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ArribaAbajoCapítulo XI

Que, aunque él solo fue el pueblo elegido de Dios, como se ha dicho, sin embargo hubo muchas personas particulares en otros pueblos que fueron fieles a Dios viviendo en la ley natural, y algunos de ellos fueron mejores que algunos judíos


Aun cuando aquel pueblo judío era el único que pertenecía al Señor de modo que él y ninguno más se llamase pueblo de Dios por su especial culto, ceremonias y ley, y por esa razón Dios fuese conocido en Judá y fuese grande su nombre en Israel (Cf. Sal 76, 2), sin embargo, no lo eligió Dios de tal modo que ya entonces permitiera que perecieran todos los gentiles, por no abrirles con misericordia el camino de la esperanza de salvación; pues muchas personas particulares de entre los gentiles, realizando obras de verdadera justicia, fueron fieles y aceptos a Dios y herederos y conciudadanos entre los verdaderos israelitas, no en la condición de la herencia terrena, sino de la sociedad de los cielos, a quienes plugo a Dios iluminar de muchos modos en la fe y en su culto grato, ya por el conocimiento y trato con aquel pueblo judío, ya por manifestación de sus ángeles o por cualquier inspiración divina, como explica santo Tomás en los Comentarios a los libros de las Sentencias. Y de ellos habla el Señor por boca del profeta, aplastando la soberbia de los judíos y condenando su impureza al compararlos con los otros fieles que devotamente le servían en las demás naciones: «Pues desde donde sale el sol hasta donde se pone, grande es mi nombre entre las naciones, y en todo lugar se ofrece incienso a mi nombre y una oblación pura. Pues grande es mi Nombre entre las naciones, dice Yahvéh Sebaot. Pero vosotros lo profanáis...» (MI 1, 11-12). Aunque este sacrificio citado por el profeta haya de entenderse literalmente del sacrificio de la nueva Ley, es decir, de la eucaristía, que es el más limpio y el más agradable a Dios ofrecido también entre lodos los gentiles, por haber algunos cristianos de todas las naciones de la tierra que lo ofrecen a Dios y que por la certeza de la profecía se dice que ya en el presente se le ofrecen a Dios, sin embargo también razonablemente puede entenderse del sacrificio de algunas personas fieles que entonces vivían entre los gentiles idólatras y que daban culto a Dios según la ley natural, y que significaba y expresaba este excelentísimo sacrificio del nuevo Testamento, la Eucaristía, y que ya no sólo en Jerusalén había de ofrecérsele con sangre y carnes de novillos y toros -como sucedía en aquellos antiguos sacrificios-, sino en todo lugar y en espíritu y en verdad, según el orden de Melquisedec, como el mismo Cristo había prenunciado a la mujer samaritana antes de que sucediese: «Créeme. mujer, que llega la hora en que, ni en este monte, ni en Jerusalén adoraréis al Padre» -y después-: «Pero llega la hora (ya estamos en ella), en que los adoradores verdaderos adorarán al Padre en espíritu y en verdad, porque así quiere el Padre que sean los que le adoren. Dios es espíritu, y los que adoran, deben adorarle en espíritu y verdad» (Jn 4, 20-24).

Por eso, tal sacrificio de la ley natural significaba y expresaba este nuestro gloriosísimo sacrificio de la Eucaristía y se ofrecía a Dios en todas partes por sus fieles que le daban culto entre los gentiles, aunque fuesen pocos hombres independientes que daban culto al Dios verdadero rechazando los ídolos, y consistía en el sacrificio de un espíritu contrito, que es el más agradable a Dios, y en algún sacrificio externo ofrecido en ocasiones como signo expresivo suyo y como reconocimiento de la verdadera fe en el único Dios hecho para culto y reverencia suya, y al que no estaban todos obligados por igual respecto a las circunstancias concretas, como ya antes dije. Y en esta ley natural, con el sacrificio correspondiente» podía entonces salvarse cualquiera que no fuese del pueblo judío, a quienes Dios con su consentimiento había obligado a una ley, culto y ceremonias especiales, como expliqué en el capítulo anterior; pero los demás no estaban obligados a ello a no ser que voluntariamente quisieran someterse, en razón de más perfecto culto y reverencia hacia Dios, del mismo modo que nadie está obligado a la observancia de la vida religiosa, aunque sea el estado de máxima perfección, a no ser que voluntariamente se obligase a ella por el voto de su profesión, como ampliamente declara santo Tomás en la Suma teológica. Pues, como pronto se explicará, aquel pueblo había sido elegido por Dios junto con su ley y ceremonias a semejanza de la vida religiosa, a la que no estaban obligados los demás hombres con tal que hicieran lo que les era necesario para salvarse viviendo en la ley natural; y ello tanto conociendo aquel pueblo como no, siempre que no lo despreciasen al conocerlo, juzgándolo como supersticioso o algo así -como indica santo Tomás en el Comentario a los libros de las Sentencias-, sino que deberían venerarlo como pueblo elegido de Dios, para no menospreciar al que lo había elegido, ya que en ese caso pecarían, como gravemente erraría el que vilipendiase la vida religiosa, cuando hay que respetarla aunque no se quiera entrar en ella.

Concuerda perfectamente con esto lo que dice el evangelio de Juan: «Había algunos griegos entre los que subían a adorar en la fiesta. Estos se dirigieron a Felipe, el de Betsaida de Galilea, y le rogaron: 'Señor, queremos ver a Jesús'» (Jn 12, 20-21). Estos, que eran gentiles pero fieles a Dios, veneraban su pueblo y su ley hasta el punto de venir a adorar al Señor hasta su templo santo de Jerusalén -como aquí dice- y con ansia deseaban ver al gloriosísimo Jesús. Parecido es lo que se cuenta del etíope eunuco de la reina Candaces, hombre poderoso, que había ido a adorar al Señor a Jerusalén y volvía en su carro leyendo al profeta Isaías, y a quien Dios envió a Felipe, avisado por su ángel, para que fuese, lo instruyese en la fe y lo bautizase, como lo hizo y dicen los Hechos de los Apóstoles (Cf. Hch 8, 27-39). Lo mismo es lo del centurión, hombre gentil, cuyo criado estaba enfermo en Cafarnaún, que envió a los ancianos de los judíos para que rogasen a Jesús a que fuese a curar a su criado, y que dijeron a Cristo, rogándole con interés:

«Merece que se lo concedas, porque ama a nuestro pueblo y él mismo nos ha edificado la sinagoga» (Lc 7, 4-5).

Todos estos y otros más que vivían según la ley natural, eran fieles al Señor, veneraban al pueblo de Dios y su santa Ley y sus ceremonias y culto, pero no tenían que guardarlas ni circuncidarse necesariamente para salvarse como los judíos; como está claro acerca de todos estos que se han citado y de otros semejantes que, aunque fueran fieles gratos a Dios, sin embargo no se circuncidaron ni se sometieron a la ley antigua para guardarla cumpliendo todas sus ceremonias; aún más: aunque la circuncisión fue dada a Abraham y a su descendencia, ya que aún esta descendencia se entendía según la elección que separó a Ismael de Isaac, a Esaú de Jacob, por eso tan sólo los descendientes de Isaac por Jacob estaban obligados a ella con necesidad para salvarse; y en Jacob comenzaron todos los descendientes suyos a estar obligados a ella, que son los llamados hijos de Israel y a cuya descendencia se le dio la Ley sin hacerse ya más separaciones como antes se habían hecho con los dos dichos Ismael y Esaú, que mientras estaban en las casas de sus padres también estaban obligados con necesidad a la circuncisión, pero ya no después ni tampoco sus hijos, como explica santo Tomás en el Comentario al IV libro de las Sentencias.

Pero cualquiera de los gentiles que quisiera pasar al culto judío, circuncidarse y aceptar las ceremonias y normas de la ley para cumplirlas, era recibido por los judíos en fuerza de la ley: «Si un forastero que habita contigo quiere celebrar la Pascua de Yahvéh, que se circunciden todos sus varones...» (Ex 12, 48). Y aquéllos eran de alabar por hacerlo mejor, ya que obtenían su salvación con más perfección y más seguridad bajo el cumplimiento de la ley que bajo la sola ley natural, y por eso se les admitía a ella; al modo como los laicos pasan ahora al estado clerical y los seglares a la vida religiosa y hay que alabarlos y se los recibe como a quienes hacen algo mejor, aunque hubieran podido salvarse sin ello, como explica santo Tomás en la Suma teológica.

Y así hay que concluir que hubo muchos fieles entre los gentiles también en los tiempos de la ley antigua, e incluso que muchos de ellos fueron más perfectos que algunos judíos, como puede estimarse por su fe y sus obras y lo indica con suficiente claridad el anterior testimonio de Malaquías. De lo que también habla san Agustín en La Ciudad de Dios, diciendo muy a propósito:

«Ni creo que los mismos judíos se atrevan a decir que nadie perteneció al Señor fuera de los israelitas, desde que comenzó a ser descendencia de Israel con la reprobación del hermano mayor. Pueblo que de verdad se dijera con propiedad pueblo de Dios no hubo otro; pero no pueden negar que hubiera algunos hombres que pertenecían no a la patria terrena sino a la sociedad celestial, a los verdaderos ciudadanos israelitas de la patria del cielo, ya que, si lo niegan, con toda facilidad se les demostrará 'del santo y admirable Job', que ni era del país ni prosélito, es decir, ni vivía en el pueblo de Israel, sino que era descendiente de los idumeos: donde nació allí murió; quien de tal forma es alabado por la palabra de Dios que, en lo que atañe a su justicia y piedad, ningún hombre de su tiempo lo iguala, y cuya época, que, aunque no encontremos en las crónicas, podemos deducir de su mismo libro -que con razón los israelitas lo aceptaron entre los autores canónicos-, debió ser tres generaciones posterior a Israel».




ArribaAbajoCapítulo XII

Que también entre los gentiles hubo algunos profetas, unos buenos y otros malos, que predijeron el misterio de Cristo, aunque sus profecías no nos son necesarias para demostrar los misterios divinos


Podría, en verdad, aducir lo mismo de algunos otros, demostrando con evidentes ejemplos que hubo muchos justos y fieles entre los gentiles que vivían según la ley natural, como lo hizo Agustín acerca del santo Job, pero no lo estimo conveniente. Baste por ahora de prueba que por él podemos entender a los demás que omitió la sagrada Escritura, como el mismo Agustín enseguida añade diciendo: «No me cabe duda de que había Dios previsto que supiésemos por uno que podía haber entre los gentiles quienes vivieron según el Señor y le agradaron, perteneciendo a la Jerusalén celestial...».

A lo que estimo que hay que añadir que también entre las otras naciones hubo algunos profetas que predijeron el misterio de Cristo, ya fuese que Dios se lo revelase por sus santos ángeles, ya que se lo inspirase de cualquier modo, ya que también permitiese que lo supieran los malos espíritus y lo revelasen a tales hombres, del mismo modo que, estando él ya presente en carne, permitió ser reconocido por tales malos espíritus y que lo publicasen en alta voz por los hombres obsesos, en aquel tiempo en que los judíos ciegos ignoraban aún que él era el verdadero Dios y hombre prometido como redentor; como se encuentra en el evangelio de Mateo, cuando gritaron los espíritus malignos mediante aquellos dos violentos hombres endemoniados: «¿Qué tenemos nosotros contigo. Hijo de Dios? ¿Has venido aquí para atormentarnos antes de tiempo?» (Mt 8, 29); e igualmente se dice en Marcos y Lucas; donde también se lee: «Salían también demonios de muchos, gritando y diciendo: 'Tú eres el Hijo de Dios'» (Lc 4, 41; cf.: Mc 5, 1-20; Lc 8, 26-39; 4, 33-35).

Y así no hay diferencia en esto de si Dios quiso manifestar sus misterios a los hombres mediante hombres buenos o malos o mediante ángeles, cuando todos tienen que servirle a su beneplácito, ya sean buenos ya malos, y también en todos se cumple su beneplácito de acuerdo a su justicia y misericordia, ya que a los buenos les es meritorio tal misterio y les redunda en gloria, mientras que desmerece a los malos y les redunda en pena; de lo que Cristo dice: «Muchos me dirán aquél día -es decir, el del último juicio-: 'Señor, Señor, ¿no profetizamos en tu nombre, y en tu nombre expulsamos demonios, y en tu nombre hicimos muchos milagros?'. Y entonces les declararé: 'Jamás os conocí; apartaos de mí, agentes de iniquidad'» (Mt 7, 22-23). De lo que también habla Agustín en el tratado de la carta de Juan, como se encuentra en los sagrados cánones, donde dice así: «Profetizó Saúl, el rey malo, cuando perseguía al santo David:

no se jacten, pues, quienes, quizás sin caridad, tienen el santo don de Dios, sino vean más bien cómo se comportan con Dios los que no usan santamente de las cosas santas, pues también de ellos serán los que dirán en el juicio: 'hemos profetizado en tu nombre', a los que no se les responderá: 'mentís', sino: 'no os conocí', etc.; hay que decir, pues, que tuvieron el espíritu de profecía pero no su mérito».

Así podemos poner el ejemplo de los buenos en el santo Job, en cuyo libro se contienen proféticamente muchas cosas sobre los misterios de la fe, cual la resurrección universal y otras; de entre los malos se puede aducir el ejemplo del adivino Balaam, hijo de Beor, que profetizó con toda claridad sobre Cristo, como se encuentra en el libro de los Números (Cf. Nm 22-24). Lo mismo trae santo Tomás en el comentario al III libro de las Sentencias sobre la Sibila, cuya profecía de Cristo, de su pasión, del juicio final y de la resurrección universal la relata Agustín con bastante claridad en la Ciudad de Dios. Análogamente cita allí santo Tomás y también en la Suma teológica que, en tiempos del emperador Constantino y de su madre Helena, se encontró un sepulcro -según está escrito en las historias de los romanos- en que yacía un hombre que tenía en el pecho una lámina de oro en la que estaba escrito: «Cristo nacerá de una virgen y en él creo. ¡Oh, sol! en tiempos de Helena y Constantino me verás de nuevo». También así dice san Dionisio en su Jerarquía celestial que muchos de los gentiles se convirtieron al Señor por medio de los ángeles.

Pero estas cosas y otras cualesquiera que haya no nos son necesarias para probar los misterios divinos que creemos, hasta el punto de que nuestra fe se reafirme con ellas, como tampoco se debilita al no tenerlas, excepto lo que está contenido en la sagrada Escritura, cual la profecía de Balaam, que hemos de recibir por la misma razón e intención con que fue escrita y la recibió la Iglesia. Pero las otras, con cualquier autoridad que se fundamenten, halagan a los fieles con cierto agrado al ver que también el misterio de Cristo había sido previsto entre los gentiles, no sea que alguien pensase que Dios había reprobado entonces a todos los gentiles o creyese que se había olvidado completamente de ellos, y por eso creí que debía incluirlo.

De manera especial recomienda Agustín a los fieles que no aduzcan estos ejemplos u otros tales como pruebas al discutir con los judíos, no sea que piensen que los hemos inventado y, por analogía, las demás cosas que hay que creer, y acabe derrumbándose el fundamento de la fe donde no podía mantenerse; pues Dios eligió a aquel pueblo de entre los gentiles, como quedará claro en el capítulo siguiente, para que, al llegar el tiempo elegido por él, rehiciera de ellos un pueblo que le fuera grato entre todos los gentiles, perfecto en su estado e inmutable hasta el fin del mundo; cuya perfección y calidad, fe y creencia, culto y veneración significó suficientemente en aquel pueblo pequeño y singular especialmente elegido para que por él pudiera darse a conocer con claridad lo que la religión cristiana cree, venera y predica, con tal que el que va a ser instruido no ponga ante sus ojos el velo de una obstinada ceguera con que contradiga al Espíritu Santo no dejando entrar dentro de sí la luz de la fe; lo que parece claro que ha ocurrido a los pérfidos judíos, que pugnan hasta hoy día por negar con cerviz altiva a Cristo como verdadero salvador, que es el camino, la verdad y la vida por donde debieran entrar al descanso eterno.

Sea esto bastante para saber que no es prudente aducir pruebas contra ellos que sean extrañas a las profecías de su ley o cosas así, aunque no hay duda para nosotros los creyentes de que fuera de ellos también hubo algunas profecías en las que se anunciaba por los motivos indicados el futuro misterio de Cristo. De todo ello habla Agustín en La Ciudad de Dios diciendo al respecto: «Por lo tanto si llegamos a saber de cualquier extranjero, es decir, que no sea descendiente de Israel ni esté recibido por ese pueblo en el canon de las sagradas Escrituras, en que se lea que ha profetizado algo de Cristo, podemos citarlo por añadidura, no porque sea necesario si acaso faltase, sino por creer que no hay inconveniente en que hubiese entre los gentiles otras personas a quienes se les reveló este misterio y que se sintieron movidos a predecirlo, ya por ser participantes de su gracia ya privados de ella, o instruidos por los ángeles malos, que sabemos que también reconocieron a Cristo presente a quien no conocieron los judíos; -y después-: pero cualquier profecía de extraños dada a conocer por la gracia de Dios por medio de Jesucristo, pueden creer que ha sido fingida por los cristianos. Por eso no hay nada más seguro para convencer a los no convertidos y traerlos a nuestra fe, si discutiesen de esto y buscasen la verdad, que el sacar las predicciones divinas de Cristo que están escritas en los códices de los judíos. Estos, arrancados de sus propios lares y esparcidos por el orbe entero, han contribuido con su testimonio al florecimiento universal de la Iglesia de Cristo».




ArribaAbajoCapítulo XIII

Para que eligió Dios a aquel pueblo de entre las demás naciones y lo amó con tanta ternura y así lo instruyó y guardó; y que lo hizo por Cristo, que iba a venir de él según la carne para salvar a todos los gentiles


Pero preguntará alguno y no en vano, y que es provechoso incluirlo en este estudio, por qué Dios todopoderoso quiso con tanta benevolencia y amor unir a sí a solo este pueblo de entre las innumerables naciones, siendo tan pequeño en relación a ellas, hasta llamarlo hijo primogénito, y que lo adoptase con tantos beneficios y gracias, mientras abandonaba a la otra gente como por olvido y como si no tuviese ninguna preocupación por ellos, con lo que Dios tendría acepción de personas. A lo que me parece que hay que responder brevemente según el decir de los santos que lo hizo la altísima providencia de Dios de modo oportuno, y se prueba que lo hizo por dos motivos, de los que uno depende del otro. El primero es para preparárselo uniéndolo como a personas de vida religiosa, porque de él se disponía su Hijo unigénito a asumir la carne, no para provecho de ese solo pueblo, sino para redimir a todo el género humano; de cuya redención universal y de su sacratísimo misterio debía ser aquel pueblo instrumento y luz, por las ceremonias recibidas de Dios, por la ley, por las profecías y por los oráculos de Dios en que se guardaba envuelto el inefable misterio de Jesucristo, mediador entre Dios y los hombres, tanto en figuras como en los ofrecimientos y promesas, para que mediante ellos se pudiera conocer el lugar, el tiempo y el modo de su sacratísima venida, no fuera que recusaran recibirlo por inesperado; pues correspondía que un misterio tan elevado se anunciase con tiempo suficiente que iba a suceder y se adelantasen sus pregoneros escogidos anunciando al rey celestial en formas maravillosas, para que así preparasen los corazones de los hombres para recibirlo con toda devoción.

El segundo motivo fue honrar a aquellos santos patriarcas, sus amigos bienqueridos, al amar y apreciar tanto a su descendencia que de ella se dignase él asumir el cuerpo, elegirlos y aceptarlos con anterioridad para ese fin y prometerles que se entregaría a sí mismo. Pues al no poder hacer a todo el mundo estas admirables promesas y por no deber hacerlas -como quedará claro después-, plugo al Altísimo tomar y preparar con este fin a la escogida descendencia de sus santos, a la que se dio a conocer con mayor claridad para la salvación de todas las gentes, la enseñó tan maravillosamente y la cuidó con tanta ternura, sin atender a sus errores y pecados por los que se desviaron -envueltos con demasiada frecuencia en ellos- de aquellos santos padres; es lo que dice el Deuteronomio, cuando hablándoles Moisés descubre expresamente el motivo por el que Dios los eligió como pueblo propio para introducirlos en la tierra prometida, en la que se significaba la herencia eterna que se iba a otorgar a sus fieles por Cristo -como se explicará después en el capítulo XVI-, al decirles: «No por tus méritos ni por la rectitud de tu corazón vas a tomar posesión de su país, sino que sólo por la perversidad de estas naciones las desaloja Yahvéh tu Dios ante tí; y también por cumplir la palabra que juró a tus padres, Abraham, Isaac y Jacob. Has de saber, pues, que Yahvéh tu Dios no te da en posesión esta espléndida tierra por tus méritos; porque eres un pueblo de dura cerviz» (Dt 9, 5-6). Y por eso lo eligió como pueblo propio y religioso, como dice el Deuteronomio: «El te ha elegido a ti para que seas el pueblo de su propiedad personal entre todos los pueblos que hay sobre la haz de la tierra» (Dt 7, 6; e igualmente en Dt 14, 2; 26, 18-19). Y precisamente era por eso por lo que Dios quería que fuese singular y especial en cierto modo en las ceremonias y en la santidad, como también dice el Deuteronomio: «Has de ser totalmente fiel a Yahvéh tu Dios» (Dt 18, 13); por eso también usaban todos los del pueblo una como profesión al modo de los religiosos, cuando, según el precepto de la ley, cada uno tenía que decir en público en el tabernáculo o en el templo ante el sacerdote: «Yo declaro hoy ante Yahvéh mi Dios que he llegado a la tierra que Yahvéh juró a nuestros padres que nos daría» (Dt 26, 3).

Así se preparaba mediante aquel pueblo judío la salvación para todos los gentiles, que habría de llegarles en su tiempo con señales evidentísimas. Por eso en su ley y en las profecías siempre se hacía mención de la vocación de los gentiles y del cambio de aquellas ceremonias hacia un nuevo pueblo amable y perfecto, sobre lo que se pueden citar muchos testimonios; pero baste al respecto la palabra del Apóstol a los Romanos: «...que hemos sido llamados no sólo de entre los judíos sino también de entre los gentiles... como dice también en Oseas: 'Llamaré pueblo mío al que no es mi pueblo; y amada mía a la que no es mi amada. Y en el lugar mismo en que se dijo: No sois mi pueblo, serán llamados: Hijos del Dios vivo'» (Rm 9, 24-26). Y Pedro, el príncipe de los apóstoles, hablando en su primera carta de la conversión y salvación de todos los fieles y especialmente de los gentiles a quienes escribía, dice: «Sobre esta salvación investigaron e indagaron los profetas, que profetizaron sobre la gracia destinada a vosotros, procurando descubrir a qué tiempo y a qué circunstancias se refería el Espíritu de Cristo, que estaba en ellos, cuando les predecía los sufrimientos destinados a Cristo y las glorias que les seguirían. Les fue revelado que no administraban en beneficio propio sino en favor vuestro este mensaje que ahora os anuncian quienes os predican el Evangelio, en el Espíritu Santo enviado desde el cielo...» (1 P 1, 10-12).

De forma semejante mientras duraba el estado de la ley tampoco rechazaba aquel pueblo a las demás naciones que querían asociársele en vistas al culto divino, e incluso las recibían amigable y benévolamente, a no ser aquellas pocas gentes de la tierra prometida totalmente perdidas, a las que Dios ordenó que matasen por sus execrables acciones, aún cuando a nadie se le cerraba el camino de esperar la salvación eterna si quisiere vivir según la ley natural y dar culto al verdadero Señor, como ya fui exponiendo anteriormente.

También al mismo tiempo, de la singular elección de este pueblo ya indicada se seguían para él dos cosas de no poca importancia: una para su honra y gloria, otra para testimonio; pues fue un gran honor para el pueblo judío que de él provenga tan gran misterio cual el que Cristo hubiera nacido de ellos y fuese luz e instrumento de salvación de todos los gentiles; por eso dijo Jesús a la mujer samaritana prefiriendo a aquel pueblo, como está en el evangelio de Juan: «Vosotros adoráis lo que no conocéis; nosotros adoramos lo que conocemos, porque la salvación viene de los judíos» (Jn 4, 22). Y también san Pedro honrando y exhortando a los judíos les dice, según los Hechos de los Apóstoles: «Vosotros sois los hijos de los profetas y de la alianza que Dios estableció con vuestros padres al decir a Abraham: 'En tu descendencia serán bendecidas todas las familias de la tierra'. Para vosotros en primer lugar ha resucitado Dios a su Siervo y le ha enviado para bendeciros, apartándoos a cada uno de vuestras iniquidades» (Hch 3, 25-26); y el Apóstol, hablando a los Romanos sobre eso mismo, les dice: «...-los israelitas-, de los cuales es la adopción filial, la gloria, las alianzas, la legislación, el culto, las promesas, y los patriarcas; de los cuales también procede Cristo según la carne» (Rm 9, 4-5).

Ciertamente hay muchos y diversos testimonios tanto de la ley como de las profecías y también de ambos, que claramente hacen ver que el pueblo elegido por Dios y su ley y sacerdocio habían sido puestos al modo de un espejo divino de todos los gentiles para salvación y bendición de todos los que se iban a salvar, a quienes Dios había dispuesto a su tiempo llamar, traer y reunir por medio de su Unigénito hecho hombre; quienes llegando en gran muchedumbre de las cuatro partes del mundo se habían de salvar, una vez revelada la gracia y la salvación eterna, al conocer al único y verdadero redentor y al aceptar su santísima ley: y todo esto debía aprovechar en ventaja y salvación de todos a partir de los judíos, cual de raíz seleccionada. Pero, ya que esto resalta claramente en los santos evangelios y el Apóstol lo muestra y desenvuelve brillantemente en muchos lugares de sus cartas, resultaría superfluo acumular testimonios sobre ello; sin embargo hay uno en que el santo Simeón, nuevo profeta evangélico de Cristo, en una sentencia encerró este admirable misterio diciendo que Cristo, nacido del pueblo judío y presentado en aquel mismo momento a sus manos en el templo, era la luz para conocimiento de los gentiles y gloria de su pueblo Israel (Cf. Lc 2, 32).

Si se preguntase por qué eligió más bien al pueblo judío para este misterio en vez de cualquier otro, para que Cristo precisamente naciera de él, dice santo Tomás en la Suma teológica que parece respuesta adecuada a esto lo que dice Agustín en las Homilías sobre el evangelio de Juan acerca de por qué Dios traiga a uno y no traiga a otro -se entiende a la penitencia y a la gracia-: «no quieras juzgar si no quieres errare; donde también un poco antes concluye que tal elección del pueblo judío no fue por mérito de Abraham para que se le hiciera la promesa de que Cristo nacería de su descendencia, sino por elección y vocación gratuita; por eso dice Isaías:

«¿Quién ha suscitado de oriente al justo y lo ha llamado para que le salga al paso?» (Is 41, 2 Vulg.). Y de esta forma los padres recibieron la promesa tan sólo por la elección gratuita, y el pueblo nacido de ellos recibió la ley, según dice el Deuteronomio: «...y de en medio del fuego has oído sus palabras. Porque amó a tus padres y eligió a su descendencia después de ellos...» (Dt 4, 36-37).

Supuesta, pues, la predilección y la promesa a los padres antiguos, que fue libre y gratuita, como se ha dicho, resulta en consecuencia la elección del pueblo para que se realizase el misterio de Cristo, por la veracidad de Dios, para que se confirmasen en él las promesas hechas a los padres, como dice el Apóstol a los Romanos (Rm 15, 8).

Lo segundo que se sigue de esto para los judíos es que, por lo que se les ha revelado de modo tan especial, podrían y pueden llegar a la convicción de que deben recibir con total entrega a Cristo como verdadero redentor, según lo que Cristo les dijo: «Investigad las Escrituras, ya que creéis tener en ellas la vida eterna; ellas son las que dan testimonio de mí» (Jn 5, 39). Análogamente se seguía de aquí que, al venir Cristo, tenía que desaparecer aquel estado, y todos los que se endureciesen por su ceguera y no quisiesen recibir la salvación preparada por su medio debían ser abandonados por Dios y miserablemente dispersados y pisados mientras permaneciesen en la misma ceguera. Pero con la ayuda de Dios trataré ampliamente más adelante de todas estas cosas.




ArribaAbajoCapítulo XIV

Que el estado de la ley antigua era imperfecto en cinco aspectos. A saber, en cuanto a la revelación de la fe, en cuanto al culto sacrifical, en cuanto a los mandamientos de la ley positiva, en cuanto al fin al que debía conducir y en cuanto al uso y promulgación de la ley; y se trata de los dos primeros en el capítulo presente


Hay que añadir a lo dicho que, aunque el Dios de los padres había amado con tanto amor a la sinagoga que la segregó de los gentiles y la adornó con unas ceremonias especiales, sin embargo su estado no era perfecto especialmente bajo cinco aspectos relacionados con nuestro tema y en dependencia mutua, de forma que, señalada la primera imperfección, se sigue en consecuencia el paso a las otras. Las cinco son: primero, la fe en un solo Dios verdadero; segundo, el culto sacrifical extremo correspondiente; tercero, la ley misma, que tuvo que darse al pueblo congregado de cierto modo por las razones anteriores; cuarto, el fin último, que es la bienaventuranza a la que Dios destinaba a sus fieles mediante las tres anteriores; quinto y último es el uso de dicha ley entre unos y otros ciudadanos y su promulgación respecto a las demás gentes.

En todo esto se ve que había sido imperfecto este antiguo estado, lo que en primer lugar resulta claro de la fe, puesto que, aunque en la ley había cierto conocimiento de un solo Dios y también de Cristo en forma general, sin embargo no había conocimiento explícito de la trinidad de personas en la unidad de la esencia, ni por consiguiente de la encarnación de Cristo, más que bajo figuras y en general; por lo que, respecto a esto, se decía que la fe era imperfecta en relación a la clarísima fe del nuevo Testamento que reveló Cristo luminosamente en su desenvolvimiento pleno. Y la razón de esto es que, así como el conocimiento natural procede de lo imperfecto a lo perfecto -como se dice en la Física de Aristóteles-, del modo que nos damos cuenta que los niños no tienen enseguida un conocimiento perfecto, sino que conocen a todos los hombres de modo general llamando papá a todos los varones y mamá a todas las mujeres, pero, creciendo, van distinguiendo después reconociendo a su padre con claridad y comenzando a llamar abuelitos a todos los demás, y así, según van creciendo, van llegando al conocimiento perfecto al alcanzar la edad de la discreción; así también de modo semejante el conocimiento sobrenatural de la fe tuvo que avanzar en el género humano desde lo imperfecto a lo perfecto: pues fue menor y más general en la ley natural en la que parecía que recién comenzaba; más claro en el segundo grado de la ley escrita, en que, por revelación de Dios, el género humano comenzó en el pueblo judío a conocer más perfectamente al Señor por la fe y a dispensarle un culto especial, cual muchacho que va creciendo.

Pero este conocimiento de la fe fue imperfecto en relación con la fe evangélica, como ya he indicado en los capítulos VIII y IX, pues la misma diferencia que hay del niño al varón maduro es la que hay de la ley antigua al evangelio; por lo que el Apóstol compara aquel estado a la niñez, diciendo a los Gálatas: «...la ley ha sido nuestro pedagogo hasta Cristo» (Ga 3, 24), o sea que nos instruyó y rigió, por comparación con Cristo, al modo como el pedagogo instruye y rige al niño antes de llegar a ser mayor de edad. Figurando, pues, esta imperfección y oscuridad Moisés tenía el rostro cubierto por un velo cuando hablaba al pueblo, como relata el libro del Éxodo (Cf. Ex 34, 34; 2 Co 3, 12-15), para dar a entender que los misterios de nuestra fe estaban entonces velados bajo imágenes y comparaciones; lo mismo quiere decir el que se cubriese todo lo que había en el tabernáculo con velos, pues había un velo ante la entrada del tabernáculo que ocultaba todo lo que había dentro de él como si fuese una pared, y otro más solemne estaba dispuesto dentro del tabernáculo ante el Santo de los Santos para ocultar el arca de la alianza y el propiciatorio de la vista del pueblo, como expresamente se dispone en el libro del Éxodo (Ex 26, 31-37); y ¿qué quería decir todo esto sino que los misterios arcanos de la fe, con la que los fieles daban allí culto a Dios, todavía permanecían en muchas formas ocultos? Suficientemente lo indica y aún expresamente lo dice el Apóstol en la segunda carta a los Corintios (Cf. 2 Co 3, 13-16) y por eso lo paso por encima, tanto más cuanto en la primera carta a los Corintios ya dice: «todo esto les acontecía en figura» (1 Co 10, 11).

Resulta claro también que los sacrificios de aquel entonces eran imperfectos como lo era la fe que los antiguos fieles manifestaban con sus sacrificios, por ser implícita; por eso aquellos sacrificios no justificaban por sí mismos -es decir, en virtud de lo realizado- a ninguno de los que los ofrecían, como el Apóstol dice a los Hebreos: «Pues es imposible que sangre de toros y machos cabríos borre pecados», y de nuevo añade: «Y, ciertamente, todo sacerdote está en pie, día tras día, oficiando y ofreciendo reiteradamente los mismos sacrificios, que nunca pueden borrar pecados» (Hb 10, 4.11). Pues el efecto de tales sacrificios respecto a quienes los ofrecían era que los dejaban quedar limpios y purificados de algunas irregularidades e impurezas corporales por las que tenían que apartarse de la entrada al tabernáculo y de la oblación, pero no podían justificarlos ni conseguirles la gracia o algún beneficio divino, se entiende, por sí mismos; pero otra cosa sería por la devoción y fe de los que los ofrecían, que, por sí mismas e incluso sin los sacrificios, agradan a Dios y aprovechan a los hombres, aunque parezca afirmar lo contrario el Maestro de las Sentencias al decir que tales sacrificios de la ley antigua no justificaban ni daban la gracia aún cuando se hicieran con fe y caridad, cuya opinión por lo común no es mantenida por los doctores.

Es cierto que, por la obra realizada, o sea, por su propia virtud no conseguían la justificación ni la gracia, pero por realizar tal acción, o sea, por la fe, caridad y devoción de los que los ofrecían, justificaban y conseguían la gracia por la fe y esperanza de Cristo venidero, a quien significaban de muchas formas. Pero por sí mismos, como se dijo, eran vanos, vacíos y carentes de gracia espiritual para justificar, pues, como dice el Apóstol a los Hebreos hablando de estos sacrificios, eran: «incapaces de perfeccionar en su conciencia al adorador» (Hb 9, 9). Y esto ocurría porque tal perfección de la conciencia se obtiene por el don de la gracia que ellos no podían conceder; y el motivo está en que habían sido establecidos solamente para significar a Cristo y a su único, evangélico, admirable e inefable sacrificio, en que Cristo verdaderamente se inmola cada día, y todos correspondían en su disposición a este significado; por eso, muchos significaban una sola cosa, para que una realidad tan elevada se recomendase de muchas maneras sin molestar, como dice Agustín en La Ciudad de Dios: «Los antiguos sacrificios de los santos eran signos múltiples y variados de este verdadero sacrificio; al figurar a este único por medio de muchos, como se dice una sola cosa con muchas palabras para recomendarlo mucho sin molestar, todos los sacrificios falsos cedieron su puesto a este supremo y verdadero sacrificio».

Por eso hubieron de instituirse de tal manera que dieran a conocer bajo figuras a Cristo que iba a venir, ya que a él se orientaban, y excitasen a los que los ofrecían a esperarlo y los dispusiesen a recibirlo, haciéndoles ver también que estaban purificados de las impurezas carnales, ya que todavía el pueblo era carnal y por eso le venía bien así, como quedará claro en el capítulo XVIII. Y dejo ya todo esto porque los santos lo han tratado bastante.




ArribaAbajoCapítulo XV

Que aquel estado de la ley antigua fue también imperfecto en cuanto al cuerpo de la ley, o bien en cuanto a lo que la ley mandaba a los judíos


De la imperfección de los sacrificios correspondientes a la fe, de que acabo de hablar, fácilmente se puede deducir la imperfección de la ley de aquel pueblo unificado y de acuerdo en las dos cosas, fe y sacrificio, y que así hubo de dársele y no de otra forma; pues la ley tiene que ser proporcionada al pueblo, ya que, si no, en vez de reglamentarlo, con facilidad lo perjudicaría, como quedará bien claro en el capítulo XVIII; pues según la imperfección y rudeza del pueblo en las dos cosas de que se ha hablado en el capítulo anterior y en las que estaba unido en su interior, así tenía que imponérsele la ley de acuerdo a la cual viviese y se ajustase.

Para un conocimiento más claro hay que tener en cuenta que eran de tres tipos los mandamientos de aquella ley, en los que se encerraba todo el cuerpo legal, pues unos se denominan morales, otros judiciales y otros ceremoniales; de ellos algunos se ordenaban hacia el prójimo para que la persona se comportase bien y con rectitud hacia él, como eran algunos preceptos morales y todos los judiciales, y otros se ordenaban a Dios de forma que por ellos el hombre le obedeciera como es debido y le sirviera, cuales los preceptos ceremoniales y algunos también morales: pues «de estos dos mandamientos -o sea, de amar a Dios y al prójimo- penden toda la Ley y los Profetas» (Mt 22, 37-40), como dijo Cristo.

Pero hay que tener en cuenta que todos los sacrificios de la ley antigua se referían a estos dos preceptos y los significaban, como explica Agustín en La Ciudad de Dios, diciendo: «Pues todo lo que en el ministerio del tabernáculo o del templo se lee que había sido establecido por Dios en múltiples formas sobre los sacrificios, se referían a que significasen el amor a Dios y al prójimo, pues de estos dos mandamientos penden toda la Ley y los Profetas, como está escrito». Pues según como daban a conocer imperfectamente el amor a Dios y al prójimo, así también tenían que ser imperfectos los mandamientos que se diesen al pueblo sobre esos dos puntos, y que se dividían bastante bien en los tres tipos citados.

Pero resulta claro que eran imperfectos los preceptos del primer tipo, los morales: pues se llaman morales a los que son según el dictamen de la ley natural, porque, aún cuando no se hubiera dado ley ninguna a los hombres, fácilmente se sabría por tal ley natural si los preceptos morales son justos y obligatorios para cualquier persona, según el dictamen de la conciencia; los doctores sacros solían señalar su imperfección por dos cosas: primero, porque aquella ley sólo regulaba los actos exteriores de la persona, pero no los interiores, que son principalmente los que constituyen la bondad de la virtud y de las costumbres; de ahí que, según los antiguos doctores de los judíos, la ley antigua «sólo prohibía la mano y no el ánimo», es decir, las malas obras, pero no su concupiscencia, y por eso, lo que dice el libro del Éxodo de no desear la mujer del prójimo (Cf. Ex 20, 17), lo exponían así: No desearás, es decir, no mostrarás signos exteriores de concupiscencia, cuales son las palabras insinuantes y los tocamientos impúdicos; pero la concupiscencia oculta en el corazón dicen que no se prohíbe en este mandamiento. Sin embargo es más cierto que prohibía la concupiscencia y regulaba también los actos internos, pero de modo imperfecto, puesto que era en pocas cosas, como en el hurto y en el adulterio, y aún en estos casos no castigaba a los transgresores asignándoles una pena.

Segundo, también eran imperfectos porque tampoco regulaban suficientemente los mismos actos exteriores de conducta, ya que en el Deuteronomio se permite prestar con interés a los extranjeros, aunque se prohíba hacerlo al hermano cercano, es decir, a cualquier judío, al decir:

«No prestarás a interés a tu hermano, ya se trate de réditos de dinero, o de víveres, o de cualquier otra cosa que produzca interés. Al extranjero podrás prestarle a interés...» (Dt 23, 20-21); también en el Deuteronomio se permite que el varón dé libelo de repudio a su mujer y la eche de junto a sí para tomar otra, aún sin causa proporcionada, sino solamente porque no le agrada por algún defecto que él pueda libremente alegar y, por autoridad propia, echarla de junto a sí, diciendo: «Cuando un hombre toma a una mujer y se casa con ella, si resulta que esta mujer no halla gracia a sus ojos, porque descubre en ella algo que le desagrada, le redactará un libelo de repudio, se lo pondrá en su mano y la despedirá de su casa» (Dt 24, 1). Pero es evidente que tal multiplicación de dinero o de lo que sea, como se hace al recibir intereses, es contra la recta y natural justicia, y tal rechazo y separación de la mujer también es contra la naturaleza del matrimonio, por ser la indisolubilidad del matrimonio durante toda la vida del dictamen de la razón natural, de acuerdo a lo que los doctores exponen sobre estos dos puntos y que yo ahora doy por hecho que es verdad, como sin duda alguna lo es. Y con esto queda en claro que la ley antigua ordenaba a las personas en lo moral de modo imperfecto.

Lo mismo resulta del segundo tipo de preceptos, que son los judiciales, por dos motivos: primero, por la forma de llevar a las personas hacia el cumplimiento de la justicia, que es a lo que se encaminaban los preceptos judiciales; pues estos preceptos judiciales consisten en ciertas determinaciones explícitas de los preceptos morales que se ordenan al prójimo, como por ejemplo: no dejar que vivan los malhechores es un precepto moral, pero el modo o la determinación de su muerte corresponde a la determinación de la ley, como que sean decapitados o quemados o lapidados, y así con lo demás que en diversas formas van concretando los preceptos judiciales. Pero el modo de llevar al cumplimiento de la justicia, a la que se encaminaban estos preceptos, resultaba imperfecto por fundarse en el temor que lleva consigo alguna pena a los que tenían que cumplirlos, lo que es propio de imperfectos, ya que los perfectos se mueven por el amor al cumplimiento, deleitándose, en consecuencia, en tales obras; porque, como dice la primera carta de Juan: «el temor mira al castigo», «el amor perfecto expulsa al temor» (Cf. 1 Jn 4, 18). Y en señal de esta imperfección de la ley de constreñir por el temor a los que tenían que cumplirla, fue dada con terror y en medio de truenos, como se dice en el libro del Éxodo: «Al tercer día -es decir, cuando iba a darse la Ley-, al rayar el alba, hubo truenos y relámpagos y una densa nube sobre el monte y un poderoso resonar de trompeta; y todo el pueblo que estaba en el campamento se echó a temblar...» (Ex 19, 16); y por eso el Apóstol la llama ley de servidumbre y de temor, al contrario de la ley evangélica, diciendo: «Pues no recibisteis un espíritu de esclavos para recaer en el temor; antes bien, recibisteis un espíritu de hijos adoptivos que nos hace exclamar: ¡Abbá, Padre!» (Rm 8, 15).

Segundo, también resulta imperfección de los mismos preceptos judiciales que, a veces imponían penas a los inocentes y otras veces no castigaba a los culpables. Lo primero se ve por lo que se dice en el libro denlos Números (Cf. Nm 35, 11.22-28) sobre el homicidio casual ocurrido sin culpa del homicida, en donde se dice que, el que por casualidad y sin mala voluntad causaba la muerte de una persona, tenía que huir a una de las seis ciudades de refugio ya asignadas a tal fin y permanecer en ella hasta la muerte del sumo sacerdote, lo que a veces demoraba largo tiempo; y, en consecuencia, el que era inocente por ser el homicidio casual e involuntario y, juzgado, resultaba libre de culpa, sin embargo era castigado con una pena grave, ya que se le forzaba a estar largo tiempo exilado de su ciudad, casa y hacienda, y aún sin poder vagar libremente por donde quisiera fuera de su tierra, sino permaneciendo a la fuerza recluido en una de las seis ciudades.

También se ve que no castigaba a los culpables, pues allí mismo añade acerca del fugitivo inocente (Cf. Nm 35, 26-28) que, si fuese encontrado fuera de alguna de aquellas seis ciudades y allí lo matase el que era vengador de la sangre, es decir, algún allegado al muerto, quedaba libre de culpa el que lo matase en tales circunstancias, ya que, como se especifica allí, el prófugo tenía que residir en aquella ciudad hasta la muerte del sumo sacerdote. Con lo que queda claro que la muerte de un inocente, que es grave culpa, resultaba en ese caso sin pena; de lo que se sigue que tales preceptos judiciales eran imperfectos.

Lo mismo ocurre con el tercer tipo de preceptos, los ceremoniales: pues ellos son ciertas determinaciones de los preceptos morales que se refieren a Dios, ya que es según el dictamen de la ley natural el honrar a Dios y el que sus fieles lo sirvan, pero la forma y el modo, el dónde y el cuándo corresponden a la determinación de la ley divina que explicitaba todo ello en los preceptos ceremoniales. Pero éstos resultaban imperfectos porque las personas no se justificaban mediante ellos, ya que una parte respondía a los sacrificios reglamentándolos, y ya se aclaró en el capítulo anterior que eran imperfectos; otra parte correspondía a los sacramentos que habían sido establecidos para hacer idóneas a las personas para el culto divino, cuales las expiaciones por tocar algo impuro o un cadáver, comunes a uno y otro sexo, y la circuncisión, que sólo convenía a los varones, y la consagración y unción, que sólo pertenecía a los sacerdotes: ninguno de ellos podía por sí mismo justificar a nadie de sus pecados ni conceder la gracia a no ser el sacramento de la circuncisión, pero eso tampoco por virtud del rito, sino por la fe en Cristo venidero que profesaba el que se circuncidaba, ya por sí ya por otro; pero también el efecto de esta justificación distaba mucho de la perfección del bautismo, que ocupó su puesto, aunque no se trata ahora de explayarse en esto. Por esta razón el Apóstol llama a esos sacramentos de la ley «elementos sin fuerza ni valor» (Cf. Ga 4, 9) puesto que no justificaban ni conseguían la gracia a los que los cumplían; y reprendiendo a los gálatas por querer volver a observar estos ritos dentro de la fe en Cristo, les dice: «¿Cómo retornáis a esos elementos sin fuerza ni valor, a los cuales queréis volver a servir de nuevo? Andáis observando los días...» (Ga 4, 9).

La santificación que concedían consistía en limpiar de algunas irregularidades o impurezas carnales, por las que los judíos eran apartados de entrar al templo o cosas así, sobre lo cual dice el Apóstol a los Hebreos que la sangre de los machos cabríos y de toros y la ceniza de vaca santificaba con su aspersión a los contaminados, en orden a la purificación de la carne (Cf. Hb 9, 13).

Otra parte de los preceptos ceremoniales se encaminaba a disponer algunas cosas sagradas y utilizarlas adecuadamente, como eran los vasos y los lugares, o las demás cosas que usaban los judíos en los sacrificios y en los ritos de dar culto a Dios; e igualmente a ciertas observancias propias de los mismos judíos, que tenían el valor de ser al modo de reglas de vida religiosa, en razón de ser un pueblo peculiar ante Dios, consagrado a él por el sacramento de la circuncisión: tales eran que se abstuvieran de ciertas comidas y bebidas y que observasen determinadas reglas en sus vestidos y otras cuantas cosas más; pero, por lo ya dicho, bien se ve que eran cosas imperfectas, porque éstas se ordenaban a todas las otras como a un fin, y, como de aquéllas ya se hizo ver que eran imperfectas, forzosamente hay que concluir lo mismo de éstas, ya que de su finalidad cobran valor las cosas que encaminan hacia ese fin, y siempre tiene más valor el fin que lo que a él encamina.

Baste como conclusión general de todo esto lo que escribe el Apóstol a los Hebreos: «... la Ley no llevó nada a la perfección» (Hb 7, 19). Y eso es así porque de sí misma no pudo conceder a nadie la perfección de la gracia.




ArribaAbajoCapítulo XVI

Que aquel estado también era imperfecto en cuanto al fin a que se dirigía, la bienaventuranza eterna, a donde pretendía llevar a los que ejercían el culto, pero sin conseguirlo


Lo que antes se dijo sobre la imperfección de la ley en cuanto a los preceptos en ella contenidos de no justificar a nadie, lo mismo hay que decir sobre el último fin, la bienaventuranza eterna, a la que imperfectamente encaminaba entonces a los que ejercían el culto, ya que no la prometía claramente, sino bajo sombras y en figuras de la felicidad terrena por las que se significaba la bienaventuranza eterna. Claro está que hay que entender esta promesa figurada respecto a la muchedumbre, que todavía era ruda y animal, ya que, con relación a algunos varones singulares, a los que podemos llamar evangélicos, las cosas eran diferentes, puesto que sentían más elevadamente de estas promesas al estar más iluminados en los misterios de la fe, como lo expone santo Tomás en el Comentario al III libro de las Sentencias, y es lo que dice san Agustín en La Ciudad de Dios: «Pues esta ley se otorgó distribuyendo sus etapas: que primero tuvieran las promesas terrenas, como ya se dijo, que sin embargo figurasen las eternas: que muchos celebrasen signos visibles y pocos los entendieran, pero se prescribía un culto clarísimo de un solo Dios con el testimonio de las palabras y de todas las cosas». Pues la proposición íntegra en la clara promesa que se proponía a aquella ruda muchedumbre era sobre la posesión temporal, su abundancia, paz y tranquilidad, como se ve tanto por la Ley como por los oráculos de los Profetas; pero en todo ello se significaba de muchas maneras la bienaventuranza eterna, que ya se iba prometiendo abiertamente a los fieles al acercarse la venida de Cristo, y que había de concederse real y efectivamente al liberarse de la carga de lo carnal. Y resulta claro que iba sucediendo ordenadamente cual puede apreciarse fácilmente por lo que se ha ido diciendo.

Ya que la gracia de Dios hace al hombre digno de la vida eterna como dice el Apóstol a los Romanos: «El don gratuito de Dios, la vida eterna» (Rm 6, 23); por lo que Dios todopoderoso, generoso remunerador de sus fieles, se ha dignado dar una y otra, pues les distribuye la gracia preparando a los que ha dispuesto glorificar en la vida eterna, como dice el salmo: «Dios da la gracia y la gloria» (Sal 84, 2); pues según la proporción de concesión de gracia en la ley antigua, así tenía que medirse la promesa de la bienaventuranza eterna, pues la gracia es como arra de la gloria futura. Pero antes se ha dicho que todo aquel cuerpo legal era sin fuerza y sin valor, en cuanto por sí mismo sólo figuraba la gracia pero no la concedía a los que la observaban: luego lo mismo había de ser respecto a la bienaventuranza eterna que entonces se les había tenido que prometer no abiertamente, sino bajo ciertas imágenes que miraban hacia el futuro; por lo que santo Tomás en el mismo artículo, siguiendo lo dicho por san Dionisio en la Jerarquía Eclesiástica, bellamente coloca el estado de la ley evangélica en un puesto intermedio entre el antiguo Testamento y la gloria celestial, diciendo por ello que los bienes eternos que se mostrarán clara y abundantemente a los fieles bienaventurados, tuvieron que prometérseles claramente en la nueva ley, mientras que en la antigua tan sólo bajo figuras de lo material, que más se asemejaban a sombra que no a auténtica imagen de lo verdadero. Es lo que dice el Apóstol a los Hebreos, abarcando con pocas palabras esta gran diferencia: «No conteniendo, en efecto, la Ley más que una sombra de los bienes futuros, no la realidad de las cosas...» (Hb 10, I): es decir, la verdadera realidad como la contiene la ley evangélica.

Santo Tomás da tres razones de por qué debieron los premios eternos representarse así en la ley mosaica: primero, para que poco a poco fueran acostumbrándose, a partir de lo transitorio y material que conocían por sus sentidos, a esperar de Dios cosas más altas, ya que tan abundantemente les proveía en lo temporal, haciéndose así más aptos para percibir lo divino que había de revelárseles con el paso del tiempo.

Lo segundo, que depende de esto primero, es que, no sólo su conocimiento que se iba instruyendo en figuras sensibles en los sacrificios, sino también su afecto fuera llevándose de lo temporal a lo eterno, ya que, como se ha dicho con frecuencia, aquella ruda comunidad se comportaba entonces como un niño que no aprecia en su valor las cosas grandes ni las estima ni las comprende, a no ser que antes sea conducido a través de lo de menos valor y lo sensible; y así como por los sentidos y elementalmente se iban instruyendo en la fe, también por los sentidos tenían que ser llevados a las promesas materiales, para que, desde ellas, pudieran aspirar a las superiores. Es lo que dice el Apóstol a los Calatas, que hay que entender tanto de la instrucción en la fe como de la promesa de lo celestial: «La Ley fue vuestro pedagogo hasta Cristo» (Ga 3, 24): es decir, nos instruyó y dirigió hasta Cristo como el niño es dirigido e instruido por el pedagogo. Esto lo dice expresamente Agustín en La Ciudad de Dios: «Pues, como de un hombre, así del género humano en lo que toca al pueblo de Dios: su instrucción ordenada avanzó por unas etapas de tiempo cual el aumento de edad, para que fuera pasando de lo temporal a captar lo eterno y de lo visible a lo invisible; que también en aquellos tiempos en que Dios prometía los premios visibles, sin embargo se presentaba como el único que había que adorar, para que la mente humana no se sometiese a nadie por los mismos beneficios terrenos de la vida transitoria, sino al verdadero señor y creador de las almas; pues desvaría quien crea que no está en la mano de un solo Todopoderoso todo lo que los ángeles o los hombres pudieran hacer en favor de otros hombres».

La tercera razón es que resultaría superfluo prometer los bienes eternos al no poder alcanzárselos enseguida, por no haber estado aún pagado el precio de la redención humana, por lo cual, más se sentirían gravados y desfallecerían de lo que se sintiesen aliviados y progresasen, por juzgar parcialmente ineficaz la promesa a causa de su dilación: ya que la «espera prolongada enferma el corazón» (Pr 13, 12), como dicen los Proverbios; lo que, aunque pudiera ocurrirles a todos por ser débiles, más ocurriría con los más débiles.

De esta imperfección de los preceptos de la ley antigua en los que sólo se prometía lo terreno, y de su disposición adecuada respecto a la ley evangélica en la que abiertamente iban a prometerse los celestiales, habla san Agustín en su obra sobre el Sermón de la montaña, diciendo: «Si se pregunta qué significa el monte -a saber, al que Cristo subió para proclamar la ley evangélica, como se encuentra en el evangelio de san Mateo- bien se comprende que significa los preceptos más elevados de la justicia, ya que son los más bajos los que se dieron a los judíos: un solo Dios dio los preceptos más bajos mediante los santos profetas y sus servidores al pueblo que todavía tenía que estar sujeto por el temor, y los preceptos más altos mediante su Hijo al pueblo que había dispuesto liberar por la caridad; pero al dar lo menor a los menores y lo mayor a los mayores, uno es el que da, el único que sabe dar en el momento adecuado el remedio conveniente al género humano. Y no es de admirar que se den los preceptos más altos por el Reino de los Cielos y los más bajos se dieran por el reino terreno por el mismo Dios único que hizo el cielo y la tierra». Y para concluir el tema queda así clara la imperfección de la ley antigua acerca del último fin, que es la bienaventuranza, a la que pretendía llevar a los que la cumplían, pero que nunca prometió abiertamente ni con una sola palabra.




ArribaAbajoCapítulo XVII

Que el estado de la ley antigua fue igualmente imperfecto respecto a su promulgación y uso y administración de los ciudadanos, convivencia y trato mutuo


La última imperfección de este estado antiguo, por lo que respecta a nuestro tema, era que aquella ley no se había dado a todo el mundo ni Dios había mandado que se publicase a todos, ni los que no pertenecían al pueblo se veían obligados a recibirla y observarla aunque se les predicase cada día, como he indicado en el capítulo XI. Pero esto suponía una imperfección en la legislación, ya que, como también Dios tenía muchos fieles en otros pueblos que le daban culto rectamente perteneciendo a la verdadera Iglesia de Dios -como antes expliqué-, era una nota de imperfección que hubiese tanta diversidad de culto y diferencia en el modo de vivir entre los verdaderos fieles de un único Dios altísimo. Pues, como la Iglesia militante se organiza según el ejemplo y semejanza de la Iglesia triunfante, su estado se hace más perfecto cuanto más se adecúa a ella en lo que es posible mientras se encuentra y vive su peregrinar; pero en aquella patria celestial se dan la unidad y concordia máximas, donde Dios es todo en todos; luego así debiera ser en la Iglesia militante que, para que su estado se encuentre en la perfección, debiera ser único en todos sus fieles en cuanto a la fe, al sacrificio y a la legislación; pero esto sólo se alcanzó después de la venida de Cristo en el estado de su santísima ley -como se verá después-, y el estado del antiguo Testamento resultaba distar mucho de tal unión al abarcar entonces a fieles tan dispares en el culto, sacrificio y modo de vivir, sin pretender unirlos en forma alguna; por ello hay que concluir razonablemente que aquel estado era imperfecto en esto.

Más aún, habiendo tan gran multitud de gente viviendo dispersa por toda la tierra, cuyo cuidado y salvación sólo Dios atendía cual de admirables criaturas propias, parecía corresponder una cierta imperfección de la previsión debida que se revelase con tanta claridad a aquel solo pueblo, dándoles la ley y las ceremonias con las que pudieran salvarse rindiéndole un culto racional, con todas las demás prerrogativas con que les había favorecido, mientras había dejado a todas las demás gentes sin semejantes leyes ni atenciones, aunque las necesitasen por un igual. Pero esto no era por acepción de personas ni por imperfección de la providencia de Dios, ya que nada de esto puede darse en él, al dispensar por mera liberalidad, que excluye la acepción de personas (ya que tan sólo se da acepción de personas en lo que se concede por justicia), y más aún cuando concede y provee abundantemente con su amplia bendición a lo que conviene a cada uno: «los ojos de todos fijos en tí, esperan que les des a su tiempo el alimento; abres tú la mano y sacias el deseo de todo ser viviente» (Sal 145, 15-16); y así a todos los proveía abundantemente, según lo que convenía y lo que estaba de su parte, aceptando a todo aquel que cumple la justicia. Por lo que Pedro, viendo la devoción de Cornelio y el cuidado que Dios había tenido por su salvación, concluyó diciendo: «Verdaderamente comprendo que Dios no hace acepción de personas, sino que en cualquier nación el que le teme y practica la justicia le es grato» (Hch 10, 34).

Así, toda esta imperfección de la revelación divina respecto a la publicación de la ley provenía de la condición imperfecta de aquel estado, que exigía entonces que se dispusiese de esa forma, para que más adelante se pudiera perfeccionar según el orden conveniente y en el momento oportuno.

De las dos cosas indicadas se seguía algo peor que acompañaba a aquel antiguo estado, y era que los judíos despreciaban con soberbia a las demás gentes mirándoles por encima del hombro generalmente a todos, a no ser que por alguna razón especial apreciasen a algunas personas concretas o a algún pueblo, por verse a sí mismos unidos a Dios por un amor especial entre todas las gentes, según lo que se ha dicho; del mismo modo que, a veces, suelen algunos religiosos vanidosos despreciar y abominar a los demás, diciendo: «Quédate ahí: no te acerques a mí, que te santificaría» (Is 65, 5); por lo que no tenían reparo en gravarlos con intereses y cosas así, aunque fuese contra la justicia natural. Pedro señaló esta repugnancia de los judíos hacia los demás al decir a Cornelio, hablando de cualquier gentil: «Vosotros sabéis que no le está permitido a un judío juntarse con un extranjero ni entrar en su casa» (Hch 10, 28), y más adelante:

«Así que, cuando Pedro subió a Jerusalén, los de la circuncisión se lo reprochaban, diciéndole: 'Has entrado en casa de incircuncisos y has comido con ellos'» (Hch 11, 3). Y esto lo decían porque solían separarse de ellos en todas formas, aunque fuesen fieles y buenos como Come-lio; ni siquiera recibían a los samaritanos, aunque observaban en buena parte la ley de Moisés, sin querer tener trato alguno con ellos, como dice el evangelio de Juan: «porque los judíos no se tratan con los samaritanos» (Jn 4, 9), y por eso le acababa de decir la mujer samaritana a Jesús: «¿Cómo tú, siendo judío, me pides de beber a mí, que soy samaritana?» (Jn 4, 9).

Y no sólo los despreciaban mientras permanecían en la gentilidad, sino también cuando ya se habían convertido al judaísmo y, aún cuando parecieran judíos, los seguían considerando extranjeros y no los trataban con la misma ley ni del mismo modo que entre sí, y no los recibían a las dignidades, oficios y honores que pudieran merecer, como, en cambio, recibirían en iguales circunstancias a los de origen judío; y por ello tuvo Dios que imponerles con ley especial que no abominasen a algunos, sino que los recibiesen como hermanos y aceptasen a sus descendientes en la tercera generación a cualquier honor, oficio y dignidad, como ocurría con los idumeos y egipcios:

«No considerarás como abominable al idumeo, porque es tu hermano; tampoco al egipcio tendrás como abominable, porque fuiste forastero en su país. A la tercera generación, sus descendientes podrán ser admitidos en la asamblea de Yahvéh» (Dt 23, 8-9). Pero permitían que abominasen a otros y que nunca los recibieran a iguales honores y dignidades, como antes dice de los ammonitas y moabitas (Cf. Dt 23, 3-6).

Hay que añadir a la imperfección de este estado el que no se administraban los oficios y honores de igual modo entre los mismos ciudadanos del pueblo según sus méritos, sino que la dignidad sacerdotal y de la administración de los servicios del templo se atribuía a una sola tribu, la de Leví, en la que, a modo de herencia, se sucedían unos a otros de la tribu según la diversidad de ministerios, es decir, los hijos del sumo sacerdote Aarón en el sumo sacerdocio, y así sucesivamente, como se dice en el libro del Éxodo (Cf. Ex 28, 40-43); e igualmente a los quehanitas, guersonitas y meraritas, que administraban según sus órdenes, les sucedían sus hijos y descendientes en los mismos oficios, como está en el libro de los Números (Cf. Nm 4; 8). Pero esto resulta ser de gran imperfección para los ministerios de aquel estado, por encontrarse muchas veces en las otras tribus personas más santas y más aptas para estos servicios, que podrían atender mejor el ministerio al servir a Dios mejor en su tabernáculo, y siendo malos muchos de aquella tribu, que ofendían a Dios al servirle en el tabernáculo, condenándose a sí mismos y escandalizando y pervirtiendo al pueblo, por lo que Dios hubo de castigarlos muchas veces con manifiesta justicia, como se podría ver con numerosos ejemplos.

También hay que añadir que todo aquel ministerio de los sacrificios estaba sujeto y rodeado de innumerables irregularidades, tanto por parte de los que los servían, como por parte de los oferentes, de tal forma que difícilmente los ciudadanos de tal pueblo sometidos a la misma ley podían llegar a los sacrificios, tanto para realizarlos como para ofrecerlos. Estas irregularidades e impurezas se adquirían por causas levísimas y en cosas burdas y materiales que apenas si afectaban a los vicios o a las virtudes; pero eran variadas e impedientes del todo, como se ve en los libros Levítico y Números (Cf. Lv 5, 1-6; 15; Nm 19, 7-22...); por lo cual todo esto indicaba en aquel antiguo estado una cierta imperfección que había de desaparecer por Cristo.

De todo lo anterior se sigue que en aquel entonces la Iglesia de los fieles estaba en parte aminorada e imperfecta en su situación, en tan pocos fieles y tan divididos y entorpecidos por tantos obstáculos; e igualmente estaba en cierta forma conculcada por los demás gentiles, ya que, así como los judíos abominaban a los demás pueblos, así también éstos odiaban y perseguían a los judíos y varias veces, en castigo a sus pecados, fueron vencidos por ellos, dispersados, llevados a cautiverio, su templo profanado y destruido, sus vasos sagrados saqueados e incluso los libros de la ley quemados. Y por la imperfección de este estado sufrían burlas los buenos fieles, que no eran demasiados en aquellos tiempos, y se veían oprimidos por los malvados e idólatras infieles dondequiera que se encontrasen, ya en su propia tierra ya fuera de ella; por eso habla san Pedro del santo Lot, que pertenecía a esta Iglesia de los fieles antes de la concesión de la ley, narrando su amarga opresión: «Y si libró Dios a Lot, el justo, oprimido por la conducta licenciosa de aquellos hombres disolutos -pues este justo que vivía en medio de ellos torturaba día tras día su alma justa por las obras inicuas que veía y oía-...» (2 P 2, 7-8).

Y por todo ello no sin razón gemía la Iglesia de los fieles deseando alcanzar a Cristo hecho hombre, por quien tenía que verse libre y redimida de todo esto, de forma que, en adelante, nadie la menospreciase; bajo cuyo nombre se lee en el Cantar de los Cantares: '¡Ah, si fueras tú un hermano mío, amamantado a los pechos de mi madre! ¡Te podría besar, al encontrarte afuera, sin que me despreciaran!'» (Ct 8, 1). La Iglesia llama hermano a Cristo y amamantado a los pechos de mi madre, es decir, por la participación de la naturaleza humana y de la observancia de la ley a la que voluntariamente se sometió (Cf. Mt 5, 17-18), que tenía que llevar a muchos hermanos a la gloria, para ser él el primogénito de todos, como dice el Apóstol a los Romanos: «Pues a los que de antemano conoció, también los predestinó a reproducir la imagen de su Hijo, para que fuera él el primogénito entre muchos hermanos; y a los que predestinó, a ésos también los llamó; y a los que llamó, a ésos también los justificó; a los que justificó, a ésos también los glorificó» (Rm 8, 29-30); y desea encontrarlo afuera, es decir, por el misterio de la encarnación, para que no sea menospreciada por su enemigo que la tuvo cautiva por el pecado del primer padre, y también por sus miembros infieles que la perseguían en toda forma, ni tampoco se vea despreciada por su propia imperfección, de la que Cristo tenía que redimirla y liberarla hasta el punto de que incluso tengan que honrarla los mismos ángeles.

Por lo que, exponiendo san Gregorio esas palabras del Cantar de los Cantares, dice al respecto: «La Iglesia, colocada en la antigua ley, esperaba a Cristo y rogaba y deseaba ardientemente que viniera a fuera por la carne, hasta la vista de los hombres, al que permanecía en el secreto del Padre. Por lo que David decía con ansia:

«Levántate, Señor, no rechaces para siempre», y en otro lugar: «Inclina los cielos y baja»; e Isaías, impaciente por verlo, decía: «¡Ojalá abrieses los cielos y bajases!».

La esposa quiere encontrar afuera al esposo y besarlo porque ansia, puesta bajo la ley, que aparezca en la carne para servirle por amor, a quien antes de recibir la gracia más servía por temor que por amor; después de cuyo beso ya nadie la despreciará, porque, después de la venida de Cristo y de la infusión del Espíritu de libertad a sus fieles, incluso es honrada la santa Iglesia por los mismos ángeles. De aquí que Josué adorase al ángel, y a Juan, que quería adorarlo, le dijo: 'Mira, no lo hagas, pues soy consiervo tuyo y de tus hermanos, los que tienen el testimonio de Jesús'».




ArribaAbajoCapítulo XVIII

Que, aunque el estado del Antiguo Testamento fuese imperfecto en estos cinco aspectos señalados al considerarlos en absoluto, sin embargo, tenida en cuenta la condición de dicho pueblo, le eran convenientes y lo disponían en un orden recto y perfecto, siéndole nocivos de otra forma por más perfectos que fuesen


Pero hay que considerar, por lo que se ha dicho anteriormente haciendo ver que aquel pueblo era imperfecto, que no hay que pensar que la ley de Dios dada en esta forma fuese mala, o la fe no verdadera, o los sacrificios supersticiosos; no sea que alguien se equivoque al modo del miserable maniqueo que condenaba aquel pasado estado del antiguo Testamento con los que vivían en él y a Dios que lo había establecido, afirmando que había sido malo y hecho por un dios malo: lo que hay que abominar y reírse de ello, pues fue dado por el único y verdadero Dios altísimo, y también fue realmente bueno, e incluso el mejor y más perfecto en relación a aquel pueblo a quien entonces se le dio.

Pues la verdad es que tanto la fe como los sacrificios de aquel pueblo y su régimen interior, con lo demás que le correspondía, fueron entonces para él muy buenos y perfectos, y si le fuesen dados otros mejores, se les volverían más bien malos y perniciosos. Porque hay que tener en cuenta que no es bueno, útil y provechoso cualquier régimen para cualquier pueblo, aunque considerado en sí mismo se estime el mejor y más perfecto, sino sólo aquel que es más conforme y más tolerable a su condición propia; de otro modo, por perfecto que fuese, se lo volvería inútil y dañino. Pues, como el régimen se encamina a regular al pueblo y regirlo pacíficamente, debe disponerse el que mejor y con más orden pueda convenir al pueblo al que se le impone, considerando las circunstancias de lugar y de tiempo.

Si ocurriese que el pueblo fuera imperfecto, rudo e indispuesto, el que quisiera regirlo y reglamentarlo con un ordenamiento perfectísimo organizándolo a la perfección, más bien lo destruiría y lo desordenaría al regirlo con una regla inapropiada y desproporcionada: tal ordenamiento, considerado en sí mismo, sería óptimo y perfecto, pero no ya al aplicarlo a tal pueblo, porque se volvería muy malo e imperfecto por la ausencia de disposición del pueblo; al contrario, otro ordenamiento no tan bueno e incluso imperfecto en sí mismo, podría ser muy bueno y provechoso a tal pueblo y lo dirigiría y reglamentaría como regla ajustadísima a él; con lo que va perfectamente de acuerdo lo que dice Aristóteles en la Etica a Nicómaco al tratar de la equidad (epiikeia), que es la virtud que dirige la justicia legal, por la que los jueces actúan correctamente al resolver los asuntos concretos de la justicia en la aplicación de las leyes comunes y, en cierto modo, universales del ordenamiento jurídico, de acuerdo con lo que pide cada caso considerando todas las circunstancias particulares que no pudieron ser previstas por los legisladores por sabios que fuesen, contando con todo lo que pudiera ocurrir en cada caso: y esto en razón de la variabilidad y frecuencia de los actos humanos, que son los que tienen que regirse y ordenarse según las leyes que para eso se han promulgado, y que, sin embargo, son tan varios y numerosos que no caen en ninguna forma bajo el arte ni bajo alguna descripción, como dice Aristóteles en la misma obra, y de esta forma nunca pueden estar íntegramente previstos; por lo cual, aunque fuese en sí muy bueno y perfecto el que todos los juicios estuviesen concretados y determinados por las leyes hasta el último de sus detalles, de forma que no quedase nada al arbitrio de la decisión de los jueces, siendo las leyes como férreas sin admitir ningún tipo de interpretación y sin que se pudieran aplicar a cada caso concreto más que según su tenor sin la posibilidad de darles un sentido en una ocasión y otro en otra o de que alguna vez alguna ley excluya a otra (con la finalidad de obviar para el futuro su impericia o maldad, para que no se torciesen hacia la injusticia, como insinúa Aristóteles en su Arte retórica), sin embargo no es posible de ninguna forma por dicha variabilidad y frecuencia de los actos humanos.

Por eso es por lo que los legisladores, que establecieron las leyes, ordenaron con ellas en lo posible las acciones humanas, dejando lo menos posible a la decisión de los jueces: donde no pudieron llegar más lejos, se lo encomendaron a ellos tácita o expresamente, para que usasen las leyes según los casos particulares de los asuntos y sus circunstancias agravantes y atenuantes, dejándoselas de esta forma a su interpretación y aplicación como si fuesen maleables como el plomo; de forma que, algunas veces, casi es necesario pasar por encima de las palabras del legislador para seguir con rectitud su propósito, que todos tienen que observar como obligación de justicia y virtud en orden al bien común; pero en ciertos casos aparece que sus palabras disienten de su propósito, porque, si todas se siguiesen a la letra, se desvirtuarían en tal juicio, como se podría ver por algún ejemplo si lo pidiese el tema presente; por lo cual es muy necesaria a los jueces la virtud citada para que interpreten correctamente las leyes y las apliquen adecuadamente a las acciones particulares.

Pues las leyes, por lo común, permanecen adaptables y flexibles, y si algunas contienen penas drásticas e irrevocables se hacen muy peligrosas para el pueblo, a no ser que sea por motivos muy graves y en pocos casos por lo común, por las razones citadas. Por eso Aristóteles completa el tema de la flexibilidad de las leyes poniendo un ejemplo muy apropiado y tangible: dice que en la isla de Lesbia hay piedra muy dura y difícil de labrar, por lo que los picapedreros, aunque suelan utilizar reglas inflexibles de hierro para labrar las piedras para las construcciones, que son las necesarias y apropiadas a su profesión, sin embargo allí usan reglas de plomo con aquellas piedras para poder acomodarlas a sus irregularidades, y así arreglarlas y colocarlas en los edificios: dice que lo mismo ha de ser con las leyes, que tienen que ser flexibles para que puedan interpretarse, y dispensables para que puedan adecuarse a las acciones humanas, que no permiten ser reguladas de otra forma por la razón citada.

Volviendo a nuestro tema, así parece haber sucedido en aquel entonces con el pueblo de Dios: ya que, por su rudeza, dureza y crueldad, no se les revelaron los misterios más profundos de la fe ni se les propusieron juicios más perfectos, e incluso se le concedieron cosas que son malas de suyo; y eso como si fuesen regidos por Dios en su antiguo ordenamiento cual por una regla de plomo adaptable a su condición tan dura y tortuosa, al no poder ser regidos por una regla rectísima y perfecta: más bien, de imponérsela, se les volvería inconveniente y nociva.

Resulta clarísimo del primero de los cinco aspectos, el de la imperfección de la fe, en cuanto que entonces se les proponía implícitamente y encubierta por símbolos: y así les iba bien, pues lo contrario los volvería idólatras e infieles, ya que, al ser rudos y proclives a la idolatría, si Dios les hubiera propuesto que creyesen la trinidad de personas divinas, indudablemente muy pronto habrían adorado tres dioses y les habrían atribuido imágenes distintas y sacrificios separados, por más que se lo prohibiera la ley; ya que en la primera oportunidad motivada por la ausencia de Moisés se habían hecho un becerro para adorarlo como a Dios, puesto que habían visto en Egipto a Apis, el dios de los egipcios de apariencia de buey, al que los egipcios estimaban como una gran divinidad y se les aparecía muchas veces vivo por arte de los demonios y se paseaba ante los egipcios que le daban culto, como cuenta Nicolás de Lyra y otros doctores. Por esto y otras razones semejantes, para que no cayeran en idolatría, tuvo Dios muchísimo cuidado con ellos al darles la ley junto con la fe que debían tener; porque lo hizo aterrorizándolos para contenerlos de que se dejasen arrastrar a la idolatría, y no les dejó ver ninguna figura ni imagen que pudieran adorar como a Dios; como Moisés posteriormente se lo recordó con detalle, en especial en casi todo el capítulo cuarto del Deuteronomio, donde dice entre otras cosas: «Yahvéh os habló entonces de en medio del fuego; vosotros oíais el rumor de las palabras, pero no percibíais figura alguna, sino sólo una voz». Y más adelante: «Tened mucho cuidado de vosotros mismos: puesto que no visteis figura alguna el día en que Yahvéh os habló en el Horeb de en medio del fuego, no vayáis a prevaricar y os hagáis alguna escultura de cualquier representación que sea: figura masculina o femenina, figura de alguna de las bestias de la tierra, figura de alguna de las aves que vuelan por el cielo, figura de alguno de los reptiles que serpean por el suelo, figura de alguno de los peces que hay en las aguas debajo de la tierra. Cuando levantes tus ojos al cielo, cuando veas el sol, la luna, las estrellas y todo el ejército de los cielos, no vayas a dejarte seducir y te prosternes ante ellos para darles culto. Eso se lo ha repartido Yahvéh tu Dios a todos los pueblos que hay debajo del cielo...» (Dt 4, 12.15-20).

Y todo esto ocurría por su mentalidad ruda y voluble que se dejaba seducir con facilidad y se inclinaba a la idolatría: si Dios, por tanto, les hubiera revelado entonces los misterios de la fe evangélica, no hubiera hecho otra cosa que arrojar perlas ante los cerdos, que las pisotearían con sus patas -como dice el evangelio de Mateo (Cf. Mt 7, 6)-, y también ellos hubieran caído en múltiples y horribles errores en lugar de ser iluminados y orientados, al no poder soportar la perfección de tal fe. Por eso les bastó entonces, e incluso fue necesario, que se revelasen con más claridad los escondidos misterios de la fe tan sólo a algunos patriarcas, varones evangélicos, mientras que a los demás se les propusieran de forma genérica y sencilla al dárseles la ley, cual correspondía a su ser rudo y grosero.

Pues, como se ha visto por el testimonio de san Agustín citado en el capítulo XVI, todos los preceptos de la ley y los misterios encubiertos de la fe se encaminaban antiguamente a hacer ver que los fieles de aquellos tiempos tenían que dar culto tan sólo a un único Dios sin someterse a nadie más que al Dios verdadero: y eso era suficiente para aquel entonces con tal que se apartasen de la idolatría. Los demás misterios de la fe que no podía captar todavía aquel pueblo se reservaban para el estado evangélico para que en su tiempo los revelase Cristo, hacia quien se encaminaba todo, y los predicase como en voz alta, cuando el pueblo como si de niño se hiciese adulto y creciese hasta ser como hombre que pudiera recibir libremente y sin peligro de error tales misterios revelados de la fe. De ello habla santo Tomás en la Suma teológica.

Lo mismo hay que decir de lo segundo, o sea, de los sacrificios y de la imperfección implicada en ellos: ya que por el mismo motivo Dios quiso semejante multitud de sacrificios tan inútiles y suntuosos que le tenían que ofrecer los judíos de entonces, con tales y tan múltiples ceremonias para derramar la sangre de los animales y quemar sus restos y todo lo demás: para que de cualquier forma que le diesen culto según su modo de ser rudo, mejor se los ofrecieran a él que a los ídolos, como dice el Maestro de las Sentencias en el cuarto libro, que era a lo que estaban más inclinados y acostumbrados; por eso los envolvió en numerosas irregularidades e impurezas para la ofrenda de tales sacrificios de forma que estuviesen continuamente ocupados ya en las oblaciones ya en semejantes expiaciones, no fuese que se volviesen a los ídolos al estar libres de ellas.

Por eso les permitió todas esas cosas e incluso les mandó rigurosamente que se los ofrecieran, y con ser impuros les mandó que se purificasen con ellos, y con ser malolientes e inútiles les hizo ver que le eran suavísimos y agradables, disponiendo que se quemasen ante él y diciendo que su cremación era para él un aroma delicioso (Cf. Lv 3, 5.16), y todo esto era para que se allegasen más a él al ver cómo Dios apreciaba sus obras. Pero entonces fue conveniente y bueno para que, al menos, de esa forma se encaminasen al verdadero conocimiento de Dios, aunque tosco e informe, y creyesen que él era el único Dios verdadero y solamente de cualquier modo le diesen culto a él. Por eso no les eran apropiados sacrificios más elevados ni más espirituales, como tampoco una revelación más clara de la fe, porque les estorbarían muchísimo.

Lo mismo hay que decir de lo tercero, a saber, de la ley y de su correspondiente imperfección de entonces: ya que si les hubiera dado un modo más noble de vivir, al ser imperfectos pecarían más gravemente y pronto la rechazarían, y difícilmente habrían podido soportarla; por eso su imperfecto modo de ser exigió una ley tal que concediera mucho y prohibiese poco y que fuera amplia y generosa con sus apetitos sensuales, pues eran carnales y duros. Por eso, si Dios no les hubiera permitido que repudiasen con el libelo a la mujer que les desagradase por algún defecto, enseguida adulterarían o traerían concubinas; e incluso, lo que es más grave, sin duda las matarían al no ser capaces de soportarlas: por lo tanto les era conveniente el libelo de repudio. Al ser igualmente crueles y proclives al derramamiento de sangre, si Dios no hubiera dispuesto recluir al homicida involuntario a modo de castigo en alguna de las ciudades de refugio, sin duda los parientes del muerto lo habrían matado; y porque lo acecharían si de ella saliese para matarlo, por eso le amonestó a que se guardase mientras que a ellos les permitió que lo matasen si salía, para que así al menos permaneciera seguro dentro de la ciudad. Como también eran despiadados y codiciosos, si no les hubiera permitido cobrar intereses de los extranjeros, habrían exigido interés a sus propios hermanos por no ser capaces de privarse de ellos, e incluso también habrían permitido que muriesen de penuria y hambre; por eso, para que al menos entre sí se tuvieran misericordia y se respetasen, les. permitió cobrar intereses de los extranjeros y que solamente entre ellos contuviesen su exigencia y codicia. Y lo mismo se podría razonar de cada una de las imperfecciones de la ley respecto a ellos, que tanto convenían al pueblo cuanto sin ellas no se sostendría el ordenamiento público y el gobierno.

Con más claridad se ve esto en lo cuarto, es decir, en relación al fin al que intentaba encaminar a sus observantes y que no era la vida eterna sino que tan sólo prometía bienes terrenos: pues como era una situación como de infancia no podía captar las promesas celestiales a no ser que bajo figura de cosas temporales se fuesen cautivando por ellas al serles prometidas claramente en el momento oportuno y al dárselas realmente; por eso no fue oportuna para el estado antiguo una promesa más elevada, sino que eran las sensibles y terrenas las que respondían a su imperfección, según lo que dice el Apóstol a los Calatas como ya se indicó ampliamente en el capítulo XVI.

Muy claro resulta todo esto acerca de la imperfección de su ordenamiento en el uso y distribución y en la mutua convivencia y trato de los ciudadanos; ya que de lo dicho se hace ver que tal ordenamiento era el que convenía a aquel estado para que pudiera mantenerse, según lo que podría explicarse por largo, pero que dejo por no alargar.

Hay un denominador común en todo esto: su tosquedad, endurecimiento e imperfección, por lo que a tal pueblo le convenían estas imperfecciones, según lo que nuestro Dios todopoderoso reconoció al darle la Ley a Moisés en las tablas, diciendo: «Ya veo que este pueblo es un pueblo de dura cerviz» (Ex 32, 9), y que Moisés repitió de nuevo ante el pueblo: «Dijo Moisés al pueblo...: 'Porque conozco tu espíritu de rebeldía y tu dura cerviz...'» (Dt 31, 27; Cf. Ex 33, 35); por eso también el Salvador al hablar del libelo de repudio, lo explicó en pocas palabras diciéndoles: «Moisés, teniendo en cuenta la dureza de vuestra cabeza, os permitió repudiar a vuestras mujeres; pero al principio no fue así» (Mt 19, 8). Pues bien: esta causa para permitir el libelo de repudio, es decir, su endurecimiento, vale para todo lo demás.




ArribaAbajoCapítulo XIX

Que tales permisos de cobrar intereses a los extranjeros, de dar libelo de repudio y los demás de la ley antigua, concedidos por la imperfección del pueblo, aunque eran de suyo ilícitos, sin embargo resultaban lícitos a los judíos por el permiso o concesión de Dios


Pase que tal ordenamiento conviniera entonces a los judíos por su mala disposición y tosca imperfección; pero queda la duda, acerca de algunas de estas cosas que van contra el dictamen de la recta razón y del derecho natural y que fueron concedidas a los judíos, de cómo habrían podido hacerlas sin pecado mortal, al ser absolutamente y de suyo malas y tener que evitarlas necesariamente cualquier persona para poder salvarse, como es el cobrar intereses, dar libelo de repudio y matar al enemigo inocente, y cualquier otra cosa que les hubiera sido concedida que fuera contraria al derecho natural. Pues de la imperfecta revelación de la fe, del tosco e inútil modo de sacrificar y de las demás imperfecciones suyas ya no surge duda alguna al quedar claro antes en qué forma bastaban para que los judíos esperasen la salvación eterna que había de ser revelada por Cristo en el momento oportuno; pues en todo eso, aunque fuese imperfecto por serle conveniente a ellos, no había nada contra la recta fe ni contra el verdadero culto a Dios que pudiese impedir su salvación eterna. Pero las cosas contra las que ahora se presenta la objeción no solamente impedían su salvación al ser malas de suyo y estar obligados a evitarlas, sino que también parecen corromper toda la ley y hacerla mala; ya que, como se afirma en los tratados de moral, donde hay algo malo necesariamente se hace malo todo lo que le está unido, porque el bien exige la integridad de todos sus elementos, al concurrir en uno todas las circunstancias necesarias perfectamente dispuestas, mientras que el mal se produce por el defecto de cualquier elemento, de forma que, si alguno fuese de suyo malo, bastaría para que también lo fuese el resultado total condicionado por tal defecto, según lo que dice Dionisio y también se saca de la Etica a Nicómaco de Aristóteles.

Suponiendo, pues, que toda la ley estuviese perfectísimamente ordenada, si hubiese en ella un solo defecto tal como mandar algo de suyo malo o incluso concederlo, al punto toda ella se volvería mala por incluir eso, con tal que continuase siendo malo aún después de su mandato o concesión, que parece ser el caso de lo anteriormente citado; y así esas cosas aparecen produciendo la corrupción y el fallo de la ley entera, especialmente al confirmarlas Dios con preceptos de la ley, ya que otra cosa sería en el caso de pasarlas por encima fuera del tenor de la ley.

A esto hay que responder con los doctores sacros que, aunque tales cosas se manifiestan ir contra el Decálogo, donde se exponen los preceptos de ley natural, es cierto que son contrarias al Decálogo si se consideran en absoluto, pero ya no después del permiso o concesión divinos; ya que, según lo que expone santo Tomás en el Comentario al tercer libro de las Sentencias, Dios puede suprimir algunas condiciones contrarias al Decálogo, y mandar o permitir correctamente las mismas acciones que eran mortales y gravemente malas bajo tales condiciones; y podría lícitamente realizar tales acciones aquel a quien así se le manda o se le permite, con tal de observar el modo y el orden del precepto o permiso divino. Por ejemplo: entrar a la mujer que no es propia es un acto de fornicación; pero al suprimirse esta condición de «no propia», que es la que hacía que tal acción fuese fornicación contraria al Decálogo, resultará entonces que tal acción ya no estará contra el Decálogo ni será consiguientemente fornicación; pero Dios puede suprimir esta condición de «no propia», y el que entrase a ella no pecaría ni obraría contra los mandamientos de Dios, como de otra forma le sucedería al entrar a la mujer que le es propia. Ni es tan de admirar ni tan increíble esto -como allí mismo dice santo Tomás-, al poder Dios también cambiar la naturaleza haciéndola de manera distinta, de forma que, lo que antes era contra la naturaleza luego ya no lo fuera.

Pero a ningún ser humano se le ha concedido que mande o permita contra el Decálogo, como tampoco a nadie se le ha concedido establecerlo o ser su señor; otra cosa es que se lo pueda interpretar correctamente y explicarlo en relación a las acciones concretas de los fieles que tienen que cumplirlo, pues eso se les ha concedido a los rectores y prelados, y en algunos puntos también a los mismos jueces civiles.

Concretando ahora: Cobrar intereses consiste en una forma de exigir injustamente lo que no es de uno; si se suprimiese esta condición de «no ser de uno», que es la que hace que vaya en contra del Decálogo, ya no sería usura ni tampoco pecado; pero Dios puede suprimirla en cualquier cosa y del modo que quiera, porque puede privar a quien la posee de su dominio al ser él el Señor de todas las cosas, especialmente cuando los hombres merecen eso y aún más por sus pecados; pero privado en tal caso de su dominio, desaparece también para el que lo exige esa condición de «no ser de uno», con lo que no peca al recibirlo ni obra contra el Decálogo ni contra el derecho natural que en él se contiene, dado que ya no exige lo que no es suyo, que era de donde provenía el pecado; más aún, recibe lo suyo después de habérselo concedido el verdadero y universalísimo Señor.

De esta forma los judíos pudieron lícitamente exigir intereses de aquellas gentes de quienes Dios se lo había permitido, ya que, por el mismo hecho de la concesión, había privado a aquellas gentes del dominio de las cosas que los judíos tenían que recibir de ellos como intereses; puesto que, así como hubiera podido sin injusticia alguna desbaratar o destruir con algún accidente permitido por él aquellas o cualesquiera otras cosas de aquellas gentes o incluso también instantáneamente volverlas a la nada, también así pudo con toda justicia concedérselas a los judíos para que las exigieran como intereses; y los judíos así no pecaban, porque no exigían lo que no era suyo, sino lo que les había concedido el poderosísimo y verdadero Señor y que ya no eran suyas de sus anteriores dueños por habérseles privado de su dominio, aunque lícitamente pudieran poseerlas y no entregárselas a los judíos de ninguna manera hasta que claramente les constase lo contrario.

Lo mismo hay que decir del libelo de repudio, ya que la mujer repudiada resultaba «no suya» del que la había repudiado y él igualmente resultaba «no suyo» por el permiso de Dios, es decir, por suprimir Dios con su gran poder la condición de «suyo» y «suya», de tal forma que después pudiera cualquiera de ellos libremente casarse con otro al suprimirse la condición anterior que lo impedía de ser «suyo» y «suya», con la cual adulteraría cualquiera de ellos al unirse con otra persona. Pues Dios hubiera podido separarlos por la muerte en el mismo momento en que el varón repudiaba a la mujer, disolviendo al momento el matrimonio que los unía y quedando libre el que viviese para casarse lícitamente con otra persona; y no hay que maravillarse ni estimar que fuese algo injusto: pues así hubiera podido realmente separarlos aún cuando vivían suprimiendo la condición de su matrimonio de ser «suya» y «suyo», resultando en adelante «no suya» y «no suyo»; y los que antes lícitamente podían unirse como esposos al permanecer sus condiciones, fornicarían en adelante al unirse después de haber suprimido Dios con su poder aquellas condiciones. El signo de la intervención divina para esta dispensa o concesión era el libelo de repudio, de tal forma que ya no podrían unirse corporalmente una vez dado, mientras que antes siempre se conservaban verdaderos cónyuges aunque riñesen o aunque se separasen entre sí por el odio.

Análogamente resulta del homicidio del enemigo por permiso o concesión de Dios: ya que Dios es el Señor de la muerte y de la vida y ante quien todos los hombres son merecedores de muerte, tanto los justos como los injustos, al menos por el pecado de nuestro primer padre, y Dios puede exigir con toda justicia la muerte de cualquiera cuando quiera y del modo y en el lugar y por la persona que disponga; pues, como hubiera podido quitarle la vida a aquel hombre sin injusticia alguna de cualquier otra forma cual accidente, fiebre alta, peste repentina, etc., así también podía quitarle la vida de forma que fuese su enemigo el verdugo y ejecutor; quien ya entonces no mataba a un inocente, sino que era ministro de Dios en tal género de muerte que Dios le exigía por medio de aquel hombre, porque se la debía; y al ser ejecutor de la autoridad divina ni pecaba ni era homicida; tanto más que, siendo adultos y habiendo cometido algún pecado actual, más y antes merecerían recibir la muerte sobre la ley común para todos de morir, a no ser que Dios por su misericordia no quisiera hacerlo; pero con más razón todavía al haber advertido Dios por la ley a aquel hombre que se guardase de su enemigo, y por lo mismo que descuidaba y se olvidaba de su vida al no guardarla debidamente, hay que pensar que moría justamente.

Lo mismo vale para Abraham cuando iba a matar y sacrificar a su hijo Isaac, como se lee en el libro del Génesis (Cf. Gn 22, 1-10); ya que él no intentaba matar a un inocente sino obedecer a Dios con quien Isaac estaba en deuda con su vida y que se la exigía con tal mandato por medio de Abraham; de otra forma Abraham pecaría mortalmente ya con sólo querer matar a su hijo, como si realmente lo hubiera matado aunque no con tanta gravedad; y no solamente no pecó sino que mereció más ante Dios altísimo.

Igual hay que decir de los judíos que despojaron a Egipto por mandato del Señor pidiendo prestados objetos de plata y oro y otros, como se dice en el libro del Éxodo (Cf. Ex 11,2; 12,35-36); ya que no habían pecado ni hurtado al no quedarse con cosas ajenas, sino suyas, por haber suprimido Dios de las cosas que retenían la condición de «no suyas» para que así se las apropiaran, con tal que su codicia no sobrepasase el mandato divino, es decir, que si lo hubieran hecho por codicia de tal forma que se hubieran quedado también con las cosas aunque Dios no lo hubiera mandado, los que así hubieran hecho habrían pecado por hurto.

Lo mismo ocurre con Oseas a quien Dios le mandó que entrase a una prostituta y procrease hijos de ella (Cf. Os 1, 2), porque aquella mujer que no era suya antes, por el poder de Dios se hizo entonces suya al suprimir Dios también la condición de «no suya»; pero si la condición permaneciera la acción sería fornicación e iría en contra del Decálogo al entrar a una mujer que no era suya.

Aunque en estos tres casos citados a modo de ejemplo sea más fácil la forma de la dispensa y apenas si responden a la dificultad por el hecho de depender de la libre voluntad de Dios sin que hubiera causa que lo obligase en cierto sentido a la dispensa o concesión, como en los otros casos; por lo mismo que Abraham no era enemigo de Isaac ni se vengaba sacrificándolo, como hacían los judíos al matar a su enemigo; como también los egipcios eran deudores de los judíos en aquellos bienes y quizás en más por la dura servidumbre que les habían impuesto, lo que no consta de las demás gentes con relación a los judíos; por lo mismo que la prostituta a la que entró Oseas por mandato del Señor no estaba casada con nadie, y solamente tenía el impedimento de no ser suya, mientras que el hombre y la mujer entre los que se daba el libelo de repudio estaban unidos por ley natural para toda la vida para que fueran suya y suyo, lo que es mucho más.

Pero todas estas diferencias no debilitan las razones anteriores para que fuese dispensable si Dios lo quería y pudiese concederlo tanto en el caso de aquéllos como en el de éstos, ya que, aunque Dios en algún sentido se viera forzado a concedérselo por el endurecimiento y condición perversa de los judíos, no por eso se quita que tras la dispensa quedasen dispensados para poder usar lícitamente de tal privilegio; ni tampoco resultaba menos posible para Dios por el hecho de que la dificultad fuese algo mayor que en los otros casos, porque para Dios no hay nada imposible (Cf. Lc 1, 37); ni se puede decir que una cosa fuese menos conveniente que la otra, sino quizás aún más para evitar tan gran número de pecados y ayudar a todos aquellos que daban culto a Dios para que no pereciesen eternamente, pues él supo dar a su tiempo la medicina conveniente al género humano -como dice san Agustín-; incluso fue necesario para que Dios no echara a perder su ley, puesto que de otro modo habría que decir justamente que la ley entera era mala por incluir y aprobar en ella tales y tantas torpezas de no ser añadidas por dispensa y concesión divina.

Pero todos conceden sin lugar a duda que aquella ley era buena y, aunque no absolutamente perfecta, suficiente para esperar entonces la salvación, y sería absurdo decir lo contrario: «Así que la ley es santa, y santo el precepto, y justo y bueno» (Rm 7, 12). Por lo que nuestro glorioso padre Jerónimo dice en la carta a Tetrancia sobre la verdadera circuncisión: «Pues si, como él dice, pasarán transitorios el cielo y la tierra, así la Sabiduría lo describe para que creamos que no ha podido ser de otra forma: ¿qué decir de los hombres en cuyo favor ahora seleccionó, dispuso y estableció así? ¿quizás permitió vivir sin motivo a aquéllos de quienes es la adopción por hijos, la gloria, la alianza, la legislación, la complacencia, las promesas, de quienes también es Cristo según la carne, el que es bendito por los siglos? No puede ser que no estableciera una alianza llena de razón con aquéllos de quienes quiso que también naciera su hijo en cuanto hombre. Pero como consta por Dios que todo está lleno de razón, con tanta evidencia que no necesita quién lo defienda, veamos de dónde hemos partido...».

Sin embargo, no sé de qué otro modo podría mantenerse la bondad de la ley y la integridad del pueblo en orden a la salvación, especialmente al no haberlo prohibido Dios nunca ni haberles llamado la atención por ningún profeta, sino más bien haberlo confirmado e invitar a los judíos a que lo hicieran, como en concreto consta del libelo de repudio: «No desprecies la esposa de tu juventud: si la aborreces, repudíala, dice el Señor Dios de Israel» (MI 2, 16 Vulg): si se analizan las palabras del profeta se encontrará que son verdaderas y que no manda en nombre de Dios nada injusto ni pecaminoso, pues si de otro modo quisiéramos afirmar lo contrario, apareceríamos poniendo tachas a la Escritura por entero; ya que, como dicen los sagrados cánones: «Si se hubieran admitido en las sagradas Escrituras mentiras interesadas, ¿qué autoridad conservarían? ¿qué sentencia se dictaría sobre tales Escrituras con cuya fuerza se superase el mal de la falsedad en pugna?». He dicho esto porque parece que algunos varones nombrados han afirmado lo contrario, a cuyas razones me parece muy fácil responder si el tema lo exigiese, pero lo dejo por no salirme de la materia.

Por lo tanto resta concluir que todo lo que Dios en la ley había permitido de suyo ilícito a aquel pueblo, se les volvía lícito por tal permiso o concesión lo que de otra forma seguía siendo ilícito, y esto por las razones ya indicadas; y así, cobrar intereses de los extranjeros, dar libelo de repudio y todo lo demás concedido en la ley, no fue pecado para los judíos mientras duró el tal estado de la ley, aunque haya sido un permiso como forzado por la dureza de sus corazones; pero se entiende, sin embargo, que no fue pecado mientras tenían puestos los ojos en las promesas divinas, aunque fuese con cierto desorden de sus inclinaciones, pero de tal forma que, si Dios hubiera prohibido o no hubiera concedido que lo hicieran, ellos se habrían abstenido de hacerlo; ya que quien hiciera alguna de estas cosas de tal forma que, vencido por su concupiscencia, estuviera dispuesto a hacerlo de todos modos y lo realizase aunque Dios no lo hubiera permitido, no cabe duda de que pecaría mereciendo su condenación. Y por eso es de creer que los varones nobles y perfectos de aquel pueblo se habían abstenido no sólo del apetito desordenado y excesivo sino incluso de cualquier permiso o concesión: como también ahora en la ley evangélica las personas perfectas se abstienen de algunas cosas concedidas a ellos y a otros de su orden o estado, que, sin embargo no son malas de suyo como lo eran aquéllas antes de serles concedidas, pero lo hacen porque son menos perfectas.



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