Poesías jocosas, humorísticas y festivas
del siglo XIX
Antonio José López Cruces (Antólogo)
Introducción
I. La poesía cómica en el siglo XIX
Un cuartel, la redacción de un periódico,
un banquete, una reunión familiar, un mitin político,
una tertulia de amigos en un café1 o en un saloncillo
de un teatro de la Corte: he aquí ambientes propicios
para que se escuchen, entre risas, epigramas, letrillas,
parodias, sonetos burlescos... Especial éxito tienen
en estas reuniones los poetas repentistas, aquellos que gozan
del don de improvisar con gracia sobre la actualidad. Manuel
del Palacio, Narciso Serra, Pedro Antonio de Alarcón,
José Salvador y Salvador, Eusebio Blasco y tantos
otros derrocharon su ingenio en estas improvisaciones o enzarzados
en amistosos combates poéticos. Al triunfo de una
composición divertida contribuye también un
recitado en voz alta, con gestos y ademanes que potencien
su comicidad.
Para lograr la risa todo vale. Los poetas
acumulan equívocos, paronomasias, onomatopeyas, hipérboles,
comparaciones y metáforas cómicas, ripios,
ambigüedades,
cacofonías, súbitos anticlímax
-repentinos pinchazos al globo del énfasis-, incongruencias,
disparates, extravagancias... Son frecuentes los ejercicios
metapoéticos, que descubren ante los oyentes o lectores
los trucos del oficio, en una poesía que se muestra
haciéndose, aceptando con alegría los desafíos
formales que ella misma se plantea, y solucionándolos
a veces con un sorprendente virtuosismo técnico2.
Los autores conocerán la fama de la noche a la mañana,
sus versos circularán de mano en mano, en pliegos
sueltos o en hojas manuscritas o verán la luz, generosamente
desperdigados aquí y allá, en revistas y periódicos
jocoserios, satíricos, humorísticos y festivos.
Quizás la fama lograda se irá tal como llegó,
pero la risa y el regocijo valieron la pena. Las biografías
nos han guardado de muchos de ellos divertidas anécdotas.
Valga ésta como muestra: Miguel Agustín Príncipe
escribe una oda con motivo de dar la reina a luz una rolliza
infantita. El bienhumorado Eulogio Florentino Sanz, al que
su autor ha confiado el manuscrito para que lo retoque un
poco, se topa con estos versos:
La augusta madre de la Reina, inquieta,
de dos, no sabe cuál placer elija,
si el inefable
de abrazar la hija
o el indecible de abrazar la nieta.
Y, sincero, exclama: «¿Ves?
Aquí falta algo... Yo pondría, por ejemplo,
para redondearlos:
Aunque
el estro burlón prefiere casi siempre el poema breve
-el ingenio, por definición, nunca es narrativo- y
cultiva abundantemente las estrofas de pocos versos -cuartetos,
cuartetas, redondillas, quintillas, sonetos...-, existen
plumas que se atreven con el poema extenso: las parodias
antirrománticas, los cuentos de Martínez Villergas,
los pequeños poemas (¡) de Campoamor, los romances
satíricos de Carlos Frontaura o festivos de López
Silva o Vital Aza... logran a menudo evitar la caída
en digresiones enojosas o en la insulsez.
Los poetas jocosos,
satíricos, humorísticos o festivos del XIX,
pertenecientes en general a las clases medias, rompen la
extendida imagen del poeta decimonónico como un ser
melancólico y algo llorón. Son legión.
A veces sólo conocemos de ellos un nombre en inicial
seguido de un apellido vulgar. Sus composiciones suelen circular
como anónimas o se atribuyen, sin mucho fundamento,
a uno u otro autor consagrado, Espronceda por ejemplo. Pertenecen
a todas las profesiones: médicos, bibliotecarios,
profesores de Universidad, actores, militares, abogados,
oscuros funcionarios...
Poesía cómica y actividad
política, diplomática o periodística
se dan a menudo la mano. Hay entre sus cultivadores: demócratas,
republicanos, progresistas, conservadores... Frecuentemente
utilizan el escudo protector del pseudónimo. No en
balde muchos pasarán por la cárcel madrileña
del Saladero. El poder no tiene demasiada paciencia y cuando
se harta suele recurrir a procedimientos como la multa gubernativa,
el destierro o unos meses de cárcel. Pasaron por algunas
de estas vicisitudes Eusebio de Tapia, Pablo de Jérica,
Miguel de los Santos Álvarez, Ribot y Fontseré,
Ruiz Aguilera, Martínez Villergas, Manuel del Palacio
o Zacarías Cazurro.
Apenas hay poeta joven que no
cultive la vena cómica. Algunos continuarán
su afición más o menos secretamente cuando
entren en la madurez, y no podrán dejar de publicar
junto a sus poesías serias un apéndice de poesías
humorísticas; otros se arrepentirán de aquellos
atrevimientos y preferirán olvidarlos. Zorrilla, García
Gutiérrez, Hartzenbusch, Eulogio Florentino Sanz,
Ribot y Fontseré, Ayguals de Izco, Selgas, López
de Ayala, Alarcón, Manuel del Palacio, entre otros,
se dieron de jóvenes a estas travesuras poéticas.
De tarde en tarde, algún editor de buen humor recopilará,
junto a ocurrencias en verso de otros siglos -Baltasar del
Alcázar, Quevedo, Góngora, Polo de Medina,
Samaniego, Iriarte o Iglesias de la Casa- esta «poesía
menor», estas pompas de jabón, en libros misceláneos
de excelente venta y que devolverán estas composiciones
a los cafés y a las tertulias de amigos, donde alguien
volverá a entonarlas con el histrionismo que requieren
y la música que solicitan.
II. Géneros y tendencias
Durante todo el siglo son cultivados, siguiendo la tradición,
y sin que pueda observarse evolución alguna digna
de ser notada, el epigrama, la letrilla, la fábula
o el soneto burlesco y jocoso.
Escriben con acierto el
epigrama -o epígrama-, ese difícil arte de
hacer reír con unos cuantos versos rimados, Rafael
José Crespo, Manuel Bretón de los Herreros,
Victoriano Martínez Muller, Juan Martínez Villergas,
José Bernat Baldoví y un larguísimo
etcétera, que mantendrá vivo el género
durante todo el XIX. Aún en 1892 publica un ciento
de ellos Constantino Llombart en su libro Pullitas y cuchufletas.
La letrilla, heredera directa de la de los siglos XVII y
XVIII, suele hacer crítica social en tono intrascendente
y jovial, apoyándose a menudo en estribillos populares.
Figuran entre sus cultivadores: Bretón de los Herreros,
Pablo de Jérica, Miguel Agustín Príncipe
o Juan Martínez Villergas. Como el epigrama, la letrilla
morirá con el siglo XIX.
La fábula ve subvertida
a menudo su finalidad moral y didáctica al ser usada
para otros fines más regocijantes. Escribieron fábulas
jocosas Príncipe -las hay en sus dos tomos Fábulas
en verso castellano y en variedad de rimas (1861 y 1862)-,
Ros de Olano, Miguel de los Santos Álvarez, Manuel
del Palacio, Narciso Serra, Mesía de la Cerda o el
vallisoletano Fernando Martín Redondo, quien popularizó
sus parodias de las fábulas de Samaniego en Fábulas
cuasi morales escritas por animales. En la titulada Moral,
Francisco Rodríguez Marín, tras describir un
caso de robo acompañado del éxito social del
ladrón, concluye así:
Como ejemplo de tanto soneto divertido como se publica en
el XIX, valga por ahora éste del madrileño
Juan Pérez Zúñiga titulado Melania espelefucia,
uno de esos ingeniosos juguetes fónicos a los que
el genial creador de los Viajes morrocotudos era tan aficionado:
El epitafio burlesco, moda literaria muy presente
durante la primera mitad del siglo, es continuador de los
clásicos grecolatinos y los españoles del siglo
de Oro y halla su cima en la colección de Francisco
Martínez de la Rosa Cementerio de Momo.
Espronceda
ensaya el uso del grotesco y el humor negro, uniendo risa
y llanto, ironía y coloquialismo, en El diablo mundo
y El estudiante de Salamanca. Semejante intento no tendrá
continuadores, salvo quizás Ros de Olano.
Desde el
Romanticismo cobra un auge especial el cuento jocoso en verso,
«base de los géneros festivos de fin de siglo» según
Cossío6, que es cultivado con gracia por autores como
Pablo de Jérica (Cuentos jocosos, 1804), Juan Martínez
Villergas y, a fines de siglo, Felipe Pérez y González,
quien versifica cuentos y anécdotas conocidas en Pompas
de jabón (1875). En 1894 aparece su sección
Chascarrillos de la historia en La Ilustración española
y americana y en 1897 ve
la luz ¿Quieres que te cuente un
cuento?... Pues allá va un ciento.
Desde el inicio
de los años cuarenta se reitera la sátira del
romanticismo, desde una óptica aburguesada7. El romántico,
tan lejos del justo medio, es pintado como un tétrico
melenudo de estrafalaria vestimenta, sucio, ojeroso y pálido,
aficionado a escribir horrendos dramas. El director de la
revista La Risa, Wenceslao Ayguals de Izco, dirá así
a su amigo Martínez Villergas:
La sátira en verso se concreta en obras como El
Libro de las sátiras (1874) de Ruiz Aguilera, que
incluye muchas sobre el mundo literario, con aciertos parciales:
Contra los criticastros, La conquista de la gloria, En vindicación
de la poesía o Anatema sit. También exhibe
buenas trazas de satírico el Núñez de
Arce de A Darwin (24 de diciembre de 1872), poema que ataca
las doctrinas transformistas, publicado en Gritos del combate
(1875).
En 1846 aparece en Inglaterra el Book of Nonsense
de Edward Lear. En España se cultiva también
la poesía extravagante y se escriben disparates o
se glosan coplas locas, sin pies ni cabeza. De Vicente Díaz
Canseco son los siguientes versos carnavalescos:
Y de Antonio María Segovia son estos absurdos y
divertidos versillos de Cartas a un flaco:
El médico me receta
baños fríos todo el año.
Yo le obedezco,
y me baño
en un cañón de escopeta.
Pero al salir de las aguas
tiritando, de contado
me acuesto bien arropado
con la funda de un paraguas.
Dicen que me ha de llevar
el viento, y yo lo desmiento
porque en llegando a mí el viento
se pasa sin
tropezar.
Los poetas de la primera mitad del siglo gustan
de entregarse al debate jocoso -en general en forma de epístola,
en verso prosaico o prosa poética-, sometido a constantes
réplicas y contrarréplicas, estando a menudo
la gracia en devolver en el poema-contestación los
mismos consonantes que los usados en el poema-desafío.
Se trata de sutilizar sobre cuestiones como si es mejor ser
gordo que flaco, mudo que ciego; si es preferible «no tener
una peseta ni aun en el bolsillo del reló, o tener
tres o cuatro falsas»; si es peor «ir en verano vestido de
invierno, o en invierno vestido de verano»; si para desayunar
lo mejor es el chocolate o los huevos fritos con tomate...
Igual éxito tiene la fórmula de los picarescos
Casos de conciencia, en donde los colegas, por ejemplo, el
duque de Rivas y Alcalá Galiano, se preguntan cosas
como ésta:
Éxito seguro
tienen asimismo las odas que abordan lo cotidiano y trivial
a través del molde épico. La Oda a las patatas
de Villergas, publicada en La Risa, y las que siguieron a
ésta son buen ejemplo de tan regocijada tendencia.
De Ros de Olano es La Gallomaquia, recogida en sus Poesías
(1886), en octavas reales, que lleva por subtítulo
«Poema a espuela viva, escrito por Fulano Zurita, bachiller
en patas de gallo, licenciado en puyas y doctor en ambos
espolones».
La sátira política en verso irá
unida al auge del periodismo, satírico o no, durante
todo el siglo. Se trata de un tipo de poesía, todo
lo circunstancial y «rastrera» que se quiera, aún
por estudiar y valorar en su justa medida. Cualquier suceso
de la vida política nacional e internacional halla
rápido eco en largas tiradas de versos críticos,
sarcásticos o lúdicos: en 1871 El Cencerro
comenta los acontecimientos de la Comuna de París
y censura la actitud del gobierno español de negar
refugio a quienes huyen de Francia. Con un catalejo y una
terrible manopla una mujerona culona acecha la llegada de
extranjeros revolucionarios.
El joven Antonio Machado -que
usa el pseudónimo Cabellera- gusta de insertar en
las prosas festivas que publica en la revista de Enrique
Paradas La Caricatura (1892-93) versos que recogen los sucesos
diarios de la política nacional:
El romance se presta bien a lo largo del siglo a la sátira
social y de costumbres. Bretón de los Herreros es
autor de graciosos romances joco-serios en los19 años
treinta y cuarenta. En sucesivas estampas realistas y llenas
de detalles jocosos, en un estilo cercano al de las letrillas,
los romances de la segunda mitad de siglo suelen estar teñidos
de moralidad burguesa y buscan ridiculizar -tortura enorme
para la clase media del quiero y no puedo que pintara Galdós-
vicios y defectos sociales. Los poemas largos se prestan,
sin embargo, a provocar la fatiga en el lector, a la gratuita
digresión y a la fácil y a menudo insulsa eutrapelia.
No faltan, sin embargo, aquí y allá, los aciertos
cómicos. De los Romances populares de Carlos Frontaura,
quien fuera director del famoso periódico festivo
El Cascabel, son estos versos de El lujo. Don Pedro se ha
casado
con una señora de clase y rumbo
De obras colectivas
como Galería de desgraciados (1888) Cossío
destaca estos versos de Mariano Barranco en El sietemesino,
de un realismo caricaturesco:
Especial resonancia
tuvo El pleito del matrimonio (1873), en el que participaron
con sus romances casi todos los poetas de la Corte y muchos
de provincias: Frontaura, Pérez de Guzmán,
Teodoro Guerrero, Narciso Serra, Ossorio y Bernard, Hartzenbusch,
Arnao, Alarcón, Manuel del Palacio, Víctor
Balaguer, Selgas, Campoamor, Martínez Villergas, Ventura
de la Vega, Zorrilla, Taboada, etc. Se trataba de convencer
al solterón Ricardo Sepúlveda de las ventajas
de estar casado. Núñez de Arce escribirá:
El romance costumbrista se da, además
de en el citado Carlos Frontaura, en el Eduardo Bustillo
de El ciego de Buenavista. Romancero satírico de tipos
y malas costumbres (1888), el López Silva de Los barrios
bajos (1894), Los Madriles o Chulaperías (1898) o
el Santiago Liniers de El Novísimo espejo y doctrinal
de caballeros en doce romances, por el bachiller don Diego
de Bringas, quienes observan, desde una óptica burguesa,
a los tipos populares, buscando unir risa y didactismo. El
romance se puebla frecuentemente de dialectalismos -andaluces,
madrileños, catalanes o gallegos- y vulgarismos.
Con Rafael Tejada, Manuel Ossorio y Bernard publica en 1868
un Novísimo Diccionario con graciosas definiciones
rimadas, ejercicio al que otros vates se dedicarían
en el siglo, entre ellos Manuel del Palacio.
Es también
usual la parodia de poemas o géneros consagrados.
Así, de las doloras, las humoradas y los pequeños
poemas de Campoamor o de las rimas de Bécquer. Raro
es el movimiento literario que se salva de caer en manos
de los poetas jocosos. Si los poetas de La Risa parodian
el Romanticismo, los del Madrid Cómico, Pérez
Zúñiga especialmente, hacen lo mismo con el
Modernismo del Fin de Siglo.
El humor, hijo del Ingenio
barroco y la Sentimentalidad burguesa, simbolizado a menudo
en una sonrisa melancólica y llena de comprensión
hacia las debilidades humanas, es una modalidad de la literatura
cómica relativamente joven, pues, tras precedentes
como el de Cervantes, su uso literario se generaliza en Europa
sólo a mediados del siglo XVIII, dejando de ser un
exclusivo arte inglés. La risa se vuelve civilizada,
se aburguesa, se ennoblece con un fondo filosófico
y moral y convive con los buenos sentimientos: la ternura,
la simpatía cordial, la tolerancia.
En 1867 habla
largamente del humor Víctor Ruiz Aguilera en La Arcadia
moderna, aunque todavía lo identifica con la sátira.
Tres años después Alarcón titula su
libro, por sugerencia de Cánovas del Castillo, Poesías
serias y humorísticas, con prólogo de Valera,
quien dice preferir estas últimas. Opina Gerald G.
Brown que el humorismo surge en la Restauración como
válvula de escape para esa «nostalgia de lo absoluto»
que en España nace con cierto retraso y corresponde
a «la conciencia del insalvable abismo entre cientifismo
y fe, entre una necesidad de estabilidad social y el mundo
conflictivo de la economía industrial»23. Será
durante la Restauración, en efecto, cuando el humor
vaya construyendo su sentido moderno y la palabra humor vaya
tomando carta de naturaleza en español, después
de las teorizaciones de los románticos -filósofos
como Hegel o Kierkegaard volverán a meditar sobre
él-, en diversos escritos de Campoamor, Clarín,
Palacio Valdés, Francisco Giner de los Ríos,
Manuel de la Revilla o Galdós.
Todos parecen coincidir
en que España cuenta con un único poeta humorístico:
Campoamor, el creador de géneros como la dolora, el
pequeño poema o la humorada. Hay en estos poemas,
además de brevedad24 y malicia, un consciente prosaísmo,
una pose escéptica, una burla de todo romanticismo,
unos continuos saltos entre lo real y lo ideal, lo finito
y lo infinito, lo grande y lo pequeño. Campoamor,
que no quiere se confunda humorismo con escepticismo y excentricidad,
dice de él en su interesante prólogo a Humoradas,
que dedica a Menéndez Pelayo: «parece que domina los
asuntos desde más altura, y que se hace superior a
nuestras
ambiciones y a nuestras finalidades, pintando a
la Locura con toga de magistrado y a la Muerte con gorra
de cascabeles». Esta tendencia cómicosentimental hace
reír y llorar al mismo tiempo, como consiguieron hacer
a la perfección Cervantes y Shakespeare. Y Campoamor
se nos aparece como antecedente del Valle-Inclán de
los esperpentos al definir el humor como «esa alegría
unas veces enternecedora y otras siniestra; esa espada de
dos filos que lo mismo mata a los hombres que a las instituciones;
ese gran ridículo que convierte en polichinelas a
los héroes mirándolos desde la altura del supremo
desprecio de las cosas (el subrayado es nuestro)».25
El humorismo
literario, sobre el que se comienza a hablar, se quiere patrimonio
exclusivo de la burguesía y autores como Clarín
o Palacio Valdés comienzan a diferenciar cuidadosamente
entre el escritor cómico o festivo y el verdadero
escritor humorista (la risa fácil, la abierta carcajada,
parece que se dejan en manos del pueblo y de los escritores
populistas).
Las semblanzas de personajes célebres
abundan, a partir sobre todo de la colección Cabezas
y calabazas (1864) de Manuel del Palacio, Luis Rivera y Narciso
Serra. Escribieron asimismo semblanzas Ángel María
Segovia: Melonar de Madrid (1876); Salvador María
Granés: Calabazas y cabezas (1880); Dionisio Heras
y Santiago Oria: Semblanzas festivas: Besugos y percebes
pescados con pluma; «Un hortelano papanatas»: Calabacines
y calabazones (1889); Opisso: Semblanzas políticas
del siglo XIX. A finales del XIX se publican todavía
en las ciudades españolas colecciones de semblanzas
sobre los personajes más notables de cada provincia
y por Madrid corren en hojas volanderas muchas de ellas,
de manera anónima -aunque todo el mundo sabe que son
obra de Manuel del Palacio, Salvador María Granés,
Luis Caruena y Millán, Eugenio
Silvela o Marcos Zapata-,
y sin pie de imprenta, bajo el rótulo general de Galería
de Notabilidades.
De Manuel del Palacio se hereda también
el gusto por escribir los llamados sonetos filosóficos,
que, por cierto, tienen de filosóficos lo que las
doloras, las humoradas o los pequeños poemas de Campoamor.
Los había que comenzaban en tono bromista y acababan
con alguna reflexión moral o filosófica, y
los que, tras un comienzo grave, serio y solemne, concluían
con una salida de tono inesperada y jocosa. Palacio es poeta,
dice Cossío, con el que «nunca ha de haber seguridad
de su constancia en el tono que inicia, que sin llegar a
los extremos de sus sonetos filosóficos, ha de ingerir
en los momentos más graves el sarcasmo o la burla,
y en los más festivos e ingeniosos la admonición
moral o la reflexión patética»26.
También
los autores de la zarzuela, del mal llamado «género
chico», harán reír a los españoles de
la segunda mitad del siglo con las ocurrencias de sus libretos
poblados de graciosos y musicales versos, que tanto admiraban
a Rubén Darío.
Durante todo el siglo la musa
popular comenta certeramente los sucesos diarios con sus
irónicas o guasonas coplillas y sus acerados cantares.
Muy populares son las aleluyas -las catalanas aucas-, antecedentes
de las modernas historietas, que unen versillos maliciosos
y satíricos monos o monigotes.
Entre los libros de
poesía erótica, a menudo jocosa, aparecidos
a lo largo del XIX, herederos de los clásicos del
Siglo de Oro o del Samaniego de El jardín de Venus
y el Moratín de El Arte de las Putas, podemos destacar
los siguientes: Fábulas futrosóficas o la filosofía
de Venus en fábulas (Londres, 1821); Cancionero verde
(¿Sevilla?, 1835); Erato retozona. Poesías eróticas
de D. F. A. (Marsella, 1839); Alegre jardín de Venus
(1849); La creación, Poema épico (Madrid, ¿entre
1856 y 1860?), de Manuel del Palacio; La mujer, de Félix
Pizcueta; Venus retozona. Ramillete picaresco de poesías
festivas recopiladas por Amancio Peratoner (Barcelona, 1872);
Cancionero moderno de obras alegres (¿Sevilla?, 1875 o 1876);
Parodia cachonda de «El diablo mundo» de Espronceda (1880)
de Alejo de Montado (Ale-jode-montado), quizás Eduardo
Lustonó; Venus picaresca. Nuevo ramillete de poesías
festivas, recogidas por Amancio Peratoner (Barcelona, 1881);
¡Vivitos y coleando! Cuentos de lo mejor de nuestro Parnaso
contemporáneo coleccionados por E. Lustonó
(1881); Cuentos y poesías más que picantes
(Barcelona, ¿1899?)27.
III. La presente edición
La novela del siglo XIX, sobre todo la escrita por la llamada
generación de 1868, ha venido acaparando la atención
de la crítica. La poesía y el teatro, por el
contrario, han sido campos más descuidados. Salvo
algunos poetas -Espronceda, Rivas, Zorrilla, Bécquer,
Campoamor, Núñez de Arce o Rosalía de
Castro- la mayoría de los del siglo XIX -Manuel del
Palacio era según Clarín sólo «medio
poeta»- suelen ser unos perfectos desconocidos.
La literatura
cómica, en especial, casi siempre ha sido incómoda
para los estudiosos28. Las antologías al uso no abundan
en composiciones jocosas y divertidas procedentes de la prensa
satírica del XIX, quizás porque los prejuicios
del antólogo le llevan a no considerar «poesía»
piezas de signo anticlerical, políticamente
radical
o satírico. El antólogo parece temer que, de
incluirlas en un alto número, su antología
sea menospreciada o pueda llegar a dudarse de su seriedad
académica. Si ha de citar alguna composición
de Juan Martínez Villergas o de Manuel del Palacio
casi nunca elegirá una divertida.
Esto conlleva,
a la larga, un lamentable falseamiento de la realidad de
nuestras letras. Un sector de la producción literaria
queda prácticamente inédito para el lector
medio, que, si ojea cualquiera de las antologías poéticas
al uso, pensará erróneamente que en el XIX
español no se escribió un solo verso jocoso.
El que cierta marginalidad sea inherente a la obra cómica
no debería servir de pretexto a los estudiosos de
la literatura para olvidarse casi sistemáticamente
de prestar su atención a esa cara oculta de la luna
poética del XIX. A veces el crítico parece
creer que la marginación a que él suele someter
semejante tipo de poesía responde a una marginación
real de la misma en la sociedad decimonónica. Por
nuestra parte no tenemos manía alguna a poesías
surgidas en estrecha asociación con hechos políticos
o sociales -no creemos que la poesía de circunstancias
carezca siempre de interés-. Tampoco entendemos por
qué se prestigia más la ironía y la
sonrisa sarcástica de los románticos que la
risa abierta de los poetas jocosos, humorísticos y
festivos.
Consciente de lo mal conocido que es todavía
el XIX, el autor de esta pequeña antología
se propone simplemente acercar al público una serie
de poesías cómicas de dicho siglo, algunas
de las cuales, casi con seguridad, ven la edición
por primera vez en todo el siglo XX.
No hemos sentido demasiados
escrúpulos ante el hecho de que la segunda mitad del
siglo esté algo menos representada de lo que hubiera
sido deseable, pensando que la poesía cómica
es estudiada por José María de Cossío
en un trabajo ya clásico29, que proporciona
una primera
y amplia información sobre autores, estilos y tendencias.
Hemos excluido de nuestra selección la poesía
exclusivamente erótico-jocosa, de la que el lector
puede tener fácil noticia a través del Diccionario
secreto de Cela, que recoge numerosos fragmentos de las obras
más conocidas de esta tendencia, o del Cancionero
moderno de obras alegres, editado no hace mucho tiempo30.
Dada la deficiente presentación de tantos textos en
revistas satíricas o libros del XIX, hemos procedido
a modernizar la ortografía, la acentuación
y la puntuación (es frecuente, por ejemplo, el olvido
de signos de exclamación e interrogación).
Hemos homogeneizado asimismo la presentación de los
poemas en algunos aspectos: evitamos las versales; los diálogos
entre los personajes van entre comillas, lo que supone la
eliminación de los guiones menores, a veces arbitrariamente
mezclados con las comillas en las ediciones originales. En
cuanto a las notas a pie de página, intentamos que
fuesen las imprescindibles para la correcta comprensión
de los poemas.
Carecemos todavía de una antología
del nonsense poético español del XIX; escasean,
por no decir que son prácticamente inexistentes, las
reediciones o ediciones críticas de las obras de autores
como Martínez Villergas, Manuel del Palacio, Luis
Taboada, Vital Aza o Pérez Zúñiga; desconocemos
la vertiente jocosa y satírica de muchos escritores
estudiados en los manuales
de literatura al uso sólo
en su vertiente seria, como Ayguals de Izco, Ribot y Fontseré,
Eulogio Florentino Sanz, Pedro Antonio de Alarcón
o Núñez de Arce; están aún por
explorar decenas y decenas de revistas y periódicos
satíricos, que bajo editores y directores como Wenceslao
Ayguals de Izco, Juan Martínez Villergas, Carlos Frontaura,
Sinesio Delgado o Clarín dieron generosa acogida a
esta producción cómica; no serían mal
recibidos estudios que pudieran llamarse definitivos sobre
revistas tan interesantes como La Risa o El Madrid Cómico,
así como antologías que dieran una panorámica
sobre los contenidos de las mismas.
Esperamos que el presente
trabajo, a pesar de sus limitaciones, pueda servir de estímulo
a otras plumas mejor cortadas. Sólo le queda a este
bienhumorado antólogo agradecer su ayuda bibliográfica
al profesor Enrique Rubio, de la Universidad de Alicante,
ayuda que enriqueció el presente ramillete poético,
complemento indispensable de la poesía seria para
todo aquel que quiera comprender qué era ser poeta
cómico o escribir poesía jocosa en la España
del XIX.
Por su tarea el antólogo espera solamente
del lector un vaso de buen vino.
Que el dios Momo reparta
risas a todos.
A. J. LÓPEZ CRUCES
Poesías jocosas, humorísticas y festivas del
siglo XIX