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ArribaAbajo El viejo Tucumán

(Fragmentos)


Salvador Debenedetti



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Allá están, en tus cerros orgullosos
que escalan de las nubes pasajeras
el negro seno donde duerme el rayo,
los perdidos sepulcros cuyas piedras
encierran mil historias, mil ternuras
de aquella raza que pobló la tierra
en tiempos que se pierden con lo eterno.
Allá, en la dulce y plácida ribera
del turbio río que hacia el mar va huyendo
arrastrando de sauces hojas muertas
que unas tras otras derribó el Otoño,
se alza el frío menhir cual centinela
que vela el sueño del tranquilo valle;
sobre él la mano del tafí bien diestra
trazó los caracteres de algún dogma
que en vano, en vano, enseñará la ciencia.
Son símbolos de viejas religiones
y son la sangre de perdidas creencias
bebidas por la sed de lentos siglos.
Más allá, sobre ríspidas laderas
de colinas que dieron algún día
pasto al huanaco de veloz carrera
y sosiego a las llamas incansables,
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flota aún por los aires, de la quena
el lúgubre gemido que al viajero
de herirle el frágil corazón no cesa;
vuelan sus notas sin jamás perderse
como el susurro en la feliz floresta,
como el rumor en la cascada oculta.
Su voz es la elegía siempre fresca
que lleva una caricia misteriosa
al lecho helado de la india tierna,
luchadora con fe, junto al amante
caído en el fragor de la pelea.
¡Mujer indígena, mujer salvaje,
tan fuerte como el hombre de esta tierra,
guardan tu nombre estas montañas cándidas
y en apartada y solitaria huesa
se eternizan los besos de tu vida!
Más allá, sobre rocas entreabiertas,
por soles estivales calcinadas
y azotadas por ráfagas ligeras,
alza el cardón sus espinosos brazos
delatando un tesoro dónde aferra
su torcida raíz. Allí las auras
prolongan sus silbidos de tristezas,
sus silbidos de víboras sagradas,
no ya para engañar al lule alerta
o al feroz acalián de los presidios
o al amaicha celoso de las selvas
o al desgraciado y valeroso quilme;
su voz es el acento de protesta
que lanzó el pecho al sublevarse un día
cuando la espada de Castilla, fiera,
sangró su espalda y mostró el camino
del cautiverio, en ignoradas tierras.
La nostalgia profunda, el clima ingrato,
el rumor de las ondas, la ribera
dilatada de ríos nunca vistos,
de altivas tribus la feroz presencia
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concluyeron con ellos; desde entonces
allá el Plata tranquilo se lamenta
y aquí fúnebres cardones lloran.
ellos saben las fábulas secretas
de horrendas luchas que sembraron muerte,
y ellos saben el número de flechas
que el indio preparó con sus espinas.
Testigos son de bárbaras, sangrientas,
interminables y salvajes luchas
como el dulce Rimac, en la leyenda,
testigo fuera del furor de Huascar,
o de los Chacos la palmera esbelta
testigo fuera de la errante vida.
¡Sabeis cardones, rudos centinelas,
que en los dominios del cacique Tucma
nunca embajadas ni arriesgada empresa
llevaron Yupanquí o Huiracocha,
héroes temibles de la estirpe quechua,
que nunca el estandarte de los incas
flameó en las pircas de redondas piedras,
que nunca, nunca, el pucará sagrado
destruido fue por la peruana fuerza
y jamás adorose al sol incásico
del viejo tucumano en la vivienda!
Más allá seculares algarrobos
con churquis y chañares, que entremezclan
sus agrietadas ramas y sus frutos,
recuerdos traen de pasadas épocas,
cuando el indio sus flechas aguzaba
con besos de su amante compañera,
o el encuentro a la luz de los crespúsculos,
o los trabajos de la alegre fiesta
entre risas y gritos de alegría
después de larga y ventajosa guerra.
Bajo su sombra las deformes rocas
de conanas tuvieron formas bellas;
allí se extrajo el néctar codiciado,
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con grande esfuerzo y sin igual paciencia,
De rubia chicha y de sabrosa aloja;
allí la danza y la canción frenética
en salvaje consorcio dominaron
y allí mil veces la brutal ofensa,
no sofocada en el ardiente pecho,
halló su paga en la venganza horrenda,
y de sangre manchose el viejo tronco
del sagrado algarrobo de esta tierra.