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Modernistas, feministas y decadentes. Nuevas aproximaciones a «Salomé decapitada»: el caso de Delmira Agustini

Tina Escaja





Los estudios más recientes sobre el decadentismo reconsideran nociones tradicionales como el clásico antagonismo entre decadentismo y positivismo científico (Ferguson). Al tiempo que desestabilizan nociones previas, estas nuevas consideraciones reafirman la cualidad maleable de un concepto cuyo carácter fundamentalmente poético fue denunciado por Richard Gilman, dada la pretensión epistemológica que ha sido aplicada al término. Lo decadente, considera Gilman, en términos que sintetiza Charles Bernheimer, es un fraude1. Esa aplicación fraudulenta del concepto decadente afirma, sin embargo, la cualidad arbitraria y degenerada atribuida al término, como bien explica Bernheimer en la introducción a su libro Decadent Subjects. No obstante, lo que Ferguson y Bernheimer no tramitan en sus investigaciones es la fundamental ubicación política que la ilusión decadente manejó en función de la mujer. La mujer, en el texto de Bernheimer, no aparece como «sujeto decadente», sino fundamentalmente como objeto intrínseco al programa, un concepto que, por otra parte, implica nociones de misoginia que, Bernheimer considera, limitan ciertas aproximaciones al decadentismo, como aquella presentada por la imagen de Salomé en la interpretación poética de Stéphane Mallarmé. Por su parte, Christine Ferguson admite, sin cuestionar, esa ubicación del proyecto decadente en el cuerpo de la mujer, alegoría frecuente de la inquisición científica y estética del fin de siglo XIX, cuya finalidad aparentemente trágica, en la tesis de Ferguson, en vez de desestabilizar, confirma la cualidad decadente del proyecto científicamente «puro» (466). En el sentido argumentado por Ferguson, el arte por el arte coincide con el supuesto «deshumanizado» de la ciencia como abstracción, a modo de «ciencia por la ciencia», que se daba con inquietante pero poco estudiada frecuencia durante el final del siglo XIX. El propio José Ortega y Gasset, que acuña el término «deshumanizado» algo más tarde, a propósito del nuevo arte de vanguardia, asimila también el concepto de ciencia al terreno de la imaginación y las ideas2, si bien su disquisición carece en los años treinta de la virulencia antidecadente propia del siglo XIX finisecular.

Los extremos, por lo tanto, se tocan, y advirtiendo determinadas actitudes y tendencias, que acontecen en el fin del siglo XIX, se puede llegar incluso a establecer la conexión entre otros dos conceptos asimismo considerados antagónicos: el de la «nueva mujer», por un lado, y el concepto de «decadente», por otro, e incluso, de algún modo, se puede apuntar a la primera como ultimación del segundo. Si se considera el término «decadente» en su concepción principalmente subversiva y provocativa, si se admite los rasgos de liberación y experimentación como objetivo implícito superior, entre otras atribuciones del término, se advertirá que el proyecto decadente se aproxima mucho al proyecto feminista, a esa «nueva mujer» o «mujer moderna» de que el término «decadente», en principio, se distancia.

El presente estudio se detiene en dos vertientes principales. En primer lugar, amplía el argumento que equipara lo decadente y la mujer moderna, contextualizando brevemente el fenómeno en el ámbito hispánico. En segundo lugar, sitúa la estética peculiar de Delmira Agustini, representante emblemática de la intersección entre nociones de género, estética y experimentación científica, dentro del tejido de las actuales reconsideraciones sobre la decadencia. Vinculado a este aspecto, se abordará los distintos estadios de la estética de Agustini, a partir de los cuales la autora logra una expresión única, que suscribe, al tiempo que subvierte, el huidizo concepto de lo decadente.




La Nueva Mujer como proyecto decadente

La femme est naturelle, c'est-à-dire abominable.


CHARLES BAUDELAIRE, «Mon coeur mis a nui» 1271.                


Women have always conspired with the types of decadence.


FRIEDRICH NIETZSCHE, The Will to Power.                


La mujer es esclava de su espejo, de su corsé, de sus zapatos, de su familia, de su marido, de los errores, de las preocupaciones; sus movimientos se cuentan, sus pasos se miden, un ápice fuera de la línea prescripta, ya no es mujer, ¿es el qué? un ser mixto sin nombre, un monstruo, ¡un fenómeno!


JUANA MANSO, Álbum de señoritas.                


La vinculación del siglo XIX finisecular entre decadentes y mujeres modernas se advierte en la premisa misma de ambos proyectos. Tanto unos como otras desestabilizan los fundamentos sociosexuales que epitomiza el auge de la moral burguesa. Esta equivalencia subversiva entre mujeres modernas y decadentes fue anotada con acritud por la opinión oficial del momento, como bien señala al respecto Elaine Showalter: «Both were challenging the institution of marriage and blurring the borders between the sexes» [Ambos cuestionaban la institución matrimonial y complicaban los límites entre los sexos] (168). Y, sin embargo, en su afán polemista y habitual contradicción, los decadentes arremetieron con virulencia contra la propuesta de la Nueva Mujer, e incluso fundamentaron gran parte de su identidad en la más abierta misoginia. Al respecto, destacan las conocidas reflexiones de Charles Baudelaire, quien opone la naturaleza «abominable» de la mujer al refinamiento del dandi:

La femme est le contraire du dandy.

Done elle doit faire horreur.

La femme a faim, et elle veut manger. Soif, et elle veut boire.

Elle est en rut et elle veut être foutue.

Le beau mérite!

La femme est naturelle, c'est-à-dire abominable.

Aussi est-elle toujours vulgaire, c'est-à-dire le contraire du dandy.


(1272, énfasis del autor.)                


[La mujer es lo contrario del dandi. /Así pues, debe provocar horror. / La mujer tiene hambre y quiere comer. Tiene sed y quiere beber. / Está en celo y quiere copular. / ¡Vaya mérito! / La mujer es natural, es decir, abominable. / También esto es siempre vulgar, es decir, lo contrario del dandi].


Decadentes y afines reprodujeron sistemáticamente este sentimiento de hostilidad y rechazo hacia la mujer, en general, y la Nueva Mujer, en particular. A propósito de sus coetáneas profesionales y artistas, el reconocido pintor de paisajes y damas, Pierre-Auguste Renoir, comenta lo siguiente:

«I consider women writers, lawyers, and politicians (such as George Sand, Mme. Adam and other bores) as monsters and nothing but five-legged calves [...] The woman artist is merely ridiculous»3.


[Considero a las mujeres escritoras, abogadas y políticas (como George Sand, Mme. Adam y otras pesadas) monstruos y poco más que becerros con cinco patas [...] La mujer artista es simplemente ridícula]4.


Tras su periplo europeo, Rubén Darío anota su observación de las sufragistas francesas:

«Tengo a la vista unas cuantas fotografías de esas políticas. Como lo podréis adivinar, todas son feas; y la mayor parte más que jamonas [...] estos marivarones -suavicemos la palabra- que se hallan propias para las farsas públicas en que los hombres se distinguen y que, como la Durand, se adelantan a tomar papel en el sainete electoral, merecen el escarmiento».

(«¡Estas mujeres!, 549-50)                


Friedrich Nietzsche, misógino exacerbado y decadente a su pesar5, arremete con virulencia contra la mujer (a quien se refiere utilizando un término peyorativo: «das Weib»), argumentando que cualquier desvío de «su papel primero y definitivo: el de parir hijos fuertes» (2004, 388) resulta en un debilitamiento cultural generalizado. La causa emancipatoria de la mujer constituye, según Nietzsche, «uno de los peores progresos dentro del afeamiento general que afecta a Europa» (2004, 384, su énfasis). Nietzsche implica aquí la equivalencia que destacará en otro de sus trabajos, La voluntad de dominio, entre los decadentes y las mujeres: «Women have always conspired with the types of décadence»6. El decadente, como toda mujer, repugna, comparte con ella nociones de inmoralidad y debilidad patológica, y ambos resultan admisibles, argumenta Nietzsche, únicamente mediante el artificio del distanciamiento. En este sentido, Bernheimer señala la coincidencia con el procedimiento fetichista de pensadores como el propio Nietzsche, quien mantiene en su crítica dura contra los decadentes valores de identificación personal (26). Otra de las coincidencias entre los decadentes y Nietzsche consiste en la anotada hostilidad hacia la mujer, además de un moralismo implícito exacerbado.

Los ejemplos de misoginia en los escritos de Nietzsche son múltiples y resultan emblemáticos en la aproximación al contexto que informa a modernistas y decadentes durante el periodo del fin del siglo XIX. En Más allá del bien y del mal, Friedrich Nietzsche acusa a la mujer de incapacidad de entendimiento en asuntos tanto de cocina como de letras: «La estupidez introducida en la cocina; la mujer haciendo de cocinera» (385); «Demuestra que sus instintos están corrompidos, además de que tiene muy mal gusto, la mujer que apela precisamente a madame Roland, a madame de Stäel, o a monsieur George Sand [...] Para nosotros los hombres, las tres mujeres que he citado son ridículas sin paliativos» (385). Una mujer irreligiosa, prosigue Nietzsche en la citada fuente, constituye «para todo hombre profundo y ateo [...] algo totalmente repugnante y ridículo» (388). La mujer, por su condición «más natural que la del hombre, su característica astuta elasticidad de animal de presa, la garra de tigre que esconde bajo el guante, la ingenuidad de su egoísmo, su resistencia a dejarse educar, su profundo salvajismo, el carácter inaprensible, vasto y cambiante de sus apetencias y de sus virtudes [...]» infunde en el hombre «miedo y compasión» (389).

La única forma de admitir a la mujer y controlar esas fuerzas naturales amenazantes consiste para Nietzsche, según argumenta Bernheimer (23), en el procedimiento anotado de distanciamiento («actio in distans»)7. Una vez desnaturalizada la mujer, se la convierte en fetiche, en puro artefacto, el tropo máximo del artista decadente/modernista. Con ello, se pretende sopesar la angustia que la contradicción misma del decadente, aquella del deseo sexual inevitable y el desprecio visceral a la mujer, supuso para el intelectual finisecular. «Cuanto más cultive el hombre las artes, menos erecciones», afirma crudamente Charles Baudelaire8. En la apreciación liberada y provocativa se imprime la ansiedad del moralista, otra contradicción básica del decadente, que rechaza la norma al tiempo que la protege desde su condición superior. En la fisura de tales contradicciones, el dandi está no solo permitiendo sino formando un nuevo personaje: el de la mujer pensante y activa, que, al tiempo que amenaza al hombre tradicional, desestabiliza su articulación moral y normativa, objetivo último del decadente.

La hostilidad hacia la mujer en este periodo por parte del intelectual en general, y del decadente en particular, tuvo, por lo tanto, una doble arremetida. Por una parte, el dandi rechaza de la mujer su asociación clásica a la reproducción, esto es, al ámbito de lo natural y la domesticidad «útil» -o bien la considera una amenaza, como en el caso de Nietzsche-, elementos a los que el dandi opone el artificio, la esterilidad y exotismo celebrados por el decadente. Por otra parte, tanto intelectuales como decadentes desprecian precisamente a la mujer que se aparta de la convención mencionada, es decir, arremeten contra la mujer liberada que, como el decadente mismo, busca la experimentación y el conocimiento, propone la individualidad y el acceso a la belleza a través de instancias habitualmente asignadas al hombre, como la literatura y las artes.

Paradójicamente, al tiempo que proceden contra la mujer biológica, o su desvío demonizado en la mujer liberada, tanto el decadente como la sociedad del momento están aplicando un criterio y semántica de identidad entre la Nueva Mujer y el decadente, identidad que ya había señalado el propio Nietzsche. Seguidamente, algunas nociones básicas que definieron al decadente, pero que, contradictoriamente, se reconocen en la Nueva Mujer en virtud, precisamente, de esos mismos criterios:

  1. Aberración: por su carácter natural, la mujer es abominable, aberrante. Por apartarse de lo natural, la mujer moderna, al igual que el dandi, es un prototipo de degeneración.
  2. Inversión sexual: vinculada a la aberración. Tanto el dandi como la mujer moderna presentan modalidades que «invierten» la norma sexual. La decadencia, en apreciación de Elaine Showalter, es sinónimo de homosexualidad (171). Asimismo, la mujer moderna es fálica, implica una sexualidad «invertida».
  3. Deseo de liberarse de lo «útil» tanto el decadente como el científico puramente experimental, argumenta Ferguson, buscan «freedom from usefulness» (470). Las mujeres modernas desean asimismo trascender el cuerpo en su premisa exclusivamente reproductiva, «útil», para proceder a la práctica «inútil» de acceso al conocimiento. No obstante, en los tres postulados, científico, decadente y feminista, se busca una ultimación «útil» en diversos grados, como el acceso a un público para el creador decadente, la estabilidad de la ciencia para el científico, la inclusión y ultimación de contribución social para la feminista.
  4. Culto a lo artificial: postulado máximo del decadente, que coincide con la proyección social de la mujer decimonónica sometida a un proceso experimental (no natural) que involucra la moda. El corsé, que enfatiza busto y caderas, señala a la mujer reproductora en un momento en que la demografía declina en función de un modelo burgués que retrasa la edad del matrimonio, reprime la sexualidad y utiliza métodos anticonceptivos y contraceptivos9. Asimismo, los peinados elaborados, los accesorios, inciden en la mujer-muñeca, la mujer artificial, en sentido inverso a una moda masculina que enfatiza la libertad y la comodidad en una práctica «natural» del vestir. Levita y pantalones en los hombres liberan. Corsés, polisones, enaguas, constriñen y limitan el movimiento. La mujer, acusada de responder a lo «natural», se presenta en el ambiente burgués de finales del siglo XIX como un producto social «construido», artificial.
  5. «Desintegración del sujeto y los límites de lo humano»10: vinculado al concepto del monstruo. El decadente busca transgredir fronteras y nociones básicas, experimentar lo ilimitado, contribuyendo a su malditismo. Como alegoría habitual de ideas y modernidades, la mujer se representa en ocasiones como híbrido. No sólo un híbrido aberrante, como su sexualidad bestial asociada a imágenes y mitos, que involucran la animalidad como Salambó o Leda11, sino también como híbrido mecánico. De La Eva futura de Villiers de l'Isle-Adam (1886) a expresiones cinematográficas de los años veinte en el nuevo siglo, que apuntan al fin del siglo XIX, como Metrópolis (1927), la mujer-máquina en su dualidad perversa y de triunfo de la modernidad supera los límites de lo humano.
  6. Malditismo: desviación, aberración, crítica social y prácticas antisociales señalan al escritor «maldito», pero también a la mujer moderna que se atreve a cuestionar los papeles tradicionales. De hecho, como se ha venido argumentando, el malditismo se extrema en la Nueva Mujer vilipendiada, tanto por el orden social como por el intelectual decadente, que la considera aberrante y ridícula, como también repugnante la condición presuntamente natural de toda mujer.
  7. Culto a la morbosidad, a lo enfermo: el afán de incidir en variantes mórbidas en los escritos decadente-modernistas convive con la efusión médica del periodo que prolifera patologías y asigna, entre otros males, el de la «histeria» principalmente a la mujer»12. Asimismo, el decadente, en su variante modernista hispánica, se considera histérico: «[...] los modernistas tienen temperamentos menos resistentes, un sistema nervioso que es hiperrefinado, aun enrarecido y anormal. Son hombres mercuriales, incluso un poco histéricos e hipersensibles, quizás obsesivos en su búsqueda de efectos excepcionales» (Cardwell).
  8. Arte superior a naturaleza: vaciada de contenido, la mujer se transforma en fetiche del decadente, en puro artefacto, en un objeto fálico sustitutivo, según argumenta Freud (108), que, al tiempo que niega reafirma el miedo del hombre a la castración. Según esto, la mujer como artefacto alegoriza el proyecto del dandi; representa, en su máxima expresión de artificio, inversión y crisis sexual, a lo decadente.

Pero no se trata exclusivamente de equivalencias entre el dandi y la mujer moderna, sino también de intercambios, de dependencias mutuas. El dandi precisa a la mujer para exponer su delirio personal; la mujer moderna precisa del dandi y se culmina en la práctica inquietante del hombre decimonónico expuesto a nuevos cambios sociales. En cierto sentido, el dandi ultima la proyección de la Nueva Mujer al permitir y revelar al mismo tiempo la necesidad de un cambio y las inquietudes que dicho cambio provocó. Esta proyección adopta peculiaridades emblemáticas en el ámbito hispánico.




Decadentes hispánicos y sus correspondencias

En el contexto hispanoamericano, las definiciones de los conceptos «decadente» y «mujer moderna» o «nueva mujer» adquieren peculiaridades frente a sus variantes europeas. Una de las principales diferencias consiste en la prioridad que se dio en las nuevas naciones a la necesidad de definirse a sí mismas, muchas veces en función, una vez más, del cuerpo de la mujer, lo cual añade cierta complejidad a la misoginia e instrumentalización de la mujer propia del periodo13. A esta premisa de identidad patriótica se adhirieron muchas veces las propias autoras, quienes con frecuencia consideraron el estado de la nueva nación por encima de inquietudes sufragistas como las propuestas en algunos países de Europa. Las feministas latinoamericanas se concentraron en su mayoría en necesidades, tales como la educación de las mujeres, a modo de premisa ineludible para la mejora del país, además de apoyar la ruptura con atavismos sociales y religiosos. Tal fue el proyecto de escritoras como Adela Zamudio en Bolivia, Salomé Henríquez de Ureña en la República Dominicana y de las argentinas Juana Manso y Juana Manuela Gorriti, por citar algunas de las voces feministas del momento. Todas ellas tuvieron notable impacto en sus momentos respectivos, una notoriedad prácticamente extinguida a posteriori.

Por su parte, los «modernistas» hispanoamericanos, en su doble responsabilidad de definición patriótica y estética, sienten con especial incomodidad el término «decadente». Sylvia Molloy apunta al caso en su vinculación con la estética de la pose. Ser decadente, y por asociación, ser modernista, insinúa al homosexual (1994, 132). Las definiciones de historiadores como Ángel Valbuena Prat y Pedro Salinas, que sintetiza Richard Cardwell en su estudio, enfatizan dicha asociación que incide en el «afeminamiento» del modernista frente a la expresión considerada «viril» del compromiso noventayochista en España:

«Los hombres del 98 son vigorosos, robustos, contenidos, sobrios en sus costumbres, en efecto, "varoniles". Los modernistas son delicados, "femeninos", se agobian pronto tanto mental como físicamente. Buscan las emociones y los sentimientos hiper-refinados, saborean estados extremados de la mente y encuentran allí un placer profundo, especialmente en los humores de la tristeza y la melancolía. También encuentran un placer voluptuoso en el erotismo, incluso las formas perversas del sexo. Se sugiere que existen entre ellos elementos homosexuales siempre en su literatura decadente cuando no en la propia vida de ellos. Recurriendo, la generación del 98 es sana, normal y masculina; los modernistas afeminados sufren una condición mórbida».


(Cardwell, su énfasis)                


Esta dualidad de apreciación favoreció una construcción crítica que distinguirá entre un primer modernismo considerado frívolo y escapista y un segundo modernismo presuntamente veraz, preocupado por la causa política americana. Sylvia Molloy argumenta en contra de esta posición dual que designa la pose decadente como «gesto superfluo» (1994, 128-29), destacando la autora, por el contrario, «la fuerza desestabilizadora de la pose, fuerza que hace de ella un gesto político» (1994, 129). No obstante, aquellos poetas modernistas considerados más frívolos y decadentes fueron con frecuencia objeto de observaciones críticas peyorativas, como fue el caso de la recepción del poeta uruguayo Roberto de las Carreras14.

La peculiaridad hispánica modernista, que delibera entre el compromiso estético, presuntamente femenino, y el viril objetivo de inventar América -una deliberación muy diferente de las visiones apocalípticas de sus coetáneos decadentes europeos- afecta asimismo a la apreciación de la Nueva Mujer. En su aproximación a escritos de José Martí y Manuel González Prada, Javier Lasarte apunta la contradicción del intelectual del periodo dividido entre dos frentes. Por una parte, el intelectual modernista propone una alianza con lo subalterno en sintonía con una sociedad moderna en constante transformación y diversificación, que postula el progreso y la novedosa consagración «del arte y la cultura como valor supremo» (Lasarte, 38). Por otra, se mantienen las estructuras de poder y el orden hegemónico decimonónico, con lo que, contradictoriamente, se pretende compensar la crisis que los cambios finiseculares generaron. De este modo, si textos de José Martí aplauden en alguna ocasión el auge de la Nueva Mujer, por otro lo vilipendian, a modo de expresión de una sociedad moderna deshumanizada y hostil. El valor principal de la mujer, argumenta Martí en consonancia con los liberales progresistas de los dos primeros tercios del XIX -a los que en principio los intelectuales finiseculares se oponen- radica en su función subalterna, doméstica y reproductiva, de madre de la nueva patria (Lasarte, 46-47). Más radical que Martí, González Prada también responde a estas contradicciones. Si, por una parte, González Prada llega a esgrimir una ideología feminista de liberación de la mujer en frentes tanto religiosos como educativos y sociales, por otra, argumenta por un sistema de poder de base patriarcal necesario para todo cambio (Lasarte, 49-50). En cuanto a las autoras o «modernas» del periodo modernista hispanoamericano, se pueden distinguir dos grupos. Un primer grupo vendría constituido por intelectuales, que elaboran en sus ensayos la necesidad de la educación y liberación de la mujer, al tiempo que adoptan una actitud crítica, «refractaria», ante la estética del modernismo15. Estas poetas y pensadoras, entre las que se encuentran Adela Zamudio y Laura Méndez de Cuenca, muestran abierto o solapado antagonismo hacia los excesos asociados con el modernismo, optando en su poesía por variantes románticas que apelan a la «autenticidad» frente a la presunta artificiosidad y misoginia del esteticismo modernista. Adela Zamudio se muestra explícita al respecto. En su novela corta El capricho del canónico, Zamudio escenifica este sentimiento antimodernista a través de la parodia. En el siguiente fragmento, conversan dos amigos que se llaman, significativamente, «Rubén» y «Darío»:

«-¡Rubén! -me ha dicho-, tú estás enamorado; no me lo niegues. [...] La mujer es obstáculo en el camino de la celebridad; es cobardía en la lucha, turbación en el sosiego, es...

-[Interviene Darío, amigo de Rubén] ¡Es la serpiente paradisíaca que nos induce al mal! -interrumpí-. Es el hada nocívora que envenena la fuente en que el viajero bebe sitibundo; es la peste bubónica que inficiona el ambiente con miasmas deletéreas... es... es...».


(121-22)                


Un segundo grupo de escritoras no «refracta», sino que «refleja» la estética del modernismo, adoptando, a veces transgresoramente, las prácticas poéticas de esa estética. La dificultad de escritura de mujer en los parámetros misóginos decadente-modernistas ha sido señalada, entre otros críticos, por Sylvia Molloy, quien argumenta que «women cannot be, at the same time, inert textual objects and active authors. Within the ideological boundaries of turn-of-the century literature, woman cannot write woman» [las mujeres no pueden ser, al mismo tiempo, objetos textuales inertes y autoras en activo. Dentro de los límites ideológicos de la literatura finisecular, la mujer no puede escribir como tal, escribir «mujer»] (1991, 109). No obstante, autoras como Delmira Agustini en Uruguay, o su predecesora Mercedes Matamoros en Cuba, lograron expresar una poética personal desde las prácticas excluyentes del modernismo.

En España, la crisis del 98 y una política finisecular que orquesta intercambios entre liberales y conservadores, dieron prioridad, por una parte, a los conceptos de identidad nacional, mientras que por otra, en el baluarte feminista, se concentró en valores fundamentales de igualdad civil como el derecho a la educación de la mujer. Entre las intelectuales feministas más notables se encuentran Emilia Pardo Bazán y su predecesora Concepción Arenal. El concepto de decadencia se aplicó en España principalmente a la política y crisis espiritual del momento y también a otra crisis que causó fecunda polémica entre intelectuales del periodo: la crisis en la ciencia española. Esa crisis sobre la ciencia española, una ciencia considerada anémica y frágil, resulta asimismo significativa para contextualizar en España y, al mismo tiempo, problematizar teóricamente la relación entre ciencia y decadencia apuntada por Ferguson. La equivalencia ciencia-decadencia en España parece literalizar también los términos empleados por el propio Nietzsche, a propósito de las «teorías del agotamiento» argumentadas en La voluntad de dominio (35). Si la ciencia, para Nietzsche, forma parte de las «formas morbosas» del periodo (1962, 35), para los intelectuales españoles el estado «enfermo» de la ciencia patria supone una realidad preocupante por encima de las exploraciones presuntamente perversas del decadente-científico en el argumento de Ferguson.

La peculiaridad de la relación entre ciencia y decadencia también resulta significativa en la variante latinoamericana. A la prioridad dada a la identidad nacional se sumó en Latinoamérica la industrialización en ciernes y un proceso básico de modernización socioeconómica que invitará a modelos de experimentación, en ocasiones radicales, como fue el caso del Uruguay de José Batlle y Ordóñez. El proyecto progresista de Batlle, que ostensiblemente desatendió la realidad atávica del momento, parece responder así al argumento de Ferguson de extremación del objetivo científicamente «puro», a modo de «ciencia por la ciencia», que coincide con la práctica modernista-decadente del «arte por el arte». Las consecuencias de esta experimentación científico-decadente mostrarán en último término, como sucedió políticamente en Uruguay, lo que Ferguson expresa como «the deep contradictions and schisms inherent in all models of pure identity» (477)16.

El término «decadente», en su sentido principalmente estético, será utilizado tanto en España como en Latinoamérica para referirse sobre todo a las tendencias francesas o afrancesadas y, eventualmente, al fenómeno correlativo hispánico: el modernismo. A propósito de Charles Baudelaire, el escritor español Leopoldo Alas, Clarín, coetáneo del francés, apunta lo siguiente:

«[...] en su espíritu y en su temperamento de artista refinado, nacido en el centro de una sociedad compleja, riquísima en experiencia, que tienen el cerebro excitadísimo por grandes gastos nerviosos y que ve más que vio nunca el mundo y siente especies de dolores, si no nuevos, renovados y complicados hasta lo infinito. En suma, llámese al poeta de esta sociedad decadente, si tanto nos pagamos de palabras, pero déjesele cantar».


(90-91)
(énfasis del autor)
               


Ser decadente, para Clarín, como para la apreciación general del momento, implica nociones negativas de las que, según Clarín, hay que excusar al esteta Baudelaire en favor del poeta, un poeta capaz de «sincera» trascendencia visionaria, que manifiesta espléndidamente el francés a través de su obra (Clarín, 90). Lo decadente se ubica entonces en el terreno de lo depravado y malo, de lo insincero, algo más propio de «extravíos» de simbolistas que del trabajo de Baudelaire, asegura el autor de La Regenta (101).

Los rasgos vinculados al decadente, en las anotaciones de Clarín, resuenan inevitablemente en autores modernistas como la propia Delmira Agustini. De hecho, los presuntos «gastos nerviosos», indicio histérico asociado principalmente a las mujeres durante el periodo finisecular, así como otras indicaciones apuntadas por Clarín como los «dolores [...] renovados y complicados hasta lo infinito» pueden reconocerse en la correspondencia epistolar de Delmira Agustini e insinuarse en su obra. Lo que parece no cuadrar en esta asociación es la contextualización del decadente en una sociedad urbana compleja y exquisita, que no era el caso del Montevideo de Agustini, así como el hecho de que, como se apuntó, los decadentes fueran hombres sin excepción17, autores que además basaban gran parte de su estética en la percepción de la mujer como fetiche. Investigar la presunta decadencia de la autora permitirá, por lo tanto, revelar nuevos motivos de representación del término en el contexto hispánico.




Delmira Agustini: autora decadente, poeta vaginal

Nourrice: [...] et pour qui, dévorée d'angoisses, gardez-vous la splendeur ignorée et le mystère vain de votre être? Hérodiade: Pour moi.


Stéphane Mallarmé, Hérodiade (32).                


La poética de Delmira Agustini responde a muchos de los aspectos que han venido asociándose a la estética decadente: morbosidad, crueldad, provocación, sadismo, culto al artificio, perversión, exotismo, transgresión sexual, poder de fuerzas liminales, excentricidad, erotismo, hedonismo, etcétera. Y al mismo tiempo, el presunto dandismo de Agustini en sus textos entra en contradicción con la huidiza concepción decadente que como mujer la vacía de contenido para transformarla en fetiche, en una forma de «Eva futura» o alegoría última del proyecto decadente18. Precisamente, esta negación de la subjetividad de la mujer y su transformación en fetiche por la estética decadente-modernista constituye un reto de expresividad para Delmira Agustini, cuya afirmación configurará el aspecto más decadente e innovador de su poesía. A través de la palabra como probeta experimental, Delmira construye una (id)entidad genuina fundamentada en el principio vaginal-textual, construcción que desarticula, por plenitud y celebración, la semántica de la carencia asignada por el psicoanálisis a la mujer. Esta semántica fue abordada con obsesión por las tribulaciones consideradas patológicas del escritor decadente, fascinado también por la variante de la necrofilia. El principio de castración, que Charles Bernheimer- considera como el tópico principal del decadente («foremost trope of decadence», 117), señala entonces al origen del fetichismo en un primer estadio del psicoanálisis, que emerge precisamente en el periodo finisecular. Como afirma Emily Apter en su importante estudio Feminizing the Fetish, «fetishism was the decadent creation of a male erotic imagination spurred by castration anxiety or repressed homosexuality» (102). Las mujeres se presentan, entonces, como objetos poéticos de este sentimiento misógino y fetichista ejercido por el escritor decadente, invalidando la posibilidad del fetichismo en la mujer y, por lo mismo, anulando en principio la capacidad de autoridad decadente-modernista de la mujer poeta.

Contradictoriamente, y alentada por un aparato excepcional de orden tanto político (el batllismo), como ideológico (en la alternativa psicoanalítica propuesta por Roberto de las Carreras), e intelectual (la prestigiosa «generación del 900», que acoge a personalidades como el excéntrico Julio Herrera y Reissig y a la propia Agustini), la autora uruguaya se permite elaborar un fetichismo ejercido ahora por la mujer, fundamentado en reconceptualizaciones del principio de castración. En la poética de Agustini, la presunta carencia no se presenta como falta genital, sino por ausencia de una subjetividad tanto sexual como textual negada por la tradición sociohistórica y literaria. A fin de reconstruir esa identidad suprimida, Agustini transforma las palabras poéticas en objetos fetiche, a partir de los cuales elabora sobre la forma de un falo, de un amante supremo o «Adán futuro», si se adapta la fórmula de Villiers de l'Isle-Adam. Pero este falo ideal supera la noción limitada freudiana del deseo de pene para incidir irónicamente en el falo como objeto de representación, al modo en que teoriza Sarah Kofman y que sintetiza Emily Apter en su estudio: «[...] a representation of a representation, itself representative of radical undecidability» (110)19. Aunque, se sigue argumentando psiconalíticamente en función del falo, la alternativa propuesta por Kofman, aplicable a Agustini, permite la inscripción del fetichismo en la mujer en las reconsideraciones de Kofman recogidas por Apter, «the foundation for an ironic, gender-free metaphysics» (110).

Y al mismo tiempo, Agustini logra superar estos principios parafálicos, y que todavía neutralizan la diferencia sexual, al imprimir en su poética una estética vital y afirmadora de mujer, exclusiva y vaginal, que imprime una subjetividad femenina de posesión y logro. Esta poética de la afirmación contradice, al tiempo que suscribe, la estética presuntamente desviada del decadente. En esa dialéctica entre plenitud y falta se puede anotar la diferencia fundamental entre lo decadente-modernista canónico y la variante genuina de la autoridad de la escritura de la uruguaya.

Esta sección se centrará en dos ideas principales vinculadas al esquivo concepto de lo decadente. En primer lugar, se situará la estética peculiar de Agustini en el contexto de las nuevas reconsideraciones sobre la decadencia, reconsideraciones que, por lo general, siguen manteniendo estructuras misóginas como se puede inferir de interpretaciones como las propuestas por Charles Bernheimer a propósito de la utilización del mito de Salomé en la obra de Stéphane Mallarmé, Hérodiade. En segundo lugar, se abordará los distintos estadios de la estética de Agustini, a partir de los cuales, como se indicó en la introducción a este estudio, la autora logra una expresión única que problematiza el concepto de decadencia.




Salomé decapitada: nuevos planteamientos20

Según reconsidera Christine Ferguson, los escritores decadentes de finales del XIX, en un paralelismo con la exploración científica pura, buscan en último término explicarse a sí mismos o sublimarse en sus textos a partir de la muerte como ultimación y logro (466). El proyecto «científico» de Agustini sería el opuesto: construir su propia subjetividad negada y hacerse presente por el principio sexual-vaginal de la vida. Su celebración en el éxtasis del orgasmo, que se presenta como metáfora implícita de ultimación y logro, refrenda el valor final de esa búsqueda por la inutilidad propia de decadentes y científicos ortodoxos al que apunta Ferguson (470). Y sin embargo, la fuerza alternativo-desviada resulta más creativa y creadora en el caso de Agustini precisamente por producirse desde la ausencia, desde el vacío interpretado por el psicoanálisis como carencia y enmascarado por el canon literario como objeto ornamental, cuyo exceso se presenta con frecuencia expresado mediante la abundancia de joyas y adornos en la retórica modernista. Significativamente, las joyas, símbolos que apuntan a «la atracción decadente por la muerte» («emblems of the subject's attraction to death», Bernheimer, 109), aparecen raramente en la obra de Agustini, señalando una vez más a la estética de la abundancia veraz (y no ornamental-artificial) la vitalidad y la afirmación que peculiariza la poesía de la uruguaya.

A diferencia de Agustini, el artista decadente trabaja desde un sentimiento pleno hacia la ausencia, hacia la disolución final de la subjetividad. Esta disolución, que culmina el experimento decadente en la tesis de Ferguson (477), aparece ejemplificada por la emblemática obra de Stéphane Mallarmé, Hérodiade, según enfatiza el estudio de Charles Bernheimer. El propio Mallarmé alude a esa intención de autoaniquilación por el poema, un logro articulado a través de la imagen clásica de la cabeza cortada de San Juan Bautista, momento que Mallarmé registra poéticamente y que expresa como «pur regard» (36), incidiendo así en el goce por la castración y la muerte. Pero, en esta presunta reconceptualización del mito de Salomé, al que refiere Bernheimer, persisten elementos misóginos y errores de interpretación que afectan a las modernas teorías sobre la decadencia.

Como apuntaba Charles Bernheimer, el principio de castración, que alegoriza el mito de Salomé, articula en gran medida la poética decadente (117). Al mismo tiempo, el crítico enfatiza que tal articulación supera el tópico tradicional de la femme fatale (castrada-castradora) para abordar significados más complejos y que complican las nociones de negación o falta (106), sin aludir, sin embargo, al hecho de que la mujer representa esa falta en la conceptualización freudiana subyacente. Entre los significados, que destaca Bernheimer, se encuentra el deseo explícito de Mallarmé en su Hérodiade de negar en el poema, de superar el mito histórico para transformarlo en «efecto» (106). Así lo expresa Mallarmé en carta a Cazalis de octubre de 1864: «I have finally begun my Hérodiade. With terror, for I am inventing a language which must necessarily spring from a very new poetics, which I could define in these few words: To paint, not the thing itself, but the effect it produces»21 [He comenzado, al fin, mi Hérodiade. Con terror, pues invento un lenguaje que debe necesariamente surgir de una poética muy nueva, que podría definir en estas pocas palabras: pintar no la cosa, sino el efecto que produce].

Según Mallarmé, las palabras se transforman entonces en intenciones, y el poema en alegoría de su propio proceso. Con tal objetivo, Mallarmé reconceptualiza el mito de Salomé en la figura poética de Herodías (Hérodiade), «a being purely dreamt and absolutely independent from history», explica el autor en carta a Eugène Lefébure (170). Como argumenta Bernheimer al respecto, Mallarmé «would write against this story, evoking it in order to erase it» (106, énfasis del autor).

Ante este planteamiento de base, se pueden contraponer los siguientes puntos de subversión y reflejo en la estética de Agustini, quien relativiza al tiempo que amplía dramáticamente en su obra el mito cultural de Salomé:

  1. Como enfatiza Charles Bernheimer (106), Mallarmé apunta en su carta a Cazalis la intención, al utilizar el mito de Salomé, de pintar «not the thing itself, but the effect it produces». Salomé se presenta entonces como perfecto vehículo de expresión de la poética del francés. La misma intención inspira la estética de Agustini, esto es, el deseo de presentar en su trabajo no solo «imágenes» sino «efectos», el propósito último de expresar una visión poética, un arte personal de inscripción tanto subjetiva como lingüístico-artística. Poemas como «El cisne» (255-57), «Visión» (236-37) o «Lo inefable» (193-94), enfatizan esa cualidad de expresión de efectos sobre la impresión de imágenes y visiones que suelen supeditarse a «La Idea». Estas imágenes muchas veces implican la noción de Salomé como hablante conceptual que recibe la cabeza del ideal (la cabeza de Dios en «Lo inefable»; la cabeza del cisne en el regazo de la hablante en el poema «El cisne»). La peculiaridad e implicación subjetivo-lingüística de la estética de Agustini difiere del énfasis en la plasticidad y en el distanciamiento más frecuente del modernismo clásico, como el presentado por Rubén Darío en poemas asociables a los anotados, como «Leda» (1987, 147) o la serie «Los cisnes» del libro Cantos de vida y esperanza (130-33).
  2. Al cambiar el nombre de Salomé y transformarla en Herodías, Mallarmé dice romper con la historicidad del mito permitiendo su objetivo de sublimación del personaje, «absolutely independent from history». Esta argumentación resulta contradictoria al usar Mallarmé el nombre histórico de la madre de Salomé: Herodías, una entidad que ha sido con frecuencia asociada a la perversión atribuida a la hija (Herodías incitando a Salomé a pedir la cabeza de san Juan Bautista). Es decir, Mallarmé sigue inscrito en una contextualización cultural que equipara a Salomé a su madre, cuyo nombre, por otra parte, deriva del de sus esposos: Herodes Filipo y Herodes Antipas. Este grado de asociación, no obstante, no se tiene en cuenta en la proyección del mito, una asociación que apunta también al deseo original de Herodes de acabar con la amenaza del profeta. En el evangelio de san Mateo se indica lo siguiente: «Herodes había prendido a Juan, le había encadenado y puesto en la cárcel, por causa de Herodías, la mujer de su hermano Filipo. Porque Juan le decía: 'No te es lícito tenerla'. Y aunque quería matarle, temió a la gente, porque le tenían por profeta» (Mt. 14, 3-5). Desde su trono enunciador, como muestran los influyentes cuadros de Gustave Moreau, Herodes controla e interpreta, decide de antemano el destino del profeta, y Salomé y su madre constituyen meros instrumentos de ese deseo masculino, al tiempo que ejercen convenientemente de chivos expiatorios del crimen (como lo fueron otros arquetipos femeninos demonizados como Eva, Malinche o Lilith)22. Lejos de Mallarmé restar historicidad al personaje, se le enfatiza, incurriendo una vez más en la ilusión o falsedad del fetichismo. Como consecuencia, la implicación de «pur regard» (Mallarmé, 36), que anula el sujeto poético de Herodías en el texto y el contexto o intención de Mallarmé, lo es alegórico de la subjetividad de la mujer tradicionalmente usurpada de identidad, reducida a una continuidad con los objetos, con las joyas, y, por lo mismo, asociada también, como Salomé, al mito y conceptualización de la muerte. También con Mallarmé se instrumentaliza la figura de Salomé para supuestamente erradicarla y sublimarse el autor a sí mismo a través de Herodías, travistiéndose así en mujer-joya que se disuelve en la mirada: «pur regard». Delmira Agustini devuelve su justo poder a esa imagen al mostrar en poemas como «Lo inefable» el deseo activo y enunciador de un sujeto poético femenino independiente de construcciones culturales, que la vacían de contenido y la convierten sistemáticamente en fetiche.
  3. Como contrapunto a la tradicional interpretación misógina del mito de Salomé, Bernheimer argumenta que esta perspectiva clásica de la femme fatale (castrada-castradora) resulta limitada ya que, en un deliberado proceso, que Bernheimer menciona más complejo, se implica la negación del sujeto en la forma estética, a modo de palabra pura: «Salome's function in decadence is not only to exemplify the castrated/castrating female but also, often simultaneously, to put that image in doubt, to give it a mask, and to make it dance» [La función de Salomé en la decadencia no consiste solo en ejemplificar a la mujer castrada-castradora sino también, y a menudo simultáneamente, en poner esa imagen en duda, en ponerle una máscara, y hacerle danzar] (126). Pero la perspectiva de Bernheimer, como la del propio Mallarmé, sigue articulándose en función del mito de Salomé y su implicación misógina. Bernheimer, al proponer con insistencia y ocasional condescendencia el distanciamiento de los tropos misóginos asociados a la imagen de Salomé, sigue incidiendo en estos al interpretar el proceso de Mallarmé en su obra Hérodiade como jerárquicamente superior por su «complejidad psicológica», que asocia a la subjetividad del poeta en su deseo de autotrascendencia. La subjetividad, a que se alude, implica un fenómeno de liberación castradora, esto es, persiste en criterios masculinos que utilizan el cuerpo de la mujer como vehículo de la propia trascendencia, sea la negación del principio mimético de castración o sea la negación como principio simbólico decadente. Los dos principios mantienen a la mujer como objeto alegórico vaciado de contenido y susceptible de retener una variedad de significados, como el concepto de poesía en la propuesta de Mallarmé. Se repite, una vez más, el proceso misógino tradicional de objetivación de la mujer, de vaciamiento de contenido, de negación de su subjetividad para convertirla en objeto maleable de la causa masculina. Bernheimer, en definitiva, persiste a su pesar en el arquetipo misógino que Salomé representa. Una vez más Salomé, en su configuración histórica, resulta producto final de los deseos de un hombre, una indicación bíblica sistemáticamente negada por las teorías que se enfrentan al tema.
  4. Como contrapartida, la poética de Agustini presenta a Salomé de forma opuesta a la teorizada por Bernheimer, a propósito de Mallarmé («he would write against this story, evoking it in order to erase it»). Agustini, por el contrario, borra la historia de Salomé a fin de evocarla, escribiéndose contra la anulación que de su subjetividad de mujer han inscrito los textos y teorías, que constituyeron y empiezan hoy a constituir el canon.
  5. La inversión dialógica de la poética de Agustini se reconoce también en el deseo de crear y crearse en función de palabras que, como en la estética de Mallarmé, adquieren solidez de objeto: «Pure poetic language, Mallarmé suggests, gives words the density of objeets that reflect light» (Bernheimer, 109). Pero, los objetos palabra de Agustini no lo son tanto en función de joyas y su significación decadente de la muerte. Las joyas, por lo general, están ostensible y significativamente ausentes de la estética de Agustini. Las palabras de la autora construyen o insinúan la densidad de la piedra, que no tanto refleja la luz (eliminando así el sujeto poético, como en la intención de Mallarmé), como sugiere la vida, la crea por apariencia y no por desaparición. Delmira Agustini, al contrario de Mallarmé en la lectura de Bernheimer y de los decadentes en general, no está obsesionada con la muerte sino con la vida, con la creación, con la revelación de una subjetividad de mujer suprema y arquetípica. Las palabras, por lo tanto, no silencian el sujeto poético sino que le dan magnitud de creadora, de escultora, con dimensión arquetípica, como puede apreciarse en poemas como «Tres pétalos a tu perfil» (234). A la función masculina de la creación por la muerte, creación que Bernheimer afirma como «the defining accomplishment of masculinity» para Mallarmé y los decadentes (110), se contrapone entonces aquella femenina de la creación por la vida en la estética de Agustini.
  6. Frente a las presuntas «histerias eruditas» que dispersan y disuelven el yo del decadente23, Delmira se completa nocturnamente en su trabajo, imprime en su obra una subjetividad negada social y culturalmente. A través de su obra, la autora se consuma, adquiere subjetividad, no por castración, sino por adquisición del falo, una posesión que la estimula sexual y poéticamente. Frente a la aniquilación del sujeto poético y la negación de la sexualidad propuesta por Bernheimer en la obra de Mallarmé, Delmira Agustini presenta una sexualidad en mayúsculas, se afirma a sí misma a través de la presencia vital y el sexo.

La poética de Agustini participa, en definitiva, de muchas de las nociones decadentes apuntadas por Mallarmé. Al igual que el francés, Agustini presenta en su trabajo no solo imágenes sino efectos, la intención última de expresar una visión poética, un arte personal de inscripción tanto subjetiva como lingüística (artística). Sin embargo, esta intención poética actúa de forma opuesta a la habitual del decadente, que se expresa en la figuración, también evocada, de Salomé. La figura histórica no existe explícitamente en la obra de Agustini, pero, al contrario de los decadentes, la subjetividad evocada de Salomé sí que está presente en los textos de la autora. Esta radical inversión implica el desajuste básico entre los estudios teóricos y la escritura del hombre, por una parte, y la realidad de una subjetividad de mujer insistentemente negada por la tradición literaria y canónica, por otra. Como en la teoría fetichista freudiana, Charles Bernheimer, como otros críticos contemporáneos, siguen incidiendo implícitamente en la negación de la diferencia sexual.




Estadios en la poética de Delmira Agustini

El proceso de alteración de estos criterios decadente-modernistas, que permitirá un registro innovador de abundancia y vaginalidad en la poética de Delmira Agustini, se construye en función de cinco estadios progresivos:

  1. La hablante asume su condición satánico-fálica, en forma de serpiente, medusa o vampiro-castradora. Complementariamente, el sujeto lírico se presenta como «libro en blanco» susceptible de ser escrito/impregnado; como «cáliz vacío» dispuesto a ser llenado; como ornamento fetichista, cuya inscripción atrae y repele, según la prédica modernista-decadente. Delmira Agustini asume en sus textos esa doble función vinculada alternativamente con lo natural, que repugna, o lo artificial-fetichista que amenaza la masculinidad. Resulta relevante en particular la concepción de la hablante de Agustini en correspondencia con la sexualidad impura y amenazadora, a modo de cisne sangrante, que mancha con su sexo los lagos impecables de la subjetividad/sexualidad masculina: «Y soy el cisne errante de los sangrientos rastros, / voy manchando los lagos y remontando el vuelo» («Nocturno», 254). Este primer estadio de la estética de Agustini resulta el más conocido y habitual empleado por las escritoras del periodo.
  2. Una vez adquirida y asumida su condición fálica, la autora lleva esa oportunidad al nivel de escritura. Ella asume, por el acceso a la pluma, el objeto deseado y prohibido. Adopta el falo que le adjudican, y lo diviniza-fetichiza a partir de un proceso de transformación de las palabras en objetos. El acceso al falo-pluma implica, por lo tanto, una situación de angustia, paralela a la que se produce en el hombre cuando transforma a la mujer en fetiche. El acceso al falo libera, por una parte, la autoridad-subjetividad de Delmira y, al mismo tiempo, la hace sentirse amenazada al recordarle constantemente el postulado tradicional de inferioridad de la mujer que la reduce a la otredad y a la carencia. Se produce, entonces, una situación paralela de «complejo de castración», que, en Agustini, vendría apuntada por el miedo de la autora a ser desposeída de la pluma, del principio de autoridad, de subjetividad y de deseo sexual. La manera de solventar esta contradicción angustiosa la resuelve Delmira mediante el atrevido recurso mencionado de transformar la palabra poética en objeto, en fetiche (fetichización del falo). Este proceso subvierte la presentación psicoanalítica tradicional que limita la posibilidad del fetichismo al hombre al carecer la mujer de complejo de castración. Alentada por las reconsideraciones psiconalíticas de Roberto de las Carreras24, Agustini reconceptualiza, a su vez, el complejo de castración, dando lugar al sentimiento de completación y a la capacidad fetichista, liberando así a Delmira de la imposibilidad de expresar una sexualidad prohibida sin incurrir en el «complejo de masculinidad» o fijación clitorial, que, para Freud, apuntaba la mujer que niega su inferioridad anatómica (125). Según esto, Delmira transforma su sexualidad en voluntad, su vaginalidad en texto y las palabras en objetos fetiche.
  3. Por tal proceso de objetivación, las palabras adquieren dureza, densidad ornamental de objeto decadente. Las palabras aparecen transformadas por Delmira en objetos de deseo, cuya significación resulta secundaria sobre la forma que imprimen, esto es, la forma de un falo como fetiche que hay que construir y preservar artificialmente. Esta inversión sexual y textual implica sólo, en apariencia, cierta «masculinización», según argumentarían las teorías de Freud. Por el contrario, Delmira mantiene una posición de mujer explícita, cuya capacidad creativa incide en componentes vaginales: lagos, sangre, cálices, flores, entraña, etcétera. La palabra «falo» se advierte entonces revelada, expuesta. En este punto, se expresa un exhibicionismo que apela a la autenticidad de la mujer por encima del ocultamiento que articula la estética decadente-modernista y que, en último término, falsifica a la mujer transformándola en fetiche. Si el fetichismo vela la diferencia sexual para los hombres y escritores decadentes, el objeto fálico fetichizado para Delmira aparece revelado, expone y celebra la diferencia sexual. La palabra de Agustini se transforma, por lo tanto, en exhibicionista de la genitalidad.
  4. La construcción de un eros-falo se presenta en la obra de Agustini como una creación genuina, que participa de elementos tanto naturales como artificiales. Se trata de un cuerpo denso y petrificado, un falo erecto y vulnerable. Esta impresión, que invierte el postulado ornamental al recrearlo en el hombre, se advierte en imágenes que inciden en la inmovilidad y la petrificación como aquellas de las «estatuas» frecuentes en la obra de la autora. La palabra alternativamente fálica y vaginal de Agustini incide, entonces, en la fragmentación como énfasis en ese proceso que transforma en objeto al amado. A medida que fragmenta el cuerpo del amado, o, de forma más extrema, lo decapita, la hablante lo controla, lo escinde de subjetividad, lo reduce a partes manejables que, en último término, anulan la amenaza de la autoridad masculina sobre su persona poética. De este modo, la hablante logra, por la instrumentalización del hombre, trascenderse a sí misma. Un poema emblemático de esta radical instrumentalización del principio masculino es sin duda «Lo inefable»: «[...] Ah, más grande no fuera / Tener entre las manos la cabeza de Dios!» (194). La transformación del principio masculino en objeto decadente se ultima en Delmira Agustini en un acto de supervivencia.
  5. Una vez transformada la palabra en objetos duros fálicos, la poeta se trasciende a sí misma, se vuelve absoluto y mirada extática, en visión e inanimación trascendente. La hablante verifica transgresoramente esa posición trascedente, de Uno, el principio de autoridad. La expresión implícita de este logro es el orgasmo, la máxima resolución del espacio trascendente poético. Si para Mallarmé, en la lectura de Bernheimer, el poeta es «pura luz», para Agustini es «puro orgasmo», la metáfora última de la estética decadente de Agustini. La autora se completa por el orgasmo, alcanza la unidad y el absoluto por la sexualidad poética. El triunfo de su experimento poético de autoconstrucción se afirma a partir de una voluntad sexual deliberadamente vaginal.

En conclusión, Delmira Agustini no se limita a reproducir en su obra, sino que produce, llena y construye con su escalpelo poético el vacío asignado por la tradición a su sexo. A diferencia del decadente, su estética no es una estética de lo enfermo sino de la abundancia y el goce. La presunta fragilidad o enfermedad lo constituye únicamente el primer estadio de su obra (El libro blanco (Frágil)), un trampolín para la revelación del sexo y de la diferencia en Los cálices vacíos. Mediante la palabra poética, Delmira Agustini experimenta, al modo decadente, y crea una nueva moral, logra descubrirse a sí misma, investiga al detalle el placer. Al igual que el dandi en la tesis de Ferguson, Delmira se presenta en su obra como «vivisectionist of the mind», «destroies to establish his own identity», su crueldad «sanctifies knowledge» (473). Pero no hay colapso último sino alzamiento, vuelo. La decadente Delmira Agustini libera y ultima, al tiempo que compromete peligrosamente, a la Nueva Mujer del proyecto experimental de finales del siglo XIX y principios del XX.




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