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Poco después de anochecido, al subir a su casa, Cadalsito sintió pasos detrás de sí; pero no volvió la cara. Mas cuando faltaban pocos escalones para llegar al piso segundo, manos desconocidas le cogieron la cabeza y se la apretaron, no dejándole mirar hacia atrás. Tuvo miedo, creyéndose en poder de algún ladrón barbudo y feo, que iba a robar la casa y empezaba por asegurarle a él. Pero antes que tuviera tiempo de chillar, el intruso le levantó en peso y le besó. Luis pudo verle entonces la cara, y al reconocerle, su intranquilidad no disminuyó. Había visto aquella cara por última vez algún tiempo antes, sin poder apreciar cuándo, en una noche de escándalo y reyerta, en la cual todos chillaban en su casa, Abelarda caía con una pataleta, y la abuelita gritaba pidiendo el auxilio de los vecinos. La dramática escena doméstica había dejado indeleble impresión en Luis, que ignoraba por qué se habían puesto sus tías y abuela tan furiosas.

En aquel tiempo estaba el abuelito en Cuba, y no vivía la familia en la calle de Quiñones. Recordó también que las iras de las Miaus recaían sobre una persona que entonces desapareció de la casa, para no volver a ella hasta la ocasión   -93-   que ahora se refiere. Aquel hombre era su padre. No se atrevió Luis a pronunciar el cariñoso nombre; de mal humor dijo: «Suéltame». Y el sujeto aquel llamó.

Cuando doña Pura, al abrir la puerta, vio al que llamaba, acompañado de su hijo, quedose un instante como quien no da crédito a sus ojos. La sorpresa y el terror se pintaban en su semblante... después contrariedad. Por fin murmuró: «¿Víctor... tú?».

Entró saludando a su suegra con cierta emoción de una manera cortés y expresiva. Villaamil, que tenía el oído muy fino, se estremeció al reconocer desde su despacho la voz aquella. «¡Víctor aquí!... Víctor otra vez en casa. Este hombre nos trae alguna calamidad». Y cuando su yerno entraba a saludarle, el rostro tigresco de D. Ramón se volvió espantoso, y le temblaba la mandíbula carnicera, indicando como un prurito de ejercitarla contra la primera res que se le pusiera delante. «¿Pero cómo estás aquí? ¿Has venido con licencia?» fue lo único que dijo.

Víctor Cadalso sentose frente a su suegro. El quinqué les separaba, y su luz, iluminando los dos rostros, hacía resaltar el vivo contraste entre una y otra persona. Era Víctor acabado tipo de hermosura varonil, un ejemplar de los que parecen destinados a conservar y transmitir la elegancia de formas en la raza humana,   -94-   desfigurada por los cruzamientos, y que por los cruzamientos, reflujo incesante, viene de vez en cuando a reproducir el gallardo modelo, como para mirarse y recrearse en el espejo de sí misma, y convencerse de la permanencia de los arquetipos de hermosura, a pesar de las infinitas derivaciones de la fealdad. El claro-oscuro producido por la luz de la lámpara modelaba las facciones del guapo mozo. Tenía nariz de contorno puro, ojos negros, de ancha pupila, cuya expresión variaba desde el matiz más tierno hasta el más grave, a voluntad. La frente pálida tenía el corte y el bruñido que en escultura sirve para expresar nobleza. -Esta nobleza es el resultado del equilibrio de piezas cranianas y de la perfecta armonía de líneas-. El cuello robusto, el pelo algo desordenado y de azabache, la barba oscura también y corta, completaban la hermosa lámina de aquel busto más italiano que español. La talla era mediana, el cuerpo tan bien proporcionado y airoso como la cabeza; la edad debía de andar entre los treinta y tres o los treinta y cinco. No supo responder terminantemente a la pregunta de su suegro, y después de titubear un instante, se aplomó y dijo:

«Con licencia no... es decir... he tenido un disgusto con el jefe. Salí sin dar cuenta a nadie. Ya conoce usted mi carácter. No me gusta que nadie juegue conmigo... Ya le contaré.   -95-   Ahora vamos a otra cosa. Llegué esta mañana en el tren de las ocho, y me metí en una casa de huéspedes de la calle del Fúcar. Allí pensaba quedarme. Pero estoy tan mal, que si ustedes (doña Pura se hallaba todavía presente) no se incomodan, me vendré aquí por unos días, nada más que por unos días».

Doña Pura se echó a temblar, y corrió a transmitir la fatal nueva a su hermana y a su hija. «¡Se nos mete aquí! ¡Qué horror de hombre! Nos ha caído que hacer».

«Aquí estamos muy estrechos -objetó Villaamil con cara cada vez más fiera y tenebrosa-. ¿Por qué no te vas a casa de tu hermana Quintina?».

-Ya sabe usted -replicó-, que mi cuñado Ildefonso y yo estamos así... un poco de punta. Con ustedes me arreglo mejor. Yo les prometo ser pacífico y razonable, y olvidar ciertas cosillas.

-Pero en resumidas cuentas, ¿sigues o no en tu destino de Valencia?

-Le diré a usted... (mascando las primeras palabras; pero discurriendo al fin una respuesta que disimulase su perplejidad). Aquel Jefe Económico es un trapisonda... Se empeñó en echarme de allí, y ha intentado formarme expediente. No conseguirá nada; tengo yo más conchas que él.

Villaamil dio un suspiro, tratando de descifrar   -96-   por la fisonomía de su yerno el misterio de su intempestiva llegada. Pero sabía por experiencia que la cara de Víctor era impenetrable y que, histrión consumado, expresaba con ella lo que más convenía a sus fines.

«¿Y qué te parece tu hijo? -le preguntó al ver entrar a Pura con Luisín-. Está crecido, y le vamos defendiendo la salud. Delicadillo siempre, por lo cual no queremos apretarle para que estudie».

-Tiempo tiene -dijo Cadalso, abrazando y besando al niño-. Cada día se parece más a su madre, a mi pobre Luisa. ¿Verdad?

Al anciano se le humedecieron los ojos. Aquella hija malograda en la flor de la edad, fue todo su amor. El día de su temprana muerte, Villaamil envejeció de un golpe diez años. Siempre que alguien la nombraba en la casa, el pobre hombre sentía renovada su aflicción inmensa, y si quien la nombraba era Víctor, al pesar se mezclaba la repugnancia que inspira el asesino condoliéndose de su víctima después de inmolada. A doña Pura también se le abatieron los espíritus al ver y oír al que fue esposo de su querida hija. Luis se entristeció, más bien por rutina, pues había notado que cuando alguien pronunciaba en la casa el nombre de su mamá, todos suspiraban y se ponían muy serios.

Víctor, llevando a su hijo, pasó a saludar   -97-   a Milagros y a Abelarda. Aquella le aborrecía de todo corazón, y respondió a su saludo con desdeñosa frialdad. La cuñadita se metió en su cuarto al sentirle; luego salió, y su color, siempre malo, era como el color de una muerta. Le temblaba la voz; quiso afectar el mismo desdén de su tía hacia Víctor; este le apretaba la mano. «¿Ya estás aquí otra vez, perdido?» balbució ella; y sin saber qué hacer, se volvió a meter en el aposento.

Entretanto Villaamil, aprensivo y sobresaltado, se desperezaba en su asiento como si quisiera crucificarse, y decía a su mujer:

«Este hombre traerá hoy la desgracia a nuestra casa como la ha traído siempre. Y si no, tú lo has de ver. Cuando le sentí la voz, creí que el infierno se nos metía por las puertas. Maldita sea la hora (exaltándose y dejando caer con ruidosa pesadumbre las palmas de las manos sobre la mesa) en que este hombre entró en mi casa por vez primera; maldita la hora en que nuestra querida hija se prendó de él, y maldito el día en que les casamos... porque ya no tenía remedio. ¡Ojalá viviera mi hija deshonrada, ojalá!... ¡Qué estúpido afán de casar a las hijas sin saber con quién! ¡Ah! Pura, mucho cuidado con ese danzante; no te fíes. Tiene el arte de adornar su perversidad con palabras que, al pronto, emboban y seducen. A mí no me la da, no; a mí me engañó una vez sola.   -98-   Pero pronto le calé, y ahora me pongo en guardia, porque es el hombre más malo que Dios ha echado al mundo».

-¿Pero no ha dicho a qué viene? ¿Le han dejado cesante? De seguro ha hecho alguna pillada y viene a que tú se la tapes.

-¡Yo! (espantado y echando los ojos fuera del casco). ¡Como no se la tape el moro Muza! A buena parte viene...

Llegada la hora de comer, Víctor, sentándose a la mesa con la mayor frescura, hubo de permitirse ciertos alardes de conversación jocosa. Todos le miraban con hostilidad, esquivando los temas joviales que quería sacar a relucir. A ratos se ponía ceñudo y receloso; pero a la manera de un actor que recobra su papel momentáneamente olvidado, tomaba la estudiada actitud bonachona y festiva. Luego reapareció la dificultad grave. ¿Dónde le ponían? Y doña Pura, sofocada ante la imposibilidad de alojar al intruso, se plantó diciéndole: «No, no puede ser, Víctor; ya ves que no hay medio de tenerte en casa».

-No se apure usted, mamá -replicó él, acentuando con cariño el tratamiento-. Me quedaré aquí, en el sofá del comedor. Déme usted una manta, y dormiré como un canónigo.

Nada pudieron oponer a esta conformidad doña Pura y las otras Miaus. Cuando empezaron a llegar las personas que iban a la tertulia,   -99-   Víctor dijo a su suegra: «Mire usted, mamá, yo no me presento. No tengo malditas ganas de ver gente, al menos en algunos días. Me parece que he oído la voz de Pantoja. No le diga usted que estoy aquí».

-Pues no sé a qué vienen esos incógnitos -replicole amoscada su suegra-. ¿Te vas a estar de plantón en el comedor? Pues sabrás que voy a poner en esta mesa los vasos de agua, para que salgan a beber todos los que tengan sed. Y te advierto que Pantoja es hombre que me bebe media cuba todas las noches.

-Pues me meteré en el cuarto de Luis, si no pone usted el abrevadero en otra parte.

-¿Pero dónde?

-Nada, nada, mamá; por mi parte no altere usted sus costumbres. Váyase usted a la sala, donde ya tiene toda la crème reunida. No olvide ponerme aquí la manta. Mañana temprano traeré mi equipaje.

Cuando doña Pura transmitió a su marido el recelo de ser visto que en Cadalso notara, el buen señor se intranquilizó más, y echó nuevas pestes contra el intruso. Puesta sobre la mesa del comedor la bandeja con los vasos de agua, único refrigerio que los Villaamil podían ofrecer a sus amigos, Cadalso se quedó un rato solo con su hijo, el cual mostraba aquella noche aplicación desusada. «¿Estudias mucho?» preguntó su padre acariciándole. Y él contestó que   -100-   sí con la cabeza, cohibido y vergonzoso, como si el estudiar fuese delito. Su padre era para él como un extraño, y al intentar hablarle, la timidez le ataba la lengua. El sentimiento que al pobre niño inspiraba aquel hombre era mezcla singularísima de respeto y temor. Le respetaba por el concepto de padre, que en su alma tierna tenía ya el natural valor; le temía, porque en su casa había oído mil veces hablar de él en términos harto desfavorables. Era Cadalso el papá malo, como Villaamil era el papá bueno.

Al sentir los pasos de algún tertulio sediento que venía al abrevadero, Víctor se colaba en el cuarto de Milagros. Conoció por la voz a Ponce, que amén de crítico era novio de Abelarda; reconoció también a Pantoja, empleado en Contribuciones, amigo de Villaamil y aun del propio Cadalso, quien le tenía por la máquina humana más inútil y roñosa que en oficinas existiera. No pudo dejar de notar que una de las personas que más sed tuvieron aquella noche fue Abelarda. Salió dos o tres veces a beber, y además quiso sustituir a su tía Milagros en la obligación de acostar al pequeño. Estando en ello, se metió Víctor en la alcoba, huyendo de otro tertulio sofocado que iba a refrescarse.

«Papá está muy inquieto con esta aparición tuya -le dijo Abelarda sin mirarle-. Has   -101-   entrado en casa como Mefistófeles, por escotillón, y todos nos alteramos al verte».

-¿Me como yo la gente? -respondió Víctor sentándose en la misma cama de Luis-. Por lo demás, en mi venida no hay misterio; hay algo sí, que no comprenderán tu padre y tu madre; pero tú lo comprenderás cuando te lo explique, porque tú eres buena para mí, Abelarda, tú no me aborreces como los demás, sabes mis desgracias, conoces mis faltas y me tienes compasión.

Insinuó esto con mucha dulzura, contemplando a su hijo, ya medio desnudo. Abelarda evitaba el mirarle. No así Luisito, que había clavado los ojos en su padre, como queriendo descifrar el sentido de sus palabras.

«¡Lástima yo de ti! -repuso al fin la insignificante con voz trémula-. ¿De dónde sacas eso?... ¿Si pensarás que creo algo de lo que dices? ¡A otras engañarás, pero a la hija de mi madre...!».

Y como Víctor empezase a replicarle con cierta vehemencia, Abelarda le mandó callar con un gesto expresivo. Temía que alguien viniese o que Luis se enterase, y aquel gesto señaló una nueva etapa en el diálogo.

«No quiero saber nada» dijo, determinándose al fin a mirarle cara a cara.

-¿Pues a quién he de confiarme yo si no me confío a ti... la única persona que me comprende?

  -102-  

-Vete a la iglesia, arrodíllate ante el confesonario...

-La antorcha de la fe se me apagó hace tiempo. Estoy a oscuras -declaró Víctor mirando al chiquillo, ya con las manos cruzadas para empezar sus oraciones.

Y cuando el niño hubo terminado, Abelarda se volvió hacia el padre, diciéndole con emoción: «Eres muy malo, muy malo. Conviértete a Dios, encomiéndate a él, y...».

-No creo en Dios -replicó Víctor con sequedad-; a Dios se le ve soñando, y yo hace tiempo que desperté.

Luisito escondió su faz entre las almohadas, sintiendo un frío terrible, malestar grande y todos los síntomas precursores de aquel estado en que se le presentaba su misterioso amigo.




ArribaAbajo- XI -

A las doce, cuando los tertulios desfilaron, Cadalso se acomodó en el sofá del comedor, cubriéndose con la manta que Abelarda le diera. Ignoraba él que su cuñada se acostaría vestida aquella noche por carecer de abrigo. Retiráronse todos, menos Villaamil, que no quiso recogerse sin tener una explicación con su yerno. La lámpara del comedor había quedado encendida, y el abuelo, al entrar, vio a Víctor incorporado en su duro lecho, con la manta liada   -103-   de medio cuerpo abajo. Comprendió al punto el yerno que su padre político quería palique, y se preparó, cosa fácil para él, pues era hombre de imaginación pronta, de afluente palabra, de salidas ágiles y oportunas, a fuer de meridional de pura sangre, nacido en aquella costa granadina que tiene detrás la Alpujarra y enfrente a Marruecos. «Ese tío -pensó-, me quiere embestir. A buena parte viene... Empiece la brega. Le trastearemos con gracia».

«Ahora que estamos solos -dijo Villaamil con aquella gravedad que imponía miedo-, decídete a ser franco conmigo. Tú has hecho algún disparate, Víctor. Te lo conozco en la cara, aunque tu cara pocas veces dice lo que piensas. Confiésame la verdad, y no trates de marearme con tus pases de palabras ni con esas ideas raras de que sacas tanto partido».

-Yo no tengo ideas raras, querido D. Ramón; las ideas raras son las de mi señor suegro. Debemos juzgar las ideas de las personas por el pelo que estas echan. ¿Le han colocado a usted ya? Se me figura que no. Y usted sigue tan fresco, esperando su remedio de la justicia, que es lo mismo que esperarlo de la luna. Mil veces le he dicho a usted que el mismo Estado es quien nos enseña el derecho a la vida. Si el Estado no muere nunca, el funcionario no debe perecer tampoco administrativamente. Y ahora le voy a decir otra cosa: mientras no cambie usted   -104-   de papeles, no le colocarán; se pasará los meses y los años viviendo de ilusiones, fiándose de palabras zalameras y de la sonrisa traidora de los que se dan importancia con los tontos, haciendo que les protegen.

-Pero tú, necio -dijo Villaamil enojadísimo-, ¿has llegado a figurarte que yo tengo esperanzas? ¿De dónde sacas, majadero, que yo me forje ni la milésima parte de una condenada ilusión? ¡Colocarme a mí! No se me pasa por la imaginación semejante cosa, no espero nada, nada, y digo más: hasta me ofende el que me supone pendiente de formulillas y de palabras cucas.

-Como siempre le he conocido a usted así, tan confiado, tan optimista...

-¡Optimista yo! (muy contrariado). Vamos, Víctor, no te burles de estas canas. Y sobre todo, no desvíes la cuestión. Ahora no se trata de mí, sino de ti. Vuelvo a mi pregunta: ¿Qué has hecho? ¿Por qué estás aquí, y por qué te escondes de la gente?

-Es que las tertulias de esta casa me cargan. Ya sabe usted que soy muy extremado en mis antipatías. Yo no me escondo; es que no quiero ver la cara de Ponce con sus ojos pitañosos, ni que me hable Pantoja, el cual tiene un aliento que da el quién vive.

-No se trata del aliento de Pantoja, sino de que tú no has dejado tu destino con la frente alta.

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-Tan alta que si mi jefe dice algo contra mí, tengo medios de mandarle a presidio (acalorándose). Sepa usted que he prestado servicios tales, que si el Estado fuera agradecido, ya sería yo jefe de Administración. Pero el Estado es esencialmente ingrato, bien lo sabe usted, y no sabe premiar. Si el funcionario inteligente no se recompensa a sí propio, está perdido. Para que usted se entere: cuando fui a Valencia a encargarme de Propiedades e Impuestos, el Negociado estaba por los suelos. Mi antecesor era un cómico sin voz, que recibió el empleo como jubilación de la escena. El infeliz no sabía por dónde andaba. Llegué yo, y ¡arsa!, a trabajar. ¡Qué lío! Las cédulas personales no se cobraban ni a tiros. En Consumos había descubiertos horribles. Llamé a los alcaldes, les apremié, les metí el resuello en el cuerpo. Total, que saqué una millonada para el Tesoro, millonada que se habría perdido sin mí... Entonces reflexioné y dije: «¿Cuál es la consecuencia natural del inmenso servicio que he prestado a la Nación? Pues la consecuencia natural, lógica, ineludible de defender al Estado contra el contribuyente es la ingratitud del Estado. Abramos, pues, el paraguas para resguardamos de la ingratitud, que nos ha de traer la miseria».

-No se puede decir más claro que tus manos no están muy limpias.

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-No hay tal, no señor (incorporándose y accionando con mucha energía); porque mediador entre el contribuyente y el Estado, debo impedir que ambos se devoren, y no quedarían más que los robos si yo no los pusiera en paz. Yo formaba parte de la entidad contribuyente, que es la Nación; yo formo parte del Estado, como funcionario. Con esta doble naturaleza, yo, mediador, tengo que asegurar mi vida para seguir impidiendo el choque mortal entre el contribuyente y el Estado...

-Ni te entiendo, ni te entenderá nadie (con gesto de ira y desprecio). El mismo de siempre. Con esas chuscadas de tu ingenio quieres ocultar tus trapisondas. ¿Pues sabes lo que te digo?, que en mi casa no puedes estar.

-No se acalore mi querido suegro. Entre paréntesis, no he pretendido que me tengan aquí por mi linda cara. Pagaré mi pupilaje... Será por pocos días, porque en cuanto me asciendan...

-¡Ascenderte!, ¿qué dices? (como si le hubiera picado un escorpión).

-¡Ay!, ¿pues usted qué se creía? ¡Qué inocente! Siempre el mismo D. Ramón, la virginal doncella. Que le traigan tila. Ya... ¿qué creía usted?, ¿que yo no soy de Dios y no debo ascender? ¿Sabe que llevo dos años de oficial primero y me corresponde el ascenso a Jefe de Negociado de tercera, por la ley de Cánovas? ¡Y usted,   -107-   que tan optimista es en lo propio y tan pesimista en lo ajeno, creerá que me voy a pasar la vida escribiendo cartas, espiando la sonrisa de un Director general o quitándole motas a Cucúrbitas! No, señor mío, yo no voy al trapo rojo, sino al bulto.

-Sí, sí, lo que es a descarado no te gana nadie; y digo más... por lo mismo que no tienes vergüenza (lívido de ira y tragándose su propia amargura), consigues todo lo que quieres... El mundo es tuyo... Vengan ascensos, y ole morena.

-En cambio usted (con cruel sarcasmo), siga meciéndose en esos dulces éeextasis, siga creyendo que las mariposillas le traen la credencial, y despiértese todos los días diciendo: «hoy, hoy será», y lea La Correspondencia por las noches con la esperanza de ver su nombre en ella.

-Te repito de una vez para siempre (deseando tener a mano una botella, tintero o palmatoria que tirarle a la cabeza), que yo no espero nada, ni pienso que me colocarán jamás. En cambio estoy convencido de que tú, tú, que acabas de defraudar al Tesoro, tendrás el premio de tu gracia, porque así es el mundo, y así está la cochina Administración... ¡Dios mío!, ¡que viva yo para ver estas cosas! (levantándose y llevándose las manos a la cabeza).

-Lo que tiene usted que hacer (con cierta fatuidad) es aprender de mí.

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-¡Bonito modelo! No quiero oírte, no quiero verte ni en pintura... Adiós (marchándose y volviendo desde la puerta). Y ten entendido que yo no espero ni esto; que estoy conforme, que llevo con paciencia mi desgracia, y que no se me ocurre que me puedan colocar ahora, ni mañana, ni el siglo que viene... aunque buena falta nos hace. Pero...

-¿Pero qué?... (echándose a reír malignamente). Vamos, ¿a que le coloco yo a usted si me atufo?

-¡Tú... tú! ¡Deberte yo a ti...!

Y fue tal su indignación, que no quiso hablar más, temeroso de hacer un disparate, y pegando un portazo que estremeció la casa, huyó a su alcoba y arrojose en la inquieta superficie de su camastro, como un desesperado al mar.

Víctor se arrebujó en la manta, tratando de dormir; pero hallábase excitadísimo, más que por el altercado con su suegro, por la memoria de sucesos recientes, y no podía conciliar el sueño, no siendo tampoco extraña a este fenómeno la dureza del banco en que reposaba. La luz menguó de tal manera después de media noche, que apenas alumbraba con incierto resplandor la estancia; y en el cerebro insomne y febril de Víctor, esta penumbra y el olor a comida fiambre que flotaba en la atmósfera, se confundían en una sola impresión desagradable. Examinó punto por punto el comedor, las   -109-   paredes vestidas de papel, a trozos desgarrado, a trozos sucio. En algunos sitios, particularmente junto a las puertas, la crasitud marcaba el roce de las personas; en otros se veían impresas las manos de Luisito y aun los trazos de su artístico lápiz. El techo, ahumado en la proyección de la lámpara, tenía dos o tres grietas, dibujando una inmensa M y quizás otras letras menos claras. En la pared, agujeros de clavos, de los cuales colgaron en otro tiempo láminas. Víctor, recordaba haber visto allí un reloj, que nunca había dicho esta campana es mía, y señalaba siempre una hora inverosímil; también hubo antaño bodegones al cromo con sandías y melones despanzurrados. Láminas y reloj habían desaparecido, como carga que se arroja al mar para que el barco no zozobre. El aparador subsistía; pero ¡qué viejo y qué aburrido estaba, con sus vivos negros despintados, un cristal roto, caído el copete! Dentro de él se veían algunas copas boca abajo, vinagreras con frascos desiguales, un limón muy arrugado, un molinillo de café, latas mugrientas y algunas piezas de loza. La puerta que conducía al pasillo de la cocina estaba cubierta por un pesado portier de abacá, mugriento por el borde en que lo sobaban las manos, y con una claraboya en medio, que bien pudiera servir de torno.

Cansado de mudar posturas, Víctor se incorporó en su lecho, que parecía un potro, y su   -110-   desasosiego paró en desvarío mental. Le entraron ganas de explicarse consigo mismo, de deshacer con recriminaciones el nublado de su alma, y en voz no muy alta, pero perceptible, se expresó de este modo: «Esto es mío, estúpidos. Ratas de oficina, idos a roer expedientes. Yo valgo más que vosotros; en un día sé despabilar yo todo el trabajo del Negociado, correspondiente a un mes».

Después se echó, asustado de su propio acento. Y al poco rato, los ojos cerrados, el ceño fruncido, reprodujo en su cerebro, como ciertos sonámbulos, el caso cuya reminiscencia no podía echar de sí.

«Los consumos... ¡ah!, los consumos. Son la más ingeniosa de las invenciones. ¡Pícaros pueblos! Por no pagar, son ellos capaces de venderse al diablo... ¡Y cómo les sabe a cuerno quemado la cuenta corriente que se les lleva! Y que a mí no me joroban. Al que me cerdee, le abraso vivo. ¡Ah!, en la expedición de los apremios está el quid. Y como nunca falta un roto para un descosido, nada más fácil que ponerse de acuerdo con el interventor para formar la relación de apremios. ¡Feliz el pueblo que se escabulle de la relación, aunque tenga dos semestres en descubierto...! Señor Alcalde, entendámonos. ¿Ustedes quieren respirar? Pues yo también necesito oxígeno. Todos somos hijos de Dios... Y tú, Hacienda, ¿por qué   -111-   te amontonas? ¿No te salvé yo más de seis millones que mi antecesor dio por perdidos? Pues entonces, ¿a qué ese lloriqueo de mujer arrastrada? Quien presta tan grandes servicios, ¿no merece premio? ¿No hemos de ponernos a cubierto de la ingratitud del Estado, agradeciéndonos nosotros mismos nuestros leales servicios? La recompensa es el principio de la moralidad, es la aplicación de la justicia, del derecho, del Jus, a la Administración. Un Estado ingrato, indiferente al mérito, es un Estado salvaje... Lo que yo digo: donde quiera que hay el haber de un servicio, hay el debe de una comisión. Partida por partida, esto es elemental. Yo doy al Estado con una mano seis millones que andaban trasconejados, y alargo la otra para que me suelte mi comisión... ¡Ah!, perro Estado, ladrón, indecente ¿qué querías tú? ¿Mamarte los millones y después dejarme asperges? ¡Ah!, infame, eso habrías hecho si yo me descuido. Pues te juro que por listo que tú seas, más lo soy yo. Vamos de pillo a pillo. Y tú, contribuyente, ¿por qué me pones hocico? ¿No ves que te defiendo? Pero para que tú respires es preciso que respire yo también. Si yo me ahogo, vendrá otro que te sacará el redaño.

»¡Y ese estúpido Jefe, ese animal, ese bandido que en Pontevedra se merendó la suscrición para los náufragos y en Cáceres dejó en cueros a las viudas de los mineros muertos; ese que   -112-   sería capaz de tragarse la Necrópolis con todos sus difuntos, quiere formarme expediente! Pero la comprobación es muy difícil, tunante, y si me pinchas, te denunciaré, te sacaré los trapitos a la calle, con datos, con fechas, con números. Yo tengo buenos amigos, y manos blancas que me defiendan... Eso es lo que tú no me perdonas... Te come la envidia. Y por eso te revuelves contra mí ahora, tomador, que no sirviendo para afanar relojes, te metiste a empleado».

Y al cabo de un cuarto de hora, cuando parecía que había encontrado el sueño, soltó de improviso la risa, diciendo: «No me pueden probar nada. Pero aunque me lo probaran...». Por fin se durmió, y tuvo una pesadilla, semejante a otras que en los casos de agitación moral turbaban su descanso. Soñó que iba por una galería muy larga, inacabable, con paredes de espejos, que hasta lo infinito repetían su gallarda persona. Iba por aquel inmenso callejón persiguiendo a una mujer, a una dama elegante, la cual corría agitando con el rápido mover de sus pies la falda de crujiente seda. Cadalso le veía los tacones de las botas, que eran... ¡cascarones de huevo! Quién podía ser la dama, lo ignoraba; era la misma con quien soñara otra noche, y al seguirla, se decía que todo aquello era sueño, asombrándose de correr tras un fantasma, pero corriendo siempre. Por fin ponía   -113-   la mano en ella, la dama se paraba y se volvía, diciéndole con voz muy ronca: «¿Por qué te empeñas en quitarme esta cómoda que llevo aquí?». En efecto, la dama llevaba en la mano una cómoda ¡de tamaño natural!, y la llevaba tan desahogadamente como si fuera un portamonedas. Entonces Víctor despertaba sintiendo sobre sí un peso tal que no podía moverse, y un terror supersticioso que no sabía relacionar ni con la cómoda, ni con la dama, ni con los espejos. Todo ello era estúpido y sin ningún sentido.

Despierto, tenían más miga los sueños de Cadalso, porque toda la vida se la llevaba pensando en riquezas que no tenía, en honores y poder que deseaba, en mujeres hermosas, cuyas seducciones no le eran desconocidas, en damas elegantes y de alta alcurnia que con ardentísima curiosidad anhelaba tratar y poseer, y esta aspiración a los supremos goces de la vida, le traía siempre intranquilo, vigilante y en acecho. Devorado por el ansia de introducirse en las clases superiores de la sociedad, creía tener ya en las manos un cabo y el primer nudo de la cuerda por donde otros menos audaces habían logrado subir. ¿Cuál era este nudo? Ved aquí un secreto que por nada del mundo revelaría Cadalso a sus vulgarísimos y apocados parientes los de Villaamil.



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ArribaAbajo- XII -

Apareciósele muy temprano la figura arrancada a un cuadro de Fra Angélico, por otro nombre doña Pura, quien le acometió con el arma cortante de su displicencia, agravada por la mala noche que un dolorcillo de muelas le hizo pasar. «Ea, despejarme el comedor. Ve a lavarte a mi cuarto, que tenemos precisión de barrer aquí. Lárgate pronto si no quieres que te llenemos de polvo». Apoyaba esta admonición, de una manera más persuasiva, la segunda Miau, que se presentó escoba en mano.

«No se enfade usted, mamá. (A doña Pura le cargaba mucho que su yerno la llamase mamá). Desde que está usted hecha una potentada, no se la puede aguantar. ¡Qué manera de tratar a este infeliz!».

-Eso es, búrlate... Es lo que te faltaba para acabar de conquistarnos. ¡Y que tienes el don de la oportunidad! Siempre te descuelgas por aquí cuando estamos con el agua al cuello.

-¿Y si dijera que precisamente he venido creyendo ser muy oportuno? A ver... ¿qué respondería usted a esto? Porque no conviene despreciar a nadie, querida mamá, y se dan casos de que el huésped molesto nos resulte Providencia de la noche a la mañana.

-Buena Providencia nos dé Dios (siguiéndole   -115-   hacia el cuarto donde Víctor pensaba lavarse). ¿Qué quieres decir?, ¿que vas a apretar la cuerda que nos ahorca?

-Tanto como está usted chillando ahí (con zalamería), y todavía soy hombre para convidarla a usted a palcos por asiento.

-Ninguna falta nos hacen tus palcos... ¡Ni qué has de convidar tú, si siempre te he conocido más arrancado que el Gobierno!

-Mamá, mamá, por Dios, no rebaje usted tanto mi dignidad. Y sobre todo, el que yo sea pobre no es motivo para que se dude de mi buen corazón.

-Déjame en paz. Ahí te quedas. Despacha pronto.

-Prefiero ver delante de mí el puñal del asesino a ver malas caras. (Deteniéndola por un brazo). Un momento. ¿Quiere usted que pague mi hospedaje?

Sacó su cartera en el mismo instante, y a doña Pura se le encandilaron los ojos viendo que abultaba y que el bulto lo hacía un grueso manojo de billetes de Banco.

«No quiero ser gravoso (dándole un billete de 100 pesetas). Tome usted, querida mamá, y no juzgue mis intenciones por la insuficiencia de mis medios».

-Pues no creas... (echando la zarpa al billete como si este fuera un ratón), no creas que voy a llevar mi delicadeza hasta lo increíble,   -116-   rechazando con indignación tu dinero, a estilo teatro. No estamos ahora para escrúpulos ni para indignaciones cursis. Lo tomo, sí, lo tomo, y voy a pagar con él una deuda sagrada, y además, nos viene bien para...

-¿Para qué?

-Déjame a mí. ¿Quién no tiene sus secretillos?

-Y un hijo, un hijo cariñoso, ¿no merece ser depositario de esos secretos? Gracias por la confianza que merezco. Yo creí que me apreciaban más. Querida mamá, aunque usted no me considere de la familia, yo no puedo desprenderme de ella. Mándeme usted que no les quiera, y no obedeceré... En otra parte puedo entrar con indiferencia, pero en esta casa no; y cuando en ella noto síntoma de estrechez, aunque usted me lo prohíba, me tengo que afligir... (poniéndole cariñosamente la mano en el hombro). Simpática suegra, no me gusta que papá ande sin capa.

-¡Pobrecito!... y qué le hemos de hacer. Su situación viene siendo muy triste hace tiempo. La cesantía va estirando más de lo que creíamos. Sólo Dios y nosotras sabemos las amarguras que en esta casa se pasan.

-Menos mal si el remedio viene, aunque sea de la persona a quien no se estima (dándole otro billete de igual cantidad, que doña Pura se apresuró a coger).

  -117-  

-Gracias... No es que no te estimemos; es que tú...

-He sido malo, lo confieso (patéticamente); reconocerlo es señal de que ya no lo soy tanto. Tengo mis defectos como cada quisque; pero no soy empedernido, no está mi corazón cerrado a la sensibilidad, ni mi entendimiento a la experiencia. Yo seré todo lo malo que usted quiera; pero en medio de mi perversidad, tengo una manía, vea usted... no tolero que esta familia, a quien tanto debo, pase necesidades. Me da por ahí... llámelo usted debilidad o como quiera (dándole un tercer billete con gallardía generosa, sin mirar la mano que lo daba). Mientras yo gane un real, no consiento que el padre de mi pobre Luisa vista indecorosamente, ni que mi hijo ande desabrigado.

-Gracias, Víctor, gracias (entre conmovida y recelosa).

-No tiene usted por qué darme las gracias. No hay mérito ninguno en cumplir un deber sagrado. Se me ocurre que podría usted tomar hasta dos mil reales, porque no serán una ni dos las cosas que se han ido a Peñaranda.

-Rico estás... (con escama de si serían falsos los billetes).

-Rico, no... Ahorrillos. En Valencia se gasta poco. Se encuentra uno con economías sin notarlo. Y repito que si usted me habla de agradecimiento, me incomodo. Yo soy así. ¡He   -118-   variado tanto! Nadie sabe la pena que siento al recordar los malos ratos que he dado a ustedes, y sobre todo a mi pobre Luisa (con emoción falsa o verdadera; pero tan bien expresada, que a doña Pura se le humedecieron los ojos). ¡Pobre alma mía! ¡Que no pueda yo reparar los agravios que aquella santa recibió de mí! ¡Que no pueda yo resucitarla para que vea mi corazón mudado, aunque luego nos muriéramos los dos! (Dando un gran suspiro). Cuando la muerte se interpone entre la culpa y el arrepentimiento, no tiene uno ni el amargo consuelo de pedir perdón a quien ha ofendido.

-¡Cómo ha de ser! No pienses ahora en cosas tristes. ¿Quieres otra toalla? Aguarda. Y si necesitas agua caliente, te la traeré volando.

-No; nada de molestarse por mí. Pronto despacho, y en seguida iré a traer mi equipaje.

-Pues si se te ocurre algo, llamas... La campanilla no hay quien la haga sonar. Te asomas a la puerta y me das una voz.

Aquel hombre, que sabía desplegar tan variados recursos de palabra y de ingenio cuando se proponía mortificar a alguien, ya con feroz sarcasmo, ya hiriendo con delicada crueldad las fibras más irritables del corazón, entendía maravillosamente el arte de agradar, cuando entraba en sus miras. A doña Pura no la cogían de nuevas las demostraciones insinuantes de su yerno; pero esta vez, sea porque fuesen   -119-   acompañadas de la donación en metálico, sea porque Víctor extremara sus zalamerías, la pobre señora le tuvo por moralmente reformado o en camino de ello siquiera. Corridas algunas horas, no pudo la Miau ocultar a su cónyuge que tenía dinero, pues el disimular las riquezas era cosa enteramente incompatible con el carácter y los hábitos de doña Pura. Interrogola Villaamil sobre la procedencia de aquellos que modestamente llamaba recursos, y ella confesó que se los había dado Víctor, por lo cual se puso D. Ramón muy sobresaltado, y empezó a mover la mandíbula con saña, soltando de su feroz boca algunos vocablos que asustarían a quien no le conociera.

«¡Pero qué simple eres!... Si no me ha dado más que una miseria. Pues qué querías tú, ¿que le mantenga yo el pico? Bonitos estamos para eso. Le he acusado las cuarenta... clarito, clarito. Si se empeña en estar aquí, que contribuya a los gastos de la casa. ¡Bah!, ¡qué cosas dices! Que ha defraudado al Tesoro. Falta probarlo... Serán cavilaciones tuyas. Vaya usted a saber. Y en último caso, ¿es eso motivo para que viva a costa nuestra?».

Villaamil calló. Tiempo hacía que estaba resignado a que su señora llevase los pantalones. Era ya achaque antiguo que cuando Pura alzaba el gallo, bajase él la cabeza fiando al silencio la armonía matrimonial. Recomendáronle,   -120-   cuando se casó, este sistema, que cuadraba admirablemente a su condición bondadosa y pacífica. Por la tarde volvió doña Pura a la carga, diciéndole: «Con este poco de barro hemos de tapar algunos agujeros. Ve pensando en hacerte ropa. Es imposible que consiga nada el que se presenta en los Ministerios hecho un mendigo, los tacones torcidos, el sombrero del año del hambre, y el gabán con grasa y flecos. Desengáñate: a los que van así nadie les hace caso, y lo más a que pueden aspirar es a una plaza en San Bernardino. Y como ahora te han de colocar, también necesitas ropa para presentarte en la oficina».

-Mujer, no me marees... No sabes el daño que me haces con esa confianza de que no participo; al contrario, yo nada espero.

-Pues sea lo que sea; si te colocan, porque sí, y si no, porque no, necesitas ropa. El traje es casi la persona, y si no te presentas como Dios manda, te mirarán con desprecio, y eres hombre perdido. Hoy mismo llamo al sastre para que te haga un gabán. Y el gabán nuevo pide sombrero, y el sombrero botas.

Villaamil se asustó de tanto lujo; pero cuando Pura adoptaba el énfasis gubernamental, no había medio de contradecirla. Ni se le ocultaba lo bien fundado de aquellas razones, y el valor social y político de las prendas de vestir; y harto sabía que los pretendientes bien trajeados   -121-   llevan ya ganada la mitad de la partida. Vino, pues, el sastre llamado con urgencia, y Villaamil se dejó tomar las medidas, taciturno y fosco, como si más que de gabán fuesen medidas de mortaja.

Con la entrada del sastre, tuvieron Paca y su marido comidilla para todo el resto del día y parte de la noche. «¿No sabes, Mendizábal? Ha entrado también un sombrero nuevo. Desde que estamos en esta casa, y va para quince años, no he visto entrar más chisteras nuevas que la de hoy y la que estrenó D. Basilio Andrés de la Caña, el que vivió en el tercero, a los pocos días de venir Alfonso. ¿Será que va a haber revolución?».

-No me extrañaría -dijo Mendizábal-, porque ese Cánovas ha perdido los papeles. El periódico dice que hay crisis.

-Debe de haberla, y será que van a subir los de D. Ramón. Tú, ¿quiénes son los del señor Villaamil?

-Los del Sr. Villaamil son las ánimas benditas... (echándose a reír). ¿Conque cobertera nueva y ropa maja? Pues mira, mujer, en vista de ese lujo... asiático, voy a subir ahorita mismo con los recibos atrasados, por si pagan todo o parte de lo que deben. A esta gente es menester acecharla, para cogerla en el momento económico, ¿me entiendes?, en el ínterin, como quien dice, de tener dinero, que es ni visto ni oído.

  -122-  

Miraba el memorialista a su perro, el cual parecía decirle con su expresiva jeta: «Arriba, mi amo, y no se descuide, que ahora tienen guita. Vengo de allí y están como unas pascuas. Por más señas, que han traído un salchichón italiano, gordo como mi cabeza, y que huele a gloria divina».

Subió, pues, Mendizábal, precedido del can. Casi siempre, cuando el portero se aparecía con aquellos fatídicos papeles en la mano, Villaamil temblaba sintiendo herida su dignidad en lo más vivo, y a doña Pura se le ponía la boca amarga, los labios descoloridos, y el corazón rebosando congoja y despecho. Ambos, cada cual en la forma propia de su temperamento, alegaban razones mil para convencer a Mendizábal de lo bueno que sería esperar al mes siguiente. Por dicha suya, el hombre gorilla, aquel monstruo cuyas enormes manos tocarían el suelo a poco que la cintura se doblase; aquel tipo de transición zoológica en cuyo cráneo parecían verse demostradas las audaces hipótesis de Darwin, no ejercía con malos modos los poderes conferidos por el casero. Era, en suma, Mendizábal, con su fealdad digna de la vitrina de cualquier museo antropológico, hombre benévolo, indulgente, compasivo, que se hacía cargo de las cosas. Sentía lástima de la familia, y verdadero afecto hacia Villaamil. No apremiaba sino en términos comedidos y amistosos; y   -123-   al rendir cuentas al casero, echaba por aquella boca horrenda, rascándose la oreja corta y chata, frases de intercesión misericordiosa en pro del inquilino atrasado por mor de la cesantía. Y gracias a esto, el propietario, que no era de los más déspotas, aguardaba con triste y filosófica resignación.

Cuando Villaamil y doña Pura no estaban en disposición de pagar, añadían a sus excusas algún oficioso párrafo con el memorialista, lisonjeándole y cayéndose del lado de sus aficiones. Decíale Villaamil: «¡Pero cuánto ha visto usted en este mundo, amigo Mendizábal, y qué de cosas habrá presenciado tan trágicas, tan interesantes, tan...!». Y el gorilla, abarquillando los recibos, contestaba: «La historia de España no se ha escrito todavía, amigo D. Ramón. Si yo plumeara mis memorias, vería usted...». Doña Pura extremaba aun más la adulación: «El mundo anda perdido. Mendizábal está en lo cierto: ¡mientras haya libertad de cultos y eso que llaman el racionalismo...!». Total, que el portero se guardaba los recibos, y a la señora se le alegraban las pajarillas. Ya teníamos otro mes de respiro.

Pero aquel día en que, por merced de la Providencia, les era dado pagar dos meses de los tres vencidos, ambos esposos rectificaron con cierta arrogancia aquel criterio de asentimiento. Villaamil habló con discreta autoridad de   -124-   los ideales modernos, y doña Pura, al verle embolsar los billetes, dijo: «Pero venga acá, Mendizábal, ¿para qué tiene esas ideas? ¿Y usted cree de buena fe que va a venir aquí D. Carlos con la Inquisición y todas esas barbaridades? Vamos, que es preciso estar (apuntando a la sien) de la jícara para creer eso...».

Mendizábal les contestó con frases truncadas, mal aprendidas del periódico que solía leer, y se alejó refunfuñando. Contraste increíble: se iba de mal humor siempre que llevaba dinero.




ArribaAbajo- XIII -

Antes de proseguir, evoquemos la doliente imagen de Luisa Villaamil, muerta aunque no olvidada, en los días de esta humana crónica. Pero retrocediendo algunos años, la cogeremos viva. Vámonos, pues, al 68, que marca el mayor trastorno político de España en el siglo presente, y señaló además graves sucesos en los azarosos anales de la familia Villaamil.

Contaba Luisa cuatro años más que su hermana Abelarda, y era algo menos insignificante que ella. Ninguna de las dos se podía llamar bonita; pero la mayor tenía en su mirada algo de ángel, un poco más de gracia, la boca más fresca, el cuello y hombros más llenos, y por fin, la aventajaba ligeramente en la voz, acento y manera de expresarse. Las escasas seducciones   -125-   de entrambas no las realzaba una selecta educación. Se habían instruido en tres o cuatro provincias distintas, cambiando de colegio a cada triquitraque, y sus conocimientos, aun en lo elemental, eran imperfectísimos. Luisa llegó a saber un francés macarrónico que apenas le consentía interpretar, sobando mucho el Diccionario, la primera página del Telémaco3, y Abelarda llegó a farfullar dos o tres polkas, martirizando las teclas del piano. De cuatro niñas y un varón, frutos del vientre de doña Pura, sólo se lograron aquellas dos; las demás crías perecieron a poco de nacer. A principios de 1868, desempeñaba Villaamil el cargo de Jefe Económico en una capital de provincia de tercera clase, ciudad arqueológica, de corto y no muy brillante vecindario, famosa por su catedral y por la abundante cosecha de desportillados pucheros e informes pedruscos romanos que al primer azadonazo salían del terruño. En aquel pueblo de pesca pasó la familia de Villaamil la temporada triunfal de su vida, porque allí doña Pura y su hermana daban el tono a las costumbres elegantes, y hacían lucidísimo papel, figurando en primera línea en el escalafón social. Cayó entonces en la oficina de Villaamil un empleadillo joven y guapo, de la clase de aspirantes con cinco mil reales, engendro reciente del caciquismo. Cómo fue a parar allí Víctor Cadalso, es cosa que   -126-   no nos importa saber. Era andaluz, había estudiado parte de la carrera en Granada, se vino a Madrid sin blanca, y aquí, después de mil alternativas, encontró un padrinazgo de momio, que lo lanzó de un manotazo a la vida burocrática, como se puede lanzar una pelota. A poco de entrar en las oficinas de aquella provincia, hízose muy de notar, y como tenía atractivos personales, lenguaje vivo y gracioso, buenas trazas para vestirse y desenvueltos modales, no tardó en obtener la simpatía y agasajo de la familia del jefe, en cuya sala (no hay manera de decir salones), bastante concurrida los domingos y fiestas de guardar, fue desde la primera noche astro refulgente. Nadie le igualaba en el donaire, generalmente equívoco, de la conversación, en improvisar pasatiempos ingeniosos, en dar sesiones de magnetismo, prestidigitación o nigromancia casera. Recitaba versos imitando a los actores más célebres, bailaba bien, contaba todos los cuentos de Manolito Gázquez, y sabía, como nadie, entretener a las señoras y embobar a las niñas. Era el lión de la ciudad, el número uno de los chicos elegantes, espejo de todos en finura, garbo y ropa. La alta sociedad se reunía alternativamente en la casa de Villaamil, en la del Brigadier gobernador militar, cuya esposa era una jamona de muchas campanillas, en la de cierto personaje, que era el cacique, agente electoral y   -127-   déspota de la comarca; pero la casa en que había más refinamientos sociales era la de Villaamil, y las señoras de Villaamil las más encumbradas y vanagloriosas. La esposa del cacique tenía hijas casaderas, la Brigadiera no las tenía de ninguna edad, el Gobernador era célibe; de modo que las del Jefe Económico, las cacicas, la Gobernadora militar y la Alcaldesa, boticaria por añadidura, componían todo el mujerío distinguido de la localidad. Eran las dueñas del cotarro elegante, las que recibían incienso de aquella espiritada juventud masculina, con chaquet y hongo, las que asombraban al pueblo presentándose en los Toros (dos veces al año) con mantilla blanca, las que pedían para los pobres en la catedral el Jueves Santo, las que visitaban al Obispo, las que daban el tono y recibían constantemente el homenaje tácito de la imitación. En aquellos tiempos le quedaban aún a Milagros algunos vestigios de su hermosa voz, mucha afinación y todo el compás. Todavía, haciéndose muy de rogar, casi casi a la fuerza, se acercaba al piano, y soltando las rebañaduras de su arte, les largaba allí un par de cavatinas, que hacían furor. Los palmoteos se oían desde la cercana plaza de la Constitución, y las alabanzas duraban toda la noche, amenizando el baile y los juegos de prendas.

Ornamento de esta sociedad fue, desde que   -128-   en ella se introdujo, Víctor Cadalso, artista social digno de teatro mejor, y no con las facultades marchitas como las de Milagros, sino en la plenitud de su poder y lozanía. Por esto sucedió lo que debía suceder, que Luisa se prendó del aspirante repentina y locamente, desde la primera noche que se vieron, con ese amor explosivo en que los corazones parece que están llenos de pólvora cuando los traspasa la inflamada flecha. Esto suele ocurrir en las clases populares y en las sociedades primitivas, y pasa también alguna vez en el seno del vulgo infatuado y sin malicia, cuando cae en él, como rayo enviado del Cielo, un ser revestido de apariencias de superioridad. La pasión súbita de Luisa Villaamil fue tan semejante a la de Julieta, que al día siguiente de hablarle por primera vez, no habría vacilado en huir con Víctor de la casa paterna, si él se lo hubiera propuesto. Siguieron al flechazo unos amoríos furibundos. Luisa perdió el sueño y el apetito. Había carteo dos o tres veces al día y telégrafos a todas horas. Por las noches espiaban la coyuntura de verse a solas, aunque fuese breves momentos. La enamorada chica contaba sus tristezas y sus alegrones a la luna, a las estrellas, al gato, al jilguero, a Dios y a la Virgen. Hallábase dispuesta, si la ley de su amor se lo exigía, a cualquier género de heroicidad, al martirio. Doña Pura no tardó en contrariar   -129-   aquellos amores, porque soñaba con el ayudante del Brigadier para yerno; y Villaamil, que empezó a columbrar en el carácter de Víctor algo que no le agradaba, hubo de gestionar con el cacique para que le trasladasen a otra provincia. Los amantes, guiados por la perspicacia defensiva que el amor, como todo gran sentimiento lleva en sí, olfatearon el peligro, y ante el enemigo se juraron fidelidad eterna, resolviendo ser dos en uno, y antes morir que separarse, con todo lo demás que en estos apretados lances se acostumbra. El delirio les extraviaba, y la oposición les precipitó a estrechar de tal modo sus lazos, que nadie fuera poderoso a desatarlos. En resolución, que el amor se salió con la suya, como suele. Trinaron los señores de Villaamil; pero, pensándolo bien, ¿qué remedio quedaba más que arreglar aquel desavío como se pudiese?

Luisa era toda sensibilidad, afecto y mimo; un ser desequilibrado, incapaz de apreciar con sentido real las cosas de la vida. Vibraban en ella el dolor y la alegría con morbosa intensidad. Tenía a Víctor por el más cabal de los hombres, se extasiaba en su guapeza, y era completamente ciega para ver las jorobas de su carácter. Los seres y las acciones eran como hechuras de su propia imaginación, y de aquí su fama de escaso mundo y discernimiento. Fue padrino del bodorrio el cacique, y su regalo   -130-   sacarle a Víctor una credencial de ocho mil, lo que agradecieron mucho D. Ramón y su mujer, pues una vez incorporado Cadalso a la familia, no había más remedio que empujarle y hacer de él un hombre. A poco estalló la Revolución, y Villaamil, por deber aquel destino a un íntimo de González Bravo, quedó cesante. Víctor tuvo aldabas y atrapó un ascenso en Madrid. Toda la familia se vino por acá, y entonces empezaron de nuevo las escaseces, porque Pura había tenido siempre el arte de no ahorrar un céntimo, y una gracia especial para que la paga de primero de mes hallase la bolsa más limpia que una patena.

Volviendo a Luisa, sépase que, comido el pan de la boda, seguía embelesada con su marido, y que este no era un modelo. La infeliz niña vivía en ascuas, agrandando cavilosamente los motivos de su pena; le vigilaba sin descanso, temerosa de que él partiese en dos su cariño o se lo llevase todo entero fuera de casa. Entonces empezaron las desavenencias entre suegros y yerno, enconadas por enojosas cuestiones de interés. Luisa pasaba las horas devorada por ansias y sobresaltos sin fin, espiando a su marido, siguiéndole y contándole los pasos de noche. Y el truhán, con aquella labia que Dios le dio, sabía desarmarla con una palabrita de miel. Bastaba una sonrisa suya para que la esposa se creyese feliz, y un monosílabo adusto   -131-   para que se tuviera por inconsolable. En Marzo del 69 vino al mundo Luisito, quedando la madre tan desmejorada y endeble, que desde entonces pudieron los que constantemente la veían, augurar su cercano fin. El niño nació raquítico, expresión viva de las ansias y aniquilamiento de su madre. Pusiéronle ama, sin ninguna esperanza de que viviera, y estuvo todo el primer año si se va o no se va. Y por cierto que trajo suerte a la familia, pues a los seis días de nacido, dieron al abuelo un destino con ascenso, en Madrid, y de este modo pudo doña Pura bandearse en aquel golfo de trampas, imprevisión y despilfarro. Víctor se enmendó algo. Cuando ya su mujer no tenía remedio, mostrose con ella cariñoso y solícito. Padecía la infeliz accesos de angustiosa tristeza o de alegría febril, cuyo término era siempre un ataque de hemoptisis. En el último período de su enfermedad, el cariño a su marido se le recrudeció en términos que parecía haber perdido la razón, y cuando él no estaba presente, llamábale a gritos. Por una de esas perversiones del sentimiento que no se explican sin un desorden cerebral, su hijo llegó a serle indiferente; trataba a sus padres y a su hermana con esquiva sequedad. Toda la atención de su alma era para el ingrato, para él todos sus acentos de amor, y sus ojos habían eliminado cuantas hermosuras existen en el mundo moral   -132-   y físico, quedándose tan sólo con las que su exaltada pasión fantaseaba en él.

Villaamil, que conocía la incorrecta vida de su yerno fuera de casa, empezó a tomarle aborrecimiento; Pura, más conciliadora, dejábase engatusar por las traidoras palabras de Cadalso, y a condición de que este tratara con piedad y buenos modos a la pobre enferma, se daba por satisfecha y perdonaba lo demás. Por fin, la demencia, que no otro nombre merece, de la infortunada Luisa, tuvo fatal término en una noche de San Juan. Murió llorando de gratitud porque su marido la besaba ardientemente y le decía palabras amorosas. Aquella mañana había sufrido un ataque de perturbación mental más fuerte que los anteriores, y se arrojó del lecho pidiendo un cuchillo para matar a Luis. Juraba que no era hijo suyo, y que Víctor le había traído a la casa en una cesta, debajo de la capa. Fue aquel día de acerbo dolor para toda la familia, singularmente para el buen Villaamil que, sin ruidoso duelo exterior, mudo y con los ojos casi secos, se desquició y desplomó interiormente, quedándose como ruina lamentable, sin esperanza, sin ilusión ninguna de la vida; y desde entonces se le secó el cuerpo hasta momificarse, y fue tomando su cara aquel aspecto de ferocidad famélica que le asemejaba a un tigre anciano e inútil.

La necesidad de un sueldo que permitiese   -133-   economías, le lanzó a colocarse en Ultramar. Fue con un regular destino, de los que proporcionan buenas obvenciones, y regresó a los dos años con algunos ahorros, que se deshicieron pronto como granos de sal en la mar sin fondo de la administración de doña Pura. Emprendió segundo viaje con mejor empleo; pero tuvo no sé qué cuestiones con el Intendente, y volvió para acá en los aciagos días de los cantonales. El Gobierno presidido por Serrano después del 3 de Enero del 74, le mandó a Filipinas, donde se las prometía muy felices; pero una cruel disentería le obligó a embarcarse para España sin ahorros, y con el propósito firme de desempeñar la portería de un Ministerio antes que pasar otra vez el charco. No le fue difícil volver a Hacienda, y vivió tres años tranquilo, con poco sueldo, siendo respetado por la Restauración, hasta que en hora fatídica le atizaron un cese como una casa. Y el tremendo anatema cayó sobre él cuando sólo le faltaban dos meses para jubilarse con los cuatro quintos del sueldo regulador, que era el de Jefe de la Administración de tercera. Acudió al Ministro, llamó a distintas puertas; todas las intercesiones fueron solicitadas sin éxito. Poco a poco sucedió a la molesta escasez la indigencia descarnada y aterradora; los recursos se concluían, y se agotaron también los medios extraordinarios y arbitristas de sostener a la familia.

  -134-  

Llegó por último la etapa dolorosísima para un hombre delicado como Villaamil, de tener que llamar a la puerta de la amistad implorando socorro o anticipo. Había él prestado en mejor tiempo servicios de tal naturaleza a algunos que se los agradecieron y a otros que no. ¿Por qué no había de apelar al mismo sistema? Sobre todo, no podía discutirse si estas postulaciones eran o no decorosas. El que se quema no se pone a considerar si es conveniente o no sacudir los dedos. El decoro era ya nombre vano, como la inscripción impresa en la etiqueta de una botella vacía. Poco a poco se gasta la vergüenza, como se gasta el diente de una lima, y las mejillas pierden la costumbre de colorearse. El desgraciado cesante llegó a adquirir maestría terrible en el arte de escribir cartas invocando a la amistad. Las redactaba con amplificaciones patéticas, y en un estilo que parecía oficial, algo parecido a los preámbulos de las leyes en que se anuncia al país aumento de contribución, verbigracia: «Es muy sensible para el Gobierno tener que pedir nuevos sacrificios al contribuyente...». Tal era el patrón, aunque el texto fuera otro.




ArribaAbajo- XIV -

Para completar las noticias biográficas de Víctor, importa añadir que tenía una hermana   -135-   llamada Quintina, esposa de un tal Ildefonso Cabrera, empleado en el ferrocarril del Norte; buenas personas ambos, aunque algo extravagantes. Faltándoles hijos, Quintina deseaba que su hermano le encomendase la crianza de Luis, y quizás lo habría conseguido sin las desavenencias graves que surgieron entre Víctor y su hermano político, por cuestiones relacionadas con la mezquina herencia de los hermanos Cadalso. Tratábase de una casa ruinosa y sin techo en el peor arrabal de Vélez Málaga, y sobre si el tal edificio correspondía a Quintina o a Víctor, hubo ruidosísimas querellas. La cosa era clara, según Cabrera, y para probar su diafanidad, no inferior a la del agua, puso el asunto en manos de la curia, la cual, en poco tiempo, formó sobre él un mediano monte de papel sellado. Todo para demostrar que Víctor era un pillo, que se había adjudicado indebidamente la valiosa finca, vendiéndola y guardándose su importe. El otro lo echaba a broma, diciendo que el producto de su fraude no le había alcanzado para un par de botas. A lo que respondía Ildefonso que no era por el huevo, sino por el fuero; que no le incomodaba la pérdida material, sino la frescura de su cuñado; y por esta y otras razones le llegó a cobrar odio tan profundo, que Quintina temblaba por Víctor cuando este iba a la casa. Cabrera tenía el genio tan atropellado, que un día, por poco descarga   -136-   sobre Víctor los seis tiros de su revólver. La hermana de Cadalso deseaba que el pleito se transigiera y concluyesen aquellas enojosas cuestiones; y cuando su hermano fue a verla, a los pocos días de llegar de Valencia (aprovechando la ocasión en que la fiera de Ildefonso recorría el trozo de línea de que era inspector), le propuso esto: «Mira, si me das a tu Luis, yo te prometo desarmar a mi marido, que desea tanto como yo tener al niño en casa». Trato inaceptable para Víctor, que aunque hombre de entrañas duras, no osaba arrancar al chiquillo del poder y amparo de sus abuelos. Quintina, firme en su pretensión, argumentaba: «¿Pero no ves que esa gente te lo va a criar muy mal? Lo de menos serían los resabios que ha de adquirir; pero es que le hacen pasar hambres al ángel de Dios. Ellas no saben cuidar criaturas ni en su vida las han visto más gordas. No saben más que suponer y pintar la mona; ni se ocupan más que de si tal artista cantó o no cantó como Dios manda, y su casa parece un herradero».

Aunque se trataban las Miaus y Quintina, no se podían ver ni en pintura, porque la de Cadalso, que era una buena mujer (con lo cual dicho se está que no se parecía a su hermano), tenía el defecto de ser excesivamente curiosa, refistolera, entrometida, olfateadora. Al visitar a las Villaamil, no entraba en la sala, sino que se iba de rondón al comedor, y más de una vez   -137-   hubo de colarse en la cocina y destapar los pucheros para ver lo que en ellos se guisaba. A Milagros, con esto, se la llevaban los demonios. Todo lo preguntaba Quintina, todo lo quería averiguar y en todo meter sus ávidas narices. Daba consejos que no le pedían, inspeccionaba la costura de Abelarda, hacía preguntas capciosas, y en medio de su cháchara impertinente, se dejaba caer con alguna reticencia burlona, como quien no dice nada.

A Cadalsito le quería con pasión. Nunca se iba de casa sin verle, y siempre le llevaba algún regalillo, juguete o prenda de vestir. A veces, se plantaba en la escuela y mareaba al maestro preguntándole por los adelantos del rapaz, a quien solía decir: «No estudies, corazón, que lo que quieren es secarte los sesitos. No hagas caso; tiempo tienes de echar talento. Ahora come, come mucho, engorda y juega, corre y diviértete todo lo que te pida el cuerpo». En cierta ocasión, observando a las Miaus bastante tronadas, les propuso que le dieran el chico; pero doña Pura se indignó tanto de la propuesta, que Quintina no hubo de plantearla más sino en broma. Al bajar de la visita, echaba siempre una parrafada con los memorialistas a fin de sonsacarles mil menudencias sobre los del cuarto segundo; si pagaban o no la casa, si debían mucho en la tienda (aunque este conocimiento lo solía beber en   -138-   más limpias fuentes), si volvían tarde del teatro, si la sosa se casaba al fin con el gilí de Ponce, si había entrado el zapatero con calzado nuevo... En fin, que era una moscona insufrible, un fiscal pegajoso y un espía siempre alerta.

Eran sus costumbres absolutamente distintas de las de sus víctimas. No frecuentaba el teatro, vivía con orden admirable, y su casa de la calle de los Reyes era lo que se dice una tacita de plata. Físicamente, valía Quintina menos que su hermano, que se llevó toda la guapeza de la familia; era graciosa, mas no bella; bizcaba de un ojo, y la boca pecaba de grande y deslucida, aunque la adornase perfecta dentadura. Vivía el matrimonio Cabrera pacíficamente y con desahogo, pues además del sueldo de inspector, disfrutaba Ildefonso las ganancias de un tráfico hasta cierto punto clandestino, que consistía en traer de Francia objetos para el culto y venderlos en Madrid a los curas de los pueblos vecinos y aun al clero de la Corte. Todo ello era género barato, de cargazón, producto de la industria moderna que no pierde ripio, y sabe explotar la penuria de la Iglesia en los tiempos difíciles actuales. Cabrera tenía sus socios en Hendaya y entendíase con ellos, llevándoles telas, cornucopias, plata de ley, algún cuadro y otras antiguallas sustraídas a las fábricas de los templos de Castilla, un día opulentos y hoy pobrísimos. El toque   -139-   de este comercio estaba, según indicaciones maliciosas, en que al ir y venir pasaban las mercancías la frontera francas de derechos; pero esto no se ha comprobado. De ordinario, la quincalla eclesiástica que Cabrera introducía (objetos de latón dorado, todo falso, frágil, pobre y de mal gusto), era tan barato en los centros de producción y se vendía tan bien aquí, que soportaba sin dificultad el sobreprecio arancelario. En otras épocas, cuando empezaba este negocio, solía Quintina introducirse en la sacristía de cualquier parroquia con un bulto bajo el mantón, como quien va a pasar matute, y susurrar al oído del ecónomo: «¿Quieren ustedes ver un cáliz que da la hora? Y se pasmarán los señores del precio. La mitad que el género Meneses...». Pero en breve la señora renunció al papel de chalana, y recibió en su casa a los clérigos de Madrid y pueblos inmediatos. Últimamente importaba Cabrera enormes partidas de estampitas para premios o primera comunión, grandes cromos de los dos Sagrados Corazones, y por fin, agrandando y extendiendo el negocio, trajo surtidos de imágenes vulgarísimas, los San Josés por gruesas, los niños Jesús y las Dolorosas a granel y en variados tamaños, todo al estilo devoto francés, muy relamido y charolado, doraditas las telas a la bizantina, y las caras con chapas de rosicler, como si en el cielo se usara ponerse colorete.   -140-   No sé si consistía en el trato familiar con las cosas santas o en una disposición de carácter el que Quintina fuera radicalmente escéptica. Lo cierto es que cumplía yendo a misa de Pascuas a Ramos y rezando un poco, por añeja rutina, al acostarse. Y nada de hociqueos con sacerdotes, como no fuera para encajarles el artículo o sonsacarles alguna casulla vieja de brocado, hecha un puro jirón.

Cadalsito iba de tiempo en tiempo a casa de la de Cabrera y se embelesaba contemplando las estampas. Cierto día vio un padre Eterno, de luenga y blanca barba, en la mano un mundo azul, imagen que le impresionó mucho. ¿Se derivaba de esto el fenómeno extrañísimo de sus visiones? Nadie lo sabe; nadie quizás lo sabrá nunca. Pero, a lo mejor, prohibiole su abuela volver a la casa aquella repleta de santos, diciéndole: «Quintina es una picarona que te nos quiere robar para venderte a los franceses». Cadalsito cogió miedo, y no volvió a aparecer por la calle de los Reyes.

Tampoco Villaamil tragaba a Ildefonso, que era atrozmente sincero en la emisión de sus opiniones, desconsiderado y a veces groserote. En otro tiempo iban a la misma tertulia de café; pero desde que Cabrera dijo que el planteamiento del income tax en España era un desatino, y que tal cosa no se le ocurriría a nadie que tuviera sesos, Villaamil le tomó ojeriza. Se encontraban...   -141-   saludo al canto, y hasta otra. Doña Pura reservaba contra Cabrera motivos de odio más graves que aquel criterio despiadado sobre el income tax. En jamás de los jamases les había obsequiado aquel tío con billetes a mitad de precio para una excursioncita veraniega. Víctor hablaba perrerías de su cuñado, vengándose de los malos ratos que el otro le hacía pasar con exhortos, notificaciones y comparecencias. Para Víctor era de rúbrica que Cabrera burlaba el rigor de la Aduana en sus traídas de material eclesiástico y exportaciones de guiñapos artísticos. Y no sólo robaba al Estado, sino a la empresa, porque en los comienzos del negocio confiaba sus paquetes a los conductores, y después, cuando aquellos se trocaron en voluminosas cajas y no quiso exponerse a un réspice de los jefes, facturaba, sí, pero aplicando a sus mercancías de lujo la tarifa de envases de retorno, o maderas de construcción. En sus declaraciones de Aduanas, había cosas muy chuscas. «¿Cómo creen ustedes que declaró una caja llena de San Josés? -decía Víctor-. Pues la declaró piedras de chispa». Como él hacía favores a los vistas, estos le pasaban aquellos manifiestos incongruentes; y los incensarios de bronce ¿qué eran? ferretería ordinaria; ¿y los ternos de tela barata?... paraguas sin armar y corsés en bruto.



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ArribaAbajo- XV -

En los días subsiguientes, Pura saldó algunas cuentas de las que más la agobiaban; trajo a casa diversas prendas de ropa de las más indispensables, y en la mesa restableció el trato de los días felices. La pudorosa Ofelia se pasaba las horas muertas en la cocina, pues insensiblemente iba tomando afición al arte de Vatel, tan distinto ¡María Santísima!, del de Rossini, y sentía verdadero goce espiritual en perfeccionarse en él, lanzándose a inventar o componer algún plato. Cuando había provisiones, o si se quiere, asunto artístico, la inspiración se encendía en ella, y trabajaba con ahínco, entonando a media voz, por añeja costumbre y con afinación perfecta, algún tiernísimo fragmento, como el moriamo insieme, ah! sí, moriamo...

Todas las noches que las Miaus no iban a la ópera, la sala llenábase de gente. Aliquando, la espléndida doña Pura obsequiaba a los actores con dulces y pastas, lo que hacía creer a la tertulia que Villaamil estaba ya colocado o al menos con un pie dentro de la oficina. La combinación, sin embargo, no acababa de salir, porque el Ministro, harto de recomendaciones y compromisos, no se resolvía a darle la última mano. Crecía, pues, en la familia la incertidumbre y Villaamil hundíase más y más en su estudiado   -143-   pesimismo, llegando al extremo de decir: «Antes veremos salir el sol por occidente que a mí entrar en la oficina».

Desde el segundo día de su llegada, Víctor no se recataba de nadie. Entraba y salía con libertad; pasaba a la sala a las horas de tertulia, pero sin echar raíces en ella, porque tal sociedad le era atrozmente antipática. Desarmada Pura por la generosidad de su hijo político, se compadeció de verle dormir en el duro sofá del comedor, y por fin convinieron las tres Miaus en ponerle en la habitación de Abelarda, previa la traslación de esta a la de su tía Milagros, que era la de Luisito. La pudorosa Ofelia se fue a dormir a la alcoba de su hermana, en angostísimo catre. A D. Ramón no le supieron bien estos arreglos, porque lo que él desearía era ver salir a su yerno a cajas destempladas. En la Dirección de Contribuciones, su amigo Pantoja le había dicho que Víctor pretendía el ascenso, y que tenía un expediente cuya resolución podía serle funesta si algún padrino no arrimaba el hombro. Era cosa de la Administración de Consumos, o irregularidades descubiertas en la cuenta corriente que Cadalso llevaba con los pueblos de la provincia. Parecía que en la relación de apremios no figuraban algunos pueblos de los más alcanzados, y se creía que Cadalso obraba en connivencia con los alcaldes morosos. También dijeron a Villaamil que   -144-   el reparto de consumos, propuesto en el último semestre por Víctor, estaba hecho de tal modo que saltaba a la vista el chanchullo, y que el jefe no había querido aprobarlo.

De estas cosas no habló Villaamil ni una palabra con su yerno. En la mesa, el primero estaba siempre taciturno, y Cadalso muy decidor, sin conseguir interesar vivamente en lo que decía a ninguno de la familia. Con Abelarda echaba largos parlamentos, si por acaso se encontraban solos, o en el acto interesante de acostar a Luis. Gustaba el padre de observar el desarrollo del niño y vigilar su endeble salud, y una de las cosas en que principalmente ponía cuidado era en que le abrigaran bien por las noches y en vestirle con decencia. Mandó que se le hiciera ropa, le compró una capita muy mona y traje completo azul con medias del mismo color. Cadalsito, que era algo presumido, no podía menos de agradecer a su papá que le pusiera tan majo. Pero en lo tocante a ropa nueva, nada es comparable al lujo que desplegó en su persona el mismo Víctor al poco tiempo de llegar a Madrid. Cada día traíale el sastre una prenda flamante, y no era ciertamente su sastre como el de Villaamil, un artista de poco más o menos, casi de portal, sino de los más afamados de Madrid. ¡Y que no lucía poco la gallarda figura de Víctor con aquel vestir correcto y airoso, no exento de severidad, que es   -145-   el punto y filo de la verdadera elegancia, sin cortes ni colores llamativos! Abelarda le observaba con disimulo, solapadamente, admirando y reconociendo en él al mismo hombre excepcional, que algunos años antes le sorbió el seso a su desgraciada hermana4, y sentía en su alma depósito inmenso de indulgencia hacia el joven tan vivamente denigrado por toda la familia. Aquel depósito parecía pequeño mientras no se veía de él sino la mal explorada superficie; pero luego, cavando, cavando, se veía que era inagotable, quizás infinito como grande y riquísima cantera. ¡Y qué vetas purpúreas se encontraban en la masa; qué ráfagas brillantes!, ¡algo como venas henchidas de sangre o como el material de las piedras preciosas derretido y consolidado por los siglos en el seno de la tierra! La indulgencia se le subía del corazón al pensamiento en esta forma: «No, no puede ser tan malo como dicen. Es que no le comprenden, no le comprenden».

La idea de no ser comprendido la había expresado Víctor muchas veces, no sólo en aquella temporada, sino en otra más antigua, dos años antes, cuando pasó algunos meses con la familia. ¿Cómo habían de comprender las pobres cursis a un ser de esfera o casta superior a la de ellas por la figura, los modales, las ideas, las aspiraciones y hasta por los defectos? Abelarda retrocedía con la imaginación a los tiempos pasados,   -146-   y estudiando sus sentimientos con respecto a Víctor se reconocía poseedora de ellos aun en vida de la pobre Luisa. Cuando todos en la casa hablaban pestes de él, Abelarda consolaba a su hermana con especiosas defensas del pérfido o volviendo por pasiva sus faltas. «No tiene Víctor la culpa de que todas las mujeres le quieran» solía decir.

Muerta su hermana, Abelarda siguió admirando en silencio al viudo. Cierto que había dado disgustos y jaquecas sin fin a la difunta; pero ello consistía en la fatalidad de su buena figura. Sin saber cómo, a veces por delicadeza, se veía cogido en lazos amorosos o en trampas que le tendían las pícaras mujeres. Pero tenía buen fondo; con la edad sentaría un poco la cabeza, y sólo necesitaba una mujer de corazón y de temple que le sujetase combinando el cariño con la severidad. La desdichada Luisa no servía para el caso. ¿Cómo había de practicar este difícil régimen una mujer que por cualquier motivo fútil se echaba a llorar; una mujer que en cierta ocasión cayó con un síncope porque su marido, el entrar en casa, traía el lazo de la corbata hecho de manera muy distinta de como ella se lo hiciera al salir?

En los días de este relato, costábale a la insignificante gran esfuerzo el disimular la turbación que su cuñado producía en ella al dirigirle la palabra. A veces un gozo íntimo y   -147-   bullicioso, con inflexiones de travesura, le retozaba en el corazón, como insectillo parásito que anidase en él y tuviera crías; a veces era una pena gravativa que la agobiaba. En toda ocasión sus respuestas eran vacilantes, desentonadas, sin gracia ninguna.

«¿Pero es de veras que te casas con ese pájaro frito de Ponce? -le dijo él una noche, cuando acostaba al pequeño-. Buena boda, hija. ¡Qué envidia te tendrán tus amigas! No a todas les cae esa breva».

-Déjame a mí... tonto, mala persona.

Otra noche, demostrando vivo interés por la familia, Víctor le indicó: «Mira, Abelarda, no esperes que coloquen a tu papá. La combinación está hecha, pero no se publica todavía. No va en ella. Me lo han dicho reservadamente. Ya comprenderás cuánto lo deploro. ¡El pobre señor tan lleno de ilusiones...!, porque, aunque él diga que no espera nada, no hace otra cosa el infeliz. Cuando se desengañe recibirá un golpe tremendo. Pero no tengas cuidado; mi ascenso es seguro, tengo mejor arrimo que tu padre, y como he de quedarme en Madrid, no os abandonaré; ten por cierto que no. Os he dado muchos disgustos, y mi conciencia necesita descargarse. Por mucho que haga en beneficio vuestro, no acabaré de quitarme este peso».

-No, no es malo -pensaba Abelarda reconcentrándose en sus cavilaciones-. Y todo eso   -148-   que dice de que no cree en Dios es música, guasa, por divertirse conmigo y hacerme rabiar. Porque eso sí; echa por aquella boca cosas muy extrañas, que no se le ocurren a nadie. No es malo, no; es travieso, y tiene mucho talento, pero mucho. Sólo que no le sabemos entender.

En lo de no ser entendido insistía Víctor siempre que venía a pelo. «Mira tú, Abelarda, esto que te digo no debiera parecerte a ti una barbaridad, porque tú me comprendes algo; tú no eres vulgo, o al menos no lo eres del todo, o vas dejando de serlo».

A solas se descorazonaba la pobre joven, achicándose con implacable modestia. «Sí, por más que él diga que no, vulgo soy, y ¡qué vulgo, Dios mío! De cara... psh; soy insignificante; de cuerpo no digamos; y aunque algo valiera, ¿cómo había de lucir mal vestida, con pingos aprovechados, compuestos y vueltos del revés? Luego soy ignorantísima; no sé nada, no hablo más que tonterías y vaciedades, no tengo salero ninguno. Soy una calabaza con boca, ojos y manos. ¡Qué pánfila soy, Dios mío, y qué sosaina! ¿Para qué nací así?».



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ArribaAbajo- XVI -

Siempre que Víctor entraba en la casa, mirábale Abelarda cual si llegase de regiones sociales muy superiores. En su andar lo mismo que en sus modales, en su ropa lo mismo que en su cabellera, traía Víctor algo que se despegaba de la pobre vivienda de las Miaus, algo que reñía con aquel hogar destartalado y pedestre. Y las entradas y salidas de Cadalso eran muy irregulares. A menudo comía de fonda con sus amigos; iba al teatro un día sí y otro también; y hasta se dio el caso de pasarse toda la noche fuera. No siempre estaba de buen talante; tenía rachas de tristeza, durante las cuales no se le sacaba palabra en todo el día. Pero otros estaba muy parlanchín, y como sus suegros no le hacían maldito caso, despachábase con su hermana política. Los ratos de plática a solas, no eran muchos; pero él sabía aprovecharlos, conociendo el dinamismo de su persona y de su conversación sobre el turbado espíritu de la insignificante.

Luisito andaba malucho, llegando su desazón al punto de guardar cama: doña Pura y Milagros fueron aquella noche al Real, Villaamil al café, en busca de noticias de la combinación, y Abelarda se quedó cuidando al chiquillo.   -150-   Cuando menos lo pensaba, llamaron a la puerta. Era Víctor, que entró muy gozoso, tarareando un tango zarzuelero. Enterose de la enfermedad de su hijo, que ya estaba durmiendo, le oyó respirar, reconoció que la fiebre, caso de haberla, era levísima, y después se puso a escribir cartas en la mesa del comedor. Su cuñada le vigilaba con disimulo; dos o tres veces pasó por detrás de él fingiendo tener que trastear algo en el aparador, y echando furtiva ojeada sobre lo que escribía. Carta de amores era sin duda por lo larga, por lo metido de la letra y por la febril facilidad con que Víctor plumeaba. Pero no pudo sorprender ni una frase ni una sílaba. Concluida la misiva, Cadalso trabó conversación con la joven, que salió a coser al comedor.

«Oye una cosa -le dijo, apoyando el codo en la mesa y la cara en la palma de la mano-. Hoy he visto a tu Ponce. ¿Sabes que he variado de opinión? Te conviene; es buen muchacho, y será rico cuando se muera su tío el notario, de quien dicen va a ser único heredero... Porque no hemos de atenernos al criterio del amigo Ruiz, según el cual no hay felicidad como estar a la cuarta pregunta... Si Federico tuviera razón, y yo me dejara llevar de mis sentimientos, te diría que Ponce no te conviene, que te convendría más otro; yo, por ejemplo...».

Abelarda se puso pálida, desconcertándose   -151-   de tal modo, que sus esfuerzos por reír no le dieron resultado alguno.

«¡Qué tonterías dices!... ¡Jesús, siempre has de estar de broma!».

-Bien sabes tú que esto no lo es (poniéndose muy serio). Hace dos años, una noche, cuando vivías en Chamberí, te dije: «Abelardilla, me gustas. Siento que el alma se me desmigaja cuando te veo...». ¿A que no te acuerdas? Tú me contestaste que... No sé cómo fue la contestación; pero venía a significar que si yo te quería, tú... también.

-¡Ay, qué embustero!... Quita allá. Yo no dije tal cosa.

-Entonces, ¿lo soñé yo?... Como quiera que sea, después te enamoraste locamente de esa preciosidad de Ponce.

-Yo... enamorarme... Tú estás malo... Pues sí, pongamos que me enamoré. ¿Y a ti qué te importa?

-Me importa, porque en cuanto yo me enteré de que tenía un rival, volví mi corazón hacia otra parte. Para que veas lo que es el destino de las personas: hace dos años estuvimos casi a punto de entendernos; hoy la desviación es un hecho. Yo me fui, tú te fuiste, nosotros nos fuimos. Y al encontramos otra vez, ¿qué pasa? Yo estoy en una situación muy rara con respecto a ti. El corazón me dice: «enamórala», y en el mismo momento sale, no sé de dónde,   -152-   otra voz que me grita: «mírala y no la toques».

-¿Qué me importa a mí nada de eso (ahogándose), si yo no te quiero a ti ni pizca, ni te puedo querer?

-Lo sé, lo sé... No necesitas jurármelo. Hemos convenido en que no tiene el diablo por dónde desecharme. Me aborreces, como es lógico y natural. Pues mira tú lo que son las cosas. Cuando una persona me aborrece, a mí me dan ganas de quererla, y a ti te quiero, porque me da la gana, ya lo sabes, ea... y ole morena, como dice tu papá.

-¡Qué cosas tienes!... ¡Ay, qué tonto! (proponiéndose estar seria, y echándose a reír).

-No, si yo no te engaño ni te engañaré nunca. Créasla o no la creas, allá va la verdad. Te quiero y no debo quererte, porque eres demasiado angelical para mí. No puedes ser mía sino por el matrimonio, y el matrimonio, esa máquina absurda que sólo funciona bien para las personas vulgares, no nos sirve en estos momentos. Bueno o malo, como tú quieras suponerme, tengo, aunque parezca inmodestia, una misión que cumplir; aspiro a algo peligroso y difícil, para lo cual necesito ante todo libertad; corro desolado hacia un fin, al cual no llegaría si no fuera solo. Acompañado, me quedaré a la mitad del camino. Adelante, adelante siempre (con afectación teatral). ¿Qué impulso me arrastra? La fatalidad, fuerza superior a   -153-   mis deseos. Vale más estrellarse que retroceder. No puedo volver atrás ni llevarte conmigo. Temo envilecerte. ¡Y si tuvieras la inmensa desgracia de ser mujer de este miserable...! (cerrando los ojos y extendiendo la mano como para apartar una sombra). No, rechacemos con energía semejante idea... Te quiero lo bastante para no traerte jamás a mi lado. Si algún día... (con sonsonete declamatorio) si algún día me alucino y cometo la torpeza insigne de decirte que te amo, de pedirte tu amor, despréciame; no te dejes llevar de tu inmensa bondad; arrójame de ti como a un animal dañino, porque más te valiera morir que ser mía.

-Pero di, ¿te has propuesto marearme? (trémula y disimulando su turbación con la tentativa frustrada de enhebrar una aguja). ¿Qué disparates son esos que me dices? Si yo no he de... hacerte caso... ¿A qué viene eso de que me mate o que me muera o que me lleven los demonios?

-Ya sé que no me quieres. Lo único que te pido, y te lo pido como un favor muy grande, es que no me aborrezcas, que me tengas compasión. Déjame a mí, que yo me entiendo solo, guardando con avaricia estas ideas para consolarme con ellas. En medio de mis desgracias, que tú no conoces, tengo un alivio, y es saber vivir en lo ideal y fortificar mi alma con ello. Tu destino es muy diferente al mío, Abelarda.   -154-   Sigue tu senda, que yo voy por la mía, llevado de mi fiebre y de la rapidez adquirida. No contrariemos la fatalidad que todo lo rige. Quizás no volvamos a encontrarnos. Antes de que nos separemos, te voy a dar un consejo: si Ponce no te es desagradable, cásate con él. Basta con que no te sea desagradable. Si no te gusta, si no encuentras otro que tenga los ojos menos húmedos, renuncia al matrimonio. Es el consejo de quien te quiere más de lo que tú piensas... Renuncia al mundo, entra en un convento, conságrate a un ideal y a la vida contemplativa. Yo no tengo la virtud de la resignación, y si no consigo llegar a donde pienso, si mi sueño se convierte en humo, me pegaré un tiro.

Lo dijo con tanta energía y tal acento de verdad, que Abelarda se lo creyó, más impresionada por aquel disparate que por los otros que acababa de oír.

«No harás tal. ¡Matarte! Eso sí que no me haría gracia... (cazando al vuelo una idea). Pero ¡quia!, todo eso de la desesperación y el tirito es porque tienes por ahí algún amor desgraciado. Alguien habrá que te atormenta. Bien merecido lo tienes, y yo me alegro».

-Pues mira, hija (variando de registro), lo has dicho en broma, y quizás, quizás aciertes...

-¿Tienes novia? (fingiendo indiferencia).

-Novia, lo que se dice novia... no.

-Vamos, algún amor.

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-Llámalo fatalidad, martirio...

-Dale con la dichosa fatalidad... Di que estás enamorado.

-No sé qué responderte (afectando una confusión bonita y muy del caso). Si te digo que sí, miento; y si te digo que no, miento también. Y habiéndote asegurado que te quiero a ti, ¿en qué juicio cabe la posibilidad de interesarme por otra? Todo ello se explicará distinguiendo entre un amor y otro amor. Hay un cariño santo, puro y tranquilo, que nace del corazón, que se apodera del alma y llega a ser el alma misma. No confundamos ese sentimiento con las ebulliciones enfermizas de la imaginación, culto pagano de la belleza, anhelo de los sentidos, en el cual entra también por mucho la vanidad, fundada en la jerarquía de quien nos ama. ¿Qué tiene que ver esta desazón, accidente y pasatiempo de la vida, con aquella ternura inefable que inspira al alma deseo de fundirse con otra alma, y a la voluntad el ansia del sacrificio...?

No siguió, porque con sutil instinto comprendía que la excesiva sutileza le llevaba a la ridiculez. Para la pobre Abelarda, estos conceptos ardorosos, pronunciados con cierta mímica elegante por aquel hombre guapísimo que, al decirlos, ponía en sus ojos negros expresión tan dulce y patética, eran lo más elocuente que había oído en su vida, y el alma se le desgarraba   -156-   al escucharlos. Comprendiendo el efecto, Víctor buscaba en su mente discursiva nuevos arbitrios para seguir sorbiendo el seso a la cuitada joven. Allí le soltó algunas frases más, paradójicas y acaloradas, en contradicción con las anteriores; pero Abelarda no se fijaba en lo contradictorio. La honda impresión de los últimos conceptos borraba en su mente la de los primeros, y se dejaba arrastrar por aquel torbellino, entre un hervidero de sentimientos encontrados, curiosidad, amor, celos, gozo y rabia. Víctor doraba sus mentiras con metáforas y antítesis de un romanticismo pesimista que está ya mandado recoger. Mas para la señorita Villaamil, la quincalla deslucida y sin valor era oro de ley, pues su escasa instrucción no le permitía quilatar los textos olvidados de que Víctor tomaba aquella monserga de la fatalidad. Él volvió a la carga, diciéndole en tono un tanto lúgubre:

«No puedo seguir hablando de esto. Lo que no debe ser, no es. Comprendo que convendría más entregarme a ti... quizá me salvarías. Pero no, no me quiero salvar. Debo perderme, y llevarme conmigo este sentimiento que no merecí, este rayo celestial que guardo con susto como si lo hubiera robado... En mí tienes un trasunto del Prometeo de la fábula. He arrebatado el fuego celeste, y en castigo de esto, un buitre me roe las entrañas».

  -157-  

Abelarda, que no sabía nada de Prometeo, se asustó con aquello del buitre; y el otro, satisfecho de su triunfo, prosiguió así:

«Soy un condenado, un réprobo... No puedo pedirte que me salves, porque la fatalidad lo impediría. Por tanto, si ves que me llego a ti y te digo que te quiero, no me creas... es mentira, es un lazo infame que te tiendo; despréciame, arrójame de tu lado; no merezco tu cariño, ni tu compasión siquiera...».

La insignificante, con inmensa pena y desaprobación de sí misma, pensó: «Soy tan pava y tan vulgar, que no se me ocurre nada que responder a estas cosas tan remontadas y tan sentidas que me está diciendo». Dio un gran suspiro y le miró, con vivos deseos de echarle los brazos al cuello exclamando: «Te quiero yo a ti más de lo que tú puedes suponer. Pero no hagas caso de mí, no merezco nada, ni valgo lo que tú. Quiero gozarme en la amargura de quererte sin esperanza».

Víctor, sosteniéndose la cabeza con ambas manos, espaciaba sus distraídos ojos por el hule de la mesa, ceñudo y suspirón, haciéndose el romántico, el no comprendido, algo de ese tipo de Manfredo, adaptado a la personalidad de mancebos de botica y oficiales de la clase de quintos. Después la miró con extraordinaria dulzura, y tocándole el brazo, le dijo: «¡Ah!, ¡cuánto te hago sufrir con estas horribles misantropías   -158-   que no pueden interesarte! Perdóname; te ruego que me perdones. No estoy tranquilo si no dices que sí. Eres un ángel, no soy digno de ti, lo reconozco. Ni siquiera aspiro a merecerte; sería insensato atrevimiento. Sólo pretendo por ahora que me comprendas... ¿Me comprenderás?».

Abelarda llegaba ya al límite de sus esfuerzos por disimular el ansia y la turbación. Pero su dignidad podía mucho. No quería entregar el secreto de su alma, sin defenderlo hasta morir; y al cabo, con supremo heroísmo, soltó una risa que más bien parecía la hilaridad espasmódica que precede a un ataque de nervios, diciendo a Cadalso:

«Vaya si te comprendo... Te haces el pillo, te haces el malo... sin serlo, para engañarme. Pero a mí no me la pegas... Tonto de capirote... yo sé más que tú. Te he calado. ¿Qué manía de que te aborrezcan, si no lo has de conseguir?...».




ArribaAbajo- XVII -

Luisito empeoró. Tratábase de un catarro gástrico, achaque propio de la infancia, y que no tendría consecuencias, atendido a tiempo. Víctor, intranquilo, trajo al médico, y aunque su vigilancia no era necesaria porque las tres Miaus cuidaban con mucho cariño al enfermito, y hasta se privaron durante varias noches de   -159-   ir a la ópera, no cesaba de recomendar la esmerada asistencia, observando a todas horas a su hijo, arropándole para que no se enfriara y tomándole el pulso. A fin de entretenerle y alegrar su ánimo, cosa muy necesaria en las enfermedades de los niños, le llevó algunos juguetes, y su tía Quintina también acudió con las manos llenas de cromos y estampas de santos, el entretenimiento favorito de Luis. Debajo de las almohadas llegó a reunir un sin número de baratijas y embelecos; que sacaba a ciertas horas para pasarles revista. En aquellas noches de fiebre y de mal dormir, Cadalsito se había imaginado estar en el pórtico de las Alarconas o en el sillar de la explanada del Conde Duque; pero no veía a Dios, o, mejor dicho, sólo le veía a medias. Presentábasele el cuerpo, el ropaje flotante y de incomparable blancura; a veces distinguía confusamente las manos; pero la cara no. ¿Por qué no se dejaba ver la cara? Cadalsito llegó a sentir gran aflicción, sospechando que el Señor estaba enfadado con él. ¿Y por qué causa?... En una de las estampitas que su padre le había traído, estaba Dios representado en el acto de fabricar el mundo. ¡Cosa más fácil!... Levantaba un dedo, y salían el cielo, el mar, las montañas... Volvía a levantar el dedo, y salían los leones, los cocodrilos, las culebras enroscadas y el ligero ratón... Pero la lámina aquella no satisfacía al chicuelo. Cierto que el   -160-   Señor estaba muy bien pintado; pero no era, no, tan guapo y respetuoso como su amigo.

Una mañana, hallándose ya Luis limpio de calentura, entró su abuelo a visitarle. Pareciole al chico que Villaamil sufría en silencio una gran pena. Ya antes de llegar el viejo, había oído Luis un run-run entre las Miaus, que le pareció de mal agüero. Se susurraba que no había sitio en la combinación. ¿Cómo se sabía? Cadalsito recordaba que por la mañana temprano, en el momento de despertar, había oído a doña Pura diciendo a su hermana: «Nada por ahora... Valiente mico nos han dado. Y no hay duda ya; me lo ha dicho Víctor, que lo averiguó anoche en el Ministerio».

Estas palabras, impresas en la mente del chiquillo, las relacionó luego con la cara de ajusticiado del abuelo cuando entró a verle. Luis, como niño, asociaba las ideas imperfectamente, pero las asociaba, poniendo siempre entre ellas afinidades extrañas sugeridas por su inocencia. Si no hubiera conocido a su abuelo como le conocía, le habría tenido miedo en aquella ocasión, porque en verdad su cara era cual la de los ogros que se zampan a las criaturas... «No le colocan» pensó Luisito, y al decirlo juntaba otras dos ideas en su mente aún turbada por la mal extinguida calentura. La dialéctica infantil es a veces de una precisión aterradora, y lo prueba este razonamiento de Cadalsito:   -161-   «Pues si no le quiere colocar, no sé por qué se enfada Dios conmigo y no me enseña la cara. Más bien debiera yo estar enfadado con él».

Villaamil se puso a dar paseos por la habitación, con las manos en los bolsillos. Nadie se atrevía a hablarle. Luis sintió entonces congojosa pena que le abatía el ánimo: «No le colocan -pensaba-, porque yo no estudio, ¡contro!, porque no me sé las condenadas lecciones». Pero al punto la dialéctica infantil resurgió para acudir a la defensa del amor propio: «¿Pero cómo he de estudiar si estoy malo?... Que me ponga bueno él, y verá si estudio».

Entró Víctor, que venía de la calle, y lo primero que hizo fue darle un abrazo a Villaamil, cortando sus pasos de fiera enjaulada. Doña Pura y Abelarda hallábanse presentes.

«No hay que abatirse ante la desgracia -dijo Víctor al hacer la demostración afectuosa, que Villaamil, por más señas, recibió de malísimo temple-. Los hombres de corazón, los hombres de fibra, tienen en sí mismos la fuerza necesaria para hacer frente a la adversidad... El Ministro ha faltado una vez más a su palabra, y han faltado también cuantos prometieron apoyarle a usted. Que Dios les perdone, y que sus conciencias negras les acusen con martirio horrible del mal que han hecho».

-Déjame, déjame -replicó Villaamil, que estaba como si le fueran a dar garrote.

  -162-  

-Bien sé que el varón fuerte no necesita consuelos de un hombre vulgar como yo. ¿Qué ha sucedido aquí? Lo natural, lo lógico en estas sociedades corrompidas por el favoritismo. ¿Qué ha pasado?, que al padre de familia, al hombre probo, al funcionario de mérito, envejecido en la Administración, al servidor leal del Estado que podría enseñar al Ministro la manera de salvar la Hacienda, se le posterga, se le desatiende y se le barre de las oficinas como si fuera polvo. Otra cosa me sorprendería; esto no. Pero hay más. Mientras se comete tal injusticia, los osados, los ineptos, los que no tienen conciencia ni título alguno, apandan la plaza en premio a su inutilidad. Contra esto no queda más recurso que retirarse al santuario de la conciencia y decir: «Bien. Me basta mi propia aprobación».

Víctor, al expresarse con tanta filosofía, miraba a doña Pura y a Abelarda, que estaban muy conmovidas y a dos dedos de llorar. Villaamil no decía palabra, y con la cara lívida y la mandíbula temblorosa había vuelto a sus paseos.

«Nada me sorprende -añadió Víctor desbordándose en sacrosanta indignación-. Esto está tan podrido, que va a resultar la cosa más chocante del mundo: mientras a este hombre que debiera ser Director general, lo menos, se le desatiende y se le manda a paseo, yo, que ni   -163-   valgo nada, ni soy nada y tengo tan cortos servicios, yo... créanlo ustedes, yo, cuando esté más descuidado, me encontraré con el ascenso que he pedido. Así es el mundo, así es España, y así nos vamos educando todos en el desprecio del Estado, y atizando en nuestra alma el rescoldo de las revoluciones. Al que merece, desengaños; al que no, confites. Esta es la lógica española. Todo al revés; el país de los viceversas... Y yo que estoy tranquilo, que no me apuro, que no tengo tampoco necesidades, que desprecio la credencial y a quien me la ofrece, seré colocado, mientras el padre de familia, cargado de obligaciones, el que por su respetabilidad, por sus servicios, se hacía tan fundadamente la ilusión de que...».

-Yo no me hacía ilusiones ni ese es el camino -dijo bruscamente y con arrebato de ira D. Ramón, elevando las manos hasta muy cerca del techo-. Yo no tuve nunca esperanzas... yo no creí que me colocasen, ni lo volveré a creer jamás. ¡Vaya, que es tema el de esta gente! Si yo no esperé nada... ¿Cómo se ha de decir? De veras parece que entre todos os proponéis freírme la sangre.

-Hijo, cualquiera diría que es crimen tener esperanzas -observó doña Pura-. Pues las tengo, y ahora más que nunca. Habrá otra combinación. Te lo han prometido, y a la fuerza te lo han de cumplir.

  -164-  

-¡Claro! -dijo Víctor, contemplando a Villaamil con filial interés-. Y sobre todo, no conviene apurarse. Venga lo que viniere, puesto que todo es injusticia y sinrazón, si a mí me ascienden, como espero, mi suerte compensará la desgracia de la familia. Yo soy deudor a la familia de grandes favores. Por mucho que haga, no los podré pagar. He sido malo; pero ahora me da, no diré que por ser bueno, pues lo veo difícil, pero sí porque se vayan olvidando mis errores... La familia no carecerá de nada, mientras yo tenga un pedazo de pan.

Agobiado por sentimientos de humillación que caían sobre su alma como un techo que se desploma, Villaamil dio un resoplido y salió del cuarto. Siguiole su mujer, y Abelarda, dominada por impresiones muy distintas de las de su padre, se volvió hacia la cama de Luis, fingiendo arroparle para esconder su emoción, mientras discurría: «No, lo que es de malo no tiene nada. No lo creeré, dígalo quien lo diga».

-Abelarda -insinuó él melosamente, después de un rato de estar solos con el pequeño-. Yo bien sé que a ti no necesito repetirte lo que he manifestado a tus padres. Tú me conoces algo, comprendes algo; tú sabes que mientras yo tenga un mendrugo de pan, vosotros no habéis de carecer de sustento; pero a tus padres he de decírselo y aun probárselo para que lo crean. Tienen muy triste idea de   -165-   mí. Verdad que no se pierde en dos días una mala reputación. ¿Y cómo no había de brindar a ustedes ayuda, a no ser un monstruo? Si no lo hiciera por los mayores, tendría que hacerlo por mi hijo, criado en esta casa, por este ángel que más os quiere a vosotros que a mí... y con muchísima razón.

Abelarda acariciaba a Luis, tratando de ocultar las lágrimas que se le agolpaban a los ojos, y el pequeñuelo, viéndose tan besuqueado y oyendo aquellas cosas que papá decía, y que le sonaban a sermón o parrafada de libro religioso, se enterneció tanto, que rompió a llorar como una Magdalena. Ambos se esforzaron en distraer su espíritu, riendo, diciéndole chuscadas festivas e inventando cuentos.

Por la tarde, el muchacho pidió sus libros, lo que admiró a todos, pues no comprendían que quien tan poco estudiaba estando bueno, quisiera hacerlo hallándose encamado. Tanto se impacientó él, que le dieron la Gramática y la Aritmética, y las hojeaba, vacilando así: «Ahora no, porque se me va la vista; pero en cuanto yo pueda, ¡contro!, me lo aprendo enterito... y veremos entonces... ¡veremos!».




ArribaAbajo- XVIII -

La mísera Abelarda andaba tan desmejoradilla, que su madre y su tía la creyeron enferma   -166-   y hablaron de llamar al médico. No obstante, continuaba haciendo la vida ordinaria, trabajando, durante muchas horas del día, en transformaciones y arreglos de vestidos. Usaba un maniquí de mimbres, trashumante del gabinete al comedor, y que al anochecer parecía una persona, la cuarta Miau, o el espectro de alguno de la familia que venía del otro mundo a visitar a su progenie. Sobre aquel molde probaba la insignificante sus cortes y hechuras, que eran bastante graciosas. A la sazón traía entre manos un vestido con retazos de cachemir que prestaron ya dos servicios, y había sido vuelto del revés, y lo de arriba abajo. Se les añadía, para combinar, una telucha de a peseta. Semejantes componendas eran familiares a Pura, y si una tela no podía lavarse ni volverse, la mandaba al tinte, y... como acabada de estrenar. Con tal sistema hubo vestido que salió por veinticuatro reales. Pero en lo que Abelarda lucía sorprendentes facultades era en la metamorfosis de sombreros. La capota de doña Pura había pasado por una serie de vidas diferentes, que al modo de encarnaciones la hacían siempre nueva y siempre vieja. Para invierno, forrábanla de terciopelo, y para verano la cubrían con el encaje de una visita desechada: las flores o prendidos eran regalo de las vecinas del principal. La martirizada armadura del sombrero de Abelarda, había tomado ya, durante   -167-   la época de la cesantía, formas y estilos diferentes, según las prácticas de la moda, y con este exquisito arte de disimular la indigencia, salían las Villaamil a la calle hechas unos brazos de mar.

Las noches que no iban las Miaus a rendir culto a Euterpe, tenía que aguantar Abelarda, por dos o tres horas, la jaqueca de Ponce, o bien ensayaba su papel en la pieza. Mucho disgustaba a doña Pura tener que dar función dramática habiendo fracasado las esperanzas de próxima colocación; pero como estaba anunciada a son de trompeta, distribuidos los papeles y tan adelantados los ensayos, no había más remedio que sacrificarse en aras de la tiránica sociedad. De propósito había escogido Abelarda un papel incoloro, el de criada, que al alzarse el telón salía plumero en mano, lamentándose de que sus amos no le pagaban el salario, y revelando al público que la casa en que servía era la más tronada de Madrid. La pieza pertenecía al género predilecto de los ingenios de esta Corte, y se reducía a presentar una familia cursi, con menos dinero que vanidad; una señora hombruna que trataba a zapatazos a su marido, un noviazgo, un enredo fundado en equivocaciones de nombres con gran mareo de entradas y salidas, hasta que, cuando aquello parecía una casa de Orates, salía el padre memo diciendo: ahora lo comprendo   -168-   todo, y se acababa el entremés con boda y una décima pidiendo al público aplausos. Ponce hacía el papel de padre tonto; y el de un pollo calavera y achulado que era autor del lío y la sal y pimienta de la pieza, tocó a un tal Cuevas, hijo del vecino del principal, D. Isidoro Cuevas, viudo con mucha familia, empleado en la Alcaldía de la vecina Cárcel de Mujeres, y comúnmente llamado en la vecindad el señor de la Galera. El Cuevas hijo era chistoso, de buena sombra; contaba cuentos de borrachos con tal gracia que era morirse de risa; imitaba el lenguaje chulo, se cantaba flamenco por todo lo alto, amén de otras muchas habilidades, por las cuales se lo rifaban en las tertulias del jaez de la de Villaamil. El papel de señorita de la casa corría a cargo de la chica de Pantoja (don Buenaventura Pantoja, empleado en el Ministerio de Hacienda, amigo íntimo de Villaamil); y el de mamá impertinente, ordinaria, lenguaraz, sargentona, papel del tipo Valverde, correspondió a una de las chicas de Cuevas (eran cuatro y se ayudaban con la modistería de sombreros, por cierto muy bien). Otros papeles, un lacayo, un viejo prestamista, un marqués tronado y de fila, que resultaba ser lipendi de marca mayor, fueron repartidos entre diferentes chicos de la tertulia. El cojo Guillén se avino a ser apuntador. Federico Ruiz oficiaba de director de escena, y habría deseado que tal función   -169-   tuviera carteles en las esquinas, para poner en ellos con letras muy gordas: bajo la dirección del reputado publicista, etc., etc.

Poseía Abelarda memoria felicísima, y se aprendió el papel muy pronto. Asistía a los ensayos como un autómata, prestándose dócilmente a la vida de aquel mundo para ella secundario y artificial; como si su casa, su familia, su tertulia, Ponce, fuesen la verdadera comedia, de fáciles y rutinarios papeles... y permaneciese libre el espíritu, empapado en su vida interior, verdadera y real, en el drama exclusivamente suyo, palpitante de interés, que no tenía más que un actor: ella; y un solo espectador: Dios.

Monólogo desordenado y sin fin. Una mañana, mientras la joven se peinaba, el espectador habría podido oír lo siguiente: «¡Qué fea soy, Dios mío; qué poco valgo! Más que fea, sosa, insignificante; no tengo ni un grano de sal. Si al menos tuviera talento; pero ni eso... ¿Cómo me ha de querer a mí, habiendo en el mundo tanta mujer hermosa, y siendo él un hombre de mérito superior, de porvenir, elegante, guapo y con muchísimo entendimiento, digan lo que quieran...? (Pausa). Anoche me contó Bibiana Cuevas que en el paraíso del Real nos han puesto un mote; nos llaman las de Miau o las Miaus, porque dicen que parecemos tres gatitos, sí, gatitos de porcelana, de esos con que se adornan   -170-   ahora las rinconeras. Y Bibiana creía que yo me iba a incomodar por el apodo. ¡Qué tonta es! Ya no me incomodo por nada. ¿Parecemos gatos? ¿Sí? Mejor. ¿Somos la risa de la gente? Mejor que mejor. ¿Qué me importa a mí? Somos unas pobres cursis. Las cursis nacen, y no hay fuerza humana que les quite el sello. Nací de esta manera y así moriré. Seré mujer de otro cursi y tendré hijos cursis, a quienes el mundo llamará los michitos... (Pausa). ¿Y cuándo colocarán a papá? Si lo miro bien, no me importa; lo mismo da. Con destino y sin destino, siempre estamos igual. Poco más o menos, mi casa ha estado toda la vida como está ahora. Mamá no tiene gobierno; ni lo tiene mi tía, ni lo tengo yo. Si colocan a papá, me alegraré por él, para que tenga en qué ocuparse y se distraiga; pero por la cuestión de bienestar, me figuro que nunca saldremos de ahogos, farsas y pingajos... ¡Pobres Miaus! Es gracioso el nombre. Mamá se pondrá furiosa si lo sabe; yo no; yo no tengo amor propio. Se acabó todo, como el dinero de la familia... si es que la familia ha tenido dinero alguna vez. Le voy a decir a Ponce esto de las Miaus, a ver si lo toma a risa o por la tremenda. Quiero que se encrespe un día para encresparme yo también. Francamente, me gustaría pegarle o algo así... (Pausa). ¡Vaya que soy desaborida y sin gracia! Mi hermana Luisa valía más; aunque, la verdad, tampoco   -171-   era cosa del otro jueves. Mis ojos no expresan nada; cuando más, expresan que estoy triste, pero sin decir por qué. Parece mentira que detrás de estas pupilas haya... lo que hay. Parece mentira que este entrecejo y esta frente angosta oculten lo que ocultan. ¡Qué difícil para mí figurarme cómo es el Cielo; no acierto, no veo nada! ¡Y qué fácil imaginarme el infierno! Me lo represento como si hubiera estado en él... Y tienen razón; el parecido con la cara de un gato salta a la vista... La boca es lo peor; esta boca de esquina que tenemos las tres... Sí; pero la de mamá es la más característica. La mía tal cual, y cuando me río, no resulta maleja. Una idea se me ocurre: si yo me pintara, ¿valdría un poco más? ¡Ah!, no; Víctor se reiría de mí. Él podrá desdeñarme; pero no me considera mujer ridícula y antipática. ¡Jesús! ¿Seré antipática? Esta idea sí que no la puedo sufrir. Antipática, no, Dios mío. Si me convenciera de que soy antipática, me mataría... (Pausa). Anoche entró y se metió en su cuarto sin decir oste ni moste. Más vale así. Cuando me habla me estruja el corazón. Porque me quisiera, sería yo capaz de cometer un crimen. ¿Qué crimen? Cualquiera... todos. Pero no me querrá nunca, y me quedaré con mi crimen en proyecto y desgraciada para siempre».

«Hija -indicó doña Pura sacándola impensadamente de su abstracción-. Cuando venga   -172-   Ponce, le dices que le matamos si no nos trae los billetes para el beneficio de la Pellegrini. Si no los tiene, que los busque. Ella ha de dar billetes a los periódicos y a toda la dignísima alabarda. Créelo, si Ponce va a pedírselos, ella es muy fina y no se los negará. Nos enojaremos de veras si no los trae».

-Los traerá -dijo Abelarda, que había acabado de edificar su moño-. Como no los traiga, no le vuelvo a dirigir la palabra.

Ponce entraba allí como Pedro por su casa, dirigiéndose al comedor, donde comúnmente encontraba a su novia. Llegó aquella tarde a eso de las cuatro, y pasó, atusándose el pelo, después de haber colgado la capa y hongo en la percha del recibimiento. Era un joven raquítico y linfático, de esos que tienen novia como podrían tener un paraguas, con ribetes de escritor, crítico gratuito, siempre atareado, quejoso de que no le leía nadie (aquí no se lee), abogadillo, buen muchacho, orejas grandes, lentes sin cordón, bizcando un poco los ojos, mucha rodillera en los pantalones, poca sal en la mollera, y en el bolsillo obra de seis reales, cuando más. Gozaba un destinillo en el Gobierno de provincia, de seis mil, y estaba hipando por los ocho que le habían prometido desde el año anterior... que hoy, que mañana. Cuando los tuviera, boda al canto. Estas esperanzas no habrían bastado a que los Villaamil   -173-   aceptasen su candidatura a yerno; pero tenía un tío rico, notario, sin hijos, enfermo de cáncer, y como se había de morir antes de un año, quizás de un mes, y Ponce era su heredero, la familia Miau vio en el aspirante una chiripa. El desgraciado tío, según los cálculos de Pantoja, que era su amigo y testamentario, dejaría dos casas, algunos miles y la notaría...

Lo mismo fue entrar Ponce en el comedor, que soltarle Abelarda esta indirecta: «Si no trae usted las entradas para el beneficio de la Pellegrini, no vuelve usted a poner los pies aquí».

-Calma, hija, calma, déjame sentar, tomar aliento... He venido a escape. Me pasan cosas muy gordas, pero muy gordas.

-¿Qué le pasa a usted, hombre de Dios? -preguntó doña Pura, que acostumbraba reprenderle como a un hijo-. Siempre viene con apuros, y total, nada.

-Óigame usted, doña Pura, y tú, Abelarda, óyeme también. Mi tío está muy malo, pero muy malo.

-¡Ave María Purísima! -exclamó doña Pura, sintiendo que le daba un vuelco el corazón.

Y brincando como un cervatillo, fue a la cocina a dar la noticia a su hermana.

«Está expirando...».

-¿Quién?

-El tío, mujer, el tío... ¿no te enteras?... Pero   -174-   dígame usted, Ponce (volviendo al comedor con rapidez gatuna); ¿va de veras?... Estará usted muy contento, muy... triste quiero decir.

-Se harán ustedes cargo de que no puedo ir al teatro, ni visitar a la Pellegrini... Como ustedes conocen... Muy malo, muy malito... Dicen los médicos que no dura dos días...

-Pobre señor... ¿Y qué hace usted que no se planta en casa del difunto... digo, del enfermo?

-De allí vengo... Esta noche a las siete le llevaremos el Viático.

Corrió doña Pura al despacho, donde estaba Villaamil.

«El Viático... ¿no te enteras?».

-¿Qué?... ¿quién?

-El tío, hombre, el tío de Ponce, que está dando las boqueadas... (Deslizándose otra vez hacia el comedor). Amigo Ponce, ¿quiere usted tomar una copita de vino con bizcochos? Estará usted muy afectado... Y no hay que pensar en teatros... No faltaba más. Nosotras tampoco iremos. Ya ve usted, el luto... guardaremos luto riguroso... ¿De veras no quiere usted una copita de vino con bizcochos?... ¡Ah!, qué cabeza... si se ha acabado el vino... Pero lo traeremos... Con formalidad: ¿no quiere usted?

-Gracias, ya sabe usted que el vino se me sube a la cabeza.

Abelarda y Ponce pegaron la hebra, sin más testigo que Luis, que andaba enredando   -175-   en el comedor, y a veces se paraba ante los novios, mirándoles con estupor infantil. Hablaban a media voz... ¿Qué dirían? Las trivialidades de siempre. Abelarda hacía su papel con aquella indolente pasividad que demostraba en los lances comunes de la vida. Era ya rutina en ella charlotear con aquel tonto, decirle que le quería, anticipar alguna idea sobre la boda. Había contraído hábito de responder afirmativamente a las preguntas de Ponce, siempre comedidas y correctas. El albedrío no tomaba parte alguna en semejantes confidencias; la mujer exterior y visible realizaba una serie de actos inconscientes, a manera de sonámbula, quedando desligada de la mujer interna para obrar conforme a sentimientos más humanos. Antes de la aparición súbita de Víctor en la casa, Abelarda consideraba a Ponce como un recurso y apoyo probable en las vicisitudes de la suerte. Se casaría con él por colocarse, por tener posición y nombre y salir de aquella estrechez insoportable de su hogar. Desde que vino el otro, dejábase llevar de estas mismas ideas, pero como el patinador, que una vez lanzado, sigue y sigue girando y resbalando sin caer sobre el hielo. No se le ocurría a la joven desdecirse, ni renegar del matrimonio con Ponce; porque tener aquel marido equivalía a tener un abanico, un imperdible u otro objeto cualquiera de los más usuales a la vez que indiferentes. El pegajoso crítico   -176-   se creyó obligado a mostrarse aquel día más tierno que los demás, atreviéndose a fijar el de las bendiciones, y a proponer, desmintiendo su timidez, algunos particulares de su futura existencia matrimonial. Oíale la insignificante como quien oye llover, y en virtud de la velocidad adquirida, se mostraba conforme con semejantes proyectos y los apoyaba con palabras glaciales y descoloridas, a la manera de quien repite paternóster y avemarías de un rosario rezado a bostezos sin devoción alguna.

Sonó la campanilla, y Abelarda se sobresaltó por dentro, sin perder su continente frío. Le conocía en el modo de llamar, conocía su taconeo al subir la escalera, y si desde la puerta de la casa hasta el comedor pronunciaba alguna frase, hablando con doña Pura o con Villaamil, discernía por la inflexión lejana del acento si llegaba bien o mal humorado. Doña Pura, al abrir a Víctor, le embocó la noticia de la inminente muerte del tío de Ponce. Incapaz de contenerse la buena señora, se espontaneó hasta con el maestro de baile (vulgo aguador). Víctor entró sonriendo, y por inadvertencia o malicia, hubo de dar la enhorabuena a Ponce, el cual se quedó turulato.



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