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- IX -

Lo de Irene


No era broma, como a verse va.

Es cosa averiguada que, desde el punto y hora en que don Roque Brezales intimó con la familia del «prócer» y vio que su hijo (el del «prócer») entraba en su casa (en la de don Roque) como Pedro por la suya, le cautivó la idea de casar a Irene con Nino. Si tomó de buena fe las familiaridades o franquezas amistosas de éste con su hija por inteligencias de otra especie, no se sabe a punto fijo, como se ignora igualmente si de los deseos y aprensiones de don Roque participaba su mujer, y si hubo entre ambos conversaciones o acuerdos acerca del particular. Pero son hechos innegables, que no mentía el pobre hombre, aunque anduviera muy lejos de la verdad, cuando, en Madrid afirmaba al «prócer» que Irene había calado las intenciones de Antonino y que no las desdeñaba; porque en aquel instante, por la fuerza de sus deseos, creía él que así debían de pasar las cosas, y así las soñaba; que cuando, vuelto a su casa, trató del asunto con su mujer, ésta no le halló descabellado, y que, sin cruzarse entre los dos el más mínimo reparo, resolvieron dar comienzo a la empresa sin perder un solo instante.

Doña Angustias llamó a Irene a su cuarto, es decir, al cuarto de doña Angustias, donde se hallaba ya don Roque paseándose con inquietud.

Encerrados los tres allí, porque doña Angustias hasta corrió el pasador de la puerta por miedo a la curiosidad de Petrilla y al fisgoneo de las criadas, aquélla, en cuanto tuvo a Irene sentada a su lado, la dijo, con no muy segura voz, porque de ciertos particulares nunca se habla con serenidad completa:

-Te hemos llamado aquí para informarte de un asunto que te interesa mucho, y a nosotros también. Tu padre, que está mejor enterado que yo, te dirá lo que ocurre... Díselo, Roque.

Don Roque, que no había cesado de ir y venir por el cuarto, ni de carraspear, estudiando el discurso que juzgaba necesario para dar a la escena la solemnidad debida, ya que no para convencer a Irene, porque desde luego la daba por convencida, acudió al llamamiento de su mujer; acercose a las dos, y plantado, con las manos en los bolsillos, delante de su hija, a quien aquellos preparativos inesperados y teatrales tenían suspensa y como azorada, la dijo, tanteando mucho las palabras y sacándolas una a una del montón de su memoria:

-Hija mía, yo no sé si tú te habrás hecho el cargo alguna vez de lo mucho que vales, y de que pudiera llegar un día en que necesitaras tomar estado... Porque hay que pensar en todo, Irene, y estar muy al tanto de cómo son las cosas en sí para salir por la puerta del medio cuando sea llegada la hora de salir por alguna parte...

Don Roque, haciendo una pausa aquí, debió asombrarse de este gallardo artificio de su ingenio, porque fue como de triunfo la expresión de sus ojos al clavarlos en Irene, que parecía estar viendo visiones por lo extraño de su actitud y de sus miradas, tan pronto a su padre como a su madre.

-¿Te has enterado bien de estas reflexiones mías, hijas de la experiencia de los años y de mis cariñosos sentimientos paternales? -preguntó don Roque a Irene, sin apartar de ella su triunfal mirada.

Y como tampoco a esta pregunta respondiera una palabra Irene, que iba de asombro en asombro, añadió don Roque estas otras:

-Pues yo he pensado por ti en esos delicados particulares, porque ese era mi deber, ¿estás tú? y además, porque quiero, porque queremos, sobre todo, tu felicidad... tu felicidad, ¿me entiendes? Fíjate bien: tu felicidad. Corriente. Esta chica (me he dicho yo para mis interiores muchas, muchísimas veces) esta chica, por su personal elegante, por las riquezas de su honrado padre y por la educación que tiene, llamada en su día a tomar estado, no hay quién que se la merezca en toda la geografía de esta ciudad, por rico, y peripuesto, y currutaco que sea el hombre que la pretenda. Otras campanillas que las que aquí se usan ha de sonar el pretendiente que se la lleve en justicia y con el consentimiento de sus padres. ¿Es así o no es así, Angustias, el modo que yo he tenido siempre de considerar este delicado punto de mis deberes... de nuestros deberes, mejor dicho?

-Así es, sobre poco más o menos -respondió doña Angustias, que estaba en ascuas entre el estilo desbaratado de su marido y las sensaciones que iban reflejándose en la cara de su hija, primero roja como la grana, y pálida al fin, como la muerte.- Pero creo yo que sería mejor sacarla cuanto antes de la curiosidad en que la hemos metido con este aparato y esta... Mira, hija mía -añadió acercándose más a ella y expresándose en el tono medio chancero, medio grave, pero siempre cariñoso, que tan diestramente usan las mujeres cuando la ocasión le pide, como entonces le pedía:- se trata de que un joven muy conocido nuestro... y tuyo, galán, distinguidísimo, ilustre, y titulado además, desea casarse contigo; y que su padre, el primer hombre de España, se lo ha hecho saber al tuyo... ¿No es así, Roque?

-Justamente, -respondió Brezales, alegrándose de que su mujer le hubiera sacado tan fácilmente de su atasco.

A todo esto, Irene había bajado la cabeza, como si de pronto se le hubiera caído la casa encima. Ni siquiera preguntó de qué novio se trataba; pero nada de ello admiró a don Roque, porque no esperaba él menos en aquel trance de una muchacha tan ruborosa, tan inexperta y tan recogida como Irene. En cuanto a doña Angustias, posible es que leyera algo más que su marido en aquel abatimiento repentino de su hija, si se ha de juzgar por ciertas arrugas de su entrecejo mientras la estuvo contemplando en silencio unos instantes.

Pasados los cuales, la dijo muy afectuosa:

-Conque ya me has oído, hija mía: dinos ahora tú algo.

-Justamente -añadió don Roque,- dinos lo que te parezca.

-¡Lo que me parezca! -repitió al cabo Irene, con una voz insegura, desentonada y angustiosa, como si la emitiera a la fuerza y sin saber para qué.- Y a mí, ¿qué ha de parecerme?...

-Eso es -dijo don Roque, apoyándola muy ufano,- ¿qué ha de parecerle a ella? Lo que a nosotros. Hay preguntas bien excusadas. ¿No es cierto, Irene?

-¡Qué ha de parecerte? -exclamó doña Angustias, prescindiendo en absoluto de la interrupción de su marido.- Bien o mal, o ni lo uno ni lo otro... Para eso sirve el entendimiento... y la curiosidad. Por de pronto, ni siquiera nos has preguntado quién es él.

-Tiene usted razón -respondió Irene, como una máquina de hablar lento y desmayado.- No se me había ocurrido.

-Es natural, ¡qué demonio! -dijo aquí don Roque, que cuanto más miraba y oía a su hija, más fascinada la creía por la visión de la felicidad con que la brindaban.- Estas cosas siempre conmueven; y así, de golpe y porrazo, mucho más. Vaya, mujer, digámosla de una vez de quién se trata, para sacarla cuanto antes de su apuro. ¿Quieres que se lo diga yo? Pues allá va, que no es para afrentar a nadie: Antonino Casa-Gutiérrez, el hijo de nuestro ilustre y gran amigo el duque del Cañaveral... Ese es el novio de usted, señora marquesa de Casa-Gutiérrez, o duquesa del Cañaveral, como usted guste. ¡Ja, ja, ja!

Y soltó aquí la carcajada el bendito de Dios, admirado otra vez de su travesura, y convencido de que, con el apóstrofe ingenioso, había dado a su hija la última y más sabrosa dedada de miel. Pero Irene no acusó el recibo de la noticia con una sola palabra, y hasta hubiera podido creerse que no se había enterado de ella, a no ser por una mirada que dirigió a su padre, y que era, para un lector más ducho en el manejo de esos libros, un poema de dolor, de invencibles repugnancias y de asfixiante desconsuelo.

-¿También ahora nos vas a dar la callada por respuesta? -la preguntó doña Angustias con un desabrimiento que no pudo reprimir al verla en aquella actitud de estatua melancólica.- ¿O es que lo habías adivinado por las señas?

-Justamente, -respondió Irene, con los ojos empañados.

-Es claro -añadió don Roque, hecho unas castañuelas.- Si aciertas lo que llevo en la mano... ¿eh?... ¡Ah! picarilla. Juegan los pasiegos... digo, riñen los contrabandistas, y descúbrese el pasiego... ¡Voto al chápiro, que te ha de caer la corona esa como santo en la peana! Y no te apures, que aquí hay cera larga para alumbrarle. ¡Ja, ja, ja! ¡Y qué calladito se lo tenían!... ¡Vaya, vaya, vaya!

Irene volvió a mirar a su padre, como si le pegara con los ojos.

-¿De manera -dijo doña Angustias,- que nada tienes que replicar a lo que te hemos dicho? ¿que todo te parece bien? Y ¿cómo no había de parecerte así? Si hubiera motivos para otra cosa, no te lo hubiéramos propuesto nosotros, que queremos tu felicidad... ¡Ay! hija mía, ¡cuántas han de envidiarte!...

-¿Cuántas? -interrumpió don Roque.- Todas, casadas y solteras; el pueblo entero de punta a cabo... ¡Ah, farolones de retreta! ahora se verá quiénes son personas de comiflor, y quiénes menudencia de chapucería... Pero de esto ya hablaremos. Ahora, hija mía, tranquilízate poco a poco; da gracias a Dios por lo mucho que te quiere... y déjame que te dé un abrazo, porque tengo mucho antojo de ello.

Precisamente en aquel instante se levantaba Irene del sillón en que había estado sentada. Parecía que le faltaba aire que respirar en aquella habitación, y que sus angustias crecían a medida que su padre la llenaba de parabienes. Entendió él, al verla levantarse, que se apresuraba a cumplirle los deseos, y corrió a estrecharla entre sus brazos. Suerte fue el antojo para la infeliz; porque, sin aquel arrimo, se hubiera desplomado en el suelo. Por eso estuvo largo rato abrazada a su padre. En cuanto se le hubo pasado el vértigo, desprendiose del arrimo y salió de la estancia apresuradamente, ocultando las lágrimas que se le agolpaban a los ojos.

-¡Vaya, que la ha hechizado la noticia! -dijo a los pocos momentos don Roque hacia su mujer, que aún tenía la vista clavada en la puerta por donde había salido Irene.- ¡Si eso era de esperar, Angustias, era de esperar! Blanda va la infeliz como una cera, y dulce como unas mieles. Ya se ve ella, inocentona y cobarde, y nosotros encerrándola aquí con tanto misterio, como si fuéramos a sacarla los ojos; decirla de golpe y porrazo: «ya se sabe lo que tan callado teníais,» cuando quizás estuviera temiendo, la bendita de Dios, que se lo tomáramos a pecado mortal...

Doña Angustias volvió entonces la mirada hacia su marido, y le preguntó:

-¿De veras te parece que va satisfecha?

-Pero, mujer de Dios -exclamó don Roque maravillado de la pregunta,- ¿es posible que tú lo dudes?

-Psch... de dudar es -respondió doña Angustias con cara hasta de negarlo en absoluto.- Y en el caso de que tú no te equivoques, ¿qué hacemos por de pronto?... Porque ella, fíjate bien, no ha dicho una palabra ni en bien ni en mal.

-Pues harto claro está lo que hemos de hacer -replicó don Roque esponjándose mucho:- escribir inmediatamente al duque que con formas y adelante. ¿Qué otra cosa ha de hacerse?

-Hombre, ponerse siquiera de acuerdo con ella... Puede que tenga algún reparo que hacer...

-¡Otra vez los reparos!... Y ¿por qué ha de hacerlos? Y ¿por qué no los ha hecho aquí, si se le hubieran ocurrido? ¡Pues mira que el asunto es para ponerle reparos! ¡Qué desconocimiento del corazón humano y de las cosas del mundo, señor!... Pero ya que tan cortas de vista sois, porque no tenéis las mujeres obligación de calar más adentro, suponte que a Irene, por razón de su inocencia y de su cortedad, se le ocurriera que este escrúpulo y que el otro; que este dengue y que el de más allá... Pues en lugar de andarnos con apelativos tú y yo, mandar que venga ese médico de Madrid cuanto más antes; y verás cómo la deja como unas perlas, en un dos por tres.

Doña Angustias, después de oír a su marido, reflexionó unos instantes; y al cabo de ellos, levantose del sillón y dijo muy resuelta:

-Puede que tengas razón.

-¡Pues yo lo creo! -exclamó don Roque contoneándose y despidiendo rayos de vanidad satisfecha por todos los agujeros de su faz.- Y vamos a ver -añadió descendiendo unas cuantas gradas de la altura en que se había encaramado de repente,- ¿se le dice algo de esto a Petrilla?

-¿A Petrilla? -repitió doña Angustias, quedándose un poco pensativa. Y luego añadió:- Que se lo diga su hermana si quiere; y si no se lo dice y ella nota algo y pregunta... En fin, ya habrá ocasión de que lo sepa cuando deba saberlo. Por de pronto, tú escribe la carta que ha de ser la que cierre todas las puertas de escape; léemela después a mí sola, ¿entiendes? a mí sola, y ponla tú mismo en el correo, en el de hoy; que por más que creas otra cosa, también entiendo yo algo, aunque mujer, de esos corazones humanos y de esas cosas del mundo de que hablabas antes.

Muy pocas palabras más que éstas se cruzaron entre los dos interlocutores en aquella ocasión tan señalada, que es la que dio origen a la carta de don Roque, que se reproduce en la escrita por Nino Casa-Gutiérrez desde Madrid a un su amigo.

Ahora conviene saber que Irene, con sus apariencias y su fama de «terrible,» era, en determinados casos, la mujer más pusilánime que pudiera imaginarse; y siempre, y a todas horas, el espíritu más honrado, más sincero y más impresionable que jamás encarnó en criatura humana. En los corrientes y ordinarios sucesos de la vida, su corazón y su cabeza marchaban al unísono y como un péndulo de compensación; pero en cuanto las cosas la llegaban al alma, se recogía maquinal y súbitamente dentro de sí misma, y ¡adiós frescura, y lucidez, y fortaleza! Corazón, inteligencia, juicio... todo se le desmoronaba a un tiempo; de todo ello desconfiaba, y todo lo temía ya. Hasta que pasaban los efectos más tempestuosos del inesperado choque, adquiría el espíritu su reposo, y recobraban su ordinario equilibrio las dislocadas ideas y las perturbadas sensaciones. Esto era, en substancia, Irene; y por ser así, ella, que por don de Dios tantas y tan buenas armas tenía para haber luchado valientemente en aquella emboscada en que fue sorprendida, se sintió indefensa y huyó cobarde, por lo que tuvo para ella de inesperado el suceso y de repulsivo el asunto.

Pero era la pesadilla de tal condición para aquel ánimo inexperto, que corrieron muchas horas antes que Irene lograra darse cuenta cabal de lo que la estaba pasando. Después comenzó a formar propósito de resistirse a muerte, y, por último, a trazar el plan de resistencia. Por fortuna, y en concepto suyo, la gravedad misma del caso daba tiempo para todo o la engañaba mucho la memoria, o ella en nada había consentido. Apenas había desplegado los labios en la memorable entrevista. Pensó consultar el punto con su hermana; pero fiaba poco de su consejo, porque la creía muy tocada de las vanidades de familia, y aplazó la consulta... para más adelante, si la juzgaba necesaria.

Entre tanto, aquel día no salió a la mesa ni a la calle; le pasó encerrada en su cuarto, afirmando a Petrilla que tenía un ataque de jaqueca a los demás, que se guardaban mucho de preguntarla lo que tenía cuando entraban a verla, les pagaba con medias palabras las que ellos la dirigían para infundirla alientos, como si realmente estuviera enferma. Para don Roque todo aquello era un efecto natural de las placenteras emociones recibidas con la noticia. Doña Angustias fruncía el entrecejo y callaba la boca.

Así pasaron des días. Durante ellos, Irene, que ya salía a la mesa, aunque pálida y desalentada, dueña de todo su discurso y bien provista de resolución y de entereza, se vio tentada varias veces a provocar otra entrevista como la primera para resolver su conflicto con una negativa terminante, apoyándola, en caso necesario, en razones de buen temple, que tenía acopiadas para eso; pero, reflexionando que nadie había vuelto a decirla una palabra que tuviera la más remota conexión con el empecatado negocio, al paso que su padre y su madre hasta despilfarraban las de cariño, por si esto era señal de que, enjuiciadas las cabezas y vistas las cosas claras, se pretendía poner término al asunto de aquel modo tan prudente y delicado, que a ella le parecía de perlas, decidiose a callar también; y a la chita callanda observaba, para ajustar su conducta a los sucesos.

Corrieron dos días más, y comenzó a hacerse en aquella casa la vida normal de los mejores tiempos, porque Irene se mostraba animosa y hasta risueña a ratos. De lo cual deducía su madre que la reflexión la había curado de las aparentes repugnancias, y el optimista don Roque, que no se había equivocado al creer que todos los desconciertos y desmayos de su hija habían sido «pura tremolina de gusto.» Por lo que hubo entre ambos cónyuges muchos y muy halagüeños comentarios.

Petrilla, en tanto, husmeaba como un diablejo, tentada de una curiosidad devoradora; porque no podía ocultarse a su malicia que, desde la jaqueca de su hermana, allí estaba pasando algo muy desacostumbrado. Preguntó una vez a Irene, e Irene se encogió de hombros; preguntó también a su madre, y su madre la envió enhoramala; por último, acudió a su padre, el cual, como ya no le cabía el secreto en la boca, le tuvo en la misma punta de la lengua para declarársele a la curiosuela; pero no le declaró tampoco, aunque confesó que había secreto. Era lo más que podía exigirse de su escasa fortaleza.

-Lo sabrás en su día, -dijo a Petrilla con mucho encarecimiento.

-¿Luego hay algo que saber? -preguntó ella devorándole con los ojos.

-Puede que sí, -respondió don Roque.

-¿Y por qué no se me dice? -replicó la otra casi llorando.- ¿No soy yo de casa, como los demás?... ¿O se desconfía de mí?

-Vaya, niña -contestó su padre muy chancero, dándola unos golpecitos en el hombro,- menos curiosidad y más cachaza. La prometo a usted que sabrá lo que debe saber en cuanto llegue lo que hace falta... y no digo más.

Lo que hacía falta era la contestación del «prócer» a la carta de don Roque; la cual contestación llegó al día siguiente, acabando de sacar de sus quicios mal seguros a Brezales.

Como escrita con evidente intención de que se leyera en familia, la carta aquella era un prior en su género; la quinta esencia de una de las muchas habilidades que poseía el famoso, cortesano, politicón de largos colmillos, marqués de Casa-Gutiérrez y duque del Cañaveral. Brezales la devoró temblando de vanidad y de gusto. En seguida llamó a su mujer y a Petrilla; y sin preparar a ésta con otro exordio que la advertencia de que escuchara con religiosa atención, la leyó en voz campanuda de punta a cabo.

Petrilla se quedó estupefacta.

-¿Irene conforme con eso? -exclamó haciéndose cruces.

-Ya lo ves -respondió su padre, metiéndole la carta por los ojos.- Y ¿por qué no ha de estarlo, señora mía?

-¡Imposible! -afirmó la jovenzuela con la mayor seguridad.

Doña Angustias miraba tan pronto a la una como al otro; pero no desplegaba los labios.

-Ahora lo veremos, -contestó don Roque triunfante.

Y llamó a Irene al cotarro. El corazón la dijo al entrar y enterarse del cuadro aquel, que allí iba a suceder algo parecido a lo otro; y se inmutó, pero sin perder la entereza de su ánimo, porque desde lo de marras, vivía muy pertrechada y apercibida.

-Acaba de regocijarte, hija mía -la dijo su padre, después de cerrar la puerta del gabinete en que acontecía: lo que se va narrando,- que ya tenemos aquí la última palabra sobre el consabido asunto... Y ¡qué palabra, Irene, qué palabra! En fin, como de quien es. Escucha.

Y se dispuso a leer la carta en alta voz.

Doña Angustias las estaba pasando de muerte, y Petrita toda se volvía ojos para penetrar en lo más profundo de su hermana, a quien iba amontonándosele una borrasca en el entrecejo.

El contenido de aquella carta, que leyó don Roque conmovido de entusiasmo, cayó sobre la infeliz como una bomba. Creía posible a todas horas que se reprodujera algo de lo pasado; pero ¡tanto como aquello!... Lo brutal del golpe la aturdió por unos instantes; pero no la acobardó como la otra vez. Rehízose pronto; y encarándose valiente con su padre, pálida de indignación y con el alma dolorida, preguntole:

-¿Qué es esto? ¿Quién lo ha autorizado sin contar conmigo? ¿Cuándo he dado yo mi consentimiento?

Don Roque se quedó hecho una estatua; su mujer no sabía dónde meterse, y Petrilla los miraba con un gesto que venía a significar: «¿No lo decía yo?»

-Pero, mujer -se atrevió a apuntar Brezales,- ¿no habías quedado tú conforme en todo y por todo?

-¿Yo conforme con eso? -exclamó Irene asombrada de la pregunta.- ¿Cuándo? Ni ¿cómo era posible que me conformara? Pero en la duda, si la han tenido ustedes, ¿cómo no han vuelto a consultarme antes de dar ese paso? ¡Dios mío, Dios mío! ¿Por qué se hacen conmigo esas cosas?

Y aquí, la desdichada se dejó caer en un sillón, anegada en lágrimas. Don Roque comenzó a hacer pucheros, mientras su mujer y Petrilla acudían a consolar a Irene.

Sucedieron a este día otros dos tan amargos como él para toda la familia de Brezales. Irene, después de repetir una y cien veces que jamás se prestaría al sacrificio que querían imponerla, volvió a incomunicarse con todos y a pedir al silencio y a la soledad los consejos que necesitaba para hallar una salida, si la había en el negro abismo en que la habían arrojado. Petrilla la visitaba a menudo por la puerta de comunicación de sus respectivos dormitorios. Al principio se limitaba a sentarse a su lado, oírla llorar y dirigirla de tiempo en tiempo alguna de las palabras de ese montón de frases hechas que el uso ha consagrado para lances como aquél y para las visitas de duelo. Después ya se atrevió a colarse más a fondo.

-Pero, alma de Dios -llegó a decirla,- ¿cómo tú, tan fresca y desengañada cuando quieres, te dejaste coger de esa manera?

-Como te hubieras dejado tú -respondió Irene enjugándose las lágrimas.- Porque lo que conmigo se ha hecho es una verdadera infamia... con la mejor intención, si quieres; pero, al cabo, una infamia, y de las más negras... Me llamaron allá, me encerraron con ellos... Yo no sospechaba para qué. Papá comenzó a prepararme con unos rodeos muy extraños y unas ponderaciones... muy ridículas, puedes creerlo... Con esto sólo, ya no sabía yo ni dónde estaba... soy así con todo lo serio que me coge desprevenida. Después le cortó mamá el sermón en lo más enrevesado; y en cuatro palabras me dijeron entre los dos que el duque ese, ese estafador de bobos ricos, como unos que yo me sé, había pedido a papá mi mano para el sin vergüenza de su hijo... Yo cegué entonces, Petrilla; me aturdí, como si de pronto me hubiera caído encima un peñasco. Me hicieron unas cuantas preguntas que dejé sin responder... porque me faltaba serenidad para poner en orden todo lo que yo sentía... Además, papá no me daba tiempo para nada, porque él respondía por mí arreglando las cosas a su gusto... Esto me desconcertaba cada vez más, y ya no tenía otro pensamiento que salir pronto de allí para serenarme un poco y pensar con calma las razones que había de dar para negarme en redondo... en redondo, Petra; porque te aseguro que antes me dejaría descuartizar que consentir en eso. Levanteme medio muerta, y salí del cuarto en esta situación que te explico. Contaba yo con que se trataría el caso honradamente. ¡Cómo había de sospechar que en cuanto volviera la espalda habían de escribir a Madrid diciendo que yo estaba conforme!... Porque esto es lo que resulta de la carta que me han leído. ¿Tú te enteraste bien de ella?... Hasta nos vende el caso como un gran favor el señor farsante ese. ¡Y al bendito de nuestro padre se le caía la baba al leerlo! ¡La vanidad, Petrilla, la vanidad tonta que consume al inocente de Dios, tiene la culpa de todo esto!... Pues bien: cuando yo me iba serenando un poco, y hasta empezaba a creer que se quería dar al olvido el asunto, y por eso no volví a mencionársele a ellos... ocurre lo que tú presenciaste. ¿Ha sido esto honrado y decente? ¿No hubieras caído tú también con esa misma zancadilla traidora? ¡Y mamá, que debe ver estas cosas más claras que su marido, le ha ayudado en esa indignidad! Y tú misma, ¿por qué no me has dicho algo de lo que se tramaba?

-¡Yo! -exclamó Petrilla al punto, muy resentida del apóstrofe de su hermana.- ¡Me hace gracia, mujer, cuando la primera noticia que tuve de ello fue la carta esa que me leyeron unos momentos antes que a ti! De otro modo bien distinto habrían pasado las cosas si tú no hubieras sido tan reservada conmigo y me lo hubieras contado en seguida... Pues bien te busqué la lengua aquel día y al siguiente; porque lo de la jaqueca no me lo tragaba yo.

-Tienes razón, Petrilla, y perdóname; pero ya te lo he dicho: al principio, yo no sabía dónde estaba ni lo que más me convenía; y después, con la ilusión de que todo había concluido, no me apuraba mucho por que lo supieras. Tiempo quedaba para ello.

-Corriente -dijo Petrilla con la mayor formalidad.- Y ahora, ¿qué es lo que piensas hacer?

-Seguir negándome a todo por encima del mundo entero, -respondió Irene con gallarda entereza.

-¿Y por qué? -preguntó Petrilla cruzándose de brazos y mirando a su hermana con los ojos cargados de malicias.

-¡Está buena! -respondió la otra sorprendida muy desagradablemente con la pregunta.- ¿Ahora salimos con eso? ¿A que vas a concluir por encarecerme el acomodo?

-Verdaderamente -replicó la cendolilla,- que no es lo que se llama una ganga para una chica de tus prendas, con aquel pescuezo, y aquella calva, y aquel color de membrillo, y aquella duquesa madre, y la otra duquesa hermana, y el duque viejo, y el mozo, y la avefría soltera... pero es galán distinguido, viste al pelo, no es tonto... y será duque; fíjate bien, Irene: será duque; y su señora, duquesa, por consiguiente, y duquesa de Madrid, que es ¡vaya! ¡uf!...

-Pues mira -dijo Irene que casi se sonreía con las cosas de su hermana,- ya que tanto te deslumbran esas pompas, carga tú con ellas, que a tiempo estamos. Así como así, lo que a él le interesa, y a toda su ilustre casta también, no es la persona de tu hermana, sino el dinero de tu padre.

-Lo siento mucho; pero no puedo ni pensar en ello -respondió Petra con afectada gravedad,- porque estoy comprometida: bien lo sabes... Pero no iba yo por ahí precisamente -añadió variando de tono y de ademanes:- más bien te quería preguntar si en esa resolución que has formado de negarte... a eso, no entra por algo... lo otro.

-Te juro -respondió Irene, coloreándosele por un momento las mejillas, como si hubieran pasado rápidamente sobre ellas un velo carmesí,- que aún sin eso otro, que apenas existe más que en tu malicia, hubiera pensado lo mismo... ¿Pues en tan poco me tienes que has podido dudarlo? ¡Ay, Petra! Considera lo terrible del caso en que me veo; ayúdame, si puedes, en algo, y dejémonos de bromas... Mira, ayer, en mis deseos de salir por alguna parte, escribí una carta a ese... prócer, como le llama papá. Me costó Dios y ayuda: todo me parecía poco, y todo me parecía demasiado. Quería yo decirle que se habían comprendido mal las cosas, y que yo no había pensado en conformarme con semejante proyecto. Que agradecía el favor, pero que no podía aceptarle. Lo sentía mucho; pero así era la verdad. Esto escribí, sobre poco más o menos; pero en seguida vi que, con decir eso a los de Madrid, dejaba por embusteros y bobalicones a todos los de mi casa; porque, por las señas, todos vosotros danzábais como entusiasmados en la carta de papá... y rompí la mía en doscientos pedazos... Y así estoy, atada de manos y pies; expuesta a que el proyecto maldecido se publique, ¡y ya verás cómo se publica! y sin poder decir a las gentes: «no hagan ustedes caso, que todo es un puro embrollo de...» ¡Jesús, María y José, lo que iría descubriéndose!... ¿Ves, Petrilla, ves cómo si papa mismo no rompe esto por sí mismo, como está obligado a hacerlo en conciencia, y como Dios le dé a entender, no hay salida para mí sin un ruido escandaloso?

Petrilla, hondamente afectada, se abrazó con ella y la besó muchas veces. Después siguieron hablando sobre el mismo tema y proponiendo salidas, que iban desechando a medida que las examinaban.

Entre tanto, don Roque y su mujer también tocaban a menudo el cielo con las manos. En hacer esto y en declarar que habían procedido con suma ligereza, era lo único en que iban ambos de acuerdo cada vez que hablaban del espinoso asunto. En todo lo demás relacionado con él, no podían entenderse. Doña Angustias, aunque tan vana como su marido, más perspicaz que él, estimando cada cosa en su verdadero valor, desde que había conocido que era profunda e invencible la aversión de Irene al proyectado bodorrio, quería que don Roque deshiciera, con una carta bien terminante, lo que había hecho con otra; porque lo primero era el bienestar de su hija y el sosiego de la casa. Su marido lo veía muy de otra manera. Afirmaba que su hija llegaría a convencerse, porque era imposible que no se convenciera de que consistía su felicidad y el ustre de toda su casta en casarse con Nino Casa-Gutiérrez, primogénito del duque del Cañaveral, el primer hombre de España. Que creyendo esto de buena fe, y amando como él amaba a Irene, era una locura, una indignidad, un cargo de conciencia romper de lleno con aquella ilustre familia. Que se adoptara, por de pronto, un ten con ten; que se diera tiempo al tiempo, y, entre tanto, que se volviera a tratar del caso con la interesada serenamente y con el fuste que reclamaban las conveniencias de todos. Hasta entonces, Irene solamente había dicho «que no:» faltaba conocer las razones en que fundaba la negativa; y allí le esperaba él.

Y llegó también el día en que se la puso en el trance apetecido por su padre. Cabalmente no deseaba ella otra cosa. ¡Qué biografías hizo de todos y cada uno de los miembros de la «egregia familia.» Se les veían hasta las entretelas del corazón. A ella, a Irene, la habían buscado de cebo para pescar las talegas de su padre; y aún con estas intenciones, todavía se dignaban concederla por marido al perdulario que la jugaría a una carta cuando no le quedara un real de lo estafado a su suegro. No podía darse burla más desvergonzada en los unos, ni inocencia mayor en los otros. Tardó en hablar, pero se despachó a su gusto. Don Roque estuvo a punto de excomulgarla. Doña Angustias echó el montante, y exigió, en bien de todos, que las cosas quedaran así por de pronto, confiando en que la reflexión y la prudencia irían arreglándolas al gusto de cada uno; pero como esto no resolvía nada, Irene, por despedida, declaró que vieran cómo deshacían la maraña las manos que la habían enredado, porque ella ya había dicho y hecho cuanto tenía que hacer y que decir en tan abominable particular.

Sin embargo, está bien averiguado que al otro día, muy temprano, fue a consultar el caso con «el Padre,» el Padre Domínguez, varón docto y de gran consejo, director de la congregación; porque Irene era una de las más fervorosas y entusiastas Hijas de María. Nunca había llevado al confesonario temas de aquella delicada naturaleza; pero «el Padre» era muy bueno, muy virtuoso, muy sabio y muy prudente, gran amigo de la familia; y el apuro de ella muy excepcional y por todo extremo apremiante. Así y todo, la costó entrar en materia después de ventiladas las de la ordinaria confesión; mas a fuerza de empeñarse en ello, aunque parte a medias palabras y el resto entre sollozos comprimidos y tapándose mucho con el velo por los dos lados de la rejilla, logró decir lo que quería. Oyola el Padre con suma atención; meditó el punto largo rato... pero tampoco la sacó de apuros. Aprobó su resistencia, si era mansa y con los respetos debidos, y la causa de ella bien fundada; la recomendó la paciencia, ¡mucha paciencia!... «pero lo de hablar a tu padre, hija mía, ya es harina de otro costal. Eso de meterse en las casas ajenas a fallar en asuntos de familia, es más de lo que a ti te parece. Sin ello y todo, nos ponen los malévolos como hoja de perejil. Conque figúrate tú si nos metiéramos... ¡Ave María Purísima! Ahora, si tu padre me llamara, o tu madre... entonces ya sería otra cosa. «Y con esto, y una buena porción de consuelos cariñosos y de sabias amonestaciones, dio por evacuada la consulta el Padre Domínguez.

No echó Irene en saco roto la salvedad de su confesor; y en cuanto volvió a casa, trató con Petrilla de si sería o no conveniente inducir a su madre a que pusiera el conflicto en manos del Padre Domínguez. Petrilla optó por la afirmativa y se prestó a desempeñar la embajada, y hasta la desempeñó; pero sin éxito bueno. Doña Angustias había hecho los mayores esfuerzos con su marido para que aquello concluyera cuanto antes como Irene deseaba; pero él dudaría de la bondad de Dios antes que de la grandeza e infalibilidad de su amigote, y no había que soñar en que el compromiso se rompiera bruscamente, y mucho menos en que aceptara la intervención de un extraño si no era para ayudarle a salirse con la suya. Ella trabajaba sin cesar con el fin de ir conllevando las cosas hasta que Dios preparara una salida franca, si es que quería prepararla... Lo peor era que el día menos pensado diría aquella familia «allá voy,» en la inteligencia de que estaban aguardándola ellos con vida y alma... pero que Dios proveería, y que, por de pronto, no se hablara más del maldecido negocio.

Y esto fue lo más terminante y claro que Irene logró recabar de los que la rodeaban, en alivio de su amarga tribulación. Hizo por su parte cuanto pudo, que no fue mucho, para echarse el alma a la espalda; y con la resolución firme y jurada de no cejar en su negativa cuando quiera donde quiera que le plantaran el caso delante, volvió a su vida habitual, aunque, más que a gozarla, a arrastrarse dolorida por ella.

Entre tanto, «el público» lo supo todo, porque siempre se saben estas cosas, y cada cual explicaba de distinto modo la resistencia de Irene; pero nadie se ponía en lo exactamente cierto, como también es uso y costumbre en los «dichos de las gentes.»

Y así se estaba: «el público» haciendo diagnósticos a porrillo sobre la palidez y el desánimo de Irene, cada vez que la veía; los de su casa afanándose por distraerla y por alegrarla; don Roque, amén de esto, convencido de que la tempestad iba pasando, por lo cual entretenía las impaciencias de su «consuegro» con cartas que no hubieran ido al correo si las hubiera visto su mujer; y la víctima, la pobre Irene, haciendo de tripas corazón, pasando la mitad de las noches en vela, siempre con la visión de su conflicto delante de los ojos, y el espanto por lo que pudiera acontecer a la hora menos pensada...

Hasta que, al cabo, aconteció, y hubo que decírselo. Según rezaba un telegrama que acababa de recibirse, ellos habrían salido de Madrid aquella misma tarde, y llegarían en la mañana del día siguiente. Las cosas (hablaba don Roque) venían así rodadas; había que considerarlo todo; echar penas a un lado; ponerse en lo justo, y tomar parte en el regocijo de los demás, que por bien de ella se regocijaban. Esto acabó de enloquecerla. Encerrose en su cuarto; acudió su hermana; lloró con ella; la dijo muchas cosas, unas para consolarla, otras para reñirla y todas para convencerla; acudió también su madre, con los mismos recursos y los propios fines; y hasta llegó don Roque con la bata flotante y la visera torcida, y arrimose al grupo, caídos los brazos y entrelazadas las manos palma abajo, sin decir una palabra, pero mirándola triste y suplicante, clavados e inmóviles en el suelo sus anchos pies. Y todo esto aumentaba sus mortificaciones, hasta que pidió, por caridad, que la dejaran sola con sus desdichas, ya que nadie quería ayudarla a descargarse de ellas.

Pasó una noche cruel, y la halló la luz del nuevo día enteramente desvelada y algo febril. Corriendo las horas, oyó que se rebullía su hermana en su aposento; y poco después la vio entrar por la puerta por donde se comunicaban las dos. Irene no se dio por entendida. Adivinaba el motivo de aquella madrugada. Petrilla le confirmó sus presunciones en seguida. El tren llegaba a media mañana, y había que vestirse antes, y no de cualquier modo. Conoció que su hermana no había dormido un instante en toda la noche, aunque Irene aseguraba lo contrario; pero no quiso porfiar por no recrudecer las heridas. En cambio, insistió mucho para animarla a que les acompañara... «a eso» que había que hacer aquel día sin remedio alguno.

-Sería ponerlo peor -respondió Irene.- Nada tiene de particular que yo me quede por enferma, y lo tendría que me vieran allí del modo que habrían de verme.

Petra convino en ello, como convino también su madre poco después. Sólo don Roque pensaba allí de distinto modo; porque por encima de las pesadumbres de su hija, aunque le llegaban muy adentro, y de cuanto con ello y otro tanto más pudiera relacionarse, ponía él por impulso involuntario y natural, irresistible, como el del humo liviano que eleva al globo huero por los aires, los miramientos y agasajos debidos a la ilustre familia del «egregio prócer;» miramientos y agasajos que, solamente por el hecho de ser agradecidos, refluían en don Roque y en toda su casta, transformados en lluvia de gloria refulgente.

Esto no lo declaró así entonces; pero bien hondo, aunque callado, lo sentía, cuando montó con su mujer y Petrilla en su carruaje, pensando más en la cara que pondrían los otros al ver que no salía ella a recibirlos, que en las angustias que la pobre quedaba pasando por pecados que no había cometido.

Irene oyó el rodar del coche alejándose hacia la estación del ferrocarril, y sintió un relativo descanso al considerar que se hallaba sola. Como la cama era un lugar de tortura para ella, probó a levantarse para esparcir la negrura de sus pensamientos con el ruido y la luz del nuevo día, y se halló más valiente de lo que esperaba. Vistiose; despachó a la ligera sus ordinarias tareas de tocador; y para acreditar más a los ojos de sus sirvientas su alegada indisposición, quedose en su cuarto por entonces, y mandó que la sirvieran allí el desayuno.

Por un exceso de celo, suponiendo que no hubiera en el caso ni un asomo de malicia, su doncella, muy poco tiempo después, la sirvió, con el chocolate, El Océano que acababa de colarse por debajo de la puerta, fresquecito y tentador. Irene, después de convencerse de que «no la entraba» el desayuno, cogió el periódico, y, maquinalmente, buscó en él la sección preferida de sus «bellas y adorables suscriptoras:» la Estafeta local. La vio muy nutrida de materia, y, por distraerse un poco, púsose a leerla. A los pocos renglones ya crepitaba el papel entre sus manos ebúrneas y temblorosas; algo más adelante, frunció el entrecejo, y, mejor que leer, parecía traspasar las frases almibaradas con las saetas de sus ojos indignados; por último, rompió a llorar y arrojó el periódico al suelo.

-Pero, señor -pensaba entre tanto la infeliz:- ¿quién va con estos cuentos, a los periódicos? Y ya que ellos lo saben, ¿por qué lo cuentan? Y ya que lo cuentan, ¿por qué el Gobernador no los lleva a la cárcel? Y ya que esto no se haga, ¿por qué a una no le ha de ser permitido poner las cosas en lo cierto y desmentir públicamente a esos grandísimos mentecatos, embusteros, adulones y babosos?... ¡Dios mío!... Pero si, bien mirado todo, no tienen ellos la culpa... ¡Virgen María! ¿Por qué se ha llegado hasta aquí? ¿Por qué me pasa a mí esto?... Pero yo tendré valor... ¡Juro a Dios que he de tenerle para acabar de una vez con martirio insoportable!

Y haciendo coraje y, derramando lágrimas quedó, con los codos sobre el velador y la cabeza entre las manos.




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Soledades


La lámina de un aparato tan ingenioso que nos diera estampadas en ella las evoluciones del pensamiento humano, sería cosa bien digna de verse en determinadas crisis de la vida. Allí aparecerían, en caracteres legibles, los derroteros del discurso en medio del vertiginoso rodar de las ideas; el hilo sutil que enlaza las más mezquinas con las más sublimes, las lúgubres con las risueñas, las cómicas con las dramáticas; la gran lógica, en fin, de lo que nos parece, a la simple observación, génesis estrafalaria de los pensamientos incongruentes que centellean en el fragor de las borrascas del cerebro.

Por carecer de un utensilio semejante que, al fin, inventará el Edisson menos pensado, se llamó loca a sí misma Irene varias veces, mientras permaneció en la postura descrita al final del capítulo precedente. Tales y tan inconexas fueron las ideas que iban desfilando por su cabeza enardecida. Quería pensar con reposo, como lo pedían la ocasión y los sucesos; discurrir con lucidez para dar con una salida clara y pronta en el negro calabozo en que se hallaba, y se le venían a las mientes, pero en chispazos, como pasan las estrellas errantes por la bóveda celeste en la obscuridad de la noche, la noticia de El Océano, el busto de Jovita Sotillo, el andar de Casallena, el salón de conciertos de la playa, el uniforme del jefe de la estación del ferrocarril, la duda de si eran de plata o de oro los galones de su gorra y de sus mangas, el Padre Domínguez y la última comunión general de las congregantas; «el prócer,» su metal de voz, su continente espetado; su hijo, ¡aquel pescuezo de buitre! ¡aquella calva en el cogote!...

-Por aquí, por aquí está la miga de lo que yo quiero pensar -se decía entonces con el ansia del avaro que, a tientas, da con algo que le parece tesoro.- Aquí es donde yo necesito esforzar el discurso para combinar mis planes; esto es lo que me importa, y nada más que esto.

Y puesta de nuevo a pensar, volvía a escapársele el pensamiento a los asuntos más extraños y a los lugares más remotos.

-¡Loca, loca! -exclamaba la infeliz al verse tan extraviada del camino que se empeñaba en seguir.- ¡Qué tienen que ver con mis pesadumbres todas esas boberías, señor Dios misericordioso?

Y tornaba a encauzar el pensamiento, y volvía el pensamiento a escapársele por los más enriscados vericuetos.

-¡Loca, loca sin remedio! -exclamaba otra vez, golpeándose la cabeza con las manos que la sostenían.

Hasta que determinó incorporarse y ponerse en movimiento. Hízolo así; recorrió en todos sentidos la estancia; y como la atormentaba una sensación como de un hierro caliente alrededor de la cabeza, cogió un abanico y se hartó de darse aire con él. Recurso inútil. Como si el aire fuera el de un horno caldeado, cuanto más se abanicaba, más le ardía la cabeza. Al fin, por la puerta de escape, y con los rodeos necesarios para no ser vista de nadie, se dirigió al cuarto-tocador.

Encerrada en él, despojose de cuanto la estorbaba, que no era mucho, para lo que intentaba hacer. Acercose al lavabo; llenó de agua la ancha jofaina hasta los bordes; mirose al espejo y se quedó asombrada, no del contorno gentil y la blancura turgente de sus brazos desnudos y de su garganta descubierta, sino del cerco enrojecido de sus ojos y del sello profundo que, en tan pocas horas, habían dejado las penas, y las lágrimas en su rostro.

Tras una ablución abundante, destrenzó su pelo y le desató; ahuecole después, metiendo por debajo, hacia la nuca, los dedos entreabiertos de ambas manos, y la negra madeja fue esponjándose y extendiéndose por la espalda, y sobre los ebúrneos hombros y los brazos admirables, como una catarata espesísima de cardadas fibras de seda. Después acabó el peine la obra comenzada por las manos; y cuando ya se encontró Irene más aliviada del peso mortificante con aquel oreo de su cabeza, volvió a atarse la profusa mata; la recogió al desdén, pero no sin gracia, porque en este punto siempre son muy escrupulosas las mujeres, por afligidas que se hallen; terminó su peinado; volvió a vestirse a la ligera, como estaba antes; notó que era ya dueña y señora de su discurso, y cometió el disparate de arrellanarse en una mecedora que había allí, para echarse con sus cavilaciones por donde no había logrado echarlas hasta entonces, cuando debió haberse largado a tomar el aire por las encrucijadas de la casa medio vacía.

Ello fue que se quedó allí; que se dio de nuevo a pensar, y que cayó en seguida en la cuenta de que en aquellos momentos, o la trampa se lo había llevado todo, o la gente estaba ya en sus alojamientos de la playa; ella a dos dedos de la gran escena, y el caso, por consiguiente, a pique de dar el estampido. ¡La gran escena! Éste era el pensamiento que la sacaba de quicios. ¡Y era inevitable! Entonces hundió su discurso en las lóbregas regiones por donde deben haber pasado los últimos pensamientos de todos los reos en capilla. Cuando han apurado los medios racionales de salvación; cuando ya sus esperanzas no tienen un asidero en lo humano, el apego a la vida debe haberles infundido muchas y bien extrañas imaginaciones: desde la del repentino motín desarrapado, que comience por abrir las cárceles y derribar los patíbulos, hasta la del temblor de tierra que destruya en un instante la mitad del globo, y siembre la consternación y el espanto en las gentes del otro medio.

Irene, en la proporción correspondiente, sintió también el influjo de estas empecatadas ideas. Podía muy bien suceder que no hubieran llegado todavía, y consistir esto, o en que a última hora hubieran suspendido y aplazado el viaje, por indisposición repentina de alguien o por otro motivo cualquiera, o porque el tren... El tren, bien miradas las cosas, no dejaba de ofrecer peligros serios a cada paso. Por de pronto, descarrila fácilmente; y sin contar, ¡Dios no lo permitiera! los lances más desgraciados, como el rodar por un despeñadero, o el amontonarse hecho astillas en las negruras de un túnel o en el fondo de un barranco, abundaban a maravilla los casos de piernas rotas, de muñecas dislocadas de... -¡Señor y Dios poderoso! -se dijo escandalizada al andar con sus pensamientos por estas encrucijadas diabólicas,- yo no deseo ninguna de esas barbaridades para nadie, yo no soy capaz de eso; pero ellas se vienen rodando a mi imaginación por ser cosas corrientes y de todos los días. Caigo en esos supuestos malos, a fuerza de pensar en los que puedan ser causa de lo que tanto deseo: que no lleguen nunca; que jamás vengan aquí. Yo no pondré el estorbo para que descarrile ese tren, ni ningún otro del mundo; pero si está decretado que ha de descarrilar un tren más, y ha de ser precisamente el tren en que ellos se han metido, ¿qué culpa me cabe a mí en la desgracia, ni en qué peco al considerar que pueden haberse vuelto a Madrid para curarse la pierna dislocada o la cabeza rota?... ¡Dios mío! ¡Dios mío! Si no tuviera que pensar en salir viva del trance inicuo, bárbaro, en que se me ha puesto, yo no cavilaría estas atrocidades... Y ¿en qué quedamos? -vino a decirse a poco rato y después de dar una nueva dirección a su pensamiento.- En estas repugnancias mías, tan hondas y tan invencibles; en este propósito inquebrantable que tengo de resistirme con todas mis fuerzas, ¿qué cantidad representa él?

Sobre este tema, que tenía muy trabajado desde que se vio enredada en el intrincado laberinto, discurrió largamente; pero no sacó en limpio nada nuevo. Él no había llegado a infundirla lo que se llama una pasión, una embriaguez amorosa. Ella, por razón de su fama de rica, más que por la fuerza de una hermosura en que no creía, llevaba oídas muchas impertinencias y grandes sandeces a los hombres que se la habían acercado en el trato corriente de aquella sociedad y de otras semejantes; pocas, muy pocas, fuera de allí. A ninguno de esos hombres se parecía él: todos la habían llenado la cabeza de lisonjas cursis y de requiebros vulgares, y al menos indiscreto de ellos se le transparentaban los mezquinos planes entre la hojarasca de sus «declaraciones» de manual. ¡Y cuidado que habían abundado los buenos mozos entre los aspirantes! Otra singularidad de Irene: no la hacían gracia maldita los buenos mozos. Eran muy fatuos, por lo común, y todo lo fiaban al poder de su gallardía, con la vanidad de merecerlo todo, a título de gallardos, aunque fueran unos majaderos. ¡Qué cosas la habían dicho los buenos mozos! ¡Con qué ojos la habían mirado, y con qué aire de conquistadores la habían paseado la calle! Pues ¿y los meramente distinguidos, los que sin pizca de hermosura, y hasta en los puros huesos, habían pretendido cautivarla por la sola virtud de sus prendas de sastrería, de sus borceguíes de ganapán, sus cabellos aplastados y sus actitudes de idiota? Él no era buen mozo, ciertamente, en la acepción más usual de estas palabras; pero tampoco de los otros. Su distinción no le resultaba de la librea de la clase, sino de las cualidades que le eran propias: de su entendimiento, de su cultura, de su tacto singular para decir y hacer las cosas y elegir sitios y ocasiones de manera que, sin hipérboles ni ostentosos alardes, realzaba la sinceridad de sus dichos y la firmeza de sus nobles afectos y propósitos. No era impaciente ni pegajoso, pero sí leal y resuelto; y en la borrasca que ella estaba corriendo, le sentía, sin verle, a todas horas, con el oído alerta y el ojo avizor. No daría un solo paso en su ayuda sin una señal que se lo ordenara; pero tampoco habría obstáculo que le detuviera ni peligro que le arredrara si la señal se le hacía. Esto era querer bien, y mucho, y a tiempo; y ella, si no enamorada, estaba, cuando menos, satisfecha y agradecida. No era, pues, un mal de los ya incurables; pero sí de los que podían llegar a serlo, fomentando poco a poco, con un trato más continuo y descarado, lo que hasta entonces no pasaba, por su parte, de una agradable aquiescencia a los testimonios de él. Nacían, por consiguiente, sus repugnancias hacia el otro, no de la fuerza del contraste de los dos, sino de lo que daba el caso de sí, por su propia naturaleza abominable. Le repugnaba el hombre, que le había sido antipático y repulsivo como simple amigo de su familia, por la estampa, por el carácter, por su padre, por su madre y por toda la casta de él que ella conocía; por la conducta falsa y rastrera, y las villanas intenciones de todos ellos, secuestradores infames de las flaquezas de un pobre hombre, para chuparle el dinero. Porque si no se tiraba a eso, ¿a qué se tiraba con aquel modo inaudito de proceder? En fin, que sus repugnancias eran absolutas, independientes de cualquier otro sentimiento lastimado con ello: lo aborrecía porque era de suyo aborrecible, y con él y sin él lo hubiera aborrecido lo mismo.

Metida en estas honduras de nuevo, notó que volvía a enardecérsele la cabeza. Temió de lumbre el mal rato que la esperaba si no cortaba a tiempo por lo sano; y poniéndolo todo en manos de Dios, en un arranque decisivo, salió a orearse por la casa.

Atravesaba el vestíbulo precisamente ea el instante en que la doncella abría la puerta de la escalera y entraba en él doña Mónica, la beata, con su manto de velillo y sus faldas escurridas de estameña del Carmen. Era una pobre mujer que venía a menudo por allí, generalmente a la hora de tomar chocolate por las tardes, y muy antigua protegida de la familia. Don Roque la manejaba los cinco mil reales que había heredado del único hijo que tuvo de su matrimonio con un empleado cojo del ramo de Loterías; el cual hijo había muerto seis años hacía, ocho después que su padre, hombre linfático, y por eso acabó de un tumor frío en una rodilla; lo mismo que el hijo, es decir, en lo de linfático; porque el tumor le tuvo éste (que ya empezaba a hacer ahorrillos para el día de mañana en un comercio de Madrid) en la boca del estómago, y además en el pescuezo, y además en la cabeza del fémur. Con el producto de los cinco mil reales; el de sus trabajos de costura para algunos «señores eclesiásticos,» y lo que se le pegaba a menudo «por la caridad» de unas cuantas familias «de lo principal,» que miraban por ella, vivía tan guapamente doña Mónica, arrimada a «un matrimonio de bien» que la daba lumbre y un buen cuarto en su casa por poco dinero. Era delgadita, algo acartonada, de voz un tanto nasal, hablar pausado, pero continuo; cabeza un poco entornada a la izquierda, con inclinación hacia el pecho al mismo tiempo, y ojos de expresión aflictiva; por lo cual, y la costumbre de andar y de hablar con las manos cruzadas sobre el estómago, parecía un mal remedo de una Dolorosa en cromo que ella tenía sobre la cabecera de su cama. A pesar de estas señales de su persona, no era gazmoña la beata, ni resultaba indigesta su conversación, ni pesada su visita para las señoras de su trato; y esto consistía, sin duda, en que para cada cual hería la tecla correspondiente de sus varios registros. Para las señoras dadas o propensas a la mística, sabía textos de la Guía de Pecadores, ejemplos del Camino recto y seguro para llegar al cielo, milagros recientes de la Virgen de Lourdes, y, sobre todo, ofrecer en extracto comentado el último sermón o lectura del predicador de sus entusiasmos en la novena del Carmen o en la fiesta de San Matías; para las piadosas algo mundanas, tenía un caudal inagotable de noticias de vecindad, como rumores de casamientos, de enfermedades peligrosas, de avenencias o desacuerdos entre personas antes bien o mal avenidas... noticias que iba dando poco a poco, y como si las dejara caer, entre las referentes al Coro de Siervas o a la Corte de María; pero todo ello, entiéndase bien, con la honradísima intención de ser agradable a las personas que tanto la favorecían, sin ofensa para nadie ni agravio de la ley de Dios.

A pesar de esto y de lo bonísima que era en el fondo Irene, cuando se topó con ella tan de improviso en el recibidor lo tuvo a contrariedad muy grande. ¡Para coplas de beata estaba su cabeza entonces! Pero en seguida pensó muy de otro modo por lo mismo que tenía preocupaciones que la atormentaban, necesitaba escobas para barrerlas de tarde en cuando. Por lo que recibió a doña Mónica con mucha afabilidad y la llevó consigo al gabinete de la sala, la segunda pieza en la escala categórica de las «de recibir.»

-Yo no sé si incomodo -dijo doña Mónica mientras se sentaba poco a poco en el borde de una butaca, sin dejar de mirar a Irene con sus ojuelos entornados,- viniendo a estas horas y en un día tan ocupado para ustedes... según acabo de saber en la portería.

-Usted no incomoda nunca, doña Mánica -la respondió Irene en ademán placentero y cariñoso;- y mucho menos hoy, créame...

-Es que he sabido también -añadió la beata con voz algo plañidera y un mirar muy dolorido,- que se había usted quedado en casa algo indispuesta... Como que casi esto sólo me animó a subir para preguntar siquiera; y preguntándolo estaba a la muchacha, cuando Dios nuestro Señor me la puso a usted delante.

-Y es la verdad, doña Mónica -dijo Irene esforzando una sonrisa que no se dejaba pintar en sus labios,- es la verdad que ando estos días un poco trastornada de salud; pero no es cosa de cuidado, gracias a Dios.

-La Virgen Santísima lo quiera así -respondió la beata levantando hasta el pecho sus manos cruzadas sobre el estómago, y los ojos a la cornisa del gabinete.- Pero, aunque ello sea poco, pudiera incomodarla a usted la conversación.

-Al contrario: me viene de perlas para distraerme en estos ratos tan largos, sola y sin nada que hacer. Con que así dígame, sin miedo de molestarme, qué es lo que se le ocurre a estas horas tan desacostumbradas para usted.

-Pues páguele Dios la bondad que tiene conmigo en la salud que merece -dijo doña Mónica muy agradecida y satisfecha,- y sepa que venía a estas horas, en primer lugar, a traer a ustedes las papeletas de este mes. Anoche me las entregó el sacristán con la mía, según hace todos los meses... Voy a dárselas a usted...

Sacó del hondo bolsillo de su vestido de estameña un librejo de oraciones, muy resobado, y de entre sus hojas arranciadas, dos papeletas de los Píos oficios del Sagrado Corazón de Jesús, las cuales entregó a Irene diciéndola:

-La comunión y desagravio, ya verá que es el seis. No hay fallecida... Me parece que usted, si no recuerdo mal, ha caído Víctima...

-Es la pura verdad -respondió Irene con una sonrisa muy amarga, mientras pasaba la vista por la papeleta que le correspondía:- me ha tocado ser víctima en este sorteo. Dios sabebien lo que se hace.

-Y ni la hoja del árbol se mueve sin su santa voluntad -observó en tono solemne la beata,- y hasta de los pajaritos del aire cuida su Divina Providencia.

-Eso es lo que consuela, doña Mónica; digo, lo que debe de consolar a los que se ven cargados de penas y abandonados de todos... ¿Y qué otra cosa se le ocurre a usted?

-Pues hágase usted cuenta, doña Irene, de que nada más, si bien se mira; porque verá usted: yo salí de casa, o mejor dicho, de la última misa de las tres que he oído esta mañana, con la intención de traer a ustedes las papeletas, y con la de pedir al señor don Roque treinta y cuatro reales y cuartillo de lo que me hace la caridad de administrarme...

-Pues ya sabe usted que no está en casa -interrumpió afablemente Irene;- pero no la apure esa dificultad si le corre prisa esa pequeñez de dinero...

-Muchísimas gracias, señorita Irene, y el Señor la recompense la buena voluntad; pero no hay para qué se moleste, porque verá usted lo que ha pasado. Ya sabe usted lo caritativa que es conmigo doña Mercedes, la señora de don Anselmo Vila, lo mismo que él... y lo mismo que todos los de su casa; porque la verdad es que no sé a quién de ellos debo más caridades y agasajos. De aquí viene la mucha ley que los tengo, particularmente al señorito Pancho, que es hasta manirroto conmigo.

Irene, en quien ya so había notado algún desasosiego al oír citar a la familia aquella, cuando oyó este último nombre en labios de la beata, sintió, y era la verdad, que se le encendía un poquito el color de las mejillas, por obra de dos sacudidas anormales de su corazón. Tosió sin necesidad, llevándose al mismo tiempo su pañuelo a la boca, y enmendó dos veces su postura en la silla que ocupaba.

Doña Mónica, haciendo como que no lo notaba, o sin notarlo en realidad, continuó diciendo, tras una brevísima pausa:

-Pues cátese usted que, saliendo hace un rato de la última misa, me encuentro casi a tope y calle arriba, al paso que él usa siempre, con el señorito Pancho. «El Señor le acompañe,» le dije yo un poco recio para que me oyera. Oyome, conoció la voz, volvió la cara hacia mí, y corrí yo a saludarle, porque, tras de merecerse esta cortesía de por sí mismo, hacía ya bastante tiempo que no tenía el honor de hablar con él. Conque, señorita de mi alma, parose hecho unas dulzuras en cuanto le alcancé; y pregunta va y respuesta viene entre los dos, con un cariño y una parcialidad de su parte, que la Virgen de las Misericordias se lo galardone tanto como yo se lo agradecí. Pues, señor, que andan las palabras y llegan, en su punto, las de «adónde» y «para qué;» a lo que yo dije, porque no cometía en ello falta ni pecado, y era la pura verdad: «a casa del señor don Roque a pedirle un puñado de reales de los de mis propios peculios para salir de una dificultad, no muy grande por la misericordia de Dios...» Conque, señorita de mi alma, quién le dice a usted que lo mismo es oír esto el señorito Pancho, que preguntarme cuánta era la cantidad del apuro, declarárselo yo, llevarse él la mano al bolsillo del chaleco, y poner en las mías dos duros cabales. «Que sí, que no, que no los merezco, que eso y mucho más, que toma y que vira...» en fin, que no bastaron razones y que tuve que tomarlos... Pues, señor, que acerté a decirle que todavía con eso no me ahorraba el viaje, porque tenía que entregarla a usted las papeletas que la acabo de entregar; y vuelta a enredarnos en preguntas y respuestas: él sobre si vengo mucho o poco por aquí, y yo sobre lo que tengo que agradecerles a ustedes, y a usted, particularmente, señorita Irene; porque la verdad debe decirse, y es la verdad pura que la caridad de usted conmigo no tiene medida, como la misericordia de Dios nuestro Señor. ¡Válgame la Divina Providencia, cómo me clavaba los ojos por detrás de los espejuelos, igualmente que si me oyera por ellos y no por los oídos, en tanto que yo le hablaba de estas cosas! ¡Vea usted, señorita, lo que puede de por sí misma la cristiandad de un corazón, cuando con sólo hablar de ella, aunque sea por labios tan pecadores como los míos, se cautiva la atención de los hombres más metidos entre la pompa mundana! «Pues toma este pico más, siquiera por lo que tienes de agradecida,» me dijo por conclusión... Y, pásmese usted, señorita: me planta en la mano, que quieras que no, otros dos duros. Con esto y poco más se despidió de mí, encargándome mucho que no dejara de entregar las papeletas con la puntualidad a que estaba obligada por los beneficios que recibía de usted. De modo y manera, senorita, que, con la lotería que me ha caído esta mañana, ya no necesito del señor don Roque la cantidad que pensaba haberle pedido; ni que usted se tome el trabajo de dármela en nombre de él, voluntad que agradezco lo mismo y más que si el favor se me hubiera hecho.

Grande sería la atención con que Pancho Vila escuchó los panegíricos que la beata le hizo de Irene; pero quizás no tanto como la de ésta al oír el relato de doña Mónica. Lo de las prodigalidades del joven, a medida que la beata iba encareciéndole los sentimientos caritativos de ella, es decir, hablándola de Irene, la cautivaron de tal modo, que dejándose llevar de sus primeras impresiones y sin darse clara cuenta de lo que hacía, apenas hubo pronunciado la relatora la última palabra, se incorporó de repente y salió de la estancia, con los ojos radiantes y el ademán resuelto.

-Vuelvo al instante, -dijo a la beata al levantarse.

Y al instante volvió con un papelejo de color, en varios dobleces, entre manos.

-Los días -dijo al sentarse otra vez,- no amanecen del mismo color para todos: para unos son de fortuna, y para otros de pesadumbres. Hoy la ha tocado a usted ser afortunada. Dele gracias a Dios, y tome estos cinco duros para con los otros cuatro... La caridad es contagiosa, y yo además he caído en la cuenta de que hace ya mucho tiempo que no la socorro con nada.

Doña Mónica, con los ojos muy abiertos y clavados en los de Irene, desenlazó las manos que, según costumbre, tenía entrelazadas, y estiró los dedos, y hasta niveló las palmas; pero no separó las muñecas de la boca del estómago. Irene, adivinando su asombro, la puso el billete en la diestra, y hasta le dobló los dedos al ver que ella no lo hacía, y la dijo al mismo tiempo:

-No la pasme esta largueza, doña Mónica. Yo tengo mi poco de hucha para obras de caridad, y de vez en cuando me da el tema por pasarme de la tarifa ordinaria. Esta vez le ha tocado a usted aprovecharse del despilfarro. Será porque lo merece. Dele gracias a Dios, y pídale por los afligidos y por los desamparados de los hombres... Y vuélvase por aquí un día de éstos, porque tengo unas prendas de ropa y algún calzado que darla. Lo tenía reservado para usted; sólo que ya no me acordaba. ¿Me ha entendido?

Preguntaba esto Irene, porque doña Mónica no cesaba de mirarla en silencio, ni daba otras señales de vida que un parpadeo incesante y unas ondulaciones muy raras en los labios. De pronto se escurrió de la butaca, se puso de rodillas delante de Irene; y, rompiendo a llorar, la dijo:

-¿Qué hice yo, pecadora de mí, para merecer tantos favores? Déjeme, señorita de mi vida, que la bese esas manos bienhechoras; digo, no, los pies con que pisa la tierra que ha de pudrir estos huesos miserables... y eche Dios justiciero sobre mí, que nada valgo y que para nada sirvo, las penas que estén destinadas para afligir ese corazón de perlas...

Pero Irene, viendo a la beata resuelta a hacer lo que iba diciendo, forcejeó con ella hasta levantarla del suelo, por el cual empezaba a arrastrarse para besarla los pies.

-Éste es asunto concluido ya -la dijo al mismo tiempo,- y no hay para qué hablar de él, ni merece el pago que usted quiere darle. Serénese un poco; váyase ahora en paz y en gracia de Dios, porque yo tengo algunas cosas de urgencia que hacer en seguida, y vuélvase, como la dije, mañana o pasado, o cuando quiera; pero vuelva alguna vez que otra: ya sabe con qué gusto se la recibe aquí.

Tras esto y poco más, salió del gabinete la beata secándose las lágrimas con el pañuelo y lanzando suspiros muy hondos y temblones. Irene la acompañó hasta la puerta. Allí la despidió con unas palmaditas en la espalda y algunas frases cariñosas, y se volvió a su cuarto.

-¡Señor... Señor! -se dijo al verse otra vez sin testigos.- Yo estoy engañándote sin conciencia. Esto que he hecho con esa pobre mujer y cuanto la he prometido, no es caridad ni cosa que se le parezca: todo es obra de un arrebato egoísta; de un estallido de algo que llevo en el fondo de mi corazón, sin saber a punto fijo por qué ni para qué, ni lo que ocupa allí, ni lo que pesa, ni lo que vale... Soy mujer; estoy sola y a oscuras, cargada de pesadumbres, y atada de pies y manos... Esa cuitada me trae en unas palabras un rayo de luz que alumbra mi calabozo y alivia mis penas, y me infunde un poco de valor y de fortaleza. Es como la mensajera providencial de un alma, de la única alma que en el mundo parece condolerse de las tribulaciones de la mía... No sé a dónde voy, ni qué me propongo, ni qué plan me guía en lo que acabo de hacer; sólo sé que he visto como un hilo de comunicación entre el alma libre y la prisionera, y que no quiero romperle ni soltarle de mis manos... por lo que pueda acontecer. ¿Hago bien en ello? ¿Hago mal?... ¡Señor misericordioso! Tú, que lees en el fondo de los corazones; tú, que conoces y estimas sus flaquezas y la ceguedad de nuestros ojos, inspírame lo más honrado, y ten compasión de mí...

En este punto de su mental deprecación la sorprendió el ruido del landó flamante que se detenía a la puerta de su casa... Hasta el pensamiento se le cuajó de repente a la infeliz. ¿Qué esperanzas o qué males la traería reservados en el fondo aquella nueva caja de Pandora?




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- XI -

Confidencias


Irene, con el ceño sombrío, los ojos azorados; el color pálido, los labios entreabiertos, de pie en medio de la habitación, como una arrogante estatua en la cual el genio de la escultura helénica hubiera querido representar la curiosidad mezclada de recelos y temores, vio entrar a su hermana Petrilla abanicándose mucho la enardecida faz, radiante de malicias y algo desmadejada de cuerpo por el calor y el trajín de la mañana; dejarse caer en la butaquita que poco antes había ocupado ella; reclinar el gallardo busto contra el respaldo; estirarse; poner los piececillos, primorosamente calzados, uno sobre otro, y darse más aire, ¡muchísimo aire! con el abanico, que crepitaba en su linda mano como si estuviera haciéndose añicos. De pronto enderezó el tronco, plegó las rodillas, arrojó la sombrilla y el abanico sobre la silla inmediata, y se llevó ambas manos al sombrero para quitársele, exclamando al mismo tiempo:

-¡Hija, qué calor, qué trajines... y qué gentes esas! Pensé que no se acababa el encierro en toda la mañana... ¡Son tantos y tan especiales!...

-De manera -pensó Irene sin poderlo remediar,- que ni suspendieron la salida de Madrid, ni el tren ha descarrilado... -Y en voz alta dijo, acercándose a Petra, pero sin sentarse:- ¿Con que ya han llegado?

-Con toda felicidad -respondió Petra colocando el sombrero en la silla y recogiendo el abanico.- Ahí los tienes, enteros y verdaderos, para lo que gustes mandarles, con su vizconde y todo, que parece una panoja; y además nos ha salido zazo... habla con zopaz en la boca, y es goldinfón y dubiote... ¡Ay, qué tipo!... ¡Y te quejas tú del tuyo, ambiciosona!... Ni más ni menos...

-¡No me digas eso ni en broma, Petrilla! -exclamó entonces Irene apretando los puños y dando dos pataditas en el suelo.- Tras de que yo estaba poco desatinada y nerviosa, vente con chungas, ahora que he perdido la última esperanza...

-Pues ¿qué esperanza tenías, atreviduela de Satanás?

-La de que no hubieran venido... por cualquiera causa... ¿Qué sé yo? Una esperanza sin pies ni cabeza, como la de todos los desesperados... ¿Y papá y?...

-Ahora mismo los oigo en el recibidor: yo me adelanté a ellos en la escalera. Papá viene hecho un palomino; mamá yo no sé cómo viene: desde luego, muy disgustada. En seguida entrarán aquí. Si estás en tus trece, tente firme; pero sin exagerar, por respeto al pobre señor que está en la agonía con estas cosas, y sería el mejor padre del mundo si no fuera por el pícaro ramo de vanidad que le ciega algunas veces, como ahora. Bien lo sabes tú... Y chitón, que ya llegan para saber si te has muerto de pesadumbre... En cuanto nos dejen solas, te contaré lo poco que tengo que contarte para que estés al corriente de lo que tanto te interesa.

Llegaron, en efecto, don Roque y su mujer al cuarto en que estaban sus hijas, también fatigados y porosos: don Roque verdegueando, y doña Angustias como si tuviera escarlatina; los dos muy contrariados, aunque cada cual por distintas razones, y los dos queriendo aparentar que no había motivos para ello.

-¿Qué tal, hija mía? -preguntó a Irene su madre por entrar.- ¿Cómo has pasado la mañana? ¿A qué hora te levantaste? ¿Qué has almorzado?

A todas estas preguntas respondió Irene del mejor modo que supo, mientras su padre la devoraba con los ojos rebosando de cariño y de súplicas fervientes; al último, creyendo el buen hombre que estaba en la obligación de decirla algo también, y respirando, como siempre, por su herida, aventuró estas palabras, encareciéndolas mucho con el acento:

-Aquellos señores, tan atentos y cariñosos contigo, ¡que lo sienten tanto! y que ya tendrán el gusto de verte...

A Irene le hizo un efecto la fineza como si la hubieran punzado las carnes con alfileres.

Conociolo su madre, y respondió a su marido:

-Eso por entendido, hombre. ¡Pues podían no interesarse por una cosa así... o de aparentarlo siquiera!... Mujer -añadió dirigiéndose a Petra con intención notoria de torcer el rumbo de la conversación,- ¿al fin supiste a quién iban a esperar en la estación las chicas de Casquete, con quienes estuviste hablando?

-Pues a su hermano Sabas, que, por lo visto, ha perdido curso, y no ha habido modo de arrancarle de Madrid hasta ahora.

De este jaez fueron las pocas cosas que se trataron allí; hasta que, con la disculpa de que necesitaban cambiar de vestido para descansar, don Roque y su señora salieron del cuarto.

Solas otra vez en él las dos hermanas, dijo Irene a Petra, sentándose muy arrimadita a ella:

-Dime ahora todo cuanto tengas que decirme, sin callarte la menor cosa.

-Pues allá va -respondió Petrilla,- como lo quieres; y así y todo, verás qué poca importancia tiene, y que no pasa de lo que tú misma puedes haberte imaginado. En cuanto se paró el tren y nos vieron, ¡zas! la pregunta que era de esperarse. «Y ¿qué es de Irene?» Se les respondió que andabas algo malucha estos días, y se lo tragaron tan guapamente; Nino, el tuyo, en particular, que me echó una ojeada de carnero mortecino, como si quisiera decirme: «¿malucha, eh? cuéntamelo a mí, que tengo la culpa de ello.» No sabía el ángel de Dios que era la pura verdad... Hija, hablándote como lo siento, se va poniendo incapaz este chico... Desde que no le vemos, le ha crecido el pescuezo medio palmo, y le ha engordado la nuez una barbaridad, le encuentro mucho más amarillo y más calvo, y se me figura que se le menean los dientes de arriba cuando habla... Por lo demás, tan gomoso y tan descuajaringado como siempre. Como íbamos espalda con espalda, él en el pescante y yo al vidrio, se retorcía el espinazo muy a menudo para volverse hacia mí y hacerme preguntas muy picaronas sobre tu enfermedad... ¡Hija, qué simple! Más de dos veces estuve tentada a decirle: «no te untes.» A la punta de la lengua lo tuve, créemelo.

-¡Qué lástima que no lo dijeras, Petrilla! ¡Cuánto me hubiera abreviado eso el camino que yo tengo que andar!

-Yo creo que mamá lo conocía, porque ¡me echaba unos ojos de compasión desde el asiento de enfrente, y me daba cada rodillazo! Lo mismo que si quisiera decirme: «merecer, bien lo merecen él y toda su casta; pero aguántate por la buena hasta mejor ocasión.» A todo esto, también Amelia la preguntaba a ella, de vez en cuando, con ojos muy picarillos, por los motivos de tu enfermedad; y a la pobre mamá todo se le volvía zarandear el abanico, hacer como que se sonreía, responder medias palabras y cambiar de conversación. Nada, mujer, que vienen en la cuenta de que estás hecha un jarabe dulzón, y muriéndote de hambre de ser la nuera del prócer ese y la señora de su hijo.

-¡Primero descuartizada en pedacitos así! -dijo Irene, temblorosa de ira y señalando con la uña del pulgar media yema del índice de la misma mano.

-Es natural -asintió Petrilla cerrando los ojos y abanicándose con brío. En seguida cambió de postura, y añadió:- Pues bueno: el duque, que iba a mi izquierda, con cada diente como esta varilla, si fuera de corcho como es de sándalo, también se permitía sus indirectas sobre tu indisposición. ¿Habrase visto pasmarote igual? Lo dicho, mujer: que se les figura que nos traen el premio gordo. ¡Ah! por si se me olvida: resulta que el vizconde de María... ¡Ay, qué chica esa! Ya la verás cómo viene: lo mismo que una lombriz.

-Y ¿qué es lo que resulta del vizconde? -preguntó Irene, temiendo que se le fuera la especie apuntada a su hermana, cuyos vapuleos a la ilustre familia la entretenían mucho.

-Pues resulta -continuó Petra,- que se llama Puncio, y que, por elegancia, le llaman Ponchito, y que nos ha salido tonto; que además es rojo colorado, y gordinflón; vamos, lo que te dije antes, lo mismo que una panoja con pelos, y a más a más, ceceoso... En fin, una pura lástima... Y para ella sobra, hija, sobra de verdad; porque tiene un ver, hoy por hoy... Pues escucha: papá con la duquesa vieja... ¡Ay, cómo está esta señora! Aquello, Irene, no es ya mujer: es una droguería. ¡Y qué pingos por todas partes, y qué dengues de niña interesante! Te digo que te pierdes una suegra que no te la mereces, vamos.

-¡Petrilla, no me irrites más de lo que estoy!

-Corriente. Pues digo que papá, con la duquesa vieja, María y su Poncio correspondiente, rompieron la marcha en el landó nuestro; y, casi a la zaga de ellos, salimos los pobres en el coche de don Lucio, ¡con cada lamparón, y cada pingajo, y con un apestor a bodega húmeda!... ¿Pues, y el cochero? ¡Qué cabeza con bardales! ¡qué sombrero, espelurciado y con apabullos! La levita se le caía a pedazos, y los cuellos, de estopilla, tenían rebarba con mugre, y creo yo que hasta miseria. Vamos, un tren incapaz. ¿Para qué querrán los dineros esas gentes, mujer? En la estación, nadie, lo que se llama nadie, a recibirlos, más que nosotros: «ni siquiera Sancho Vargas,» como decía papá, que quiere poner en los altares a ese santo simple... En las calles, poca gente que nos admirara... Los únicos conocidos, Casallena y Juanito Romero, primeramente. ¡Verdad que hacía un calor en aquellas avenidas! Y ¿sabes que ya no me pone Casallena aquellos ojos tan tiernos que antes me ponía, ni me alude en sus Jueves de caramelo? Nada, que por más que los exprimo y los estrujo, no saco una pizca de substancia para mí. Y lo siento, porque, como escribir, escribe de lo mejor. En los balcones, las de Sotillo, a la ida y a la vuelta. ¡Qué saludarnos, hija, con manos y con pañuelos, y qué amontonarse una sobre otra, y moverse hechas un ovillo de acá para allá! ¡Lo que ellas habrán despotricado sobre todos y cada uno de nosotros! Pero, en cambio, en el mirador del Casino... pintiparado y en acecho, con su ropita sin manchas, su bastoncito de ballena, su carita de porcelana y su aire de señor jurisconsulto, el impertérrito Pepe Gómez... a este mozo, en buena justicia, debiera darle yo la cruz de la perseverancia. Parece que está diciéndome, siempre que me ve, y hasta cuando me habla: «nada, usted no se apure por mí: échese cuantos novios quiera; diviértase a sus anchas con ellos, que aquí la aguardo yo siempre para cuando usted no tenga cosa más de su conveniencia que elegir.» Pues mira, Irene, bromas aparte: si a ese chico, que habla y se explicotea bien, te lo aseguro, y que está muy lejos de ser tonto, le pudiera quitar yo ese barniz de huevo hilado que tiene, puede que... en fin, ya hablaremos de esto en otra ocasión... ¿Te ríes? Pues haces mal, porque tengo acá mis ideas... Ahora, para hablar de todo un poco, te añadiré que debajo del mismo mirador, en el vano de la puerta principal, con los lentes echando chispas hacia nosotras cuando pasábamos para doblar la esquina, estaba el otro, él... ¡Hola! Ya me pescaste la idea.

-¿Por qué lo dices? -preguntola Irene.

-Por lo encarnada que te has puesto -respondió Petrilla, dando a su hermana dos golpecitos en la mejilla con el abanico cerrado.- Y, en verdad, que no hay para qué. Avergüéncense las gentes por las cosas malas; pero ¿por eso? Pues a lo que iba: era él, que quería cerciorarse de que tú te habías quedado en casa; a lo menos eso leí en el modo que tuvo de saludarme y de saludar a mamá.

-Y mamá -preguntó Irene con mal disimulada avidez,- ¿le contestó?

-¡Vaya! -respondió Petrilla encareciendo mucho las palabras,- ¡y con poca zalamería, que digamos! Pues, mira, me alegré de ello. Y ¿por qué le había de contestar de otra manera? Ella no sabe jota de lo que pasa: punto menos que yo, que casi he tenido que adivinarlo. Y aunque lo supiera, ¿qué? ¿Viene de casta de judíos? ¿No es bien decente? ¿no es bien juicioso? ¿no es despierto y de gustos bien delicados y superiores? Cierto que no estamos en las mejores relaciones con su familia, y que no nos visitamos; pero ¿conoces tú dos pudientes en el pueblo que se puedan ver? ¿No están y estamos todos aquí como el perro y el gato? Y ¿por qué? Vamos a ver, ¿por qué? Porque cada uno cree que el faldón de su camisa tiene cuatro dedos más de tela que el faldón de la camisa del otro, o porque yo soy de los Cumbreras de este barrio, y tú de los Altamiras del de más allá... ¡Hija, qué rabia! Y a todo esto, si nos van a pasar el rasero a unos y a otros, talega más o menos, allá salimos... Pero ¡benditas sean las horas del Señor! ¡lo que a mí se me ocurre cuando hablo con formalidad en asuntos de importancia! Pues quería yo decirte que, hoy por hoy, y sin ciertos inconvenientes que ya se orillarán, no había motivo de escándalo en que dijeras tú a la hora menos pensada: «con él va a ser y tres más.» Y lo sería, Irene, lo sería, no lo dudes. La fuerza de voluntad hace milagros... ¡Toma! como si yo saliera diciendo mañana u otro día: «se me antoja Pepe Gómez...» ¿Te ríes? Pues que dé en arrugar un poco más los pantalones y en quitarse los chanclos en invierno... en fin, que suelte de una vez ese aire que tiene de muñeco de vidriera, y verás si te hablo en chanza... Te repito que tengo acá mis ideas en remojo.

Aquí se replegó la hechicera parletana sobre sí misma; volviose hacia Irene, y, abriendo y cerrando el abanico, cogiéndole por los extremos más anchos de las varillas principales, la preguntó muy seria:

-Con franqueza, ¿quieres que hablemos de eso un ratito?

-¿De lo de Pepe Gómez? -la dijo Irene, que estaba como embelesada con el arrullo de aquel torbellino de ingenuidades picarescas.

-¡Qué Pepe Gómez ni qué cochifritos! -repuso Petrilla, volviendo, casi de un salto, a su postura anterior.- Del otro, del de la puerta del Casino, de él, del tuyo, mujer, y de lo que tiene que ver contigo.

-Pues hablemos, -respondió Irene después de dudar un poco, algo nerviosa, ligeramente pálida y brillándole en los ojos negros, medio escondidos en la espesura de sus pestañas, los hondos sentimientos de que nacía su bien formada resolución.

-Eso me gusta -repuso Petrilla.- Pero no has de andarme con remilgos, como acostumbras, ¿entiendes? De lo que hablemos no ha de salir cosa mayor que te saque del apuro en que te ves, ni que me enseñe mucho más de lo que me sé yo; pero siquiera refrescarás el paladar, y, en fin, hablando se entiende la gente. Con que échate a temblar, porque ya empiezo: siempre me has dicho que se reducía todo ello a poco más de una aprensión mía; y a mí me constaba que esos dichos, arrancados a la fuerza de tu boca, eran un puro embuste.

-Te repito que no lo eran, bien examinadas las cosas.

-A ver si te callas y me dejas hablar a mí sola hasta que yo te pregunte. Yo sé cómo fue naciendo eso: de la manera más simple, como nace todo lo de su casta; yo conocí cuándo se iba poniendo en punto de caramelo, porque, desde que caí en la malicia, no os quitaba ojo en cuanto os poníais a hablar juntos, las pocas veces que se han dado estos casos a mi presencia... y creo que no se han dado otros. ¿Me engaño, Irene?

-No te engañas.

-Corriente. Que tengo alguna experiencia en esos negocios, no me lo negarás... ¿Me lo niegas?

-No te lo niego.

-Adelante. Con esta experiencia y la curiosidad que me roía, observaba yo gesto por gesto, ademán por ademán, el modo de buscarte y de hablar contigo él, y la manera de dejarte tú encontrar y de responder después a todo lo que te decía; la cara y el aire con que se apartaba de ti; el aire y la cara con que te apartabas tú de él, y el tiempo que te duraban después esas señales... ¡Ay, hija mía de mi alma! sabrían mucho esos pajaritos parleteros, que son la pesadilla de los niños enredadores; pero donde se presente un ojo como el mío, que se metan el pico debajo del ala. Mira, mujer: tan claro veo yo en esos enredijos, que hasta juraría que oigo las conversaciones, a fuerza de saber mirar. Créeme, Irene: también se oye con los ojos. Pues bueno: sabiendo yo lo que pasaba, te hacía alguna pregunta que otra; y tú, inocentona de Dios, sin contar con que te estabas poniendo colorada, siempre me respondías haciéndote la ignorante y llamándome visionaria y maliciosa. ¡Qué falta de franqueza! Y yo podía haberte dejado tamañita, lo que se llama acoquinada, cantándote la pura verdad; diciéndote, es un suponer: «no estás lo que se llama enamorada de ese galán que te ha salido; pero él, por haber salido a tiempo, por sus buenas prendas de carácter, por saber decir las cosas y por cien razones más que estiman las mujeres formales y de buen gusto, como tú, te ha hecho sentir allá dentro lo que no has sentido nunca; le oyes con deleite, te apartas de él con cierta pena y te dejas llevar de muy buena gana por ese caminito que parece haberte puesto delante de los ojos el ángel de tu guarda.» ¿Eh? ¿Qué tal? ¿Con qué vergüenza me hubieras negado estas cosas si yo te las hubiera cantado al oído? ¿Eran o no eran ciertas?... Quiero y mando que me respondas.

-Ciertísimas, -exclamó Irene, «la terrible» Irene, con la sumisión y la obediencia conque hubiera respondido en el confesonario al Padre Domínguez.

-¡Hola! -exclamó entonces Petrilla, fingiendo mirar a su hermana con altivo enojo.- ¿Conque yo no me equivocaba en mis supuestos? Y ¿por qué se me negaban cuando no hacía más que apuntarlos? Quiero que también se me responda a este particular.

-Los negaba -respondió Irene,- porque temía que no pasaran las cosas de allí...

-¡Con que temías que no pasaran las cosas de allí! Pues señal de que te sabían a mieles, golosaza... En fin, no quiero abusar de mis ventajas en la situación en que te ves; pero dime: ¿han pasado a más desde entonces?

-Están lo mismo que estaban.

-También a mí me lo parecía; porque, por más que he observado... De manera, hija de mi alma, que estás en ayunas de eso desde que te partió la bomba de lo otro.

-Justas y cabales.

-Pues mira: una vez llegué yo a sospechar si las de Sotillo hacían aquí algún papel más que el de amigas.

-Quisieran hacerle; pero yo no me he atrevido a que le hagan, ni debo atreverme; porque, sin contar con lo que esas cosas se me resisten, ponerlo en sus bocas sería como anunciarlo en la esquina de la plaza. Ellas, como habrás notado, deben estar enteradas de lo que me está sucediendo ahora, y no sé por dónde.

-Pues yo lo presumo y hasta lo doy por cierto: lo saben por la Cándida, esa galusa que es uña y carne de nuestra doncella, de Rita, que las pesca en el aire... Sigue ahora.

-Todo es posible, por más cuidado que una tenga. Él es amigo de las de Sotillo, y ellas son amigas nuestras; él debe de visitarlas ahora más a menudo que antes, y ellas lo achacarán a deseo de saber algo de mí, y quizás le regalen el oído dejándose caer con noticias semejantes a las que a mí me traen, unas verídicas y otras supuestas, para darse por bien entradas y prestarnos un servicio que no les ha pedido nadie... Es extraño que no lo hayas notado tú.

-¡Vaya si lo he notado, y hasta me he aprovechado de ello en tu beneficio más de dos veces!

-Son así; y, por esta vez, páguelas Dios el fisgoneo.

-Te ha sentado bien, ¿eh?

-Mujer, siquiera me ha dado el consuelo de saber que hay alguien que, aunque de lejos, se interesa en mis desdichas.

-Gracias, en nombre de los que andamos más cerca.

-No tiene nada que ver lo uno con lo otro, Petrilla.

-Adelante: hasta ahora sabes que él va a menudo a casa de las de Sotillo; que husmea desde allí, con la prudencia que él usa, las noticias que necesita, y que ellas están dispuestas a prestarse, entre vosotros, a desempeñar un papel de más importancia que el de amigas de los dos. ¿Por qué no redondeas el asunto, como dice papá de los negocios, cogiéndolas por el buen deseo?

-¡Quién me lo mandara, Petrilla, con lo charlatanas que son! Ya te lo dije antes. ¡Ah! si el diablo me tentara a dar un paso de esa clase, medio harto más fácil y seguro se me ha presentado aquí esta mañana.

-¡Hola, hola! -exclamó Petrilla al oír esto, arrimándose mucho a Irene y queriendo sacarla las palabras con los parleros ojos.- A ver eso, a ver eso, que ya se sale de cuanto yo podía sospechar en ti, corderita de Dios.

Irene la refirió entonces, en abreviatura, todo cuanto la había ocurrido desde que se levantó, y la visita de la beata con todos sus pormenores.

-Yo no sé -dijo en conclusión,- si tendré alientos alguna vez para echar mano de este recurso, o si la necesidad llegará a obligarme a hacer uso de él; pero, por de pronto, me alegro mucho de tenerle a mano, y hasta se me figura... no te rías de mí, Petrilla, que me le manda Dios, compadecido de la soledad en que me veo. Y si no, ¿por qué me produjo aquel efecto tan grande y tan consolador la simple noticia de las larguezas de él con doña Mónica, según ésta iba hablándole de mí? ¡Ay, Petrilla! puede que esté yo pensando y diciendo disparates; pero, por desgracia mía, no me faltan disculpas para ello. De todas maneras, yo no haré nada sin consultarlo contigo.

-Gracias por la confianza -dijo Petrilla con mucha seriedad; y después de meditar un ratito, sin dejar de abanicarse ni de mirar a su hermana, añadió:- ¡Y con toda esa dosis de amor en el cuerpo, cuando un día te pregunté, aquí mismo, si en el aborrecimiento que sientes por el otro, el que te dan, entraba por algo la buena ley que tienes por él, por el que tú deseas, me respondiste que no, y hasta casi me negaste esa ley! ¿Esto es conciencia, Irene?

-Y te respondería hoy lo mismo, por lo que toca a las repugnancias. Con él y sin él, las sentiría de igual modo que las siento. Por lo que hace a lo demás, ya te he contestado antes; y si ahora me ves un poco más decidida y algún tanto entusiasmada, consiste en que, según van aumentando las estrechuras en que me ponen, más seguro y tentador voy viendo el único asidero que conozco para salvarme... Pero ¡santo Dios misericordioso! ¿a qué perdemos el tiempo así? ¿Por qué echamos estas cuentas tan galanas? ¿Qué más da que él me siga de lejos o de cerca, y que eso me complazca o me moleste? Si éstos son castillos en el aire y montoncitos de arena. ¡Si lo que es de una certeza terrible y desesperante es lo otro, lo que acaba de llegar y está llamando ya a las puertas de esta casa!

-Pues que llame y que entre -dijo Petrilla con valerosa resolución.- En tus manos está que eso no prospere ni se salga con la suya; y no prosperará como te empeñes en ello. Y si ni te empeñas tú, porque mienta otra vez más esa fachada que tienes, me empeñaré yo, y saldrá la escoba, y se barrerá de esta casa toda la basura que deba barrerse; y si duele, que duela; y si hay escándalo, que le haya, y que le pague quien le deba... Te digo, Irene, que todavía no me has visto a mí seria, lo que se llama seria de verdad, ni una vez tan sólo... Ahora escucha la que te falta saber del relato interrumpido.

Irene, entre conmovida y risueña, tomó la rubia cabeza de su hermana entre sus manos, y la dio un sonoro beso en la frente.

-¿Dónde lo habíamos dejado? -preguntó Petrilla, después de pagar con otro beso la caricia de su hermana.

-A la puerta misma del Casino, -respondió Irene.

-A él, sí -replicó Petrilla sonriendo con los ojos llenos de malicia;- pero nosotros, ¿por dónde íbamos ya?

-Doblando la esquina y contestando mamá al saludo que la había hecho...

-¡Picarilla! no pierdes ripio... Pues verás: hasta la playa, no ocurrió cosa que te importe; porque supongo que te tendrá sin cuidado la cuenta que les fui dando de las familias forasteras que ocupan los hoteles que íbamos dejando atrás; y lo que ellos me decían sobre el color de la mar y las barcas pescadoras; lo poco que allí se había hecho desde su venida anterior, y lo mucho que faltaba por hacer... vamos, lo de costumbre en todos esos señores que nos honran todos los veranos con su presencia entre nosotros, como dicen los periodistas que los inciensan a cada paso que dan. Después que llegamos, hubo lo que puedes presumir entre ellos y nosotros: «Que suban un ratito para gozar un poco más de su grata compañía. -Que ya habrá tiempo para todo, y lo que ahora importa es que ustedes reposen de las fatigas del viaje. -Que ustedes no estorban nunca, porque son como de casa. -Que eso es una gran honra para nosotros. -Que todo eso y otro tanto se lo merecen ustedes, además de que ya entre nosotros no debe de haber cumplidos.» (Esto lo dijo el duque enseñando todo el pedregal de la boca, bien coreado por toda la familia.) «A Irene, que no sea cosa de cuidado y que ya iremos a verla en cuanto sacudamos el polvo del camino. -Que tantísimas gracias...» Y era de ver, hija de mi alma, lo que sucedía a papá cada vez que salía tu nombre a relucir. Decía hasta inconveniencias, por empeñarse en cambiar de asunto, y no sabía dónde meterse: daba codazos a todos, y nos pisaba los pies. A mamá tampoco le gustaba la sonata; pero tenía más serenidad y más recursos para ladear el tema. Esta algarabía duró, en el recibidor del hotel, cerca de media hora; y en todo ese tiempo no se apartó Nino de mí, ni dejó de decirme cosas bonitas para que yo te las dijera a ti de su parte, mientras él tenía el regalado gusto de venir a verte esta tarde misma. A esto le respondí muy templada que no pensara en ello, pues te pondría en la negra precisión de no recibirle, porque estabas en la cama... En fin, Irene, yo no sé cómo todos y cada uno de ellos no han conocido la verdad de lo que pasa, y que están aquí de más y apestándonos... ¡Ay, qué gentes!

-Pero, al fin, ¿en qué quedasteis? -la preguntó Irene llena de angustias mortales. ¿Viene o no viene esta tarde?

-A punto fijo no lo sé -respondió Petrilla.- Tú, por si acaso, vive prevenida; hazte más enferma de lo que estás, y, si es preciso, métete en la cama... Por supuesto, te hago estas recomendaciones, poniéndome en tu lugar; porque si de mí se tratara, esta misma tarde, lejos de esconderme de él, le daba el primer escobazo. ¡Ah, sí! ¡lo mismo que Dios está en los cielos!

Tampoco Irene hubiera hecho ascos a la escoba de su hermana, si no se tratara más que de satisfacer sus deseos; pero veía siempre delante de la barredura el compromiso y la obcecación de su padre, y esto la ataba las manos. La escoba llegaría a esgrimirse, ¡vaya si se esgrimiría! pero con su cuenta y razón y de manera que no se lastimara con los escobazos más que lo que merecía ser lastimado.

Sobre estos delicados particulares hablaron otro ratito las dos hermanas. En conclusión, dijo Petrilla:

-De vuelta a casa, mamá venía triste, y papá como azorado. Lo que más le espanta es la idea de la venida del prócer. Por palabras que le pesqué, de las pocas y mal hilvanadas que dirigía a mamá, con la gente que ya está aquí quizás pudiera entendérselas en un caso apurado; pero con él, con el prócer, ni hay que soñar en que se atreva, ni concibe que tú no llegues a caer de tu burro, por la cuenta que te tiene y la honra que te va en ello, como a cada uno de nosotros... ¡Que es un infeliz, Irene, lo que se llama un infeliz... de lo más desatinado!... ¡Ah! una advertencia, por si acaso no has caído en ello: Nino, vicioso y antipático y una calamidad para marido, está muy lejos de ser tonto. Tenlo presente cuando hables con él; que de esta buena coyuntura, una mujer de tus luces y de tu prudencia puede sacar mucho partido.

Estando aquí la conversación, volvió a entrar en el cuarto doña Angustias, vestida de fresco, y se sentó al lado de sus hijas «en dulce amor y compaña.»




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- XII -

De Brujuleo


Después de convenir Casallena y Juanito Romero en que a las de Sotillo, tan buenas en el fondo, tan honradas y cariñosas, les faltaba en la máquina del meollo lo menos, menos, la rueda catalina, torcieron por la primera bocacalle en busca de la gran arteria de la ciudad, que, por céntrica, larga, sombría y angosta, y correr por ella las bienhechoras brisas del salino nordeste estacional, estaba a aquellas horas cuajada de transeúntes, lo mismo de los afanosos que de los desocupados; porque daba para todos los gustos, y dándolo continuará probablemente, en las eternas y calurosas mañanas estivales.

Casallena había terminado ya su visita médica; eran poco más de las once, y nada tenía que hacer hasta las doce, hora en la cual se iba a la playa por el ferrocarril a tomar el baño de ola, que le desconcertaba los nervios, aunque él, médico y todo, creía lo contrario. Su amigo se bañaba también a la misma hora y en el propio sitio, con fines diametralmente opuestos; es decir, para combatir su tendencia a engordar, y con ello ir haciéndose más nervioso de lo que era. Lo probable es que, sin percatarse de ello, los dos se bañaran en la playa a aquellas horas por ser las de moda; la del remojo de la fine fleur de las damas y galanes indígenas y forasteros. El mundo menos crema, o que, siendo crema en rigor, se pagaba poco de los estatutos y ordenanzas de la clase, aprovechaba la ocasión y los sitios más de su gusto, como los seres comunes y hasta el vulgo de solemnidad.

De estas castas eran, es decir, de la crema despreocupada, del vulgo pudiente, de las humildes linfáticas y de la gente menuda, la mayor parte de las mujeres que volvían entonces, bien de la playa, bien de las ensenadas del puerto; unas de aparejo corto, con un gran lío de ropa entre brazos, y otras con los trapitos y accesorios chic, del ritual de la correspondiente jerarquía; pero todas con el cabello lacio, la cara macilenta y las faldas escurridas.

Algunas de las que se cruzaban con ellas eran ya de las de la crema, que iban, ataviadas en regla, en el orden debido y con el acostumbrado cortejo de gomosos, en perfecto atalaje de bañistas distinguidos... de la sección del mediodía; vamos, de lo más crema. Con muchas y con muchos de éstos y de los que volvían, se saludaron Casallena y su amigo, y con algunas se detuvieron, pero solamente unos instantes: cuatro palabritas sobre las cosas corrientes, las peripecias del baño o la frialdad del agua; y adelante, que la calle era larga y había que recorrerla toda, porque estaba apetecible de verdad, por concurrida y fresca.

Andando acera arriba, los detuvo Sancho Vargas, que bajaba con el sombrero en la mano y vestido de dril, contoneándose grave y mirando ceñudo.

-Hombre -les dijo, pero ladeándose más hacia Casallena que hacia Juanito Romero,- no soy de los que buscan las ocasiones con gran empeño; pero tampoco las desprecio cuando se me vienen a la mano.

Como los dos amigos ascendentes estaban bien avezados a las genialidades pomposas del descendente, no dieron la menor importancia a sus palabras ni a su finchada actitud. Preguntáronle, para salir del paso, por qué los decía aquello, y él respondió, ahuecándose más y acentuando en las losas de la acera, con el cuento de su bastón, las palabras más salientes:

-Lo digo porque, al hallarme con ustedes aquí, recuerdo ciertos particulares, a modo de deuda pendiente... Por supuesto, que yo no doy estima alguna a esas cosas tan pequeñas, comparadas con la magnitud de los asuntos que a mí me preocupan de día y de noche; pero soy franco y desengañado como todo el que no tiene una sola falta de qué arrepentirse, y no quiero ocultar nada de lo que siento cuando llega la ocasión de manifestarlo.

-Tampoco por estas señas cayeron los dos amigos en lo que quería decirles el orondo Sancho Vargas; pero entraron ya en curiosidad de saber de qué se trataba, y le rogaron que se explicara de una vez.

-Sí que me explicaré -respondió el otro sin dejar de golpear la acera con el bastón, no por enfado, sino por costumbre,- aunque pensaba yo que lo dicho bastaría para que me hubieran entendido.

-Palabra de honor que no, señor don Sancho.

-Así será, sin que ustedes me lo juren... Pues nada, caballeros: todo se reduce a que yo les debía a ustedes las gracias por un favor, y que no he tenido ocasión de dárselas hasta ahora.

-¿Por un favor? -le preguntaron con extrañeza.

-¡Vaya! Ya lo creo.

-Pues no caigo, -dijo Casallena mirando a Juanito Romero.

-Ni yo tampoco, -afirmó éste mirando a Casallena.

-¡Qué poca memoria! -exclamó entonces Sancho Vargas mirando a los dos con una sonrisilla de lo más despreciativo, y tres golpes secos en la acera con el bastón.- ¿No se acuerdan ustedes de la acogida que dispensó El Océano a mis dos proyectos presentados a La Alianza en su última reunión?

-Hombre -exclamó entonces Juanito Romero con la mayor sinceridad, porque ni conocía los proyectos ni se acordaba de los comentarios del periódico.- Eso no vale la pena.

-Eso se hace todos los días por cualquiera -añadió Casallena,- cuanto más por un hombre como usted, mi señor don Sancho.

-¡Hola! -dijo hispiéndose mucho y golpeando mucho más el hombre de los proyectos.- Con que, en opinión de ustedes, ¿El Océano me ha dispensado un verdadero favor en escribir lo que escribió de aquella reunión inolvidable? ¿que ni mis grandiosos proyectos ni yo merecemos más que aquello?

-¿De manera -objetó Casallena después de mirar a su amigo Romero arqueando mucho las cejas,- que usted, en lo del favor, nos hablaba con segunda?

-Por lo visto, -confirmó Romero, mordiéndose los labios.

-No pensé yo -repuso Sancho Vargas volviendo a castigar a los dos mozos con otra sonrisa desdeñosa, tres contoneos y medio redoble,- que a unas personas tan ilustradas y tan sabias como ustedes fuera necesario ponerles los puntos sobre las íes para entender a un mal... zapatero como yo.

-¿Zapatero? ¡Qué modestia, señor de Vargas!

-¡Oh! no es modestia, señores míos, porque tengo la conciencia de mi valer; y aunque humilde, no tanto, no tanto... Aludía a ciertos dichos graciosos de ciertas gentes muy sabias; pero, supuesto que, por las trazas, tampoco están al corriente de este otro particular, volvamos la hoja... ¡Pobres chicos, que lo ignoran todo!

-Tantísimas gracias.

-¡Oh! va sin segunda, créanme ustedes.

-Es igual, señor don Sancho, es igual enteramente; porque eso y mucho más merecemos, máxime de personas tan respetables y bondadosas como usted... Pero no le extrañe, mirando las cosas con un poco de indulgencia. Para nosotros, es griego todo lo que ocurre y se escribe en la sección grave del periódico.

-Pues ¿qué demonios hacen ustedes en él entonces? ¿Qué es lo que les interesa allí?

-Pásmese usted, mi señor don Sancho, pásmese usted: la parte literaria nada más. Podemos jurarlo.

-¡La parte literaria!... Es decir, ¿eso que se llama por ahí literatura?

-Sobre poco más o menos, eso mismo.

-¡Psch! ¡Literatura!... Hombre, ¿me quieren ustedes decir para qué sirve la literatura?

-Para nada, señor de Vargas; para maldita de Dios la cosa, si no es para malgastar el tiempo y calentarse la cabeza inútilmente. Créanos usted.

-Es que esta pregunta me la he hecho a mí mismo muchas veces, muchas, ¡muchísimas! al ver ciertas cosas que pasan en el mundo; y para decir toda la verdad, escrita la tengo con buen porción de consideraciones para dirigírsela al público en el momento crítico. Ya lo hubiera hecho, cierto es también; pero no me gusta mover ruido cuando hay asuntos de verdadera importancia que exigen de uno toda la abnegación que se necesita para que sean tratados en el mayor sosiego y tranquilidad. Pero se hará el ruido, no lo duden ustedes, más tarde o más temprano; porque yo tengo que hacerle, y se ventilará ese punto con toda la seriedad y todo el acierto... con toda la frescura que yo gasto, aunque me esté mal el decirlo, en semejantes ocasiones. Y me importará tres pitos que se ma subleven los botarates de la pluma. ¡A buena parte vendrán a hacer leña! Entonces se oirá lo que no se ha oído en España todavía... Entonces se verá palpablemente que lo que importa, que lo único que importa a los pueblos, tal como están hoy por hoy constituidos; que lo único sobre que debe escribirse, y gestionarse, y estudiarse, es el fomento y desarrollo de los intereses materiales. Éste es el pan, ésta la riqueza de los pueblos verdaderamente ilustrados; de los pueblos donde se respeta a los hombres de iniciativa y prestigio; a los hombres serios y afanosos por el bien de sus semejantes; donde no haya murmuradores ni envidiosos que entorpezcan la marcha desembarazada de los grandes pensamientos que conciben otros que están a cien leguas, a incalculable altura de ellos... Para todo esto, tan útil y beneficioso, estorban los copleros, como los zánganos en las colmenas. Dígolo sin ánimo de molestar a nadie, porque yo soy muy leal, y muy honrado, y muy modesto; pero, como ustedes saben muy bien, debo a mi pueblo adoptivo, a este infortunado pueblo que casi me vio nacer, la verdad de lo que siento... Y como así lo siento, así lo digo... Adiós, señores.

Y se marchó calle abajo, mirando muy alto, golpeando la acera con el bastón, pisando firme y revolviendo el aire con el sombrero que llevaba en la mano izquierda.

Ni una palabra se dijeron los dos mozos por comentario a los dichos de Sancho Vargas: tan de acuerdo estaban en estimarle en lo que realmente valía, y tan vieja era ya entre ellos esta conformidad.

Andando más, se cruzó con ellos una jovenzuela de aire desenvuelto, talle gracioso, cara bonita y muy artificiosamente peinada. Miró mucho a Casallena y saludó a Juanito Romero.

-¿La conoces? -Preguntó éste a su amigo.

-¿A quién? -preguntó a su vez Casallena.

-A la que acaba de pasar.

-No me he fijado en ella.

-Pues fíjate ahora.

Volviose Casallena; y tan a tiempo, que en aquel mismo instante volvía también la cara la joven.

-No, la conozco, -dijo Casallena a su amigo, después de mirarla el brevísimo rato que se dejó mirar ella, un poco ruborizada.

-Pues es la Nisia.

-Y ¿quién es la Nisia?

-La costurera de las de Brezales, y de las de Sotillo, y de mi casa.

-Corriente; y a mí ¿qué me importa? ¿por qué me lo cuentas?

-Porque ayer me paró en la calle para decirme que se entusiasma con tus versos; que la hacen «muchísima elusión.» Así mismo lo dijo. Se sabe de memoria los más de ellos, y no los desentraña mal; pero ¡cómo los recita, hijo! Porque me recitó muchos. Nada, hombre, que es chica de gusto, y además guapa de por sí.

-Bien; ¿y qué?

-Que como me lo cantaron te lo cuento, para tu inteligencia y satisfacción.

-Gracias por el regalo.

-¿Sabes que era cosa de echársela a Sancho Vargas?

-¿Para que la haga unas coplas sobre los entarugados?

-No, hombre: para que le convierta a la buena causa... y al sentido común.

-Dudo que lo consigas; pero, en fin, haz lo que quieras y échasela si te parece.

Se cruzaban entonces con tres sujetos «de cierto empaque.» Uno grueso y bastante alto; otro menos grueso y algo más bajo, y otro más alto y más delgado que los dos: los tres con calzado amarillo, de suela gorda y ancha, y traje de mañana, de buen género, pero mal llevado, aunque no tan mal como el hongo, raro de forma además. Ninguno de los tres era joven, ni tampoco guapo; y, sin embargo, eran tres personajes de los varios muy sonados que veraneaban en la playa. Esto de, «sin embargo» se les ocurría a muchos de los transeúntes que los conocían de vista, y cada vez se maravillaban más de que no tuvieran la vitola al tenor de la fama. Gentes sencillotas de la masa contribuyente, que ha de morirse creyendo que sólo los simples mortales usamos ropas menores y padecemos dolores de muelas.

Un poco más allá, tocó Juanito Romero con el codo a Casallena, y le dijo:

-¡Ellas!

Las cuales eran tres también; como los personajes del hongo feo y mal puesto, y las tres indígenas y a la española. Andaban «de tiendas,» y venían de misa, si no mentía la señal de los libros que llevaban entre manos. Una de ellas, la madre, alta y gallarda todavía, era la ruina incipiente de una arrogante hermosura. Las hijas, un tanto aguileña la una y algo arremangadita de nariz la otra, no eran lo que a su edad había sido su madre; pero cosa buena, sin embargo, y astillas ambas dignísimas de un palo tan superior. Casallena frecuentaba mucho su trato amenísimo, y había empleado los mejores tonos de su lira para cantar, en metáforas transparentes, a las dos beldades aquellas, que, en honor de la verdad, lo merecían.

Saludáronse los cinco, y echaron un párrafo de lo más amistoso y familiar; y al separarse de ellas los dos camaradas, Juanito Romero, por más que había observado con el rabillo del ojo durante la conversación, no poseía un nuevo indicio para afirmarse más en su envejecida creencia de que por allí iban las inclinaciones amorosas de su amigo, si es que tenía inclinaciones de esta especie; cosa que también era de dudar en un mozo tan reservado como él en esos delicados particulares.

Ocho personajes de tierra adentro y de aparejo redondo, detenidos delante de una vidriera en que se exponían «pelegrinas de caracolillos» y «pastoras de cascaritas.» ¡Qué comezones y espasmos entre los chicos y los grandes! Se alampan por estas maravillas de la mar los honradotes escrofulosos de Becerrit.

Señoritas de pueblo que daban el último vistazo a la calle y a sus tiendas. de lujo. Chulos de pega, y alguno de verdad, que aún no había sido devuelto por la Guardia civil al punto de su procedencia, por no haber hecho la última, que haría de un momento a otro. Fámulas rollizas a buen andar, y negociantes a escape; estudiantes pelechando, y carteros sudando el quilo. Las de Éste y las de Aquél, indígenas también y también muy guapas, por supuesto, y también con libros de misa entre manos, y también conocidas de Casallena y de Juanito Romero, aunque no tan estimadas como las tres de antes. Tres chicos raros, de Madrid igualmente, que siempre andaban juntos y silenciosos, largos y enjutos y vestidos de tourista inglés, con sus polainas y todo y sus bastones herrados. Varios particulares de la ciudad, que parecían forasteros entonces entre tanto invasor desconocido. La antigua, la clásica Perfumería, vivero de los elegantes del 48 al 70; lugar tranquilo y de reposo, a la sazón de este relato, de los inválidos supervivientes de aquellas esplendorosas falanjes. Detrás del mostrador, desocupado de marchantes, leía la vida del santo del día el que fue núcleo de todas ellas, como señor y dueño del plantel. Los dos bisoños, al pasar de largo, se descubrieron reverentes ante las canas augustas de aquel heroico ranchero de la guardia vieja.

Poco más allá, el crucero de cuatro calles: algo como Puerta del Sol de la ciudad. Más crema estacionada o de tránsito; más vulgo y mucho vocerío: el de los vendedores de periódicos o de las novedades más acreditadas en las ferias últimas; allí también los anuncios fijos y ambulantes de los innumerables espectáculos para la noche; las tiendas de lujo con las puertas atascadas de curiosos desocupados.Un pariente de Casallena que se topa con él, soldado de las antiguas legiones de la Perfumería de más atrás; pero en servicio casi activo todavía en las modernas, por milagros de un esfuerzo heroico del espíritu de cuerpo. Narraba con suma gracia, poseía un gran caudal de chascarrillos cómicos, y vestía «a la última,» como los muchachos de la crema. En aquella ocasión iba algo descuidado de toilette; y, sin gran esfuerzo de los ojos, se le descubrían manchas de sangre en los puños de la camisa. Acababa de extirpar un cáncer, o los riñones, o un maxilar a una persona. Hacía cosas tales a diario; y a menudo le ayudaba su pariente, el poeta dulce, el sensible, el impresionable Casallena, teniendo por un lado, o hundiendo en la asadura del paciente la inexorable cuchilla. Así, y con las golosinas del mundo elegante, conllevaba el carnicero doctor tan guapamente las soledades y arideces de su vida celibataria.

Comenzaba Juanito Romero a celebrarle los dichos a carcajadas, porque no sabía reírse de otro modo, cuando se llegó al grupo, por la calle de la izquierda, un coetáneo del médico y bien conocido ya del lector: Fabio López, con la mitad de la oreja izquierda dentro del hongo, las manos en los bolsillos del pantalón y mascando el puro que fumaba. Los dos amigos se saludaron a epigrama seco; y a poco rato se le demostró a Fabio López, por los otros cuatro del grupo, que si venía por allí a tales horas, no lo hacía por descansar de sus tareas matinales, sino a esperar el paso de las costureras al dejar su trabajo a las doce, que andaban ya para caer.

Esto recordó a Casallena y a Juanito Romero que a esa hora salía el último tren de la mañana, el tren de la goma, para la playa; y se largaron sin despedirse y más que de prisa, buscando los atajos para llegar primero.

El tren pitaba ya en medio de la calle, porque la estación estaba dentro de la ciudad; y los dos rezagados amigos, asfixiándose el uno y derrengado el otro a fuerza de correr, tomaron por asalto una de las contadas banquetas al aire libre, en que cabían. Viajeros, los de siempre u otros tales a aquellas horas: manadas de gomosos haciendo travesuras y apuntando chistes que no resultaban luego, o resultaban majaderías, para que los oyeran y los admiraran, y, por último, los amaran, las distinguidas señoritas y las damas elegantes que se sentaban en las inmediaciones; los tres personajes de los hongos feos; algunos más por el estilo, que también volvían a sus hogares de alquiler; dos canónigos de Valladolid; los tres zangolotinos ataviados a la inglesa, que siempre andaban juntos, y un regular contingente de simples mortales que iban a ventilarse un poco antes de comer, o a bañarse a aquellas horas por no haber podido hacerlo más temprano, como solían.

Arrancó el tren bufando, pero al andar del espolique que le precedía a medio trote, por respeto a los transeúntes de las calles que iba atravesando; hasta que llegó a las afueras y acometió a escape, entre resoplidos, pitadas y culebreos, que era su modo de relinchar y hacer cabriolas, el primer repecho que se le puso por delante. Con este andar, la brisa corriente y libre en aquellas amplitudes costeñas de la bahía, se trocó, para los viajeros, en desatada ventolera que hacía tremolar los crespones de los sombrerillos, y casi arrancaba los hongos feos de las cabezas de los tres señores, los cuales, como hombres de buen gusto, se distraían demasiado en la contemplación del estupendo panorama que iba descubriéndose a la derecha, más admirado cuanto más visto: algo de la maravilla del Tajo en su desembocadura, y más que un poco de los grandes lagos suizos... en fin, siempre algo como lo mejor del mundo; y por eso, y por no hartarse de verlo, y por gozarlo más descuidados, concluyeron los tres señores por descubrirse y llevar en la mano los hongos feos. Los mozalbetes gomosos tenían como a menos parar la atención en cosas tan ordinarias y rústicas, y continuaban interesando con sus donaires y travesuras a las distinguidas señoras, que tampoco mostraban gran entusiasmo por el paisaje... ni por los gomosos; casi tan poco como los tres zangolotinos, que le habían vuelto la espalda. Lo peor era para los pasajeros de buen gusto, como los señores de los hongos feos, que el tren parecía complacerse en contrariarlos a cada instante; porque, como si le asustaran los sitios despejados para correr, a lo mejor se colaba por una grieta en peña viva, o se deslizaba entre setos y matorrales. Las praderas limpias y descubiertas, los mejores puntos de vista para aquel panorama sin segundo, los pasaba echando chispas.

Culebreando así, llegó en brevísimo tiempo al final de su sendero por la costa de la bahía. Allí hizo un alto, y se alivió del peso de una pequeñísima parte de su contenido, que iba buscando las dormidas y silenciosas aguas de la ensenadita inmediata al apeadero. Después, vuelta a silbar, vuelta a los bufidos y vuelta a correr; pero hacia la izquierda.

A los pocos instantes otro panorama distinto y más grandioso que el anterior, por su imponente sencillez: la mar sin límites, tranquila, llana a la vista, azul, diáfana como cielo sin nubes; a lo largo de la costa, y sobre las arenas de la playa, una línea hervorosa y blanca, recortando el azul brillante de las aguas; entre los pliegues de aquel festón del arenal, unos bultitos negros rebulléndose... a uno de los tres señores de los hongos feos se le ocurrió la siguiente comparación: «parece un inmenso manto de crespones verdosos, ribeteado de armiños... con ratones, tendido al sol.» Casallena celebró la ocurrencia, porque le pareció exactísima hasta en lo de los ratones; sólo que le desencantó mucho el detalle, considerando que esos ratones de la imagen, vivos y efectivos, tal vez fueran lo más florido de las elegantes bellezas que tanto admiraba él. Y mira que mira hacia la playa, cuanto más miraba y contemplaba el cuadro, más exacta le parecía la comparación del personaje del hongo feo. «No hay que darle vueltas,» concluyó diciendo para sí; «eso y no otra cosa es lo que parecen ¡ratones!... pero en remojo, que es mucho peor todavía.»

Agazapose el tren en esto entre dos taludes muy altos; se deslizó por allí durante unos momentos, y muy pocos después se detuvo al margen de una gran explanada a la orilla misma de la mar. Desde aquel apeadero, circuido, más de cerca o más de lejos, de edificios de varias castas, se veían muchas cosas: paseos, avenidas, jardines y pinares, hoteles a montones y carruajes a docenas... todo, menos la mar.

Andaba poca gente por allí: la que pasaba a la casa de baños desde los carruajes o los hoteles, o viceversa: en el primer caso, con cierto apresuramiento perezoso, y en el segundo, tapujadas hasta la nariz, muy escurridas y a escape.

En cambio, no se cabía adentro, en la extensa galería del balneario, ni en las casetas del arenal: todo estaba lleno, au grand complet, como se dignó decir a Casallana un periodista elegante de Madrid, en cuanto le vio entrar. Este periodista, con un libro, francés por supuesto, entre manos, y descuajaringado en una silla, discreteaba con unas damas, de «por allá» también, vestidas «de capricho,» pero dentro de lo preceptuado por las circunstancias de ocasión, hora y localidad; las cuales damas se reían mucho con el periodista, que las pagaba la bondad con sahumerios en las correspondencias que enviaba de dos en dos días a su periódico. Todo lo chic de la colonia veraniega y de sus imitadoras y admiradores indígenas andaba por allí en amistoso y completo revoltijo de sexos, edades y vestimentas: en la galería, los más, conversando, o mirando, o haciendo labor de gancho, según las necesidades y los gustos; en el arenal, los chicuelos correteando; mozos luciendo el talle en atrevidas posturas; algún melancólico de pega paseando lentamente, con la cabeza caída sobre el pecho, pero atisbando con el rabillo del ojo las pantorrillas de las damas que salían del baño o de la caseta para ir a él; algún inocente que otro escribiendo en la arena con el bastón el nombre de la bañista de sus pensamientos; otro, más inocente todavía, paseando y leyendo al mismo tiempo un libro de versos sentimentales; parejitas acá y allá, escarbando el suelo para acopiar cáscaras y decirse palabritas de doble sentido; en los armiños del manto (siguiendo el símil del señor del hongo feo) muchos ratones; y, en brazos de los bañeros inexorables, niños lanzando berridos y perneando desesperados, por horror al agua en que iban a ser zambullidos, quieras o no quieras. De tiempo en tiempo, un tropel de gomosos, en su mayoría huesudos y extenuados, salidos de las celdas de la galería, saltando de tres en tres los peldaños de la escalinata del centro y atravesando el arenal como una horda de caníbales hambrientos; y cuando parecía que iban a tragarse la mar entera, o a llegar en dos brazadas a la Isla de Cuba, quedándose al tocar el agua con los pies, encogidos y tiritando, y concluyendo por darse unos cuantos revolcones a la orilla; y los mismos u otros tales, volviendo del baño a la casa, amoratados de frío y chorreando el agua por los pelos, por las narices y por el ridículo traje azotado al armazón; porque, propiamente carnes, no las había en los más de los ejemplares.

No faltaba, por supuesto, el buen mozo de verdad, de traje muy corto de mangas y perneras, y muy escotado además, que yendo o viniendo, enjuto o remojado, marchaba lentamente y en actitudes de atleta, por el camino más largo y más concurrido, y parecía ir pensando: «vamos, hermosas señoritas y matronas de buen gusto, porque yo hago a todo, ¿qué hay que decir de estas formas? ¿qué os parece esta altivez de pecho, y este brazo nervudo, y esta pierna gallarda, y este crujir de la arena, cuando la pisan mis pies? ¿Y este andar majestuoso, y esta cabeza erguida, con su pelo tupido y negro; y esta barba de seda, este mirar de ojos, y, en fin, esta salud de hombre de pelo en pecho, y al mismo tiempo elegante y de mundo? ¿Qué tal? Pues a ello, y con franqueza; y tened entendido que lo mismo acepto un buen acomodo por medio del santo vínculo, que un enredillo pasajero con una hermosa dama de buen temple.»

El caso fue que Casallena y su amigo no se bañaron aquel día. Impidióselo, primeramente, el periodista de Madrid, que los presentó a las señoras con quienes conversaba, lo cual les entretuvo un largo rato. Después, al ir a pedir cuarto en que desnudarse, se toparon con Nino Casa-Gutiérrez, ya despolvoreado y convenientemente vestido «de playa,» que departía con unos cuantos gomosos indígenas (entre los cuales estaba el ambidextro Juan Fernández, ya conocido de nuestros lectores), que tenían el honor de ser amigos suyos desde la última temporada, así como Casallena y Juanito Romero. Con esto, y con haber leído ya el hijo del prócer El Océano de aquel día, figúrese el lector si sería afectuoso, recalcado y expresivo el saludo cambiado entre los tres. Además, Nino, por especiales razones, venía animoso y satisfecho hasta no poder ocultarlo; y en los momentos de acercarse a él Casallena y Juanito Romero, había puesto sobre el tapete el complejo tema del sport de aquella floreciente ciudad. Continuando la materia, después de agotada la de los saludos, se lamentó Nino muy hondamente de llegar tarde a las recién terminadas justas del Velódromo, que, según sus noticias, habían estado brillantes. Cabalmente traía él grandes proyectos que someter a las deliberaciones del Club, en la seguridad de que serían aceptados por los clubistas, tan celosos del prestigio y engrandecimiento de la Sociedad, obra afortunada de su iniciativa, que en poco tiempo había sabido colocarse a la altura de las más renombradas de España. También le contrariaba mucho no haber podido presenciar las carreras del Hipódromo, porque tal y porque cuál; y como hablaba tan en serio de estas cosas, y daba tanta importancia a estos ensayos del elegante sport en una capital de provincia un club man tan distinguido de Madrid, a la mayoría de los gomosos aquellos se les caía la baba de gusto.

Engolfados todos en el embriagador interés de estas graves materias, llegó a generalizarse la conversación y a hacerse mucho ruido entre los conversantes. Intervino al poco rato el periodista, porque se le marcharon las señoras, y era también amigo de Nino Casa-Gutiérrez; y con esto se animó el debate por aquel lado. Fue despejándose la galería poco a poco; arrancó el tren en que debían haberse vuelto los gomosos a la ciudad; cogioles descuidados y perdiéronle; y, en la inteligencia de que no tendrían otro hasta las tantas de la tarde, y no contando ya con coches de alquiler en la explanada a aquellas horas, dejaron para luego la tarea de decidirse entre volver a pie o no volver tan pronto, y se resolvieron todos a continuar lo comenzado allí, unos con la atención solamente y otros pocos con la palabra, por el nuevo rumbo que le había impreso el periodista de Madrid, apenas llegado al corrillo.




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- XIII -

Palique


El tal periodista, de regular físico, pero bien acicalado y muy en punto en prendas de su atavío, no veraneaba allí por su propia iniciativa ni para regalo de su persona, sino por cuenta y mandato de la empresa de su periódico; era de los de plantilla en la redacción de éste, y de los tres o cuatro que salían de Madrid todos los veranos y se dividían en otras tantas porciones la Península entera, o determinadas regiones de ella, para dárselas a conocer, en pinturas más o menos fieles, al bondadoso suscritor del papel que les pagaba. Medio litoral cantábrico llevaba despachado ya cuando el lector de estos renglones ha tenido el gusto de conocerle, aunque no hacía aún tres semanas que había salido de Madrid, y eso que estudiaba lo que caía por su banda, «bajo todos sus aspectos,» desde el geológico hasta el recreativo. No se había visto hombre más desembarazado de trabas ni más suelto de pluma que él. Llegaba al terreno, le daba un vistazo, hacía cuatro preguntas al primer indígena que se le ponía delante; y al día siguiente un cartapacio al correo con material suficiente para un artículo de tres columnas apretadas, el primero de la serie, la cual nunca bajaba de seis.

«El celta,» «el fenicio,» «el cartaginés,» «el romano:» éste era el plantel de pobladores de donde sacaba él siempre los que le convenían para el territorio que estudiaba «bajo todos sus aspectos.» Por lo común, elegía el primero que se le venía a la pluma. ¿Qué más daba, si nadie le contradecía jamás, y eran contadísimos los españoles que podían hacerlo, y esos pocos no le leían a él? A veces, para cubrir mejor sus apariencias de erudito concienzudo, hacía como que dudaba: «¿sería el celta? ¿sería el fenicio? ¿sería el godo acaso? ¿sería quizás el árabe?» Y aunque no hubiera sido ninguno de ellos, ni tampoco otro por el estilo, cosa que le tenía a él sin cuidado, se fijaba en el fenicio, por ejemplo, en consideración a éste y al otro rastro más a menos característico, de aquellos supuestos aborígenes, en los naturales del país; testimonios y pruebas que acumulaba con la frescura más imperturbable; porque, para él, no tenían ni podían tener réplica. Convenido ya en que había sido «el fenicio» el primer colonizador de aquellos territorios, tratárase de los costeños o de los de secano de tierra adentro, pasaba a hablar del clima y principales producciones (artículo 2.º de la serie). Por de pronto, sus condiciones meteorológicas eran las mismas del día de la observación, copiado al pie de la letra: lluvioso, si llovía en aquella ocasión; triste y gris, brumoso, si estaba nublado o cayendo un poco de morriña; risueño y primaveral, si lucía el sol sin nubes; y así por este arte, con las necesarias alteraciones estacionales en consonancia con las sentadas bases. Sus elementos de riqueza, según fueran los que explotaban los sujetos a quienes acudiera con la pregunta; por ejemplo: la recría mular, la patata, las hortalizas, la pesca, los pollos artificiales... El tercer artículo de la serie versaba sobre los procedimientos usados en el país para la explotación de aquellos elementos de riqueza; de los resultados obtenidos y de los que podían obtenerse de otro modo, y del influjo que en todo ello podían ejercer «las iniciativas de los poderes públicos,» la equidad de las leyes fundamentales del Estado, y los beneficios «de una política amplia y racionalmente democrática.»

Si la región sometida al examen del periodista no era cosa mayor en ningún concepto, el resto de la serie le invertía en volver sobre lo dicho; en apuntar unos cuantos pareceres enderezados a mejorar el estado de las cosas, sin detenerse a observar que los pareceres no cabían, la mayor parte de las veces, dentro de las condiciones constitutivas de la región, y en echarse por los cerros de la alta política preponderante en Europa, por las simas del Erario público y por las encrucijadas de los partidos militantes, para concluir poniendo toda su confianza «en el remoto, pero seguro imperio de la idea democrática en la conciencia del pueblo español, calor y vitalidad de las grandes energías que estaba pidiendo, año tras año, nuestra desolada patria, para alcanzar el nivel que la correspondía entre las naciones más prósperas y respetadas del mundo conocido.»

Si se trataba de una comarca veraniega, como en la ocasión de nuestra historia y en la mayor parte de las ocasiones, el cuarto artículo era el primero de los destinados a estudiarla bajo este aspecto brillante. El periodista colgaba su herramienta de escudriñador infatigable por los senos de la tierra y las espesuras de los bosques, y desenfundaba la brocha del colorista libre y regocijado; y allá van trazos y reveses; efectos de sol y de luna; manchas, impresiones y siluetas de todo cuanto alcanzaba la vista y de otro tanto más; retratos de frente y de perfil; grupos, figurones y comparsas; sedentarios y trashumantes, brisas, mares, charcas, luz, pajaritos y gusanos: para todo había espacio en el lienzo y colores en la paleta. Después, unas cuantas incensadas para fijarlo; y al correo con ello. Y el hombre, tan satisfecho de la obra; no porque fuera incapaz de hacerlo mejor y más a conciencia, con el necesario reposo y el debido acopio de materiales, pues era listo y bien dispuesto por naturaleza, sino porque no sabía más, y con ello sólo le iba bien, y no le pedían otra cosa ni los que le pagaban ni los que le leían. Andaba así el mundo, y se dejaba ir con él tan guapamente.

Y tan de fe creía que «llenaba su misión» de esa manera, que hasta siendo demócrata de profesión con procedencias federalistas, se alampaba por codearse con los señorones; cantaba, como un trovador de «los siglos bárbaros,» sus festines ostentosos y las preseas de sus mujeres, y siempre tenía en su carita redonda y algo anémica una sonrisilla protectora, con matices de compasiva, para las castas inferiores, a cuya cabeza colocaba él «la casta provinciana.» Esto no lo podía remediar, por más que lo intentaba aconsejado por su buena intención y nativa amabilidad; y precisamente esto mismo era lo que más sacaba de quicio a Casallena siempre que hablaba con él; y por eso se armó tan recia pelotera aquel día, en cuanto saltó en el corrillo el punto de los velocipedistas y demás sport men de la ciudad aquella, y acudió el periodista madrileño y tomó parte en el asunto, con la sonrisa y la tendencia acostumbradas; y por eso, en fin, perdieron el último tren de la mañana tantos y tan distinguidos gomosos.

Ello fue que acertó a decir el periodista, con su vocecilla suave y su sonrisa zumbona, después de haber elogiado a su manera «el evidente progreso» de aquella sociedad distinguida, aunque provinciana:

-En suma, caballeros: que nos van ustedes aventajando en todo, en esto de saber vivir.

-¿A quiénes? -preguntó Juanito Romero.

-A nosotros -respondió el preopinante retorciéndose una guía de su bigote con la mano libre, porque en la otra tenía el libro francés,- a los de Madrid. ¡Y luego dirán ustedes que se les ofende, cuando se les dice, o se les da a entender siquiera, que les imponemos o queremos imponerles nuestros hábitos!...

-No es esa enteramente la cuestión escabrosa, -dijo, de un salto, el vehemente Juan Fernández.

-Pido la palabra sobre ese particular -interrumpió Casallena;- sobre ese particular, repito, que necesita toda la calma y toda la imparcialidad que yo poseo, para ser tratado aquí debidamente.

Y sin que nadie se la concediera, pero sin negársela tampoco, continuó así:

-Negar que lo más ha de influir siempre sobre lo menos, trátese de costumbres sociales o de géneros mercantiles, sería una bobada; y otra parecida sostener que de estos influjos ne cesarios no han de resultar, en determinados casos, comparaciones y contrastes; y de estos contrastes y de estas comparaciones, juicios y comentos cuando llega la ocasión; y de estos comentos y de estos juicios, irremediables también, algo mortificante, en gestos o en palabras, de lo absorbente para lo absorbido... Me explicaré mejor con un ejemplo: Nosotros tenemos nuestras correspondientes fiestas de sociedad, lo cual no merece censura, puesto que tenemos familias acaudaladas y señoritas primorosas, amén de modestas y muy mujeres de su casa, prendas estas últimas que no abundan en las equivalentes jovenzuelas de por allá; tenemos también madres de buen ver, y galanes, si no más feos ni peor vestidos que los de ustedes, quizás mejor educados y menos holgazanes, y más útiles al cabo. Por este lado, nada más puesto en razón que las fiestas domésticas en las cuales echan el resto, para divertirse y divertir a sus amigos, los pudientes notorios de nuestras cultas capitales de provincia; y nada más justificable tampoco, dados los vientos de publicidad que corren, que, al día siguiente, dijeran todos los periódicos locales que la noche antes se había celebrado un baile muy brillante en casa del señor don Fulano de Tal, a la cual fiesta habían concurrido las mujeres más lindas y elegantes, y los hombres más distinguidos de la población... y por este estilo, llano y discreto, todo lo demás referente a la fiesta y a la esplendidez del señor don Fulano de Tal. Pero no sucede así; sino que, por ese afán de imitación de lo más, que consume a lo menos en cada jerarquía; por ese prurito que nos consume aquí de andar, de vestir, de peinarnos como los de allá, y hasta de sustituir nuestros nobles y clásicos provincialismos con el caló flamenco acreditado por los barbianes de ustedes, damos cuenta de una fiesta como la de mi ejemplo -y ya sabe usted lo mucho que vale esta declaración, hecha por mí, reincidente empedernido en esa clase de pecados,- diciendo, siempre por el afán de imitar a los modelos de primera: «Anoche abrieron sus lujosos salones los señores... de Ruiz, a sus numerosos amigos. Todo lo que contiene de más brillante, de más hermoso y de más distinguido la buena sociedad de este pueblo, parecía haberse dado cita allí. Allí estaban...» Y comienza la lista de nombres, precedido cada uno de ellos de las pomposidades lisonjeras de costumbre. Y resulta que estuvieron en los salones de los señores de Ruiz, las de Sánchez, las de Pérez, las de Gómez, las de Gutiérrez, etc., etc... añadiéndose más adelante, para inteligencia y regodeo de la high life, que la señora de García anunció a sus amigos, después de bailarse el cotillón de despedida, que, desde la próxima semana, se quedaría en casa todos los jueves. Y aquí, en ejemplos como éste -muy del gusto del señor de Ruiz, de las señoras y señoritas de Sánchez, de Pérez, de Gómez y de Gutiérrez, y de la señora de García, porque, si así no fuera, no lo diría el cronista en esos términos;- en ejemplos como éste, repito, es donde lo echamos a perder; porque el remedo trae a la memoria lo remedado con sus moradas verdaderamente ostentosas y sus listas de nombres muy sonados en toda España por su estirpe o por su dinero... como sucede con nuestras corporaciones municipales, nuestras diputaciones, nuestras Ligas y hasta nuestros concejos de aldea, por el ansia de adoptar, a tontas y a locas, los procedimientos parlamentarios de los «Cuerpos Colegisladores:» todos aspiran a largar discursos, a provocar incidentes, a obstruir los debates y a tener grupito; y aunque lo de allá no es más honrado, ni más noble, ni más útil, al cabo es más vasto, más viejo, y más divertido a veces. En todos estos y aquellos casos, la comparación se hace y el ridículo resulta; y, como consecuencia de ello, la sonrisa burlona y la mirada de arriba abajo... Y así en otros muchos particulares.

-Ergo -dijo aquí el periodista,- si el hecho existe, la culpa es de ustedes y no de nosotros.

-Poco a poco -repuso Casallena:- en primer lugar, no paso por ese nosotros, porque usted es gallego, y, por ende, tan provinciano como yo y cada uno de los desdeñosos seres superiores que desde allá nos tienen en poco y nos imponen sus leyes hasta en el modo de descubrirnos la cabeza.

-¿A que salirnos todavía con que en Madrid no hay madrileños? -apuntó el periodista, acentuando la sonrisita mucho más.

-Y no los hay -afirmó Casallena muy serio.- Y si no, vaya la lista de los hombres que allí descuellan y se mueven, y se dejan ver en la política, en las letras, en la banca... en todos los ramos, en fin, de la actividad humana; y a ver quién de ellos ha nacido en Madrid. ¡Ni uno que valga dos cuartos! a la familia madrileña que en nada bulle, que en nada se mete, quizás lo que más vale en Madrid, nadie la conoce, nadie la ha visto... Esto es sabido y demostrado. Pero demos de largo, para los efectos de esta amistosa porra, que puedan ustedes, los incluseros, los adoptivos, los intrusos de allí, llamarse madrileños. Yo les concedo a ustedes, se lo he concedido ya, que en determinadas ocasiones de la vida, en presencia de ciertas flaquezas y debilidades nuestras, aún con las mejores intenciones del mundo, se sonrían y nos miren del modo que tanto me carga a mí, puesto que damos motivos para ello pero el vicio, el resabio de ustedes, consiste en que de estos casos excepcionales hagan una regla general, y extiendan el imperio de sus olímpicos desdenes hasta mucho más allá de lo que es justificable, por nuestras culpas y pecados, invadiendo regiones, como las del entendimiento, que son la patria libérrima de todos.

-Si tuviera usted la bondad de poner un ejemplo -dijo el periodista, afilándose la otra guía de sus bigotes,- para entendernos mejor y más pronto.

-Va el ejemplo -contestó Casallena al instante.- La obra de arte; el libro del autor provinciano.

-Pido la palabra, -saltó aquí Juan Fernández, que hasta entonces había permanecido ayudando con los ojos y los ademanes a Casallena en su peroración.

-Sin perjuicio -repuso el periodista madrileño, de lo que nos diga luego el amigo Juan Fernández, permítame el señor Casallena asegurarle que, a mi juicio, tras de no ser exacto lo que apunta sobre el desdén con que miramos allá las obras literarias de afuera, contradice su anterior afirmación, no desprovista de fundamento, de que tampoco son madrileños los literatos aplaudidos.

-Insisto en lo apuntado, y afirmo que no hay contradicción entre ello y lo que antes afirmé.

-Para probarlo -insistió el periodista,- sería preciso que usted nos demostrara que la prensa madrileña no se toma interés por libro alguno.

-Declaro -repuso Casallena,- que no se toma todo el que debiera tomarse por los que lo merecen, y que eso poco siempre recae en los de casa.

-¡En los de casa! ¿Pues no habíamos quedado en que en Madrid no los hay de casa; que todos son forasteros?

-Como usted, amigo mío: madrileños per saltum, de adopción, cuneros; hombres que allí se han formado para las letras en que brillan. Todos éstos son más o menos famosos desde la primera copla o desde el primer articulejo que dieron a luz en la prensa madrileña, y a todos éstos, con grandísima justicia, se les toman en serio hasta las tonterías que producen de vez en cuando -pues se dan estos casos también,- como fueron famosos, en su día, cien y cien gallegos de Madrid que, sin base para sostener, como los otros, la balumba de laureles con que los abrumó la crítica de la casa, o sea la sociedad de elogios mutuos, cayeron en la sima del olvido para no salir de ella jamás.

-Luego por allá hay justicia.

-La del público bonachón e inteligente, que es de todas partes; el buen sentido, que falla siempre en última instancia: ese es el gran justiciero, uno de cuyos trabajos más ingratos y continuos consiste en deshacer las injusticias de ustedes, derribando a escobazos ídolos de pega, y levantando con mimo y a pulso otros de buena ley que andan por los suelos por obra de los olímpicos desdenes de ustedes.

-Verbigracia -dijo el periodista enseñando hasta los dientes de tanto exagerar la sonrisilla picarona,- los ingenios provincianos sin domicilio en Madrid.

-Esos, principalmente.

-¡Y me lo dice usted sabiendo que hay ejemplares en ésta y otras provincias que acreditan todo lo contrario!

-Y me ratifico en ello, precisamente por el caso de esos ejemplares que hay aquí y en otras partes.

-He pedido la palabra para cuando me correspondiera -dijo entonces Juan Fernández, que estaba comiéndose la figura por ansias de exponer algo de lo que se le estaba ocurriendo,- y me corresponde ahora. Yo también acepto, para sostener la tesis que se ventila, esos mismos ejemplos: los de esos forasteros en Madrid, cuyas obras merecen alguna consideración a la prensa de allá. ¿Sabe usted cuántos años, o qué suma de circunstancias se han necesitado para que eso suceda?... ¿para que se haya hecho esa verdadera conquista? ¿Sabe usted que ha sido preciso que la reputación haya venido formada y dando la vuelta a medio mundo para que en Madrid se la haya concedido el pase? Y así y todo, si vamos a desentrañar lo más encomiástico que de las obras de esos forasteros se dice entre ustedes en el rinconcillo que les dejan desocupado en sus papelones las revistas de teatros, las de toros, las del gran mundo, la crónica escandalosa, la de los crímenes del día y las arduas cuestiones políticas; si se exprimen un poco y se depuran después en el crisol del buen sentido, ¿a qué queda reducido todo ello? a la migaja mísera arrojada de limosna al pobre postulante desde el festín aparatoso del enfatuado gacetillero. «La cosa -viene a decir,- no es del otro jueves; pero para un escritor de esos, puede pasar, puede pasar... Conque no desalentarse; tener muy en cuenta los consejos que hemos dado, y a otra.» Y es lo más donoso de todo esto que, en la mayor parte de los casos, el autor de la obra es un hombre que ha encanecido escribiéndolas, y el desdeñoso consejero un mozalbete casi imberbe y rapado en letras, que se ha metido a crítico por no servir para otra cosa... porque en España anda la crítica así, bien lo sabe usted.

-No sé tal -replicó el madrileño templando bastante los tonos habituales de su sonrisa;- a lo menos en el terreno que yo conozco. Podrá haber más o menos entusiasmo por los libros, más o menos preferencias por otros asuntos que la corriente de las ideas y el capricho de la moda imponen a los periodistas que tienen que acomodarse a los gustos del público; pero que la crítica esté en Madrid en manos de hombres ignorantes en absoluto y mentecatos de necesidad, ¿cómo he de concederlo yo, que estoy convencido de todo lo contrario? Habrá casos, muchos casos, si ustedes quieren, de esa crítica presuntuosa y huera; pero estos casos no son la crítica de allí, sino las excepciones de allí y de todas partes; al revés de lo que pasa con las afirmaciones de ustedes sobre los soñados desdenes de la prensa madrileña por todo lo que no es madrileño: que son el tema obligado de los provincianos de todas partes siempre que hablan de Madrid.

-No solamente -insistió Juan Fernández,- es el Evangelio esto que vuelvo a afirmar sobre los desdeñosos críticos a diario, y la ignorancia y falta de autoridad de estos dispensadores de suficiencia en el arte de escribir, por lo que respecta a los escritores provincianos, sino que hasta los mismos libros de Madrid (los libros buenos, se entiende; porque para los malos nunca faltan elogios) son ya castigados con iguales altiveces. Y aún sucede más, ¡y ésta es la más negra! Sucede que los padres graves de la crítica, los pocos, los muy contados críticos que poseemos, contagiados de ese soberano desdén de la turba multa de la clase, llevan la manía desdeñosa a los últimos extremos. Estos doctores del arte, en los contadísimos trabajos de crítica que dan a luz, a los de afuera y a los de adentro nos dejan igualitos; porque no citan un libro español aunque los asen. Tratan de «la Novela,» por ejemplo, y recorren las literaturas de los dos mundos, y van enumerando nombre por nombre, género por género y obra por obra; y llegan a Francia, y allí se emborrachan pesando y midiendo autores, estilos y novelas, como que se lo saben de memoria, y bien sabido; pero de nuestros novelistas, de sus obras más notables, ni una palabra. Al final del trabajo, y porque no se diga, vierten en el papel una docena de nombres amontonados, grandes con chicos y blancos con negros, que braman de verse juntos; y hasta esta mención, a ciegas y por obra de misericordia, les parece una merced inmerecida a los rumbosos escritores... Y no me niegue usted también estos hechos, porque le pondré delante de los ojos media docena de prólogos y otros tantos estudios sueltos, obras de esos doctos caballeros españoles, que acreditan con sobras lo que afirmo. En honor de la verdad, hago un par de excepciones en esta regla; un par, a lo sumo, y de aquí no paso. Pero aún hay más...

-¿Más todavía?

-Muchísimo más... Como que habría materia para una semana si explotara yo todo el filón que tengo en la memoria.

-¡Pues medrados estaríamos, señor Juan Fernández!- dijo entonces, queriendo reírse de veras, el madrileño.

-No se alarme -repuso el joven preopinante con la más recta de las intenciones,- que no entra en mis propósitos administrarle las dosis de razonamientos en largas y mazorrales series. Y entienda usted que, para esto que voy a añadirle por de pronto, vuélvome otra vez a «los chicos» de la crítica menuda, y lo expongo como muestra de un aspecto más del madrileñismo que los posee de arriba abajo. En Madrid hay marquesas frágiles, duques viciosos, banqueros corrompidos, nobles jovenzuelos holgazanes que van para corrompidos y para viciosos, si es que no han llegado ya, y familias de copete, que no tienen pies ni cabeza, como hay en todas partes, pero no en la abundancia que allí, por ser más numerosa la clase y más favorables las costumbres para ese género de cosechas. Esto lo sabe uno por propia observación directa; por lo que propala la opinión pública; por lo que se descubre en papeles y en comedias, y por lo que los mismos «chicos» esos nos refieren de palabra cuando vamos por allá... ¡y con qué lujo de detalles! Después de verlos señalar con el dedo a este político por venal, a aquella dama por Mesalina, a aquel noble por degradado y al otro acaudalado por sinvergüenza; después de oírles referir hechos escandalosos, anécdotas fulminantes, vidas y milagros dignos de los peores tiempos de Roma; citar frases groseramente verdes, nacidas de labios femeniles, corrientes ya en todo Madrid y propagadas por media España; después de convencerse uno, en fin, de que poner esas cosas en duda allí sería pasar por inocente, llega a temerse que falte a lo mejor el suelo donde pisar o que llueva rescoldo a la hora menos pensada. Pues bueno: no con todo ese cúmulo de abominaciones, sino con algo de él, esmeradamente desinfectado, se le ocurre a un escritor de provincias componer un libro y lanzarle en medio de la Puerta del Sol. ¡Virgen María, qué recibimiento se le dispensa! No por las gentes de la estofa de sus personajes, pues esas quizás se encogen de hombros y se ríen de los escrúpulos del autor, sino por esos chicos maldicientes; esos genios del humorismo democrático; esos flageladores de los vicios con librea; los Catones de la gacetilla independiente y mordaz... todos se llevan las manos a la cabeza entre escandalizados y compasivos; todos se declaran de la casa; todos parecen grandes duques y capitalistas poderosos al ver cómo se agrupan y hacen la rosca alrededor de las majestades ofendidas. Allí no hay tales marquesas frágiles, ni tales banqueros estafadores, ni nada de cuanto se pinta en el libro, ni lo ha habido nunca, ni lo habrá jamás; y si, a todo tirar, haya algo de ello, es de muy distinta manera; de una manera elegante, distinguida y correcta, tal y como no puede pintarlo ni comprenderlo el ingenio rústico que se ha atrevido a salirse de sus casillas en mal hora para su fama. Lo de menos es la equivocación padecida por el iluso; lo grave, lo imperdonable, es su atrevimiento, el atrevimiento de meter la pluma en asuntos que no son de su parroquias sino para los competentes; porque Madrid es para los madrileños; es decir, para ellos, para «los chicos de la prensa» aguda y chispeante; para los gallegos trasplantados la antevíspera, que toman eso de «ser de Madrid» con una formalidad que pasma...

-Pero, hombre -dijo entonces el periodista, que escuchaba a Juan Fernández sin pestañear, como todos los del corrillo, aunque no sin sonreírse,- tome usted un respiro siquiera.

-No me da la gana -respondió el fogoso sustentante, echando lumbres por los ojos,- porque no lo necesito.

Le valió una salva de aplausos el arranque, y continuó de esta manera:

-Y si todas estas lindezas las declararan en razonamientos detenidos, en consideraciones hábiles, aunque fueran de poco fuste, vaya con Dios; pero resulta que hay que deducirlas de sus parrafejos dengosos, de sus arremetidas casuales, de sus compasivas reprimendas; y toda esta metralla fofa parece, por añadidura, estar lanzada al autor de la novela, no por la importancia del libro, sino por la de los agraviados en él... Y, sin embargo, el autor, riéndose en sus soledades provincianas de esas flaquezas ridículas, puede arrojar a las barbas de los melindrosos un buen brazado de libros y papeles indígenas admitidos por ellos sin protesta, en los cuales se sacan tiras del pellejo a lo que sólo se pellizca en las novelas de mi ejemplo, y no solamente se dice, como en éstas, de las damas pecadoras, que pecaron, sino que se pinta su modo de pecar. Y en vista de ello, ¿qué hemos de creer?... Hay quien cree que abundan por allá los destripadores de honras aristocráticas, durante el día, que se alampan por sentarse al anochecer a la mesa de los destripados. Yo no creo esas cosas tan feas, y sigo creyendo a ojos cerrados en la simpleza del madrileñismo que a tales extremos conduce. He dicho, por ahora.

Otra salva de aplausos al orador; una media carcajada del periodista, que al mismo tiempo se tocaba una sien con la punta del índice del mismo lado, y las siguientes palabras de Nino Casa-Gutiérrez:

-Yo voto con Juan Fernández.

-¡Usted! -exclamó el periodista, mirándole con fingido asombro.

-Yo -insistió Nino;- yo, que conozco bien y la clase, y además soy sincero.

-Pero, hombre -volvió a exclamar el periodista,- ¡usted me maravilla!

-¿Me va usted a negar la competencia también en el asunto? Pues mire usted que yo soy madrileño de verdad, de los nacidos y criados...

-Ya, ya; pero como nobleza obliga...

-¡Valiente nobleza! Y ¿a qué obliga, aunque desacreditada? ¿A decir la verdad? Pues ya la digo votando con Juan Fernández en lo de mis encopetados congéneres, y con él y con Casallena en lo del madrileñismo de ustedes, los del oficio de escribir.

-¡Demonio con el auxiliar que me ha caído!

-Cuidado, amigo mío -díjole entonces el despreocupado sportman, tocándole el hombro. con la mano,- no vaya usted a dar a estos señores un argumento más en pro de su tesis, queriendo aparecer más papista que el Papa.

-Por ahí flaquean todos ellos, -apuntó Casallena.

-Y ¿quiénes son ellos? -preguntó en su aire de broma cachazuda el periodista.

-«Esos chicos» -respondió Casallena,- a que acaba de referirse Juan Fernández.

-Luego yo soy uno de ellos -replicó el periodista;- ergo me cogen de medio a medio las pestes con que los han abrumado ustedes, y particularmente Juan Fernández.

-Eso usted lo sabrá -dijo éste muy fresco.- Si en Madrid ejerce de crítico, y ejerciendo es tan madrileño como los otros, claro está que le coge.

-¡Qué demonio de chicos éstos! -expuso, por toda réplica, el periodista, afilándose más la punta del bigote, frunciendo los ojuelos y forzando la sonrisa.- ¡Lo agarrado que tienen las aprensiones en lo hondo!... Y vamos a ver -añadió irguiéndose un poquito, de pronto,- dejando chanzas a un lado y suponiendo, por un instante nada más, que hubiera en la crítica madrileña esa nota desdeñosa para las obras provincianas, ¿no se le podría hallar, más de cerca o más de lejos, una razón disculpable?

-Usted dirá.

-Pues digo que bien pudiera ser causa, más o menos remota, de esa falta de interés para los lectores madrileños... o aclimatados en Madrid, adelantándome al reparo que han de hacerme ustedes, ese espíritu de región de que parecen informadas la mayor parte de las obras de autores provincianos. ¿Por qué han de interesar allí las cosas que no se conocen?

-Ahí le quería yo ver a usted y ahí le esperaba -exclamó Juan Fernández con gran viveza;- porque ese es el despeñadero natural y lógico de la pendiente por donde van las inseguras ideas que tienen ustedes sobre el particular. ¿Cómo podrá usted convencerme de que el arte tiene una patria y un teatro determinados? ¿No hay en las provincias hombres y mujeres, como en Madrid? Pues ¿qué más da que el escenario en que se representa un pedazo de la comedia o del drama de la vida humana, tenga por fondos estos mares infinitos o aquellos montes abruptos, o los árboles y los coches en hileras de la Fuente Castellana? ¿Por ventura los hombres no son hombres, ni las mujeres mujeres, si no se acuñan y revalidan en el troquel del personaje madrileño? La levita de aquí o de otra capital cualquiera, ¿no vale tanto como la levita de ustedes? El corazón que late debajo de sus solapas, ¿no es el corazón de todos los hombres civilizados? El rústico patán de estas comarcas, o el modesto trabajador de estos talleres; el pescador de estos grandiosos mares, o la sencilla labradora de esos verdes campos, ¿no son barro tan digno de la mano del artista como los chulapos y las Menegildas de allá? Los provincialismos españoles que son el jugo, la savia de la lengua patria, al decir de un docto crítico... y del sentido común, ¿no valen siquiera tanto, dentro de los moldes del arte, como la jerga temporera de la chusma de Madrid? Pues si todo esto es innegable, ¿qué hay, qué puede haber de extraño en la literatura provinciana para los paladares madrileños? Y si, a pesar de los pesares, lo hubiera, ¿qué diremos nosotros de lo que ustedes nos envían a carretadas por acá en piececitas de teatros, en periódicos amenos y semanarios populares? ¡Pues tienen miga, y calado, y gracia, y novedad sobre todo, el sempiterno deudor del sastre, o del casero, o de la patrona; el cesante irredimible; la suegra arpía; la mamá en busca del café con media de abajo, para ella y las dos chicas solteras; el cómico sin contrata; la Morros y el Espaldillao saldando la última cuenta de celos, y, por todo chiste, latas, desplantes, timos y mayormentes a cada paso, como si estos espumarajos de la canalla presidiable pudieran ser nunca moneda de ley en el caudal de la literatura honrada!

-¡Otra vez el torrente desbordado! -dijo a Juan Fernández el periodista, echando a broma el asunto, mientras aplaudían al fogoso perorante sus paisanos.- Amigo, no hay modo de meter baza en esos oleajes de pasión. ¡Qué exageraciones!

-¡Exageraciones! Esto es la pura verdad, la medida exacta, los temas obligados y el alcance práctico de dos generaciones de humoristas al menudeo que se han hecho hasta famosos... por algún tiempo. Y no lo cito porque crea incapaces de producir obras de mayor substancia a algunos de ellos, pues bien sabe Dios que los estimo en lo que podían valer trabajando en más vasto terreno: cítolo como modelo de la literatura popular de ustedes; de lo que ha llegado a formar escuela en Madrid muchos años hace, y se derrama a borbotones por las provincias; en fin, para que, teniéndolo a la vista, me diga usted, sin pasión de pandillaje, hasta dónde llegaría el desdén de esos ingeniosos escritores, que, en su mayor parte, son los mismos «chicos» de la crítica, si nosotros inundáramos a Madrid de paparruchas de esa estofa.

-También voto yo esta vez con Juan Fernández, -dijo Nino Casa-Gutiérrez.

-Después de haber votado usted contra los suyos -le contestó el periodista con gran flema,- ya no me queda nada que ver.

-Eso le probará a usted que soy diputado independiente. Y si no, vaya esta prueba de ello: a mí me tienta lo flamenco, por pasión de localidad o por vicios de enseñanza... en fin, no sé por qué. El caso es que me tienta, y que devoro las piezas y los artículos de ese género; pero es también el caso que me relamo de gusto cuando veo arrimar una paliza, como la de ahora, al género, a los autores, a los modelos, y al público que los aplaude. Esta aparente incongruencia quizás sea obra de algún fondo de estética honrada y decente que haya en mí: no lo sé a punto fijo; pero yo cedo a su impulso, y sin tener para nada en cuenta lo malo, que me esclaviza, aplaudo lo mejor, que me enamora. No sé si habré sabido explicarme delante de tan altas y distinguidas personas; en un círculo de barbianes (y perdone la palabreja chulesca el castizo Juan Fernández) hubiera expresado mi pensamiento en esta sencilla fórmula: «soy un medio perdido, de buenos sentimientos.» Y lo que digo de lo flamenco lo extiendo a lo pornográfico, que no deja de abundar en nuestra prensa menuda, dato que se le escapó en su catilinaria al amigo Juan Fernández.

-No se me escapó tal -observó el aludido,- sino que dejé de intento ese nuevo aspecto, que ni siquiera es de casta española, de esa literatura especial, para formar con él pieza aparte en el proceso que la estamos siguiendo aquí hoy.

-Démosla por formada -dijo el periodista,- y hasta por descargada la paliza correspondiente; pues costillas que tantas acaban de sufrir, no han de reparar en la cuenta por una más o menos; pero conste que todavía no me ha dejado usted exponer las razones que pudieran existir en disculpa de ese dichoso desdén de la prensa madrileña hacia los libros provincianos. ¿Me permite usted continuar mi interrumpida tarea?

-Pensé que ya se había alegado todo con lo de la falta de interés en las cosas de provincias para los cultos madrileños; pero ya que hay más, siga usted exponiendo, que será oído con mucho gusto.

-Pues allá va otra razón, que no deja de ser de peso, a mi modesto y desautorizado entender: la razón de lo insignificante del número de autores y de libros provincianos dignos de consideración, comparado con el de los madrileños. Bien saben ustedes cuánto influye en la estimación de las cosas la costumbre de verlas a menudo; y en la de los libros y toda especie de obras de arte, el conocer y tratar a sus autores. Formen ustedes el corolario de esto, y a ver si nos vamos entendiendo.

-Es innegable -respondió Juan Fernández,- que en Madrid residen, o a Madrid frecuentan la casi totalidad de los que cultivan las letras en España, buenos y malos, y que son contadísimos los escritores castellanos de nota que las cultivan en las provincias; pero, sin tener en cuenta que en estos casos no se estima por cantidades, sino por calidades, da la casualidad que tienen ustedes a la puerta de casa un hecho evidente, notorio, que destruye la poca solidez que pudiera hallarse en la nueva disculpa alegada por usted.

-¿Qué hecho es ese?

-Un hecho en que no se trata de unas cuantas individualidades dispersas por las provincias, sino de una literatura entera y verdadera, lozana, vigorosa y floreciente. En esa literatura, de abolengo ilustre, hay novelistas como los mejores de Europa; hay poetas líricos y dramáticos admirables; costumbristas, como ustedes dicen, y críticos superiores; y, para mayor refuerzo de mi tesis, a esa literatura pertenecen el único poeta épico que hoy tiene España, y el casi único dramaturgo contemporáneo en cuyas tragedias centellea el numen soberano de Shakespeare. No le cito a usted nombres por no ponerle en un grave aprieto.

-Gracias por el piropo -respondió el periodista, haciendo una reverencia a Juan Fernández, pero sin dejar de sonreírse ni de afilarse la punta del bigote.- Aunque ignorante, sospecho que alude usted a la literatura catalana.

-A la misma. Pues de esa literatura no saben ustedes una jota.

-Gracias otra vez más, -repitió el periodista, volviendo a inclinarse y a sonreírse.

-Y hasta hace muy pocos años -continuó Juan Fernández impertérrito,- ni de oídas se conocía en Madrid el nombre de ese gran épico, que ya estaba traducido a todas las lenguas literarias de Europa; hoy le conocen, es decir, al nombre, la mayor parte de los literatos madrileños; quizás no llegan a seis los que le han leído. Al otro poeta, al gran trágico, ni por el forro, como pasa con los líricos y con los novelistas. Jamás he visto un nombre de esos estampado en los periódicos de Madrid. Entre tanto, todos ellos son conocidísimos y estimados en Francia y hasta en Rusia.

-Que escriban en castellano si quieren que los leamos en Castilla, -replicó el periodista, con un dejillo de zumba, como si se tratara de los moros del Riff.

-No escriben en castellano, porque deben escribir en la lengua en que discurren, si quieren escribir bien. Ya sabe usted que «todos los poetas antiguos escribieron en la lengua que mamaron en la leche... para declarar la alteza de sus conceptos... y no debe desestimarse ni aun al vizcaíno que escribiese en la suya.» Díjolo Cervantes, y así es ello de acertado. Lo derecho, lo regular, seria que ustedes aprendieran el catalán para leerlos y saborearlos como deben, porque a ello les obliga la profesión, ya que les falte el entusiasmo.

-Con eso, y con que usted no se haya tomado esa molestia tampoco...

-Se equivoca usted, que me la he tomado; no la molestia, sino el grandísimo placer de aprender a leerlos, como el señor Casallena y el amigo Romero, que nos están escuchando; y ¡pásmese usted! en este rinconcillo de la tierra pasan de seis, que yo sepa, las bibliotecas particulares en que no faltan los libros catalanes. ¿A que no hay tantos en Madrid en librerías de esta clase?... Y me anticipo a advertirle que, con mis ditirambos a esa literatura regional, no quiero decir que me asombro de que no se popularicen en toda España; porque para esto sí que es un obstáculo insuperable el no estar sus libros escritos en castellano. De lo que sí me asombraría, a no ser por la idea que tengo del espíritu madrileño de que venimos tratando, es de que la literatura catalana, tan rica y tan bella, no se conozca en Madrid por más de media docena de literatos, y jamás se lea una mención de ella en los periódicos de la capital de las Españas.

¡Y todo -dijo el periodista madrileño, chungueándose tan risueño como de costumbre,- por esa pícara envidia!...

-No he dicho tal.

-O por ese centralismo absorbente, o madrileñismo desdeñoso, que tanto viene a dar, bien desentrañado el concepto. En fin, que somos unos granujas los periodistas de allá.

-Siento muy de veras que se me haya anticipado usted con esa deducción forzada de las premisas que he sentado yo, a la declaración que iba a hacerle ahora mismo, como otro argumento más en favor de mi tesis; porque va a parecer excusa tardía por aquella causa, y a perder gran parte del mérito de su sinceridad.

-Venga, con todo, la declaración, para hacerla los honores que merezca.

-Pues pensaba declarar, y declaro, que lejos de tener a las personas esas en el concepto que usted, por seguir sus bromas, ha supuesto, sucede todo lo contrario: no he conocido gentes más campechanas, más corteses, más hospitalarias ni más nobles en su trato con nosotros...

-Ergo...

-Aguárdese usted. Hasta aquí vamos bien: todos somos unos, ciudadanos y convecinos de la república de las letras; hasta se lamentan, como yo, del poco aprecio que hace la crítica (ellos) de los libros, particularmente los de afuera...

-Luego...

-Pero esos hombres tan cariñosos, tan finos, tan discretos, tan campechanos en el comercio ordinario de la vida, cogen la pluma después, se suben a la trípode, y ya están con el ataque; ya «son de Madrid:» la migaja de limosna, la miradita de alto abajo. ¿Qué significa todo esto?

-¡Qué ha de significar? La setupiterna alucinación de ustedes.

-¿Qué alucinación, ni qué ocho cuartos... ni qué ha de decirme usted a mí, ni qué han de decirme ellos, que yo no sepa sobre ese particular? ¡Si yo, yo, que hablo que hablo de ese resabio de casta; yo, que le conozco como a los dedos de la mano, y abomino de él; yo, yo mismo, escribiendo, aunque indigno, en un papelón de la corte, casi he sido madrileño, y he tenido comezones de mirar de alto abajo a las cosas de provincias! Tendrá ese mal algún fundamento remoto, como el que exponía Casallena; lo dará el clima, le producirán las costumbres... o la corrupción de los alimentos; será hereditario de generación en generación, desde aquellos patriarcales días del Álbum de Momo y del Semanario Pintoresco, en aquel lugarón destartalado y sucio, plantel insigne de los legítimos milicianos nacionales, y de esos otros beneméritos ciudadanos «del comercio de esta corte,» cuyas muertes se anuncian todavía como las de los últimos veteranos de Trafalgar... vendrá, en fin, de donde usted quiera; pero el mal existe allí, y existirá mientras aquello no se refunda en otros moldes y se purifique por...

Aquí se detuvo Juan Fernández, porque sobrevino el vizconde como llovido del cielo. Presentósele Nino a sus amigos y conocidos, y con esto se acabó la empeñada disputa.




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- XIV -

Palabras mayores


Al anochecer de aquel mismo día entró corriendo Petrilla en el gabinete, y dijo a su hermana a media voz, cogiéndola al mismo tiempo por un brazo:

-¡A la cama, hijita, a la cama ahora mismo, que viene el coco!

-¿Quién viene? -preguntó Irene a Petrilla, levantándose de un brinco de la silla en que estaba sentada.

-Él; Nino, -respondió Petrilla, tirando de su hermana hacia la puerta falsa del gabinete.

-¡Jesús! -exclamó Irene, sin saber por dónde meterse.

-Pero ¿dónde está? -preguntó doña Angustias, que se hallaba presente.

-Pasaba yo por el recibidor -dijo, Petrilla;- oí pasos en la escalera; me dio una corazonada; miré por la rejilla con mucho tiento, y resultó lo mismo que me había temido: era él que subía, todo amarillo... Fui de un salto a decir a la Rita que le pasaran a la sala... ¡Chist! Aguanta hasta la respiración ahora, que ya está ahí...

-¿Viene solo? -preguntó Irene al oído de su hermana.

-Solo, -respondió Petrilla, tapándola la boca con una mano torneadita y blanca.

-Entonces -respondió Irene unos instantes después,- basta con que me esconda.

Y desapareció por la puerta falsa del gabinete.

Al otro día vino toda la familia, Ponchito inclusive; y tuvo Irene que meterse en la cama a las cuatro de la tarde, y que cerrar los postigos de su dormitorio, por si a las mujeres se les antojaba entrar a verla, no obstante el reiterado encargo que ella había dado a Petrilla de que ponderara bien lo que la atormentaban la luz y los ruidos, hasta los de las más leves conversaciones.

Estas comedias, tan risibles en lo aparente y tan de llorar en el fondo para Irene y de padecer para toda su familia, duraron cerca de una semana. En todo ese tiempo, que pareció un siglo en casa de don Roque Brezales, no hubo en ella momento de tranquilidad ni comida con arte: Irene llegó a enfermar de veras; y porque no cumpliera Petrilla la amenaza que había hecho delante de su madre de poner fin al insostenible conflicto cantando a Nino las verdades, doña Angustias, que conocía la frescura de su hija tan bien como el peso de la razón y de la justicia en que fundaba sus intentos, pero que deseaba llegar al mismo fin por otros caminos diferentes, se cosió a sus faldas para no dejarla sola un instante con Nino ni con ninguno de su casta.

Al mismo tiempo, don Roque andaba febril, azoradote, inapetente y desatinado, cobardón y turulato delante de los de Madrid, «por no saber qué decirles,» y a la vez buscándolos y persiguiéndolos, y hocicándose con ellos en todas partes como moscardón deslumbrado con la llama de un candil. Ya tenía ojeras, y llegaron a colgarle de las quijadas los pellejos de sus mofletes cetrinos.

Hasta entonces, había logrado eludir el serio debate a que varias veces le había llevado su mujer, escurriendo el bulto a lo mejor, o con un «yo me entiendo y hablemos de otra cosa;» pero llegó una ocasión en que no le valieron subterfugios. Nino había estado en casa por la mañana solo, y por la tarde con toda su familia; Irene, harta de llorar y con fiebre, había declarado que si cualquiera de ellos se le ponía delante, diría toda la verdad a gritos, sin miramientos ni reparos de ninguna especie; a Petrilla no le cabían ya las impaciencias y la indignación en el cuerpo, y también había amenazado en la mesa, delante de su padre, que ni chistaba ni comía, con sacar la prometida escoba y barrer «a esas gentes» hasta la acera de la calle. Con todas estas cosas, a doña Angustias le crecieron las que venía pasando, hasta dejarla poco menos que sin respiración. No desplegó los labios en todo el día ni en la primera parte de la noche; pero atenta a todo, y sin perder ripio de cuanto ocurría en su derredor, fuese hinchendo de iras y de indignaciones; y en cuanto se vio a solas con su marido en el conyugal dormitorio, echó la llave por dentro y rompió a hablar de esta manera, plantificada delante de don Roque, el cual en aquel instante acababa de sacar un brazo de la correspondiente manga de su bata de percal rameado:

-Esto no puede continuar así, Roque; y te juro que si tú no lo remedias pronto, pero muy pronto, he de remediarlo yo. Nuestra pobre hija está acabándose miserablemente, y nosotros, en conciencia, no debemos consentirlo.

Como don Roque notó algo de extraño y aun de siniestro para él en el acento de aquella voz, de ordinario tan serena y agradable, suspendió la tarea en que estaba empeñado y miró de reojo a su mujer. Viola demudada y en ademán resuelto, y la volvió la espalda con el pretexto de acabar de quitarse la bata.

-¿Me has oído? -insistió doña Angustias al ver que nada se le respondía.

-Mujer -respondió al cabo don Roque, volviéndose hacia ella con los brazos entreabiertos y en mangas de camisa.- Convendría, primeramente, que hablaras un poco más bajo, porque hay criadas en casa...

-¿Y qué oirán esas criadas que ya no sepan -replicó doña Angustias,- y que no se sepa en toda la ciudad? ¡Le parece a usted en qué escrúpulos nos paramos ahora? Pues ten entendido que a mí no me importa un rábano que se oiga lo que he de decirte esta noche, y que estoy resuelta a que lo oigan hasta los sordos de la vecindad, si fuera necesario, para que me entienda quien deba entenderme.

-¡Cascabeles! -dijo entonces Brezales, que había comenzado a desabotonarse el chaleco, atreviéndose a mirar a la cara a su mujer;- pues si a tanto te arriesgas, gritaremos todos lo que podamos, que mudos no somos tampoco, gracias a Dios... ¡Vaya, vaya con!... Pero ¿se puede saber, señora mía, a qué vienen esos adefesios tan a deshora? ¿Qué costilla se te ha roto o qué casa se nos ha caído?

-¡Me gusta la pregunta, en gracia de Dios! -exclamó doña Angustias, cruzando los brazos y moviendo la cabeza a un lado y a otro.

-Pues me garantizo en ella, ¡sí, señora! -respondió Brezales, soltando cuatro botones de su chaleco de un solo tirón con las dos manos a un tiempo.- Yo no sé qué cosas nuevas pasan aquí hoy para que te me vengas a estas horas con ese despotrique...

-No sé lo que es despotrique -interrumpió doña Angustias, con cierto dejo de zumba sobre la palabra;- pero si quieres decirme que te extrañan el tono y la hora en que te hablo, te respondo que no piden jarabe las cosas que nos están sucediendo...

-Y no de ayer acá, por más señas -interrumpió don Roque, forcejeando para quitarse el chaleco.- Por eso me pasmo de que las tomes ahora con tanto calor... ¡Vaya, vaya! Pues estos días atrás no te ha dado tan fuerte la pataleta, y los motivos eran ínticos a los de hoy.

Largó en esto el chaleco; y mientras iba a colgarle de una perilla de su cama, quedó a la vista el aspa que le formaban sobre la espalda los tirantes del pantalón, cuya cintura andaba, cerca de los sobacos.

-¡Mentira! -contestó seca y airadamente su mujer.

-¡Mentira? -repitió Brezales volviéndose hacia ella, después de colgar el chaleco y con una mano ya en el nudo de la corbata.

-¡Mentira! -insistió doña Angustias.- Ni un solo día he dejado de aconsejarte que miraras bien lo que estaba pasando en nuestra casa, porque era muy serio, muy grave; y alguna vez me hubiera encrespado, como me encrespo ahora, si no te hubieras escapado de mis alcances, como te me escapabas a lo mejor, por no saber qué responderme; pero hoy se ha colmado la medida, ¿lo entiendes?... y no te me escaparás como no eches esa puerta abajo...

-¡Te digo, Angustias, que te desconozco! -exclamó Brezales, despechugado ya y después de arrojar sobre una silla su corbata de mariposa.

-Pues debieras esperarlo -replicó su mujer,- porque el caso no es para menos.

-Repito que te desconozco -dijo el marido, soltando a tientas los tirantes de los correspondientes botones. -Y además de desconocerte -añadió, arrojándolos con brío hacia atrás por encima de los hombros,- me pasmo de la falta de diéresis con que te explicoteas y conduces en este momento.

-¿Mi falta de diéresis?

-Sí, señora -insistió Brezales muy erguido, comenzando a desátacarse los pantalones,- tu falta de diéresis; porque a tenerla en su punto y sazón, no tirarías esas piedras a mi tejado, siendo el tuyo de cristal... ¿Ha dicho algo?... Pues tómese en cuenta, ¡cascabeles! que si yo desollé la cabra, tú me la tuviste... Pues, hombre, ¡tiene que ver!...

-No hay tal que ver -replicó doña Angustias siguiendo a su marido, que andaba de acá para allá con las bragas entre manos,- porque yo nunca he negado que te ayudara en esa mala obra; y precisamente porque te ayudé y reconozco mi pecado, tengo tanto empeño ahora en que se enmiende lo mal hecho.

-Y ¿cuál es lo mal hecho, señora mía? -preguntó con afectada gravedad don Roque, mirando cara a cara a su mujer, sentado ya en una silla, a los pies de su cama, para quitarse las botas.

-¿En eso estamos ahora? -preguntó a su vez doña Angustias, muy indignada.

-En eso, justamente -respondió con sequedad su marido, forcejeando en su tarea con pies y manos.- Pues ¿qué te piensas? -añadió poco después, metiendo las botas debajo de la cama,- ¿que es artículo de fe para mí la maldad de ese particular que tanto te encalabrina? ¡Pues, hombre, ni aunque ma hubiera caído yo de un nido! ¡Vaya, vaya!...

Doña Angustias tuvo en la punta de la lengua entonces media docena larga de improperios; pero logró devorarlos todos, menos uno, a fuerza de fuerzas: el menos áspero y contundente para el pobre hombre, de quien se apartó dando una rabonada y diciendo con ira:

-¡Dios mío, qué majadero!...

Don Roque, que estaba ya quitándose los pantalones, se sintió herido por la palabra, jamás oída con igual destino en boca de su mujer.

-¡Angustias! -exclamó entre dolorido e indignado, volviendo hacia ella los ojos.- ¡Estás desconocida esta noche, te lo vuelvo a repetir!... ¡Hasta te descompones... hasta me faltas si a mano viene!...

-Es que ya me canso de golpear con el puño en hierro frío -replicó doña Angustias, volviéndose hacia su marido desde el otro extremo del dormitorio,- y de andarme con paños calientes donde se necesitan cantáridas que levanten ampollas; porque el mal crece de día en día que es un espanto... y estoy dispuesta a cortar por lo sano y sacar el Cristo, pese a quien pese... porque eso es de necesidad... porque estamos todos en vilo en esta casa, y peor que en vilo, sí, señor, peor que en vilo, ¡en berlina! y además la pobre Irene acabándose, muriéndose poco a poco, a fuego lento, por culpa de tu necedad... y de la mía también... En fin, hombre ciego y testarudo, que éste es un caso inaudito; y para ti y para mí que somos los causantes de él y padres de la desdichada, un caso de conciencia de los más graves...

-¡De conciencia! -exclamó con voz airada Brezales, arrojando las bragas sobre una silla.

-¡Conciencia -añadió en seguida, andando con cierta solemnidad y en calzoncillos hacia su mujer.- Y ¿qué es la conciencia? -concluyó puesto en jarras delante de ella y mirándola de hito en hito.

-¿Quieres que yo te lo diga -le respondió muy templada doña Angustias,- para aprender lo que no sabes?

-Obrar en conciencia -expuso don Roque menospreciando la respuesta de su mujer,- cumplir cada cual con sus deberes; llenar... vamos al decir, cada hijo de vecino el puesto o lugar que le corresponda; subir a las alturas que por sus caudales le están señaladas... o por la divina Providencia... por la divina Providencia, sí, señora, que castiga lo mismo las faltas de hacia abajo que las sobras de hacia arriba... y ya me entiende usted... ¡Conciencia!... De conciencia es cumplir las palabras empeñadas entre caballeros o personajes de bien, como la que empeñamos tú y yo con esa ilustre familia que tanto nos honra y favorece; de conciencia es en los padres mirar por el lustre y la felicidad de sus queridos hijos... o hijas, es de material para el caso; de conciencia es, entiendo yo, por consiguiente, que quien puede ser duquesa no se conforme con menos... ¿Oyó usted el golpe, señora mía?... Pues ahí llaman.

Dijo y se volvió hacia su cama, junto a cuyo testero se detuvo para liarse a la cabeza un pañuelo de seda, rojo de color y resudado, que sacó de un cajón de su mesita de noche, y vestirse el camisón de dormir, que tenía escondido debajo de las almohadas.

Mientras en estos menesteres se ocupaba el pobre hombre, su mujer, perdido ya todo miramiento, le ponía como un trapo sucio, por obcecado, por simple, por vanidoso ridículo... hasta por mal esposo y peor padre.

-¿Y tú... -llegó a decirle exasperada e inclemente,- tú eres el hombre que se atreve a explicarme a mí lo que es conciencia? ¿Dónde está la tuya? ¿La tienes por si acaso? Y si la tienes, ¿de qué es? ¿Para qué te sirve? ¡Fatuo, más que fatuo! ¿Todavía no has llegado a comprender, con los años que tienes encima, por qué te hacen esas gentes tantos arrumacos y tantas cucamonas? ¿Piensas que por tu linda cara? ¿Piensas que por tus talentos? Pues te llevas un gran chasco si tal piensas. Esas gentes, como otras muchas de allá y de acá, más grandes y más chicas, te adulan y te manosean por lo que tienes de rico, para comerte un costado o para ampararse a la sombra de tus talegas... porque no sirves para otra cosa, tienes que convencerte de ello; y tú, bobalicón de Satanás, te dejas caer de primo. Ésta es la verdad, Roque; la pura verdad, duélate o no te duela; porque lo apurado del caso pide que se diga sin miramientos, y sin miramientos te la digo ¡por primera vez en mi vida! ¡Mira tú si el mal será de muerte!...

Don Roque Brezales, sin responder ni con un quejido a este vapuleo inclemente de su mujer, se metió en la cama sosegadamente y se cubrió con el embozo de la ropa hasta cerca de las narices. Doña Angustias tomó el silencio de su marido a menosprecio de sus palabras; embraveciose más con la sospecha, y desfogó sus iras de esta suerte, acercándose hasta la mesita de noche, en cuyo mármol, con lágrimas de estearina, apoyó una de sus manos:

-Yo también he sido fatua en este condenado asunto... y en otros muchos de menos importancia; yo también creí que nos llovía en casa un pedazo del cielo casando a Irene con ese badulaque; yo también pensé que por la bambolla de ser duquesa mañana u otro día, entraría con todas hoy de buena gana, aunque al principio se le atragantara un poco el noviazgo ese. En esta creencia, te ayudé en ese tu empeño de llevar el asunto por la posta, de buena fe, honradamente, entiéndelo bien; porque yo no podía querer para mi hija cosa alguna que le repugnara tanto cómo esa repugna a la infeliz... y con muchísima razón; pero caí de mi burro, porque tengo corazón y conciencia, no de la casta de la tuya, y ojos en la cara, y sentido común; y desde aquel día empecé a tratar contigo el modo de deshacer lo hecho... no me lo negarás. Como era culpable también, y no te creí tan duro de mollera ni tan irracional como ahora resultas, lo llevé por la buena y poco a poco, esperando que las pesadumbres y dolores de tu hija conseguirían de tu corazón lo que no alcanzaban mis razones; pero nada: tú como una peña, hecho un zascandil barrescobas de esas gentes, que se están riendo de ti, y ¡sordo que sordo y ciego que ciego a los lamentos y a las desdichas de tu casa!... Hasta aquí he podido contenerme por las razones que te he dicho; pero tal se han puesto ya hoy las cosas; tal es la violencia en que vivimos, y tan amargo y tan negro es lo que está pasando la pobre Irene por culpa de tus bambollas irracionales, que rompo por todo esta noche, y te juro por el santo nombre de Dios crucificado...

Aquí respingó Brezales debajo de las ropas, y se volvió hacia la pared, contraído y resoplando.

-Te juro -continuó su mujer después de una corta pausa, acercándose más a la cama o inclinándose sobre ella para que no perdiera una sola de sus palabras el oído de don Roque,- te juro que mañana mismo... óyelo bien... mañana mismo, muy temprano, como el camino de la playa, aunque sea a pie; me presento en casa de esas gentes, y en media docena de palabras, tan claras como las que me estás oyendo aquí, dejo terminado este sainete que nos está haciendo ser la irrisión de todo el pueblo, aunque es tragedia de lágrimas para nosotros... ¿Lo has entendido bien? Pues sírvate de gobierno, y duérmete ahora paladeando las pomposidades del noviazgo de tu pobre hija.

Con esto se volvió doña Angustias hacia su cama, al tiempo mismo que su marido se incorporaba en la suya de un brinco, como si fuera un pelele de resorte.

-¡Por el amor de Dios, Angustias! -exclamó con las de la muerte pintadas en los ojos,- ¡no hagas eso todavía! Yo te confieso que te sobra la razón; yo te declaro que puede haberme cegado algo en estos particulares ese demonio que tú dices; que no anduve todo lo circunflejo que debí de andar en los primeros momentos... como no anduviste tú tampoco; yo te aseguro que si después acá no he llevado las cosas conforme vosotras queríais, ha sido por creer que, después de rematadas a mi gusto, me daríais todas las gracias, no porque yo no tenga a esa hija, como a la otra y como a ti, en las mismas entretelas del corazón... ¡Dios mío de mi alma, cómo había de ser de otro modo! Yo peno como tú; yo las estoy pasando tan negras como vosotras, y más, si bien se mira, porque encima de lo que todos pasamos por igual, llevo yo la carga de las maldiciones de Irene, de los alfilerazos de Petra y de la tunda horrorosa que acabas de darme tú. ¡Tú, que nunca me has maltratado ni de obra ni de palabra hasta ahora! Pues no me ofendo ni me encalabrino, mírate tú; porque hasta para otro tanto más dan las aparencias entre personas que no conocen, como conozco yo, las miles contingencias del corazón humano... Ésta es la verdad, Angustias, ¡la purísima verdad!... Con todo y con ello, yo me declaro tonto de remate, zascandil y barrescobas de esos personajes, marido sin diznidaz y hasta padre sin vergüenza, y te doy la razón para tratarme como me has tratado y cumplir el juramento que me has hecho; porque, séase lo que se fuere, es la verdad que la vida que traemos en esta casa últimamente no es para llevada muy allá... Pero ¡por el amor de Dios te lo pido, Angustias! No hagas eso mañana... y déjalo de mi cuenta. El ilustre caballero está para llegar de un día a otro, y no parecerá bien que cuando llegue se encuentre patas arriba un asunto que traerá él metido en las mismas niñas de sus ojos. Entre él y yo le arreglamos en Madrid; a mí y a él nos toca desarreglarle, ya que quiere el demonio que se desarregle. Yo te juro, Angustias, que en cuanto llegue ese caballero... pasado mañana, según las últimas noticias, sabré cumplir con mi deber.

-¡Buenas agallas tienes tú -dijo la señora desde su terreno, sin volver la cara y empezando a desnudarse,- para una valentía como esa!

-¡Te juro que las tendré!

-¿Y si no las tuvieras... como no las tendrás?

-Si no las tuviera, te lo declararé lealmente y nos valdremos de las tuyas.

-Trato hecho -concluyó doña Angustias volviéndose hacia su marido.- Dos días de plazo desde que él llegue; Y si al cabo de ellos te falta valor, que eso yo lo conoceré sin que tú me lo declares, entro yo a cumplir mi juramento... mi juramento, óyelo bien, y por el santo nombre de Dios crucificado.

-Trato hecho, -repitió balbuciente el pobre hombre, en cuyos oídos resonaron las palabras del conjuro de su mujer como las de una sentencia de muerte. Tembláronle las fofas carnes; y, hecho un ovillo, se dejó caer sobre la almohada, con los ojos cerrados y vuelto hacia la pared.

-Pues basta de conversación, -dijo dura y secamente doña Angustias, empujando hacia los pies toda la balumba de sus faldas a un tiempo.

Muy poco después se metió en la cama, murmurando rezos y haciéndose cruces; apagó la bujía, y quedó el dormitorio, tan lleno de rumores y hasta de iras momentos antes, completamente en paz, a oscuras y en silencio.




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- XV -

Signos de bonanza


La noticia que de este solemne y terminante acuerdo dio a sus hijas doña Angustias al otro día muy temprano, cayó sobre Irene como fecundante rocío en planta mustia, y alivió grandemente a Petrilla de sus intolerables impaciencias. Nunca se había mostrado con ellas su madre en aquel asunto tan franca, tan cariñosa ni tan resuelta.

Dirigiéndose a Irene, la dijo en conclusión:

-Ahora, hija mía, con estas seguridades que te doy, echa un puntal a tus ánimos, y empieza a sanar de esos pícaros males que te obligan a curarte en sana salud. No más encerronas a oscuras a lo mejor del día, ni más cama forzosa, ni más... ¡Virgen de las Angustias, lo ridículo que sería eso si no fuera tan amargo de paladear, para ti principalmente! Quiero decir que, si vienen esas gentes, las recibas como si tal cosa. Bien que delante de ellas hagas el papel de convaleciente; pero con buena cara, aunque la intención sea la que debe de ser: de las peores. ¿Me entiendes? Cierto que estás en capilla todavía; pero sabiendo que ya te han firmado el perdón para ponerte en la calle; y considerándolo así, la traza de las cosas que te rodean ha de variar mucho a tus ojos, sobre todo la del verdugo que te espantaba ayer. ¡Qué barbaridad! ¡Si no podemos tener perdón de Dios los desatinados que hemos puesto las cosas en ese extremo increíble! Porque yo, bien mirado el asunto, he pecado en ello tanto como vuestro padre; y si se me apura un poco, he pecado más; más, hijas mías, más, puesto que él todavía no ha caído de su burro, y aún está en la creencia de que te pierdes el premio gordo desechando a ese pretendiente; al paso que yo le estoy viendo con tus mismos ojos desde que conocí que no le podías tragar. Flaquezas humanas, ¿qué queréis? Y no digamos tan mal de ellas, cuando me atrevo a confesarlas... Pero ya hablaremos de esto en otra ocasión... Por ahora lo importante es lo dicho: cambiar tú de vida desde hoy; dejarse ver de todo el mundo como si nada pasara, y si vienen ellos y quisieran correrse algo en la conversación, buena cara y larga soga... Después de todo, no sería enteramente justo matarlos de un golpe en seco, porque ellos no han hecho más que creer lo que nosotros les hemos afirmado; y nosotros, es decir, tu padre y yo, somos los que hemos de desengañarlos, bien desengañados, eso sí; pero con los debidos respetos... Y tú, chiquilla -añadió cambiando de tono y encarándose con Petra,- mucho juicio, ¿eh?... y dos nudos a la sin hueso, ahora más que nunca. No te dejes llevar de las ganas que te retozan en los ojos en cuanto esas gentes se te ponen delante... ¡Qué ratos me has hecho pasar estos días! ¡Si no llego yo a estar a tu lado!... Así como así, se la tienen ya medio tragada; y si no, bien puede decirse que los ciega la vanidad, o son tontos de remache. En cuanto a vuestro padre, mucha caridad con él, y ni media palabra sobre el caso.

Con muy poco más que esto se acabó aquella conversación; se fue doña Angustias a sus quehaceres, y se quedaron las dos hermanas haciendo comentarios sobre el punto substancioso de la entrevista.

-Ahí tienes tú, mujer -decía Petrilla a Irene, acabando de resumir lo tratado allí entre ambas,- lo que es la pobre condición humana: dale pechugas de perdiz a un cuerpo regalado, y como si nada le dieras; y con un mendrugo de tres días se le aguzan los dientes a un hambriento... Ayer no había debajo del sol cosa alguna con que levantarte los ánimos; y hoy, con media docena de palabras de mamá, ya pareces otra. Verdad que te has llevado una temporada, hija, que se la doy yo a la mujer más recia de agallas... ¡Todo negro para ti por todas partes! Así es que con este poco de sol que has visto ahora de repente... Hay que convenir en que mamá estaba en lo firme cuando guardaba con nosotras aquellas reservas que tanto nos desesperaban, y aquel tira y afloja que tomábamos hasta por falta de caridad. ¡Mira si hemos sido injustas con ella!... Si lo he dicho yo siempre: para que las palabras sirvan de algo, hay que hablar poco y a tiempo... Por supuesto, Irene, esto no quita que lo que yo quería hacer hubiera sido lo mejor, por ser más breve. Bien que para ciertas cosas se midan mucho los pasos; pero para otras, como éstas tuyas... ¡Bah, bah!... a mí que no me digan. Antes con antes y por si acaso; que mortales somos y flacos de voluntad... ¡Jesús, y qué peste de sabiduría me consume hoy! ¿Has visto, mujer?

Andando en éstas y otras, apareció en la estancia, después de anunciarse con dos golpecitos a la puerta, don Roque, de bata y gorra y con un fajo de cartas abiertas en la mano. Iba a hacer la visita acostumbrada a Irene antes de bajar al escritorio. ¡Mala traza llevaba el pobre hombre! Ojeroso, tristón, verdinegro y rechupado de faz, y lacio, ¡muy lacio! y desmadejado de cuerpo. Habló con sus hijas poco y con desmayada voz; pero pescó al vuelo la mejoría de Irene: tan pintada la tenía en la cara. Además, tanto ella como su hermana le recibieron con una afabilidad a que no le teman acostumbrado tiempo hacía.

-¿Ha estado hoy mamá con vosotras? -las preguntó al despedirse.

Le respondieron que sí.

-Pues ahí está el quis del milagro -se decía mientras bajaba lentamente del piso al entresuelo.- Ella se lo habrá contado de pe a pa, y la otra, en la confianza de que yo haré lo que he prometido... tan satisfecha y campante... ¡Y despistójese usted y descrísmese por el bien y la pompa de su familia! ¡Salga usted del procomún de la sociedad a fuerza de fuerzas, y ensálcese hasta lo más alto!... ¿Para qué? Pues para esto que pasa aquí... Para que todos los ojos cieguen, y solamente los de usted vean la luz, y tenga usted que decir que no la ve y hacerse el ciego además; para que, cuando usted se ría, lloren su esposa y sus hijas, y cuando se rían ellas, como ahora, sepa usted que se ríen por lo mismo que a usted le está matando. ¡Matándole, sí, señor; y no rebajo un lápice! Porque entrar yo con ese caballero en las explicaciones a que se me obliga, y caerme redondo, será una misma cosa... Y no será la vergüenza solamente lo que me mate, júroselo a Dios, sino la pesadumbre de tirar por la ventana el resplandor y la gloria de mi familia... Porque así es la verdad, ¡el puro Evangelio! aunque lo contrario sostenga todo el protomedicato de la cristiandad entera... porque a conocer el mundo y el corazón humano no me echa a mí nadie la pata, ni a ser hombre del día ni padre amoroso... ¡Por vida!... ¿Pues me empeñaría yo en lo que me empeño si no creyera que por ahí se va al sumo bien de ella y a la honra de todos nosotros?... ¿Si pensarán que me he caído de un nido... o que no tengo ojos en la cara ni entrañas de padre en mi corazón? Pero como si no tuviera nada de ello para el caso hay que hacerse el tonto de la cabeza y el tigre desentrañado; tirar por el balcón la gloria y la fortuna que se nos han metido por las puertas, y acomodarse a vivir como meros palifustranes, cuando se podía levantar uno hasta... ¡hombre, hombre!... Y no hay remedio, si se ha de vivir en paz en la casa doméstica. ¡En paz... y vivir! ¡Ya te quiero un cuento! ¡Vivir, pasando por donde yo tengo que pasar para llegar a donde ellas quieren que llegue! Hasta el pellejo he de soltar en la estrechura... Y bien mirado, mejor será así. Muerto el perro, se acabó la rabia; y no habiendo perro, tampoco habrá ni tentaciones de ladrar; y estando todo en silencio, será mayor el sosiego, y la paz más duradera. ¿No es eso lo que queréis? Pues eso será; y a ver qué tenéis que pedir entonces a este mal padre y peor marido, cuando le veáis finado en holocáustico de vuestras mal entendidas comenencias.

A media mañana salieron de tiendas doña Angustias y Petrilla, y muy poco después se encerró Irene en el tocador; sola, porque su doncella era algo charlatana, y para el saboreo de los pensamientos agradables estorban los testigos y molestan los rumores de la conversación.

Y eran risueños los pensamientos de Irene en aquella ocasión, aunque en absoluto parecieran «poca cosa,» como el mendrugo del ejemplo de Petrilla. Ya se había roto el hielo de lo que ella tuvo siempre por inclemencias de su madre, aparente cómplice en el atentado inaudito contra su libertad, su corazón y su conciencia; ya se había reconocido su derecho y señalado formalmente un término para aquel conflicto de su alma, que hubiera llegado a costarle la vida. Su libertad estaba ya decretada: poco la importaban unos cuantos días de más o de menos para gozar de ella. ¡Cuánto tiempo entre tinieblas y dolores! ¡Qué alegre le parecía aquel inesperado rayo de luz, y qué saludable aquel repentino bienestar!

Que cobrara alientos la decía su madre, y que si venían «esas gentes» las recibiera como si tal cosa... ¡Vaya si los había cobrado y se encontraba valiente para dar la cara a su enemigo con la debida serenidad!... Que viniera, que viniera ese guapo cuando quisiera, lo mismo solo que en cuadrilla, y se vería cómo, sin rebasar ella de lo justo y acordado, sabía ocupar su puesto en toda regla...

Al llegar aquí con sus meditaciones, sentándose delante del espejo para peinarse, la avisó la doncella que estaba la beata en el recibidor, pretendiendo que la hiciera la caridad de oírla dos palabras. Le dio el corazón un volquetazo.

¡La beata! ¡y preguntando por ella! No la había visto desde aquel día; pero bien sabía Dios que no la tenía en olvido... Pues su aparición en aquel momento no podía ser de mal agüero, porque ocurría en día fausto para ella; y además, por el lado de doña Mónica no podía esperar malos sucesos...

Pero ¿debía de recibirla? Y ¿por qué no? Corriente, la recibiría; pero ¿allí mismo, tan en confianza? ¿o la haría esperar? ¡Esperar!... ¿para qué?... Podrían venir en tanto las ausentes; y quizás no se atreviera entonces la beata a decirla aquellas dos palabras que, por caridad, estaba ella obligada a oír.

-Que pase, -respondió a su doncella, resolviendo de esa manera las apuntadas dudas que la tuvieron indecisa breves momentos.

-¿A dónde ha de pasar? -preguntó Rita mirando a Irene con sus ojos de rámila, como si tratara de llevarse algún secretito robado con ellos.

-Aquí mismo, -respondió Irene, abrochándose escrupulosamente el peinador.

Un instante después entró en el tocador la beata, con el paso, y el vestido, y el librejo, y el rosario, y la carita de siempre.

-¿Qué se le ofrece, doña Mónica, y en qué puedo servirla a usted? -la dijo Irene viéndola en el espejo y mirándola casi a través de la espesa nube de sus cabellos negrísimos, que comenzaban a caer entonces en brillantes cataratas por delante de cada sien.- Acérquese un poco más y siéntese aquí, a mi lado, en esta silla... Y perdone que no la dé la cara, por no permitirlo lo que estoy haciendo; pero hable, hable lo que guste, que yo bien la oigo, y hasta la veo...

La respuesta de doña Mónica fue larga, porque la ornamentación plañidera y pespunteada de su estilo era incompatible con la brevedad expresiva del relato liso y llano. Aquella visita debió habérsela hecho al día siguiente de la última: una semana cabal; pero «como la mujer pecadora propone, y Dios nuestro Señor en su infinita sabiduría dispone lo que mejor nos conviene,» cuando más ufana iba con el recado... «vamos al decir, con el deseo de cumplir honradamente con un deber, pues no es uno lo mismo que otro, y no está bien que el demonio se goce de balde con mentira ociosa,» la cuenta el portero que la señorita ha caído en cama; que la amorosa familia andaba a su lado muy apurada, y que no se recibía en la casa a nadie, sino a ciertas personas con autoridad y méritos para ello...

Irene atajó en estas alturas el relato de doña Mónica, para preguntarla, con voz no muy entera todavía, y después de haber corrido al amparo de sus cabellos, de propio intento echados entonces como una cortina sobre los ojos, cierto temporal levantado en sus adentros por la virtud de algunas palabras de la relatora:

-Y ¿qué deber era ese que usted venía a cumplir en esta casa al día siguiente de su última visita?

-Pues, señorita mía de mi alma -respondió doña Mónica, haciéndose todavía más ovillo de lo que se había hecho al sentarse,- yo se lo diré a usted, con la divina gracia del Señor, como tenía pensado decírselo; porque no me han traído otros negocios a esta casa, fuera de la satisfacción de verla a usted en sana salud, por la intercesión de la Virgen Santísima, madre piadosa y abogada nuestra. Y a lo que voy. Resulta, amiga de Dios y señorita de mi alma, que al salir yo de la iglesia al día siguiente de verme con usted, también pasó él por delante de la puerta con su andar a pulso y sus espejuelos relumbrantes: lo propio y mismamente que el día anterior.

-¿Quién pasó, doña Mónica? -interrumpió Irene, con mayor curiosidad que firmeza de voz.

-Pues pasó él, señorita de mi alma; el señorito Pancho -respondió la beata, lanzando una mirada rápida y escrutadora al espejo en que se reflejaba la cara de Irene, medio oculta entre las dos caídas del pabellón de su pelo;- y pasando el señorito Pancho, como es él tan bueno, y yo, en conciencia de cristiana, le era deudora de aquella obra caritativa que usted sabe, y a más y más me clavaba en los mismos ojos de la cara el relumbre de los espejuelos, a la verdad, señorita Irene, me pareció muy puesto en santa ley de Dios, que nos manda ser agradecidos y serviciales con nuestros bienhechores, acercarme a saludarle con el mismo corazón puesto en los labios; y así lo hice, señorita de mi vida; así lo hice, sin que, gracias a nuestro Señor, tuviera que sentir pesares de ello; porque si parcial y cariñoso se me había mostrado la víspera, aquel día, señorita Irene, fue las dulzuras mismas de la miel con esta miserable pecadora. ¡Lo que él me agasajó con la palabra! ¡Lo que él me preguntó por los frutos de mi visita a esta ilustre casa! ¡Lo que él se interesó, María Madre de misericordia, por la salud de todos ustedes, y en particular por la de usted, señorita Irene, que era la menos floreciente de todas, según las noticias que él tenía... y las que yo también le di!... Sí, señorita, las que yo le dí; porque, puestas ya las cosas en este punto, yo tuve que contarle honradamente todo lo que me había pasado aquí: cómo la encontré a usted sola en casa; cómo me recibió usted en cristiano y santo amor, indigno de una pobre y sierva del pecado como yo; cómo, después de oírme la confesión que la hice de las caridades de él conmigo aquella mañana, me colmó usted también de beneficios y consuelos, para deleite de mi corazón y vergüenza de mis muchos pecados; cómo ¡Señor Dios omnipotente! me pareció usted algo atribulada del espíritu y quebrantada del cuerpo... pero, por misericordia divina, fuerte y animosa de corazón, llena del santo consuelo de la esperanza y bien encendida en el piadoso fuego de la caridad... En fin, señorita de mi vida, yo me creí obligada a corresponder a las finas bondades del señorito Pancho con todos ustedes y conmigo, aunque indigna, declarándole cuanto yo tenía por verdad y a usted la ponía en el punto honroso que se merece, por gracia de la Virgen Santísima... No sé si hice mal en ello, señorita Irene; pero sé que lo hice con sano corazón y en conciencia de mujer honrada y agradecida...

-No hizo usted mal -dijo Irene, sin acabar de descubrir la cara todavía, ni de adquirir su voz su ordinario timbre armonioso,- si se quedó en lo justo; pero acaso hubiera sido más prudente no haber hablado de esas cosas con un extraño...

-¿Con un extraño, señorita? -exclamó, la beata apretando mucho el librejo entre sus manos, y asestando una mirada gacha y certera a lo poco que en el espejo se veía de la hermosa cara de Irene;- siempre con la venia de usted, me parecía a mí que no es propiamente extraño para uno quien de corazón nos acompaña en nuestras prosperidades y tristezas, como Dios nuestro Señor determina en su santa ley que se haga, y cuando tan contados son los que lo hacen. Yo, señorita Irene, siempre tuve a ese caballero por uno de estos pocos, y téngole a la hora presente; y por eso me permití..

-Ya le he dicho a usted que no ha pecado en ello -dijo aquí Irene, disimulando mal la curiosidad mezclada de zozobras y rubores, y que la iba poseyendo a medida que avanzaba el relato de doña Mónica;- pero quisiera yo que llegáramos cuanto antes al asunto que aquí la trae...

-Pues el asunto es, señorita Irene -repuso la beata volviendo a bajar los ojos y la cabeza, que había levantado para oír la interrupción de Irene;- el asunto, después de agradecer a usted debidamente la merced que me hace tomando a bien esta conducta mía, es que el señorito Pancho no se cansaba de hablar de la salud de usted ni de acribillarme a preguntas sobre ella, ni más ni menos que si quisiera pintarla a usted de cuerpo entero en un papel, tal y como estaba aquel día... hasta con su alma generosa y su corazón cristiano y compasivo; porque es la verdad, señorita Irene, que la gracia de Dios nuestro Señor brilla y luce donde cae, y ciego del entendimiento y de los ojos hay que ser para no verlo; y esto no lo digo en adulación de usted, señorita, que mereció del Señor tal beneficio, sino a cuento de que, no siendo ciego del entendimiento ni de los ojos ese caballero, propio era y bien ajustado a razón que viera lo que está tan a la vista, y se recreara hablando en bien y honradamente de ello. Y voy al caso, con la ayuda de Dios nuestro Señor y el permiso de usted; y el caso es, señorita de mi alma, que, hablando, hablando de tal suerte, llegó a decirme el señorito Pancho estas palabras, tilde más o punto menos: «Pues ha de saber usted, doña Mónica, que tengo yo grandes tentaciones de pedir un favor a esa señorita, que es tan caritativa y tan buena.» A lo que yo le respondí de contado: «La Divina Misericordia no me tome en cuenta el atrevimiento si me equivoco en el dicho; pero, bien puede usted darse ya por servido si es asunto que dependa de la buena voluntad y cristianos sentimientos de ella.» Y a esto me contestó él: «Cabalmente no depende de otra cosa... digo mal, también depende de que usted quiera ayudarme con sus buenas relaciones con esa señorita para enterarla del asunto, por no tener yo otra manera de hacerlo...» Ya ve usted, señorita Irene: él, una persona tan principal y honrada de sentimientos; yo, una pobre y baja criatura, esclava de la miseria y del pecado; y entre medias de los dos, una obra de caridad que dependía de mis manos: ¿qué había de hacer sino ponerme a su servicio, dando gracias a Dios nuestro Señor por la merced que recibía ocupándome en obra tan de su divino agrado?... Conque, señorita de mi alma, entrando en seguida en más explicaciones, llegó a decirme que, tratándose de una caridad de mucha cuenta y que solamente usted podía hacer, por estar el menesteroso al alcance de sus manos, para la debida comodidad de todos me estipularía el caso en un papel, que yo haría por entregar a usted antes con antes. Pareciome bien la ocurrencia, porque de ese modo resultaba el encargo más hacedero para mí, y, si bien se miraba, más agradable a los ojos del Señor, que quiere poco palabreo, y mucho sigilo en las obras de caridad; y convenidos en seguida en el cuándo y en el dónde, aquella misma tarde me puso el apunte en la una mano, y ¡la Virgen de las Mercedes se lo galardone en lo que más desea su corazón, si le conviene!... un papel de cinco duros en la otra... Que no, que sí, que con lo de la víspera sobraba para lo que yo merecía, que estaba muy equivocada, que el equivocado era él, que torna, que vira y que dale... en fin, señorita de mi alma, que tuve que recibir aquel despilfarre de generosidad antes que se me tomara la negativa a punta de soberbia. Conque al otro día por la mañana, después de la tercera misa que oí, y de haber lavado mis culpas en el Tribunal de la penitencia, vine a cumplir honradamente mi obligación en esta ilustre casa; pero ¡quién le dice a usted, señorita de mi vida, que, al llegar al portal, se me entera de que Dios nuestro Señor se ha dignado visitarla a usted aquel mismo día con una enfermedad!... Con el corazón traspasado de pena enteré de ello en su hora al señorito Pancho, para que viera que, si que daba su encargo sin cumplir, no era por culpa mía... ¡Válgame la Divina Misericordia, y cómo se le pintó en la cara en un instante la pesadumbre que recibió con la noticia!... «Pues nada -me dijo en remate,- quédese el encargo para mejor ocasión: lo principal es ahora que sepamos a menudo de la salud de la señorita Irene; y de cuenta de usted corre ese delicado particular.» Y así se ha hecho, señorita de mi alma, viniendo yo todos los días, como lo tengo dicho al principio, a preguntar por usted en el portal, y sin dejar de pedir al Señor, en mis humildes oraciones, que la devolviese pronto la salud corporal, si la convenía, y también la del espíritu, para regocijo de su familia y satisfacción de cuantos en el mundo la queremos bien, aunque no tanto cómo usted se merece... Y en esto estábamos, cuando se me dice hoy abajo que Dios nuestro Señor se ha apiadado ya de usted; que ya está buena; que ya se levanta y que ya puede recibir a las personas de su estimación, y que además estaba usted sola, por haber salido la señora con la señorita Petra, que son las que han dejado en la portería ese recado. ¡Santísima Virgen de las Misericordias, las gracias que yo di al Señor en cuanto pude enterarme de ello! Con las ansias de la alegría subí la escalera; y creyéndome tierra demasiado miserable para que se me contara entre las personas dignas de ser recibidas por usted, esforcé un poco la calidad del motivo de presentarme aquí, con el fin de que se me dejara entrar. ¡Dios nuestro Señor se dignará perdonarme esta mentira con que he manchado la conciencia, en gracia del fin piadoso que me guiaba! Por último y finalmente, señorita: aquí estoy en su presencia para todo cuanto a bien tenga ordenarme, como a su más rendida servidora y agradecida esclava en el Señor, a quien alaba y bendice por verla a usted colmada de la salud que había perdido.

Cesó aquí de hablar doña Mónica, pero no de mirar gacho y sutil a Irene, la cual, desde que la beata la había enterado del verdadero asunto que la conducía allí, se veía y se deseaba para ocultar lo que estaba pasando por ella; y cuanto más bregaba en su empeño, peor lo ponía: temblaba en su mano pálida el peine, pasado y repasado cien veces por un mismo sitio; andaba la cortina de pelo de acá para allá, y tan pronto se veía en el espejo un pedazo de la cara asomando por una abertura del negro pabellón, como se eclipsaba totalmente, igual que luna de enero en noche de secos vendavales; tosía sin ganas de ello, y se removía en el asiento sin maldita la necesidad.

Ya llevaba un buen ratito de silencio la beata, que no la quitaba ojo ni cesaba de manosear su roñoso libro de oraciones; y aún no había dado Irene señales de haberse enterado de ello. Al fin, o porque halló la serenidad que andaba buscando tiempo hacía, o porque tosió doña Mónica de cierto modo, rompió a hablar de esta suerte con voz algo ronquilla, pero sin volver del todo la cara ni descubrir el lado de ella frontero a la beata:

-¿Y dice usted que él la ha dado un apunte... o cosa así, para que yo haga una obra de caridad?

-Justamente, señorita -respondió la beata, parpadeando muchas veces seguidas y hundiendo media mano derecha en las entrañas de su librejo.- Un apunte sobre ese piadoso particular, que no se ha separado un momento de mí persona desde que me le entregó la que usted sabe... Aquí está, y tengo el honor de ponerle en manos de usted, con el mismo respeto y con el mismo fin de servir en ello a Dios nuestro Señor, con que de mí fue recibido en su día.

Diciendo esto, enderezó un poco el enroscado cuerpecillo, alargó el brazo y puso sobre el mármol del lavabo, y muy arrimadito a la palangana, lo que sus dedos sutiles habían sacado de las entrañas del libro.

Mirolo de reojo Irene; y sin tratar de tocarlo, como si le causara extrañeza, dijo a la beata:

-Pero usted me hablaba de un apunte, doña Mónica; y esto que usted me da aquí, parece cosa muy diferente. ¿No se habrá equivocado usted?

-¿Y cómo sería eso posible, señorita de mi alma -exclamó doña Mónica con el acento de la más seráfica ingenuidad,- no teniendo yo otros documentos que ese en mi poder, y no habiéndole apartado de mí un mal instante desde el punto en que le recibieron mis manos?... Pero ¿qué puede usted ver en él, pecadora, y miserable de mí, que le choque, para que le tome por equivocado? ¿No está bien manifiesto, en gracia de Dios, el nombre de usted ahí encima, o yo no sé pizca de lectura a la hora presente?

-Pues por eso mismo, doña Mónica; por eso mismo lo digo yo -contestó Irene, atreviéndose a mirar a la beata con la cara descubierta pero sin señal de enojo en ella, aunque sí de grandes vacilaciones y pudorosos escrúpulos.- Esto, más que apunte, parece una carta en toda regla.

-Bien puede ser, señorita de mi alma, y con la venia de usted -replicó la beata sin apurarse mucho por el reparo de Irene,- un apunte debajo de un sobre, como yo misma quise que fuera, por aquel recato y honestidad que piden las obras piadosas... y así se lo dije al señorito cuando tuvo la bondad de disculparse conmigo porque me entregaba cerrado el documento. Que tenga éste más o menos palabras para la debida claridad del caso y pintura de la persona necesitada del socorro caritativo de usted, ¿qué más da ello, señorita de mi alma, por los clavos de nuestro Divino Redentor?

-Ciertamente -repuso Irene, dejando el peine sobre el mármol y comenzando a torcer entre sus manos una de las dos madejas de pelo que tanto le habían dado que hacer.- Bien pudiera ser lo que usted dice, y eso será...

Por demás se le ocurría a la beata que la mejor manera de salir de aquellas dudas era romper el sobre y enterarse de lo que contenía; pero también se había persuadido ya de que, ardiendo Irene en deseos de hacerlo, no lo haría mientras ella estuviera delante. En esta firme y bien fundada creencia, acabó de enderezar el cuerpecillo, requirió el rosario y el librejo y los picos de la mantilla; y puesta de este modo en actitud de despedirse, dijo a Irene, entornando hacia un lado la cabeza, siempre gacha:

-En esa conformidad, señorita, y con el regocijo de haberla visto a usted en buena salud, por la misericordia de Dios nuestroSeñor, no quiero molestar más; y con el permiso de usted... como ya queda cumplida mi obligación...

-¿Se marcha usted tan pronto, doña Mónica? -exclamó Irene, disfrazando muy mal su ardiente deseo de quedarse sola.

-En cuanto usted se sirva -respondió la beata, leyéndola las intenciones en la cara y en la voz,- honrarme con dos palabras de respuesta sobre el particular que la he entregado...

A lo que replicó Irene a trompicones y después de pensarlo bastante:

-Pues... nada... Dígale usted que... que será servido... eso es... en todo cuanto dependa de... de mi buena voluntad... ¿me entiende usted? de mi buena voluntad...

-Serán medidas sus palabras de usted, señorita -dijo la beata; y añadió, clavando sus ojuelos grises en los negrísimos y entonces cobardes de Irene:- y sin perjuicio, paréceme a mí, de que si, después de enterada usted del apunte, encontrara en él alguna cosa... vamos al decir, que la mereciera atención, supongamos, más particular...

-Justamente, ya diría yo entonces...

-Porque como, si usted me da su permiso, he de volver por aquí pronto, con el amparo de Dios, y en mí tiene usted propio seguro...

-Por supuesto, doña Mónica, que cuento con que usted vuelva pronto, no precisamente por eso, que probablemente no necesitará más respuesta que la que ya he dado, sino porque quiero pagarla una deuda que tengo con usted, y no puedo pagar hoy por no tener a mano lo ofrecido... y algo más para con ello, que acaso parecería...

-¡Quién se acuerda de eso ahora, señorita de mi alma? -exclamó doña Mónica, compungiéndose y espiritándose toda de pies a cabeza.- La cabal salud del cuerpo y el rocío celestial para el esponje del alma, es lo que usted necesita de presente, así como yo limpieza de corazón y fortaleza de espíritu para que la Divina Misericordia acoja y reciba en bien los ruegos que día y noche la hago por la felicidad de todos ustedes...

-Lo uno y lo otro, doña Mónica -dijo a esto Irene, levantándose para acompañarla hasta la puerta;- porque las dos cosas caben juntas...

-Como usted guste, señorita -respondió la beata, moviéndose un poco en dirección a la salida,- pues usted siempre tiene razón, porque la Divina Providencia no deja de asistirla nunca con su gracia.

-Otro gallo me cantara entonces, doña Mónica, si eso fuera verdad -repuso Irene, empujándola suavemente hacia la puerta;- pero, en fin, no me quejo; que, aunque pecadora, nunca me falta Dios en los grandes apuros de mi vida... y bien ingrata sería yo si no lo reconociera así... Conque adiós, doña Mónica... hasta la vista, ¿eh?... Por supuesto -añadió, deteniendo de pronto a la beata y bajando mucho la voz,- que como en esto de las obras de caridad lo primero es el secreto y la... cuento yo con que no sepa nadie una palabra de esto que ustedes me recomiendan...

-¡Señorita de mi alma! -exclamó entonces la beata, casi afónica- ¿Pues no recuerda usted lo que le dije al principio en disculpa de venir cerrado el apunte? ¡Si precisamente soy yo un pozo sin fondo para esos particulares!

-Ya lo sé, doña Mónica, ya lo sé -dijo Irene, volviendo a ponerla en marcha hacia afuera con un empujoncillo y dos palmaditas en la espalda.- Era, decir por decir... Conque salud, doña Mónica, y hasta la vista... y muchísimas gracias por todo...

-No puedo recibirlas en conciencia, señorita de mi vida, porque eso y mucho más...

-No importa; pero yo quiero dárselas.

-¡La Virgen de las Mercedes la colme a usted de las que merece por sus bondades!

-Adiós, doña Mónica.

Salió la beata; cerró Irene la puerta del tocador por dentro; y respirando con ansia al verse sin testigos, acercose apresuradamente al lavabo; recogió la carta que había colocado allí doña Mónica; rompió el sobre con mano acelerada y trémula, y se apoderó de lo que contenía, que era un plieguecillo escrito por las cuatro caras en letra limpia y menuda.




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- XVI -

Menudencias


Al fin tuvo Irene que acudir a la ayuda de Rita para acabar de peinarse; pero después de haber rebasado el sol un buen trecho de las alturas del mediodía: no hallaba manera de cogerse el pelo por sí sola, como le cogía en las contadas ocasiones en que Petrilla no la peinaba; las dos se peinaban mutuamente, y ninguna de ellas se valía de la doncella para ese menester sino en casos de extremo apuro, como el de Irene aquella mañana: ¡Qué modo de escurrírsele el tiempo entre los dedos! Primeramente la visita de la beata: más de media hora sin sentir; después, otra media bien cumplidita para leer y releer, sin chiribitas en los ojos, ni nudos en la garganta, ni latidos en el corazón, ni temblores en las manos, los apretados renglones de las cuatro caras del apunte traído por doña Mónica; pues una hora, bien larga, a cualquiera mujer, por diligente y despreocupada que sea, se le va por el aire en lo que a ella se le fue entonces: en meditar sobre lo leído; en desentrañar este concepto o aquella palabra; en el afán de estimar en su justo valor, por escrúpulos de dignidad, el acto del recomendante; en el saboreo de tal periodo, en que resaltaba más que en otros el verdadero jugo de la carta, después de exento el firmante, por la reflexión caritativa de la lectora, hasta del menor vestigio de imprudencia; en pensar debidamente sobre si aquel acto la obligaba a ella a otro semejante, en justa correspondencia, o si, por el contrario, las leyes del decoro, aceptadas en el mundo para regla de conducta de las jóvenes solteras y honradas hijas de familia en casos idénticos, se le vedaban, aunque estuviera apeteciéndole con todo su corazón; en medir y pesar las consecuencias de uno y de otro extremo, con relación a la obra caritativa de que se trataba; y, por último, y optando por la afirmativa, en trazar, mentalmente, las líneas generales de la respuesta; en el intento de vencer, llevando ya los supuestos a la ejecución minuciosa, el escollo infranqueable de los primeros vocablos: aquel vocativo embarazoso siempre, y, en circunstancias de serio compromiso, desaforado mastín atravesado en los umbrales de las cartas; en elegir la hora y el sitio para perjeñar la suya con el necesario aislamiento y la requerida tranquilidad, y hasta en hacer, por vez primera en su vida, un examen de sus acopios de ortografía y de estilo. Tras estas dos horas invertidas así, otra media, cuando menos, dedicada a los accesorios de aquellos puntos capitales: si enteraría a su hermana de lo ocurrido, o no la enteraría; si, enterándola, convendría solicitar su colaboración en la peliaguda respuesta, o siquiera su complicidad para el logro del indispensable reposo en el desempeño de su delicado cometido... si desempeñarle a correo vuelto, o hacerse desear un poco, como lo aconsejaban ciertos respetillos de sexo muy atendibles, etc., etc... De modo que cuando logró volver en sí, ya le daba en las narices el tufo de los guisotes de la cocina (señal de que andaba rayando la una de la tarde), y aún se encontraba ella despeinada, y, lo que era peor, sin tino ni trazas de él para peinarse a sí misma. Entonces, y por eso, llamó a su doncella.

Cuando llegaron, diez minutos después, doña Angustias y Petrilla, jadeantes y cargadas de paquetes, ya la hallaron haciendo que hacía por la casa, tan campante y serena como si no hubiera roto un plato en toda la mañana de Dios. Pero ¡cuántas cosas traía Petrilla que contarla! Como que se dejó caer en una butaca, con paquetes y todo; y sin pensar en descargarse de ellos, mandó a Irene que se sentara a su lado; y entre zarandeos de abanico y oscilaciones de cabeza, mientras su madre se aligeraba de ropa en su cuarto, y su padre despedía, de muy mal temple, en el escritorio al último corredor de los que le habían visitado aquel día, comenzó a hablar de esta suerte:

-En primer lugar, alcanzamos todavía la misa de diez y media en San Ignacio: estaban tocando cuando pasábamos por enfrente; y, ya ves tú, era natural que entráramos... Por supuesto, las devotas y los devotos de siempre: una docenita escasa de escogidos del Señor, como diría doña Mónica... porque, hija, se va perdiendo la devoción que es un espanto, particularmente en estos meses de jolgorios... ¿Ha vuelto esa beata por aquí, alma de Dios?

Irene contestó que no y que sí, y que ¿qué más daba para el caso? De todo, un poco, menos de verdad ni con arte.

-Te lo preguntaba -añadió Petrilla, sin apartar la mirada insidiosa de los ojos acobardados de Irene,- porque se me figuró que te habías alterado un poco al nombrártela; y como desde la última vez que estuvo aquí esa santa mujer, juraría yo que... en fin, ya sé ventilará ese particular como es debido, en su correspondiente ocasión. Por ahora tranquilízate, serénate, pobre criatura, que bien lo necesitas, y vamos a lo que íbamos... ¿Qué diantres era lo que yo pensaba decirte a propósito de la misa?... ¡Ah, sí! Que uno de los doce escogidos que la oían comiéndose los santos con los ojos, escondido detrás de un pilar, era ese culebrón de Fabio López, que nos dice atrocidades cuando pasa junto a nosotras, bien dichas, eso sí, y con gracia, no se puede negar; pero atrocidades, lo que se llama atrocidades. Parece ser que oye misa todos los días, muchas de ellas al amanecer, y siempre de igual modo: con mucha devoción y en lo más oscuro de la iglesia. Ata cabos ahora. Lo regular es que cuando los hombres no son buenos de por sí y quieren aparentar lo contrario, hagan lo malo a escondidas y recen en medio de la plaza; pero éste es al revés de todos... Pues lo de la devoción de ese sujeto, que tan malo nos parece en la calle... y puede que lo sea de verdad en todas partes, me lo contaron las de Sotillo, poco después de salir de misa; porque nos encontramos con ellas tope a tope, al abocar a la tienda de los Camaleones, donde íbamos a comprar el rasete para el adorno de tu matiné. ¡El demonio de las bachilleras, lo que ellas rajaron en cinco minutos! Por supuesto que ya metieron el hocico en casa de las de Gárgola, como nosotras lo temíamos... ¡Mira que es frescura, mujer! ¡Fueron a verlas el miércoles, y dicen que les agradecieron tanto la visita!... ¡Embusteras semejantes! Hasta nos dieron a entender que se habían tratado algo en Madrid. Pero como primero se atrapa a un mentiroso que a un cojo, a la media hora de esto encontramos a las de Gárgola en la calle de San Basilio, y nos lo contaron todo al revés: que se habían asombrado de la visita por falta de motivos para ella, y que... conocen lo buenas que son, eso sí; pero, vamos, que las crucificaron vivas con la mayor gracia del mundo... Pues ¿y lo que nos hablaron de ti?

-¿Quiénes? ¿Las de Gárgola?

-No, mujer, las de Sotillo... ¡Qué manera de sonsacar! ¡Inocentonas! Si no está mamá delante, sale el otro a relucir. Así y todo, como yo estaba en autos, las entendí que le tenían bien enterado de la casta... de tu enfermedad, de la verdadera casta... Como ellas lo huelen todo, lo de cerca y lo de lejos, porque a donde no alcanzan sus narices llegan las de la fisgona que tienen en casa... Estoy segura de que conocen la historia de lo tuyo mejor que nosotras mismas... Con decirte que ya tenían noticias de tu alivio, y hasta creo que de la causa de él... Claro, como la Rita y la otra son tal para cual. Querían venir a verte esta tarde; pero yo las aconsejé que lo dejaran para mañana; y en eso quedaron... ¡Qué taravillas... y qué emperifolladas, y qué!... Jovita parecía un sonajero de goma... Volviendo a las de Gárgola, te diré que se alegraron mucho de tu restablecimiento; pero adornando la alegría con unos gestecillos tan picarones... Claro, ¡como que están enteradas!...

-¡Qué vergüenza, Petrilla! -exclamó Irene al oírlo, estremeciéndose toda.

-Para ellos, si la conocen -respondió Petrilla abanicándose con furia.- Si fueras tú la desdeñada... Pues a lo que íbamos. También vendrán esas a verte mañana o pasado... Hija, ¡cómo están de gente esas calles de Dios! Materialmente no se cabe en ellas... ¡Y cuidado que se ve cada cursi!... vamos, que tumba de espaldas. ¡Y con qué airecillo de lástima nos miran a las de acá, porque son ellas de Madrid... cuando no son de Soria o de Zamarramala!... Pues ¡qué me dices de los hombres, de esos gomosos de afuera? ¡Cuantísimo majadero! ¡Y qué modo de andar y de vestirse! Algunos parecen peones de almacén, o que salen de una yesería... ¡Y los simples de acá que los imitan, cuando debieran de pasarles una escoba!... Nada, que nos toman esas gentes por indios a medio conquistar. ¡Tengo unas ganas de que vengan las primeras celliscas de septiembre para que nos deje esa peste en paz y en gracia de Dios!... Hija, Pepe Gómez tan satinado y planchadito... Sin una arruga en el traje, por supuesto... ¡Me da eso una rabia a mí! Porque como guapo, lo es; y ya te he dicho que si se doliera menos de la ropa... Estaba hablando con un señor mayor que conocemos nosotras mucho de vista. Debe de ser de la Audiencia... Corrió a saludarnos muy atento, y nos dio aquella mano... ¡tan fría!... Tampoco este particular me llena que digamos; pero eso ya se arreglaría algo llegado el caso, creo yo. Ya sabía por papá que lo tuyo no era cosa de cuidado... ¿A qué llamarán cosa de cuidado esos señores formales? Desde allí nos fuimos a El Desbarate a comprar las tres varas de cretona para el paño de colgadura que abrasó con la plancha esa arrastrada de Rita... ¡Si se hubiera planchado de ese modo el pedazo de lengua que la sobra!... Pues has de saberte que en este viaje pesqué a Juanito Romero pico a pico con la Nisia, nuestra costurera, en un portal. ¿No es desvergüenza, mujer? Los dos nos vieron, y ella se puso muy colorada; pero él nos saludó tan fresco como una lechuga. No es ésta la primera noticia que yo tengo de ese trapicheo, aunque también se le colgaban a Casallena; porque, por lo visto, a esa joven la tira mucho la gente de letras, y bien se le conoce cuando habla: dice abuja, ivierno, correspondiencia y sastifaición... ¿no se lo has notado?... En fin, de lo más superfino todo. ¡Y el gazmoñete ese que puede que haya estado esta mañana en la comunión general!... Te digo, hija, que lo mismo hacen estos chicos a pluma que a pelo; igual que el otro culebrón de la misa de diez y media, sólo que de modo contrario... También vimos pasar al pastralón de Sancho Vargas, todo vestido de dril y dándose aire con el sombrero... ¡Uff! ¡qué manera de contonearse y de mirar a las gentes! Parece que no le cabe en la ropa ni en la calle. Si le ve papá, se arrodilla y le adora... Pues las tiendas, hija, de bote en bote, como de costumbre a estas horas, y con las parroquianas de todos los días... No te las nombro porque ya las conoces... Mucho oler y manosear piezas y piezas que ya no caben en el mostrador, para acabar comprando dos varas de hiladillo o un retal de percalina... si es que compran algo...

-Pero ¡válgame Dios, qué lengua! -exclamó aquí riéndose Irene, que no quitaba ojo a su hermana.- ¡Mira que no dejas hueso sano con ella!

-Pues, hija -respondió Petrilla muy formal,- no hago más que lo que se usa entre gentes de buena educación; o a lo sumo, a lo sumo, decir clara y honradamente hacia fuera mucho menos de lo que las personas prudentes y bien habladas, como tú, decís hacia dentro a cada instante... ¡Vaya, vaya, que me pagas bien las jaquecas que me he dado hoy por tus culpas y pecados!... ¿Sabes tú el sinnúmero de veces que nos han parado en la calle y nos han acometido en las tiendas para hacernos la misma pregunta acerca de tu importante salud, y el talentazo que yo he tenido que despilfarrar para responder a cada uno según sus intenciones o sus entendederas? Porque de todo ha habido, hija del alma, entre los preguntantes: de maliciosos y de majaderos... Te digo que si me hubiera dejado llevar de mis deseos, planto un papelón en la esquina de la plaza... Pero ¡ya te quiero un cuento! ¡Andaba mamá con un oído!... y en cuanto me deslizaba un poco en las respuestas, ¡me daba cada codazo!... Como ella tiene tanta recámara para esas cosas... ¡y una monita!... Yo soy de otro modo: no lo puedo remediar.

-Corriente, y muchas gracias por todo -dijo Irene, acomodándose placentera al humor de su hermana;- pero me prometiste contarme cosas interesantes; y hasta ahora, aunque las que me has contado no dejan de interesarme, siquiera por lo bien contadas...

-Gracias, aunque no es favor -replicó Petrilla, arreglando sobre su regazo los paquetes, que se le habían desmoronado en un súbito cambio de postura en la butaca.- Pues, hija, no suelen ser las cosas de más bulto las más interesantes; pero contando con que tú podías pensar de otro modo, traigo yo noticias para todos los gustos. ¡Mira si soy bien prevenida!... Sólo que no das tiempo para nada... a ver qué te parece de ésta que tenía yo en la punta de la lengua cuando me has interrumpido: después de andar la Ceca y la Meca, rendidas de cansancio y sin saliva en la boca, de tanto hablar con unos y con otros, nos volvíamos para casa, cuando al llegar a lo alto de la calle de la Negra, ¡zas!... el mochuelo.

-¿Quién, Petrilla?

-Pues él... Nino. ¿Cuántos mochuelos tenemos nosotras?

-¿Y qué?...

-¡Y qué!... ¡Ave María, hija! ¿Ya piensas que te va a llevar a la cárcel?...

-No es eso, exageradora; sino que te preguntaba yo qué había sucedido...

-Ya, ya... Pues nada, que iba hecho un Adán, con un deshabillé que podría ser muy elegante, pero que daba asco; que le acompañaba el zampatortas de su cuñado en flor; que está verdegueando ya de puro amarillo; que se quedó medio despatarrado al vernos; que nos dijo que ya había pensado él preguntar por ti en la portería al volverse a las dos a la playa; que le dijimos nosotras que no se tomara esa molestia, porque ya sabía bastante con las noticias que acabábamos de darle; que me harté yo de ponderar lo buenísima y lo guapota que estabas; que el alma de Satanás tomó mis ponderaciones por donde más le convenía; que se creció un palmo con ellas, y que se despidió con el recado para ti de que te haría una visita esta tarde sin falta...

-¡Jesús!...Y vosotras, almas de Dios, ¿qué le dijisteis a eso?

-¿Qué le habíamos de decir? Pocas palabras y secas. ¡Y con unas caras!... Pero ¿se atuvo él a razones?... ¡Sí cuando te digo que no conocen la vergüenza en esa ilustre casa, como la llama papá!...

-¡Ave María Purísima!

-Hija, ¡qué para poco eres!... Pues yo, en tu lugar, me alegraría de la visita esa: para que veas. Créeme, Irene: esa visita te conviene mucho.

-¿Que me conviene?... ¿Para qué?

-Para que, portándote en ella como es debido, aprenda ese personaje de alquimia a distinguir de colores.

-¡Qué fácil es de decir todo eso!

-Y mucho más fácil de hacer...

-¿Cómo, Petrilla?

-¡Caramba!... guardando tu puesto; que bien sabes cuando quieres...

-Pero ¿no sería más cómodo para mí no ponerme en esa prueba?... porque él va a respirar por la herida.

-Más cómodo, sí, señora; pero no más conveniente, ni más honroso, si me apuras. Después de lo que ha pasado, y sentenciado ya a morir, no es bastante con que muera a manos de papá... o de mamá: hasta por el bien parecer debes tú dejarle hoy preparado para la muerte... Es tu obligación esa, creeme...

-Bueno, lo será; pero, por lo pronto...

-Por lo pronto... ¿en qué has empleado la mañana? vamos a ver. ¿Qué te ha dicho... o traído doña Mónica?

Irene se puso colorada como una amapola al recibir a quemarropa esta pregunta inesperada.

-Y tú -preguntó a su vez Irene para eludir la respuesta que se le pedía,- ¿qué sabes si ha estado o no ha estado aquí esa mujer?

-¡Inocentona de Dios! -dijo Petrilla, dando a su hermana en la cara dos golpecitos con el abanico cerrado,- ¿no sabes que en esta casa hay portera abajo y criadas arriba, y que, aun cuando yo no hubiera preguntado, como pregunté al llegar, si había venido alguien mientras nosotros habíamos estado fuera, nos lo hubieran dicho las de arriba o la de abajo?... Pero ¿en qué mundo vives, mujer?... ¡Mire usted qué cosas tan chiquitinas me calla con la lengua, y qué cosazas la obliga Dios a descubrirme con los ojos, en castigo de su pecado!...

Irene no pudo menos de echarse a reír con estas donosas genialidades de Petrilla, que era la alegría de la casa. «Por seguir la broma, o por salir del paso, la replicó:

-¿Y qué te importa lo que me haya dicho la beata?

-¡Cogida te tengo! -repuso Petra, replegándose más en su asiento, con estrago y fragor de los paquetes amontonados en su regazo; y luego, cambiando de tono y de gesto, añadió:- ¡Ea! partamos como buenas hermanas... o, como dicen los chiquitines, ajuntemos de cosas: dime tú lo que te ha contado... o te ha traído la beata, y yo te ayudo esta tarde en la faena con el otro... en fin, que te saco adelante, por apurada que allí te veas.

-¡Qué barato compras! -respondió Irene, tomando el caso a risa.

-¡Barato! -exclamó Petra, fingiéndose muy asombrada.

-Yo lo creo. ¡Pues si eso que ofreces por... por lo otro, lo das tú de balde, y hasta con dinero encima! ¡Si sabré yo quién eres en ese particular!

-¡Justamente!... Abusa ahora, si te parece, de esos despilfarros míos... ¡egoistona de Satanás!

Iba a contestar Irene, cuando se oyó en el pasillo la carraspera y el taconear de don Roque, de lo cual tomó pretexto aquélla para levantarse y decir a su hermana, fingiendo muy grande apuro:

-Pero ¿tú sabes la hora que es, chiquilla?... Mira que van a ser las dos las primeras que den... y ya está la mesa puesta, y papá muy impaciente... y tú según has venido de la calle.

-Te veo, pájara -respondió Petrilla, levantándose también y con mucho remango, pero no sin que se le cayeran al suelo la mayor parte de los paquetes.- ¿Te me escapas por esa rendijilla, eh? Pues no me apuro cosa maldita, que a tu jaula has de volver. ¡Vaya si volverás!... Y a cantarme a la oreja el secretito... ¡Vaya si le cantarás!

Irene, conteniendo la risa, ayudó a su hermana a recoger del suelo los paquetes. Al entregarle el último, la dijo:

-Bien pudieras acertar en eso... Pero te aseguro ¡más que curiosa! que si llego a cantar como tú quieres, has de pagarme la música bien pagada.

Con esto se largó de allí; y un cuarto de hora después se sentaba a la mesa toda la familia, risueñas y muy animosas las hijas; con la entereza y serenidad de siempre la madre, y mustio, descolorido, receloso e inapetente el padre.



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