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ArribaAbajo3.4.- El positivismo

Los investigadores que estudian la formación filosófica de Hostos, han señalado, además del krausismo, al positivismo, como otro cauce central en que bebió su pensamiento. La distancia temporal ha permitido analizar mejor los puntos flacos del sistema de Comte (su conservadurismo dictatorial sobre todo), pero no se puede negar que las condiciones históricas que vivía Latinoamérica hicieron de ella fértil terreno para ver en esas doctrinas una útil panacea. La idea comtiana de empujar la ciencia y la técnica como principales instrumentos en busca de la perfecta organización social prendió como fuego en las nuevas repúblicas45.

Lo que aportó Comte al liberalismo hispanoamericano fue la seguridad de un método: El estudio científico para el progreso social mediante una educación dirigida por la razón, y sentada en la observación directa y la experimentación. Como la mayoría de los intelectuales, Hostos adoptó algunas de las ideas de Comte pero no toda su doctrina, de acuerdo a su idea suprema de la liberación de las Antillas. Igual que otros positivistas del continente que, según Zea, cambiaron la divisa comtiana «Amor, Progreso», reemplazando Amor por Libertad, Hostos no pudo abrazar por completo una filosofía que en el fondo propiciaba formas de gobierno totalitarias46.

La exposición de los principios positivistas adoptados por Hostos está sembrada a lo largo de toda su Obra. Su concepción de la filosofía como ciencia positiva o científica (XIX, p. 10), su exclusión de la metafísica entre las ciencias (XIX, p. 13), la noción del hombre como organismo (XVI, p. 78), entre las más importantes. Por lo que se refiere a la ética, columna vertebral del pensamiento hostiano, no sorprende que se acerque al positivismo que, como afirma Friedrich Jodl, tiene en este terreno profundas semejanzas con el ideario krausista. Jodl sostiene que ambos movimientos proclaman una «religión de la humanidad» en que si el positivismo se detiene en los fenómenos de este mundo, el krausismo busca trascenderlos. Los dos, sin embargo, creen en la posibilidad del progreso moral, y se acercan en la predilección por lo didáctico (en forma de catecismo que Hostos adopta a veces en el Diario), y la inclinación profética de su palabra47.

Como se ve, es posible que Hostos con el positivismo haya afianzado su fe en la educación, y el énfasis en el deber que éste comparte con el krausismo. Pero, como otros hispanoamericanos (Lastarria, por ejemplo, su admirado amigo), el puertorriqueño no compartió la visión comtiana que aceptaba la santidad de la propiedad privada, o la acumulación del poder absoluto en manos de un solo hombre. Sobre esto último, basta leer las fuertes acusaciones que dirige en el Diario contra Napoleón III, tan aplaudido por el francés (Diario II, 382-383). Por otro lado, si Hostos sigue a Comte al considerar la familia como pilar de la estructura social, se aleja bastante de él al sostener la igualdad intelectual de los sexos, y proponer la apertura de la educación y las profesiones para la mujer en sus admirables discursos sobre este tema («La educación científica de la mujer», Obras, XII, tomo I).

Se han escrito y seguirán escribiendo estudios sobre cuánto y cómo conoció Hostos de Comte, Littré, Stuart Mill, Spencer y otros pensadores48. En relación al Diario, no obstante, hay que señalar otras importantes no coincidencias con los principios comtianos. Hay consenso entre los estudiosos cuando señalan que Comte no se interesó por la interioridad, e ignoró la introspección como válido método para estudiar la naturaleza humana. Theodore Merz afirma al respecto, que el francés se concentra exclusivamente en la sociedad, dejando de lado al individuo49. Ya se verá al leer el Diario, que el puertorriqueño practica asiduamente la introspección porque cree que ella es confiable instrumento de conocimiento. También por el Diario se dará cuenta el lector de la firme creencia que Hostos, como buen liberal, tiene en la libertad del individuo, creencia que se opondría al mecanismo determinista que se le achaca en este terreno al positivismo50.

Para nuestro objetivo, es útil señalar alusiones específicas en el diario que van dejando constancia de esa etapa en la formación del puertorriqueño. Como se verá, las anotaciones no abundan en disquisiciones sobre el movimiento. En el diálogo del autor consigo mismo, se da por sentado el conocimiento detrás de la alusión, lo que reafirma nuestra contención de que el destinatario del escrito es el mismo diarista.

En París, agosto de 1868, Hostos escribe que se halla en una «situación de actividad y de positivismo» (I, 82), dándole al último sustantivo la connotación de momento de confrontación con la «realidad» de los hechos. El 30 de agosto del mismo año, el diarista se autocalifica de positivista, a propósito de las causas de un suicidio: «Según la hospedera se suicidaba por amor: según el positivista, por miseria» (I, 86). En un sueño que relata en enero de 1870, el soñador se prepara para la revolución militar y mental estudiando diversas disciplinas de acuerdo «al método americano y al comtista» (I, 200). En el mismo año, luego, no sólo se identifica con algunos principios positivistas, sino que muestra conciencia de la existencia del socialismo, que empezaba a hacer fuerza en Europa:

«Desdichadamente, no puedo tener confianza en la república. Creo, como los positivistas, que es obra social, trabajo de ciencia y de conciencia, compulsa de vanidades sociales, computación de intereses, transformación, cambio radical, lo que representa para Francia y para toda la Europa central el gobierno del pueblo por el pueblo, y no veo unidad de pensamiento en las escuelas socialistas, pensamiento social en las escuelas políticas, conciencia de la situación en nadie».


(I, 387)                


La república a que se hace referencia es la de Francia, que celebra el fin del imperio cuyo despotismo, centrado en Napoleón III, Hostos castiga en extenso análisis. La acusación muy explícita en ese análisis, contra cualquier forma de tiranía, por muy buenas intenciones civilizadoras que tenga, aleja al puertorriqueño del llamado comtiano a los gobiernos fuertes51. Fuera de los textos positivistas que Hostos leyó, algunos citados en sus recuentos de libros que posee (Diario II, 300), hay que recordar que en su peripatética existencia, el diarista tuvo contacto personal, a veces profunda amistad, con destacados positivistas latinoamericanos. Entre ellos, los chilenos José Victorino Lastarria y Eduardo de la Barra, el peruano Javier Prado, o al argentino Sarmiento, considerado positivista «avant la lettre»52.

Sobre la relación entre Hostos y el positivismo hay que reiterar, para dar término aquí a este somero bosquejo, un punto sobre el que coinciden los especialistas: Hostos hizo una lectura muy crítica del movimiento, y sus modificaciones al pensamiento positivista representan un mejoramiento a sus doctrinas53.




ArribaAbajo3.5.- La masonería

Ya que hemos aludido tantas veces a la masonería, se hace indispensable decir algo sobre esta institución que ha tenido tanta influencia en la historia latinoamericana. En cuanto a Hostos, la primera edición del Diario trae específicas referencias que no dejan dudas sobre su afiliación a la hermandad. En carta a Bonocio Tió Segarra, el 29 de abril de 1874, Hostos usa el signo masónico de los tres puntos en pirámide, característico: «¿Es Ud. masón? Pues ligo al h∴, al compatriota...» (II, 94). En otra carta incluida en la primera edición, ésta dirigida a don Antonio Ruiz, el 20 de junio de 1874, en que Hostos llama a la «acción revolucionaria en Puerto Rico, dice: "Intentemos lo primero. Patriotas y masones hay en toda la Isla"» (II, 127). Otras indicaciones más sutiles se dan cuando, por ejemplo, llama «hermanos» (típico saludo masón) aciertos hombres que quisieron ayudarlo con dinero cuando lo necesitaba desesperadamente (II, 5, 161).

Desde otro punto de vista, sin la cofradía masónica no se podría explicar el hecho de que un Hostos pobre, sin relaciones sociales, pudiera ser recibido de inmediato en sociedades cerradas como las tantas que visitó en su peregrinación por América. En Colombia, por ejemplo, casi recién desembarcado, se entrevista rápidamente con el Presidente del Estado de Bolívar y otros legisladores del país. En Lima y Santiago (en su primera visita cuando todavía no se era conocido) se relaciona pronto con los más prominentes intelectuales y publicaciones. En Chile, José Victorino Lastarria, el más respetado escritor de la época y masón, le abrió su hogar como a un hijo (aquí además Hostos encontrará a una mujer que amó apasionadamente). En Santiago también, un amigo íntimo será Eduardo de la Barra, figura exaltada en las historias de la masonería chilena. De Argentina, el Diario consigna un recibimiento magnífico de parte de muchas personalidades, entre las cuales se cuentan masones de la talla de Sarmiento, Bartolomé Mitre, Vicente Fidel López, entre los más conocidos (II, p. 65)54.

Ahora que poco a poco se va haciendo la historia de la masonería sin las anteojeras enemigas o partidarias acérrimas que tiñeron tanta literatura sobre el tema, se empieza a ver esta institución con mayor ecuanimidad55. Con su indudable influencia en Europa y América, sobre todo en relación a los movimientos de independencia, los masones alentaron la forma republicana de gobierno, la separación de la iglesia y el estado, y estimularon con fuerza la educación pública. Hostos, como es sabido, luchó siempre por estos principios. Desde la perspectiva del siglo XX, por otro lado, se ve más claro cómo la masonería (tanto como el liberalismo) se asocia estrechamente con el avance capitalista burgués que prosperaba mejor en sociedades abiertas más propicias al librecambismo y el laissez-faire económicos56. Pero sería anacrónico juzgar con los parámetros de hoy, el peso que la cofradía tuvo en el pensamiento latinoamericano del siglo XIX.

Conocida es la historia de las logias que, a partir de Nariño y de Miranda, se fundan en América con el propósito específico de promover la independencia de las colonias españolas. En la América del Sur, los nombres de Bolívar, San Martín, O'Higgins, Martí, están entre los más conocidos de los libertadores masones. En España, prácticamente todos los liberales que Hostos conoció fueron miembros de la hermandad: Olózaga, Prim, Serrano, Ruiz Zorrilla, Castelar57... En relación con las Antillas, Lidio Cruz Monclova señala en su Historia de Puerto Rico. Siglo XIX, que se acusaba a los separatistas de ser masones (II, 2, 1957, p. 860). Directamente, el historiador nombra como masones a Baldorioty de Castro, Ramón Freire Rivas y Antonio Ruiz Quiñones, amigos de Hostos que aparecen en el Diario58. No es raro entonces que el diarista se halle también en las lilas de los que compartían sus ideales independentistas y que luchaban efectivamente por realizarlos. Lo extraño es más bien el silencio que se ha mantenido sobre esta afiliación.

Desde el punto de vista biográfico, se nos ocurre que se ha querido silenciar la adhesión de Hostos a la masonería. Por ejemplo, su hijo Bayoán protesta con razón en Eugenio María de Hostos íntimo, que el clero haya acusado a su padre de ateo. Sin embargo, evita la cuestión de la masonería, como posible explicación para la negativa de los ritos católicos a su muerte: «(el clero dominicano) usó la diatriba para enfrentársele y culminó, a su muerte, por negarle los auxilios religiosos que él merecía mucho más que muchos obispos» (Santo Domingo, 1929, p. 42).

En la enorme cantidad de estudios dedicados al pensamiento de Hostos, no se encuentran tampoco referencias a esta posible importante influencia. En su obra publicada, además, hay inexplicables vacíos. Por ejemplo, la carta al Presidente de la Sociedad Fraternal Boliviana de Buenos Aires (nombre muy sugeridor de una institución masónica), en que Hostos agradece haber sido nombrado como socio, termina abruptamente, sin las acostumbradas fórmulas de saludo (Cartas, Obras IV, 49-50). ¿Se censuró el final por contener algún signo revelador de la masonería? Como éste, hay muchos enigmas por descubrir, que obstaculizan, aún hasta hoy, el mejor conocimiento de la obra y el hombre que fue el puertorriqueño.




ArribaAbajo3.6.- Otras consideraciones

Comenzamos este capítulo afirmando la relación entre el mundo íntimo y el mundo social, e intentamos probar que muchas de las crisis registradas por Hostos en su Diario, pudieron provenir directamente de la vivencia de acontecimientos históricos y de encontradas corrientes de pensamiento. En relación a esas crisis y el enlace con el entorno social, ¿no podemos imaginar también que el deseo de superación, unido a su orgullo y afán de gloria, movieran a Hostos no sólo a emular sino a querer superar a algunos de sus contemporáneos? El mismo F. Giner de los Ríos se presta para hipotetizar esto. Nacido en el mismo año que Hostos (1839), Giner venía produciendo, desde una edad muy temprana59, una obra crítico-literaria que Hostos pudo haber conocido. Los Estudios literarios de Giner, publicados en 1866 -año en que comienza el Diario que tenemos- afirmaron la reputación ya elevada de su autor. Se sabe que Hostos dio a luz pública su Bayoán en 1863. El Diario deja constancia de las esperanzas que el escritor puso en este texto para obtener gloria y «reconocimiento literario» (I, 205). Las páginas son testigo además, de la profunda desesperación en que lo sumió la indiferencia general a su obra. Lo que el Diario no consigna, y que el lector tiene que recordar constantemente, es que si el puertorriqueño quería emular o superar a sus contemporáneos, estaba en muy desigual desventaja. Su estatus de súbdito colonial, su apenas pasable situación económica (que con el tiempo se va a transformar en penosa pobreza), y la carencia de lazos familiares y sociales que abren tantas puertas (como se las abrieron a Giner, por ejemplo)60, se adivinan como insuperables obstáculos. Hostos, además, reconoce con frecuencia, que su estricto sentido de dignidad no le permite utilizar sus contactos con los hombres influyentes que conoció, para fines personales. No es raro imaginar, no obstante, que el reconocimiento oficial y el poder que gozaban sus contemporáneos conocidos, pudo alentar, por contraste con sus propias carencias, el sentimiento de fracaso que tan a menudo asalta al puertorriqueño. Esto estaría en consonancia con aquellos estudiosos del diario íntimo que creen que los que lo cultivan son hombres que, desplazados del poder, tienen un excedente de energías y cualidades no utilizadas, que forman el sustrato de su característica inadaptación social (Didier, Le Journal, pp. 60-67).

Admira que Hostos, sordo y ciego a la desigualdad de condiciones que lo separaban de los que combatían junto a él por los mismos fines y principios, se fustigue constantemente para hacer más y más. Ya hemos dicho con cuánta frecuencia se queja en el secreto de su intimidad, de no alcanzar lo que su ambición desea. La verdad es, sin embargo, que sea por emulación y competencia, sea porque los acontecimientos y sus principios lo empujan con fuerza irresistible, Hostos está siempre arrojado a la acción pública o privada. En cuanto a la primera, ya mencionamos antes la diferencia que va entre el lamento de inacción en el diario, y la copiosa obra periodística en la misma época de la queja. En relación a lo privado, pensamos especialmente en las lecturas, pensamientos y preocupaciones que Hostos anota en su Diario, que revelan su enorme curiosidad sobre todo lo que pasa a su alrededor. Alejándose en forma tajante de otros intimistas, a quienes se caracteriza como indiferentes a los problemas sociopolíticos (Girard, Le Journal, pp. 12 y 16), ya se ha visto que, en Hostos, la vivencia interior es indivisible del suceso externo. Como la mayoría de los acontecimientos citados se han referido a España, mostraremos ahora, con ejemplos de otras latitudes, el cariz de sus intereses, ilustradores a la vez de la contingencia histórica que vive.

De sus estadías en París, aludimos antes a la preocupación de Hostos por el despotismo de Napoleón III y la guerra franco-prusiana que sigue de cerca (I, 382-383). Ejemplo de cómo los asuntos sociopolíticos que atañen al mundo inquietan su espíritu, es el siguiente pasaje de 1869, escrito también en París:

«[...] [se trata de] examinar el doble malestar de Europa y de la Francia en sus relaciones sociales descubiertas por las discusiones socialistas en todas partes y por el temor que ha causado la abolición de la propiedad en el Congreso de Bde. Ambos asuntos son de interés palpitante, tanto que no he podido decidirme por uno o por otro. Nada extraño entonces que no haya podido gozar de la belleza de la noche ni de la serenidad de mi espíritu».


(I, 140)                


Su descripción de una asamblea en que presencia la participación política de gente del pueblo parisino, revela la atención que el diarista le presta a la progresiva fuerza de las exigencias populares (I, 159-162).

En Nueva York, en 1870, su interés se centra en cuestiones que tocan el racismo, además de la economía. Lamentando el no poder estudiar a fondo esta «pujante sociedad», Hostos se duele de la «marcada animosidad» que palpa en la población norteamericana contra los chinos, «esos pobres aventureros del trabajo» que se traen bajo contratos que los convierten prácticamente en esclavos (I, 337-338). Los indios del norte, por otro lado, le dan ocasión para ilustrar el ideal que el puertorriqueño viene sosteniendo sobre la fusión de razas diferentes, como un bien para la humanidad. En las palabras que siguen, Hostos se lamenta por la forzosa separación que el país ha impuesto a los indios:

«¡Cuál y cuán humano y cuán saludable y cuán fecundo sería el poder de este país, si en vez de rechazar a esa noble raza, se la atrajera por el cruzamiento y por la civilización!»61.


(I, 324)                


Pero son los problemas hispanoamericanos los que obtienen del diarista una atención más detenida y frecuente en el texto. El lector comprobará, al leer el Diario, que la libertad de Puerto Rico y Cuba con que sueña Hostos, es un verdadero leitmotif del escrito. En esta cuestión es fácil comprobar que, como en el caso de España, las quejas brotan conjuntamente de la fuente individual y de la colectiva; inseparables. Esto es evidente, sobre todo en el período de su residencia en Nueva York, cuando, en contacto con las juntas revolucionarias, es testigo de las disensiones y las debilidades de sus jefes.

Respecto a la preocupación de Hostos por la política hispanoamericana, dado que su posición sobre varios puntos aparecerá ilustrada en el próximo capítulo, nos detendremos aquí sólo en algunas áreas más generales. Dos de ellas se destacan por su insistencia e importancia. Nos referimos a las asiduas llamadas a formar una federación antillana, y a las constantes reflexiones en torno a las consecuencias de la colonización. Nótese, en cuanto a la primera, la manera personal con que expresa el diarista su ideal político: «[...] necesito que Puerto Rico complete la obra de Cuba y realice el ideal de las Antillas, independientes...» (I, 251); «Tengo fe en el porvenir independiente de las Antillas confederadas...» (I, 335).

Hostos reconoce que su ideal de la confederación antillana tiene encontrada oposición en los grandes intereses económicos, como se ve en el siguiente fragmento que toca también la cuestión racial:

«Siento con viveza [...] que esa sagrada revolución de las Antillas puede caer en el abismo si triunfan los intereses y las segundas intenciones de la oligarquía plutocrática e intelectual... Pienso que es necesario que América complete la civilización, sirviendo a estas dos ideas: unidad de la libertad por la federación de las naciones, unidad de las razas por la fusión de todas ellas».


(I, 284)                


El interés por los asuntos de la economía en el Diario, se ha entrevisto ya en algunas citas. Como hombre que sufrió personalmente la pobreza, Hostos anotó con frecuencia su preocupación por el desempleo, y la necesidad de proveer fuentes de trabajo, como base indispensable para la dignidad del individuo (I, 315; II, 154, 177). El puertorriqueño va más lejos, a veces, que la ideología liberal, en el asunto de las injusticias económicas. No es inusual, que acuse a los ricos de «agiotistas» (II, 391), que critique a la clase media por «temerosa» (I, 112), y que proteste por las «consecuencias civiles y criminales de la indivisión de los terrenos» (II, 365). Véase en la transcripción siguiente cómo castiga Hostos otra vez a la clase media y sostiene los derechos del pueblo:

«Pese lo que pese a esta pasiva clase media que sé esconde cuando debiera presentarse, que huye cuando debiera combatir, que en todas partes ha matado con su temor la libertad, el "cuarto estado" pide su puesto en la vida histórica y política».


(I, 102)                


No es sorprendente, entonces, que algunos de sus contemporáneos llamaran a Hostos «radical», epíteto con el cual él mismo se autocalifica (I, 213). A propósito de esto, recuérdese que el diarista fue testigo de las componendas y timideces políticas de los «revolucionarios» que pensaron como él para retroceder después en sus convicciones. El lector, al leer en el Diario los amargos aguijones que lanza Hostos contra los liberales españoles que se oponen a la independencia antillana, o contra los ricos cubanos que propician la anexión de Cuba a los Estados Unidos, por ejemplo, deberá imaginar el impacto que estos hechos debieron hacer en la sensibilidad de un hombre guiado con tanta estrictez por sus principios.

Dijimos antes que otra de las repetidas reflexiones políticas tiene que ver con lo que Hostos juzga funestas secuelas del coloniaje, inseparable para él del despotismo. El efecto «letal» que el diarista atribuye al coloniaje (I, 321), produce ignorancia (I, 243) y cobardía (II, 195). De la tiranía deriva Hostos los «efectos desorganizadores» que ve en las juntas de Nueva York (I, 278). Y al recordar a sus compatriotas que temen la revolución separatista, Hostos piensa que como «hijos del despotismo no conocen los deberes de la libertad que desean» (I, 316).

Por las citas, no se crea que las preocupaciones sobre el coloniaje se centran sólo alrededor de Puerto Rico y Cuba, de hecho todavía colonias de España cuando Hostos escribe. El dolor por las secuelas negativas de la sujeción, se extiende al resto de América. Por ejemplo, en 1871, en el Perú, donde Hostos observa una sociedad nueva para él, descubre lacras que atribuye a herencia del largo período colonial. Conmovedoramente piensa entonces, que la lección puede ser útil al servicio que anhela dar a su patria:

«Esta es una escuela práctica del porvenir. Sí, en el porvenir, cuando la independencia haya llegado, todo lo que aquí choque con mis ideas, mis sentimientos, mis deseos, todos los vicios políticos, sociales, individuales, que descubro aquí como secuelas de la colonia, procuraré evitarlos en Puerto Rico».


(II, 18)                


No sabemos cuánto este intento de caracterización que hemos hecho de la época en que vivió Hostos, permita comprender la última parte de esta introducción. En ella se tratará de ver cómo el puertorriqueño comparte ciertos rasgos de personalidad con otros escritores de diarios íntimos. La semejanza de estos atributos es lo que ha permitido a los especialistas del tema poner en casillero aparte a los «intimistas», y definir el diario íntimo. Otra vez, por razones de claridad, habrá que parcelar zonas que de ningún modo existen aisladas.






ArribaAbajo- IV -

Rasgos intimistas en Hostos



ArribaAbajo4.1.- Introvertido, tímido e idealista

El diario íntimo no podría existir sin una fuerte inclinación en su redactor a replegarse sobre sí mismo para analizarse. Hostos practicó asiduamente la introspección, esfuerzo voluntario y metódico de autoanálisis, diferente a la simple observación, según confirma A. Girard (Le Journal, 5). Ya se ha visto en páginas anteriores, que la meta misma del Diario está ligada a esta voluntad de análisis, que el diarista hasta comenta con los demás: «Tratando de explicar la exuberancia de mi subjetivismo, me puse a hablar de aquello que me es más familiar: de los efectos que en el ser interior y en el social produce la habitual contemplación interna» (I, 56).

Uno de los componentes esenciales de la personalidad de los intimistas es la timidez, según los investigadores. M. Leleu, menciona la timidez junto con la soledad, entre los rasgos sobresalientes, y el libro de Marañón sobre Amiel se subtitula expresivamente «Un estudio sobre la timidez»62.

Hostos, con su habitual perspicacia y sinceridad, teme la timidez, que reconoce poseer: «¿Por qué vacilo ante la realidad y la armo con los temidos aguijones de mi propia timidez?». En 1871, contrito por su incapacidad de demostrar el sentimiento que siente por una dama limeña, escribe: «Pero olvidaba muchas cosas. En primer lugar mi timidez tanto más sensible cuanto que tengo un arte infinito para ocultarla» (II, 18). En 1872, a los treinta y tres años, el diarista se duele de sentirse «tan niño, tan tímido, tan temeroso, tan pasivo» (II, 38-39). Al año siguiente, el puertorriqueño reflexiona sobre su timidez como una forma de su «delicadeza», y en 1874, la defiende como una virtud: «La timidez es y será siempre mi virtud. He tenido que serlo, soy tímido» (II, 161). La complacencia que parecen indicar las palabras recién subscritas, debe equilibrarse con el franco reconocimiento del autor, en otras ocasiones, de que la timidez lo ha apartado hasta de los placeres más inocentes (II, 290).

Los estudiosos del diario íntimo han llamado «enfermedad del ideal» a la poderosa tendencia de los intimistas a perseguir un elevado ideal de conducta, en pugna con la realidad circundante, inaceptable para ellos63. El insistente empeño de Hostos para acercarse al ideal que sueña, como se ha visto, contribuye a las crisis que sufre, y al ahínco que pone para cambiarse, y transformar el mundo que lo rodea. La conciencia de la disparidad que cree ver entre su ideal y sus logros, más el rechazo de la realidad actual, se evidencian en lo que sigue:

«Y he aquí cómo por desdeñar mi experiencia diaria, por empeñarme en variar la realidad, por insistir en hacer vida heroica, estoy no haciendo nada por las Antillas, estoy disgustado de lo que veo en el pasado y de lo que veo en el presente y para el porvenir, estoy cada vez más descontento de mí mismo en un abismo cada vez más hondo, cada vez más alto mi ideal, cada vez más bajo yo...».


(I, 222)                


El ideal que persigue el puertorriqueño corresponde, en general, a esta definición en sus propias palabras: «Mi ideal... es la realización de lo grande, lo bello, lo bueno, lo justo y lo verdadero» (I, 205). En términos específicos, los ideales que mueven su conducta se pueden reducir a dos: llegar a ser el hombre que él concibe como óptimo, y poder realizar la liberación y el engrandecimiento de las Antillas.

En cuanto al primero, la impronta krausista se manifiesta en el deseo del diarista de armonizar equilibradamente sus diversas facultades: «Armonía es seguridad. Seguridad es salud... Luchemos, pues, pero luchemos con todas nuestras fuerzas, con razón que dirija la voluntad y el sentimiento, con sentimiento que armonice razón y voluntad» (I, 125). El Diario es elocuente testimonio de los esfuerzos del autor para acercarse a este ideal. Las exhortaciones, llamados de atención, y ciertas reglas de conducta que se impone, abundan en las páginas:

«Cumple con todos tus deberes y gozarás de todos tus derechos. Tu primer deber es ser hombre: no lo cumplas y llevarás contigo tu muerte. Tu primer derecho es el de gozar de la armonía de tu ser con todo lo que existe. Perfecciónate, es decir, sométete al deber y la armonía será.


(I, 36, subrayado del autor)                


«Si tengo constancia, este trabajo completará el de mi inteligencia y lograré ser hombre completo».


(I, 25)                


El progreso de sí que persigue el diarista está, como dijimos, estrechamente relacionado con el deber que Hostos se impone por la liberación de Puerto Rico. El propio diarista se refiere a este doble ideal que enlaza la formación de sí mismo con la libertad de su patria: «[...] la necesidad de ser lo que creo deber hacer para realizar mi doble ideal de la independencia de mis islas y de mi carácter, todo me empuja hacia una resolución...» (II, 76).

El Diario deja en claro que el sueño de Hostos de liberar a su patria se antepone a todo otro deber, incluso al de velar por su familia (II, 98). Como dramáticamente lo expresa el escritor, esta cuestión es para él asunto de vida o muerte, de ser o no ser:

«¿Quién sufre o goza más de las renovaciones alternativamente tristes o placenteras de la patria que yo?

¿Para quién es como para mí, cuestión de vida o muerte, de ser o no ser, la de hacer una patria política, social, intelectual, moral, de la que geográficamente debo a la naturaleza?».


(I, 133)                


Como con su vida, el puertorriqueño se construye una patria ideal y se empeña en realizarla: «¡Ah, cuándo me dará mi esfuerzo la patria que idealmente estoy construyéndome hace años!» (I, 126). Cuando algunos le señalan la verdad diferente sobre ciertos hechos, él insiste en «encaramarse en su ideal» y soñar: «[...] (Cumplir mi deber) en Puerto Rico, revolucionarla militarmente, triunfar, luego ordenarla y, aplicando a su vida mis teorías, verla entrar la primera por la vastísima senda de un nuevo ideal político y social, ese es mi sueño» (I, 240)64.




ArribaAbajo4.2.- Emotividad, pasión y ensueño

Michele Leleu señala que junto con la voluntad y la memoria, la emotividad es parte de las tres propiedades constitutivas que originan los rasgos característicos de los intimistas (Les journaux, 43). Esta hiperemotividad se traduciría, según la autora, en exaltación sentimental, impresionabilidad, variabilidad de sentimientos e impulsividad (45). El Diario, contrario a la imagen de Hostos comúnmente presentada, revela a un hombre apasionado y sentimental, que lucha con denuedo para dominar sus emociones. Con frecuencia el diarista anota los reproches, suyos y ajenos, sobre excesos en esta dirección: «Si los hombres no tuvieran otra intención que la de consignar un hecho, cuando dicen que me dirige el sentimiento, dirían una verdad: que en vano trato yo de dominarlo y en vano de suponerlo a la razón» (I, 235).

Aunque el diarista trata con frecuencia de frenar a la «soñadora» por sus efectos negativos (I, 25; 54-55), reconoce también que el sentimiento y la fantasía son fuerzas positivas: «¡La imaginación y el sentimiento! ¡Las dos fuerzas creadoras de mi alma! ¡Los dos enemigos de mi vida!» (I, 83). La mayoría de las veces, sin embargo, el diarista se reprocha severamente su tendencia a dejarse llevar por los sueños: «Vuelve la imaginación a divagar, y para llenar el vacío que va conmigo, imagino lo que quisiera hacer y sueño despierto lo que pudiera y debiera realizar» (I, 42).

El Diario de Hostos nos dice repetidamente que su autor se avergüenza de perder el tiempo en sueños (I, 34; II, 107), y en una ocasión nos entrega uno de ellos, completo y rico en detalles. El sueño versa sobre el encuentro con una millonaria y su amor por el diarista. El dinero de ella y el patriotismo de él, liberan a Puerto Rico, y convierten al amado en héroe popular y poderoso (I, 199-200). Estas páginas, conmovedoras por mostrar que, aún soñando, Hostos sigue cumpliendo sus deberes, levantan velos de la interioridad en que reposan los deseos y las carencias más profundas. Importa recordar este pasaje a propósito de rasgos como la ambición y de búsqueda de la gloria, que veremos a continuación.

La afirmación de que la imaginación está matando su voluntad, se encuentra a menudo en el Diario, y con ella la pregunta del autor sobre si podría realizar más si fuera capaz de dejar de soñar (I, 343). En sus reproches, el diarista se autodenomina «fantaseador e imaginarista como un adolescente», frase que calza con una comparación semejante que hacen de los dos grupos los especialistas65. La tendencia a huir de la realidad por medio de la ensoñación que aflige tanto a adolescentes como a intimistas, se reconoce en el Diario de Hostos con franqueza sobrecogedora en el pasaje que transcribiremos:

«No sé cuántos años han pasado desde que le cogí miedo al mundo en que vivo completamente solo y a la desesperación que me invade el corazón cuando me siento fuera del mundo real. Desde entonces ambiciono la acción, el movimiento, la vida completa, la ejecución en todo... ¿Qué no he hecho yo para alcanzarlo?... ¿Qué he obtenido? Quedarme en el dolor, en la impotencia, en la inacción, en la vida soñada... En ocasiones la realidad de que huyo está tan cerca de mí que podría agarrarla, pero no lo quiero, sea por ambición, sea por orgullo, sea por vanidad, sea por debilidad... Entrar en la vida real equivale a cumplir pequeños deberes reales y yo prefiero soñar grandes deberes imaginarios».


(II, 51-52)                





ArribaAbajo4.3.- El deber y la moral

Los deseos de alcanzar un ideal elevado y el despiadado análisis de sus defectos, resulta en otro de los rasgos que los especialistas adscriben a los intimistas: su tendencia moralizadora y su obsesión pedagógica (Girard, Le Journal, p. 164, Didier, Le Journal, pp. 102-103). En Hostos el moralista se revela sobre todo en su continuo esfuerzo para guiar su conducta según su concepción del deber y la virtud, la característica más comentada de su personalidad.

De la conjunción del deber y la virtud, Hostos compuso su visión de lo que llama «gloria virtuosa»; es decir, la gloria que se obtiene sin caer en aberraciones de la conducta moral (II, 137). Todo lo que hubiera podido ser, y no ha sido -político influyente, escritor famoso, orador renombrado- lo atribuye el diarista al efecto de arnés que forman sus nociones del deber y virtud, que le obligan a enderezar sus pasos en una sola dirección: «Para hacerme poderoso, yo no hubiera tenido más que escoger la escena, el teatro, el medio... Pero al corregir los vicios, me hice calumniadores... no tuve fuerza para ser un poco menos catoniano y un poco menos útil» (II, 138). Estas palabras ilustran de paso, una particularidad de Hostos que no coincide con la afirmación de Alain Girard de que los intimistas no se erigirían en jueces de los demás, ni pretenderían cambiar el mundo (Le Journal, 493). Como se ha visto, el puertorriqueño se reprocha ser duro con los demás, pero hay que reconocer que las, más de las veces, la severidad es autodirigida: Hostos confiesa «el vicio de (su) primera iniciación moralista» (I, 166), se duele porque convierte en deber «los actos más insignificantes» y por abusar de «su noción del deber» (I, 319). Prisionero de sus ideales y de su carácter, no sorprende que el diarista declare con pasión: «El hecho moral me agota... La ambición de esta gloria virtuosa está siempre royéndome el alma y no doy un paso que no sea en esta dirección» (II, 137-138).




ArribaAbajo4.4.- Orgullo, ambición, anhelo de gloria

La conciencia del propio valer que los investigadores reconocen como cualidad que acompaña a menudo a la timidez, tiene que ver con el orgullo, otro rasgo atribuido a los intimistas66. Con su innegable sinceridad, Hostos reconoce que el orgullo es un ingrediente importante de su personalidad: La «doble presión del sentimiento de justicia y del orgullo me han empujado a serlo todo, pensamiento y acción, para realizar mi objetivo» (II, 76). Al mismo tiempo que reconoce su orgullo, el diarista se da Cuenta que éste es muchas veces obstáculo para sus fines. Así, se lamenta, por ejemplo, de que «el orgullo y la timidez» de su carácter, haya «trabado su vocación literaria» (I, 27).

Si se acepta que por la específica naturaleza del diario íntimo, su redactor, precisando conocerse para transformarse, debe ser egocéntrico, no sorprende hallar en el Diario de Hostos palabras que confirman este egocentrismo: «¿De qué hablé? De lo que hago más a gusto. De mí mismo» (I, 148). Sin duda, esta autoconcentración lleva al diarista a anotar frases que pueden leerse como muestras de vanagloria: «Mi manifiesta superioridad intelectual y de carácter» (I, 60); «En mi corta vida he hecho silenciosamente cuanto hubiera bastado para darme gloria imperecedera» (I, 205), y otras parecidas.

Hay que distinguir, sin embargo, entre el orgullo justificado, que nace del conocimiento de las propias cualidades, y la falsa vanidad del que inventa virtudes inexistentes. En este terreno, creemos que Hostos se ajusta al dictum de Alain Girard de que si los intimistas son orgullosos, sus autoestimaciones son bastante objetivas (Le Journal, 256). Cuando el puertorriqueño escribe: «Todo el mundo, [...] comprende fácilmente los motivos que hacen de mí un ser excepcional entre los revolucionarios» (II, 96), la frase golpea con un brillo de vanidad. Pero, si recordamos que Hostos se refiere a que él, contrario a otros patriotas, busca la liberación de las Antillas, no por odio a España, sino por bien pensados principios, no se ve como excesivo el calificativo de «excepcional». Lo mismo pudiera decirse de las frases transcritas más arriba sobre la superioridad intelectual y de carácter, que nadie puede disputar poseía el diarista.

Sobre este asunto de la posible excesiva autoestimación, hay que recordar también, que la extremada atención sobre sí que pone el autor, descubre lo positivo, pero quizás con mayor frecuencia, lo que considera negativo en él. Cuando se lee por ejemplo: «[...] mi desinterés, mi abnegación, mi devoción sin límites a las ideas»; hay que equilibrar esto con el severo autorreproche que sigue porque lo hecho ha sido «inoportuno, inconveniente, insensato» (II, 97).

Hostos se da cuenta de que algunos de sus contemporáneos lo suponen «orgulloso y vano» (I, 266); «capaz de hacerlo todo para brillar, un orgulloso capaz de hacerlo todo para ser el primero» (II, 180). Estas frases, escritas en 1874, en el contexto de las disputas que existen entre los miembros de las juntas patrióticas en Nueva York, las explica el diarista como promovidas por «interés mezquino», porque no lo conocen, o por «patriotismo descarriado», y nos parecen plausibles explicaciones. No se puede negar, sin embargo, que algunas candidas declaraciones del Diario, parecen apoyar esos juicios. Por ejemplo, cuando sufre por las maquinaciones que ve entre los juntistas en Nueva York, se pregunta: «Quizás nací yo para imponer [...] Quizás nací yo para el gobierno» (I, 215). Y, en el mismo contexto político, otra vez confiesa que no sirve «para secundar», y muestra su franca irritación porque le ofrecen la secretaría y no la presidencia del club patriótico (II, 194).

Para ser justos en esta delicada y complicada materia, nos parece que es necesario diferenciar entre la ambición con miras privadas, y aquella que desea ponerse al servicio de una causa que toca más allá del yo personal. Hostos es consciente de la distinción entre la ambición «pequeña», sembrada de dobleces e hipocresías que el autor odia (I, 188), reconociendo que no «sirve para eso» (I, 217, su subrayado), y la que él posee que pudiera llamarse más bien «virtud pública». Difícilmente se hallará un texto en que se confiese este tipo de ambición con tan desgarradora sinceridad como el siguiente:

«Y en cualquier parte donde esté si la revolución se anticipa a mi esfuerzo personal, yo no estaré contento. Hay, ya, en el fondo de este incansable patriotismo al cual lo he sacrificado todo, un fermento de ambición, que no consiste por Dios en dominar por el poder, sino en dominar por la inteligencia y los servicios. Ambiciono hacer más que nadie, lo que nadie, y necesito para eso ser el primero en la primera hora».


(I, 350)                


Mirado con los ojos de nuestro tiempo, tan susceptible a las dominaciones de cualquier tipo, sin duda se puede enfocar críticamente ese afán de poder que se muestra tan claro. Sin embargo, fuera de que expresa un pensamiento común en el sexo masculino, educado para competir, hay que detenerse a reflexionar sobre la idea de servir a los demás, que neutraliza (o «positiviza») ese afán. Por otro lado, el diarista no exagera al decir que lo ha sacrificado todo. La verdad es que por la causa patriótica, Hostos abandonó a su familia, su carrera, las mujeres que lo amaron, y una posición social y económica que sus dotes pudieron conquistarle.

Lo que llamamos virtud pública, se corresponde en Hostos con el anhelo de gloria que los estudiosos señalan entre los rasgos comunes a los intimistas (Didier, Le Journal, 72). Para Girard, la búsqueda de la gloria es medio para romper la soledad, y recompensar las debilidades y sufrimientos que sienten los diaristas (Le Journal, 191).

Hostos admite que desde joven soñó con la gloria, pero una gloria bien definida según sus ideales: «Hace diecisiete años, desde que cumplí dieciocho, que estoy soñando con la gloria virtuosa; desde entonces inventé esta nueva especie de gloria, la más difícil de todas [...] que devora a sus propias creaturas como el dios simbólico de los griegos» (II, 137, su subrayado). El conocimiento de sus capacidades, y el ansioso deseo de que sean reconocidas, se confrontan constantemente con la adhesión al deber y a la virtud en el espíritu del diarista. El autor se da cuenta muy bien de la tenacidad con que estas fuerzas luchan en su ser: «[...] el hecho moral es el conflicto perpetuo entre mi ambición de gloria y mi pasión de bien» (II, 136).

Ya se ha entrevisto en ciertas transcripciones la pasión de la gloria en la dirección del patriotismo. La búsqueda de la gloria literaria es también explícita. En 1868 Hostos afirma, por ejemplo: «Vine a Europa para conquistar un nombre literario» (I, 68). Luego, en una retrospección escrita diez años más tarde, el diarista reflexiona que la austeridad de sus principios lo llevó a desdeñar lo que buscó de joven: «Del ejercicio de la pluma, que al menos me hubiera dado un renombre temprano... me abstenía por modestia y por desdén: desdeñaba la gloria contemporánea» (II, 290).

La última frase es muy apta para introducir un curioso fenómeno que revela el Diario: el presentimiento de su autor de que la gloria va a estar de su parte algún día. El lector verá en el escrito los fracasos, la soledad, las penurias económicas, y la enorme frustración del patriota de ver sus planes mal interpretados y desdeñados. A pesar de ello, se adivina la seguridad del diarista de que su posición es la correcta, y así lo verá la posteridad: «Creo que el único modo de ser útil a las ideas y a los pueblos es levantar los hombres a la discusión de su deber, más que bajar con ellos a la negociación de sus intereses. Hay en ello, es verdad, un resultado para mí que no por ser lejano deja de ser menos glorioso» (II, 151). Y otra vez, con mayor seguridad: «[...] el sendero que recorro no conduce más que a esa gloria. Lo sé, lo veo con mis ojos» (II, 138).




ArribaAbajo4.5.- Dignidad, inercia y rebeldía

Hay un fenómeno, no mencionado especialmente por los investigadores del diario íntimo, que está relacionado tanto con la timidez como el orgullo: el sentimiento de la propia dignidad. Con mucha frecuencia, el Diario de Hostos menciona su «mal de dignidad», su «asustadiza dignidad», su «dignidad herida», problema que tiene que ver con la estimación de los demás y la suya.

El autor recuerda que desde niño le preocupaba hondamente lo que pensaran de él, fenómeno que el diarista denomina «la dignidad temprana» (I, 224). Pero el miedo al qué dirán es sólo un aspecto de lo que Hostos llama dignidad, fuerza complicada, positiva o negativa, en la que se mezclan variadas emociones -orgullo, vergüenza, timidez-, y que puede tener variadas causas: pobreza, temor al ridículo, miedo al fracaso, etc. Algo de la complejidad de este sentimiento, se ilustra en el párrafo que sigue:

«[...] lo que importa es que yo haga las cosas cuando debo hacerlas, meditadas tranquilamente sin precipitar por mi miedo de dignidad, mi porvenir, sin tratar de moverme a distancia inmensa por no moverme a cortísima distancia... he luchado con el pan cotidiano, demasiado ásperamente para que no me duela recomenzar en París la lucha de Madrid... Me horroriza la idea de tener aquí como en España tuve, déspotas de mi dignidad que para siempre la han lastimado... enseñándola a esconderse. Cuando más severamente examine mi pereza, mi apatía y mi miedo de esa lucha, más enérgicamente me convenzo de la causa original de esas debilidades; y la causa es tan hermosa, es tan alta, es tan delicada, que hoy, al ver como ayer [...] que la dignidad y sólo la dignidad es quien me da miedo y me hace apático y me hace perezoso, me perdono... Averigüemos, pues, si es dignidad (fuerza) esa debilidad que no resiste a la grosería de un librero, al mercantilismo de un editor, a las reservas de Pi, a la sordera de Castelar, y averigüemos si ha padecido ya bastante esa dignidad asustadiza».


(I, 66-67)                


Como muestra la cita, el miedo de dignidad de que habla el diarista tiene a menudo como origen la falta de recursos económicos. La pobreza de su vivienda, la apariencia de su ropa, sus deudas con la casera, producen en él constante inquietud y zozobra (I, 55; 153; 156). Por desgracia, todas las agonías que la falta de dinero provoca en el ánimo del escritor se justifican ampliamente. Conmueve leer que este hombre digno de mejor suerte, no haya podido salir de su casa por carecer de paraguas o los centavos del autobús (I, 141). Duele aprender que el prócer haya pasado inviernos en Nueva York con zapatos y ropa de verano, sustituyendo el café con agua de tamarindo (II, 175), sin poder participar en actividades sociales por falta de «ropa presentable» (II, 163). Más penoso aún es descubrir que el Diario mismo se interrumpa por falta de papel, y que el organismo del diarista se deteriore por falta de mínimos recursos. Así, por ejemplo, la oscuridad de su cuarto, cansa su vista y le produce dolores de cabeza (I, 282). En 1874, anota satisfecho que un nuevo cuarto que alquila, tiene el aislamiento necesario para ayudar a disminuir el «constreñimiento» que sufrió en otros menos adecuados (II, 160). En 1875, comenta que su pobre e irregular alimentación ha causado la dispepsia que combate (II, 175).

Más arriba, a propósito de su dignidad, Hostos menciona más de una vez lo que llama su pereza o apatía, que detiene su acción. Varios estudiosos del diario íntimo, citan la paralización de la voluntad entre los rasgos caracterizadores de los intimistas (Leleu), Le journaux, 47; Didier, Le Journal, 95). Alain Girard, al establecer que todos los intimistas se quejan de la «enfermedad del querer», se refiere al irónico resultado del autoanálisis, que si ayuda al diarista a perfeccionarse, produciría al mismo tiempo un sentimiento de inercia que le impediría actuar (Le Journal, 534).

En el Diario de Hostos, su autor constantemente se queja de «inercia interior» (I, 45), de «voluntad negativa y pasiva» (I, 85), de «atonía intelectual» (I, 317), por lo que no sorprende que la formación o fortalecimiento de la voluntad sea un motivo central del escrito. El análisis que hace el puertorriqueño sobre lo qué cree es la progresiva pérdida de su voluntad, es significativo, y adelantado para su tiempo. El prócer afirma que cuando niño tenía una «tremenda voluntad», pero que luego, una deformada educación, y el imprudente uso de su libertad, la debilitaron67. Cuando los dolores y fracasos le enseñaron al joven a ver «la diferencia que hay entre la concepción y la realidad», echó de menos la voluntad, y se propuso creársela (I, 226). El Diario es excelente testimonio de sus esfuerzos. En 1866, el diarista inventa ciertas máximas para ayudarse a salir de un período de inacción que vive. Una de ellas dicte: «Elige entre tu voluntad y una pistola»; pensamiento que obedece a esta regla más general: «Tengo que ser hombre en el mundo y para ello necesito voluntad» (I, 36).

El sufrimiento del Hostos abúlico es angustioso. Lo demuestran la frecuencia y el tono de las anotaciones al respecto, que ilustran de nuevo la imperativa necesidad de llevar el Diario para aliviar y remediar ese sufrimiento. La obra es de este modo un acicate para la acción y doloroso registro de lo no hecho:

«Yo necesito que mis días estén llenos de acción y todos pasan sin que yo dé al mundo muestras de mí mismo. Todas las noches al retirarme, me acosan pensamientos temerosos porque en vano me pregunto qué he hecho, qué pienso hacer. Muerto, muerto... Vida sin voluntad no es vida: vivir es querer y hacer... Son ya tan pocas las veces en que salgo de la atonía que me abruma que debo apelar a las ráfagas de vida que hay en mí como a testimonios de que soy y vivo».


(I, 44-45)                


Hostos llegó a tener tal respeto y fe en la voluntad, que un día aconsejó a un amigo tratar de curarse la tisis con esta fuerza poderosa (I, 77). El mismo se califica como «apologista de la voluntad y tímido para moverla» (I, 76); y es por esa lentitud para actuar, que persiste en crear lo que llama ejercicios de voluntad, para fortalecerla: «Ejercicio de voluntad. Si me digo al salir de casa "iré por tal parte", aún cuando me olvide y tome otro rumbo, vuelvo al propuesto, y voy a donde pensé que había de ir» (I, 312).

El buscado fortalecimiento de la voluntad tiene relación con la rebeldía, rasgo que posee Hostos, y que lo aparta dejas características atribuidas a los intimistas. A. Girard, al hablar de las coincidencias entre románticos e intimistas, menciona que estos últimos carecerían del espíritu de rebeldía que poseerían los primeros (Le Journal, 493).

Si calificamos como rebelde al que se opone a lo establecido y endereza contra la corriente general, no hay duda de que Hostos fue un rebelde desde muy joven. Fuera de algunas acciones infantiles que muestran una fuerte inclinación en este sentido (I, 18) el primer acto serio de rebeldía fue su rechazo a conformarse al sistema de enseñanza que repugnaba sus principios, como se vio en la segunda sección.

La participación del diarista en la noche de San Daniel, en 1865, la publicación de Bayoán, que critica al gobierno español en el poder, su actividad periodística en pro de la causa republicana y liberal, son otras demostraciones del espíritu de rebeldía que animaba al escritor.

En el terreno político también, se puede calificar como rebeldía lo que Hostos llama su «radicalismo», cuando propicia la independencia de las Antillas, y se opone tenazmente a la venta de Cuba, o la anexión de Puerto Rico a los Estados Unidos, que según muchos contemporáneos, era el único medio de liberarse de España.

Como corolario a la falta de espíritu rebelde en el intimista, Girard sostiene que éste ignora el entusiasmo y la exaltación que poseerían los románticos. Estos rasgos significarían la exteriorización, el salirse de sí, fenómenos que repugnarían a la naturaleza introvertida del redactor de un diario íntimo (Le Journal, 493). Parece innecesario demostrar que el Diario muestra a un Hostos exaltado y fuera de sí, como se ha visto en páginas anteriores. Para comprobarlo otra vez, véase el conmovedor episodio que describe el recibimiento de una carta de su esposa, en que el diarista, loco de contento, corre en busca de alguien a quien abrazar, antes de leer el ansiado mensaje (II, 286).




ArribaAbajo4.6.- El amor

Uno de los atractivos que busca el lector de diarios íntimos, es la oportunidad de conocer la vida amorosa del autor, generalmente una persona famosa. Como sostiene Béatrice Didier, en coincidencia con otros estudiosos, este tipo de escrito es un «lugar privilegiado de la confesión erótica» (Le Journal, 57). A. Girard, a la vez que confirma que el amor es importante cuestión en los diarios, declara que la timidez de los intimistas les haría incapaces de tomar decisiones que culminen en estados definidos. De aquí la casi imposibilidad de hallar felicidad en el amor, que el investigador descubre entre los intimistas (Le Journal, 502-503).

El tardío matrimonio de Hostos (a los 38), el gran número de mujeres que le interesaron, la descripción de auténticos amores que no terminaron en boda, sino en el abandono de la amada por el puertorriqueño, son indicaciones en la dirección señalada por Girard. A pesar de ello, el ansia de afecto del diarista está sembrada por muchas páginas. El amor puede haber sido la espuela directa que lo incitó a escribir el Diario, como sugiere su alusión al «sentimiento» que vivió entre 1858 (fecha de iniciación del escrito) y 1863. Esa página, escrita en 1867, testimonia la exasperación, piedad y vergüenza que experimenta por una mujer innombrada, estado que, recordándole el pasado, se propone examinar (I, 46-47).

En 1868, confiesa que una adolescente lo «alucina» (I, 52), pero como hace más tarde, se conmina a que los impulsos del corazón no prevalezcan (I, 344). No obstante, él deseo del amor lo sigue hostigando, aún cuando se repita que su vida está dedicada a la patria: «Desearía antes de morir saborear el bien de amar y de ser amado», se dice cuando en 1874, planea ir a combatir a Cuba (II, 77).

En una historia retrospectiva de sus sentimientos amorosos, el diarista de treinta y un años entonces, menciona once nombres, y el recuento no incluye a las damas que amó posteriormente, que causan las páginas más inflamadas del Hostos enamorado (I, 222). Las alusiones del escritor a su atracción por ciertas mujeres, permiten atisbar una dimensión con frecuencia, ignorada en la vida del gran hombre. Notas más livianas al tono general del Diario son las que cuentan, por ejemplo, el placer del diarista al seguir a una chica bonita por una calle neoyorkina (I, 219), o su vanidad por atraer las miradas femeninas en su pensión (I, 264). El diarista mismo comenta que su conducta entre señoritas era «tan ligera y frívola» como fuera necesario para «hacerse soportable» (II, 155); y sus habilidades de cortejante debieron ser excelentes, a juzgar por los amores que inspiró, y algunas descripciones en que se autorretrata frente a una mujer que le interesa (I, 364, 371).

Como en otros asuntos, la sinceridad con que Hostos analiza sus sentimientos amorosos hace del Diario un documento extraordinario. En los casos de Candorina, Manola y Carmela, el escrito permite ver el crecimiento de la atracción, los vaivenes emocionales por toda clase de dudas, la aceptación del amor, y por fin, la deserción dolorosa en cada caso. El abandono de sus amadas lo explica el diarista como resultado de su tenaz deseo de cumplir con sus deberes patrióticos, razón que sin duda el escritor siente como verdadera, pero quizás sea demasiado simple. Ciertamente la huida del enamorado de estas tres mujeres, a quienes amó con pasión, puede atribuirse a sus obligaciones de patriota, pero hay que añadir a éstas, su pobreza, su timidez, su ambigua posición social, y no menos importante, el elevado ideal femenino con que sueña.

En una reminiscencia de amores pasados, el diarista justifica su rechazo del amor en varias ocasiones, diciendo que las mujeres representaban realidades que no le satisfacían:

«Realidades incompletas, y no las quiero; la que tiene corazón, no tiene cara; las que tienen cara, no tienen cerebro; las que tiene cerebro, no tienen la armonía que constituye la belleza estesiológica; las que han querido, no han sido queridas, y las que empezaron a serlo, se quedaron en el principio, y allí yacen, en la penumbra de las cosas no acabadas».


(I, 223)                


El ideal de mujer que anhela el autor debía poseer no sólo las virtudes espirituales que se esperaban de una joven de la época, sino además ciertos específicos atributos físicos: «Decía ella, y ahora comprendo la intención, que quisiera ser rubia y tener ojos azules. Sabe que este es mi ideal» (I, 352). Orillando materias en que no somos competentes, interesa observar que doña Hilaria Bonilla, madre del escritor, corresponde a este ideal físico (I, 14, 16). Pero para equilibrar esta sugerencia de edipismo, también hay que decir, que a pesar de las definidas preferencias del diarista, todas sus amadas tuvieron ojos y cabellos oscuros (I, 363; II, 265).

La mujer que enamora al puertorriqueño es siempre muy joven. Las tres damas mencionadas antes, eran adolescentes cuando fueron amadas por el escritor, e Inda, su esposa, tenía quince años al contraer matrimonio. Este hecho, no insólito en ese tiempo, tiene que ver en el caso de Hostos, creemos, con su afán de hallar una compañera cuya pureza máxima le permitiera formarla por sí mismo. El pigmalionesco deseo del escritor se justifica si se piensa en la escasa instrucción que recibían las mujeres por esos días, y por eso no asombra que el enamorado prepare sendos planes de estudio para perfeccionar a sus amadas Carolina e Inda (I, 353; II, 264).

La fuerza con que Hostos experimenta el amor, destruye en ocasiones las barreras alertas de su razón y el diarista se deja arrastrar por las emociones: «La amo, la amo y no oso evitarlo. He pasado mi vida en contener mis pasiones por medio de la razón, y he aquí cómo lo que debiera hacerme fuerte, feliz, me hace el más débil de los hombres y, en consecuencia, el más infeliz» (II, 21).

Con más frecuencia, sin embargo, se impone el juicio poderoso, y el diarista es capaz de analizar sus sentimientos con la lucidez y claridad de un diagnóstico clínico:

«Pienso que ella necesita educación, y no me espanto, y estoy pensando en los medios de dársela. Pienso que no es rubia y mi ideal estético se pasea a cada momento por la idealidad; pero tal vez vale más la tranquila confianza que me inspira esa alma sencilla que los transportes de alegría frenética que me causara la realidad de mi ideal... Tal vez me ame. Si la próxima ausencia o contrariedades impensadas no lo mortifican, el afecto realmente moral que ella me inspira, el amor apacible que tengo a su alma sencilla, no llegará a pasión, y podría dominarlo en cuanto quisiera: anoche mismo, después de aquella muda confesión, ninguno de los síntomas del amor enfermizo me dominó. Pienso más en el matrimonio que en la pasión; más me ocupo de ella como esposa que como amante».


(I, 352)                


La última parte de las palabras transcritas, ilustra muy adecuadamente la división que el diarista hace entre el amor físico y el espiritual, división hecha también por románticos y adolescentes (Girard, Le Journal, 369). El Diario apunta el sentimiento que experimenta su autor cuando se debate entre el amor bueno y el «enfermizo», calificándose por ello de «diablo y ángel, bestia y hombre» (I, 369).

La lucha que vivió el autor para dominar la carne, puede verse en la narración del extraño episodio de su noche en el mismo cuarto con una prostituta (I, 87), pero sobre todo, en alusiones a los días en que corteja a su futura esposa: «Se trata de mantener puro de toda apariencia carnal un amor que no es carnal» (II, 269); «[...] anoche sufrí yo por segunda vez aquella enajenación del deleite que, ni es inocente en un amor puro, ni digna en un amor inocente» (II, 270); «Burlándose de mi experiencia, utilizando mi confianza y aprovechando mi descuido, la pasión ha roto el dique, y aquí está» (II, 274). La castidad de las relaciones -los enamorados consideran un beso como un crimen (II, 271)-, no obsta para que el «demonio de la pasión» siga aguijoneando al diarista, hasta que él mismo admite que el ideal de absoluta pureza que impone a sus amores, es un ideal quijotesco (II, 271)68.

Sobre el tema del amor, que tan bien sirve para iluminar aspectos menos conocidos de Hostos, hay que destacar la habilidad del escritor para describir a sus amadas y sus sentimientos. Verdaderas miniaturas de la época, con pocos trazos -un movimiento, una exclamación- las palabras hacen surgir a una juguetona Cara, a una Manolina apasionada, o a una grave Carmela, no como meros nombres, sino como figuras de carne y hueso.




ArribaAbajo4.7.- Preocupación por el cuerpo

En páginas anteriores nos referimos al marcado tinte melancólico que tienen los diarios íntimos. Ahora veremos cómo la frecuencia de los estados depresivos, empujan el cuidadoso interés con que los autores anotan lo que atañe a sus dolores corporales, además de los morales. Tanto A. Girard (Le Journal, 507), como B. Didier, se fijan en la preocupación del intimista por su estado físico, que la última ve como «aspecto médico» para describir sin piedad la decadencia corporal (Le Journal, 104).

Desde temprano en el Diario de Hostos se explicita la determinación de registrar lo que concierne a la salud. En 1866 se anota lo siguiente: «Conservarlas recetas de los médicos; tener presente el valor de las medicinas; comparar el valor de los dolores corporales que se curan con los morales incurables, es un extraño estudio, cuyas bases echo desde hoy» (I, 38-39). Cumpliendo lo propuesto, el diarista nos da la receta que curó un cólico, del mismo modo que antes nos había enterado cómo aliviaba un dolor de muelas (I, 35).

En enero de 1875, al cumplir treinta y seis años, el diarista reflexiona sobre las inevitables secuelas de la vejez: «La primera cana. Con la precipitación del miedo, apenas la he visto, la he arrancado. Fruto tardío de un dolor temprano, esa cana no representaba la edad de mis pesares. Ya no habría un cabello juvenil en mi cabeza o en mi barba si cada pesadumbre se hubiera convertido en una cana. Y sin embargo, y a pesar de ser mi alma mucho más vieja que mi cuerpo, no veo sin espanto el envejecimiento corporal...» (II, 171).

Mencionamos antes, la perspicacia de Hostos para adivinar los males hoy denominados psicosomáticos. El siguiente párrafo ilustra de nuevo, la sensibilidad del escritor en este terreno:

«Que una causa moral obra constantemente sobre mis órganos y principalmente sobre mis vísceras esenciales, el hígado y el corazón, no es de dudar, observada una vez la enorme dificultad digestiva que sufro, y una vez sentidos los dolores de corazón que, aunque probablemente desarrollados por excesos físicos, tienen su origen en las emociones, en las concentraciones violentas a que he tenido que sujetarme».


(I, 228)                


Los excesos físicos no especificados, debieron llamarse más bien privaciones físicas, a juzgar por las miserables condiciones en que vive el autor en el invierno de 1870, fecha de la anotación. Fuera de sus luchas con integrantes dé las juntas patrióticas, su falta de dinero y de trabajo remunerado, le obligan a vivir en una muy inadecuada pensión entonces.

Otra curiosa intuición de males psíquicos apenas conocidos, se centra sobre la inclinación al sufrimiento que el diarista cree descubrir en sí, y que observa con atención. Así parecen indicarlo frases como: «[...] la complacencia dolorosa que me produce la tristeza» (I, 375); o «[...] me esfuerzo por moderar los ímpetus de mis dolores y por huir de los encantos peligrosos de esa tristeza involuntaria, heredera de aquella melancolía medio natural y medio provocada...» (I, 84). Aunque el escritor protesta por su existencia con tan «largo aprendizaje» en el dolor (I, 216), a veces se acusa de buscar intencionadamente el papel de un mártir: «Yo me inclino más al papel pasivo de mártir que a cualquier otro»; «Será preciso que me haga un mártir o un héroe» (II, 82; 91).

Al cuidadoso registro de sus enfermedades, se añade la extraordinaria objetividad del diarista para analizar y atreverse a revelar síntomas de aflicciones que la mayoría se negaría a reconocer, aún privadamente. Así, por ejemplo, el autor observa que con el tiempo se va tornando «bilioso y nervioso» (II, 43), y demasiado suspicaz y desconfiado (II, 287). En agosto de 1872 escribe: «Me estoy haciendo un poco colérico, el pesimismo me invade y la irritación llega al corazón» (II, 39). Más tarde, en 1872 anota: «Mala, pésima vida en sí misma es la mía. Y aún la hacen peor mi completa soledad moral, mi desconfianza de todo y de todos, mi susceptibilidad excitadísima, mi suspicacia exacerbada» (II, 284-5). Durante la misma época, en una sugerente analogía, el diarista, al sentirse calumniado y perseguido, se pregunta si está sufriendo el mal que afligió a Rousseau: «[...] y o yo me encuentro muy enfermo de ánimo y tengo la manía de Rousseau...» (II, 295). Si se pone la frase en el contexto existencial de ese momento, la pregunta se justifica, ya que el autor tiene serios desacuerdos con el director del colegio venezolano donde enseñaba entonces. Otras autoacusaciones de este tipo se dan en el contexto político de las luchas entre juntistas y separatistas (I, 289), las más quizás, como conminación a frenar impulso de darse generosamente, con el riesgo de ser traicionado luego (I, 55).

Hostos se reprocha a menudo su «mucha excitabilidad» e impetuosidad, según él sus defectos capitales, que le hacen reaccionar con violencia a la menor provocación: «La suposición de una ofensa me irrita más que la ofensa y lo echó todo a rodar» (I, 288-9). Este rasgo puede explicar, tal vez, los tres duelos para solucionar ofensas, en que se vio envuelto el autor69.

Entre las anotaciones de los males físicos del diarista, hay varias que aluden a fuertes dolores de cabeza, que el autor llama cerebrales. Junto al registro del dolor físico, el diarista se pregunta si esta aflicción puede ser síntoma de enfermedad mental. La cita que transcribiremos a continuación, ilustra los dos hechos, y pone de relieve, además, el tesón con que se analiza el que escribe:

«No estoy bien, no duermo. El sueño que era siempre mi única fortuna, me abandona también. Siempre sondeando el abismo, la noche como el día se pasa sondeándolo. A veces siento debajo del cráneo, en la envoltura de mi cerebelo, una especie de onda eléctrica, semejante a la que a menudo he experimentado en mis transportes de entusiasmo, pero que, lejos de ser la agradable sensación material de una doble emoción espiritual, es muy dolorosa. Esto tiene dos causas, una moral, física la otra. ¿Síntomas de enfermedad mental? Puede ser. Sería el coronamiento del estudio rabioso, brutal, implacable, que he hecho de mis facultades morales e intelectuales, la necesidad de estudiar en mí mismo el nacimiento y desarrollo de una locura».


(II, 174)                


Dos días después, rumiando su desesperada situación económica, que no le permite tener ni siquiera franqueo para las cartas, vuelve a sentir la misma «onda eléctrica» recorriendo su cerebro (II, 177).

Consideradas las circunstancias bajo las cuales escribe el autor, no sorprende que la intensidad de su sufrimiento provoque esos dolores, o que el diarista piense que padece alguna enfermedad mental. Hay otras ocasiones, sin embargo, en que Hostos habla directamente de la posible pérdida de la razón. En 1873, por ejemplo, escribe: «Hay algo tan mecánico en todas las funciones de mi ser que temo por momentos, sobre todo cuando el cerebelo tan sano antes comienza a molestarme, volverme loco o estar ya monomaniático» (II, 43). En 1903, reflexiona sobre los «dolorosos vaivenes de razón» que padeció en 1901, y recuerda otras tres ocurrencias en que perdió la tranquilidad, dejándose arrebatar por la indignación (II, 423-4)70.

Varios son los investigadores que citan la tendencia al suicidio entre los rasgos comunes de los intimistas, y dado que todos se quejan de fracaso, inadaptación y tristeza, esto no resulta tan extraño71. Aunque el Diario de Hostos no declara la posibilidad de la autodestrucción de manera obvia, hay alusiones que sugieren que tuvo alguna vez el deseo del desaparecimiento, como fin a sus angustias. De lo que no hay duda, es que el autor reflexionó sobre el asunto: «El suicidio es una debilidad, pero es un crimen el no ser hombre útil» (I, 36). Una sola vez, encuno de esos períodos de abulia y pobreza que tanto lo mortifican, el diarista menciona la palabra suicidio como una probabilidad: «Estoy mal, estoy mal. Loco o suicida» (I, 43). En otras dos oportunidades, el autor expresa odio por la vida, y el deseo de la muerte: «Real, seriamente, comienzo a odiar la existencia»; «No hay otro remedio contra este mal de dignidad que va matándome y haciéndome seria, tranquila y reflexivamente desear la muerte» (II, 39; 80).

En junio de 1903, dos meses antes de su muerte, al observar las perturbaciones que algunas personas sufrían como consecuencia de un motín revolucionario, el diarista descubre que su propia mente presenta un caso de «neuropatía» aguda. Se propone entonces, estudiar los cambios que advierte en sí para comprender por qué ha perdido la tranquilidad y el optimismo que tan laboriosamente había conquistado (II, 423).

Es claro, por lo que escribe, que los tumultuosos sucesos dominicanos que ha presenciado, han producido en el diarista una fuerte reacción física y emocional, que va desgastando su cuerpo y espíritu. El dolor de ver que muchos de sus brillantes ex discípulos han olvidado sus lecciones sobre ética y democracia para convertirse en tiranuelos, o que otros queden muertos en una insensata sucesión de guerras civiles, minará su organismo y acelerará su fin72.

Las páginas finales del Diario son un testimonio dramático sobre la influencia que los sucesos que vive producen en el desgastado organismo del diarista. La última hoja de la obra, sobre todo, es inusitada y conmovedora prueba de ello. Es el 6 de agosto de 1903, y por primera vez en su escrito, Hostos habla de sí bajo el significado nombre de Sócrates73. El «pobre Sócrates», enfermo y desgastado, nos da un recuento del estado del escritor que va a morir cinco días después:

«Volví a hallar al pobre Sócrates. Ya está muy abatido. Al "¿Cómo va, señor?", me contestó: "Arrastrándome". Y efectivamente arrastraba un tanto las piernas. Y comentó el arrastre: "Hace días siento calambres que a veces son fuertísimos al despertarme y que después se convierten en un cansancio de piernas doloridas. Aún más fastidioso que ese achaque de casa vieja es la cantidad de sedimento de estómago que se me ha depositado en la lengua, y que ya parece que no cede a los purgantes. Mientras tanto, trabajando, a pesar de que me prescriben el descanso completo. Pero el trabajo es hasta un entretenimiento indispensable en mi mal". "Pero, en suma -le pregunté con interés afectuoso- ¿qué mal es?". "¿Mi verdadero mal? ¿El verdadero?". "Ese". "Mi mal verdadero...".

No había en su voz ninguna amenaza de suicidio; pero sí una tan intensa expresión de fastidio de la vida, que repercutió hondamente en mi cerebro, tan poseído ya también del fastidio de la vida».


(II, 430)                


¿En cuál de las frases atribuidas a Sócrates pensaba el puertorriqueño en esos momentos finales de su vida? La respuesta quizás la dé el breve trozo que bajo el nombre de «Deber de sacrificio» Hostos dedicó al filósofo griego en su Moral Social (Obras, XVI). Allí se exalta la paciencia, como sacrificio mayor para el orden y la armonía domésticas. El elogio de Hostos al griego por haber sabido amansar las «impaciencias del carácter», tal vez se adecúe a ese «fastidio» de sus últimos días, resultado del desorden exterior y de su postrado organismo:

«Sócrates, que según él mismo confesaba, había sido propenso por naturaleza o por descuido de la educación juvenil, a todo género de inmoderación, se combatió tan cuidadosamente esa defectuosa propensión, que no sólo llegó a hacer de la moderación en todo la base de una benigna y eficaz moral social, sino de las vivezas del carácter».


(Obras, XVI, p. 388)                


Al comienzo de esta introducción afirmábamos que un diario de cierta extensión, permitía observar las líneas continuas y discontinuas de una personalidad. Reconociendo el riesgo de las generalizaciones en el terreno del carácter de una persona, parece apropiado a este punto, tratar de resumir algunos de los atributos de Hostos presentados en el Diario.

A primera vista, parece indudable que el puertorriqueño supo aprehender con habilidad sus rasgos más inherentes, puesto que muchos de ellos aparecen de la juventud a la vejez. Su vehemente pasión para enfrentar asuntos intelectuales o del corazón, su exigencia consigo y los demás, se dan en el hombre joven y en el maduro. El anhelo de servir, sacrificándolo todo, combinado con su deseo de ser reconocido, no disminuyeron con los años, como tampoco la suspicacia y viveza para reaccionar a las ofensas. Es aparente que ciertos hechos, como su matrimonio y las distinciones a su talento y la labor en Chile y Santo Domingo, borran las notas de soledad y de tristeza de los primeros años del Diario. Pero no desaparecen de las páginas su enorme curiosidad intelectual y -como se ve en su alusión final a Sócrates- su «impaciencia» para juzgar acciones torpes o malintencionadas. Las palabras que Hostos dedicó a Sócrates, citadas más arriba, sirven también para recordar el admirable empeño de toda su vida para perfeccionarse, frenando o reprimiendo rasgos y actitudes que veía como negativas. Como hombre de su tiempo, se obligó a moderar su imaginación y a someter el transporte de las emociones violentamente sentidas. Para fortuna nuestra, no pudo lograrlo del todo, como evidencia la efusión que emana de muchas páginas del Diario. En el proceso de análisis de sus sentimientos, pensamientos y emociones, la obra despliega una gama de gestos que aproxima y humaniza la figura celebrada en letra y mármol. Algunos de esos gestos componen a un Hostos tímido y orgulloso, soñador e idealista, frustrado, ambicioso de gloria, enamorado, de fácil exaltación, que sufrió de soledad e incomprensión, pero también gozó del amor correspondido y, ocasionalmente, del halago por sus esfuerzos.








ArribaSobre la calidad literaria del Diario

Dada la naturaleza diferente del diario dentro de los géneros literarios, ¿es apropiado hablar de mérito artístico en él? ¿Produce placer estético la lectura de un diario? Y si la respuesta es afirmativa, ¿cuáles serían las cualidades buscadas? La mayoría de los estudiosos no se pronuncia sobre el valor literario de esta especie, lo que está en consonancia con el supuesto de que el diario no se compone con las metas o los recursos de la obra literaria canónica. No se puede negar, sin embargo, que algunos resultan más atractivos que otros, y el problema está en averiguar por qué sucede esto.

Por mucho tiempo se creyó que una razón principal que contribuía a la «calidad» de un diario era su sinceridad, que se veía en la estrecha conexión entre la persona representada y la que lo escribía. Hoy, más enterados de la complejidad del ser humano -capaz de mentirse consciente o inconscientemente- y de las triquiñuelas de verosimilitud que puede lograr un buen conocedor de recursos retóricos, se cuestiona este rasgo como máximo cartabón de valor de un diario.

Uno de los pocos investigadores que sostiene que un buen diario se escribe con un alto grado de conciencia artística, es Robert A. Fothergill. En su libro Private Chronicles A Study of English Diaries (Oxford University Press, 1974), declara que un diarista de calidad encontrará a lo largo de su escritura, temas y estructuras que dotarán al texto de un diseño artístico (41). Como ejemplo de un diarista preocupado de dar forma literaria a su obra, cita a Robert Francis Kilvert quien, según el crítico, se cuidaría de crear una atmósfera, proveer detalles visuales y desarrollar los acontecimientos de manera dramática, a través de un ritmo emocionante (52). Nos parece que este tipo de diario, poco o nada tiene que ver con el íntimo que vimos ejemplificado por el de Hostos. Es obvio que la obra que admira Fothergill se escribió pensando en el impacto que se desea producir en el lector.

Igualmente, como diarios compuestos para el lector, más que para el autor mismo, se explican otros que exalta Fothergill por su calidad literaria. Por ejemplo, del de Samuel Pepys, el crítico alaba su «naturalidad», su falta de pose y dramatización verbal (97). Para el estudioso, el mayor acierto del diarista inglés estaría en haber evitado la «autopreocupación» y la apariencia de vanidad. Según él, Pepys muestra un tacto «fenomenal» al haber contado nueve años de su vida sin parecer egotista (99). Fuera de la dosis prescriptiva aparente en su apreciación, el crítico es indiferente al hecho probado de que la «naturalidad» de Pepys esconde un complejo proceso de reescritura, distante del compuesto «al correr de la pluma» que se espera de un diarista. Tampoco el crítico repara en el hecho de que la autopreocupación o el egotismo son secuelas inevitables en un escrito centrado en el yo del autor. En otras palabras, poniendo el diario en el mismo saco que otras producciones literarias, al profesor Fothergill no le interesa el grado de correspondencia que hay entre el ser que escribe y la representación que da de sí. Esta última es el centro de su atención y la juzga de acuerdo a las virtudes que se exigen de otros textos literarios. Con esto no sólo difumina los límites establecidos para distinguir entre historia y ficción, sino que borra los rasgos que diferencian al texto autobiográfico de otros géneros.

Los ejemplos citados ponen de manifiesto la necesidad de aclarar cuestiones relativas al destinatario y al arreglo o no del diario para su publicación, antes de tomar posiciones respecto a su «calidad». En los casos en que el autor, con miras a la imprenta, corrige y edita su escrito, pareciera oportuno exigir ciertas cualidades que se piden de otros géneros. Pero, aún así, pensamos que el propósito diferente con que se escribe un diario obliga a buscar criterios más adecuados a su especificidad. Con el tipo de diario íntimo, ejemplificado aquí, resulta inadecuado buscar en él los elementos que se esperan de un poema o de una novela. La razón fundamental de que el autor escribe sobre sí y para sí y, como en el caso de Hostos, con el objetivo pragmático de mejorarse, reclama otras maneras de calificar su efectividad. Por otro lado, la puesta en palabras, implica el manejo de la lengua, y sin duda habrá quienes la usan mejor que otros.

El Diario de Hostos, a todas luces escrito apresuradamente, al calor del sentimiento, sin evidentes correcciones posteriores del autor, muestra el control que el puertorriqueño tenía sobre su instrumento lingüístico. La prosa del diario es clara, sin afectación retórica, capaz de producir emoción muchas veces. El hecho de que el diarista escribe con rapidez, sin corregir, lo ilustran los fragmentos de manuscritos existentes, cuya letra casi ilegible, censuró el propio autor (I, 214).

Las anotaciones afirman con frecuencia que Hostos redactaba de noche, sin releer lo escrito anteriormente. Frases como: «[...] no sé dónde quedé»; o «[...] seguro que cuando interrumpí el Diario hace un mes me presentaría...» (I, 182); en que el condicional confirma que el autor no se ha molestado en volver sobre sus páginas, evidencian lo que decimos. En los casos en que se anota una relectura, la reacción de sorpresa o extrañamiento del diarista convertido en lector, testimonia la novedad de la lectura primera, diferente a la hecha para o después de corregir.

El texto confirma lo que el diarista llama su «desdén» por la forma, en aquella lista de sus obras compuesta antes de embarcarse en una expedición hacia Cuba de la cual no sabía si iba a regresar. La ocasión, que tiene la seriedad de un testamento, trae una nota que explica los descuidos en su francés, y corrobora nuestra aserción de la falta de corrección posterior por parte del autor:

«Los manuscritos en francés están escritos con gran descuido y con el censurable desdén que he tenido para todas las formas.

Los impresos todos están plagados de repugnantes erratas, en la mayor parte, resultado de mi incuria al escribir letra ilegible.

He escrito como he vivido; poniendo la conciencia en la interioridad, no en la exterioridad. Así he sido juzgado y así seré juzgado».


(II, 214)                


Las citas transcritas han ilustrado ya que la obra posee anotaciones que, a manera de metadiscurso, iluminan el proceso de su elaboración. El escritor está consciente por ejemplo, de que es la ansiedad de sus sentimientos la que inspira sus «sondeos» (I, 254), y que las páginas mezclan hechos diversos, debido a las necesarias interrupciones que impone el existir cotidiano (I, 214). La autoconsciencia sobre su escrito llevan al autor a opinar sobre su obra de la siguiente manera:

«Ayer releí los diarios de Barcelona, y me he convencido de que, aun incompletos, completan mi vida; aun incoloros, pintan las diversas situaciones de mi ánimo. Fríos como me parecen al acabar de representar con ellos un momento de agitación, los encuentro calorosos y vibrantes cuando, como ayer, la casualidad o la necesidad los pone ante mi vista. Pesaba las palabras al escribirlos, y no sé cuál de las dos pesa más: ¿casualidad o necesidad?».


(I, 64)                


La última frase pareciera sugerir un trabajo más elaborado del lenguaje, de lo que venimos sosteniendo. Sin embargo, al invocar la lectura por casualidad o por necesidad, el diarista, creemos, está a la vez aludiendo a su escritura. Y ya vimos que el propósito psicoterápico, espuela tan evidente del Diario, responde claro sobre la primacía de la necesidad. En todo caso, el pesar las palabras no está reñido con la anotación «in promptu» que predomina en el escrito; más bien corresponde al esfuerzo del analista que se empeña en poner bien en claro lo que siente.

Entre las anotaciones metadiscursivas importa señalar una que ilustra la conciencia del escritor sobre lo que es y no es su obra. Así, por ejemplo, al ser testigo de las murmuraciones y «expresiones de pasión» entre los juntistas de Nueva York, se dice que si recogiera este material, su diario dejaría de ser su Sonda personal, para convertirse en «crónica de la revolución» (I, 278). Interesan también otras anotaciones en que el diarista se burla de sí al recordar o releer su escrito: «¿Qué era lo que decía uno de aquellos estímulos que tan pomposamente me fabriqué...?» (I, 44, subrayado del autor). Cuando en 1870, cree haber perdido su capacidad para analizar sus sentimientos escribe: «Ahora mismo estoy burlándome de mí, porque aun haciéndolo mal, me ocupo de un afecto que me distrae de mi deber» (I, 364).

El exigente escritor que era Hostos, se da cuenta de que su redactar «a la carrera» puede resultar en defectos o descuidos de estilo. Por eso se dice que si se propusiera podría «escribir mejor», sin «inferir ultrajes a la lengua» (I, 144). Esto, a la vez que confirma la rápida composición de su obra, probablemente significa que el autor podría esforzarse en emplear recursos que él bien conoce, a juzgar por sus discursos políticos, por ejemplo. Hay que recordar sobre este punto, que Hostos compone en un período en que se estilaba una escritura tendente a la grandilocuencia y al exceso de figuras. Es precisamente este escribir sin buscar «efectos» lo que contribuye a dar a su prosa la calidad de espontánea que tiene, y al texto su aire de autenticidad.

Conscientes de la compleja carga connotativa de términos como «verdad», «sinceridad» y «autenticidad», no podemos dejar de invocarlos para caracterizar el escrito del puertorriqueño. Si desde el punto de vista de las expectativas de un lector, suponemos que uno que lee un diario busca acercarse al que lo escribió, el de Hostos cumple esas expectativas. El texto proyecta una imagen del autor que se siente auténtica. Sea por la voz que se oye única, inconfundible, sea por las explicaciones y razonamientos que acompañan a los hechos que se cuentan, sea por la espontaneidad del discurso, el lector «siente» que se le entrega la verdad. La palabra apasionada del escritor deja una traza elocuente con la que se puede reconstruir una vida y un hombre. Esa traza no omite lo negativo, que por lo general se oculta de los demás. Contrario a muchos otros textos autobiográficos, la obra no es ni apología ni defensa. Tampoco el autor escribe por el placer de autocontemplarse o de exaltar a su familia (Hostos ni siquiera se cuida de dar su genealogía), odiosa carga de tantas autobiografías. Todo esto, creemos, contribuye al efecto de autenticidad que produce el Diario.

Por otro lado, como mencionamos en una sección anterior, Hostos, a diferencia de otros intimistas, no escribe tampoco para escapar a su época. Al contrario, como vimos, en su escrito el yo que analiza el autor está inseparablemente unido a los acontecimientos. Y este es el otro gran valor de la obra. Junto con permitirnos atisbar en la interioridad de la formación del gran hombre, el Diario ofrece también su visión de uno de los más importantes procesos históricos de América. Los juicios de Hostos sobre parte de la intrahistoria de Puerto Rico, Cuba y Santo Domingo, por su honradez y altas miras, echan nuevas luces sobre el pasado, pero a la vez iluminan problemas del presente y programan para el futuro. La hermosa idea de la federación antillana es la mejor ilustración del caso: todavía por realizar, el Diario advierte sobre algunos obstáculos que la impiden, y trasmite la fe que en ella puso el prócer en la batalla para lograr su consecución.