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ArribaAbajoLa novedad estética

El valor estético de Ariel, su condición de bella entidad, fue desde un principio -y lo siguió siendo en las horas adversas- el aspecto de la obra más elogiado e incontrovertido. Críticas como las de la revista del «Centro Ariel», debida a González Areosa, o la carta de Carlos Quijano de 1927105, comenzaron por poner al margen la calidad artística del libro.

El mismo Lasplaces dijo que Ariel «forma parte de lo más espontáneo, fresco y viviente de todo lo que escribió»106.

Francisco A. Schinca sostenía en la hora de la muerte que lo perdurable de la obra rodoniana era su valor de belleza y no la originalidad ni la trascendencia de la doctrina107; la misma idea fue reiterada después y en numerosas ocasiones.

Pese a todo ello, los valores formales de Ariel y su significación estrictamente literaria apenas han merecido otra cosa que esas series adjetivales, con las que antaño se creía caracterizar un estilo, y la consideración, casi siempre caprichosa, de su categorización literaria dentro de los géneros y subgéneros conocidos. Falta un examen estilístico de Ariel como lo falta de toda la obra de Rodó. Para esta última no poseemos más que unas muy certeras observaciones de José Pedro Segundo sobre los diversos tipos elocutivos usados por Rodó en sus artículos de la Revista Nacional108; Roberto Ibáñez ha realizado algunas finas y parciales indagaciones en torno al proceso de una imagen arielina109.

Leopoldo Alas sostenía ya, en su crítica consagratoria, el carácter ensayístico de Ariel. Decía: «... no es una novela ni un libro didáctico; es de ese género intermedio que con tan buen éxito cultivan los franceses, y que en España es casi desconocido»110.

En repetidos pasajes de su obra, Rodó manifestó su preferencia por esta forma intermedia entre lo estético y lo ideológico, por esa mixtura de lo filosófico y lo poético, que reunía a la vez libertad e imaginación, gravedad y reflexión, belleza y verdad. Los autores representativos de ese género eran -y no es casualidad, naturalmente- sus fuentes ideológicas preferidas: Renan y Guyau111. (Y anotemos al pasar que José Gaos ve en esta unión de pensamiento y belleza uno de los caracteres de la filosofía hispanoamericana112).

«En España es casi desconocido», decía Clarín. Fue la generación posterior a la suya (del 68, al decir de Max Aub), la del 98, la que lo aclimató en la Península, haciéndola un fiel vehículo de su pensamiento y de su protesta, dándole una fisonomía, una variedad y una importancia que no habían tenido hasta entonces113 ni en sus países originarios.

En la «Cabeza» dedicada a Rodó, Rubén Darío aún destacaría en él al ensayista, extraño fruto americano114. En realidad, ya se definía en nuestras letras este género cuya historia traza Vitier, destacando que «fue el tipo de prosa que mejor correspondió al movimiento llamado Modernismo»115, como «un género al servicio de revisiones fundamentales»116. Además de clasificarlo en ensayo de cultura, de problemas y de emoción117, y de señalar el carácter de «insistencia y revelación» que asume en ése Díaz Rodríguez, tan frecuentemente comparado a Rodó por la calidad de su prosa118, Vitier ordena su evolución desde lo abstracto a lo concreto y desde la opulencia aristocrática a la humildad militante119.

En su artículo de 1927120, Víctor Belaúnde refirma el carácter ensayístico de Ariel y de Rodó, filiando el género «en la mentalidad y la cultura inglesas».

La misma idea fue desarrollada por Gómez Restrepo121 y por Víctor Pérez Petit122.

Parece indudable que Rodó al escribir Ariel se encontraba más cerca de las obras de Renan que de la tradición inglesa típicamente ensayística de Lamb y de Hazlitt (aun a través de su posible y traducido epígono Lord Macaulay). Las obras de Renan le sugestionaban en el sentido de la utilización del diálogo, y en alguna página aludió Rodó a la tentación de esta forma123. Al fin, pensó seguramente que un discurso magistral de tono afirmativo se adecuaba mejor a la disertación monologada y por ella optó.

Y un discurso, se ha visto también en Ariel, de tono académico, universitario y aun «liceal», como lo afirmó Alberto Zum Felde124. Habían dejado honda huella histórica los Discursos de Fitchte a la Nación Alemana; la cultura hispanoamericana registraba oraciones tan memorables como la alocución inaugural de Andrés Bello en la Universidad de Chile y las contemporáneas similares de Justo Sierra en Méjico. Juan Carlos Gómez Haedo ha mencionado también el antecedente mucho más cercano del discurso de colación de grados pronunciado por el argentino Lucio Vicente López en 1893, y cuya forma, tanto como sus temas impresionaron vivamente a Rodó, resultando un muy próximo estimulante de Ariel125.

De la efusión y de la cálida comunicación parlante tiene mucho la obra arielina; sus modelos pueden encontrarse, sin duda, en las formas libres de la oratoria académica francesa del siglo XIX, pues hay poco en él de lo altisonante y rotundo del castelarismo español.

Otros, como Goldberg, le han llamado «manifiesto»126 y el término es ajustado y es útil; Ventura García Calderón lo clasificó muy parisinamente, en la «causerie»127; Luis Alberto Sánchez -no sin rencor- en la elegía128; Justo Pastor Benítez en el «apólogo edificante»129. Pedro Emilio Coll en la «homilía»130.

Fue característica de Rodó y de su época la concepción de la forma verbal como algo independiente y casi sobreagregado a la estricta ideación y al esquemático discurso. El verbo «pulir» tan utilizado en ese tiempo trasmite bien el sentido de esa labor que se realiza en una instancia postrera y externamente.

Numerosos textos de Rodó131, el más conocido es «La Gesta de la forma»132, exaltan esta tarea, esta «lidia del estilo»133 (aún otro enfrentamiento de sujeto y objeto), concebidas como faena dolorosa y al mismo tiempo autónoma aventura.

Aún más ampliamente contemplado, era Rodó un escritor con voluntad de estilo, entendido el estilo como tendencia a traducir el mundo y la realidad en términos de belleza, en formas quietas, luminosas y firmes. En cierta página inconclusa expresó magníficamente Rodó este amor por el contorno definido y glorioso134.

«Helénico» llamó su estilo José Pedro Segundo135; Eduardo Rodríguez Larreta136, Ventura García Calderón137 y Carlos Roxlo138 le han calificado como «parnasiano de la prosa», connotando esta pasión por la forma bella, rotunda y terminada, en la que lo plástico domina sobre lo musical, aunque en Ariel esta primacía sea menos visible que en otras obras de Rodó, y marque ese equilibrio entre la perfección escultórica y el movimiento que ha reconocido Alberto Zum Felde139.

Este estilo implica una elevada temperatura de lucidez, de tensión, de voluntad. Están ausentes de él lo íntimo, lo coloquial, lo espontáneo, lo natural. Rodó tuvo en su modo de expresión una absoluta fe.

Nunca le cruzó la sombra de una duda sobre la posibilidad de una forma superior. Sus consideraciones ante el testimonio de un soldado italiano, enviadas entre sus correspondencias son muy ilustrativas a este respecto140.

El carácter voluntario, forzado y a veces solemne de la expresión rodoniana fue uno de los que suscitaron acentuadas reservas a su obra, como se verá en otra parte de esta exposición. De los modelos estilísticos de Ariel se sabe mucho menos que de sus fuentes ideológicas.

Se ha señalado en Flaubert, con su contracción heroica a «la gesta de la forma», un ejemplo prestigioso.

Así lo hicieron, referido al conjunto de su obra, C. Pereda141 y Alberto Zum Felde142, si bien lo ha negado el enterado Pérez Petit143. Es evidente que con este nombre no se agota la cuestión. Puede aventurarse que obraron también los prestigios de Valera y Alas y se siente en muchas páginas ese aticismo, lindante en la morbidez, de algunas obras de Renan y de Guyau. Nunca cae, sin embargo, Rodó, en cierta enfermiza disolución renaniana, que hacía exclamar a André Gide en su Journal144: «devant cet asiatisme, combien je me sens dorien.»

T. E. Lawrence, en una de sus apasionantes cartas, se refirió humorísticamente, sobre el ejemplo de la crítica de sus Siete Pilares, a la diversidad y contradicción de juicios que el estilo de un escritor puede suscitar145.

Mucho se ejerció esta adjetivación impresionista, o este comparar caprichoso y arbitrario sobre el estilo rodoniano en Ariel. Es indiscutible, sin embargo, que poco sabemos sobre una forma con consideraciones como ésta, y que elegimos, no por excepcional, sino por típica:

Su estilo es cincelada copa de cristal. Su río de ideas dilátase, con serenísima majestad, en ondas de perfección y de armonía. El águila de su verbo sube, trazando a modo de concéntricas series de curvas musicales por el éter que dora el sol del pensamiento. Su léxico es cual lirio de azulada blancura, que mece la suavidad del zumbo de una avispa ática en cada uno de los seis pétalos de sus hermosas flores, en el fondo de cuyos cálices están escondidas las esencias incorruptibles de que hablan los diálogos divinos de Platón146.



Más allá de una irresponsable profusión de adjetivos o comparaciones, el análisis estilístico de Ariel avanzó hacia una mínima precisión, mediante la división en períodos de la prosa rodoniana.

Gonzalo Zaldumbide distingue en el escritor una primera etapa de cepa y modelo español, de párrafo extenso, cargado de incisos intercalados, y profusión de preposiciones y conjunciones que quitan «esbeltez y nervio a los períodos». Una segunda época sería aquella en que «la prosa de Rodó alcanzó su punto en época intermedia bajo el influjo del Parnaso», de «escritura apretada y erguida, difícil y más rica en la sequedad», que no implica, sin embargo, que Rodó cayera «en la maniática escritura artista», contenido como estaba «por la lucidez de un buen sentido exquisito».

El estudio sobre Darío y Ariel señala según Zaldumbide «el ápice de esta manera», a la vez personal e impersonal, de «frase breve y sensible, parca y rica», leve, con «perfección de arte oculto que parece infinito». Una tercera época, la de Motivos de Proteo, está connotada por el período largo, el ritmo rotundo y la prolijidad147.

Coincide, en general, con el de Zaldumbide el análisis de Pérez Petit en su conferencia de 1930 sobre Rodó148. En un libro, dedicado principalmente a otros fines, reitera Clemente Pereda149 el esquema tripartito aunque con ciertas oscuridades, y destaca el origen francés de las comparaciones arielinas.

Señala en obra última Pedro Henríquez Ureña que en Ariel Rodó volvió al párrafo largo, si se le compara con las obras inmediatamente anteriores150, pero enriquecido de «color» y de «matiz».

El período en Ariel no es con frecuencia breve y a menudo es demasiado extenso para el gusto moderno. No es tan largo, empero, como el anterior y el posterior de Rodó. Usa las oraciones intercaladas con empleo habitual de guiones: no abusa de ellas. La expresión nunca es abrupta ni cortada; la igualdad y la fluidez, como líquida de esa prosa, son sus características relevantes. Hay un ritmo en la escritura ariélica que es el de la marcha imperturbable. De «forzada tersura» la calificó Sánchez. Más comprensivamente, Carmelo Bonet ha expresado que

muchas veces desearíamos que de pronto se detuviese ese chorro constante de armonía, esa voz de órgano incansable, y que un bronco sonido, alguna nota bárbara y discorde, como batahola de orquesta yanki, despertara nuestro oído adormilado por el arrullo de las palabras mansas y sonoras...151



Juan Ramón Jiménez llamó a la expresión rodoniana «prosa de tipo jenérico», aludiendo sin duda a este desprecio por lo accidental y lo particularizado152.

Aunque Rodó pareció siempre abordar el problema literario en términos de «línea» y de «color», la distribución de las «masas», la disposición de los materiales, es una de las calidades maestras de Ariel.

Gustavo Gallinal ha afirmado que «la arquitectura del librito es de una fineza jónica»153; Ventura García Calderón añoró ante Motivos de Proteo «la fina arquitectura, las proporciones clásicas de sus mejores libros de juventud»154.

Dos virtudes -casi diríamos dos habilidades- se destacaron en el libro desde 1900.

Apólogos, comparaciones, el mismo símbolo arielino, traducen en Ariel esa que Rodó llamaba su aptitud «para transformar en imagen toda idea que entra en mi espíritu»155, para convertir lo abstracto y vagoroso en concreción inolvidable.

En una página inconclusa sostuvo que «no hay concepto intelectual que, por sí solo, nos mueva a la práctica y la acción, ni que, sin el auxilio de la imagen, nos enamore»156.

Víctor Pérez Petit ha señalado la posible influencia de «Urania» de Camilo Flammarion sobre la concepción del símbolo ariélico157. No hay duda, sin embargo, de que existe una abismal distancia entre un reloj de mesa que despierta la ensoñación del escritor y el alado genio de Shakespeare.

La historia del aposento del Rey de Oriente es un verdadero apólogo, una parábola que anuncia las de Proteo158; fue considerada por Ventura García Calderón el trozo más perdurable de Ariel, junto con la página final del discurso159. La alusión a la «perdida iglesia del bosque», de Uhland160, que despertó el entusiasmo de Félix Bayley161, la «enajenada de Guyau»162 y la «moneda gastada de la esperanza»163 son vivísimos rayos de luz que perduran en la memoria con una vida distinta que la de las ideas. Alberto Lasplaces, en su estudio tan adverso de Opiniones Literarias, reconoció esta condición de que «las metáforas abundantes, oportunas, contribuyen a aclarar los conceptos oscuros y difíciles y abren a menudo floridas ventanas a los anchos panoramas de la poesía»164.

Félix Bayley en carta muy aguda165, Pedro Henríquez Ureña166, Francisco García Cisneros167 y «Tax»168 destacaron desde la primera época ariélica el hábil manejo de la cita, la aptitud para traer a colación, naturalísimamente, el texto prestigioso, breve, expresivo, corroborante.

Sin ánimo de plagio llegan a fundirse los materiales ajenos y a entrar indistinguiblemente en el propio cuerpo del ensayo169. Rodó, que como lo dijo en cierta carta debió tanto a los libros170, acendró en ellos una cultura muy extensa que, magníficamente asimilada, le habilitó para este ejercicio de citar en el que convocó memoria, sentido de la oportunidad y un supremo tino.

Es así que el estilo ariélico, cumbre del que Pedro Henríquez Ureña llamó «el mayor prosista del segundo grupo de modernistas»171, reunió los más entusiastas sufragios de su tiempo y los ha conservado en la posteridad. Casi todas las objeciones al estilo rodoniano se han detenido en el umbral de la obra, apuntando con preferencia a Motivos de Proteo. Algunos le han reprochado ciertos neologismos o impropiedades: lo hizo Carlos Martínez Vigil en un artículo de 1900172. Remigio Crespo León, abogado ecuatoriano, en una carta condescendiente y a ratos irrespetuosa, encarnó la actitud purista frente a un castellano rejuvenecido y vivificado173. Carlos Quijano, en una nota sobre Ariel, sostuvo la presencia de «ampulosidad», «mal gusto», «afectación» e «imágenes que buscan su lugar»174. Francisco J. Vaccaro, en largo capítulo de observaciones gramaticales y lexicográficas, sólo acierta a señalar en Ariel la palabra «heroica», mal acentuada, y «solucionarlos», galicismo175.

Este capítulo de cargos, como se ve, no es demasiado extenso.