, de una relación más estrecha con la vida. No otra cosa afirma un personaje de Lo fingido verdadero:


Dame una nueva fábula que tenga
más invención, aunque carezca de arte,
que tengo gusto de español en esto
y como me le dé lo verisímil
nunca reparo tanto en los preceptos,
antes me cansa su rigor, y he visto
que los que miran en guardar el arte
nunca del natural alcanzan parte.



Las doctrinas clásicas o clasicistas mantenían, así, tajantemente separados protagonistas nobles y protagonistas villanos, comedia y tragedia. Pero, arguye Lope, ¿qué ven nuestros ojos a diario sino risas y lágrimas juntas, magnates y plebeyos enzarzados en un mismo lance e igualados por el rasero de idénticas pasiones? ¿Qué puede ser, pues, más fascinante que revolverlos a todos en un tablado? ¿Y qué, sobre todo, más fiel a la verdad de las cosas?

  —205→  

Lo trágico y lo cómico mezclado (...)
harán grave una parte, otra ridícula,
que aquesta variedad deleita mucho:
buen ejemplo nos da naturaleza,
que por tal variedad tiene belleza.



De ahí el supremo hallazgo de Lope: la fórmula de la tragicomedia.

Lope, decían ya en su tiempo, fue «poeta del cielo y de la tierra», y ésa es su grandeza. Pero su gloria está en primer término en el nuevo arte (ahora en el sentido más cabal) de la tragicomedia española.




ArribaAbajo«El orbe de zafir»

Nadie osará decir que Calderón de la Barca no ha sido profeta en su tierra, cuando es el caso que algunos versos suyos han llegado a proverbializarse, él mismo se ha convertido en hechura del refranero («Cuando Calderón lo dijo, estudiado lo tendría») , y el adjetivo «calderoniano» sigue discretamente en uso para calificar realidades ajenas a la literatura. Pero nadie podrá tampoco negar que del Romanticismo para acá la obra de don Pedro ha tenido entre los hablantes de otras lenguas una estrella crítica y escénica harto más luminosa que en el mundo hispánico. Un concienzudo estudio reciente comprueba, por ejemplo, que «junto con Molière, y sólo detrás de Shakespeare, Calderón ejerció más influencia directa o indirecta en el teatro alemán que cualquier otro dramaturgo extranjero», y que en los decenios de 1950 y 1960 «hubo más puestas en escena profesionales de Calderón en Alemania y Austria que en España o América Latina».

Necesariamente se pregunta uno el por qué de esas fortunas divergentes, y tanto más cuanto que poquísimos, fuera o dentro de España, pondrían hoy en duda que Calderón es una de las cabezas superlativamente mejor dotadas para el teatro, para todas las formas de teatro, que se hayan dado en cualquier tiempo y en cualquier lugar. El alcalde de Zalamea ha   —206→   sido siempre celebrado por la irreprimible simpátheia que provoca la dignidad de Pedro Crespo, pero Calderón logra que el espectador se compenetre también, haciéndose cargo de sus razones y de sus sentimientos, con las figuras inequívocamente indignas: en el protagonista de El mayor monstruo del mundo, el amor por Mariene se ofrece tan honda, tan dolorosamente experimentado, que hace incluso plausibles las facetas más oscuras del «Tetrarca» (llamarlo «Herodes» habría supuesto condenarlo sin dejarle defenderse); Enrique VIII vive un conflicto tan denso de lealtades y querencias, que a ratos el catolicísimo autor casi parece dar por procedente La cisma de Ingalaterra. Las imágenes y las intuiciones que están en la raíz de La vida es sueño o de El gran teatro del mundo corrían desde la Antigüedad, pero nadie atinó a prestarles la deslumbrante encarnación dramática que Calderón, ni nadie se mostró más audaz en andar por la cuerda floja que une en los autos sacramentales la alegoría más radical y un retrato poco menos que costumbrista de la cotidianidad, ni en experimentar en las comedias de espectáculo con música y poesía, decoraciones, tramoyas, vestiduras... O, en verdad, es difícil trenzar los hilos de una intriga con más primor que en La dama duende, mantener un ritmo más vertiginosamente burlesco, y engrasar con más eficacia el engranaje de sorpresas previstas y previsiones frustradas.

Ese prodigioso "don del teatro", repito, poquísimos, si alguno, se lo regatearán hoy a don Pedro, y serán multitud en cambio quienes lo pongan entre los dedos de la mano de los supremos dramaturgos de todas las épocas. ¿Por qué, entonces, no llega a tener en el ámbito de la lengua española la misma presencia y prestigio que en otros marcos? Quedan lejanas ya las objeciones ideológicas que suscitó -él o más aun su público- en el Novecientos. Por el contrario, cada vez se percibe con mayor nitidez que Calderón no es en absoluto el obseso valedor de maridos sanguinarios e inmisericordes que antaño se postulaba: en El médico de su honra o en A secreto agravio, secreta venganza, el honor es más bien un destino trágico que se impone, quieras que no, a la voluntad y al entendimiento de los personajes, una fatalidad que todos, víctimas   —207→   y verdugos, inocentes y culpables, sufren por igual y en vano luchan por sortear. Por otra parte, detrás del interés y la impecable arquitectura de las tramas, de las situaciones graduadas al milímetro o de los golpes de efecto de la mejor ley, día a día se reconocen más cabalmente la grandeza y la vigencia de los asuntos a que retorna una y otra vez, para articular un apasionante universo teatral: la libertad, el poder, el fanatismo, la justicia...

¿De dónde, pues, el desencuentro de quienes hablan español con tan gigantesco creador? Dicho en breve: de la gramática, la retórica y la dialéctica de sus textos (y no se descuide que la métrica era antiguamente un capítulo de la gramática); de un lenguaje, una ornamentación y un modo de raciocinio que nos son irremediablemente extraños e incómodos. La formidable maquinaria dramática de El mayor monstruo del mundo se queda hoy en poca cosa cuando el Tetrarca pisa las tablas y empieza a recitar:


Hermosa Marïene,
a quien el orbe de zafir previene
ya soberano asiento
como estrella añadida al firmamento,
no con tanta tristeza
turbes el rosicler de tu belleza.
¿Qué deseas? ¿Qué quieres?
¿Qué envidias? ¿Qué te falta? ¿Tú no eres,
amada gloria mía,
reina en Jerusalén?, etc., etc.



El tiempo no ha sido piadoso con ese estilo. Claro está que podemos explicarlo históricamente: sale de una escuela en que convivían contra naturam el decaimiento de un humanismo superficial y la flojedad de una escolástica en zapatillas, y se nutre con todos los clisés literarios del Siglo de Oro romance. Claro está que con un pequeño esfuerzo y una edición bien anotada el lector es capaz de vencer la resistencia del material lingüístico y llegar a un aceptable compromiso entre las convenciones del escritor y las suyas propias. Claro está todavía que las discontinuidades de la vida española han impedido la   —208→   existencia de una tradición en cuyo cauce esa ardua textura acabara por volvérsenos familiar...

Entender, justificar, sin embargo, no significa asumir, y la lectura tampoco es, desde luego, lo mismo que la representación. Pero, por mucho que a menudo lo atenúe el talento de cómicos y directores, ocurre que las cualidades que siguen otorgando un inmenso valor a la obra de don Pedro apenas se dejan apreciar en el presente porque la dicción las hace muchas veces fatigosas y duras para oídos hispánicos. Ésa es la traba capital que suelen contrarrestar con éxito las versiones en otras lenguas, adaptando, reescribiendo, potenciando el meollo dramático a costa, sí, de la corteza verbal. Una pobre, fácil fidelidad a la letra puede desperdiciar en nuestros escenarios los espléndidos logros de Calderón. ¿O tendremos que viajar al Burgtheater de Viena para disfrutar al fin La hija del aire... traducida y renovada por Hans Magnus Enzensberger?




ArribaAbajo«The Art of Wordly Wisdom»

El lector sin duda no ignora que Baltasar Gracián fue sinceramente admirado por La Rochefoucauld y por Voltaire, por Schopenhauer y por Nietzsche, y que todos ellos y no pocos otros de los más finos moralistas europeos contrajeron deudas de peso con el jesuita aragonés. En cambio, es fácil que no sepa o haya olvidado que en los últimos decenios del siglo XX el Oráculo manual y arte de prudencia (1647), con el título completo o sólo a medias, en traducción o en versiones más o menos remozadas, fue lectura frecuente de yuppies y empresarios en los aeropuertos del mundo entero, figuró en la lista de bestsellers del New York Times (The Art of Wordly Wisdom, con más de cien mil ejemplares a cuestas), agotó repetidas ediciones en diversas lenguas, y, con el retraso de rigor, incluso volvió a publicarse en España, y en colecciones bien ajenas a cualquier tentación literaria.

Como digo, los responsables de ese retorno triunfal eran mayormente directivos y hombres de negocios que en el libro encontraban «algo práctico y espiritual al mismo tiempo» (cito   —209→   ipsissimis verbis), «la sabiduría práctica necesaria para enfrentarse con éxito a un mundo competitivo y hostil». Una de las traducciones italianas apareció rebautizada Trecento massime per il manager di oggi; y uno de los más fervientes devotos del jugoso vademécum, profesor universitario de economía industrial y gestión de recursos, le dedicó todo un volumen de comentarios encarrilados a presentarlo como guía ideal para la dirección y organización de grandes compañías.

A mí, lo reconozco, me parece de perlas. Ni entro ni salgo en si el Oráculo manual tiene en verdad las virtudes que le adjudicaban sus entusiastas de hace unos años. (Tiendo, sin embargo, a suponer que sí: ellos sabrían). Pero, filólogo yo mismo e historiador de la literatura, no me cuento entre quienes se llamaron a escándalo por semejante revival y lo denunciaron como lesa filología, trivialización de la historia y atentado contra la literatura.

Es cierto que el Oráculo, igual que El discreto, El héroe o, por encima de todos, El criticón, puede y debe leerse en el texto más fiel al original, restituyéndolo al contexto de Gracián y paladeando la textura del estilo. Pero también puede y debe leerse en una adaptación que deje en el camino aciertos y bellezas pero a la vez los escollos de un lenguaje no a todos accesible (y, aparte Claudio Guillén, todos los españoles hemos leído cuando menos tantos libros traducidos como en español), y vinculándolo sin temor a nuestro tiempo, a nuestra experiencia personal y a nuestros humores.

El siglo gracias a Dios pasado entronizó en la cultura y (cuando era viable) en el mercado el ídolo del arte por el arte: teníamos que apreciar la pintura en abstracto o la poesía pura, como razón de ser de sí misma, como creación autónoma, prescindiendo de si nos caía en gracia o no, de si nos decía (ut supra) «algo práctico» o «espiritual» que nos llevara más allá del cuadro o de la página impresa. El mero hecho de que el artista se expresara era de suyo un valor; que nos interesara lo que el artista expresaba no podía siquiera plantearse.

Nunca se han gustado así las artes. La literatura, en particular, ha sido siempre un objeto de placer, de deseos, de pensamiento, de sueños y realidades soñadas, de fisgoneo: una   —210→   parte de la vida a idéntico título que el juego o el amor. Hay que estar, se postulaba, al servicio de los modernos. Los clásicos están a nuestro servicio. Los clásicos como Gracián lo son porque uno puede traicionarlos.




ArribaAbajo«Hablar en prosa»

No sé si acabamos de hacerle justicia a Moratín. No dudamos en incluirlo en el canon fundamental de la literatura española, pero a la vez tendemos a considerarlo el "menor" de los "grandes autores". Es una valoración que comparte con todo nuestro Siglo de las Luces: sensato, bien encaminado, inteligente..., pero en última instancia sin genio. Sería cosa de hablarlo despacio. Ni Marivaux ni Goldoni, a quienes nadie regatea los méritos, ni, si no me engaño, la entera comedia europea del Setecientos ofrecen una pieza que siendo equiparable en carácter a El sí de las niñas pueda ponerse a la altura de la obra maestra de don Leandro, y no digamos que la mejore.

Son los beneficios del estudio y la ventaja de los frutos tardíos. Moratín llevaba en la cabeza todo el teatro del mundo, antiguo y moderno, y había escudriñado hasta el mínimo rincón del contemporáneo. Nadie le negará agudeza y talento, pero difícilmente dejará tampoco de opinar que el logro absoluto que es El sí de las niñas procede sobre todo de la reflexión y la lima. La percepción de esa evidencia no le hace ningún bien: apegados como estamos a la imagen romántica del poeta que no obedece sino a una misteriosa llamada interior, no nos sentimos plenamente cómodos con el artista metódico y erudito.

Ni le hace favor alguno la vocación realista que inspira el diseño y en especial el lenguaje de El sí de las niñas. No obstante, si yo tuviera que recomendar una única virtud de la obra (y en general de Moratín), o cifrar en una sola cualidad el gusto con que la veo y la leo, no vacilaría en referirme al arte del lenguaje. Bien están la gracia de la trama o la perfección del movimiento escénico, pero la verdadera delicia reside en el estilo.

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El propio Moratín, discurriendo sobre la novela renacentista (e interpretando a Horacio: «Difficile est proprie communia dicere»), explicó una vez dónde está el secreto del placer que inevitablemente producen las pláticas de sus propios don Diego, doña Irene y doña Francisca: «No es fácil hablar en prosa como hablaron el Lazarillo, el pícaro Guzmán... No es fácil embellecer sin exageración el diálogo familiar, cuando se han de expresar en él ideas y pasiones comunes, ni variarle acomodándole a las diversas personas que se introducen, ni evitar que degenere en trivial e insípido por acercarle demasiado a la verdad que imita».

En el programa literario que ahí se enuncia y que El sí de las niñas aplica de maravilla, a menudo se subrayan hoy en exceso elementos como «familiar», «ideas (...) comunes» o «trivial», otorgándoles una carga negativa, hasta incriminar a Moratín de falta de vuelo imaginativo, insulsez y vulgaridad. No suele apreciarse en cambio la dimensión creativa del proyecto moratiniano, la aspiración a conseguir el arte de un lenguaje que sea a un tiempo doméstico y sabrosamente literario: una filigrana de observación e invención, ingenio y medidas justas. Ese «hablar en prosa» de El sí de las niñas no es tanto "prosaísmo" cuanto una categoría artística que ojalá hubiera tenido más arraigo en la literatura española. Seamos justos con don Leandro.





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ArribaAbajo- XXXVI -

Despedida de José María Valverde



«Que como buey de cabestro
el ripio vaya delante».
¡Que buen consejo, tunante,
me diste, amigo, maestro,
y en qué artes me hiciste diestro!
Consejo fue y profecía
que te cumplo todavía:
¿Qué escribir en verso quiero?
Pues siempre el ripio primero,
y detrás la poesía.




ArribaAbajo- XXXVII -

Elogio de Mario


Mario Vargas Llosa es la confluencia insólitamente feliz del genio innato y la cultura conquistada. Este endiablado peruano, español, parisino, londinense, forma ya para siempre entre esos «patricios americanos» envidiados por nuestro inolvidable Gabriel Ferrater, que todo parecen haberlo leído y absorbido. La increíble capacidad de su prosa, eche por el camino de la diafanidad o tire por los senderos de la expresividad y el impresionismo, y el dominio absoluto de las tretas más complejas del arte narrativo sólo pueden nacer de una extraordinaria disciplina mental y, a la vez, de una familiaridad y un entendimiento profundo de los grandes maestros. Pero si moviéndome en este mismo nivel de abstracción, sin títulos, sin datos, sin citas, tuviera que pintar a Vargas Llosa con dos palabras, mejor que «genio» y «cultura», elegiría «inteligencia» y también, a riesgo   —213→   de ser mal entendido en el pronto, «inocencia». Pues sin la inocencia inicial con que se asoma al mundo, la inteligencia de Mario no podría explayarse con la potencia con que lo hace: como bien sabía Aristóteles, la inocencia, la sorpresa, la admiración, son el principio mismo del conocimiento.

De pocos intelectuales tengo noticia más poseídos que Mario por el afán de conocer y comprender, y que hayan puesto al servicio de ese designio una cabeza mejor amueblada. Verlo plantarse frente a una cuestión, identificar los puntos centrales, justipreciar los accesorios, prever objeciones, enfilar la meta, en fin, desarrollar y culminar un argumento, es uno de los espectáculos más fascinantes, más instructivos -y también, ay, más desalentadores para el común de los mortales-, que puede ofrecer la entera cohorte de la literatura contemporánea. De mí sé decir que incluso cuando disiento de sus planteamientos o sus conclusiones, o acaso de su orientación, como quizá ahora me ocurre menos raramente que hace algunos años, no soy capaz de no dejarme arrastrar por la máquina arrolladura de su razonamiento.

Pero ese Vargas Llosa de prodigiosa inteligencia es asimismo una criatura en perpetuo estado de inocencia. La palabra tal vez no sea afortunada, pero me resisto a sustituirla por «buena fe», «ingenuidad», «candor» o cualquier otro aparente sinónimo. Inventar historias, por ejemplo, exige inocencia. Mario ha explicado a menudo que el novelista es un deicida y un demiurgo, el hacedor de una realidad que parte de la conocida y la convierte en otra diversa e inédita. Pero también -sigo parafraseándole de aquí y allá- que el dios de la ficción es irremediablemente mortal y está sacrílegamente poseído por demonios humanos, pavorosamente habitado por fantasmas terrenales. Cierto. Un escritor que no intuya en el mundo una dimensión oscura, que no lo encare como enigma, difícilmente se sentirá impulsado a componer novelas, y si lo hace ellas difícilmente nos prenderán. Quien tiene claras las respuestas, quien invariablemente sabe cómo se ensamblan los confusos segmentos de la vida, ¿para qué va a engañarse y querer engañarnos con ficciones, y por qué condescenderá a prestar atención a las pequeñeces y las miserias de unos personajes   —214→   que se engañan? Toda novela es una utopía, y hasta la más pesimista se hace ilusiones, porque postula la posibilidad de que la realidad sea otra, distinta, y se encandila con el sueño de descubrirle alternativas.

No pretendo, ni remotamente, que la inocencia la aplica Mario a unos sectores de su actividad, pongamos que a la novela, y la inteligencia a otros, digamos que al ensayo. En absoluto. Mario concilia siempre y en todos los terrenos la inteligencia que analiza implacablemente con esa especie de la inocencia que consiste en tomar las cosas en serio, con humildad, pero además con esperanza. Es tal vez a través de esa veta de la esperanza, la esperanza en cuanto otra versión de la utopía congénita a la novela, por donde sus artículos, torsos biográficos, cavilaciones literarias, memorias, manifiestos, discursos, informes oficiales y aun cartas al director, como sus mismas aventuras políticas, mejor se dejan restituir al marco mayor de la creación, que es donde más seguramente hallaremos a Vargas Llosa de una pieza.

No obstante, puestos a buscarlo todo en un solo libro, aconsejaría ir a La verdad de las mentiras (Barcelona, Círculo de Lectores, 1990). Los prólogos a veinticinco obras contemporáneas ahí reunidos son probablemente el más brillante testimonio que yo conozco de cómo se lee una novela13. En la crítica, y no digamos si universitaria, señorea la tendencia a ignorar por completo la experiencia real de la lectura, es decir, a no preguntarse siquiera qué siente y piensa de veras el lector inmerso en un relato, qué vivencias le suscita y le deciden a estimarlo, por qué entra en el juego de la ficción o lo rechaza. Los exegetas al uso quieren fijarse precisamente en los aspectos que no pertenecen a ese orden de cosas y que por el contrario se pueden interpretar en términos de categorías técnicas, consignas de escuela o edictos de la última teoría. Mario se enfrenta con las grandes novelas del siglo XX a pecho descubierto, con una inextinguible pasión literaria, pero sin renunciar a ninguna de sus simpatías, opiniones, creencias; rindiéndose a la   —215→   ficción cuando y como cumple, pero sin abjurar por ella de la realidad ni renunciar a su propia biografía. En La verdad de las mentiras concurren el Vargas Llosa narrador, pensador, hombre de su tiempo, individuo, acaso más cabalmente que en cualquier otro título suyo. Y es un panorama que vale la pena.

He leído y seguido siempre a Mario, lo conozco hace mucho y (amén de compartir con él y con un conocido de Cervantes una fobia inconfesable) lo quiero mucho. Yo era una de las dos o tres docenas de letraheridos que en los discretos salones verdes de Parellada, en Barcelona, hace exactamente cuarenta años, fueron los primeros en saber, sin duda antes que el autor, que un cierto Vargas Llosa acababa de ganar el premio de cuentos «Leopoldo Alas». Después de ése han venido muchos otros premios, como viene hoy el Menéndez Pelayo y vendrán todos los imaginables, y Mario se ha convertido no ya en un escritor de talla universal, sino en una figura pública de primer rango, en eso que llaman «un famoso», es decir, un personaje con quien quieren fotografiarse los políticos o, más reveladoramente, a quien guía por los aeropuertos un «chaqueta roja».

Conozco a varios en semejante caso, y los más fingen ser los mismos que eran, pero son ya otros, y frecuentemente disfrazan de sencillez y espontaneidad la distancia y el recelo que en realidad mantienen frente a los demás. Me consta que con Mario no ocurre así: Mario sigue escuchando con la misma curiosidad, con la misma atención cordial, hablando con idéntica franqueza y transparencia, de tú a tú, sin sentirse por encima de su interlocutor. A principios de los años setenta, también en Barcelona, diseñamos juntos lo que él llamó «un complot erudito» que incluía una edición crítica de su primera novela y otros volúmenes que vinieran a reforzar mis renqueantes «Textos hispánicos modernos». Todavía es fácil embarcarlo en un buen proyecto, y no duele pedirle que le eche a uno un capote: lo hará con toda la naturalidad del mundo, como si no tuviera la posibilidad de negarlo y sin pasársele por las mientes que el amigo deba interpretarlo como una demostración de dominio o importancia.

No voy a prolongar la nota personal, pero tampoco he querido soslayarla, porque cosa personal es para mí la concesión   —216→   del Premio Menéndez Pelayo a Mario Vargas Llosa. No ocultaré, en efecto, que el verlo a él en la nómina de galardonados en que tan modestamente -lo digo de todo corazón- figuro yo mismo, me ruboriza en la misma medida que me enorgullece. Pero, por otra parte, darle a Mario un premio, y más si realza un aspecto de su quehacer intelectual que siento especialmente afín, es darme a mí una alegría sincerísima, un gozo profundamente mío. No tengo, pues, palabras para decir con qué satisfacción celebro que el premio que Eulalio Ferrer inventó como tributo al insigne polígrafo montañés don Marcelino Menéndez Pelayo venga hogaño a distinguir al insigne polígrafo arequipeño don Mario Vargas Llosa.




ArribaAbajo- XXXVIII -

Miserias del "diseño"


Mal aconsejada por un publicista novel, la librera del pueblo en que paso buena parte del año decidió convertirse en editora para bibliófilos. Consiguió un par de relatos excelentes y pidió a no sé quién (y más le vale que yo no lo sepa) que le creara una colección "de diseño". Al sujeto en cuestión no se le ocurrió ni más ni menos que imprimir los originales en hojas sueltas, sin numerar (me parece) y con el vuelto en blanco, y amontonarlas en una carpeta de colegial.

Siglos y siglos de historia del libro, medio milenio de imprenta, quedaban así abolidos por obra de un descerebrado. El proceso que llevó de la mera distinción por cuadernos a la numeración por folios y luego por páginas, con obvias ventajas para la lectura y para la consulta; el arraigo de la encuadernación editorial, más manejable y económica (en los días del Quijote, por no ir más lejos, los libros se vendían «en papel», es decir, como una serie de pliegos no unidos entre sí); las lecciones de la experiencia sobre la mejor adecuación de tipo y cuerpo, caja y formato..., todo venía a parar en la sepultura   —217→   del olvido y a sacrificarse en el altar del diseño. Para desandar cabalmente el camino, sólo faltaba renunciar a la composición tipográfica y volver al manuscrito.

No me sorprendería (tampoco me consta, pero me decido a deslizar la calumnia, por si queda) que el culpable hubiera entregado y cobrado a mi inocente librera una memoria con la exégesis y el elogio del invento: la facilidad de meterse en el bolsillo sólo la cantidad de hojas imprescindible para el trayecto en el metro (o el paso por el retrete), la posibilidad de escribir en los inmaculados dorsos las reflexiones que sugiriera la narración y llenar la carpeta con otros materiales, dándole al conjunto un carácter de "obra abierta", que se construye y deconstruye en diálogo con los cambiantes impulsos del usuario...

Por docenas se cuentan hoy los crímenes de lesa razón por el estilo. Unos años atrás, cualquier modesto impresor sabía dejar un texto «legato con amore in un volume», aprovechando al servicio de los fines los medios accesibles, buscando la eficacia y, en los casos más modestos, la simple elegancia de la claridad... Las tareas que hasta hace poco iban a esas sabias manos caen ahora con demasiada frecuencia en las garras de diseñadores sin discriminación (y no raramente en contubernio con informáticos mondos y lirondos), al parecer convencidos de que la capacidad de delinear quizá un cenicero o un portalámparas graciosillo les autoriza a ignorar no ya las prácticas comunes de la tipografía, sino incluso los datos fundamentales que dan sentido a uno de los logros mayores de la civilización; gentes para quienes la cursiva, la sangría o la interlínea son artificios decorativos, y no elementos constitutivos de un código lúcido y elocuente.

Confieso que estoy resollando por la herida, por las heridas. La penúltima se la debo a una «revista de colección», cuyo hechura gigantesca (40 x 30) se consagra a alternar fotografías a página doble con textos parvísimos, cada uno de ellos dispuesto sobre un par de planas donde la caja apenas ocupa una tercera parte. El resultado es el más tantálico de los disparates. Para apreciar una fotografía, hay que abrir la cosa y, una vez comprobado que la longitud de los brazos no basta para   —218→   abarcar debidamente tan vastos horizontes, apoyarla contra la pared, retirarse unos pasos y deleitarse al fin con el panorama. Por el contrario, si uno pretende leer un texto y no tiene unos ojos extraordinariamente dotados, descubrirá de inmediato que los brazos no le permiten situar la página a la distancia oportuna para el enfoque, o que únicamente se lo permiten a costa de un agotador esfuerzo por sostener el artefacto; y, entonces, le tocará depositarlo en una mesa y, ladeándose sobre la inmensa superficie, bajar y subir, torcer y arquear la cabeza hasta dar con la posición idónea para disfrutar «le plaisir du texte»...

(Sucede por otro lado que la porción infinitesimal reservada a la escritura tiene las mismas dimensiones en todas las planas ad hoc, de suerte que si a uno le acontece sobrepasar el número de espacios prefijado, hasta, pongamos, doblarlo, el remedio no consiste en asignarle otro par de páginas, sino en reducir el cuerpo a las proporciones de la microscopía, para embutir la pieza en el reducto fatal que decreta la tiranía de los blancos, unos desatinados blancos que ni por azar coinciden con la parte por donde uno podría asir el mamotreto con relativa comodidad y sin tapar texto con los dedos. Pero, lo juro, no es ésa la llaga que más me escuece).

Llegado al párrafo final, dos libros recién publicados me levantan sentimientos contradictorios. Uno, la excelente versión española, al cuidado de J. M. Pujol, de los First Principles of Typography, el clásico ensayo de Stanley Morison (Barcelona, Ediciones del Bronce, 1998), me lleva a deplorar la moderación de mi lenguaje en cuanto antecede. El otro, las apacibles y sensatísimas reflexiones de Enric Satué sobre El diseño de libros del pasado, del presente, y tal vez del futuro. La huella de Aldo Manuzio (Madrid, Fundación Germán Sánchez Ruipérez, 1998), me exhorta a no perder la esperanza y, por encima de todo, a no hacer pagar a justos por pecadores.



  —219→  

ArribaAbajo- XXXIX -

El alma de Garibay


José María Valverde era tan dúctil y tolerante con los demás cuanto inflexible consigo mismo. Nunca daba una posición por adquirida, y menos por consolidada, sobre todo si el resto del mundo la veía como tal: siempre estaba dispuesto a volver a empezar, en la vida y en la obra, a condición de que la nueva etapa significara ser más fiel a su vocación y al sentido de su propia historia, en el porvenir mejor que ante el pasado.

La renuncia a la cátedra de Barcelona, en solidaridad con José Luis Aranguren, es sólo la más sonada de las decisiones que tomó al arrimo de la lealtad a sí mismo por encima del juicio y del elogio ajeno. Hubo muchas otras. Cuando Dámaso Alonso lo tenía por la gran promesa de la filología, él prefirió matricularse en la especialidad de filosofía. Cuando lo aguardaban en Madrid, regresó a Barcelona. Cobró ojeriza a algunos poemas suyos convertidos en clásicos, y no pestañeó en repudiarlos. (Pienso especialmente en uno admirable, «El tonto», de La espera: «Tiene razón tu risa: sí, tal vez, / ocurrirá tan sólo que soy tonto, / un bienaventurado tonto de Dios...». Incluso le disgustaba que se lo recordaran).

De ahí que las colecciones que otros habrían titulado Poesías completas fueran en su caso selecciones cada vez más enjutas: de las doscientas cincuenta páginas de las Poesías reunidas (hasta 1960), por ejemplo, a las doscientas de Enseñanzas de la edad (Poesía 1945-1970), que sin embargo les añadían un libro que se llevaba la cuarta parte del conjunto, mientras la Antología de sus versos (1982), a cuya extensión nadie le había puesto tasa, se quedó en menos de un centenar.

Estoy convencido de que esa limpieza de cajones a menudo se pasó de severa o fue lisa y llanamente desacertada: no pocos de los textos que desechó carecen, es verdad, de la precisión de lenguaje y de pensamiento que José María buscaba en la madurez (y que a veces le imponía una dicción una pizca áspera), pero a bastantes lectores nos interesan justamente por   —220→   su incertidumbre y sus rodeos, al tiempo que apreciamos (y por qué no) la mayor fluidez de su andadura.

El propósito de Valverde era «no (...) publicar nunca» unas opera omnia y «que se consideraran definitivas» las piezas y las versiones admitidas en las Poesías reunidas (1945-1990) de Lumen. No es, sin embargo, por no respetar ese designio por donde flaquea la primera entrega de sus Obras completas, dedicada, como era de rigor, a la Poesía (Madrid, Trotta, 1998), con un hermoso pórtico de Cintio Vitier. Un autor es libre de acotar la presencia que quiere tener en la escena literaria de su época, la voz que deja oír en el diálogo vivo de la creación. Pero no puede elegir el lugar que le tocará en la historia. Pilar y Clara Valverde harán muy bien en no autorizar que Lumen (o Tusquets o Hiperión o Visor) saque a luz otro libro que la compilación de 1990: se equivocarían, en cambio, si se opusieran a la difusión restringida, sólo para expertos y bibliotecas, de unas auténticas Poesías completas, como marrarían el tiro si pretendieran destruir todos los ejemplares de Hombre de Dios o de Espadaña.

No es, pues, por esa recta contravención a los deseos del poeta por donde duele que un volumen tan esperado, con tantas cosas imprescindibles, se haya resuelto en términos inadecuados. Porque si la buena intención de sus responsables no debe ponerse en duda, la tarea demandaba mayor información y, de manera aun más perentoria, mayor reflexión. Una empresa como la inaugurada con el tomo aludido pedía antes de nada una exploración de las fuentes harto más minuciosa que la manifiesta en la «Bibliografía» de las páginas 41-54, y a falta de ese cimiento sólido la estabilidad del edificio no podría ser más precaria. El paso siguiente, que hubiera debido consistir en la fijación de unos principios ecdóticos coherentes, se ha saltado diría que por entero.

No entraré en el asunto menor, o, como sea, no sustancial, de los criterios que han gobernado la agrupación de los escritos de Valverde en volúmenes y en secciones. Tampoco haré sino mencionar los que han desembocado en un enteco y caprichoso apéndice de traducciones. La objeción seria atañe al aspecto precisamente más relevante y más delicado: el texto mismo de la obra poética original.

  —221→  

De la mayor parte de sus libros, José María había conservado para la recopilación de 1990 sólo un cierto número de poemas, que por lo demás reimprimió con retoques y cambios de orden de diversa enjundia. Puestos a desatender su voluntad, como en una edición hecha con la quisquillosa perspectiva de la historia era obligado desatender siquiera parcialmente, las soluciones posibles, según la buena filología, eran en definitiva dos: seguir uniformemente como texto básico las lecturas y la disposición de las primeras ediciones, o bien ceñirse a las últimas, pero en cualquier caso recogiendo punto por punto las divergencias entre ambas (y respecto a los otros estadios rastreables), no ya en un simple aparato crítico, sino más bien en un anexo que comprendiera cuando menos los índices o despieces de cada libro y, a la altura correspondiente, la indicación de las variantes relativas a cada poema. Tanto una como otra solución, y en particular la segunda, habría cumplido con el requisito elemental de salvar la integridad de cada poema y de cada poemario, con la fisonomía singular con que Valverde los dio por válidos durante distintas etapas de su trayectoria, y a la vez habría permitido advertir los momentos y el sentido global de esa trayectoria.

Los cuidadores, no obstante, han escogido el único camino recusable: reproducir (hablo a grandes rasgos) el contenido y la distribución de las primeras ediciones, pero dar la lectura de las posteriores para los poemas mantenidos en ellas, insertando en nota las variantes de las primeras y con voltario proceder en cuanto a usos tipográficos y otros detalles. El resultado, en consecuencia, es un texto esencialmente falso, irreal. Quien lea aquí, pongamos, Versos del domingo se encontrará con un libro que jamás ha existido, porque no es el publicado en 1954 ni el que el autor nos ofrecía en 1990, sino un tertium quid, una construcción artificial, que no tiene acomodo ni en el cielo ni en la tierra, como el alma de Garibay.

No faltará quien juzgue el reparo de poca monta. Ciertamente a mí no me disuade de aconsejar al buen aficionado que se apresure a hacerse con el volumen en cuestión. Pero si es de poca monta no tratar los versos de un gran poeta por lo menos con la misma exigencia con que él los trataba, sí lo es   —222→   poner la improvisación donde debiera estar la crítica textual, yo, sinceramente, no sé qué es de veras importante en el dominio de la literatura.




ArribaAbajo- XL -

La librería de Barcarrota


El día de Inocentes de 1995 se hizo pública la noticia que de tiempo atrás venía corriendo más discretamente: en un desván de Barcarrota (Badajoz) había aparecido un ignoto Lazarillo de Tormes de 1554, entre una docena de libros de la primera mitad del siglo XVI ocultos detrás de un tabique. Los ejemplares salidos a la luz comprendían un brillante tratadillo de Erasmo, un par de manuales de quiromancia, un florilegio de Marot y otros poetas franceses, un panfleto contra los conversos (el famoso Alboraique) y una refutación del Corán, unas doctísimas Precationes trilingües y una archipopular oración supersticiosa, o, en fin, un manuscrito de La Cazzaria, de Antonio Vignali, diálogo del género erótico y la subespecie sodomítica.

La Junta de Extremadura tuvo el buen criterio de comprar tan fascinante fondo para enriquecer el patrimonio de la región e irlo poniendo al alcance de los estudiosos en hermosos facsímiles acompañados de transcripciones y prólogos. La serie comenzó con la estrella de la colección, el Lazarillo estampado en Medina del Campo en 1554, es decir, en el mismo año que las otras tres impresiones más antiguas que conocemos, y singularmente fiel al perdido arquetipo de todas, del que lo separa una sola edición interpuesta. (Pro domo, no negaré que me encantó comprobar que además coincidía punto por punto con la portada de la princeps que un decenio antes había yo reconstruido hipotéticamente). Le siguió la pintoresca Oración de la emparedada, que los ciegos rezaban y vendían entre los devotos más modestos, y que   —223→   hasta la fecha no nos había dejado sino testimonios indirectos, mientras en Barcarrota se conservaba en una versión portuguesa. Las reproducciones promovidas por la Junta llegan ahora a la tercera entrega, con la obscenísima y a ratos divertida Cazzaria (de cazzo, ya se entiende), editada y traducida por Guido M. Cappelli y Elisa Ruiz con todas las exigencias de la mejor filología.

A la vista de los tres excelentes facsímiles, se agudiza sin remedio la curiosidad mayor que despertó entre los letraheridos la aparente inocentada de 1995: la procedencia del acervo bibliográfico exhumado en Barcarrota. Sin remedio, digo, porque probablemente nunca llegaremos a conocerla; pero también con el consuelo relativo de una certeza: si los libros fueron a dar en el escondrijo de un sobrado fue para resguardarlos del brazo cada vez más largo de una represión ideológica cada vez más timorata.

La novelería que inevitablemente acompaña a la novedad ha imaginado los ejemplares de Barcarrota como «biblioteca» y les ha fantaseado un propietario «humanista», «clérigo perseguido», «reformista», o, cómo no a veinte leguas de Llerena, «converso» (ahí, por peor nombre, alboraico) y también «alumbrado». Todos los tópicos de la contraortodoxia a la violeta han florecido en las gacetillas de prensa. El caso es que esa docena de piezas no dibuja el perfil consecuente de ningún lector, sino los dúctiles rasgos de un librero. Cuesta figurarse a un admirador español de Erasmo que se interesase por la Oración de la emparedada, a la vez que compaginaba la piedad erudita de las Precationes, la querencia hugonote de «aucuns nouveaulx poètes» y la pornografía italiana de La Cazzaria. Por el contrario, la desemejanza de temas y orientaciones, la pluralidad de lenguas y procedencias (con ventaja para los grandes centros comerciales de Lyon y Venecia), la presentación material y otros indicios hacen pensar decididamente en la parte problemática de un fondo de librería.

Como los más de los títulos en cuestión se imprimieron entre 1538 y 1543 (y justamente en 1540-1541 parece documentada la presencia de Vignali en Sevilla), se diría razonable suponer que fueron importados en torno a la última fecha.   —224→   Las Dilucidationes de Patrizio Tricasso son de 1525, pero verosímilmente respondían al mismo interés que llevó a encargar en Venecia la Chyromantia del propio Tricasso «nuovamente revista e con somma diligentia corretta e ristampata» (1543). Junto a algún otro ítem, el providencial Lazarillo medinés (1554) se distancia demasiado de sus compañeros para presumir otra cosa sino que es una incorporación de última hora, posterior a la constitución del lote originario. Las muchas probabilidades de que la carta de Lázaro de Tormes fuera ya vedada en 1554 o 1555 nos sugieren el entorno en que pudo producirse la ocultación del conjunto.

No hay necesidad, en efecto, de avanzar hasta el expurgatorio de 1559, y menos aun si se hace afirmando que «se trata de libros incluidos todos como prohibidos en el índice de Valdés» («todos, absolutamente todos», ha llegado a remacharse), pues ni siquiera un tercio está expresamente en el caso. Por otro lado, que los volúmenes de Barcarrota se hallen en su gran mayoría ausentes de ese índice y del publicado en 1551 y que provengan de más allá de los Pirineos invita a inferir que se pusieron a salvo no tanto para sustraerlos a la interdicción inquisitorial (aunque la condena del Lazarillo bien pudo urgir la resolución) cuanto para protegerlos de una confiscación que forzosamente producía molestias y pérdidas, incluso si acababa en un dictamen favorable.

De hecho, en el período en que nos movemos, las medidas contra la introducción de textos presuntamente nocivos se habían convertido en una pesadilla para los libreros, que cada dos por tres se veían con las tiendas cerradas ex improviso (así lo prescribe un edicto de 1540) y obligados a entregar a los visitadores «todos los [libros] que nuevamente se hobieran impreso», no ya «en Alemania o en Inglaterra, donde hay mayor daño», sino asimismo «en otras partes», con la consiguiente imposibilidad de vender los «sospechosos (...) sin que primero sean (...) examinados por los inquisidores y personas que en esto entendieren».

Por ahí, estimo que el núcleo de los ejemplares de Barcarrota proviene de las cautelas de un bibliopola dispuesto a curarse en salud quitando temporalmente de en medio las   —225→   obras importadas que se le antojaron más peligrosas. De la Extremadura del siglo XVI, sólo en Plasencia nos consta una cierta actividad en el comercio librario; pero mejor no descuidemos que en Cáceres se cruzaban las grandes rutas de Sevilla, por donde anduvo Vignali, y de Lisboa: subrayémoslo, porque en Portugal se cocían las mismas habas y hacia allí nos apuntan la Oración de la emparedada y el nombre de Fernão Brandão, inscrito en un amuleto que figuraba entre las páginas de la Lingua de Erasmo.

El punto de vista del negociante de cortas letras, antes que del lector ilustrado, se transparenta incluso en la ocurrencia de guarecer una impugnación del islamismo -y en la versión toscana de un eficaz colaborador del Concilio de Trento...- porque en la portada se mencionaba la «setta machumetana», que a él le sonaría a los «libros de la secta de Mahoma» denunciados en el índice de 1551.

Es fácil que incurriera en más de un error análogo, y, desde luego, no fue el único en cometerlo, antes bien, unos años después, un informe oficial lo daba por generalizado: «muchos [libreros], por no llevar sus libros a los inquisidores, o queman no sólo los prohibidos y que se mandan expurgar, pero aun los buenos y muy seguros, o los dan de balde o los venden por muy poco precio; y de esta manera infinitos [libros] ni se examinan ni corrigen, sino se pierden con el tiempo sin aprovecharse nadie de ellos...».

En mi opinión, los ejemplares de Barcarrota tienen toda la pinta de haber salido, no de una biblioteca particular, sino de las mesas de un librero irresoluto e ignorante, que prefirió ocultar mejor que destruir las obras suspectas que hubiera debido someter a la Inquisición, y al hacerlo revolvió justos con pecadores. Sólo el azar ha querido que no se perdieran sin provecho como tantos otros.



  —226→  

ArribaAbajo- XLI -

«Decir el verso»


Cómicos y directores repiten que ésa es siempre la cuestión mayor cuando se trata de llevar hoy a las tablas una función del Siglo de Oro. Tienen razón. Pero a los historiadores y a los filólogos nos toca recordarles que «decir el verso» es declamarlo y declararlo, cantar y contar.

Las incertidumbres que provoca la métrica de Calderón llegan al extremo de hacernos preguntar si nos hallamos ante verso o ante prosa. Léanse simplemente unas líneas de No hay burlas con el amor:


escuchando los ultrajes
de una vil hermana, de un
falso amigo, de un infame
criado, una criada aleve
y de un cauteloso amante.



O la dicción responde aquí a la semántica, y entonces estamos acaso mas cerca de la prosa que del verso, ante una prosa pautada con ligeras armonías vocálicas, o bien responde al octosílabo y a la asonancia, y entonces el pasaje se vuelve un martilleo, y espinoso hasta las fronteras de lo ininteligible. ¿Quería Calderón que textos así sonaran a prosa o endiabladamente a verso? ¿Qué quieren hoy los directores y los actores?14

  —227→  

Don Pedro suscita dilemas tan drásticos, tan segismundianos como ése, en sus tiempos y en los nuestros. Dista de estar claro cómo captaban los espectadores coetáneos el lenguaje calderoniano, si punto por punto, analíticamente, como un discurso superior pero no distinto del cotidiano, o más bien de forma impresionista, sintéticamente, como una música (estamos en los comienzos de la zarzuela y de la ópera) que acompaña y parafrasea el movimiento escénico. En la actualidad el problema se complica y se agrava.

«Hipogrifo violento, / que corriste parejas con el viento...». Cuatro siglos atrás, el «mosquetero» descifraba el principio de La vida es sueño sin necesidad de saber qué era exactamente un hipogrifo, porque el «vocablo exquisito» (Lope de Vega dixit) y el adjetivo anejo apuntaban sin más a un ser insólito y (en efecto) monstruoso, al par que el segundo verso lo situaba abiertamente en una especie animal. El público del 2000 no cuenta con tal ayuda, porque, más que no entender, malentiende la expresión correr parejas. (O cuando menos la malentienden todas las ediciones anotadas que tengo a mano, e incluso la edición crítica, pues, a juzgar por la falta de la oportuna nota, suponen que tenía antaño el mismo valor que hogaño). El caso es que «correr parejas con el viento» significaría hoy, vaga y genéricamente, 'ser comparable o semejante al viento', mientras al espectador del siglo XVII le evocaba la concreta y vivaz imagen del deporte aristocrático de las 'carreras de caballos por parejas', a veces con los dos jinetes asidos el uno al otro. En velocidad y en brío, pues, el hipogrifo de marras ha competido con el mismísimo viento.

Sí, la cuestión es «decir el verso». Pero todo.



  —228→  

ArribaAbajo- XLII -

«Ovallejo»



Entre tanto pandemonio,
      Antonio,
el teatro verdadero,
      Buero,
no es nunca nuevo ni viejo,
      Vallejo.
Será, tal buen vino, añejo;
fresco, fruto por cortar,
o sin tiempo, como el mar,
Antonio Buero Vallejo.




ArribaAbajo- XLIII -

Quién escribía y quién no


Una. En el portal de la casa madrileña del protagonista de Miau, «había un memorialista» cuya multiplicidad de ocupaciones «se declaraba en manuscrito cartel»: «CASAMIENTOS. -Se andan los pasos de la Vicaría con prontitud y economía. DONCELLAS. -Se proporcionan. MOZOS DE COMEDOR. -Se facilitan. COCINERAS. -Se procuran. PROFESOR DE ACORDEÓN. -Se recomienda. NOTA. -Hay escritorio reservado para señoras».

Dos. Guzmán de Alfarache encontró en el Rastro «unas coplas viejas, que a medio tono, como las iba leyendo, las iba cantando». El menestral que lo había contratado volvió la cabeza «y sonriéndose dijo: -"¡Válgate la maldición, maltrapillo! ¿Y leer sabes?" Respondile: -"Y muy mejor escribir". Luego me rogó que le enseñase a hacer una firma y que me lo pagaría», porque -explica el buen hombre- «salgo a negocios que me da Fulano, mi señor», y «querría siquiera saber firmar, por no decir que no sé cuando se ofrezca».

  —229→  

Tres Presagia el juglar que al cerro «que es sobre Mont Real» y desde donde Rodrigo Díaz ha sometido el valle del Jiloca, «mientras que sea de moros e de la yente cristiana, / "el Poyo de Mio Cid" así l' dirán por carta».

Quien no esté familiarizado con los trabajos de Armando Petrucci tampoco acabará de entender a derechas esas tres viñetas de la literatura y de la vida española. El memorialista de Galdós condensa deliciosamente el fenómeno de la «escritura expuesta», que puja por abrir a otras clases un espacio acotado por los poderosos, y al tiempo concreta la «delegación de escritura» inevitable cuando la presencia pública de lo escrito desborda con creces el nivel de alfabetización. El relato del pícaro ilustra además la tipología de la cultura popular y la morfología de la lectura: Guzmán no lee en ninguna biblioteca, sino en la calle, de camino, en un pliego suelto, la forma de libro más elemental, y no sabe enfrentarse con las «coplas viejas» sin mantener su oralidad primaria, tarareándolas. En el Mio Cid, en fin, la «carta», el pergamino, se reserva para el sacrosanto reparto del botín o para las disposiciones reales «fuertemientre selladas» (donde el sello importa tanto como el texto, porque se trata de mostrar quién manda): que el nombre de Rodrigo llegue a la escritura significa que ha entrado para siempre en un ámbito y una jerarquía inasequibles al modesto poeta del Cantar.

La compilación de estudios de Armando Petrucci recién aparecida en español (Alfabetismo, escritura, sociedad, Barcelona, Gedisa, 1999) depara a cada paso claves de comprensión que iluminan decisivamente «cómo se han transformado y aún se transforman las percepciones y las prácticas de la escritura», siguiendo a la vez tres direcciones que con demasiada frecuencia se toman una a una: «la historia del libro y, más en general, de los objetos manuscritos o impresos; la historia de las normas, de las capacidades y de los usos de la escritura, y la historia de las maneras de leer» (no sé decirlo mejor que el lucidísimo prologo de R. Chartier y J. Hébrard).

El autor es en origen paleógrafo y diplomatista, pero en lugar de contentarse -digamos- con clasificar abreviaturas pronto prefirió preguntarse sistemáticamente «quién escribía   —230→   y quién no» en otras épocas, «por qué lo hacía y para quién». De ahí los polos entre los cuales se mueve su vasta e imprescindible aportación intelectual: de la forma, de la materialidad de lo escrito, a su función y su alcance en la trama global de la historia.

Los diecisiete ensayos de Alfabetismo, escritura, sociedad no se limitan a ofrecer un tesoro de datos y análisis profundamente significativos de suyo: descubren categorías nuevas para el entendimiento de la Edad Media y del Renacimiento, y nos las proponen, con ejemplar oportunidad, para nuestro propio mundo. No dudemos en contar a Armando Petrucci entre los grandes renovadores de la historiografía europea.




ArribaAbajo- XLIV -

¡Vivan las caenas!


La flamante Ortografía de la Real Academia Española pudo haber sido la primera del siglo XXI y ha parado en la última del XIX. A veces, quizá para bien.

No es poco significativo que el primer párrafo del bendito breviario se conforme con dejar constancia, sin más, de que «el abecedario español quedó fijado, en 1803, en veintinueve letras». El incauto inferirá maquinalmente que así se determinó en 1803 (en el Diccionario de la casa, expliquémoslo) y así es y seguirá siendo in aeternum, sin pasársele por la cabeza que sólo figurada o abusivamente puede hablarse de un «abecedario español» (nuestra lengua se vale del alfabeto latino) y que para alcanzar los veintinueve ítem que la Ortografía enumera a continuación hay que contar como letras los grupos ch y ll, pero no (pongamos) rr, y además ordenar el conjunto como en el mentado párrafo y en los tiempos de marras, y no según el criterio que acto seguido se prescribe, con ch entre ce y ci, etc., etc.

  —231→  

Claro está, sin embargo, que los autores se guardan mucho de defender la existencia de un «abecedario español» de «veintinueve letras», y no pasan de mencionar el dato de que tal se afirmó bajo Carlos IV (amén de explotar las posibilidades anfibológicas de la frase quedó fijado). Todo son, pues, mentiras piadosas: la referencia al famoso 1803 sirve como cortina de humo para amagar y no dar que las cosas continúan igual que siempre, y por tanto no debe alarmarse ninguna academia centroamericana, ni siquiera si en adelante la alfabetización de ch y ll se doblega a las exigencias del imperialismo yankee. Estamos a principios del siglo XIX, pero, insisto, quizá, probablemente, para bien: salvar un cisma bien vale una risa.

La ortografía de las lenguas es terreno convencional por excelencia, y la Real Academia obra sabiamente aprovechando la bula que también disfrutan otras instituciones. El Tribunal Constitucional, por ejemplo, la tiene para prevaricar con oportunidad. No se trata de dictar sentencias acordes con el derecho, la razón o el sentimiento, sino de poner un límite a los litigios, una última instancia. Una ley no dice lo que diga, sino lo que el Tribunal dice que dice; no importa el contenido de una regla, sino que la Academia la establezca.

Justamente por ello no tiene demasiado sentido afearle las inconsecuencias que fácilmente se espigan en la Ortografía (y que a menudo no se podrían sanar sino a costa de otras equiparables) , y sí es comprensible que se la tache más bien de manga ancha. Cabe debatir hasta la ronquera si es congruente decretar que en los monosílabos no hay hiatos, «aunque la pronunciación así parezca indicarlo, sino diptongos y triptongos», y por ende eximirlos o no de tilde. Pero la opción entre fie y fié, riais y riáis, guion y guión, no puede librarse al albur de que «quien escribe» perciba o no «nítidamente el hiato» y considere o no «bisílabas palabras como las mencionadas». Si una cuestión como ésa queda al arbitrio individual, se está abriendo paso a la legitimación de susieá, etreya y acabao. En la duda, hay que preferir la incongruencia al desorden. Pasando de Carlos IV a Fernando VII, garrapatearemos en la tapia: «¡Vivan las caenas.

Un cierto liberalismo no es el único pecado decimonónico de la Ortografía. El espíritu ochocentista sopla desde el mismísimo   —232→   comienzo: «la escritura española representa la lengua hablada por medio de letras y otros signos gráficos». Tampoco diré que en absoluto, pero la escritura no es fundamentalmente una representación de «la lengua hablada» (de hecho, ninguna producción oral se deja duplicar en la escritura), sino un sistema autónomo, con entidad, medios y alcance propios.

Con todo, tan tenazmente como el espectro de la oralidad, vaga por el epítome académico el fantasma del manuscrito. Uno creería que la forma normal de escribir es con pluma, tinta y salvadera, no en la pantalla del ordenador y para llegar al impreso de un tipo o de otro. De ahí, por caso, que el peregrino capítulo sobre la puntuación malgaste varias páginas en las comillas, y no traiga ni un apartado sobre la cursiva (alguna vez aludida en nota a remolque del subrayado...).

Pero una buena Ortografía española debe ser hoy en gran medida una ortotipografía, un código donde todos los factores de la escritura se potencien mutuamente a beneficio de la eficacia y de la elegancia. En lugar de censurar en falso el logotipo de la Telefónica, por una vez acertado, ¿no sería mejor dedicar un capítulo cabal que sirviera de guía a grafistas y otros descarriados? La atención a la nueva realidad de la escritura abrirá un día la Ortografía académica al siglo XXI.




ArribaAbajo- XLV -

Del fragmento (fragmento)


Es argüible que la grandeza de los clásicos se aprecia de maravilla en la medida del fragmento.

Los románticos tenían la certeza de querer decir algo que ignoraban, y salían del paso cultivando el fragmento por el fragmento, al estilo del inmortal sobrino de Mesonero, que se echó al ruedo de las letras rasguñando «unas cuantas docenas de fragmentos en prosa poética», y «todos empezaban con   —233→   puntos suspensivos» y llevaban «títulos tan incompresibles y vagos como ellos mismos, verbigracia, ¡¡¡Qué será!!!, ¡¡¡...No...!!!, ¡Más allá...!, Puede ser, ¿Cuándo?, ¡Acaso...!». En el fragmento puro del romanticismo están la quintaesencia de la Sehnsucht, del anhelo insatisfecho porque no se sabía con qué diantres satisfacerlo, y una conspicua confirmación de que comúnmente los románticos eran tontos de capirote.

El romancero castellano descubrió la ilimitada fuerza sugestiva de la narración trunca. ¿Quién es el prisionero sin nombre que no adivina cuándo es de día ni cuándo de noche,


sino por una avecilla
que le cantaba al albor



y que un ballestero le ha matado? Es probable que en el siglo XIII nadie dejara de reconocerlo como el héroe de un cantar de gesta que daría cuenta cabal de por qué estaba entre hierros y cómo logró romperlos. Pero la memoria del poema épico se desvaneció a no tardar, y desde entonces, hasta hoy, el romance, como tantos otros, ha sido un fragmento sin principio ni fin: no ya «tranche de vie» o «parte de una historia», sino vida e historia cuyo sentido es su fugacidad y su misma inconclusión. (¡Ah, Chéjov!)

Es difícil no caer en la fascinación del palimpsesto sólo a trechos legible y del texto conservado a pedazos, como en el caso de los líricos griegos arcaicos. Ezra Pound la sintió hasta el remedo en algunas de las piezas más breves de Lustra. Por ejemplo en «Papiro»:


Primavera...
Demasiado tiempo...
Gonguila...



Gonguila era una de las chicas de Safo. «Así, pues -lo explicó bien Gilbert Highet, hoy tan aturdidamente olvidado-, lo que Pound ha hecho es escribir cuatro palabras en que se trasluce un poco de los sentimientos de Safo por la naturaleza, un poco de sus apasionadas añoranzas y el nombre de una   —234→   muchacha a quien amaba. Pound ha creado un fragmento de un poema que Safo misma pudo haber escrito». Es el fragmento al cuadrado.

Pero justamente los clásicos no son escritores de fragmentos, sino, por excelencia, arquitectos de construcciones macizas, sólidamente rematadas, donde tout se tient. ¿Por qué, entonces, le parece a uno razonable defender que se llevan tan bien con una lectura a fragmentos?

Un clásico lo es porque no se lee tanto cuanto se relee, individual y colectivamente. Tras el deslumbramiento del primer encuentro, el buen lector individual vuelve una y otra vez sobre el libro, pero ya con la querencia de tal o cual episodio, de tal o cual momento..., episodio y momento que lo llevan a otros con los que establece vínculos más o menos inteligibles y que de uno o de otro modo van empujándolo a recorrer grandes tramos de la obra según un itinerario personal. Colectivamente, cada época relee también a los clásicos partiendo de interpretaciones que niega o sólo acepta a medias, para alcanzar otras nuevas que a su vez se cifran en una nueva selección de fragmentos preferidos: las escenas del Quijote con que los contemporáneos «reventaban de risa» (lo atestigua el propio Cervantes) son las mismas que atormentaban a Heine y entristecían a Azorín.

El clásico vive en la memoria, y puede y aun pide ser revisitado, libérrimamente, a fragmentos. Pero, por otro lado, pocos caminos a los clásicos mejores que el fragmento. Los valientes, tenaces, admirados colegas que enseñan en los institutos tienden hoy a exigir que los alumnos lean los libros de cabo a rabo. Comprendo la reacción, frente a la pamplina de los morceaux choisis. Con todo, de mí sé decir que si algo me ganó para la literatura fue la excelente antología (¿del Padre Ramón Castelltort? Pedro José Gimferrer lo sabrá) que hacía juego con el manual de la asignatura, en el penúltimo bachillerato de los años cincuenta. No recuerdo que la usáramos en clase, pero quizá por eso yo mataba con ella buena parte de las horas de estudio, y en ella se me abrieron tantas puertas, que todavía no me he resignado a no franquear cumplidamente sino unas cuantas.

  —235→  

Pues ¿cómo podría ser que una obra cuyos logros plurales le han asegurado la condición de clásica no mostrara en el fragmento virtudes y atractivos que inviten al conjunto? Apostaré que quien comience haciendo zapping en los clásicos acabará releyéndolos, enteros, de fragmento en fragmento.




ArribaAbajo- XLVI -

Memoria y deseo


«Mixing memory and desire...». Los versos de T. S. Eliot que abren Beatus ille podrían haberse puesto también al frente de El jinete polaco, porque de una a otra novela (1986, 1991), y aun a Plenilunio y Sefarad (1997, 2000), la reconciliación, la alianza de la memoria y el deseo presiden en medida importante la aventura literaria, el proyecto intelectual y la esperanza civil de Antonio Muñoz Molina (Úbeda, 1956).

El jinete polaco lo ilustra de manera cabal. No cometeré la rufianería de adelantar al lector nada que le hurte siquiera una brizna de los buenos ratos que el libro ha de depararle: tiene derecho a la emoción de verse en la piel y mirar con los ojos de los personajes, rendirse sin resistencia a la fascinación de la intriga, hallar por sí mismo respuestas a los interrogantes que la narración gradúa con destreza. Pero no creo quitarle nada si digo que la novela cuenta sustancialmente el proceso a través del cual los protagonistas reconstruyen un pasado que les había sido encubierto, que desean rescatar y que al cabo recuperan como memoria, como parte ineludible de su identidad.

Ese pasado, cuya palpable dimensión social no merma la individualidad de experiencias y peripecias de los personajes, dibujados tan sabrosamente como los lugares, se centra sobre todo en los días de la Segunda República y de la guerra de España, se alberga en particular en los más nobles ideales e ilusiones que centellearon entonces, y va asomando por entre la   —236→   umbría de los años triunfales, del Año de la Victoria y otros mal llamados años, pero asimismo en contraste con las decepciones e incertidumbres de fechas cercanas. Por ahí, El jinete polaco, al igual que no pocas otras páginas de Muñoz Molina, se conforma como una exploración en busca del tiempo robado, al modo de un thriller en que pronto queda claro quién es el criminal, mientras el problema está en dar con el cuerpo del delito.

Nuestro Jinete no marcha sin embargo por las sendas distintivas de la ficción policíaca: en aspectos primordiales es más bien una historia de amor. Incluso en la anécdota argumental, la indagación del ayer arranca de un encuentro amoroso: para Manuel y Nadia, descubrir el pasado que en tantos puntos comparten no es cosa distinta de descubrirse mutuamente, el mismo deseo los arrastra a la memoria y a los brazos del otro, y la retrospección culmina (lo sabemos desde las primeras líneas) en una apasionada consumación.

Casi por principio, esa materia y ese diseño son de suyo novelescos, ya que nada lo es más que el motivo de la búsqueda, con los zigzagueos en el camino hacia una meta tan soñada como desconocida, con los peligros del viaje por tierras inciertas, de suerte que la atención de quien sigue la fábula se mantenga siempre en vilo. La atención y la complicidad, porque el narrador (y protagonista) convierte al lector en colaborador necesario en la creación del relato: al ir mostrándonos paulatinamente fragmentos de sucesos y siluetas de personajes que no nos revelará con plenitud hasta más adelante, nos despierta el deseo de saber más sobre ellos; y así, en el momento de presentárnoslos puntualmente, la satisfacción de esa curiosidad se nos confunde con la memoria de haberlos ya entrevisto antes. Narrador y lector se implican, pues, simétricamente en una averiguación que constituye la médula misma del tema y de la trama, entre deseo y memoria.

Si no son, por supuesto, mañas inéditas en la novela contemporánea, Muñoz Molina las pone en juego con una naturalidad y un dominio impecables, sin pretensión alguna de exhibirlas, pero sí a ciencia y conciencia. Los frutos del talento, obvios, van de la mano con los más discretos del estudio. El escritor lo ha fabulado unas veces, y otras, especialmente en un capítulo fundamental   —237→   del volumen de ensayos Pura alegría, lo ha descrito con pelos y señales: «La victoria franquista (...) no sólo abolió (...) nuestro derecho al porvenir, sino también nuestro derecho al pasado», dejándonos en «la imposibilidad de acceder sin dificultades al gran archivo de la memoria colectiva que es una tradición y de establecer un diálogo creativo con ella. (...) El pasado era embustero, desconocido o repugnante: algunos de nosotros hemos dedicado una parte de las mejores energías de nuestra vida adulta a reconstituir otro pasado, a inventarlo, del mismo modo que a falta de una tradición literaria hemos tenido que inventárnosla, y en los mismos tiempos en que todos nosotros estamos intentando inventar un país».

Por ende, la tradición que se le había negado ha tenido que ganársela Muñoz Molina en un itinerario de lecturas largo, sin duda desordenado, según debe ser, y a todas luces gustoso. Como un personaje de sí mismo («de te fabula narratur»), se ha reconstruido la memoria literaria que le pedía el deseo: un espacio sin fronteras nacionales donde conviven los modernos y los clásicos (con el Quijote en vanguardia), William Faulkner, Stendhal, Vargas Llosa, Ariosto, Julio Verne y Marsé. La recuperación del pasado no se da sin la conquista de los instrumentos para contarlo: antes de nada, la lengua, una prosa verdadera, modelada desde dentro, desde los contenidos, no impuesta por la imitación ni por los sonsonetes; en seguida, el oficio, la artesanía que encauza hacia el gran arte.

Le oíamos hace un momento que ese aprendizaje lo hizo al tiempo que intentaba, con muchos, «inventar un país». De hecho, como he apuntado, la aventura literaria y la esperanza civil son para Muñoz Molina dos caras de un solo proyecto intelectual. En la literatura y en la vida, la memoria se le ofrecía como una desembocadura del deseo, y ha concebido el hoy y el mañana de la vida española con la misma heterogeneidad y apertura que el pasado literario que tan libre y concienzudamente se ha fabricado. No es parcialidad de escritor ni voluntarismo gratuito. La memoria laboriosamente redimida lo ha llevado a reivindicar con tenacidad los decenios de «la universalización de España que culminan en la II República» y (con mayúsculas de respeto, no administrativas) «el hermoso   —238→   ideal republicano de la Instrucción Pública». Pero, pedagogos (quiéralo Dios) aparte, ¿cómo podría la buena literatura, es decir, el mejor lenguaje y la realidad más en limpio, no residir en el propio meollo de una educación digna del nombre?

El jinete polaco tiene probablemente un final feliz. (Decídalo el lector: cierto que ahora sí se lo anticipo, pero tampoco le costará encontrarlo, porque está justo en la puerta de entrada de la novela). Podemos entenderlo como una manera de cerrar con signo positivo el círculo del deseo y la memoria. En cualquier caso, no podemos no admirar la perfecta articulación de la poética y el pensamiento de Muñoz Molina (cuando menos, del primer Muñoz Molina, hasta 1991), ni, desde luego, la excepcional calidad de su cristalización novelesca. Porque claro está que para disfrutarla no es preciso suscribir los planteamientos de Antonio: incluso quien no los comparta ni siquiera en parte (y de mí sé decir que asiento a los diagnósticos y veo las soluciones con infinita simpatía, pero no tengo la menor confianza en la naturaleza ni en la historia, y más que la norma del ciudadano siento mía la ética del delincuente común) difícilmente puede no asumirlos como ficción mientras permanece bajo el hechizo de la lectura.




ArribaAbajo- XLVII -

Yerros de imprenta


Andrés Trapiello (desde aquí, AT, o simplemente Andrés), rancio amigo mío y cómplice en más de una diablura, es poeta de Premio Nacional, y sobre todo, en los últimos diez años y un día, para los reincidentes entre quienes me cuento, irrestañable memorialista de un Salón de pasos perdidos que «no tiene nada que decir y lo repite incansablemente» (la cita procede de mi Historia y crítica de la literatura española).

La fantasía creativa de la lírica, la libre subjetividad del diario y el extravío de los pasos se le han contagiado ahora   —239→   a un grácil articulito (La Vanguardia, «Libros», 9 de noviembre del 2001) en que aspira a refutar la presunta «teoría» de un servidor de acuerdo con la cual «la princeps del Quijote» no fue compuesta tipográficamente siguiendo el orden natural de lectura, sino «deslindando previamente en el manuscrito las porciones que iban a corresponder a las cuatro páginas no seguidas que se repartían en cada una de las caras de los pliegos impresos». De manera que, por ejemplo, en un pliego en cuarto, es decir, de ocho planas, había que componer por un lado las que hoy se numerarían como 1, 4, 5 y 8, y por otro lado, independientemente, las complementarias 2, 3, 6 y 7.

AT, repito, opina que se trata de una «teoría» elucubrada por mí para entender «las muchísimas erratas y errores» que se deslizaron en «la princeps del Quijote». No es así, en absoluto: se trata de una descripción del modo regular de componer cualquier libro durante el Siglo de Oro. No sólo «la princeps»,tanto de la Primera como de la Segunda parte, sino todas las ediciones del Quijote y, con excepciones despreciables, todas las ediciones de todas las obras de la época.



No es cosa de entrar aquí en detalles sobre esa técnica de composición (la composición por formas) ni sobre las razones (escasez de tipos, coordinación del trabajo entre cajistas y prensistas, proporción de costes...) que la generalizaron en la mayoría de los talleres europeos hasta el mismo Setecientos, durante el entero período de la imprenta manual. Las presentes líneas quieren más bien vindicar la responsabilidad del filólogo, la Habilidad del experto (siento ahuecar la voz), frente al atropellamiento con que aficionados e intrusos, careciendo de los conocimientos elementales al propósito, pretenden opinar sobre cuestiones ecdóticas, en especial cuando tienen que ver con el Quijote15.

Pues, en efecto, negar la «teoría» que se me atribuye para «la princeps del Quijote», y que a decir verdad es lisa y llanamente   —240→   la práctica universal hacia 1600, no puede tener otro fundamento que una radical falta de noticias sobre la imprenta antigua -y acaso la especulación abusiva a partir de ciertos usos de la imprenta mecánica de días más recientes. Para sugerirlo con un paralelo: AT se lanza a explicar «la princeps del Quijote»como el patrón de lancha que se pregunta con qué ayudas empezó a navegar Cristóbal Colón y se responde a sí mismo, por las buenas, que lo razonable es que lo hiciera con cartas náuticas provistas de graduación de latitud y longitud e indicaciones batimétricas..., sin haberse enterado de que en el siglo XV se mareaba por astrolabio, cuadrante y rosa de los vientos. En suma: la alianza de ignorancia y anacronismo se convierte en criterio histórico para determinar la realidad de unos hechos.

El bueno de Andrés dice haberse asesorado «con dos viejos tipógrafos». A poca gente respeto más que a esos supervivientes de una especie extinguida, que tanto del oficio pueden enseñarnos, incluidas las tretas para remedar los diseños de Litoral o las revistas de JRJ. Pero para informarse sobre los tiempos de Cervantes a quienes ha de recurrirse no es a los «viejos tipógrafos», sino a los tipógrafos de nuestra edad clásica. Tal Alonso Víctor de Paredes, cuya declaración expresa, asentada en una larguísima experiencia y completada con lujo de pormenores, es rotunda: «Si se hacen libros de a cuarto, que casi siempre son de a dos [vale decir, de dos pliegos conjugados en un cuaderno, como en todos los Quijotes de entonces], no parece puede haber fundiciones [o sea, surtidos de tipos] suficientes para que se deje de contar».

Como por otra parte ha de recurrirse, claro está, a las autoridades o cuando menos a los manuales pertinentes. Y hace ya decenios que historiadores y bibliógrafos han dejado de sobras establecido que en la Europa de los siglos XVI y XVII (por no venir más acá) el método habitual de la imprenta fue la composición por formas, y únicamente se echó mano de otros, y sólo a partir de un determinado momento, en oficinas tan singulares como la plantiniana.

¿Ha saludado AT los estudios de Hinman, Bowers, Gaskell, Fay, Tanselle, Chartier, Trovato, o, entre hispanistas, Cruickshank   —241→   o Hunter? Pues todos ellos concuerdan con el dictamen de un maestro más cercano, cuyo nombre, Jaime Moll, debiera sonarle: «Como en las imprentas no hay habitualmente tipos suficientes no ya para componer toda la obra sino para mantener compuestas varias formas, y, por otra parte, existe un ritmo de trabajo entre el componedor y la prensa, se van componiendo las páginas correspondientes a una cara del pliego y posteriormente las de la otra cara. Para ello es preciso contar el original, o sea marcar en él lo que ocupará cada página».



En uno de los almuerzos a que suelo invitarlo en un inapreciable restaurante vecino a su casa, juraría haber enriquecido a Andrés con algunas monografías sobre la materia, aunque sin llegar a tiempo de regalarle una aportación ahora esencial: Imprenta y crítica textual en el Siglo de Oro (CECE y Universidad de Valladolid, 2000). Como sea, para colgarme una supuesta «teoría» a cuenta de «la princeps del Quijote», y para sus propias cavilaciones al respecto, no parece contar con otra fuente que la «Historia del texto» inserta en el prólogo a la edición que me confió el Instituto Cervantes (Barcelona, Crítica, 1998, y reimpresiones revisadas: «Biblioteca clásica», 20).

Ahí, en unas pocas páginas, esbocé el proceso de fabricación del Quijote de 1604 (pero ya con fecha de 1605) en la vieja imprenta de Pedro Madrigal; y, siempre en parco resumen, concreté algunas minucias y añadí algunas pinceladas anecdóticas que, dada la envergadura del libro en juego, se me siguen antojando interesantes o curiosas. Cada una de esas precisiones mías le despierta a Andrés «una duda o un recelo» que me plantea en forma de seis preguntas retóricas. Retóricas, digo, porque, a todas luces, las juzga de imposible respuesta: a costa de implicar por ende, también a todas luces involuntariamente, que las precisiones de marras son pura invención de quien las firma (mía, vaya).

Para persuadir a mi entrañable amigo de las ventajas y las bondades del estudio, o, en otros términos, para convencerlo de que uno no debe hablar de lo que no sabe, voy a contestarle ahora las seis preguntas. Lo haré con el mayor laconismo,   —242→   pero con la tranquilidad de habérselas satisfecho por extenso en publicaciones de las llamadas «científicas» (notablemente, en el Bulletin Hispanique de hace un par de años) que para los más se pierden en las lagunas de su ignorancia.



Conque decía yo que en la preparación tipográfica del manuscrito «el primer paso correspondía al corrector»; y salta Andrés: (1) «¿Dónde se dice que en la imprenta de Cuesta había corrector?». Mira, Andrés: el corrector sólo faltaba en los talleres minúsculos, mientras era imprescindible incluso en los medianos, no digamos en uno de las dimensiones del que había sido de Pedro Madrigal, que heredó la viuda, María Rodríguez de Rivalde, y entre 1599 y 1607 fue regentado por Juan de la Cuesta. Y si AT hubiera entrevisto los documentos cervantinos publicados por Pérez Pastor y saqueados por Astrana Marín (de quien emanan la sólita biografía y los suspiros que hinchen Las vidas de Miguel de Cervantes), habría tenido que tropezarse con «Juan Álvarez, corrector», al que la Rivalde adeudaba ciento cuatro reales.

Seguía yo indicando que el Ingenioso hidalgo fue obra de «no menos de tres componedores». Aquí de AT: (2) «¿Por qué no menos de tres operarios?». Los «operarios» (sic) serían desde luego más, porque en 1604 Cuesta lidiaba con veinte (AT: (3) «¿Existen contratos de Cuesta de ese año», etc., etc. FR: Sí, hijo), y una imprenta española aceptable solía tener entre tres y cinco por prensa. Pero los componedores no pudieron ser menos de tres, porque, informados como estamos de la producción normal y la máxima posible en los cajistas de la época, sólo un mínimo de tres podía rematar el primer Quijote entre los límites extremos del 26 de septiembre (privilegio) y el 1 de diciembre (fe de erratas).

Puntualizaba yo todavía, para darle algún colorcillo, que en esos dos meses los componedores (no digo los otros «operarios» tipógrafos, objeto igualmente de graves reflexiones teológicas) quizá trajinaran «incluso en las fiestas, a condición de oír misa». «Convendremos -ni duda ni recela AT- en que es extraño ese "a condición..." (4) ¿Le consta a Rico que sólo si oían misa podían obtener la dispensa para trabajar en   —243→   domingo, y que tales dispensas eran frecuentes?». Pues, Señor, uno no tiene pretensiones de novelista, y no lo diría si no le constara: desde Nebrija a Campomanes, y por los testimonios más explícitos, manuscritos e impresos.

En fin, señalaba yo asimismo que la confección del volumen se hizo «con una cadencia de pliego y medio diario» y con una probable tirada de mil quinientos o mil setecientos cincuenta ejemplares. De donde Andrés: (5) «¿Por qué la cadencia fue de pliego y medio diario, y no de más o de menos? (6) ¿Por qué hay que pensar en mil quinientos ejemplares mejor que en mil seiscientos cincuenta o en dos mil?». Con mi paciente elucidación: porque los ochenta pliegos del volumen a lo largo de los dos meses menguados de que se dispuso vienen a dar justamente un pliego y medio al día, que, por otro lado, era el compás fijado en los contratos para los libros que urgían; y porque la misma urgencia de ese plazo apunta que el Quijote prometía óptimas ventas y que, por tanto, es verosímil que se imprimieran más de los mil cien ejemplares usuales cuando el ritmo era de pliego y medio al día (y no deja de ser orientador que para la segunda edición, ya a comienzos de 1605, se previera tirar exactamente mil ochocientos siete cuerpos de libro).



He ahí la sumaria respuesta a las seis preguntas de AT. Las seis tienen un común denominador: todas nacen de un profundo desconocimiento, general de cómo se hacía un libro en la imprenta de los primeros siglos y particular de los progresos de la filología (¡no se confunda con el cervantismo!) en torno al Quijote. Porque todas estaban a su vez contestadas, argüidas, documentadas e ilustradas en la bibliografía corriente.

He dicho arriba que escribía para vindicar la responsabilidad del experto. Se comprenderá que no me haya entretenido en exponer debidamente en qué consiste la composición por formas, en desvanecer los numerosos errores y resbalones de AT, ni en enjuiciar las cábalas que funda en la pura adivinación, no ya sin datos, sino contra los datos. Cuando un audaz reportero me conmina a opinar sobre la tesis del doctor Fulano, que atribuye a «El Greco» el Quijote de Avellaneda, o   —244→   del abogado Mengano, según el cual el Lazarillo tuvo una primera redacción en verso, a veces me contento con inquirir a mi vez si el periodista confiaría su salud o su pleito a un historiador de la literatura.

El quehacer del filólogo discurre en dos ámbitos, uno especializado y otro abierto. No todos los ajetreos del primero se hacen ostensibles en el segundo, pero todos desembocan en él, en tanto en definitiva todos miran a poner en limpio y en claro, también para todos, el texto de los clásicos. En ocasiones, no obstante, conviene airear un poco las menudencias del ámbito especializado, para que el lector de buen sentido vaya acostumbrándose a distinguir el trabajo serio y las ocurrencias del «ignorante hablador (...) sin tiento y sin (...) discurso» (Quijote, II, 3).




ArribaAbajo- XLVIII -

Epitafio ex abrupto para C. J. C.



De mal genio vaporoso,
con un pronto genital,
fuiste, sin falla, genial
y, mil veces, generoso.
Puedes marcharte orgulloso
de haber ahormado a tu hechura
la literatura pura
con las mugres de posguerra.
Leve te sea la tierra,
piadosa la sepultura.



  —245→  

ArribaAbajo- XLIX -

Notas al pie



ArribaAbajoFilología y vanguardia

Del tesoro de noticias y documentos que contiene el libro de Diego Catalán puede dar idea una sola de sus láminas: la reproducción de un romance oído en la plaza de la Mariana y transcrito de puño y letra, con lapiceros de color, por Federico García Lorca, cuando en 1920 sirvió de guía a don Ramón y a su hija por los barrios gitanos de Granada16. No se trata de una mera curiosidad: como a otros propósitos muchos materiales del libro, es una auténtica clave para entender la literatura española del siglo pasado.

El interés romántico por la poesía popular, de Augusto Ferrán a Machado padre, se puso con Menéndez Pidal a la altura de las circunstancias que marcaba el positivismo y alentaba la Institución Libre de Enseñanza. En 1919, don Ramón inauguraba el curso en el Ateneo de Madrid con una conferencia sobre «La primitiva poesía lírica española». En ella no sólo hacía aflorar el Guadiana de las coplas y villancicos que contrapuntearon todos los aspectos de la vida en la Castilla medieval, sino que invitaba «a nuestros eximios poetas españoles» a arrimarse a esa tradición «con audacia renovadora de lo viejo».

El encuentro de Pidal y García Lorca en Granada es un excelente indicio de que la invitación fue oída y atendida donde debía: no hay sino que evocar el Romancero gitano. Otro síntoma: unos meses después, Dámaso Alonso descubre a Rafael Alberti el manantial de Gil Vicente y los viejos cancioneros musicales, y el gaditano comienza a escribir poemas   —246→   del corte medieval de «Mi corza, buen amigo, / mi corza blanca...», los poemas que un jurado presidido por don Ramón, junto a Machado y Miró, distinguió con el Premio Nacional de Literatura.

Los ejemplos se dejarían multiplicar (y cambiar de tercio: hasta las travesías peninsulares de Ezra Pound). Pero basta un par de nombres para tener la certeza de que la alianza de tradición y vanguardia, de inspiraciones populares y clásicas, que singularizó a la poesía española en el marco de la literatura europea contemporánea, forma parte también del legado de Menéndez Pidal.




ArribaAbajoReflujos de la historia

En el uso más frecuente de la palabra, vale decir, en los programas de enseñanza o al principio de un título, se entiende por "historia" la fabricación de una presunta genealogía para un presente y, en especial, con vistas a un futuro. Nadie debe escandalizarse, pues, de la gigantesca distancia que separa y opone diametralmente El pensamiento de Cervantes y España en su historia.

En el primero (1925), Américo Castro acentuaba las posibles dimensiones laicas, racionalistas y liberales de Cervantes, para situarlo en una de las órbitas esenciales de la modernidad y por ahí postular un ayer y un mañana de España resueltamente europeos. En la segunda (1948), proponía una perdurable «identidad del pueblo» hispano fraguada en la convivencia medieval de tres religiones y en la posterior tensión entre cristianos viejos y nuevos, en circunstancias extrañas a la remota Europa. A presentes diversos correspondían, legítimamente, pasados diversos.

Por desgracia, en la Obra reunida cuya publicación ha comenzado la meritoria Trotta, El pensamiento de Cervantes no figura en la congruente edición de 1925, sino en la híbrida de 1972, donde don Américo intentaba salvar lo salvable de 1925 con cortes y retoques tan singulares, por ejemplo, como los que convierten «Análisis del sujeto y crítica de la realidad»   —247→   en nada menos que «[El quién de la expresión] y crítica de la realidad [expresada]», sin ahorrar un corchete. Don Américo tenía todo el derecho a actuar así, pero al editor le tocaba imprimir las versiones de 1925 y 1972 como obras distintas o bien registrar las variantes en un aparato crítico. Procediendo como se ha hecho queda inaccesible un estudio en su día fundamental, e incomprensible su tardío rifacimento.

En los comentarios sobre LTI. La lengua del Tercer Reich (Barcelona, Minúscula, 2002 en soberbia traducción de A. Kovacsics), no veo que nadie recuerde que en los años veinte Víctor Klemperer fue el autor de un par de trabajos que negaban con brío la existencia de un Renacimiento peninsular y la pertenencia de la España contemporánea a la civilización europea, anticipando casi todas las tesis de España en su historia, por más que Castro replicara entonces en bien otro sentido. En nuestro contexto, vale la pena citar cuando menos el epílogo de LTI, con la duda de Klemperer después de la tragedia: «¿No había pensado yo también, con demasiada frecuencia tal vez, en EL alemán y EL francés, en vez de tener en cuenta la diversidad de los alemanes y los franceses?».




ArribaAbajoCon denominación de origen

A ningún aficionado al rioja se le ocurrirá comprarlo a granel en un almacén de barrio: lo buscará embotellado con todas las garantías de bodega, variedad, cosecha. No son pocos, en cambio, los catadores de literatura que no le hacen ascos a un libro sin etiqueta ni denominación de origen, cuando un texto estragado es más peligroso que un tinto del montón.

Una obra de alguna ambición literaria jamás debiera reimprimirse sin una declaración solvente de procedencia, para indicar cuando menos qué edición se ha seguido y quién avala el contenido. No se salvan de la regla los libros contemporáneos publicados siempre por la misma casa. Nada sigue corriendo «estropeada por las omisiones, los trueques léxicos, la fusión de párrafos y otras secuelas del largo descuido» (Domingo Rodenas). ¿O bastará decir (por revelación del   —248→   autor) que llevamos años leyendo El Jarama con catalanismos (del tipógrafo)?

Es, pues, una estupenda noticia la aparición de la Obra completa (Madrid, Espasa, 2002) de Valle-Inclán en unos textos dignos y responsables. Estamos todavía lejos del ideal, de la serie de ediciones críticas que reclama tan formidable orfebre del lenguaje. Por otro lado, hemos de ser conscientes de que una edición "definitiva" no la tendremos nunca, porque en muchos pasajes nunca sabremos cuál de las diversas redacciones representa la voluntad final del escritor. (Un caso típico son las variantes inducidas por razones tipográficas: ¿cuándo puede aceptarse y cuándo debe rechazarse una corrección que busca cuadrar una página o ajustar una línea a una viñeta? Otro, las incongruencias entre revisiones de distintas épocas: ¿cómo casan en Luces de bohemia «el perfume primaveral de las lilas» (X) y «la caída de la hoja» (XIV)?)

Pero lo mejor es enemigo de lo bueno. Con escasas y aisladas excepciones, veníamos leyendo a don Ramón como nos lo deparaba la fortuna, ordinariamente adversa: al azar de la impresión, quién sabe de qué fecha y hasta qué punto asumida por el autor, que en un momento dado estaba a mano en la editorial, y según el criterio o el capricho de un regente con demasiadas cargas y de un corrector de ocasión.

La Obra completa de Espasa responde a un firme conocimiento de la transmisión textual, identifica sus fuentes de manera adecuada y expone lo más esencial de los planteamientos que ha seguido. Queda mucho camino por delante, pero es éste un trabajo serio y honrado. Nada que ver con las ediciones a granel.




ArribaAbajoLos textos de la escena

Una edición crítica es «la establecida sobre la base, documentada, de todos los testimonios e indicios accesibles, con el propósito de reconstruir el texto original o más acorde con la voluntad del autor». En esos términos, sustancialmente correctos, acaba de entrar la acepción en el diccionario de la Academia,   —249→   y el Lope de Barcelona y el Calderón de Navarra vienen a ilustrarla con plenitud17.

No se trata, desde luego, de trabajos aptos para todos los públicos, cuando ni siquiera la mayoría de especialistas en literatura del Siglo de Oro están preparados para lidiar con estemas, adiáforas o haplografías, nociones y palabras asimismo recién estrenadas en el vocabulario académico, como el propio nombre de la ecdótica, la disciplina que las ha acuñado. Pero los lectores tampoco tienen por qué limitarse a los filólogos avezados, sino que debieran incluir, por ejemplo, y en particular, a cuantos hombres de teatro atienden a la representación de los clásicos en nuestros escenarios: sin duda Lope y Calderón iban a ofrecérseles página tras página a una luz nueva.

Es el caso que, amén de ser críticas, las ediciones en cuestión están también adecuadamente anotadas; y cuando un Lope o un Calderón vuelven hoy a las tablas pocas cosas les dañan más que dar los textos originales a pelo o en versiones perpetradas sin la intervención de un experto. Porque la lengua del Seiscientos está llena de trampas y recovecos que no basta a soslayar la simple competencia en el español moderno.

En Lope, el sencillísimo Lope, dice una moza: «Cuidados tiene el galán»; y responde la enamorada: «No tendrá los que me dan / sus pensamientos a mí». No podría parecer más claro... ni entenderse peor, cuenta habida de que «sus pensamientos» no significa 'lo que él piensa', como en el castellano actual, sino 'lo que yo pienso de él'.

Generaciones de cómicos han declamado las décimas de Segismundo a Rosaura: «Tú, sólo tú, has suspendido / la pasión a mis enojos, / la suspensión a mis ojos, / la admiración a mi oído...». Y generaciones de espectadores han tenido que quedarse a la luna de Valencia, pues ¿qué diantres quiere decir (una respuesta la ha propuesto Agustín de la Granja)   —250→   que Rosaura ha suspendido la suspensión a los ojos de Segismundo? No es maravilla que Calderón tenga más éxito en Alemania que en España: traducido, se le entiende todo. Como bien anotado.




ArribaAbajoLa literatura como conversación

Pocas cosas, en los últimos años, más distantes de la literatura que la teoría y la crítica literarias. La teoría se esfuerza por construir modelos ideales a cuyas abstracciones la crítica pretende reconducir la voluble riqueza de la literatura. Los estudios sobre la materialidad de los textos, trátese en Hay del proceso de la escritura o en Cátedra de los modos de transmisión, tienen la virtud de devolvernos a la experiencia real de la creación y de la lectura18.

Es dogma de fe más o menos semiológico que la comunicación literaria se diferencia fundamentalmente de la cotidiana porque se produce en un solo sentido: «no es posible, como en la conversación, ni el control de la comprensión por parte del destinatario (feedback), ni el ajuste en función de sus reacciones». Por el contrario, rara es la obra que no se hace y se rehace en diálogo con el público, condicionada por unos destinatarios específicos, exactamente «como en la conversación», y no siempre en plazos más largos.

El juglar (a menudo ciego como Homero y Brizuela) va cambiando el cantar de ciudad en ciudad, y aun lo varía en el curso de una misma ejecución, dependiendo de la respuesta de los auditorios. La novela medieval se ajusta como un guante al gusto de los patrones, y Briolanja goza o no goza los favores de Amadís según lo disponga don Alfonso de Portugal u otro señor. Del teatro clásico a los culebrones modernos, los ejemplos serían infinitos, pero baste pensar en los dos textos supremos   —251→   de la tradición española: Fernando de Rojas, contra su voluntad y su concepción del drama, reescribe La Celestina para complacer a quienes querían que Calisto y Melibea disfrutasen más noches de amor; Cervantes revisa (con los pies) la primera parte del Quijote y modifica la estructura y el contenido de la segunda de acuerdo con las sugerencias de los lectores.

A decir verdad, la idea del discurso literario como calzada de sentido único es más bien la universalización arbitraria de una imagen datada y pasajera: la del poeta puro, iluminado y todopoderoso, de cuyo pecho brotan palabras de perfección inmutable. La distorsión sería menos grave si no tendiera a separar tan radicalmente la literatura y el resto de la vida.




ArribaAbajoPeajes del clásico

Jorge Luis Borges opinaba (hiperbólicamente, diría yo) que «Quevedo no es inferior a nadie», pero advertía asimismo que «en los censos de nombres universales el suyo no figura». La explicación creía hallarla en una sola penuria: a diferencia de Homero, Dante o Swift, don Francisco no había dado «con un símbolo que se apodere de la imaginación de la gente». «La grandeza de Quevedo es verbal». Bien está, como de Borges. Pero Borges, borgianamente, dice «símbolo» donde convendría hablar de personajes e historias.

Españoles, grecolatinos, universales, los clásicos lo son en círculos menos concéntricos que secantes y de muy dispares diámetros. Quizá no se haya insistido lo bastante en que para alcanzar el contorno máximo, en el espacio y en el tiempo, un libro ha de superar dos peajes: la traducción no especialmente feliz y la suprema traición de no necesitar ser leído.

A salvo neoclasicismos pasajeros (de Petrarca a Mallarmé), ningún poeta lírico en una lengua moderna llega a ser un clásico sino en la tradición de esa misma lengua. El perfecto, irremplazable ajuste de ideas y palabras (o de forma y fondo, no temamos decirlo) que da la permanencia a unos versos no puede nunca trasvasarse a otro idioma. Para que una obra «se apodere» a largo plazo «de la imaginación de la gente», no   —252→   ha de ir demasiado apegada a su formulación lingüística originaria, sino dejarse parafrasear, manipular, en definitiva traducir. Por fuerza, pues, ha de tener un contenido esencialmente narrativo y girar en torno a unas figuras de singular interés.

Pero, también por ahí, un clásico es además un libro que vive en el texto y más allá del texto, en el horizonte de una comunidad; que conserva durante siglos una sólida aunque cambiante presencia pública, y que por ello mismo se conoce en una medida nada baladí sin necesidad de haberlo leído. La Eneida fue un clásico antes incluso de ser compuesta.




ArribaAbajoRenacimientos

A la incauta ilusión con que las vanguardias creían avanzar hacia el porvenir, ha sucedido hoy, a falta de análogos entusiasmos, la querencia a enfilar los ojos hacia el pasado. Sobre el lienzo blanco o tabla rasa de la posmodernidad se proyectan las sombras chinescas de las literaturas de antaño, todas a la vez. Es el tiempo y la estética de los revivals. Todo parece renacer, salvo acaso el Renacimiento.

Vuelve, así, una Edad Media muchas veces menos real que modelada en la fantasía puro siglo XX de El séptimo sello, Camelot o El señor de los anillos. Vuelve un Barroco no siempre mejor entendido que cuando Moréas saludaba a Rubén invocando a «don Luís de Gongorá y Argot», con oxítonos y e muda. Vuelve la mística que no mira a Dios sino sólo a sí misma.

El Romanticismo no puede volver, porque jamás se ha ido. Seguimos debiéndoselo casi todo, en bien y en mal. En mal, por ejemplo, las identidades, el poema en prosa (que viene a ser lo mismo: la poesía sin el verso, las esencias sin las cosas) o, según acaba de argüir George P. Flechter (Romantics at War, Princeton, 2002), el presidente de los Estados Unidos.

Con todo, si el Romanticismo orienta todavía sustancialmente la idea de la literatura y de las artes, filtrándonos la Edad Media, el Barroco o la mística, el Renacimiento permanece en la lejanía como cimiento y piedra de toque de cuanto ha venido después.

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En 1930 y poco, Rafael Alberti, José Antonio Primo de Rivera y Manuel Altolaguirre coincidían en pedir que Garcilaso volviera. La vuelta del toledano no pasó a corto plazo de anecdótica, pero los versos de Garcilaso, eminentes sin afectación y cadenciosos sin sonsonete, no han dejado nunca de estar en el trasfondo de la tradición española, quizá no tanto como dechado cuanto punto de referencia. La poesía sin más, indiscutida, ha sido Garcilaso, y en relación con Garcilaso se han medido la novedad, la desviación y la herejía.

Tres cuartos de lo mismo cabe decir de la prosa. Sin que se imponga un nombre sobresaliente (y así debe ocurrir con la prosa, nótese bien), la prosa castellana por excelencia, la mejor de nuestra literatura, la escribieron en el Renacimiento Alfonso de Valdés y Bernal Díaz del Castillo, Teresa de Jesús y «Lázaro de Tormes», hacia Cervantes. Lo demás, durante años y años, es a veces ingenioso o inteligente, pero suele no pasar de posturitas.




ArribaAbajoSopa de lenguas

A Pepys le encantaba el jerez (lo ha atestiguado secularmente la etiqueta del Dry Sack), sabía cuándo hay que enviar «an en hora buena (...) or a pesa me» y hasta se interesaba por «the Spanish way of walking, when three together». La versión inglesa de Los empeños de seis horas, de Antonio Coello, le parecía «la mejor comedia que jamás he visto ni creo que veré». Pero los extremos más deliciosos del hispanismo de don Samuel son la espléndida colección de pliegos sueltos, fábula de bibliófilos, y las confesiones obscenas del diario.

Valga un extracto: «and yo did take her, the first time in my life, sobra mi genu and poner mi mano sub her jupes and toca su thigh, which did hazer me great pleasure; and so did no more, but besando-la to my bed». O todavía otro: «though I did intend para haber demorado con ella toda la night, yet when I have done ce que je voudrais, I did hate both ella and la cosa; and taking occasion from the uncertainty of su marido's return esta noche, I did me levar».

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De mayo de 1780 a marzo de 1808, cuando el «ingreso of Galli» en Madrid, Moratín hijo fue anotando en versión también plurilingüe sus correrías eróticas y el resto de sus trajines rutinarios. Por ejemplo: «Chez (Angélica) Incontri, tactus in cunnum. Chez Narildo; cum il, calesín, montagnuola. Calles, café»; «Ad Corraliza videre Michaelitus. Chez Conde; cum il, ad alcahueta ex heri, ubi ragazza Pampilonense, cum qua scherzi. Cum il and Cabezas, promenade».

Pepys reserva el español y la lengua franca (como en «sobra mi genu») para las deshonestidades. Frente a la estupenda prosa de los cuadernos de viaje por Europa, don Leandro sólo recurre al híbrido de latín, castellano, francés, italiano e inglés para consignar las menudencias cotidianas.

Siglos atrás, entre 1344 y 1349, Petrarca había registrado minuciosamente sus pecados contra el sexto mandamiento (y contra el voto de castidad) en las guardas de un códice que contiene la correspondencia de Abelardo y Eloísa. Para salvarse de fisgones, precisaba la modalidad o especie de cada desliz sirviéndose de unos signos que seguimos sin descifrar; pero los otros apuntes están en latín, la única lengua que le era en verdad natural.

Explique cada cual como le convenga esa silva poliglota de trivialidades e indecencias.




ArribaAbajoLa ficción de la realidad

El realismo nace al margen de la literatura. Quizá sea ya inevitable, pero aun así supone una seria distorsión publicar bajo el nombre de Daniel Defoe Robinson Crusoe, Moll Flanders o el Diario del año de la peste. En 1719, el Robinson no aparecía como «fiction», sino como «history of fact», y, dato todavía más importante, nunca en su época se imprimió con mención alguna del polígrafo londinense. Ni hubiera sido admisible que lo hiciera, porque la portada declaraba inequívocamente quién era el autor: «Written by Himself», el propio Robinson. Cosa similar ocurre con Moll Flanders, el Diario o, claro es, las Memorias de guerra del Capitán Carleton,   —255→   que el mayor crítico de Inglaterra, Samuel Johnson, no dudó en considerar auténticas19.

La presencia y la valoración prominente de la cotidianidad, la atención detallada al entorno contemporáneo compartido por escritores, personajes y lectores, promueven la mutación más sustancial que la literatura europea ha experimentado a lo largo de veinticinco siglos. Pero la revolución comienza, digo, al margen de la literatura, con una serie de libros, del Lazarillo de Tormes a La nouvelle Héloïse, que se presentan como relatos de hechos reales, efectivamente acaecidos (o, en un segundo momento, como remedo manifiesto de tales relatos), y por lo mismo rechazan toda seña de literariedad y adoptan las formas corrientes en la prosa de hechos reales: cartas, memorias, biografías, relaciones, crónicas... Sólo a paso de hormiga la literatura institucionalmente bendecida fue acogiendo las técnicas y los objetivos propios de semejantes imposturas, de esos simulacros de realidad.

En balde buscaremos en el Siglo de Oro español una prosa tan atractiva, tan vivaz, y al tiempo tan cercana al habla de todos los días como los espléndidos diálogos de 1599 ahijados a «John Minsheu»20. A veces creemos estar leyendo los trozos más sabrosos del Quijote. Pero tal adhesión a la verdad de la lengua no era posible sino en una obra sin pretensiones literarias, un manual para la enseñanza del castellano, porque la tradición clásica vedaba incluso a Cervantes una fiel representación de la realidad.

Otra cosa es que el Quijote vaya siglos por delante y anticipe, contenga y hasta invente no ya la novela moderna (con el modernismo y la posmodernidad incluidos), sino la entera historia de la novela: la convergencia de la ficción realista con todos los géneros y con todos los otros modos de narración,   —256→   en el marco de una estética que le reconozca la plenitud como literatura.