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ArribaAbajo El imperio jesuítico

por Leopoldo Lugones


Roberto F. Giusti


(Segunda edición)

Si se considera esta obra con un criterio meramente literario, en el más superficial sentido de la palabra, y sin el menor asomo de crítica de fondo, nada cabe, por cierto, agregar a lo ya dicho sobre ella, a pesar de la escasa atención que se le ha dedicado, salvo contadas y honrosas excepciones.

¿Sobre qué, en efecto, reeditar los elogios? ¿Sobre el estilo?... ¡Por Dios! ¡Pues no es poco enojosa tarea el volverlo a presentar una vez más a Lugones como estilista, de lo cual, por otra parte, él no ha de sentir ninguna necesidad!

Si él es o no quien mejor maneja hoy día el idioma castellano, como últimamente se ha afirmado, no entraré aquí a discutirlo, pues me llevaría muy lejos, si bien quizás a disentir con quien tal dijo; sin embargo, su no común riqueza de léxico, su fuerza en la expresión, y la originalidad de sus combinaciones verbales que tan dilatada influencia han tenido sobre nuestros jóvenes escritores, obligan a reconocer en él a un vigoroso escritor, cuya prosa, aunque desigual y adoleciente a menudo de falta de flexibilidad, es verdaderamente admirable.

Bastaría para probarlo, ese celebrado primer capítulo de El imperio jesuítico, que es, sin duda, uno de los más bellos trabajos de estilo con que cuentan nuestras letras, hermoso cuadro de conjunto, rico en colorido, un cuadro todo luz y sombra, que da una cabal representación de esa España en decadencia que Lugones se propuso pintar. Y obsérvense en ese cuadro como se destacan con nítida precisión las siluetas de los tipos más característicos de la sociedad de entonces -el hidalgo, el soldado, el hombre de ley, el estudiante, el clérigo, el gitano, el pícaro, la alta dama y la chula-, delineadas todas ellas con unos pocos trazos no menos expresivos que pintorescos.

Es la de Lugones una prosa robusta, personal, inconfundible. Es su prosa, y como tal, no debe ni puede ser recogida por nadie. Si ciertas formas estilísticas propias de ella han hecho fortuna, si su influencia es enorme y fecunda sobre la nueva generación, no creo, empero, que esta influencia pueda ser duradera.   —328→   Como él nos dice de Quevedo, ha de quedar ciertamente «sin sucesión, de pie como un monolito sobre la coraza de su prosa».

Obra vana tarea es repetir lo ya dicho sobre las condiciones de historiador que en este libro ha revelado. Se le pidió una memoria y él escribió una obra completa, con la cual ha enriquecido dignamente nuestra bibliografía histórica, una obra al par de minuciosa investigación y de síntesis brillante.

Bien. De acuerdo voy con todo esto; pero, si considerada en general la obra me obliga al aplauso, no obstante confieso que mi lápiz ha ido marcando de cuando en cuando -muy raramente- en las páginas del libro unas pocas notas marginales que establecían mi disconformidad con ciertas afirmaciones del autor, en desacuerdo con la verdad de los hechos; y, como tengo entendido que el primordial objeto de la historia es el de llegar a una relativa verdad, debiéndose siempre dar por bienvenido, venga de donde venga, todo aquello que pueda contribuir a hacérnosla alcanzar, me he de permitir de reproducir aquí rápidamente aquellas rectificaciones, sin atribuirles mayor importancia de la que en realidad tienen y sabrá darles el justo criterio del lector.

Al tratar Lugones de la muerte de Solís y sus compañeros, a cuyo propósito niega expeditivamente que sus cuerpos hayan podido ser pasto de los indios -cuestión que no entraré a debatir, pues la polémica a que ha dado origen no ha hallado todavía, a mi parecer, una conclusión satisfactoria-, afirma de paso que se debe considerar a los charrúas como miembros de la nación guaraní (página 113).

No sé cuáles fundamentos tiene Lugones para lanzar semejante aserto categórico; mas, sea como sea, si él lo da por exacto, a él es, empero, a quien incumbe la prueba, pues, todos los actuales conocimientos etnográficos demuestran absolutamente lo contrario.

No me corresponde, por lo tanto, otro papel en este caso frente a la antedicha afirmación, que el de negarla, pues datos y argumentos sobrados para probar su inconsistencia no habrían de faltar en el momento oportuno, si fuera menester.

Pero en un error más craso incurre Lugones algo más adelante, a página 123, al atribuir a Ayolas la fundación de la Asunción, atribución desde hace años demostrada inexacta, siendo actualmente del patrimonio común de quienes de estas cosas se ocupan, que la fundación de dicha ciudad fue obra de Juan de Salazar y no de aquel primer enviado del adelantado, como se entendió por una errada interpretación del relato de Schmidell.

Una tercera afirmación inexacta la encontramos a página 129, donde se lee que en los cinco primeros lustros de su apostolado en el Paraguay, sólo fundaron los jesuitas 19 pueblos. Me inclino a creer, con suficientes razones, que el autor se ha apoyado para decirlo, en el prólogo interesantísimo, aunque demasiado partidista, puesto por el malogrado Blas Garay a la traducción castellana de la historia del padre Techo.

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Dice Blas Garay:

Y el hecho históricamente comprobado es... que los primeros (pueblos) que a su cargo tuvieron (los jesuitas) los fundaron los españoles antes de la entrada de la Compañía (esto lo funda en una nota que analizaré inmediatamente); que hasta 1614 no pudieron implantar ninguno más, y que, descontados los tres al Norte del Paraguay, hechos con el objeto de que sirviesen de tránsito para las misiones de Chiquitos, y, como todos, en gran parte con el auxilio secular, y los seis de San Borja (1690), San Lorenzo (1691), Santa Rosa (1698), San Juan (1698), Trinidad (1706) y San Ángel (1707), que, como colonias respectivamente de Santo Tomé, Santa María la Mayor, Santa María de Fe, San Miguel, San Carlos y Concepción, no dieron más trabajo que el de transmigrar a otro sitio a los indios ya reducidos; quedan diecinueve, los cuales, con una sola excepción, la de Jesús (1685), fueron todos establecidos en un período de veinte años...3


Aceptado lo cual el cálculo les resulta ya fácil tanto a Blas Garay como a Lugones, quien, sin la necesaria crítica aceptó las afirmaciones del primero. Descartando, en efecto, como ellos hacen, las tres misiones en el norte, de San Joaquín, San Estanislao y Belén, fundadas entre 1746 y 1760; luego la de Jesús que data de 1685 y las 6 citadas colonias establecidas entre 1690 y 1707; agregando a estas 10 misiones que son ya de la segunda mitad del siglo XVII y principios del XVIII las 4 que ellos dan como de fundación «genuinamente española», se obtienen 14 pueblos que, restados de los 33 que existían en 1767, en la época de la expulsión, dan por resultado 19 de origen verdaderamente jesuítico.

Y no haya extrañeza si refuto indistintamente a Lugones y a Blas Garay, trayendo a colación las afirmaciones de éste para rebatir las de aquél, puesto que, si así no hiciera, tomando en cuenta los argumentos del publicista paraguayo, el aserto lanzado por Lugones sin pruebas, y que se basa, no hay duda, en el párrafo transcripto, no tendría siquiera donde apoyarse. Sólo puede hallar un punto de apoyo en los datos que como verdaderos suministra Blas Garay.

Y vuelvo al asunto. Respecto al cálculo efectuado más arriba, paréceme que no puede resolverse con una tan sencilla operación de suma y resta.

Trece reducciones fundaron los jesuitas entre 1610 y 1680 en el Guayrá, y así Blas Garay como Lugones comienzan por no incluirlas en la cuenta. El por qué lo ignoro. Su destrucción posterior en nada amengua el mérito de los jesuitas al establecerlas, no tratándose además aquí de dilucidar cuáles quedaron y cuáles no de las reducciones, sino de apreciar la importancia de la conquista laica en contraposición con la religiosa.

Pero, prescindamos pródigamente de ellas y analicemos los argumentos restantes.

En el párrafo reproducido dice Blas Garay que los primeros pueblos que los jesuitas tuvieron a su cargo los fundaron los españoles antes de la entrada de la Compañía, y, para probarlo agrega la nota siguiente:

Loreto, San Ignacio Mirí, Santa María de Fe y Santiago eran de fundación genuinamente española; San Ignacio Guazú, Itapúa y Corpus, de establecimiento posterior, fueron formados con indios ya sometidos por los conquistadores seculares, por lo cual estaban, como aquéllos, sujetos a encomiendas.


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Pues bien, esta nota no pasa de ser un tejido de incongruencias y no sin razón, desde que su redactor da como fuente de ella a Azara, si grande autoridad en otras materias, mala, malísima en todo lo concerniente a las misiones.

¿Loreto y San Ignacio Miní de fundación genuinamente española? Pero ¿a cuál de los dos Loreto y de los dos San Ignacio Miní se refiere, a los del Guayrá o a sus traslaciones posteriores al Yabebirí? Si a los del Guayrá ¿por qué no haber entonces nombrado ni por incidencia a los otros 11 pueblos de la región que, como hemos visto, no incluye en la cuenta? Y si es a los del Yabebirí ¿cómo nos da entonces a San Ignacio Guazú, Itapúa y Corpus cual de establecimiento posterior, cuando las traslaciones al Yabebirí se hicieron en 1631, mientras aquellos tres mencionados pueblos son todos anteriores a esa fecha? E, incongruencia mayor aún, ¿cómo pueden ser de establecimiento posterior estos tres pueblos al de Santa María de Fe y Santiago, fundados en 1762?

Todo esto no tiene ni pies ni cabeza. Además Lugones no puede recoger de ningún modo el dato de que Loreto y San Ignacio Miní eran de fundación española, ya se refiera a los del Guayrá o ya a sus traslaciones posteriores, pues a página 127 del libro admite, aun en contra de Azara, que las fundaciones jesuíticas del Guayrá nada tuvieron que ver con las laicas, cuestión, eso sí, que también se prestaría para un más maduro examen.

Quedamos, pues, en que Loreto y San Ignacio Miní, y nos referiremos para mayor claridad a los trasladados al Yabebirí en 1631, cuando la invasión del Guayrá por los paulistas, son de fundación jesuítica.

Esto sentado pasemos a otro cálculo.

A los cinco lustros de haber comenzado la conquista jesuítica, existían las siguientes reducciones4:

Al occidente del Paraná: San Ignacio Guazú (1611), Itapúa (1614?), Natividad del Acaray (1619 ó 1624?) y Corpus (1622); entre el Paraná y el Uruguay: Concepción (1620), Reyes del Yapeyú (1626) y Asunción del Acarana (1630?), esta última trasladada, probablemente unos siete años después, más al sud, a la izquierda del Uruguay; y al oriente del Uruguay: San Nicolás (1627), Candelaria (1627), Mártires (1628?), San Joaquín (1633), Jesús María (1633), San Cristóbal (1634 ó 33), Santa Ana (1633), Natividad (1632), Santa Teresa (1633), San Carlos de Caapí (1631), Apóstoles (1632 ó 33), Santo Tomé (1632 ó 33), San José (1633), San Miguel (1632), Santos Cosme y Damián (1634).

Veintitrés misiones acabo de contar en las cuencas del Paraná y el Uruguay, a las cuales si agrego las dos de Loreto y San Ignacio Miní, debatidas más arriba, se logra un total de 25 establecidas antes de 1635, año en que rematan los cinco lustros fijados por Lugones.

Veinticinco fueron y no diez y nueve, lo cual no tendrá mayor importancia; pero establece una incontrovertible verdad.

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Blas Garay y Lugones se olvidaron en absoluto de tomar en cuenta que, de las 15 reducciones que los jesuitas llegaron a tener al oriente del Uruguay, en su propósito de alcanzar la costa del Atlántico, sólo 10 se establecieron al occidente del río, cuando los paulistas ocuparon esa región, desapareciendo las 5 de San Joaquín, Jesús María, San Cristóbal, Natividad y Santa Teresa.

A todo esto el autor podría con razón contestar que poco le interesan tales minucias, y haría bien y me tendría con él; sin embargo, puesto que se ha lanzado en cálculos de la índole de los nombrados, tanto más cuando dichos cálculos son el resultado de un eslabonamiento de yerros, como los analizados, bueno es rectificarlos y poner las cosas en su debido lugar, aunque para ello sea menester rendir homenaje a una engorrosa cuanto fácil erudición.

El capítulo III de El imperio jesuítico, trata de las dos conquistas, la laica y la espiritual, entre las cuales establece un paralelo. Al referirse a la segunda relata Lugones brevemente, fundándose en Lozano, la historia de los primeros pasos de los jesuitas en el Paraguay, desde su entrada en 1588. Sin embargo, al llegar a 1607, fecha en que el primer provincial del Paraguay, padre Diego de Torres Bollo, empezó activamente sus tareas acompañado de 15 sacerdotes, interrumpe Lugones el relato ordenado de los trabajos de los jesuitas, para no reanudarlo ya más.

Francamente no me explico este singular método de exposición. Pues, justamente cuando, comprendiendo la utilidad que reportaría el envío de misioneros al Guayrá y alentado además por la carta del Rey a Hernandarias, en la cual Su Majestad expresaba la voluntad de que la conquista de los indios se hiciera mediante la doctrina y predicación del Evangelio, se resolvió el padre Torres Bollo a mandar al Guayrá a los padres italianos José Cataldino y Simón Mazeta, quienes fundaron en 1610 las dos reducciones de Loreto y San Ignacio Miní, las primeras de las 13 que llegó a tener esa región en el espacio de veinte años, he aquí que Lugones da por terminada su relación de los trabajos de los jesuitas. ¿Por qué? ¿Acaso no lo interesa más a su propósito de detallar la historia de la marcha progresiva de los jesuitas en sus fundaciones, a partir de 1610, que la de sus insignificantes tareas preliminares entre 1588 y 1609?

Sin embargo, nada de lo anteriormente apuntado se dice en el libro, dejándose en el más absoluto silencio la conquista religiosa del Guayrá, cuyas trece misiones sólo son mencionadas de paso dos o tres veces con el exclusivo objeto de decirnos que fueron destruidas. ¡Pero alguna vez debieron ser fundadas! En El imperio jesuítico eso se calla.

Y, lo que es más deplorable, el mismo procedimiento ha seguido al referirse a las misiones del Paraguay. ¿Cómo se hizo la colonización jesuítica, cómo se extendió desde la fundación de San Ignacio Guazú, en 1611, por los padres Lorenzana y San Martín? No lo sabemos: el libro lo pasa en silencio, y si los nombres de Lorenzana   —332→   y Mazeta aparecen es por otros motivos menos importantes. El asunto de la obra, mil razones de método, de claridad, de precisión, el hecho de que se haya el autor ocupado de los trabajos preliminares de los jesuitas, todo eso le obligaban a hablar de los avances progresivos de la conquista espiritual, sólo fuera en pocas páginas bien definidas.

Pues bien, de estos datos que la índole de la obra requería, sólo se nos dice en el libro, aparte las mencionadas referencias a las misiones del Guayrá:

Las orillas del Yababirí adonde arribaron por último los emigrados (del Guayrá) sustentaban diez reducciones desde 1611. Allí fueron acogidos, empezando recién con su establecimiento la existencia firme del núcleo central del Imperio, y las fundaciones definitivas que, andando el tiempo, serían los treinta y tres pueblos célebres. Las trece primeras recibieron los mismos nombres que las abandonadas de la Guayra, estribando en esto, sin duda, los errores cronológicos de Azara y de sus secuaces...


(página 162)                


Párrafo que contiene dos errores de detalle:

1.º Esas 10 reducciones (yo cuento 11, tal vez porque Lugones calla la de Natividad del Acaray que dan todos los mapas), no estaban propiamente dicho a orillas del arroyo Yabebirí, sino repartidas en una dilatada extensión, que va desde el Tape hasta el río Paraná y desde el Tebicuary al Ibicuhy.

2.º Tampoco es cierto que a raíz de la emigración del Guayrá, las trece primeras misiones que se fundaron en las cuencas del Paraná y el Uruguay recibieran los mismos nombres que las abandonadas: una rápida confrontación demostrará que no todos los nombres volvieron a aparecer.

Ese error de método que ha hecho callar al autor lo más fundamental de la conquista jesuítica, cual es la época de sus comienzos, su marcha lenta pero firme durante los primeros años, sus núcleos de irradiación, los nombres de sus esforzados fundadores, etc., es la deficiencia más importante que se puede señalar en este hermoso libro, tan completo si se le mira desde otros muchos puntos de vista.

Y basta ya. Mi lápiz aquí se ha detenido en su roedora tarea, por fortuna, bastante breve. Más largo tiempo me ocuparía, al contrario, la de expresar las gratas impresiones que la lectura de esta sólida obra me ha reportado, y aun la verdadera admiración en que por instantes me ha sumergido esa pluma que es paleta y cincel a un tiempo mismo y que tiene también todo el macho vigor, la bravía aspereza, la filosidad cortante de una garra.