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Edmond Lepelletier: Paul Verlaine


Atilio M. Chiappori


Cuando Jules Huret preparaba aquella edificante encuesta sobre la moderna evolución literaria, M. Stéphane Mallarmé recordó al «pauvre Lelian» con estas palabras: «el magnífico Verlaine cuya actitud como hombre es para mí tan bella por cierto que su actitud como escritor, porque es la única posible en épocas en que el poeta está fuera de la ley: la de hacer aceptar todos los dolores con semejante altura y con una tan soberbia crânerie». M. Edmond Lepelletier, el «más viejo», y no el más intimo amigo de Verlaine, no piensa como el autor de L'Après-midi d'un faune; y el propósito de rectificar una leyenda excesiva llévalo, en este volumen que comentamos, a extremos de regir aquella vida, «cuyo plan estaba trazado línea a línea por la lógica de una influencia maligna», según los cánones de los más sencillos destinos. Y Rubén Darío nos ha elogiado en un artículo reciente este libro de Lepelletier a quien no puede a menos, sin embargo, de llamar «buen escritor».

Que Rubén Darío me perdone, pero no llego a compartir su entusiasmo. No me duele el saber que Verlaine era hombre de ideales burgueses, ni me desilusiono comprobando que el asunto Rimbaud está lejos de ser lo que la perspicacia de mesa redonda suponía. Jamás hice literatura de soucoupe, con gran detrimento de mi prestigio intelectual, y mi gusto literario siente por la bonne pourriture el mismo asco invencible que mi ineducado paladar   —102→   criollo por las aves faisandées. Al contrario, pienso que hay muchas vidas raras cuyas reputaciones deben reverse, siendo que, casi siempre, este panegírico y aquel denuesto no tienen otro origen que el inmediato arrobamiento de camaradas o la invariable difamación de la última querida. Enhorabuena, pues, toda rehabilitación. Mas para aventar «el maligno lodo legendario» no había porqué convertir al Fauno triste en un ente sin voluntad ni discernimiento, capaz de ser maleado, como cualquier candidato a sanatorio, por las sugestiones enfermizas de ese lírico gavroche de Rimbaud. De atenernos a las conclusiones de Lepelletier, desde el arribo de Arthur Rimbaud a París hasta aquel lamentable proceso de Bruselas, la personalidad de Verlaine desaparece. Rimbaud no sólo es el pretexto para todos los vicios, sino también la causa única de todas las desgracias. Por Rimbaud se agrava su inclinación de alcoholista, por Rimbaud abandona su hogar, a su esposa, a su hijo; por Rimbaud emprende aquella gira ambulatoria que termina en la prisión belga; por Rimbaud se pasa casi tres años sin componer un verso... Y Lepelletier no advierte que tal afán por cargar con todas las culpas al amigo siniestro, resulta al cabo contraproducente para Verlaine. Esa influencia decisiva no sólo supone un amorfismo patológico en quien la siguiera sin rebelarse, sino que puede sugerir precisamente la sospecha que quiere destruir. Para que un hombre de esa estirpe olvidase lo que tenía de más sagrado sobre la tierra y de más luminoso en su destino, por una amistad ambigua, debió existir algo más que un programa de bohemia. No hay que olvidar que el pistoletazo de Bruselas reconoce por único motivo el propósito inquebrantable de Rimbaud de abandonar a Verlaine. Lo inhábil de la defensa salta, pues, a la vista, sobretodo cuando Lepelletier se encarga de darle eficacia con la valentía de las líneas que siguen, referentes a los alardes del poeta sobre el amor homosexual. «S'est-il borné à la théorie, qu'il jugeait amusante, et dont il semblait être tout fier, ou bien a-t-il succombé au désir de la pratique? J'affirme l'ignorer. Il ne m'a jamais fais d'aveu formel». (pág. 27). Convengamos, entonces, en que si se debe surgir una convicción salvadora no ha de ser seguramente de las páginas de Lepelletier -ya que tales calumnias no se combaten con documentos imposibles- sino de la alta dignidad   —103→   que esa alma enferma de paradoja reflejara, no obstante sus caídas, en las plácidas o fervorosas de La Bonne Chanson y de Sagesse.

Arthur Rimbaud, que, a pesar del soneto a las vocales, de su veleidad colonial y de su estatua en Charleville, fue un perfecto degenerado -alcoholista ambulatorio, glotón, irascible, cruel y cobarde- Arthur Rimbaud tuvo a no dudarlo una influencia nefasta; pero personificar en él el destino del poeta -«le grand artisan des malheurs du poète»- es hacerle un honor excesivo. En la importancia capital que le acuerda Lepelletier yo adivino un poco de habilidad literaria y bastantes celos retrospectivos. Las quinientas cincuenta y tres páginas que forman el volumen, no contienen una sola dedicada al estudio psicológico de aquel raro espíritu, es decir: al examen de sus facultades e inclinaciones a fin de desentrañar el impulso primordial, el primum mobile, que como una voluntad extraña al yo actuante preside las cosas humanas. Y no llegando a descifrar el misterio de esa vida -percance que también sufren los viejos amigos- Lepelletier se limita tan solo a reseñar los hechos determinantes. Así, resúltale muy cómoda la amistad de Rimbaud para explicar sucedidos que trasponen la órbita de su lógica. Tan patente resalta el arbitrio en su exclusividad causal que, de no haber existido aquel, acaso este libro se disminuyera a un simple compendio epistolar aumentado con anécdotas del colegio y con una que otra rectificación biográfica a las Confessions, como aquella del domicilio de los Verlaine en París, que no estaban en la calle Sant-Louis Nº. 10, sin Nº 2. Y cuando el sistema de referirlo todo a influencias externas, a la fatalidad circundante y no a la fatalidad interior, le falla por el lado de Rimbaud, encuentra el expediente en la acritud de carácter de su mujer. Verlaine hundiose cada vez más en el alcoholismo porque aquella no tenía la paciencia y suavidad necesarias cuando llegaba a deshoras de la noche, el alma ausente, ¡trasudando la innoble francachela del cabaret! Falta de paciencia y de dulzura muy disculpable, por cierto, a no ser que, en gaje de tranquilidad doméstica, le deseara a su amigo mejor que esa altivez de compañera, la lloricona mansedumbre de una pot-au-feu. Luego, Lepelletier, no sólo fue el más viejo amigo de Verlaine, sino también el más sensato. Antes de la llegada de   —104→   Rimbaud, tentó cien veces de arrancarlo del vagabundeaje por los cabarets del Quartier Latin, tratando de llevárselo a Bougival, donde le tenía preparada una habitación con vistas a la campiña y al río, y una mesa de trabajo con sus diccionarios alineados en buen orden. Es natural, pues, que sienta por Rimbaud ese rencor excesivo que tienen los padres para los compañeros del hijo calavera, quienes deben ser, irremisiblemente, los eternos incitadores y los únicos responsables de las mil andanzas en que entra el otro por cuenta propia.

Sin apartarse del sistema, nos explica de igual manera la vuelta de Verlaine al cristianismo y hasta la génesis de sus libros. La prisión de Bruselas, con las clásicas meditaciones sobre la finalidad humana, sería la causa eficiente. Desde ese punto de vista concíbese la desconfianza que insinúa Lepelletier respecto a la sinceridad del arrepentimiento. Una contricción que, después de Sagesse, inspira los devaneos de Parrallélement, de Chansons pour elle y de Odes en son honneur, puede ser, en verdad, una peregrina fumistería. Pero semejante arrepentimiento que fuera sospechoso tratándose de un filósofo, admítese fácilmente en un poeta, cuya sinceridad, exclusivamente emocional, tiene la duración de un momento. Sólo así se concibe que Verlaine, que no carecía de sentido moral, pudiese cantar hoy:


L'innocence m'entoure, et toi
       simplicité.
Mon coeur, par Jésus visité,
      manque de toi?



y mañana ver a su querida


Heureuse de savoir ma lèvre
ma main, mon tout, impénitents
de ces péchés qu'un fol s'en sèvre!



El origen del arrepentimiento que nos legó Sagesse y Parallélement, así como la línea central de esa vida, lo encontrará el lector en las admirables páginas, de Le Lys Rouge. Anatole France nos relata allí la vida de Choulette, un poeta que como   —105→   Verlaine tuvo un azaroso y paradojal, y al que, según mi entender, ha pintado un tanto extravagante acaso para que no resulte enteramente un retrato. Choulette, a cierta altura de su vida, que fue depravada e ingenua, decídese un día a reformar la tercera orden franciscana: «L'idée de cette oeuvre, madame, lui est venue d'une façon merveillieuse, un jour qu'il allait visiter Marie dans la rue où elle demeure derrière l'Hôtel Dieu, une rue toujours humide, aux maisons penchantes. Vous savez que Marie est la sainte et la martyre qui expie les pêchés du peuple (María era una pobre pecadora de suburbio que Choulette encontró cierta noche en una cantina, y a quien amó por su humildad). Il tira le pied de biche graissé, par deux siècles de visiteurs. Soit que la martyre se trouvât chez le marchand de vin où elle était familière, soit quelle fût occupée dans sa chambre, elle n'ouvrit pas. Choulette sonna longtemps, et si fort que le pied de biche avec le cordon lui resta dans la main. Habile a concevoir les symboles et a pénétrer le sens des choses, il comprit tout de suite que ce cordon ne s'était pas détaché sans la permission des puissances spirituelles. Il le medita. Le chanvre était couvert d'une crasse noire et gluante. Il s'en fit une ceinture et connut qu'il était choisi pour ramener a la pureté première le tiers ordre de Saint-François. Il renonça a la beauté des femmes, aux délices de la poésie, aux éclats de la gloire, et il étudia la vie et la doctrine du bienheureux. Cependant il a vendu a son éditeur un livre intitulé Les Blandices, qui renferme, dit-il, la description de toutes les sortes d'amours. Il se flatte de s'y être montré criminel avec quelque élégance. Mais loin de contrarier ses entreprises mystiques, ce livre les favorise en ce sens que, corrigé par un ouvrage ultérieur, il deviendra très honnête et exemplaire, et parce que d'or, il dit même «les ors», qu'il a reçus en paiement, et qu'on ne lui aurait pas donnés d'un écrit plus chaste, lui serviront à faire un pèlerinage à Assise».

Otra vez le objetan:

Vous avez la foi, monsieur Choulette. A quoi vous sert-elle si ce n'est à faire de beaux vers?

-A pêcher, madame.

-Oh! nous pêchons bien sans cela».

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Y he aquí como este sencillo diálogo nos enseña de manera incontrovertible la enorme diferencia que hay entre el pecado de un poeta y el de quien no lo es. Como Choulette, Verlaine, «no fue muy distinto de los santos cuyas vidas extraordinarias leemos. Es sincero como ellos, de una delicadeza exquisita de sentimientos y de una violencia de alma terrible. Si choca por muchos de sus actos, es que es más débil, menos sostenido, o quizás, solamente observado de más cerca. Después hay malos santos como hay ángeles malos: Choulette es un mal santo, he ahí todo. Pero sus poemas son verdaderos poemas espirituales y mucho más hermosos que cuanto hicieron en ese género, en el siglo XVII, los obispos de la corte y los poetas del teatro».

¡Ah! los poemas de Verlaine, son toda su vida, toda su vida de homo duplex como él mismo lo insinuara en aquella autobiografía de Les hommes d'aujourd'hui. Exquisitos hasta el refinamiento y sencillos hasta lo popular; ingenuos y sutiles, bruscos, con vocablos de argot, y delicados, suaves, dulces hasta transmutarse en música; y en todos ellos, tanto en los de erotismo finisecular como en los de fervientes contricciones, un fondo de languidez elegíaca que les da una supervivencia de almas. Poemas que se han calificado de simbólicos, de obscuros, de decadentes -Dios sabe cuántas enormidades se han dicho- y que no son sino instintivos y no tienen de recóndito sino su inmensa sugestión de misterio. «Cuando soy desgraciado -decíale a Huret- escribo versos tristes, he ahí todo, sin otra regla que el instinto...». Es así como ha volcado su pobre y luminosa alma en sus estrofas, al azar de ese dualismo que lo hiciera fútil y grave, ingenuo y perverso, sincero y fumista, creyente e impío, «feroz y dulce» -como dijo luego- bajo ese inexorable designio anterior, que tiene algo de la fatalidad litúrgica del anatema, que se genera en nuestras conciencias como un móvil sin motivo -«un motivo no motivado»- y bajo cuyo imperio obramos sin fin visible o inteligible, precisamente como «por la lógica de una influencia maligna». Fue así que en medio de sus arrepentimientos y buenos propósitos, el demonio de la carne le musitaba lubricidades de sátiro. Pero, con todo, no cayó por depravación sino porque no habiendo alcanzado jamás la experiencia, fue víctima de su eterna ingenuidad. Verlaine fue siempre   —107→   un niño: «vieil enfant perdu plein de vices sincères et d'innocence». ¿Quién no ha sentido en los entusiasmos de la adolescencia impulsos de redentor? Verlaine los tuvo siempre; por eso iba hacia las pecadoras más lamentables y en sus collages había mucho de caridad. Buscábalas porque no eran soberbias, y su candor las veía purificarse en el sufrimiento, como en una llama. Llamábalas sus hermanas en la humildad, la virtud más agradable al cielo, y amábalas porque se envilecían sin malicia y sin placer. Decíales cosas dulces, juntaba su pena a las de ellas para anegarlas en el fondo del mismo vaso, y les componía versos sencillos para que los comprendieran. Por eso, más que a François Villon, que fue un bergante desprovisto de todo sentimiento, yo lo comparo con Mathurin Regnier, poeta moralista del siglo XVI quien después de una vida libertina entró de canónigo en Nôtre Dame de Chartres. Como él dilapidó en perenne inconsciencia su vida y su talento, como él escribió versos edificantes en medio de borracheras y tras mujeres fáciles, como él vivió y murió pobre; y en las dos tumbas podría escribirse estos mismos versos de Regnier:


J'ai vécu sans nul pensement
me laissant aller doucement
à la bonne loi naturelle...