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Por un poeta sin aureola

Ricardo Cano Gaviria





En memoria de Pedro Gómez Valderrama

«... tú, que podrías llevar una aureola si cantaras lo sublime...».


«La protesta de la Musa»                


Se puede decir que cualquier biógrafo actual de Silva está, o debería estar solicitado por un doble compromiso: 1) el de reconocer la distancia que lo salva del biografiado, que miraba las cosas de su época con una mirada distinta de la nuestra, y 2): el de reflejar bien con qué cómos y porqués debe acercarse a él, pues de la manera como se responda a éstos depende la forma como se releerá el pasado, en ese acto fundacional que está en la base de toda reinterpretación.

Ahora bien, un biógrafo que se hubiese hecho eco de ambas solicitaciones, tras comprobar que la biografía como género no cuenta con un instrumental propio para responder a ellas, no tiene más remedio que acudir a la pesquisa histórica o, más exactamente, a lo que desde la literatura más pudiera parecerse a una pesquisa histórica: la filología. De tal modo, fácilmente podría caer en la tentación de hacer suyo el ideario del filólogo a través de cualquier planteamiento que, como en el caso de Erich Auerbach -un filólogo que reconoce su procedencia viquiana-, pusiese como punto de partida del investigador «no una categoría llevada por nosotros al objeto y en la que este haya de ordenarse, sino un rasgo intrahistórico, comprobado en él» y que lo ilumine «en su peculiaridad»1. Ateniéndose de forma rudimentaria a este principio, el biógrafo que aquí habla propuso en 19922 como guía para entender la unión entre las tres figuras de Silva que creyó reconocer (la del esteta, la del histérico y la del irónico), la categoría del lector. Hoy quisiera barajar las mismas cartas de otra manera, proponiendo que si se acepta el texto «Crítica ligera» -donde el poeta exhibe sus lecturas poéticas, que en su parte más importante son las relacionadas con su viaje a París tres años atrás- como una especie de introducción en el tema de la lectura, y la novela De sobremesa como una especie de crispada apoteosis, en medio tenemos el remanso de las «Gotas amargas», que serían el momento de mayor equilibrio. Este pequeño corpus poético tiene, en efecto, un ingrediente que lo convierte en punto focal de cualquier posible abordaje del tema: la ironía llevada hasta los extremos de la burla, la sátira e incluso la humorada, referido principalmente al hecho de la lectura o de las mitologías literarias acuñadas a través de la lectura.

En el Poema-poética, el poema «Avant-propos», que vendría a ser algo así como un exordio «al lector», leemos entre otras cosas: «Pobre estómago literario/ que lo trivial fatiga y cansa,/ no sigas leyendo poemas/ llenos de lágrimas»3. Mirada desde una óptica ya no tanto de filólogo como de arqueólogo, la idea de un estómago literario enfermo abre la puerta, a través de la mirada médica que el poeta parece hacer suya en el mismo título de la serie «Gotas amargas»4, hacia un doble de ese estómago, un doble por así decirlo espiritual: el cerebro. Que el cerebro llega a ser considerado por Silva, al amparo de la síntesis médica que acaba forjándose para su uso personal, como una especie de estómago de ideas, que las buenas lecturas fecundan y las malas trastornan, hace parte de esa especie de circularidad hermenéutica, por llamarla de algún modo, que implica al propio Silva en los males que detecta en otros, al plantearse él mismo voluntaria o involuntariamente como sujeto y objeto de sus enfoques.

Acerca de uno de los poemas, «La respuesta de la tierra», es oportuno precisar la anécdota que nos revela que la intención de Silva al escribirlo no era otra que la de satirizar a un amigo que se las pasaba hablando con los elementos y los astros, amigo que ha sido identificado como José Rivas Groot, el autor de «Constelaciones». En el poema, en efecto, vemos cómo la figura de un poeta lírico, que Silva califica burlonamente como «grandioso y sibilino»5, le formula a la tierra las grandes preguntas a Dios o a la naturaleza heredadas por ciertos poetas del romanticismo «... ¿Qué somos? ¿A do vamos? ¿Por qué hasta aquí venimos?» «Yo, sacerdote tuyo, arrodillado y trémulo, en estas soledades aguardo la respuesta», se retrata grandiosamente el poeta lírico, sin lograr impresionar a la Tierra que, «como siempre, displicente y callada, al poeta lírico no le contestó nada». Ahora bien, parece bastante claro que la intención del poema, más que satirizar a una persona concreta, es la de expresar el anacronismo de la figura del poeta lírico. El poeta lírico, grandioso y sibilino, que se considera sacerdote de la tierra, es ya, para Silva, en el momento en que compone el poema -cuya intención en este sentido es menos ambigua que la que se detecta en «La protesta de la Musa», donde La Musa de los Poetas se auto-enaltece por cosas que parecen caer en la órbita de las satirizadas en la «Respuesta de la tierra»-, una figura fuera de lugar, digna de ser ridiculizada. Pero el desplante protagonizado por la Tierra, al no dignarse responderle a nuestro poeta, parece tanto mayor cuanto que ella no es ya más que una naturaleza degradada, en lo que seguramente también tiene que ver la propia procedencia temática del poema; en efecto, es en su gabinete de lector empedernido y saqueador donde Silva le roba a François Coppée un tema que ese gran poeta burgués de los temas menores que fue el poeta francés había orientado hacia el exotismo de la China y, paradójicamente, hacia una doméstica moraleja a la altura del lector burgués al que se dirige6. Casi podemos imaginar a ese pobre planeta al que, antes de proceder a sentarse sobre él, el burgués, según Flaubert, había dado el tamaño exacto de su culo. Y es esta tierra ya degradada la que, en el burlón poema de Silva, ni siquiera responde a Rivas Groot, un colombiano retrasado de noticias que todavía desconoce el nuevo orden poético instaurado por Baudelaire en otro lugar: Francia7. En cuanto a Silva, sabe que el poeta que históricamente está condenado a ser ya no puede formular en serio las preguntas de Rivas Groot, ni dirigirse a la naturaleza en los mismos términos; la sospecha más razonable es que este acto, en él, y en el contexto de las «Gotas amargas», que representan la mayor exacerbación de la mirada irónica en su obra, iba más allá de la anécdota y reflejaba, o tendía a reflejar una postura que, a la larga, hacía posible la revisión de su propia obra. No podía José Asunción burlarse de quienes hablaban con la naturaleza sin burlarse un poco de sí mismo, del joven poeta que había escrito «A Diego Fallón» por ejemplo, por no citar más que un poema, y tampoco sin desplazar él mismo lo mejor de su poesía, aquella que pertenece ya al continente simbolista o baudeleriano8, hacia una luz nueva, con lo que queda bastante claro que buena parte de los poemas de «Gotas amargas» son crítica y autocrítica en acción.

Ahora bien, en «La respuesta de la tierra» hay un protagonista que es cosecha exclusiva de José Asunción: aquel a quien llama poeta lírico. Ni rastro de él en el poema de Coppée, cuyo héroe es un emperador de la China. ¿Por qué lo define Silva como «poeta lírico»? ¿Y porqué a su vez el poeta lírico se autodefine como sacerdote de la Tierra? Las alusiones parecen apuntar aquí, con meridiana claridad, hacia una figura investida de un magisterio, una figura aureolada que, ya sea por la vía de una preocupación religiosa, tan importante en el primer romanticismo, ya sea por la de una impostación retórica tan frecuente en las más espúreas y tardías derivaciones románticas, de las que el mismo Rafael Núñez es reflejo fiel en Colombia, encuentra su mejor expresión en la imagen del «poeta lírico». Este ha terminado por creer que es el detentador laico de las grandes preguntas a las que antes respondía la religión: es inevitable pensar aquí en la figura de Víctor Hugo, en el que el mismo Silva piensa sin duda al escribir la «Protesta de la Musa», esa ambigua requisitoria contra el poeta que arrastra la poesía por los muladares de la política, requisitoria que, tal vez de forma involuntaria, termina delatando los propios anacronismos de una Musa que parece un calco exacto de la del autor de La Leyenda de los siglos (cantar la bondad y el perdón, la belleza de las mujeres y el valor de los hombres, las conquistas de hoy, las locomotoras) y un negativo tanto más significativo cuanto que involuntario de la del autor de Las Flores del mal («¿Por qué has visto las manchas de tus hermanos? ¿Por qué has contado sus debilidades? ¿Por qué te has entretenido en clavar esas flechas, en herirlos, en agitar ese cieno...?»9). Como se puede apreciar, el propio Silva, instalado ya en las corrientes de la modernidad que lo atraviesan y lo zarandean sin que él mismo lo sepa, parece remitirnos a Baudelaire, que se ríe en las barbas de Víctor Hugo de su fe en el progreso, y de esas ridículas mesas giratorias en las que el autor de La Leyenda de los siglos encuentra respuesta a preguntas que, sometidas a examen, resultan ser las mismas del poeta lírico protagonista de «La respuesta de la tierra».

Pero recordemos que, antes que contra la persona física de Hugo, Baudelaire apuntaba contra la misma figura del poeta lírico, que según él ya no tenía lugar en la nueva realidad de la que su poesía levanta lenta pero sistemáticamente el atestado. Así, en el poema en prosa titulado «Pérdida de aureola»10, concebido como un fragmento de diálogo, el poeta plantea en clave alegórica, como ha explicado Walter Benjamin11, un problema que no es otro que el de las condiciones de la poesía lírica en la era moderna, la de las grandes ciudades y de las multitudes. El poeta lírico se ha extraviado en un lugar que no parece digno de él, y su contertulio se extraña: «¡Como! ¿Usted aquí, mi querido amigo? Usted, en un lugar de mala nota? Ud., un bebedor de quintaesencias; Ud., que come ambrosía! De veras que me sorprende mucho». Pregunta a la que el interpelado responde aduciendo que al atravesar el bulevar, saltando sobre el barro en medio de los caballos y los coches, su aureola, en un gesto brusco, resbaló de su cabeza hasta el fango del asfalto, y que no tuvo el valor de recogerla, pues consideró menos desagradable el perder sus insignias que dejarse romper los huesos... «Y además, me he dicho, no hay mal que por bien no venga. Ahora puedo pasearme de incógnito, cometer bajas acciones y entregarme a la crápula como los simples mortales. Y heme aquí, como Ud. ve, igual a Ud.!».

Nosotros, en el caso de Silva, podemos aclarar que la Santa Fe de Bogotá de 1890 estaba muy lejos de ser una metrópolis como el París de 1860, pero que en sus calles cualquier poeta lírico corría serio peligro de perder no solo la aureola, sino también la vida, habida cuenta del mal estado de las calles y de los transportes. No se daba todavía en esa Bogotá el anonimato de la gran multitud, del que sin embargo Silva hizo la experiencia en París, pero el ir en un caballo bien enjaezado es ya una truculencia que lo distingue a uno del resto de los mortales; y, lo más importante en el caso de Silva, el poeta lírico puede ser saludado y reverenciado en las esquinas, y en los salones donde recita sus poemas, pero si debe dinero, como él, es zarandeado sin contemplaciones y llevado a la guillotina de la ejecución comercial. Además, cosa también muy reveladora en el caso de quien elogiara la poesía de Rafael Núñez, la «Musa venal» del poema de Baudelaire puede tentar al joven poeta lírico con propuestas indignas, que no admiten disculpa ni siquiera cuando esa «Musa venal» es la mamá de uno que le pide todo el día que escriba bien sobre el Presidente. Todo eso, para una persona sensible como José Asunción, atenta a las secretas corrientes que hablaban de la gran ciudad que se aproximaba, y estaba ya a las puertas, como Atila, debió ser vivido en lo más íntimo como una forma de exilio. Y nadie más que una persona con sus condiciones podía escribir una pieza como «El paraguas del padre León»12, que aquí propondríamos como el texto donde Silva pierde estéticamente la aureola que ya había perdido económicamente en el enfrentamiento con el Señor Uribe; el poeta acosado y sorprendido in fraganti que se defendió como gato panza arriba durante las ejecuciones y que, intentando mantener la dignidad, salió dando un portazo pero tocado en lo más íntimo, levanta en «El paraguas del padre León» el atestado histórico y estético de la lucha de dos mundos, uno que desaparece y otro que se abre paso a empellones. El narrador, que pertenece al mundo del curita que se desplaza pesadamente bajo la lluvia, ve aparecer de súbito el lujoso coche del ministro. Debió ser ese el momento en que, para no ser atropellado, el narrador de la crónica se echó bruscamente a un lado, dejando caer el bombín y la aureola. Si los recogió o no, como en una variante consignada en Fuseés13 Baudelaire propone que hizo él mismo, quedándose con la impresión de que el gesto era de mal agüero, es una ardua cuestión que no debería ser resuelta sin tener en cuenta el gusto proverbial de Silva por la parodia y la burla, pues bien pudiera ser que la hubiese recogido, pero no en un acto de desbordamiento, sino remedando la forma como lo hubiera hecho otro, Rivas Groot por ejemplo, por lo cual Silva podría haber hecho suyo este comentario de Baudelaire: «Pienso con regocijo que algún mal poeta la recogerá y se la pondrá en la cabeza impúdicamente. ¡Cuánto disfruto haciendo a alguien feliz! ¡Y sobre todo, a un afortunado que me hará reír!».

Y sin embargo, tanto para Baudelaire como para Silva, no era asunto de broma. Pues si a Baudelaire le quedó la sensación de que el gesto de recoger la aureola era de mal agüero, sospecha que su discípulo colombiano hubiese suscrito pensando en sus chapolas negras, no hay que olvidar lo que una aureola, una gloriola o una lira de poeta valen en casa del prestamista. «¿Cuanto prestan por una lira en la casa de empeño?», se pregunta Baudelaire en los Diarios, haciéndonos pensar con una sonrisa en el poeta que tuvo que cambiar su lira por una fábrica de baldosines, y que pagó con dos cuadros parte del alquiler de la última casa que habitó, y en la que nos encontramos hoy.



Tal es el Baudelaire esencial, fundador de la modernidad, que se puede entrever en aquella parte de la poesía de Silva que, a la luz de la autocrítica implícita en «Gotas amargas», navega claramente las aguas de un continente poético nuevo. La idea, aquí, es la de que ese estómago cerebral de Silva ha hecho una buena digestión literaria: ¿pero ocurre lo mismo en el tercer corpus de lector que hemos propuesto, la novela De sobremesa? Manteniéndonos en el mismo registro baudeleriano que guía nuestra reflexión remitámonos simplemente al pasaje en que Fernández, tras agredir a su amante Lelia Orloff por haberla sorprendido haciendo el amor con otra mujer, reconoce, al analizar más tarde su reacción, que lo anormal lo fascina «como una prueba de la rebeldía del hombre contra el instinto», lo que es una de las declaraciones más explícitas que se pueden encontrar en la obra de Silva de una adscripción al credo de lo artificial que niega lo natural, en un contexto en el que el propio asunto en cuestión, el lesbianismo, subraya la intención baudeleriana. Más adelante, cuando el protagonista se examina, buscando el origen de su mal, analiza su alma proteica, tan influenciable por las lecturas y los ambientes, y habla del «cultivo intelectual emprendido sin método y con locas pretensiones al universalismo» que lo ha llevado a perder la fe y ha hecho nacer en él «una ardiente curiosidad del mal, un deseo de hacer todas las experiencias posibles de la vida». Que el protagonista sigue hablando en clave baudeleriana, y que utiliza la palabra Mal en ese contexto, nos lo demuestra el hecho de que enseguida se refiera al terror que siente ante la muerte, o ante la incertidumbre de si existe Dios, y luego se desdiga: «No, no es terror de eso, es terror de la locura...», para aclarar finalmente: «¿loco? ¿y porqué no? Así murió Baudelaire, el más grande, para los verdaderos letrados, de los poetas de los últimos cincuenta años; así murió Maupassant... ¡Por qué nos has de morir así, pobre degenerado, que abusaste de todo...»14.

Respecto al Baudelaire que anima este pasaje, un Baudelaire de cartón piedra, un Baudelaire loco y trasnochado, que parece visto a través de la lente caricaturizante de una patología lombrosiana, utilizado por el protagonista de forma ambigua (ilustración de la enfermedad y al mismo tiempo el más grande de los poetas), tenemos que decir que se trata del Baudelaire de José Fernández, incluso el del Silva-novelista, pero no del Baudelaire al que nos referíamos antes, el que por impregnación ha llevado a Silva a los grandes temas de la modernidad, o incluso el que ha logrado hacer digerir al cerebro estómago del poeta colombiano lo mejor de la teoría de las Correspondencias. Este Baudelaire esquemático de De sobremesa con el que, a través de la imagen latente de un estómago-cerebro-libro atiborrado de Mal, se equipara José Fernández so pretexto de que ha acumulado como lector indigestado y persona proteica las mismas experiencias que llevaron al autor de Las flores del mal a la locura, cosa que ha puesto su cerebro al borde del colapso, es simplemente un Baudelaire en negativo, en el que la propia puerta de los Paraísos artificiales aparece descrita, y condenada, en negativo: «Desde hace años el cloral, el cloroformo, el éter, la morfina, el hachís, alternados con excitantes que le devolvían al sistema nervioso el tono perdido por el uso de las siniestras drogas, dieron en mí cuenta de aquella virginidad cerebral más preciosa que la otra de la que habla Lasegue».

De alguna manera, lo que se puede sacar en claro de todo esto es que el protagonista de la novela se reconoce como un estómago-cerebro indigestado, y se autocondena en los mismos términos en que lo hubiera hecho Max Nordau, y también que en el experimento está implicado el propio autor: hay una complicidad manifiesta, casi una complacencia, entre el novelista y el mundo que se representa. Complicidad que, por otra parte, copiada de Barrés, forma parte del legado de la literatura Fin de siglo, en la que se da una «circularidad -manifiesta en los mismos recursos narrativos- entre lo que el escritor imagina y lo que siente como experiencia en sí mismo»15, lo que por cierto explica el auge del Diario durante ese período. En efecto, se trata de un novelista que se ha convertido en médico de sí mismo, en médico y experimentador: tal es la categoría de escritor -absolutamente desaparecida en la actualidad, y por eso solo recuperable hoy por vía filológica o arqueológica-, en la que habrá que colocar a Maurice Barrés, baudeleriano vergonzante que supo averiguar donde estaban los problemas, aunque los interpretó siempre al revés. Por eso, si la historia de la literatura pudiera desglosarse en una historia de los problemas literarios y otra de las soluciones, descubriríamos que Barrés y Proust se encuentran, en una y otra, espalda contra espalda. Pues la máquina de sensaciones en que Barrés quería convertir el cerebro mediante la disciplina de los nervios, para que produjera sensaciones como se producen las notas al tocar las teclas, no había que inventarla, solo había que interpretarla y traducirla; esa máquina no era otra que la mente humana, cerebro-estómago convertido ahora en objeto de los científicos como Charcot y Freud, una máquina cuyos automatismos e intermitencias exploró narrativamente el mayor novelista de nuestro siglo, Marcel Proust, en los siete tomos de A la recherche.

Ahora bien, en esa historia de la literatura desglosada en una de los problemas y otra de las soluciones que acabamos de imaginar, Silva, como novelista, se clasificaría en el primer apartado, junto a Barrés, por más que en otros momentos de su obra parezca estar en el segundo y anunciar incluso la reminiscencia proustiana. En el núcleo central de su novela hay un cerebro-estómago enfebrecido, cuyo mal se hizo inteligible para éste biógrafo al sospechar que, en el momento de soñar el éxito de su empresa de baldosines, Silva se expande hasta el punto de contaminar biográficamente16 a su protagonista. En otras palabras, el novelista de De sobremesa va a contracorriente del poeta de las «Gotas amargas», o, mejor, se convierte en aquélla en ilustración de lo que critica en éstas, ya que, en el polo opuesto de una poética realista, la fórmula que Barrès le brinda a Silva, la de un autor que se desdobla en médico y enfermo, no parece la más favorable para el distanciamiento y la ironía. Por eso definimos hoy De sobremesa, antes que como la novela de un poeta sin lira y aureola, como la novela de un novelista sin poética que ni siquiera lo sabe y, en su desconcierto, se aferra a la idea de un lector esteta, que lo sepa comprender. Demanda casi patética que, dirigida a un lector de poesía, hubiese situado el debate en la vía correcta, pero que destinada al lector de una novela no hace más que demostrar la hibridez de la misma fórmula que intenta extraer de la estética simbolista los elementos de una poética narrativa17.

Considerado Silva a la luz de ese arquetipo metafórico cerebro-estómago tan implantado en su obra, y que refleja tan bien la presencia del hecho de la lectura, podemos ver más claramente al poeta propiamente dicho, al poeta que alcanzó el punto más alto en los Nocturnos. Porque así como el Silva novelista se desborda, a falta de una poética de novelista, el Silva poeta logra concentrarse en la imagen de un cerebro-estómago que digiere de forma autosuficiente; esto es, que puede prescindir del corazón o se ha librado de lo que Silva llama el «chancro sentimental». Aquí lo vemos una vez más encontrarse cara a cara con Baudelaire, en quien empieza, como señala Hugo Friedrich, la despersonalización de la lírica moderna, a la que debemos reconocer hoy que pertenecen ese puñado de poemas en los que, durante tanto tiempo, se ha creído encontrar resonancias religiosas, románticas, metafísicas y finalmente autobiográficas. El autor del Nocturno una noche, por citar solo el ejemplo más obvio, no estaba postulando en su poema la unidad de su palabra y su persona empírica, sino estableciendo, por decirlo así, las reglas técnicas de un pathos anímico, en el escenario de una naturaleza interior que respondía motu propio a un sujeto que había aprendido a escucharla: tal cosa le permitía al poeta traducirse, leer en sí mismo, en su propio recuerdo (biográfico), muy en sintonía con el ideal baudeleriano de un arte que cree «una magia sugestiva conteniendo a la vez el objeto y el sujeto, el mundo exterior al artista y el artista mismo»18.

Así, es forzoso reconocer que tras del autor de ese puñado de poemas y textos que lo acreditan como el mayor poeta colombiano en el siglo XIX, había un espíritu que asimiló de manera satisfactoria, a pesar de las limitaciones de su medio ambiente, las nuevas experiencias de la modernidad. Lo cual quiere simplemente decir que un intelectual dotado de una curiosidad fuera de lo común sirvió de base al poeta y lo nutrió en su momento de mayor lucidez; luego, cuando vino la hora de lo que baudelerianamente habría que definir ya no como la perdida de la aureola, sino como la pérdida de la heroicidad por pérdida de la «concentración», y comenzó la dispersión, entonces intentó salvarlo mediante un experimento narrativo que hoy nos sorprende por sus preguntas más que por sus respuestas, por la modernidad de sus preocupaciones más que por el resplandor de sus hallazgos, y que constituye el mayor interés de la novela, una vez reconocido su fuerte molde autobiográfico y su carácter de Mathesis (o compendio de saberes de su época).

La recuperación de la figura de este Silva intelectual que en el contexto de la de finales del siglo XIX supo instalarse en la corriente de la modernidad, por lo que debe ser reivindicado como uno de los primeros modernistas, no podía prosperar cuando la visión del modernismo seguía ciegamente los pasos del enfoque personalista fomentado por Rubén Darío, que gustaba de aludir a unos precursores que solo entraban a medias en una foto en la que él ocupaba el lugar central, ni cuando el suicidio del poeta, con el que probablemente Silva tan solo aclimató en latinoamérica el discurso de la muerte que Nietzsche había enunciado en Europa, lejos de ser liberado de su carga anecdótica y mistificante, seguía siendo considerado como un acto sin sentido, que existía no en, o a favor, sino a pesar de su obra. Este a pesar hoy ya no tiene razón de ser entre quienes tengan la voluntad de enfrentarse seriamente a una imagen real del autor, sin aditamentos tremendistas y oportunistas que disfracen con una nueva aureola de morbo su figura, o reminiscencias distorcionadoras que lo muestren como víctima de conflictos religiosos y metafísicos que únicamente en sus raptus más histéricos pudo reconocer como suyos.

A estas alturas, cuando se celebra su centenario, no debe ya permitirse que algunos vuelvan a poner de contrabando sobre la cabeza de Silva la aureola que, después de caída, solo se había puesto como histérico o parodiador, y en sus manos la lira que había dejado en la casa de empeño. Pues este Silva recoronado, estentóreo y envejecido, ha impedido ya durante mucho tiempo que se piense en lo que significaba realmente morir a la edad de treinta años, de idéntico modo que, durante un siglo de soledad, ha brindado a los colombianos, con su anacronismo y sus chapolas negras, una manera de alejarse de sí mismos, esto es, de ver en el otro -el Silva del Mito y la leyenda- una imagen que no les ayudaba a ser más reales, ignorantes como eran de que todo conocimiento es un co-nacimiento, según el hermoso juego de palabras de Claudel. Este Silva, en suma, ha sido la causa de varios desencuentros; en primer lugar, el que hizo posible que durante todo ese tiempo los colombianos se distrajeran pensando en el presunto «incesto» carnal del poeta, pero reflexionaran más bien poco en la casta gobernante que, encontrando en la cultura grecolatina su modelo y haciendo de Bogotá una Atenas sudamericana, convirtió en el siglo pasado y parte de éste al poder político en el privilegio de un puñado de familias gracias al «incesto» institucionalizado del matrimonio endogámico. En segundo, los hizo escandalizarse del descalabro comercial de Silva mientras encontraban enfermizamente llevadero el anacronismo cultural y económico que impuso al país el dominio político de esa casta «endogámica», con el descalabro de una última guerra y la consecuente secesión de Panamá. Y, finalmente, los incitó a cultivar con morbo la imagen mítica del suicida que por un hado fatídico familiar se pegó un tiro, mientras se quedaban sin comprender por qué un hado fatídico nacional consagró a Colombia en nuestro siglo como uno de los países más entregados al culto práctico de la muerte; no la muerte de dimensión antropológica venerada en México, sino la muerte suicida que, tras recibir la herencia de las siete guerras civiles del siglo XIX, condenó en el XX al país a la más sangrienta guerra civil no declarada.

Hoy, cuando el poeta cumple cien años de muerto, tras quitarle a Silva la aureola, dejándolo desnudo en lo que fue: un poeta sin par, un intelectual espléndidamente dotado y, englobándolo todo, el primer escritor moderno de su país, un biógrafo lo propone aquí, ante ustedes, como alguien que tenemos que hacer nacer de nuevo, con la sospecha de que, ahora sí, ese nacimiento será un co-nacimiento. Porque, por otro lado, hacer nacer de nuevo a sus predecesores es un derecho inalienable que hoy deberían saber reivindicar quienes, al mirar hacia atrás, ven en el pasado la simiente del futuro; lo anunció Eliot, al constatar que cada generación relee el pasado e inventa sus predecesores, lo dijo Borges, cuando apuntó que son los nuevos escritores los que influyen sobre sus maestros, y casi que lo intuyó Martí en el Ismaelillo, cuando señaló: «hijo soy de mi hijo, él me rehace».





 
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