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Los trabajos25 de Narciso y Filomela26

Vicente Martínez Colomer

Manuscrito 6.34927 de la Biblioteca Nacional de Madrid

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Libro Primero de Los trabajos de Narciso y Filomela


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Capítulo I

Vence Felisinda28 socorrida de Lisardo29 las fuerzas de Idomeneo30 y mátanse éstos mútuamente


-¡No, bárbaro, no!31 Antes envainarás en mi propio pecho ese agudo cuchillo que empuñas, y primero derramará tu furor toda la sangre de mis venas, que yo me rinda al impetuoso ardor de tus malvados deseos. Las promesas,   -2-   las dádivas, las amenazas, los castigos que importunamente me propones, no serán parte para que mi voluntad se sujete a la tuya tan díscola y depravada, que no sé cómo son tan sufridos los cielos que no han enviado ya un veloz rayo que te consuma. Apártate de mí, monstruo cruel, quítate de mi presencia: no presumas, ¡oh, loco! que porque me ves sola y sin fuerzas, has de lograr lo que procuras con tanta desvergüenza, que los cielos que están siempre atentos en defender a los que les sirven, me darán valor para que pueda desasirme de entre tus impuros brazos.

Estas voces que, envueltas en un espantoso ruido, salían de una casa desierta y medio derribada, que se descubría en la metad32 de unos horrorosos e incultos llanos ceñidos de altísimas peñas, obligaron a que acudiese Lisardo que acaso acertó a pasar por aquellas cercanías.

Era éste, según se vio después, hombre robusto y de fuerzas, de corazón intrépido, y de ánimo generoso,   -3-   que aventuraba su vida propia por libertar las ajenas; el cual impelido de su generosidad acudió a la casa donde se oían las voces y se escuchaba el ruido.

Hallóla cerrada, gritó para que abriesen; pero viendo que no eran de provecho sus gritos, asió de un tronco que acaso halló tendido en el suelo. Arrimóle a la pared, y a fuerza de brazos y como mejor pudo, se entró por una pequeña ventana en un aposento. Viole todo ahumado, oscuro, derruido, solo y sepultado en un horroroso silencio; solamente percibió que por una pequeña puerta que se advertía a la mano derecha del mismo aposento, salían unos cansados y dilatados alientos, como de persona oprimida, que apenas podía enviar la respiración al aire.

Quedó entonces Lisardo sorprendido del temor, erizáronsele los cabellos33, helósele el corazón, pegáronsele los pies en el suelo, y quedó hecho estatua de piedra inmoble. Pero a breve rato se reparó un poco, acordóse de sí mismo, empuñó un agudo puñal que lle   -4-   vaba, y, venciendo al temor la osadía, se fue con precipitados pasos hacia la puerta. Y dándola un terrible golpe, cuyo eco corrió por todos aquellos valles, la derribó, y haciéndose paso vio una hermosísima doncella, que ya casi sin aliento forcejeaba por desasirse de entre los brazos del cruel Idomeneo.

Era éste un hombre que con sus insultos y atrocidades tenía amedrentada toda aquella comarca; un hombre que por seguir las leyes de su gusto, atropellaba las de la naturaleza y las de las gentes; un hombre que aunando astucias y atrocidades robaba las haciendas juntamente con las vidas; un hombre34, en fin, cuyas bárbaras costumbres horrorizaban a la honestidad y buen decoro.

Éste pues, luego que vio tan de improviso derribada la puerta de la estancia, y luego que se vio delante a Lisardo, abandonó impetuosamente la doncella que tenía abrazada, empuñó un agudo cuchillo, púsose en pie, y con voz colérica dijo.

-¿Qué es esto?   -5-   Y ¿quién eres tú que has tenido osadía para escalar esta casa, derribar la puerta de esta estancia y entremeterte en escudriñar lo que no te importa? Hazte hacia atrás, hombre atrevido, cualquiera que seas, si no quieres probar los extremos de mi indignación. Esta raya que con la punta de mi cuchillo hago en el suelo35, sirva de muro que te impida el paso, si no quieres hacértelo para la otra vida.

No se pagó Lisardo de estas arrogancias, ni le atemorizaron las amenazas, antes sin responder palabra alguna, y sin reparar en inconvenientes, arremetió hacia él, y apretándole entre sus brazos le hincó el puñal por las espaldas.

No fue poderosa esta herida para que Idomeneo no usase del cuchillo que tenía empuñado, antes le avivó el furor y le encendió la cólera de tal modo, que le tuvo harto bueno para envainárselo todo por la hijada izquierda a Lisardo. Así tan cruelmente heridos se mantuvieron aferrados largo rato, forcejando por der   -6-   ribarse el uno al otro, pero al último hubieron de arrimarse ambos al suelo, porque la mucha sangre que les salía de las heridas les dejó sin fuerzas y se les llevó las vidas.

¡Válgame Dios! ¿Qué pluma será capaz de escribir los contrapuestos afectos que en aquel instante comenzaron a combatir en el pecho de la afligida doncella, mirando tendidos a sus pies aquellos dos ya casi cadáveres, revolcándose cada uno en su propia sangre? El ver muerto al mismo que poco antes quería quitarle la vida parece que le alegraba el alma, pero al mirar sin vida al mismo que se la había dado se le despedazaba el corazón. El mismo puñal con que miraba atravesado al que intentaba dejarla sin honra le servía de consuelo; mas el propio cuchillo que veía envainado en aquel que la había librado de su deshonra le servía de martirio. Llegábase toda compasiva al ya difunto cuerpo, palpábale la herida, miraba atentamente si daba señales de vida, pero   -7-   viendo que todas las había borrado la muerte, decía:

-¡Ay, sustentador de mi honra! ¡Ay, libertador de mi vida! ¡Qué cruel pago ha recibido tu generosidad! ¡Cuán cara te ha sido mi defensa! ¿Qué fatal destino te ha traído como simple víctima al sacrificio? ¿Qué infelice fortuna te ha arrojado entre las garras de esta fiera? ¡Ay, amparo mío! ¿De qué te ha servido acudir animoso a dilatar la vida de esta desventurada Felisinda, si habías de tener en recompensa una tan arrebatada muerte? ¡Cuán segura la tendría yo, si no me la entretuviera el pensar que los piadosos cielos habrán tomado por su cuenta el premiarte la que has tenido en socorrer a esta desdichada!

Estas razones, mezcladas en mil suspiros y sollozos que enviaba al aire Felisinda, las dijo casi reclinada sobre el cuerpo de Lisardo, humedeciéndole todo con las lágrimas que destilaban sus hermosos ojos. Pero viendo que no podía ser parte para res   -8-   tituirle a la vida, determinó salirse de aquella espantosa casa, no atreviéndose a pasar en ella la noche, por el horror que le causaban los ya fríos cadáveres.

Apartóse de ellos, bajóse por una estrecha escalera a la estancia de abajo, llegóse a la puerta por donde la entró Idomeneo, forcejó para abrirla y, viendo que no podía, se volvió a subir otra vez al mismo aposento de donde había bajado. Y toda confusa, toda temerosa y toda temblando, se sentó en tierra, alzó los ojos al cielo, cruzó las manos sobre las rodillas, y soltando la voz al viento, dijo:

-¿Conque entre estos horrorosos cadáveres he de pasar la noche? ¡Desventurada de mí! Y ¿cómo ha de caber tanto sufrimiento en mi corazón? ¿Cómo podré estar en tan horrible compañía un solo momento, sin que el horror y el espanto no me quiten la vida? Pero ¿a dónde iré sin ventura? ¿He de meterme por entre esos intrincados montes donde a cada paso me amenazará un peligro?   -9-   Los celajes que en el cielo se descubren, las nubes enmarañadas y negras que asombran la atmósfera y el horroroso estruendo que forman entre sí los contrapuestos vientos, dan indicios de que la noche que ya cierra a toda prisa, no será muy apacible. Pues ¿qué haré, desgraciada de mí? ¡Ay, cielos! ¿Y cómo habéis cerrado todas las puertas a mi consuelo?

De esta suerte, moviendo a compasión hasta las mismas peñas, se estuvo lamentando la dolorida Felisinda largo rato. Al cabo del cual, viendo que a todo andar se llegaba la noche, y no atreviéndose a pasarla en tanta apretura, se puso a pensar entre sí qué medio tomaría para ponerse en el camino, por más cerrada que estuviese la puerta. Ya abrazaba un pensamiento, ya le dejaba; ya seguía éste, ya despreciaba el otro; pero al cabo de muchos que hizo dio en el de arrojarse por la ventana.

Iba a ponerlo en ejecución, pero el temor del peligro que miraba tan   -10-   cerca no se lo permitía; porfiaba consigo misma para arrojarse a pesar del daño que pudiera venirle, pero el recelo de perder la vida en tan desaforado salto se lo embarazaba.

Así, confusa y sin saber qué hacerse, estuvo un largo espacio, hasta que se acordó de haber visto en Idomeneo un grueso cordón de seda que le rollaba36 todo el cuerpo y le servía a la manera de sostener el peso de las armas que llevaba.

Llegóse a él, quitóle el cordón, atóle fuertemente a un grueso palo que allí había y se descolgó por la ventana del camino, en el cual la sucedió lo que se verá en el siguiente capítulo37.




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Capítulo II

Piérdese Felisinda en la espesura de un bosque, pasa la noche en él, hasta que por la mañana es socorrida de Lenio


Sorprendida de terror y espanto comenzó   -11-   a caminar Felisinda, sin saber a dónde enderezar sus pasos, los cuales a breve rato le pusieron en la metad de un espeso bosque, a tiempo que, cerrada ya la noche, comenzaron a descolgarse de las nubes horrorosos relámpagos, espantosos truenos y copiosos torrentes de agua38.

Sin saber qué rumbo tomaría para librarse de tantos géneros de muerte como le amenazaban, iba discurriendo al través del bosque, sin seguir senda alguna, hasta que se vio forzada a acogerse al hueco de una encina39, que acaso descubrió a la luz de los relámpagos. Allí toda temerosa, oyendo crujir los vientos a cuya violencia se tronchaban los más antiguos robles, mirando desprenderse de las nubes los rayos que hacían funestos estragos, escuchando resonar los montes al ruido de los truenos y esperando por puntos el de su muerte, no hacía sino encoger los hombros y, sin atreverse a mover labio, pedir a Dios en su corazón le librase de tan manifiestos peligros.

Pero a   -12-   poco espacio calmó la borrasca, serenóse el aire, tranquilizóse el cielo y se sosegó el afligido corazón de Felisinda, que, atónita y pasmada, no sabía si estaba en sí. No por eso se movió, ni se atrevió a salir del hueco de la encina; sólo tenía aliento para lamentarse, viéndose entre aquellas escabrosas montañas, sola, desamparada y sin esperanza de remedio.

-¿Para qué males, ¡oh, cielos!, me habéis guardado -decía toda sollozando- librándome de tantos que poco hace me amenazaban? Ayer se vio ya en mi pecho señalada la sombra del cuchillo que me había de dar la muerte; y ahora me he visto puesta a pique de perder la vida a la violencia de los rayos. No la he perdido, es verdad; mas, ¡ay de mí, triste!, que no sé ahora qué desgracias me han de suceder, ni en qué he de venir a parar, sola y desconsolada entre estas peñas, más duras para mí que la misma muerte. ¡Ay, cielos! Que ni en los verdores de estos árboles, que casi marchito con el ardor de mis suspiros, encuentro ali   -13-   vio, ni el aire que, aunque abrasado con el calor de mis sollozos, blanda y suavemente hiere mi rostro, puede enjugar el humor de mis cansados ojos.

Así se lamentaba Felisinda entre aquellas escabrosas montañas. Parecíale que extenuada a las violencias de sus infortunios había de dejar entre ellas su vida sin remedio. Alzaba los ojos hacia las altas cumbres de los montes que la ceñían, pasaba la vista por los pendientes de ellos mismos, reparaba en aquellas enmarañadas malezas y espesos bosques, y volviendo sobre sí, le parecía estar allí solamente para ser infelice cebo de las fieras que los habitaban.

A cualquiera leve ruido se estremecía, y hasta el blando susurro que formaban las hojas de los árboles, apenas movidas de los más apacibles céfiros, la sorprendían. Todo era para ella susto, todo confusión, todo espanto; a cuya causa, ni osaba estarse allí sola, ni se atrevía a dar un paso para salir   -14-   de aquella soledad, temerosa siempre de su precipicio.

De esta suerte, transportada toda en sus melancólicas cavilaciones, se hallaba Felisinda, cuando sintió un ruido por entre aquellos árboles que la rodeaban.

Púsose en pie toda temblando, alzó un poco la cabeza y vio al pastor Lenio40, que con una manada de simples ovejas se iba llegando hacia donde ella estaba. Y sin esperar más coyuntura, dijo:

-No os pasméis, ¡oh, pastor!, cualquiera que seáis, de verme sola entre estos montes. Pensad que soy una infeliz mujer a quien cruelmente persiguen los hados. Si acaso habita en vuestro pecho la caridad cristiana, como no dudo, usadla conmigo y sacadme de entre estas soledades donde me veo metida.

-Me haría agravio a mí mismo -respondió el pastor-, ¡oh, señora!, si mi voluntad se extendiera a más de remediar vuestros males, que no serán de poca monta los que os han traído a estas ásperas montañas, apenas habitadas de fieras bestias. Estad cierta   -15-   que para vuestro socorro pondré todas mis fuerzas y todo cuanto alcance mi posibilidad.

-Los inmensos cielos os colmen de tantos bienes como mi alma os desea, generoso pastor, -replicó Felisinda-. Yo os agradezco la voluntad que mostráis de remediarme; pero, ¡ay de mí, triste!, que aunque ella quede acreditada, no quedarán mis deseos satisfechos, porque no son tan vulgares mis males que no pasen más allá de lo que pueden prestar los humanos remedios. Yo, en suma, soy la más vil esclava de la fortuna41 y la que menos esperanza tiene de libertad.

-No os dejéis, señora, -prosiguió el pastor- arrebatar tan del todo de los ímpetus de una pasión desesperada. Si la fortuna, según decís, se os ha mostrado adusta y ceñuda hasta ahora, tiempo vendrá en que se os deje ver con rostro alegre; porque ella ha de mudar precisamente de estilo cuando llegue a ver que vos no os dejáis vencer de sus golpes. La fortuna se obstina más en maltratar a los que ceden a la corriente de sus rigores y ve zo   -16-   zobrar entre sus vaivenes. Pero si halla resistencia, si encuentra con un corazón inalterable e incapaz de ser abatido, queda corrida y desiste de su empresa. Conque así, señora, recobrad las esperanzas que tenéis perdidas y por ahora vámonos a una quinta que no lejos de aquí se descubre, en donde hará su oficio la caridad de mis amos.

No pudo responder a estas razones Felisinda, porque los continuos sollozos le tenían embarazada la lengua, a cuya causa no pudo hacer más que seguir al pastor Lenio que, habiendo recogido su ganado, tomó el camino para la quinta.




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Capítulo III

Llegan a la quinta, y dase noticia del buen acogimiento que halló Felisinda


Pensativa además seguía Felisinda a su guiador sin saber a dónde la llevaba, y éste por el mismo consiguiente iba imaginando en   -17-   tre sí solo qué causas habrían forzado a aquella bella mujer a meterse por aquellos tan intrincados desiertos.

Apretábale el deseo de saberlo lo más presto que pudiese, iba muchas veces a preguntárselo y otras tantas se volvía las palabras al pecho, sin atreverse a proferirlas. Pero al cabo de un rato que entretuvieron en diferentes razones, pudiendo más su deseo que otro reparo alguno, la dijo:

-Señora, no he podido menos que admirarme al veros sola entre estos montes, apenas pisados de humana planta, por lo que me persuado que serán harto robustas las causas que os tienen puesta en tan infelice suerte. Infelice, sí; y tanto más infelice cuanto debió de ser feliz la en que os habréis visto quizá en otro tiempo. Sí, que vuestro hermoso y modesto semblante no menos que vuestra cortesía, vivacidad de espíritu y otras prendas naturales que en vos advierto, me acuerdan que no es nada vulgar la calidad de vuestro nacimiento, aunque anda desmentida en esos astrosos ves   -18-   tidos que os cubren. Esto deseo saber y esto os suplico que me digáis, si de ello no se os sigue inconveniente alguno.

-El satisfacer vuestros deseos y el responder a vuestras preguntas -respondió Felisinda-, pide más tiempo del que aquí se nos ofrece. En tanto, sabed que mi nombre es Felisinda, mis desgracias innumerables. Lo que ahora más me importa es saber qué quinta es esa a donde vamos, cuáles sus dueños y qué acogida podré esperar de ellos.

-Escuchad, pues, -dijo Lenio-, que brevemente daré salida a vuestras preguntas.

Y sin dejar de proseguir el camino, la dijo:

-A la otra falda de ese monte se descubren unos tan hermosos y dilatados llanos que apenas puede la vista llegar a divisar sus términos. En medio de ellos está puesta una suntuosa y divertida casa, rodeada de muchos y frondosos álamos que la hacen continua sombra. Allí hacen su morada mis amos, pues la pureza de los aires, la   -19-   frescura y claridad de las aguas, la amenidad de los campos, la diversidad de los árboles y otras hermosuras de que allí se goza, no pueden sino dilatar los ánimos y regalar los sentidos. Por cualquier parte que extendáis la vista, hallaréis motivos para la admiración y el gusto, ya viendo las dilatadas vegas, ya mirando las escabrosas serranías. Si queréis entretener los ojos en las llanuras, veréis deliciosos jardines, dilatadas alamedas, ya de álamos gigantes, ya de funestos cipreses; unas de pacíficos olivos, otras de diferentes árboles, cuyas ramas, oprimidas con el peso de los frutos, casi llegan a besar el suelo. Todas estas alamedas las veréis dispuestas en tal orden que, cruzándose unas en otras, forman hermosos cuadros matizados de verdes arrayanes y olorosas flores, que no sin arte representan varias figuras tan airosas como divertidas, sin que falten de trecho en trecho mansos arroyos de puras y frescas aguas, que ya corren sua   -20-   vemente por la verde hierba, ya se deslizan blandamente por la menuda arena. Si tendéis la vista hacia las serranías, veréis oscuros bosques, profundos y horrorosos valles, altas y peñascosas montañas, desde cuyas cimas se precipitan, por entre los riscos, copiosos torrentes de espumosas aguas, que con su espantoso ruido causan horror y gusto a un mismo tiempo42.

-No paséis adelante -interrumpió Felisinda-; no os entretengáis tanto en vuestras descripciones, que aunque sabrosas, creo no dejarán lugar para lo que os resta por decir. Cuanto más que si ahora me lo pintáis tan por menudo, no tendré después tanto de que admirarme.

-Sí, razón tenéis, hermosa Felisinda, -replicó Lenio-, que ánimo llevaba de no dejarme una mínima, porque es tanto el gusto que siento sólo al pensar en aquel agradable sitio, que a las veces me salgo fuera de mí mismo, como lo habéis visto por experiencia. Mas no pre   -21-   sumáis por eso que no se os ha de entrar la admiración hasta el alma cuando allá lleguéis; porque habéis de saber que aunque los ojos registren muchas veces cuanto hay en todo aquel distrito, siempre encuentran cosas que de nuevo les admiren, de nuevo les suspendan y de nuevo les alegren.

Con estos gustosos informes que daba Lenio iban entreteniendo y aligerando el camino, y al tiempo que quería acabar de satisfacer a las preguntas de Felisinda, al doblar el cabo de una peña, encontraron a don Fernando, dueño de la quinta y amo de Lenio, que con dos criados y algunos perros se había salido a caza; el cual, antes que ninguno otro hablase, dijo:

-¿Qué es esto Lenio? ¿Qué novedad es ésta? Ya te hacía yo allá en la fuente salada apacentando el ganado, y ¿ahora te veo volver tan temprano y con tal compañía?

-Señor, -respondió Lenio-, el verme caminar ya la vuelta de la quinta, nace de haber estado ya en la fuente   -22-   que decís. Allí he visto a esta bella señora toda llorosa y aun no bien desembarazada del espanto que en todos ha causado la borrasca de esta pasada noche. De ella no sé más que lo que ha querido decirme, que no me ha dicho sino que se llama Felisinda, la cual, confiado yo en la mucha piedad que había en vuestro corazón y en el de vuestra madre y hermana, mis señoras, os he traído para que la ejercitéis en ella.

Suspensa estaba Felisinda sin saber qué fin tendrían las razones de Lenio y don Fernando no estaba menos admirado de ver la incomparable belleza de Felisinda; la que, pareciéndole que la admiración de don Fernando provenía de otra no tan honrosa causa, dijo:

-No dudo, piadoso señor, que la vista de una doncella de poca edad, sola y extraviada por estos desiertos montes, habrá dado lugar a que forjaseis en vuestra imaginación algunas sospechas en menoscabo de mi honestidad. No lo dudo, porque ni seréis quizá   -23-   tan señor de vuestros pensamientos, que los podáis tener a raya siempre y cuando quisiereis, ni las circunstancias que en mí se juntan ahora dan lugar a más acertados discursos. Veisme aquí desconocida, desamparada, sola vagamunda por estas soledades, expuesta a todo riesgo. Pues ¿qué efectos son estos para que no se pueda rastrear por ellos alguna no muy honesta causa? Yo así lo pienso, y no extrañaré que vos imaginéis lo mismo, si ya no es que os retiréis a la fortaleza de vuestra discreción y prudencia, y creáis, como es la verdad, que solas mis desdichas, solas mis desgracias, solas las sinrazones de la fortuna me tienen puesta en tanta estrechez como me veis, la cual si en vuestro generoso pecho no halla consuelo, bien creo que entre estas montañas dejaré esta vida que tantas muertes me acarrea de continuo.

No pudo proseguir adelante su razonamiento a causa que las muchas lágri   -24-   mas que le corrían por el rostro, los continuos suspiros que arrojaba y mayormente la memoria de sus desgracias y el ver aventurado su crédito, la dieron un recio desmayo, que la hubiera forzado a caer en tierra si don Fernando no se adelantase a sostenerla en sus brazos.

Acudió luego Lenio a su socorro, acercáronse también los demás criados y le rociaron el rostro con el agua de un arroyo que corría por allí cerca. Mandó al momento don Fernando que la llevasen en hombros a la quinta, para que en ella se le aplicasen los remedios que hiciesen al caso. Pero no fue menester que se usase de esta providencia porque la del cielo quiso que al instante volviese en sí, cuya vuelta tornó la alegría que se había retirado de los corazones de todos, en especial del de don Fernando, que más compasivo se dolía de la desconocida Felisinda y luego procuró consolarla con las mejores razones que le acudieron a la lengua.

Lo mismo hicie   -25-   ron los demás, que poco menos tiernos se habían mostrado, y, poniéndola en medio de todos, tomaron el camino de la quinta que ya cerca se descubría; a la cual apenas hubieron llegado, lo primero que hizo don Fernando fue mandar que se aderezase una cama para Felisinda, que la diesen algún sustento y que la entregasen unos vestidos, porque los que llevaba estaban muy astrosos, y que sin preguntarle cosa alguna la dejasen descansar.

Como estaba ordenado se cumplió todo al instante, quedando todos deseosos de saber quién era y qué lances habían puesto en tan infelice estado a la desconocida huéspeda.




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Capítulo IV

Donde se dice quiénes eran los dueños de la quinta


Sin sosiego estaba don Fernando esperando la hora en que dejase el lecho Felisinda,   -26-   para saber de ella lo que tanto deseaba. Iba y volvía con el pensamiento, pero nunca podía dar en la verdad por más que se fatigase en buscarla. Y aunque tenía muchas pláticas acerca de esto con su madre, que se llamaba Clara y con su hermana Constanza, que este era su nombre, no podían sacar en limpio más de lo que Lenio había dicho, que era nonada para desembarazarles de la suspensión en que estaban trasportados.

De esta suerte iban entreteniendo el tiempo, hasta que llegó el de desembarazar el lecho Felisinda. Vistióse, aliñóse lo mejor que pudo, y trenzando no sin gracia sus hermosos y largos cabellos, salió del aposento dando de sí tan hermosa vista que se arrebató las voluntades de cuantos allí estaban.

Preguntóle doña Clara si había dormido y si estaba ya algo recobrada, a lo cual respondió sonroseándose toda:

-El dolor que me tiene a cuenta la memoria de mis sinventuras no ha permi   -27-   tido, ¡oh, señora!, que yo durmiese. Pero de cualquier manera os estoy agradecida y quisiera verme en términos de poder recompensaros los beneficios y mercedes que me hacéis. A lo de si estoy recobrada digo, señora mía, que no son mis desdichas tan vulgares que al instante admitan consolación alguna. Pero, sin embargo, confío que en tan agradable compañía como la que el cielo aquí me ha deparado, no dejaré de encontrar alivio, ya que el remedio no es posible.

A éstos se añadieron otros comedidos cumplimientos de ambas partes, y entre todos los fue el mayor el de la hermosa Constanza, que con su acostumbrada gracia dijo:

-Séase lo que se fuese de todo. Yo de mí digo solamente que no he de consentir que nos falte enjamás la compañía de Felisinda. Aquí quiero que esté hasta que llegue el término de sus días; aquí la tendré como a hermana, la tomará mi madre por hija, y todos los de casa la mirarán co   -28-   mo a señora.

-Así ha de ser a la verdad, -prosiguió don Fernando- aquí ha de acabar su vida, que no había de tener fin, la hermosa Felisinda. Que no por acaso, sino por particular providencia del cielo, según discurro, ha venido a esta casa, en donde confío que ha de calmar el viento de su contraria fortuna y se le ha de mudar en el más favorable que puedan pedirle sus deseos.

Muy generosos le parecieron a Felisinda estos ofrecimientos para que se le hiciesen antes de saber cosa alguna ni de su calidad, ni de su persona. Pero con todo, al par de ellos y de las alabanzas que le daban, se le iban encendiendo sus mejillas que parecían de nevada púrpura, y no pudo hacer más que dejar caer algunas lágrimas que le acudieron a sus ojos, nacidas de tristeza y alegría: de tristeza, considerando las desgracias que por ella habían pasado, y de alegría, al ver la mucha con que la habían recibido y la trataban aquellos señores.

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En esto estaban cuando llegó un recado para que se sentasen alrededor de la mesa, que ya estaba cubierta y colmada de diversos y exquisitos géneros de manjares. Hiciéronlo así, aunque no comieron mucho, porque la nueva llegada de Felisinda tuvo en suspensión a todos y retardó la comida más de lo acostumbrado, que en pasar de lo regular parece que menguan las ganas y desmaya el apetito.

Cuatro días estuvo Felisinda en la quinta, donde fue tratada magníficamente, al cabo de los cuales, tomándola Constanza por la mano una tarde se la llevó consigo a un delicioso jardín que había dentro de la misma casa. Y sentándose a la orilla de un estanque cercado de bellos y frondosos árboles que le hacían sombra, la dijo:

-No sé con qué palabras poderte encarecer, ¡oh, amiga!, el contento que inunda mi pecho desde que entraste en esta casa, porque es tan mucho como imponderable. Y temo que si por algún caso llega el de tu partida, no he de poder   -30-   llevar con paciencia tan amargo apartamiento.

-Más pobre de expresiones me hallo, ¡oh, querida! -respondió Felisinda- para decirte la alegría que, a pesar de mis desdichas, siento en mi corazón desde que comencé a ser favorecida de todos los tuyos. Yo sí que con más razón puedo darme albricias a mí misma, pues mirándome estos días pasados sola por esos horrorosos desiertos, expuesta a mil peligros, bastante cada uno de por sí a quitarme la vida, me hallo puesta ahora en una felicidad, tanto más alegre cuanto menos esperada.

-A lo menos -replicó Constanza-, si te haces fuerza para borrar de tu entendimiento la más leve idea de tristeza, verás cuán trocada quedará en breve tiempo tu fortuna. Aquí tendrás gustos, no te faltarán regalos, sobrarte han placeres y te se cumplirá todo lo que acertares a desear, porque mis muchas riquezas y mi voluntad sin límites a todo esto se extienden. Mira, ni mi madre tiene otra voluntad que la   -31-   mía, ni mi hermano se aparta jamás de lo que yo quiero. Sus deseos son los míos, su gusto que yo le tenga, su alegría verme alegre, y en una palabra, como única que soy, no buscan otro que llenar el vacío de mi voluntad. Todo el cuidado de la hacienda corre por mi cargo; porque después que por una pendencia que tuvo mi padre con otro no menos noble caballero de la corte, le fue forzoso ausentarse por hurtar la vida a las asechanzas de muchos y muy poderosos enemigos que se había granjeado. Y después que, a pesar del cobro en que se había puesto, fue por su corta ventura muerto a traición por su contrario, que con otros muchos fue a buscarle, y después que, asegurados todos de la verdad del caso por muchas verídicas cartas y no menos verdaderos testigos, quedó mi desconsolada madre sujeta a una triste viudez. Y después que por quitarnos de nuestra presencia al enemigo, y porque las cicatrices que quedaron de las heridas de nues   -32-   tros ánimos no nos acordasen la ofensa, nos retiramos a esta quinta. Digo que después de todo esto, por haberse acogido mi madre a la sombra de mis regalos y arrimádose al árbol de mi amparo, no queriendo tener más cuenta que la de pasar su viudez con toda exactitud y recato, quedó todo el gobierno de la hacienda a mi dirección. Y ninguno hay en esta casa que no vaya siempre adelantándose a adivinar mis deseos, aun antes que yo llegue a declararlos. Todo esto te he dicho, amiga, para que veas si con razón puedo hacerte los ofrecimientos que te he hecho.

-¡Ay, señora! -replicó Felisinda- y cómo por extremos vas añadiendo motivos para que te esté obligada. Todo lo aprecio, todo lo estimo, todo lo agradezco, y como ya otra vez he dicho quisiera hallarme en posibilidad de compensártelo más que con el agradecimiento. Pero en lo de continuar mis días en tu compañía cara, no puedo darte gusto, porque los deseos   -33-   de encontrar a quien me anima, las ansias de ver al que es toda mi vida y la priesa que tengo de hallar a un hermano mío43 que es el único arrimo de mis incomodidades, cuya ausencia me tiene sepultada en amarga y continua tristeza, no sufren que la disfrute largo tiempo.

Más iba a decir Felisinda, pero le quitaron las palabras de la boca unas voces que salieron de la de doña Clara, que las llamaba para ir a espaciarse por los muchos y divertidos paseos que había en aquel paraje.

Dejaron el jardín las dos hermosas Felisinda y Constanza, quedando ésta suspensa de las razones que había comenzado a decir aquella, y con ánimo de hacérselas proseguir cuando se le proporcionase.

Entráronse en casa y juntándose con don Fernando, su madre y una criada, dieron principio al paseo, en el cual pasó el razonamiento que se verá en el capítulo que se sigue.



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Capítulo V

De la discreta plática que pasó entre los dichos


Juntos ya todos, como se ha visto, dieron principio al paseo solo por divertir la imaginación triste de Felisinda, la cual viendo la amenidad de aquel sitio, la belleza de los jardines, lo frondoso de los árboles y tanta hermosura junta, que parecía que unidas naturaleza y arte se habían conspirado a sacar un compuesto tan hermoso y tan agradable que pudiese competir y aun llevar ventaja al Huerto de las Hespérides44, dijo:

-Ya me había dibujado el pastor Lenio la belleza de estos lugares, con tan discretas palabras y con tan acertados discursos que me los había hecho ver antes de mirarlos. Y por cierto que estaba admirada de oírle hablar, pues lo hacía con tanta elegancia y con tan bello estilo que no acertaba a dar crédito a lo mis   -35-   mo que veía, por parecerme que todo aquello era impropio de un rústico ganadero.

-Así es la verdad -dijo don Fernando-. También soy yo del mismo parecer, pues en todo el tiempo que le tengo en casa le he oído y oigo hablar cada día tales cosas que al paso que me alegran me suspenden. Y no puedo alcanzar cómo en el alma rústica de un pastor quepan tantas cosas como las que el sabe. También le he visto más de cuatro veces componer poemas, éclogas45, canciones, sonetos y otras especies de verso, con tal artificio, primor y dulzura que no sé yo si los que cursan las academias le llevarán ventaja.

-Está bien, -dijo a esta sazón Constanza-. Renacerán quizá aquellos tiempos en que todos los pastores eran discretos, letrados, músicos y poetas, a causa que desterrado del cielo Apolo46, por instancias de Vulcano, se hizo pastor, y, guardando los ganados de Admeto, rey de Tesalia, enseñó a los demás pastores que acudían a oírle tañer su flau   -36-   ta, el modo de vivir vida dulce y feliz, aun entre las mismas rustiqueces de los montes, y les hizo olvidar la rústica y salvaje que hasta entonces habían vivido, sin saber cosa alguna más de lo que pertenecía al gobierno de su ganado. Cuanto más que, si según dicen, los prados hermosos y las deliciosas selvas son los lugares en donde de ordinario habitan las Talías, las Clíos, las Tersícores, las Calíopes y demás celestiales musas, no me admiro de que a los pastores se les pegue algo de sus discreciones y agudezas. ¿Cuántas veces, cuando algún enamorado y desdeñado pastor, estará pensando e imaginando consigo mismo cómo encontrar trazas para ablandar el endurecido corazón de su amada pastora, bajará desde la cima de algún empinado monte con apresurado vuelo alguna bella y agraciada ninfa, vestida de una hermosa y sutilísima tela de plata, cubierta con un finísimo y delicado cendal, sueltos por las espaldas sus largos y hermosos cabellos,   -37-   coronada de verde laurel, y la consolará con suaves y dulces razones, dándole al despedirse algunos enamorados y quejosos versos para desbaratar y vencer los desdenes de su pastora, hasta dejarla más mansa que una paloma y más blanda que una cera? ¿Cuántas veces, al desmayarse un pastor herido de la cruel y dura lanza de los celos, le socorrerá otra ninfa no menos agraciada que la primera, y después de haberle vuelto de su desmayo con remedios que traía para este propósito, le dirá tales razones y le infundirá su facundia, energía y dulzura en sus labios, que pueda con sólo desplegarlos sujetar a su voluntad la de la ingrata pastora? De estas conversaciones, de estos coloquios y de estos tratos que con las ninfas tienen a cada paso los pastores, nace en ellos la discreción, la agudeza, la elocuencia, la afabilidad, la cortesía, y proviene que no haya árbol en monte en cuyo tronco no se miren grabados los nombres de sus pastoras, o ya en anagramas, o ya en   -38-   canciones alegres, o ya en endechas tristes47.

-Si así fuera, hermana, a la verdad como has dicho -interrumpió don Fernando-, ninguno habría que dejara de retirarse a los prados, a las selvas, a los montes, vestido de pastor con su cayado y pellico, sólo por gozar de una tan deliciosa vida, la que, según dicen, no se pasaba en otro que en cantar al son de diversos y alegres instrumentos, ora subiendo al cielo de la alabanza la hermosura de sus pastoras, ora ponderando sus esquiveces; ya dándose albricias de su dichosa suerte, ya quejándose de su corta ventura. Pero todo esto, hermana, pase por ficciones ingeniosas de poetas, demos la gloria que se merecen a los entendimientos que las han dado a luz y creamos, como es la verdad, que los pastores están sujetos a todas las inclemencias de los cielos, que su vida es áspera, cruda, fría y llena de riguridades insoportables en el invierno, pesada por los excesivos calores en el verano, y en todo tiempo desacomodada.

  -39-  

-¿Desacomodada? -replicó Constanza-. No lo creas hermano. Dejemos aparte las invenciones agudas de los poetas con que tanto celebran la vida pastoril, y vamos a descubrir una verdad que cada día la podemos experimentar y en efecto la experimentamos en nuestros pastores. Un rústico pastor atesora en su cuerpo un alma tan bella, tan noble y tan capaz, como la puede atesorar el hombre más eminente. Todas las almas son de una misma substancia espiritual, inmaterial, indivisible, intelectual y acomodada a regir nuestro cuerpo. Todas están fabricadas -permíteme que me explique de esta suerte- en un mismo molde y dotadas de tres nobles potencias, como son memoria, entendimiento y voluntad. Conque puede el pastor, igualmente que cualquier otro, acordarse, discurrir y amar, que son los cargos que están anexos a las tres potencias. Y aun lo puede hacer más sencilla, más gustosa y más desembarazadamente, porque a su entendimiento   -40-   no le ofuscan aquellas pasiones que tanto tiranizan a los que viven allá en el trafago del mundo. Las envidias, los celos, las simulaciones, los engaños, los odios, las enemistades, que como sombras ligeras corren precipitadamente por aquellos países, no tienen jurisdicción alguna en estos distritos, en donde cautivan su libertad los pastores. Su memoria no está sujeta sino a acordarse de cosas que les lisonjee el alma, porque nunca han visto sino objetos alegres, puros, honestos y sencillos. Su voluntad, ¿qué otra cosa puede amar que estos bienes, que el entendimiento le propone? Yo no sé hermano -proseguía Constanza- qué cuidados, qué inquietudes, qué guerras interiores, puedan tener estos humildes hombres, para que sea su vida desacomodada, como dices, cuando todo su afán se cifra en solo el cuidado de sus ganados. No bien sale el sol para alegrar con sus hermosos rayos a todas las criaturas, cuando libre de todo molesto cuidado se le   -41-   vanta el pastor alegre, empuña su cayado, tira por los hombros a las espaldas su zurrón, proveído de sabrosos aunque rústicos manjares, llama sus simples ovejas y empieza su deliciosa y ordinaria tarea. Pero, ¡con cuánta alegría de su alma! El armonioso y entretenido espectáculo que forman el azul hermoso del cielo con el verde piso de la tierra le tiene todo el día en alegre suspensión. Los campos primorosamente matizados de plantas, flores, frutos, quintas, bosques y sotos son el más curioso entretenimiento de sus sentidos. Todos están en continuo movimiento sin parar de percibir, ni por un breve rato su recreación correspondiente. Aquí divierte su vista con la hermosura de los árboles, con el verdor de las plantas, con la belleza de las flores; allí recrea el oído con el manso ruido de los arroyos, con el apacible susurro que forman las hojas de los árboles, heridas de los más suaves vientecillos, y con la agradable armonía de infinitos   -42-   pajarillos, que por entre aquellos bosques hacen ostentación de la dulzura de sus voces. Allí recrea el olfato con el olor que despide la azucena, el lilio, la violeta, el clavel, la rosa y las muchas yerbas aromáticas que produce la tierra. Acullá lisonjea su gusto con probar los frutos que penden de las ramas de los árboles, y el tacto le recrea con la suavidad de tantos objetos como a cada paso se le ofrecen. Con este gustoso entretenimiento pasa la mañana, y cuando el sol acercándose al cénit hiere con sus rayos más vigorosamente, burla sus fuerzas con retirarse a la sombra de un copado y espeso árbol que le defiende. Satisface alegremente su hambre, apaga su sed, pasa lo riguroso de la siesta con su ganado juntamente, y cuando el señor Febo templa sus rigores, recoge sosegadamente sus ajuares, sigue otra vez su ruta tras de sus ovejas, hasta que entrándose la noche, las encierra en sus rediles y se retira a su pobre choza en donde alegre descansa y duerme   -43-   tranquilamente, sin que melancólica fantasías le estorben el sueño. ¿Hay vida más agradable ni más deliciosa que ésta?

-Está muy bien todo eso, hermana mía -la replicó don Fernando- pero si como con tu discreción sabes decirlo, supieras también...

No pudo hablar más palabra don Fernando, porque su madre se puso en este mismo punto el dedo sobre los labios haciendo con la otra mano ademanes de que callasen y no se moviesen un paso de donde estaban.

Obedecieron todos, y poniendo el oído atento oyeron unas voces que decían:




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Capítulo VI

Encuentran en el recuesto de un bosquecillo a un hermoso joven que hablaba consigo a solas, y queda conocido por mujer


-Bien, ya está hecho. A lo menos sabrá el mundo que conmigo no han del valer engaños, ni han de tener fuerza las mentiras, ni han de quedar   -44-   sin castigo las alevosías. ¿Tú seducirme, tú engañarme y yo vivir una sola hora sin tomarme la venganza por mis propias manos? No fementido, no; nadie en tiempo alguno podrá gloriarse que burló a Leonisa sin recibir el justo castigo. Y ¿cómo puedo yo dejar de vengar los agravios que se me hagan, sino dejando de ser quien soy? ¿Sufriré acaso que se borre en adelante el renombre de cruel que hasta ahora me he adquirido? ¿Se ha de decir enjamás que yo supe disimular agravios? Mujer soy, pero cuando se me apodera la cólera, me olvido de que soy mujer y pienso que soy airada tigre que hasta quedar vengada no sosiega y rompe por entre la misma muerte. Pero ¿qué haré ahora, desventurada de mí? Yo le dejé sin vida en el campo, su muerte volará por la ciudad, su misma sangre esparcida por el suelo llamará a la venganza a sus amigos y parientes, mi huida me acredita rea y le forzará a que salgan a buscarme. ¿Qué haré ahora? ¡Ay sin ventura de mí!

  -45-  

Calló en diciendo esto, y luego quiso don Fernando y los que le acompañaban acercarse algo más, para ver si descubrirían al que había hablado tales razones. Y al entrar en un pequeño bosque que se hacía allí cerca, pudieron ver por entre unas espesas ramas, atado a un árbol un caballo ricamente enjaezado, y un poco más hacia la izquierda, reclinado en un recuesto un joven hermoso48 sobremanera y sobremodo gallardo, ceñido de espada ancha con ricos tiros, y cubierta la cabeza con un sombrero de color ceniciento, tomado de un costoso cinto de diamantes; circunstancias que les obligaron a creer que era persona de calidad aquella que miraban y que no era la misma que antes hablaba, porque entre las razones que dijo se oyeron unas que decían que era mujer, y que se llamaba Leonisa, lo cual no correspondía al traje y vestido que llevaba.

De esta suerte suspensos, y sin poder atinar lo que sería, se pegaron todos en la tier   -46-   ra, reprimieron sus alientos y se pusieron con atentos oídos a escuchar si proseguiría en su razonamiento y qué salida tendrían sus perplejidades. Pero les salieron vanas sus prevenciones, porque por acomodarse mejor Felisinda se le resbaló el pie y dio consigo en el suelo, y aunque no se hizo daño alguno, puso en confusión a los de su comitiva y alborotó al del bosque. El cual, poniendo luego mano a su espada, se apercibió para lo que pudiese sucederle. Pero advirtiéndolo don Fernando, salió de donde estaba agazapado y alzando la voz le dijo:

-No perturbe vuestro sosiego nuestra inopinada vista, señor, porque sola una casualidad nos ha conducido a este sitio. Al doblar el cabo de esta montaña está mi casa, que os ofrezco afectuosamente para que os sirva de reparo hasta que le tengan vuestras desgracias, que tal vez lo serán las que os han traído a estos desiertos. Si os place, admitid mis ofrecimientos, que no tienen nada de fingidos.

-Así lo creo yo, -respondió   -47-   el del bosque-. Yo agradezco vuestro favor cuanto merece ser agradecido, pero no puedo tener ahora el honor de disfrutarle. Si en recompensa queréis saber la causa que me tiene entre estos desiertos montes, llegaos acá si no lo tenéis a mal, que yo os la diré brevemente.

Hiciéronlo así, rodeáronle todos y todos se admiraron de ver su disposición gallarda y su extremada hermosura, quedándole sobremodo aficionados y con más deseos de socorrerle.

Apenas se hubieron acomodado como mejor pudieron, comenzó el del bosque su historia en esta forma:

-No quiero, señores, preguntaros quién sois, a dónde vais, ni de dónde venís, porque nunca he tenido genio de escudriñar vidas ajenas, ni enjamás he querido averiguar más de lo que me quieren decir y más si son negocios que no me importan. Conque así seáis los que quisiéredeis ser, que yo, puesto que así lo quiere mi suerte, no pretendo sino deciros lo que oiréis, si no os fatigan   -48-   mis razones.

-Antes -respondió doña Clara- nos serán de mucho gusto, porque no dejarán de ser muy discretas, si vuestro vivaz aspecto no miente.

-Puesto, pues, que así sea, -prosiguió el del bosque-, también será en vano ocultaros quién soy, porque si mal no me acuerdo, entre las razones que yo envié poco antes al aire, debió de salir envuelto mi nombre y si es así la verdad no hay para qué querer ahora enmendarlo. Sabed pues que yo, aunque me veis en este traje, soy una mujer llamada Leonisa, que ni en la nobleza de mi sangre, ni en la abundancia de mis riquezas envidio a nadie. Nací en una ciudad no muy cerca de aquí. Mis padres que pasaron a mejor vida aún no cumplidos seis años de la mía, al paso que me dieron nobleza, riquezas y hermosura, me infundieron en el pecho un corazón fogoso, altivo y arrogante. Quedé bajo el amparo de una mi tía de la misma ciudad, que todos sus gustos tenía librados en mis galas, en mis travesuras y   -49-   en mis arrogancias, a cuya causa solté las riendas a mis pasiones y me sujeté sólo a las leyes de mi capricho. Parecióme buscar maestros que me enseñasen a blandir la espada, a esgrimir un montante y a montar un caballo, todo lo cual al cabo de pocos días lo hacía con tanta destreza y con tal brío que no había maestro alguno que se me igualase. Proveíme también de vestidos de hombre para poder con más desenfado y sin embarazo tomar por mis propias manos la venganza de los agravios que se me hiciesen, y a las veces fue tan cruel y tan sangrienta que me hice temible aun a los más esforzados hombres. No había duelo en que no estuviese metida, ni pendencia en que no me diese a conocer, ni riña en que no se ensangrentase mi espada. De esta suerte pasé hasta los veinte y cuatro años, ocupada sólo en los rigores de Marte, sin dar acogida a las blanduras de Venus; antes hacía burla de los que vivían enredados entre ellas y despreciaba a los que me venían con   -50-   rendimientos amorosos, porque nunca pude sufrir que mi corazón altivo se rindiese a las fuerzas de ese que llaman amor, por parecerme que de su comercio no se sacan otras ganancias que inquietudes y disgustos. Ni aun a las pretensiones importunas del casamiento pude dar oídos, ya por no verme metida entre aquellos aunque honestos deleites que aborrecía, ya por no sujetar mi albedrío a la voluntad del esposo.

-Muy poco -dijo a este punto Felisinda a Constanza con voz baja-, muy poco parece que se aviene con el amor esta nueva Belona. Pero yo apostaré, amiga, y que al último nos sale toda enredada entre sus lazos. Sino estáte atenta y verás como es verdad lo que imagino, porque yo he oído decir que para las fuerzas del amor no hay resistencia que sea de provecho.

En tanto que esto decía Felisinda, respiró un poco Leonisa para proseguir su cuento en esta forma:

-Pero yo no sé, seño   -51-   res, qué os diga del poder que tiene ese rapazuelo, ese antojadizo, ese Cupido, ese amor; aunque sí que sabré deciros que dentro de breve tiempo me vi rendida y avasallada a su discreción.

Aquí tocó Felisinda con disimulo el pie a Constanza y la dijo:

-Cogida la tenemos.

Pero Leonisa sin reparar en nada prosiguió diciendo:

-Me vi puesta en la solicitud de un mancebo no menos noble que yo y tan hermoso y tan bizarro que no tenía más que desear. Mostróseme tan apasionado, tan ciego, tan rendido, que cualquiera otro corazón más duro que el mío se le hubiera avasallado al momento, como yo lo hice, dándole la mano de esposa, con tanta admiración de mí misma y con tanto pasmo de los que me conocían que casi no acertaban a creerlo y no se podían persuadir cómo las tiernas caricias y los finos rendimientos de un amante pudieron vencer un ánimo tan belicoso y un corazón tan altivo como el mío. En suma, quedé vencida,   -52-   y ya no deseaba otro que verme en el día en que había de quedar desposada con Roberto, que éste es el nombre de mi engañador. Mas, ¡oh mudable condición de la humana naturaleza! O sea que él receló de mi fe, o sea que se temiese de mi condición arrogante, o sea que otra hermosura le debió de llenar más bien el espacio de sus gustos, él, según después me dijeron, dio palabra de casamiento a otra doncella de la misma ciudad, y ya no esperaban más que fingir cualquier leve pretexto para marcharse a Zaragoza y desposarse, con ánimo de quedarse allí mismo en casa de unos muy cercanos suyos. ¡Válgame Dios! ¿Y qué lengua podrá decir la cólera que me asaltó al oír tan infame alevosía? La sangre furiosamente agitada parece que quería reventar por mi rostro, mi corazón sin sosiego daba muestras de quererse salir del pecho y mis ojos encarnizados en vez de lágrimas arro   -53-   jaban vivas llamas de encendido fuego capaces de abrasar a todo un mundo. Ya los deseos de vengarme me apretaban tanto que no me daban lugar para el sosiego. La idea de la venganza era la que dominaba mi entendimiento y no podía desvanecerla por más que en ello se fatigase la luz de la razón. Sólo me concedieron mis ansias un leve espacio de tiempo para informarme mejor de la verdad del caso, y vi que todo era como me habían dicho. Yo entonces, sin hacer discurso alguno y sin aconsejarme de nadie, tomé ese caballo que ahí veis, vestíme de la misma suerte que ahora lo estoy y busqué traza para que saliese al campo Roberto. Y asegurada ya de que estaba en el paraje donde le había de menester, me encaminé hacia él volando sobre las alas de mi cólera. Avistéle bien desimaginado de lo que le había de suceder, y con semblante airado y ademán soberbio, le dije: «-Alza esos infames ojos, oh malvado, y mira si me co   -54-   noces. ¿Soy yo Leonisa? ¿Soy yo aquella misma a quien tu diste la mano de esposo? Pues ¿por qué traidor tan pronto te has olvidado de tus obligaciones, enredándote entre la inútil yedra de esa mozuela, que más parece muñeca que dama? ¿Acaso hay en la ciudad quien me compita? ¿Te parecía poco bien tenerme a mí por tu esposa? Di, traidor, di, ¿qué disculpa das de las culpas que cometiste? Pero no, no te fatigues en buscar satisfacciones que darme, que para mí ninguna será de provecho. Sólo ésta me satisface». Y sin hablar más palabra empuñé una daga que traía para el intento, se la envainé en el cuerpo y le arranqué el alma, pero no quise arrancar la daga, por no tener conmigo instrumento manchado con su vil sangre49. Hecho esto tiré de las riendas al caballo, apretéle las espuelas, púseme en camino a toda priesa, y a más andar llegué a estos ásperos montes donde me veis y donde os acabo de   -55-   contar los sucesos de mi vida. Conque ni teniendo yo más que decir, ni vosotros más que escuchar, adiós.

Y sin mover labio, ni dar oídos a pregunta alguna, montó en su caballo y se fue a todo trote, dejando a todos los que la habían escuchado suspensos y admirados, así de sus extraños sucesos como de su improvisa y acelerada marcha.

No quisieron detenerse en llamarla ni ofrecerla remedios, porque veían que sólo era dar voces al viento, y así determinaron volverse a la quinta porque ya se entraba la noche y aún les quedaba buen rato de camino. En el cual, reflexionando doña Clara sobre los pasajes de Leonisa, dijo:

-¡Desgraciada mujer, que mal hallada entre las prisiones de su traje femenil, se aventuró hasta pasar las rayas que ni aun deben pisar los hombres más resueltos! Si su espíritu fogoso, si su ánimo arrogante, si su corazón altivo le llevaban por términos tan irregulares y tan ajenos a su carácter, ¿para qué quería la luz de la razón que infundió   -56-   el Supremo Ser en su entendimiento, sino para templar la fogosidad de su espíritu, para comprimir las arrogancias de su ánimo y para humillar la altivez de su corazón? ¿Conque debemos dejarse llevar de la corriente de nuestras pasiones? ¿Conque no nos hemos de hacer fuerza para contrastarlas? ¿Conque si en llegando a nuestra casa, viera yo que prendiéndose el fuego en todas sus partes, daba muestras de quererla abrasar y destruir en breve, si no se acudía presto al remedio, me había yo de estar mirando muy sosegadamente los estragos del incendio, sin dar disposiciones para apagarlo? No debe ser así, no. Al principio cuando una siniestra pasión comienza a humear en nuestro ánimo es cuando se ha de sofocar y extinguir, sin dar tiempo a que tomando cuerpo sus humos lleguen a ofuscar la luz de nuestro entendimiento. Si Leonisa cuando comenzó a percibir en su corazón tantas inclinaciones ajenas de su sexo, las hubiera procurado contrarrestar, empu   -57-   ñando la aguja en vez de la espada y tomando la almohadilla en lugar de la rodela, no se viera ahora puesta en tan miserable suerte. ¿Pensaba que en el campo a donde sacó a Roberto, cogería algún ramo de laurel con que coronarse? Pues no cogió sino espinas que estarán de continuo lastimándole la reputación, el crédito, el honor, el sosiego interior, que es el único bien que podemos desear en esta vida.

En estos humildes discursos y otros que hacía doña Clara y escuchaban los demás iban entreteniendo el camino hasta que llegaron a la quinta.

Descansaron los cuerpos, satisfacieron la hambre con la comida que ya estaba prevenida y se salieron al jardín a tomar el fresco, convidados de la serenidad del cielo, de la claridad de la luna y del agradable vientecillo que mansamente soplaba.

Quiso también hacerles compañía el pastor Lenio, y ninguno lo tuvo a mal, porque gustaban todos mucho de su discreta conversación. Y   -58-   así, luego que estuvieron todos acomodados, prorrumpió doña Clara en estas razones:




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Capítulo VII

De la cuenta que dio de su vida el pastor Lenio a sus amos y a la huéspeda Felisinda50


-No puedo contener las lágrimas que me acuden a los ojos cuantas veces pienso cuán afligida se debió de hallar Felisinda la noche del día antes que aquí llegase, viéndose en medio de esas montañas, sin más luz que la funesta de los relámpagos, sin más compañía que la de su sinventura, toda temerosa, toda confusa y toda amedrentada con el espantoso ruido de los truenos.

-Así es, señora mía -respondió Felisinda-, y no ceso de dar gracias al cielo que me libró de tanto peligro como me amenazaba, ni a vos que mostráis compadeceros de mis desgracias, ni a todos los de esta casa que tan atentos y solíci   -59-   tos se manifiestan en socorrerme.

-Sí, que el agradecimiento, la cortesía y la buena crianza -dijo Lenio a esta sazón- van anejas a las principales señoras como vos lo parecéis. Si que no sé yo cómo una alma rústica, basta y desagradecida -si es que hablo con propiedá [sic]- tenga valor para albergarse en una concha tan bella y tan hermosa como la de vuestro cuerpo, que si va a decir verdad, cuando os vi puesta en pie por entre aquellos árboles, me parecisteis una de las hamadríades de los bosques o algunas de las náyades de las fuentes.

-¿Qué sabes tú, ¡oh Lenio! -interrumpió don Fernando-, qué sabes tú de cortesías, ni de crianzas? O ¿qué te entiendes de hamadríades ni de náyades, si toda tu vida andas entre breñas guardando cabras?

-¡Ah, señor! -respondió Lenio-. Bien puede ser que este ahora rústico cuerpo sea archivo de una alma que el cielo se haya esmerado en enriquecerla. Bien puede ser que este Lenio que aquí estáis mi   -60-   rando apenas cubiertas sus carnes con un pobre vestido de ganadero, se haya visto en otro tiempo crujiendo gorgoranes y no entre incultas breñas, ni entre selváticos animales, sino en medio de las más famosas universidades y hombres más eruditos, mirado -sin arrogancia sea dicho- como doctor, venerado como maestro y respetado como sabio. Pero por no teneros ya más suspensos, y por desembarazaros de la admiración en que os veo sorprendidos, oídme si os place, que en breve os contaré la historia de mi vida.

Atónitos quedaron todos al oír las razones tan no esperadas de Lenio. Parecíales cosa de sueño cuanto habían oído, y no atreviéndose a creer lo mismo que veían, se mantenían pendientes de la admiración, mirándose unos a otros sin saber lo que les había acontecido. Pero deseosos de desembarazarse de los efectos que les había ocasionado tan inopinada novedad, le suplicaron encarecidamente les dijese los extraños accidentes que   -61-   le había derribado de la eminencia que había dicho al estado humilde de ganadero, pues se alegrarían en extremo de oírlos de su misma boca.

Con esto envolvieron todos al momento sus lenguas en el silencio, y desplegando la suya Lenio dio principio a su historia en esta forma:

-¡Oh, amor! ¡Y cuán poco aprovechan contra tus fuerzas los humanos esfuerzos! ¡Oh, amor! ¡Y cuán precipitado eres! ¡Oh, amor! ¡Y con cuántas veras trastornas hasta los más agudos entendimientos! Estaba yo gozando de una paz suma, de una tranquilidad sin igual y de un extremado sosiego, pero apenas tomaste posesión de mi alma, se trocó mi paz en guerra, mi tranquilidad en tormenta y en desasosiego mi sosiego. Confuso, ciego, loco quedé cuando me vi sujeto a tus ásperas condiciones, y de esta confusión, de esta locura y de esta ceguera tomaron principio mis desgracias que voy a referiros.

Florencia, una de las más célebres ciu   -62-   dades de la Italia, es mi patria. Engendráronme padres ricos de bienes de fortuna y de naturaleza, y tanto que en nobleza y en riquezas pueden competir con los más adelantados. Educáronme con grandísimo cuidado, ya por cumplir con los deberes de verdaderos padres, ya porque veían en mí un no sé qué de buena inclinación y viveza, que les daba campo para fundar esperanzas de no vulgares progresos. Enviáronme a los estudios de la gramática, y ya que estuve harto bien instruido en ella, y consecutivamente en la filosofía, dejaron a mi arbitrio la elección de estudios, para que siguiese aquellos a que más me llevase mi genio, porque sabían muy bien que pocos o ningún prodigio hará el que camina contra la corriente de su inclinación. A cuya causa elegí el de la teología, reina de todas las ciencias, por parecerme que a ella, más que a otra alguna, me inclinaba la naturaleza. Obtuve al cabo de cuatro años el grado de doctor, con aplauso de   -63-   los eruditos; y con el beneplácito de mis padres determiné marcharme a Pisa a seguir aquella célebre universidad, a causa que un tío mío, a quien el cielo no le había concedido hijo alguno, ya muchos años que importunaba a mis padres para que me enviasen a su casa, que también allí podía medrar en los estudios, sin que para ello me faltase cosa alguna de las que abundaba en mi propia casa. Púselo en ejecución, despedíme de mis amigos, abracé a mis padres, lloraron estos, suspiraron aquellos, cuyos suspiros y cuyas lágrimas hicieron acudir algunas a mis ojos.

Llegué a Pisa y mi tío, que ya me estaba aguardando, me recibió con aquellos extremos de placer que pueden imaginarse, y mi tía por el mismo consiguiente dio muestras de que se alegraba sobremanera. Al cabo de algunos días que ya estaba en aquella ciudad en que me había dejado ver de todos los que frecuentaban más fami   -64-   liarmente la casa de mi tío, me presentó a la universidad. Dime a conocer al regente de ella, que se me aficionó sobremodo, o ya porque debió de ver en mí prendas algunas que le agradaron, o ya, y lo que es más cierto, porque era muy amigo de mi tío, que como caballero principal se hacía lugar entre las personas de mayor autoridad y literatura. Viéndome pues ya en términos de continuar mis estudios en aquella universidad, pensé dedicarme a la jurisprudencia, por saber que ni en ello iba contra mi inclinación, ni disgustaría a mis padres, antes les sería de sumo gusto por ser yo único y no haber otro que se quedara con el cargo, así de su hacienda como de la de mi tío. Empecé el curso, llevé ventajas a mis condiscípulos, híceme famoso, adquirí amigos y entre ellos lo fue el mayor un caballero mozo de la misma ciudad, llamado don Fulgencio, al cual le saqué una tarde con el pretexto de solazarnos en uno de los diver   -65-   tidos paseos de ella. Y como la amistad es sincera y entre los que la profesan no hay secreto que no se comunique, y sabía yo que don Fulgencio me la profesaba sin doblez, le dije:

-Ya sabes, oh, amigo, que los que vivimos envueltos en esta carne mortal tenemos el ánimo sujeto a una infinidad de pasiones, que cada una de ellas por sí sola, si llega a echar hondas raíces, basta para perturbar el sosiego de nuestra vida y trocarla tal vez por la muerte. Ya lo sabes, y así no extrañarás el verme sujeto a una pasión cuya oscuridad tiene casi muertas las luces de mi entendimiento. Ella es tal que ni tengo valor para decirla, ni tengo ánimo para callarla; y esta perplejidad me tiene puesta el alma en continuo tormento. Pero, ¿acaso he de permitir que un pertinaz silencio me quite la vida? ¡Ay, amigo! Sólo este nombre tal dulce anima mi lengua para que te descubra lo que se encierra en el es   -66-   trecho claustro de mi pecho. Sí, sola la amistad con que estamos ligados me fuerzan a decirte que, pasando yo el otro día por una calle para ir a tu casa, alcé casualmente los ojos hacia una reja, vi en ella a una dama, saludéla por cortesía y sin cuidado alguno proseguí mi camino. Pero no sé, amigo, qué mirada fue aquella tan aciaga para mí que desde entonces no sé si vivo, ni sé si estoy en mí. Ocupada siempre mi imaginación y empleado mi entendimiento en aquella dama que tengo tan esculpida en mi memoria que no sé si la muerte será harto poderosa para borrarla. Yo mismo me admiro de mí mismo y no puedo imaginar cómo una leve casualidad pudo producir en mí tales efectos. Mi corazón batido continuamente de las fuerzas del amor presagia una tempestad muy violenta, y si no se le procura auxiliar en tiempo, será después irreparable su ruina. Yo quisiera, amigo, que con tu prudencia repararas   -67-   los daños que me amenazan, ya procurando desvanecer estas ideas tan funestas que alimenta mi imaginación, o ha haciendo manifiesta a esa señora la causa de mi triste situación, porque de otra forma será inevitable mi muerte.

En fin, por no cansaros con mi largo razonamiento, tales cosas le supe decir y tan bien le supe exagerar mi enfermedad, que él me ofreció toda su voluntad en servirme y todas sus fuerzas en remediarme. Supe que el objeto de mis amores se llamaba Delfina, y con esto y con las diligencias que practicó don Fulgencio la pude hablar con frecuencia. Y de estas cartas, de estas visitas, de estas conversaciones resultó que ella me diese la mano de esposa y yo se me la ofreciese por esposo, pero con el consentimiento de los padres de entrambos, si bien no quisieron los míos   -68-   que se efectuase el desposorio hasta haber alcanzado el grado de doctor en la jurisprudencia. Medio año faltaba para graduarme, que era para mí un siglo entero; pero como no está en mano de nadie detener el tiempo, llegó a más andar el de graduarme. Y ya que lo hube hecho, se comenzaron a disponer aquellos aparatos que la nobleza de entrambos pedía para tan solemne desposorio, el cual quisieron mis padres y gustaron todos que se hiciese en mi patria, Florencia.

Llegó el día de mí tan deseado, ¡ay, señores! ¡Que no sé cómo pueda acordarme de él sin que el alma se despegue de estas carnes! Llegó, digo, el día aplazado y cuando ya las calles de la ciudad se hundían con la multitud de gentes que acudieron a ver las bodas, y cuando ya la música de instrumentos alegres y suaves voces en alternados coros rompía los aires enajenando los ánimos de los circuns   -69-   tantes, y cuando ya entre el bullicio de la gente y la armonía de la música resonaba por los aires el eco de nuestros nombres con alegres vítores, y cuando ya Delfina, toda gallarda, toda bella, toda hermosa y toda ricamente aderezada salía de su casa causando admiración a las gentes, digo que a esta sazón se oyó un gran rumor entre la multitud que se apiñaba una con otra, por hacer lugar a seis poderosísimos caballos, cuyos lomos oprimían seis gallardos mancebos, que con las espadas desnudas y levantados los brazos venían corriendo a rienda suelta. Uno de ellos, que parecía el más principal, llegándose a donde estábamos los que nos habíamos de desposar, y encaminando sus razones a Delfina, dijo con arrogante desenfado y ademán soberbio: -Un veloz rayo consuma tus alientos si acabas, ¡oh fementida!, de poner en ejecución lo que intentas. En sus profundos y caliginosos   -70-   senos te sepulte la tierra, si llegas, ¡oh, cruel!, a satisfacer tus designios. Y cuando piadoso el cielo no quisiera dejarme vengado, yo mismo, con la razón puesta entre los filos de esta desnuda espada, me tomaré la venganza. Tu sangre, tu misma sangre publicará tu alevosía. Con ella he de lavar el aleve desacato que cometiste. ¿Ignoras acaso, ¡oh, alma indigna!, que no puedes tomar otro esposo en tanto que yo viva en el mundo? ¿Te se ha olvidado por ventura la fe que me juraste? ¿O no te acuerdas ya de las maldiciones que sobre ti misma te tiraste, cuando no cumplieses tu palabra? Mas, si acaso no quieres acordarte, mira este papel, vuelve los ojos a estas joyas, que ellas mismas te dirán sin lengua tu infame traición. Tu propio nombre firmado en este papel ¿no hace recuerdo del día y hora en que me diste la mano de esposa? Estas joyas entre cuyos relieves se deja ver esculpido tu nom   -71-   bre ¿qué otra cosa publican, sino ser yo el que me he de casar contigo y tu la que has de ser mi consorte? ¿Qué respondes? Dilo presto, que hoy ha de quedar saciado mi furor y satisfecha mi venganza, hoy con tu sangre propia manchado todo yo haré patente al mundo, sabrán las gentes mi razón, tu alevosía.

Cual pobre caminante que mostrándosele el sol claro, el cielo apacible y el aire tranquilo, prosigue alegre su viaje, y en la mitad de él, enfureciéndose el aire, ofuscándosele el sol y ocultándosele el cielo entre negras nubes, queda inmoble sobre la tierra, sin saber hacia dónde encaminar sus pasos, así quedé yo en tan inopinado lance. Quitóseme la vista de los ojos y no pude más que arrimarme al suelo impelido de un recio desmayo que me duró largo tiempo.

Lo que sucedió entre tanto, en qué paró Delfina, qué hizo su contrario y qué salida tuvo su arrogancia no pude saber, porque cuan   -72-   do volví de mi desmayo me hallé en mi casa en brazos de mi padre y de mis amigos, que procuraban consolarme con persuasivas razones. Pero mi dolor no admitía consuelo por entonces, a cuya causa les rogué que me dejasen solo y que no me dijesen cosa alguna, porque quería descansar51. Y ahora será también acertado que descansemos todos porque ya será cerca de la media noche y el sueño debe de fatigar a esas señoras.

-Así es, en verdad -dijo doña Clara-; pero más nos fatiga tu desgracia, la cual quisiera que no se robara a la posibilidad de remediarse.

-A lo menos -interrumpió don Fernando-, no sufriré yo que Lenio sirva a nadie en adelante; antes haré que todos los de ésta, desde hoy más su casa, le sirvan. A no ser que quiera volverse a su patria, que en tal caso le daré lo que hubiese menester para el viaje.

Con las mejores razones que supo mostró Lenio el aprecio   -73-   que hacía de tan corteses ofrecimientos; y él también los hizo a todos de proseguir su historia en el día siguiente.




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Capítulo VIII

Donde Lenio da fin a su comenzada historia52


A más andar se llegó el día en que Lenio había de concluir los sucesos de su vida que había comenzado a contar, en el cual apenas hubo coyuntura como la noche antes, pidió licencia y habló en esta forma:

-Viendo mis padres y mis amigos que sus consolatorias persuasiones no eran de provecho, hicieron lo que les supliqué, que era dejarme solo en mi propia estancia, por ver si partiría algunas treguas con mis congojas. Quedé a solas sin más compañía que la de mis desgracias, las cuales de tal suerte me apretaban el alma que, no hallando modo alguno de aliviarme, al cabo de muchos disparatados dis   -74-   cursos que hice, di en el de ausentarme de mi patria y marchar a donde quisiera llevarme la fortuna. En resolución, cuando el silencio discurría por toda la casa y el sueño tenía adormecidos a todos los que la habitaban, me puse en la calle y, con bastantes provisiones para el camino, tomé el de Francia. Pero torciendo al instante mis discursos y mudando de propósito, me encaminé hacia el puerto de Livorno. Hallé en él un navío que estaba para partirse a España. Habléle al capitán, concerté mi viaje y me embarqué para cualquier parte que me llevaran.

Navegamos con viento próspero tres días, al cabo de los cuales descubrimos al declararse la aurora una nave que, a vela tendida, se encaminaba hacia nosotros. Mandó el capitán que nos apercibiésemos todos, y todos sobresaltados estábamos esperando la que pudiera sucedernos. Pero duró poco el sobresalto, porque luego vimos que la nave, que era fenicia, según dijeron, venía con gran   -75-   dísima dificultad a causa de irse llenando de agua tan sin remedio que cuando llegó a nosotros estaba ya a pique de anegarse. Suplicónos encarecidamente el capitán que le comandaba que acudiésemos a su remedio, el cual le tuvo al instante, aunque con muchísimo trabajo. Tiramos al mar los esquifes53, y con ellos fuimos transportando a nuestro navío todo el matalotaje que llevaba el otro. Acudimos luego a darle los reparos y carenas que necesitaba, y en breve término le dejamos en el de ponerse a la vela, porque era mucha la destreza de los marineros. Quedaron todos muy agradecidos, especialmente lo quedó el capitán, el cual se juntó con el nuestro y se estuvieron largo rato en buena conversación. Yo entretanto, como nunca me había embarcado, ni sabía, más que por haberlo leído, las partes que concurren a la composición de un navío, todo lo iba preguntando y de todo me iba dando razón un marinero del navío fenicio, cuya hermosura   -76-   y gallarda disposición, acompañadas de las sabias y discretas razones que decía y de la cortesía y buena crianza con que me trataba, se me llevaron tras sí la voluntad. Parecíame que tantas prendas como en él veía cifradas, no eran propias de un pobre marinero, y así, adelantándose a todo reparo mi curiosidad, le pregunté quién era, cómo se llamaba y cuál era su patria. A todo lo cual, sonriéndose con cautela, me respondió:

-Excusado es, señor, el deciros quien soy, porque no podéis dejar de ver si me miráis, que soy un pobre y desdichado marinero, que me veo precisado a cimbrar en el agua este pesado remo para poder granjearme un mísero sustento. Mi nombre es Lisandro54, que no lo sería, si no fuera tan infelice mi ventura. Mi patria aún no la he dicho a nadie, de la cual vivo tan olvidado que no pienso volver a ella hasta que se me acabe esta vida.

No pude yo entender estas equívocas razones y luego pensé que encerra   -77-   ban algún misterio que no me importaba escudriñar, pero, aunque me importara, no lo hubiera podido hacer por la priesa que se daban ambos capitanes en mandar izar las velas que luego dieron al viento. Despedímonos todos, abrazáronse los capitanes, tomó el fenicio el rumbo hacia las costas de Sicilia y nosotros seguimos el que llevábamos, en el cual no nos sucedió ya cosa digna de contarse.

-¡Ay, cielos! -dijo a esta sazón Felisinda entre sí misma- ¿Qué es lo que escucho? ¿Dónde iré, suerte enemiga? ¿Cómo? ¿Es posible que no haya de encontrar lugar en donde no halle estímulos para el dolor e incentivos para el llanto? ¿Es posible que no haya parte en el mundo donde no vea retratadas con funestos rasgos todas mis desventuras? Todo el dolor para mí y no hay cosa que pueda ayudarme a salir de entre tantas sombras de tristeza donde estoy sumergida.

Ninguno de los que allí estaban pudo conocer en Felisinda mutación alguna, porque reprimió cuanto le fue posible su pasión. Y así nunca dejó de continuar Lenio su historia, diciendo:-Llegamos dentro de breve tiempo a Cartagena, hicimos el desembarco y habiendo satisfecho al capitán me entré en aquella ciudad, y al cabo de pocos días que andaba por ella, trocados ya mis vestidos, me alisté en una compañía de carboneros. Fui con ellos muchas veces a Murcia a vender carbón, pero pareciéndome que aquel oficio no me convenía, sin dar cuenta a nadie, me lo dejé un día y me puse en camino no sé para dónde. Gastéme en él los dineros que me quedaban, y sin ser guiado de nadie al cabo de muchos días que anduve extraviado por ese mundo, me entré por estas montañas, llegué a esta quinta en donde encontré comodidad de pasar mis días sirviendo a estos señores. Tomé a mi cargo el cuidado de los ganados, y le he procurado desempeñar del mejor modo que me ha sido posible. A él sólo atento siempre, no me he ocupado en la averigua   -78-   ión de las cosas ajenas. Siguiendo continuamente mi destino he vivido alegre en compañía de las mansas ovejas que están a mi cuidado, y divertido solamente en admirar los primores de la naturaleza no me han encontrado enjamás55 aquellas inquietudes, aquellas guerras interiores que tanto perturban la paz a los que viven allá en el mundo. Los melancólicos cuidados que causan las pretensiones, las crueles sospechas, las desconfianzas, los temores, las simulaciones, las envidias, que como densos vapores ofuscan la razón a los que viven entre ellas, no han podido esparcir su veneno por estos parajes donde no sólo tienen su morada las honestas delicias, los placeres puros y la paz interior con quien ningún otro bien es compatible. Juntamente con estos bienes se ven para el gusto y el provecho esparcidos con abundancia los dones que pródigas derraman Ceres, Cibeles y Flora, con que premian nuestros trabajos y satisfacen nues   -80-   tros gustos. Si alguna vez, siguiendo mi ganado, quiero entretenerme en ocupaciones de más alta esfera, llamo a mis musas que no me son enemigas, y conversando con ellas elevo mis pensamientos hasta el cielo. De esta suerte vivo el hombre más feliz que pueda imaginarse, y si alguna vez se me acuerdan mis antiguas infelicidades y trabajos, sólo es para estudiar en ellos y en ellas la constante instabilidad de la fortuna y la poca consistencia de los bienes de este mundo. ¡Oh, vida rústica envidiable56! ¡Quién antes te hubiera conocido para haberte abrazado antes!

Aquí dio fin a su historia el pastor Lenio, dejando a todos admirados de sus sucesos y contentos de ver, el bello modo con que los había contado.

Muchas menudencias querían preguntarle, pero no lo consintió el sueño que a toda priesa les iban cerrando los ojos. Acostáronse todos y luego empezó a discurrir el blando sueño   -81-   por los sentidos de cada uno, menos por los de Felisinda, que embebida toda en la memoria de sus infortunios y desesperada ya de dormirse, se incorporó en la cama, tendió a entrambos lados sus tiernos brazos, reclinó la cabeza desfallecida sobre la almohada y, reprimiendo cuanto pudo los suspiros que arrojaba del pecho, dijo con voz baja lo que se verá en el capítulo que se sigue.




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Capítulo IX

De lo que sucedió a la afligida Felisinda la noche que acabó Lenio de contar su historia


Cuando con impetuosa corriente se precipitan hacia nosotros las desgracias y los trabajos, no hay medio más poderoso para contrastarla que hacernos fuertes en una cristiana constancia y armarnos de una invencible paciencia57. Son estas virtudes unas virtudes tan nobles y tienen cifradas en sí tantas perfecciones que   -82-   aunque los más agudos entendimientos de los filósofos se han afanado en aplaudirlas, siempre han quedado mal satisfechos de sus aplausos. ¿Cómo podríamos rebatir las tristezas que de los males presentes nos sobrevienen, si próvida la Divina Sabiduría no nos esforzase con la paciencia? Y ¿de qué suerte podría hacerse tolerable la riguridad de los trabajos, si no nos fortaleciera con la constancia? Los infortunios, los trabajos, las infelicidades y otras cosas semejantes a que el común de los hombres llaman males, cuando se miran como provenidos de la mano del Supremo Hacedor, no son sino bienes en que comerciando el hombre con paciencia y conformidad se granjea ganancias eternas. Los que tienen puesta su felicidad en los deleites no pueden dejar de tener por males a las desventuras, a las miserias y calamidades de esta vida, porque son los únicos medios que los desvían de los deleites, que son el único fin a que aspiran. Pero los que   -83-   colocan toda su felicidad y todo su bien en el Sumo Dios, éstos ni temen a los infortunios, ni se espantan de las desgracias, ni se afligen en sus sinventuras, ni se entristecen en los trabajos, porque saben que éstos son los caminos que guían a la posesión de aquel bien en que tienen puesta toda su felicidad. Cuanto mayores tribulaciones fatigan al hombre en esta vida, tanto son mayores las recompensas que se le esperan en la eterna, si sabe sobrellevarlas con conformidad cristiana.

Estas verdades bien sabidas de Felisinda como discreta y como virtuosa las abrazaba con la voluntad, pero su edad tierna y su frágil sexo no consentían que las practicase. No podía hallar constancia para tanta inmensidad de trabajos, ni sabía encontrar paciencia para tantos males. Y así, entregándose a los gemidos y rindiéndose toda a los lamentos, engolfada su alma en un mar de furiosas pasiones y tras   -84-   tornadas todas sus potencias, dijo:

-¡Ay, infelice de mí! ¿Para qué quiero esta vida que tan amargamente sostengo? ¿De qué sirve alimentar mi tierno y delicado cuerpo, sino de hacer más duraderas las pena que padezco? ¿No sería más acertado dejarle consumir a los ardores de una ardiente sed y a los rigores de una hambre rabiosa? Sí. Pues está bien. Ejecútese mi determinación por más que parezca crueldad, comiéncese desde ahora... Pero no; advierte Felisinda que ésta será muerte muy dilatada y con ella no lograrás tan presto el fin a que tu misma aspiras, que es acabar pronto con tu vida. Mejor será imaginar otro género de muerte que pueda acabar en un momento los infinitos de pena que te aguardan. Empuña un agudo cuchillo, abre con él tu pecho y hazle paso al alma para que se salga de este cuerpo y se lleve la vida. O si no, prevén para el intento... Mas yo ¿qué digo?   -85-   ¿Estoy sin juicio? ¿Deliro? No, sí. ¡Justos cielos, cuán precipitadamente obra un entendimiento apasionado! ¡Cuán arrebatadamente discurre cuando se ve acosado de amotinadas pasiones! ¿Yo misma buscaba trazas para quitarme la vida? ¿Yo misma imaginaba ideas para derramar mi sangre? ¿Yo misma había de ser homicida de mí misma58? ¡Qué delirio! No cielos, no; alárguese mi vida todo el tiempo que más os viniere en gusto, que con ella puede ser que enmiende, puede ser que se mejore mi hasta hoy infelice fortuna. Y cuando fuese yo tan desgraciada que ni se mejorara, ni se enmendara, viviré a los menos contenta de saber que mi voluntad no sola un punto de la vuestra.

Así habló Felisinda estimulada del dolor que le tuvo a cuenta la relación de la vida de Lenio, porque le acarreó ideas tristes y le renovó la memoria de todos los rigurosos sucesos que por ella habían pasado. Pe   -86-   ro después de haber cobrado aliento y desembarazádose de las pasiones que le perturbaban el discurso, volvió otra vez a pasar cuentas consigo misma; y mudando de estilo, dijo:

-Mira, Felisinda, que tú no puedes vivir vida sosegada ni un instante hasta que llegue el de encontrar a quien te anima, ni sé cómo puedas tener aliento para respirar ausente de aquel por quien respiras. ¿Con qué alma puedes ya entretenerte un sólo momento en esta quinta cuando estás ausente de aquel a cuyo influjo vives? ¿Qué esperas a marcharte peregrina por esos mundos hasta encontrar con tu hermano? ¡Ay, hermano mío! ¡Ay, Lisandro de mi alma! Aguárdame que yo voy, espérame que ya marcho, no te alejes mucho que ya te sigo. Hermano, dulce hermano mío, ¿en cuán apretados lances te habrás visto? ¿Cuántos trabajos habrán oprimido tu alma? ¿A cuántos riesgos te habrás visto expuesto? ¿Cuántas noches en continua vigilia habrás   -87-   pasado suspirando? Y quieran los cielos... ¡Infelice de mí! ¡De pensarlo sólo se me yela la sangre y no acierta a circular por las venas! Quieran los cielos que no se te haya llevado la vida alguna furiosa ola de las que suelen levantarse en el mar alborotado. Sí, posible es; que ya insolente probó a pasearse por la cubierta del navío donde ibas; ya tus hermosas carnes se vieron casi hechas infelice pasto de los peces. Y aunque la fortuna, cansada a la manera de maltratarte, quiso socorrerte por tan no pensado modo, sabe Dios a qué apartadas regiones te habrán arrojado después acá o la furia de los vientos o la fuerza de las aguas. ¡Ay, prenda mía! Yo... los mares... tú...59 No, no más tardanza, bien mío. ¿Tú sacudiendo tus aguas con un duro remo y yo descansando en brazos de una perezosa ociosidad? No, mañana mismo solicitaré ponerme en camino, sin que sea capaz rémora alguna para detener mis pasos.

Hechos estos discursos y sentada   -88-   su determinación, quiso probar si dormiría algún tanto. Tendióse del todo sobre la cama, desvió de su imaginación ideas tristes, recogió su pensamiento cuanto pudo y luego se le fue esparciendo por todos sus miembros un vapor suave que la dejó rendida al dulce sueño.




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Capítulo X

Propone Felisinda a doña Clara el intento de marcharse


Con no menos desasosiego que Felisinda pasó la noche Lenio, porque acordándose del ofrecimiento que le había hecho don Fernando, o de quererle en adelante, no para que sirviese, sino para ser servido, o de costearle el viaje si quisiera restituirse a su patria, no sabía reducirse a cual de estas dos fortunas escogería:

-Si me quedo en esta quinta -decía-, podré pasar mis días al arrimo de don Fernando, no tan atrabaja   -89-   do como hasta ahora, sino recobrándome de los pasados trabajos; pero ¿y si su ánimo se muda? ¿Y si se cansa de mi compañía? ¿Por ventura es lo mismo tratarme como a criado que mirarme como amigo? Por otra parte, si me vuelvo a mi patria, a más de las fatigas que son anexas a tan largo viaje, ¿quién sabe si pensando hallar en ella la gloria de mis descansos, encontraré con el abismo de mis pesadumbres? ¿Quién sabe si mis amados padres, forzados del dolor que les debió de acarrear mi ausencia, u obligados de otro cualquier accidente, habrán pasado ya de ésta a la otra vida? Y si esto es así, ¿qué bienes podré esperar, o qué males no podré temer? Cuanto más que ¿cómo podré vivir gustoso si a cada paso he de encontrar motivos que amarguen mi gusto? La misma calle, el sitio mismo en donde se representó la tragedia de mis desdichas, será un torcedor que atormentará mi alma.

De esta suerte, sin atreverse a   -90-   tomar resolución alguna, pasó lo más de la noche, hasta que por la mañana se determinó a dejar la quinta, cuya determinación se originó de la de Felisinda, la cual, apenas se hubieron levantado todos los de casa, se entró en la estancia de doña Clara y hallándola sola la dijo:

-A poder yo, señora, daros el agradecimiento que quisiera de los beneficios que me habéis hecho, y a poder yo disfrutar largo tiempo vuestra amable compañía, ni tuviera ya más que hacer, ni me faltara más que desear. Pero mi corta suerte me tiene puesta en tan estrecho estado que ni puedo quedar airosa en lo primero, ni me es posible perseverar en lo segundo. Me es forzoso dejar vuestra dulce compañía e irme por esas tierras adelante a ver si podré encontrar el fin de mis desgracias, que si no le tienen en esta vida, le tendrán sin duda en la otra a que por instantes me voy acercando. No embaracéis, señora, mis pasos, no perturbéis   -91-   mi resolución, porque será añadir martirios a martirios y acumular tormentos a tormentos. Este mismo día quiero que sea el de mi partida. Si pudiera deciros las causas que con secreta fuerza me impelen a que emprenda tan penoso viaje, veríais cuán poca razón tengo de retardarlo un sólo momento. El de mi muerte sería llegado si de hoy más se alargara mi partida; y así, señora, pensad si en algo os puedo ser agradecida, que los favores que tengo recibidos de vuestro generoso pecho no hay recompensa que los satisfaga.

Calló en diciendo esto, pasóse la mano por el rostro, enjugó sus lágrimas y se quedó inmoble esperando la respuesta que doña Clara quisiera darle. La cual, después de haber estado suspensa un rato, considerando las razones que había oído, se levantó de improviso, y, sin hablar palabra, se salió de la estancia.

Quedó Felisinda pasmada sin saber lo que le había sucedido y comenzó a fabri   -92-   car en su imaginación una multitud de sospechas. Pero de este pasmo y de estas sospechas la hizo salir un recado que le vino de doña Clara, en que la suplicaba fuese a verse con ella al momento.

Hízolo así, salió del aposento y se entró en donde estaban juntos doña Clara, sus dos hijos Fernando y Constanza, y Lenio, mudado ya el traje de pastor en el de cortesano, porque luego que supieron todos su caída desde la cumbre de sus felicidades al abismo de una suma miseria, quiso don Fernando, y se lo rogaron todos, que se dejase tratar, no como pastor humilde, sino como caballero ilustre; porque sabían bien que las condiciones de la fortuna son tan volubles como su rueda, y que podía sucederles lo mismo que a Lenio le había acontecido.

Juntos pues todos los que quedan dichos, tomó doña Clara por la mano a sus dos hijos y, preñados de lágrimas los ojos, les dijo:

-Los juicios de Dios, ¡oh, amados   -93-   hijos míos!, son tan inescrutables como justos, y tan justos como inescrutables; su justicia tan recta como severa, y tan severa como temible. ¡Por cuán extraños rodeos y por cuán desusados caminos suaviza los que conducen a la felicidad de los hombres! ¡Con cuán subidos premios recompensa a los que abrazan sus santas leyes! Pero, ¡con cuánta riguridad castiga a los que abandonándolas siguen sólo las de su gusto! ¿Queréis, por ventura, ¡oh, pedazos de mis entrañas!, que experimente yo los rigores de su divina justicia y que estos mismos se ejecuten en vosotros mismos? Los que impiden y estorban el cumplimiento de los buenos propósitos y virtuosos deseos quedan por lo mismo hechos infelice blanco de las iras de Dios, pues bien se deja ver que éste que los impide, que éste que los estorba, ni teme a Dios, ni le venera; porque, ¿cómo se dirá que ama a Dios aquel que, lejos de solicitar el más entero cumplimiento de su vo   -94-   luntad santa, aparta y desvía a los que la quieren cumplir? Por el mismo estilo corre la infelicidad de aquellos que abandonan al olvido sus propósitos y sus promesas, luego que se ven libres de aquello que les forzó a hacerlas. No han de ser las promesas hechas a Dios o a sus santos como las del cautivo que se desvanecen en viéndose libre de su esclavitud y rotas las cadenas que les atraillaban, ni como las de los enamorados que se deshacen en alcanzando lo que desean. Han de ser firmes y duraderas sin que cosa alguna pueda ser parte para embarazar su ejecución.

Suspensos estaban todos escuchando las razones de doña Clara, sin saber a dónde iban a parar, las cuales pararon en lo que se verá en el capítulo que sigue.



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Capítulo XI

Propone doña Clara a sus hijos la romería que quiere hacer a Zaragoza por visitar la Santísima Virgen. Dícese el sentimiento que ellos hicieron y como quiere Constanza acompañarla en su peregrinación


Luego que vio doña Clara la suspensión en que habían dejado sus razones a todos los que la habían escuchado, y luego que vio cuán bien se iban imprimiendo en los corazones de sus dos hijos y cuán prontos estaban para abrazarlas, prosiguió diciendo:

-Todo lo que acabé de deciros, ¡oh, hijos muy amados!, se reduce a lo que oiréis. Ya sabéis que después de habernos comunicado, como cosa cierta, las funestas nuevas de la muerte que alevosamente dieron a vuestro padre y mi caro esposo, me hube de rendir a las fuerzas de tan cruel dolor, sin que fuesen poderosas para excusarlo las más discretas consolaciones. Tam   -96-   poco ignoráis que yendo y volviendo con el pensamiento, y atormentando mi cansada imaginación con tan tristes memorias, vine a caer en el abismo de una melancolía que por momentos me iban acercando al de la muerte. ¡Cuántos días estuve sin tomar el preciso alimento para la conservación de mi vida! ¡Cuántas noches pasé de claro en claro sin poder averiguarme con el sueño! ¡Cuántos ratos encerrada en un lóbrego aposento viví negada a todo consuelo! A donde quiera que volvía los ojos no miraba sino un amado esposo que no vivía: iba a abrazarle, pero como fugitiva sombra se me escapaba de entre los brazos60 y redoblaba mis tormentos. ¡Cuántas veces bajé con la imaginación al sepulcro a llorar sobre las yertas cenizas de vuestro difunto padre! De todo esto, hijos míos, me vi forzada, como ya sabéis, a rendirme a las violencias de una enfermedad tan grave que por instantes iba frustrando las esperanzas de mi salud en to   -97-   dos los que me asistían. Agotóse la ciencia de los médicos, no pudo usar de sus fuerzas la virtud de las medicinas y fueron de poco provecho los humanos remedios. Viéndome puesta en tan apretado peligro, rodeada ya de los horrores de la muerte y que, por la misericordia de Dios, estaban todavía desembarazados mis sentidos y despejadas mis potencias, no hacía otro que rogarle en mi interior os mirase a vosotros tiernecitos que ibais a quedar con mi muerte del todo huérfanos, sin padre que os aconsejase, sin madre que observara vuestros pasos y sin maestro que esparciera en vuestros corazones la semilla de la virtud y que os desviara de los escollos en que fácilmente peligra la juventud incauta.

Esto iba diciendo la tierna madre con tantas lágrimas, que se les enterneció el corazón a cuantos la oían, especialmente a sus dos hijos que le iban   -98-   arrojando en líquidos pedazos por los ojos. Lo cual visto por ella, interrumpió un poco su razonamiento para dar algún vado a las lágrimas de todos. Y luego prosiguió diciendo:

-Ya a toda priesa se me iban eclipsando los ojos, ya tenía anudada la garganta y pegada al paladar la lengua, ya continuamente me acometían mortales desmayos, ya en fin yo misma me faltaba a mí misma, cuando se me acordó ofrecer a la Santísima Virgen del Pilar61 que si me alcanzaba de su Santísimo Hijo la salud, visitaría en Zaragoza su santo simulacro. Apenas hube hecho la promesa, comencé a recobrar los perdidos alientos, empezó a asomarse la alegría a mis ojos, desvaneciéronse las sombras tristes de melancolía y se trocó en salud mi enfermedad. Di gracias a Dios por la merced recibida, quedé agradecida a su soberana madre, tuve presente mi promesa y la revalidé de todas veras; la cual si hasta ahora aún   -99-   no he cumplido no ha sido por falta de deseos, sino por sobra de impedimentos. Pero ya, ¡oh, hijos muy amados!, ya pienso atropellarlos todos y allanarlos por más robustos que parezcan. Ya no hay rémoras que me detengan, ni inconvenientes que se me opongan, ni obstáculos que me embaracen, ni temores que me acobarden. Sólo el maternal amor que os tengo, sólo el pensar que he de dejaros, aunque no más por algún tiempo, desmaya mis bríos y enflaquece mi ánimo. Pero, ¿queréis, dulces hijos míos, que sirvamos nosotros al escarmiento ajeno con nuestro castigo propio? ¿No ha de ser más poderoso el temor de perder mi alma, que el de apartarme de vuestra vista? ¿He de abandonar yo el ofrecimiento que hice, por no privarme del gozo que derrama por mi corazón vuestra dulce compañía? No, hijos míos, no; cúmplase mi promesa, ausénteme ya de vosotros un corto espacio de tiempo, para que no me aparte de Dios por una eterni   -100-   dad. No despreciemos sus avisos, no abandonemos sus providencias. ¿Acaso no lo fue grande el haber venido Felisinda a esta casa, por tan no imaginados rodeos? Ella me ha hecho recuerdo de lo que ofrecí, ella ha esforzado mi ánimo y me ha puesto en términos de satisfacer a la obligación en que voluntariamente me puse, por alcanzar la salud que no tenía. Ella ha venido esta mañana cargada de lágrimas y me ha suplicado encarecidamente no impidiese su partida, porque estaba resuelta a marchar este mismo día por esos caminos, a buscar a aquel por cuya ausencia vive en tanta languidez. Ella quiere irse sólo porque quiere, y yo he de partirme porque es mi obligación. Dice que no lleva otro destino que el que la fortuna quisiere darle, a cuya causa nos iremos de compañía, si es que la mía no le fastidia. Vámonos, pues, ¡oh, hermosa Felisinda!, vámonos, que si en lugar de las   -101-   comodidades y regalos que aquí dejamos, hallásemos en los caminos calamidades, peligros y trabajos, encontraremos a lo menos nuestra felicidad: tú hallando, si quiere el cielo -que sí querrá- a quien ansiosamente buscas, y yo dando exacto cumplimiento a las obligaciones que libremente cargué sobre mis hombros.

A todo esto iba ya a responder Felisinda, pero se lo estorbó el ver que Constanza se arrojó toda deshecha en lágrimas a los pies de su madre, y que tomándola las manos y bañándolas con las aguas de su llanto, dijo:

-¿Para qué, oh madre, queréis con vuestra ausencia cortar el ñudo con que mi cuerpo y alma están atados? ¿Cómo es posible que yo viva un sólo momento ausente de vuestra vista? ¿Cómo en continuo martirio podré pasar mis días si os apartáis de mi lado? Estos hermosos jardines que antes servían de acrecentar mis placeres y aumentar mis gustos,   -102-   no servirán de otro ahora que de atormentar mi corazón y martirizar mi alma. Las márgenes de esos arroyuelos donde a veces nos sentábamos solas a entretener el tiempo con cariñosas conversaciones, la verdura de esos prados que, a manera de alfombras, nos servían para reclinar nuestros cansados cuerpos, las sombras de esos árboles donde vos toda oficiosa peinabais y poníais en aliño mis cabellos, ¿de qué servirán sino de funestos recuerdos que despedacen mis entrañas? ¡Ay de mí! ¡Que ya me falta el aliento sólo de imaginar que vos me dejáis! ¿No podríais buscar, ¡oh, dulce madre mía!, algún medio con que ni olvidarais la promesa, ni parecierais ingrata al beneficio? ¡Ay, madre! ¿Conque dejarme es forzoso? No, no consentirá mi amor que vos os apartéis de mí ni un breve instante; con vos he de irme a pesar de las incomodidades y peligros que en tan largo camino me amenazan. Peregrina me han de ver los cielos, siguiendo   -103-   los pasos de una madre que venero y acompañando los de una amiga que bien quiero.

Pasmóse doña Clara y se admiraron todos al oír la no esperada resolución de Constanza, e imaginaron que sería efecto del dolor que le tuvo a cuenta la dilatada ausencia que esperaba de su madre. Pero ella, apenas lo notó, continuó diciendo:

-No la fuerza del dolor ha desplegado mis labios, ni otra precipitada pasión ha movido mi lengua para que profiriera lo que habéis oído, sino el conocimiento de lo que puedo perder ausente de vos, ¡oh, madre mía!, me ha obligado a decir lo que he dicho y lo que repetiré una y mil veces sin que humanas fuerzas sean poderosas para que me arrepienta. Yo, que en el influjo de vuestras cristianas doctrinas y sabios consejos, tengo librado todo mi bien, tengo cifradas todas mis felicidades, ¿podré vivir lejos de vuestra sombra? No, madre   -104-   mía, no: seguiros quiero. Todos los rigores y todas las fatigas que en tan largo viaje puedan imaginarse se me hacen sufribles y se me traslucen muy ligeras en vuestra compañía. Y si tiene determinado el cielo que en nuestra peregrinación muramos, muramos enhorabuena, ciérrenos una misma suerte los ojos y cubra un sepulcro mismo nuestras cenizas.

Dicho esto se abrazó con su madre y con lágrimas, suspiros y sollozos acabó de decir lo que no pudo con la lengua.

Hasta ahora poco sentimiento parece que ha hecho don Fernando, ni del viaje de su madre, ni del acompañamiento de su hermana, pocas lágrimas han salido a publicar el dolor que le ha cabido de tan prolija ausencia; pero yo creo que lo que ambas decían con la lengua él lo sollozaba en su corazón.

Reprimía cuanto le era posible las lágrimas que le acudían y sofocaba en su mismo pecho los suspiros, por   -105-   no dar muestras de corazón molle62 y afeminado. Solamente dijo algo perturbado:

-Nunca, ¡oh, madre mía!, he tenido más voluntad que la vuestra, ni enjamás he deseado otra cosa que lo que el cielo ordenase. Y pues ahora ordena que vos me dejéis y que mi hermana Constanza os siga, ¿quién será capaz de contradecirlo? Él solo sabe cuán fiero es el dolor que me oprime el alma, pero tampoco ignora que ni aun con el pensamiento quiero oponerme a sus disposiciones. ¡Ah! ¿Qué días de tristeza, qué noches de horror, qué tiempo de luto será todo el que estuviere sin vuestra dulce compañía? Pero andad, madre mía, andad, cúmplase lo que está ordenado; sígaos mi hermana Constanza, acompáñeos Felisinda, que si a vosotros os acometieren fatigas, peligros, sobresaltos y desastres, a mí no me dejará un sólo instante la melancolía. Yo pasaré mis miserables días lamentando en amargo llanto   -106-   vuestra ausencia.

-No serán solos tres los peregrinos, -dijo Lenio a este punto- que yo también pienso aumentar el número, a lo menos hasta que satisfechas y cumplidas las promesas de mi ama, la vuelva a dejar tranquila y pacífica en esta su misma casa.

-¡Válgame Dios! -prosiguió Felisinda-. Parece que el cielo, lastimado ya de mi lástima, quiere enmendar mi hasta ahora contraria suerte; pues me ha deparado tal compañía para que con ella se me haga más suave la dureza del camino.

-Sí, que esto no parece sino disposición del cielo -añadió doña Clara-; porque a mí se me trasluce que una mera casualidad no podía ser harto capaz para juntarnos aquí por tan extraordinarios rodeos, ni para hacer que todos juntos comenzásemos una peregrinación que será felice sin duda, si el cielo nos favorece.

  -107-  

-Así sea -respondieron todos repetidas veces.

Y con esto comenzaron a disponer aquellas cosas que les parecieron más precisas para tan larga peregrinación; la cual, con el parecer de todos, no se comenzó hasta de allí a dos días.





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